El misterio del gran duque - Tres noches contigo - Merline Lovelace - E-Book

El misterio del gran duque - Tres noches contigo E-Book

Merline Lovelace

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Beschreibung

El misterio del gran duque Merline Lovelace El agente secreto Dominic St. Sebastian nunca había esperado convertirse en duque. Su nombre apareció en los titulares de prensa, y eso dejó su carrera como agente secreto en suspense. Y todo por culpa de Natalie Clark, que desenterró la información y luego apareció en la puerta de su casa con amnesia. ¿Podría ser que Natalie no fuera lo que parecía? Una cosa estaba clara: ¡su innegable atracción estaba a punto de llevarles a un viaje realmente salvaje! Tres noches contigo Merline Lovelace Texas era el lugar perfecto para pasar unas vacaciones cálidas. Justo lo que la doctora Anastazia St. Sebastian necesitaba antes de tomar la decisión más importante de su carrera. Entonces hizo su aparición el atractivo multimillonario naviero Mike Brennan. Zia quería enamorarse, pero ¿cómo hacerlo cuando lo que Mike deseaba era lo único que ella no podría darle nunca?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 484 - enero 2022

© 2014 Merline Lovelace

El misterio del gran duque

Título original: Her Unforgettable Royal Lover

© 2015 Merline Lovelace

Tres noches contigo

Título original: The Texan’s Royal M.D.

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-1105-500-0

Índice

 

Créditos

Índice

El misterio del Gran Duque

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Tres noches contigo

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Prólogo

 

¿Quién iba a imaginar que mis días serían tan ricos y plenos a estas alturas de mi vida? Mi querida nieta Sarah y su marido Dev han conseguido compaginar su matrimonio con sus empresas, su trabajo solidario y sus viajes por todo el mundo. Y además, Sarah encuentra tiempo para implicarme en los libros que escribe sobre tesoros perdidos del mundo del arte. Mi aportación ha sido sin duda limitada, pero he disfrutado mucho formando parte de una aventura tan ambiciosa.

Y Eugenia, mi alegre y despreocupada Eugenia, se ha sorprendido a sí misma convirtiéndose en una madre y una esposa increíble. Sus gemelas se parecen mucho a ella a esa edad, con los ojos brillantes y llenos de vida y con personalidades muy distintas. Y lo mejor de todo es que su marido, Jack, podría convertirse en embajador de Estados Unidos en la ONU. Si finalmente se confirma, Gina, los niños y él vivirían a unas cuantas manzanas de aquí.

Hasta que eso ocurra, cuento con la compañía de mi vieja amiga y compañera María. Y Anastazia, mi adorable y seria Anastazia. Zia está en su segundo año de residencia en medicina pediátrica y yo he utilizado sin pudor nuestra lejana relación de parentesco para convencerla de que viva conmigo durante los tres años de programa. La pobre trabaja hasta el agotamiento, pero María y yo nos aseguramos de que coma bien y descanse al menos un poco.

Quien me preocupa es su hermano Dominic. Dom insiste en que no está preparado para sentar la cabeza, ¿y por qué debería hacerlo si las mujeres se lanzan a sus brazos? Pero su trabajo me preocupa. Es demasiado peligroso. Me gustaría que dejara de trabajar de incógnito, y puede que haya encontrado la excusa para tener el valor de decírselo. ¡Se llevará una gran sorpresa cuando le hable del documento que ha descubierto la inteligente ayudante de Sarah!

 

Del diario de Charlotte, gran duquesa de Karlenburgh.

Capítulo Uno

 

Agosto azotaba con fuerza Nueva York cuando Dominic St. Sebastian salió de un taxi en la puerta de edificio Dakota. Las olas de calor bailaban como demonios dementes sobre las aceras. Al otro lado de la calle, las hojas resecas caían como confeti amarillo de los árboles de Central Park. Incluso el habitual rugido de taxis y limusinas que atravesaban el West Side parecía más indolente y aletargado.

No podía decirse lo mismo del portero del Dakota. Tan digno como de costumbre con su uniforme de verano, Jerome se levantó del mostrador para sostenerle la puerta al recién llegado.

–Gracias –dijo Dom con un acento ligeramente marcado que le identificaba como europeo a pesar de que el inglés le salía tan natural como el húngaro–. ¿Qué tal está la duquesa?

–Tan obstinada como siempre. No quiso escucharnos a nadie, pero finalmente Zia la convenció para que renunciara a su paseo diario con este calor abrasador.

A Dom no le sorprendió que su hermana hubiera conseguido lo que otros no lograron. Anastazia Amalia Julianna St. Sebastian tenía unos pómulos altos, ojos exóticos y la impresionante belleza de una supermodelo junto con la tenacidad de un bulldog.

Y ahora su preciosa y tenaz hermana estaba viviendo con la gran duquesa Charlotte. Zia y Dom habían conocido a aquella pariente perdida hacía mucho tiempo el año pasado, y al instante formaron un lazo. Tanto que Charlotte había invitado a Zia a vivir en el edificio Dakota durante su residencia pediátrica en el Mt. Sinai.

–¿Sabes si mi hermana ha empezado ya con el nuevo turno? –preguntó Dom mientras Jerome y él esperaban el ascensor.

No le cabía duda de que el portero lo sabría. Seguía la pista de la mayoría de los residentes del Dakota, sobre todo a sus favoritos. Y en cabeza de aquella lista estaban Charlotte St. Sebastian y sus dos nietas, Sarah y Gina. Zia se había incorporado recientemente a aquella selecta lista.

–Empezó la semana pasada –comentó Jerome–. Ella no lo dice, pero yo veo que oncología infantil le está resultando muy duro –sacudió la cabeza–. Pero se ha tomado la tarde libre al saber que venía usted. Ah, y lady Eugenia también está aquí. Llegó anoche con las gemelas.

–No he visto a Gina y a las gemelas desde la fiesta de cumpleaños de la duquesa. ¿Cuánto tiempo tienen ya las niñas? ¿Seis, siete meses?

–Ocho –contestó Jerome suavizando la expresión. Como todo el mundo, estaba prendado de aquel par idéntico de boquitas de piñón, ojos azules como lagos y rizos rubios–. Lady Eugenia dice que ya gatean.

Cuando el ascensor se detuvo en la quinta planta, Dom recordó cómo eran las gemelas la última vez que las vio. Hacían gorgoritos y pompas con la boca y agitaban las manos. Y al parecer ahora habían desarrollado también una poderosa capacidad pulmonar, pensó cuando una desconocida agitada y sonrojada le abrió la puerta de golpe.

–¡Ya era hora! Llevamos…

La mujer se detuvo y parpadeó detrás de las gafas mientras un coro de llantos resonaba en el recibidor de suelo de mármol.

–Usted no es de Osterman –le dijo con tono acusador.

–¿La tienda? No.

–Entonces, ¿quién es…? ¡Ah! ¡Es el hermano de Zia! –agitó las fosas nasales como si de pronto hubiera olido algo desagradable–. El que pasa por la vida de las mujeres como un cuchillo caliente por la mantequilla.

Dom alzó una ceja, pero no podía defenderse de la acusación. Disfrutaba de la compañía de las mujeres. Sobre todo de las que tenían curvas generosas, labios carnosos y querían pasar un buen rato.

La que tenía delante no entraba en ninguna de aquellas categorías, al parecer. Aunque no podía distinguir su figura bajo aquel vestido recto de lino y la chaqueta cuadrada. Y no tenía los labios precisamente carnosos. Eran finos, y esbozaban un gesto apenas disimulado de desaprobación.

–Igen –reconoció Dom con indolencia en su lengua materna, el húngaro–. Soy Dominic. ¿Y usted quién eres?

–Natalie –respondió ella parpadeando como un búho detrás de las gafas–. Natalie Clark. Adelante, adelante.

Dom llevaba casi siete años trabajando como agente de la Interpol. Durante aquel tiempo había ayudado a detener a traficantes de drogas, capos del mercado negro y a la escoria que vendía menores a los que pagaran por ellos. El año pasado había ayudado a descubrir una conspiración para secuestrar y asesinar al marido de Gina allí mismo, en la ciudad de Nueva York. Pero al ver la escena que le recibió cuando se detuvo en la entrada del elegante salón de la duquesa estuvo a punto de darse la vuelta y salir corriendo.

Una Gina con gesto agotado trataba de calmar a una niña de cara roja que sollozaba y se retorcía furiosa. Zia tenía en brazos a la segunda, que se mostraba igual de rabiosa. La duquesa estaba sentada con la espalda muy recta y el gesto torcido, mientras que la mujer hondureña que hacía las funciones de acompañante y ama de llaves observaba la escena desde la puerta de la cocina.

Afortunadamente, la duquesa llegó al límite antes de que Dom se viera obligado a huir. Agarró la empuñadura de marfil de su bastón y golpeó el suelo con fuerza dos veces.

–¡Charlotte! ¡Amalia! ¡Ya es suficiente!

Dom no supo si fueron los golpes o el tono de voz, pero los chillidos se cortaron al instante y las niñas se limitaron a sollozar con hipidos.

–Gracias –dijo la duquesa con frialdad–. Gina, ¿por qué no os lleváis Zia y tú a las niñas a su cuarto? María les llevará los biberones en cuanto traigan la leche de Osterman.

–Llegarán enseguida –el ama de llaves volvió a la cocina balanceando sus amplias caderas–. Voy a preparar los biberones.

Gina se dirigía por el pasillo hacia las habitaciones cuando vio a su primo.

–¡Dom! –exclamó lanzándole un beso al aire–. Hablaré contigo en cuanto deje a las niñas.

–Yo también –dijo su hermana con una sonrisa.

Dom dejó la maleta y cruzó el elegante salón para darle un beso a la duquesa en la mejilla. Su piel ajada tenía un cierto aroma a gardenias, y sus ojos parecían nublados por la edad pero no perdían detalle. Incluido el respingo que Dom no pudo ocultar al incorporarse.

–Zia me contó que te dieron una puñalada. Otra vez.

–Solo fue un corte.

–Sí, bueno, tenemos que hablar de esos cortes y de esas heridas de bala que recibes con estresante frecuencia. Pero primero, vamos a servirnos un… –se interrumpió al escuchar el timbre de la puerta–. Esa debe ser la leche. Natalie, querida, ¿te importa firmar la entrega y llevársela a María?

–Por supuesto.

Dom vio cómo la desconocida se dirigía hacia el vestíbulo y le preguntó a la duquesa:

–¿Quién es?

–Una asistente de investigación que Sarah ha contratado para que la ayude con su libro. Se llama Natalie Clark y forma parte del asunto del que quiero hablarte.

Dominic sabía que Sarah, la nieta de la duquesa, había dejado su trabajo como editora en una famosa revista de moda cuando se casó con el multimillonario Devon Hunter. También sabía que Sarah había ampliado su título en Historia del Arte acudiendo a todos los museos del mundo cuando acompañaba a su marido en sus viajes de negocio. Eso, y el hecho de que cientos de años de arte hubieran sido arrancados de muros y pedestales cuando los soviéticos se apoderaron del ducado de Karlenburgh décadas atrás, había animado a Sarah a empezar a documentar lo que había aprendido sobre los tesoros perdidos del mundo del arte. También había llevado a una editorial importante de Nueva York a ofrecerle una altísima cifra de seis números si convertía sus notas en un libro.

Lo que Dom no entendía era qué tenía que ver con él el libro de Sarah, y mucho menos la mujer que ahora se dirigía a la cocina con la bolsa de Osterman en la mano. La asistente de Sarah no debía de tener más de veinticinco o veintiséis años, pero vestía como una monja. El pelo castaño y apagado recogido en la nuca. Nada de maquillaje. Gafas cuadradas de culo de vaso. Zapatos planos y aquel vestido de lino sin forma.

Cuando la puerta de la cocina se cerró tras ella, Dom preguntó:

–¿Qué tiene que ver Natalie Clark con lo que tienes que contarme?

La duquesa agitó la mano en el aire.

–Sirve una pálinka para cada uno y te lo contaré.

–¿Puedes tomar brandi? Zia me dijo en su último correo que…

–¡Bah! Tu hermana se preocupa más que Sarah y Gina juntas.

–Por una buena razón. Es médico. Entiende mejor tus problemas de salud.

–Dominic –la duquesa le dirigió una mirada gélida–, se lo he dicho a mis nietas, se lo he dicho a tu hermana y ahora te lo digo a ti. El día que no pueda tomarme un aperitivo antes de la cena me tendréis que llevar a una residencia de ancianos.

Dom sonrió, se dirigió al mueble bar y llenó dos copas de cristal.

«Qué guapo es», pensó Charlotte conteniendo un suspiro. Aquellos ojos oscuros y peligrosos. Las cejas pobladas y el pelo brillante y negro. El cuerpo esbelto que había heredado de los enjutos jinetes que cabalgaban por la estepa a lomos de sus caballos y que asolaron Europa. Por sus venas corría sangre magiar, igual que por las de Charlotte, combinada pero no borrada por siglos de matrimonios mixtos entre los miembros de la realeza del antaño poderoso imperio austrohúngaro.

El ducado de Karlenburgh había formado parte de aquel imperio. Una parte muy pequeña, sin duda, pero cargada de historia que se remontaba a más de setecientos años atrás. Ahora solo existía en los viejos libros de historia, y uno de aquellos libros estaba a punto de cambiarle la vida a Dominic. Ojalá fuera para mejor, aunque Charlotte dudaba de que él lo viera así. Al menos al principio. Pero con el tiempo…

Charlotte alzó la vista cuando la instigadora de aquel cambio regresó al salón.

–Ah, aquí estás, Natalie. Estamos a punto de tomarnos un aperitivo. ¿Te apetece?

–No, gracias.

Dom se detuvo con la mano en el tapón de la botella de cristal que Zia y él le habían regalado a la duquesa cuando se conocieron. Sonrió para suavizar la tensión de la investigadora.

–¿Seguro? Este brandi de albaricoque es una especialidad de mi país.

–Seguro.

Dom parpadeó. Mi a fene! ¿Había vuelto a abrir aquella mujer las fosas nasales como si hubiera olido algo desagradable? ¿Qué le habían contado Zia y Gina de él?

Se encogió de hombros, sirvió el brandi en dos copas y le llevó una a la duquesa antes de sentarse en la silla al lado de su tía abuela.

–¿Cuánto tiempo te quedarás en Nueva York? –preguntó la duquesa tras dar un buen trago.

–Solo una noche. Mañana tengo una reunión en Washington.

–Mmm. Debería esperar a que vengan Zia y Gina para hablar contigo de esto, pero ellas ya están al corriente.

–¿De qué?

–El edicto de 1867 –Charlotte dejó su copa a un lado. Los ojos azules le brillaban de emoción–. Como tal vez recuerdes por los libros de historia, la guerra de Prusia obligó al emperador Francisco José a hacer ciertas concesiones a sus inquietos súbditos húngaros. El edicto de 1867 concedía a Hungría autonomía interna total siempre que siguiera formando parte del imperio en cuestiones de guerra y de asuntos exteriores.

–Sí, lo sé.

–¿Sabías también que Karlenburgh añadió su propio anexo al acuerdo?

–No, pero no tenía por qué saberlo –respondió Dom con dulzura–. Karlenburgh es tu legado, duquesa, no el mío. Mi abuelo, el primo de tu marido, dejó el castillo de Karlenburgh mucho antes de que yo naciera.

Y el ducado dejó de existir poco después de aquello. La Primera Guerra Mundial minó el antaño poderoso imperio austrohúngaro. La Segunda Guerra Mundial, la brutal represión de la Guerra Fría, la repentina disolución de la Unión Soviética y los terribles intentos de «limpieza étnica» habían provocado el violento cambio del mapa político de Europa del Este.

–Tu abuelo se llevó su apellido y su linaje con él cuando salió de Karlenburgh, Dominic –Charlotte se le acercó y le agarró el brazo con los dedos–. Tú heredaste ese linaje y ese apellido. Eres un St. Sebastian. Y el actual gran duque de Karlenburgh.

–¿Qué?

–Natalie lo averiguó durante su investigación. El anexo. El emperador Francisco José confirmó que los St. Sebastian ostentarían los títulos de gran duque y gran duquesa a perpetuidad a cambio de defender las fronteras del imperio. El imperio ya no existe, pero a pesar de las guerras y las revueltas, la pequeña franja de terreno entre Austria y Hungría permanece intacta. Y por tanto el título también.

–Sobre el papel tal vez. Pero las tierras, las mansiones, los pabellones de caza y las granjas que una vez formaron parte del ducado tienen ahora otros dueños. Haría falta una fortuna y décadas de juicios para reclamar alguna de esas propiedades.

–Sí, las tierras y las mansiones ya no son nuestras. Pero el título sí. Sarah se convertirá en gran duquesa cuando yo muera. O Gina, si, Dios no lo quiera, algo le ocurriera a su hermana. Pero se han casado con plebeyos. Según las leyes de primogenitura, sus maridos no pueden ostentar el título de gran duque. Hasta que Sarah o Gina no tengan un hijo varón o sus hijas se casen con un miembro de la realeza, el único que puede reclamar ese título eres tú, Dom.

Dom sintió ganas de bromear y de decir que con eso y diez dólares tal vez pudiera conseguir un café decente en alguna de las carísimas cafeterías de Nueva York.

Se tragó el sarcasmo, pero miró de reojo a la mujer que mantenía una expresión de educado interés como si no fuera ella quien había iniciado aquella ridícula conversación. Dom tenía un par de cosas que decirle a la señorita Clark sobre alterar a la duquesa con un asunto que sin duda era entrañable para ella pero que tenía poca importancia en el mundo real.

Sobre todo en el mundo de un agente infiltrado.

Dom no permitió que ninguno de aquellos pensamientos se le reflejara en la cara cuando tomó la mano de Charlotte en la suya.

–Agradezco el honor que quieres concederme, duquesa. De verdad. Pero debido a mi trabajo, no puedo ir por ahí con un título colgado al cuello.

–Sí, de eso quería también hablar contigo. Llevas ya demasiados años viviendo al límite. ¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir sin que te hieran de gravedad?

–Eso es justo lo que yo le digo –comentó Zia al entrar en el salón.

Se había puesto sus vaqueros favoritos y una camiseta roja que contrastaba con sus oscuros ojos y la larga melena, tan negra y brillante como la de su hermano. Cuando Dom se puso de pie y abrió los brazos, Zia se refugió en ellos y le abrazó con cariño.

Solo tenía cuatro años menos que Dom, veintisiete, pero Dom había asumido toda la responsabilidad de su hermana adolescente cuando sus padres murieron. También estuvo allí, al lado de su cama del hospital, cuando estuvo a punto de morir desangrada tras la rotura de un quiste uterino en su primer año de universidad. Las complicaciones surgidas de aquel episodio cambiaron la vida de Zia en muchos sentidos.

Lo que no había cambiado era el instinto de protección de Dom. No importaba dónde le llevara su trabajo ni lo peligrosa que fuera la misión en la que estaba metido, si Zia le enviaba un mensaje de texto codificado, se ponía en contacto con ella en cuestión de horas, cuando no de minutos.

–No tienes que seguir siendo agente. Tu jefe de la Interpol me ha dicho que tiene un puesto de jefe de sección esperándote cuando quieras aceptarlo.

–¿Me ves detrás de un escritorio, Zia?

–¡Sí!

–Qué mal mientes. No aguantarías ni cinco minutos de interrogatorio.

Gina había vuelto durante aquella breve conversación. Se echó hacia atrás los salvajes rizos y entró en la refriega.

–Jack dice que serías un excelente intermediario para el Departamento de Estado. De hecho quiere hablar contigo de ello mañana cuando vayas a Washington.

–Con el debido respeto a tu marido, lady Eugenia, no estoy listo para unirme a las filas de los burócratas.

El uso de su título honorífico hizo que Gina hiciera una mueca irreverente.

–Ya que estamos lanzando títulos, ¿te ha contado la abuela lo del anexo?

–Sí.

–Entonces… –Gina extendió la falda de su vestido de verano verde e hizo una reverencia teatral.

Dom murmuró entre dientes algo muy poco regio. Afortunadamente, la señorita Clark lo tapó al ponerse de pie.

–Discúlpenme. Este es un asunto familiar. Les dejaré para que hablen de ello y volveré a mi investigación. Duquesa, ¿me llamará cuando le parezca conveniente que continuemos con la entrevista?

–Lo haré. Estarás en Nueva York hasta el jueves, ¿no es así?

–Sí, señora. Luego volaré a París para cotejar mis anotaciones con Sarah.

–Nos reuniremos antes entonces.

–Gracias –la mujer se inclinó para recoger el abultado maletín que había dejado apoyado contra la pata de la silla. Luego se incorporó y se subió las gafas–. Encantada de conocerla, doctora St. Sebastian. Y me alegro de verla otra vez, lady Eugenia.

No cambió de tono. Ni tampoco la educada expresión. Pero a Dom no se le pasó por alto lo que le pareció un gesto de desdén en sus ojos castaños cuando inclinó la cabeza hacia él.

–Alteza.

Dom tampoco cambió de expresión, pero tanto su hermana como su prima reconocieron el tono de voz repentinamente suave.

–La acompaño a la puerta.

–Gracias, pero puedo ir sola… Oh, de acuerdo.

Natalie parpadeó como un búho detrás de las gafas. La sonrisa no abandonó el rostro ridículamente bello de Dominic St. Sebastian. La mano que le agarraba el antebrazo no le dejaría cardenal, pero sentía como si la estuvieran sacando de la escena de un crimen. Sobre todo cuando él se detuvo con la mano en el picaporte y entornó los ojos al mirarla.

–¿Dónde se aloja?

¡Dios mío! ¿Estaba intentando ligar? No, no podía ser. Ella no era su tipo. Según lo que contaba Zia entre risas, a su hermano el soltero le gustaban las rubias de piernas largas o las morenas voluptuosas. Y salía con muchas, a juzgar por los avinagrados comentarios de la duquesa respecto a sus juergas.

Aquello era lo que había predispuesto a Natalie en contra de Dominic St. Sebastian. Una vez se enamoró de un hombre demasiado guapo y demasiado manipulador y tendría que pagar el resto de su vida por aquel error. Pero intentó con todas sus fuerzas que no se le notara el desdén en la voz cuando se soltó el brazo.

–No creo que sea asunto suyo dónde me aloje.

–Usted lo ha convertido en asunto mío con esa tontería del anexo.

Vaya. Podía agarrarle el brazo. Podía llevarla casi a rastras hasta la puerta. Pero no podía despreciar su investigación.

Completamente indignada, Natalie le respondió con fuego.

–No es ninguna tontería, algo que usted sabría si mostrara algún interés por la historia de su familia. Le sugiero que muestre un poco más de respeto por su linaje, alteza. Y por la duquesa.

Dom murmuró algo en húngaro que a Natalie no le pareció particularmente elogioso y luego apoyó un codo en la puerta y se inclinó hacia ella. Podía verse reflejada en sus pupilas.

–El respeto que le tengo a Charlotte es la razón por la que usted y yo vamos a tener una charla privada, ¿de acuerdo? Se lo vuelvo a preguntar: ¿dónde se aloja?

Estaba mostrando sus raíces magiares, pensó Natalie nerviosa. Tendría que haberlo advertido por su fuerte acento. Tendría que haberse ido corriendo a esconderse en el caparazón protector en el que llevaba tanto tiempo viviendo que ya formaba parte de ella. Pero una chispa de su antiguo ser la llevó a alzar la barbilla.

–Se supone que es usted un peligroso agente secreto –dijo con frialdad–. Averigüe esa información por sí mismo.

Lo haría, se prometió Dom cuando la puerta se cerró tras ella con un ruido seco. Desde luego que lo haría.

Capítulo Dos

 

Dom solo tuvo que hacer una llamada para conseguir la información esencial. Natalie Elizabeth Clark. Nacida en Illinois. Veintinueve años, un metro sesenta y siete de estatura, pelo castaño, ojos marrones. Soltera. Graduada en Biblioteconomía por la Universidad de Michigan, especializada en archivos y empleada del archivo de la Universidad de Centerville durante tres años y en la junta del Estado de Illinois durante cuatro. Residente actualmente en Los Ángeles, donde trabajaba como asistente personal de Sarah St. Sebastian.

¡Una archivera, por el amor de Dios!

Dom sacudió la cabeza mientras el taxi se dirigía al centro a última hora de aquella tarde. Se la imaginó en un cubículo pequeño, la cabeza inclinada hacia la pantalla de un ordenador, los ojos mirando fijamente a través de las gruesas gafas una interminable fila de documentos que había que verificar, codificar y almacenar electrónicamente. ¡Y lo así durante siete años! Dom se habría hecho el harakiri a la semana. No era de extrañar que hubiera aprovechado la oportunidad de trabajar con Sarah como ayudante de su libro. Al menos ahora viajaba por todo el mundo para conseguir algunos documentos.

Cuando el taxi llegó al hotel, Dom no se molestó en detenerse en recepción. La llamada de teléfono le había confirmado que la señorita Clark se había registrado en la habitación 1304 dos días atrás. Dos minutos más tarde llamó con los nudillos a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar.

–Señorita Clark, soy Dominic St. Sebastian. Sé que está usted ahí. Abra la puerta.

Ella obedeció, pero no parecía contenta.

–Se considera de buena educación llamar antes para concertar una cita en lugar de presentarse en la puerta de una persona.

La humedad de agosto había convertido su vestido de lino sin forma en un mapa arrugado, y había cambiado los mocasines por las chanclas del hotel. Se había soltado el pelo, que ahora le enmarcaba el rostro con unas ondas gruesas. Miró a Dom con frialdad a través de la gafas.

–¿Puedo preguntarle por qué ha venido hasta el centro de la ciudad para hablar conmigo?

Dom se había estado preguntando lo mismo. Había confirmado que aquella mujer era quien decía ser. Lo cierto que era que seguramente no le habría prestado ninguna atención a Natalie Clark si no hubiera sido por la forma que tenía de abrir las fosas nasales. Su desdén había despertado al policía que había en él.

–Me gustaría saber más del anexo que ha descubierto, señorita Clark.

–Por supuesto. Estaré encantada de enviarle por correo electrónico la documentación que…

–Preferiría ver lo que tiene ahora. ¿Puedo entrar o vamos a seguir hablando en el pasillo?

Ella apretó los labios y se echó a un lado. Su resistencia intrigó a Dom. Y sí, también despertó su instinto de cazador. Lástima que tuviera aquella reunión de la Interpol al día siguiente en Washington. Podría ser interesante ver cómo aquellos labios despectivos se suavizaban y susurraban su nombre en un suspiro.

–Tengo una copia escaneada del anexo en el ordenador –dijo ella tomando asiento en el escritorio–. Se la voy a imprimir.

Dom tuvo que dar un paso atrás para dejar que se sentara, pero el alivio que sintió Natalie se terminó enseguida cuando él apoyó una mano en la mesa y se inclinó para mirar por encima de su hombro. La respiración de Dom le acariciaba las sienes.

–¿Así que este es el documento que la duquesa cree que me convierte en duque? –preguntó cuando apareció la imagen escaneada en pantalla.

–En gran duque –le corrigió Natalie dándole a la tecla de imprimir.

Dom agarró el documento y se puso cómodo en la butaca mientras intentaba descifrarlo.

–Encontré el anexo al investigar un cuadro de Canaletto que una vez estuvo colgado en el castillo de Karlenburgh –le explicó–. Encontré una referencia a ese cuadro en el Archivo Estatal de Austria en Viena. Los archivos son tan amplios que se tardarían años en digitalizarlos todos. Pero los resultados son impresionantes. El documento más antiguo data del año 816.

Dom asintió, no estaba particularmente interesado en aquella información que para Natalie resultaba tan fascinante. Desmoralizada, volvió al punto importante.

–El anexo estaba incluido en una vasta colección de cartas, tratados y proclamaciones relacionados con la guerra austroprusiana. Y básicamente constata lo que la duquesa le dijo antes. Aunque ya no exista el ducado como tal, la franja de terreno entre Austria y Hungría se ha mantenido a través de las guerras y las invasiones. Igual que el título.

Dom emitió un sonido despectivo por la nariz.

–Usted y yo sabemos que este documento no vale ni el papel en que lo ha impreso.

–Esa no es la opinión de la duquesa –respondió Natalie ofendida.

–Sí, y por eso tenemos que hablar usted y yo –Dom se guardó la copia en el bolsillo y la miró muy serio con los ojos entornados–. Charlotte St. Sebastian escapó por los pelos de Karlenburgh con su bebé en brazos y caminó durante cuarenta o cincuenta kilómetros por la nieve. Ya sé que según la leyenda consiguió llevarse una fortuna en joyas. Ni lo confirmo ni lo desmiento, pero no se le ocurra aprovecharse del deseo de la duquesa de ver la continuidad de su legado.

–¿Aprovecharme? –Natalie tardó unos instantes en caer, y cuando lo hizo apenas podía hablar por la rabia–. ¿Cree… cree que ese anexo es parte de un plan que he ideado para sacarle dinero a los St. Sebastian?

Natalie se puso de pie de un salto. Dom también se levantó con la gracilidad de un atleta y se encogió de hombros.

–Por ahora no. Pero si descubro lo contrario, usted y yo tendremos otra charla.

–Márchese de aquí. Ahora mismo.

 

 

Cuando el taxi le llevó de regreso para hacerles una última visita a la duquesa y a su hermana, Dom no sabía si su encuentro con la señorita Clark le había aclarado las dudas. Había algo en la investigadora que le desconcertaba. Vestía como una monja y no le gustaba destacar en público, pero cuando se enfadó con él y la furia le tiñó las mejillas de rojo y los ojos de fuego, aquella mujer no podía ser ignorada. Era una fiera a la que había que domar, lástima que él no tuviera tiempo para hacerlo.

–¿Ya estás de vuelta? –le preguntó Zia cuando le abrió la puerta al llegar al apartamento de la duquesa–. ¿La señorita Clark no ha sucumbido a tu encanto masculino? –bromeó–. Vamos, entra. Sarah está hablando con Charlotte por videoconferencia. Esa conversación te interesa.

Dom siguió a su hermana al comedor. Al entrar vio a la duquesa sentada frente a su iPad con el bastón en la mano mientras Gina le sostenía la pantalla sentada en el suelo.

La voz de Sarah se escuchaba a través del altavoz y sus elegantes facciones llenaban prácticamente toda la pantalla. Su marido ocupaba el resto.

–Lo siento, abuela –estaba diciendo la joven–. Alexis me llamó para ofrecerme la posibilidad de darle publicidad a mi libro en Beguile. Quería utilizar ambos ángulos –arrugó la nariz–. Mi antiguo puesto en la revista y el título. Ya sabes cómo es.

–Sí –murmuró la duquesa–. Lo sé.

–Le dije que el libro no estaba todavía listo para anunciarlo. Desafortunadamente, también le dije que vamos más rápido de lo que pensaba porque he contratado a una asistente muy inteligente. Presumí de la carta que Natalie encontró en los archivos de la Casa de Parma, y… –dejó escapar un suspiro–. Cometí el error de mencionar el anexo con el que se había topado mientras investigaba el Canaletto.

–No lo entiendo –Gina se incorporó un poco en el suelo –. ¿Qué tiene de malo que Alexis sepa lo del anexo?

–Bueno –Sarah se sonrojó un poco–. Me temo que también le mencioné a Dominic.

El aludido soltó una palabrota entre dientes y Gina dejó escapar un gemido.

–¡Oh, Dios mío! Tu editora se va a agarrar a eso con uñas y dientes. Predigo otra edición con una lista de los diez mejores, esta vez con los solteros de la realeza más sexys.

–Lo sé –dijo su hermana con angustia–. Cuando veas a Dominic, por favor, dile que lo siento muchísimo.

–Está aquí –Gina alzó la mano y le hizo un gesto para que se acercara–. Díselo tú misma.

Cuando Dominic se colocó frente a la cámara del iPad, Sarah le lanzó una mirada de sentida disculpa.

–Lo siento mucho, Dom. Le hice prometer a Alexis que no se volvería loca con esto, pero…

–Pero será mejor que te prepares, amigo –dijo Dev, su marido, desde detrás de su hombro–. Tu vida está a punto de volverse muy, muy complicada.

–Puedo manejarlo –replicó Dom con más confianza en sí mismo de la que sentía en aquel momento.

–¿Eso crees? –Dev se rio entre dientes–. Espera a que las mujeres empiecen a intentar deslizarte su número de teléfono en el bolsillo de los pantalones y los reporteros te pongan las cámaras en la cara.

La primera perspectiva no le pareció tan repulsiva a Dom. La segunda le resultó improbable… hasta que salió del taxi para su reunión en Washington al día siguiente por la tarde y le pillaron por sorpresa los reporteros, que salivaban ante el olor de sangre fresca.

–¡Alteza! ¡Aquí!

–¡Gran duque!

–¡Eh! ¡Señoría!

Dom sacudió la cabeza ante la fijación de los americanos por todo lo relacionado con la realeza, se tapó la cara con las manos como si fuera un delincuente y atravesó la manada de perros hambrientos de noticias.

Capítulo Tres

 

Dos semanas más tarde, Dominic seguía de muy mal humor. Empezó a estarlo cuando una docena de periódicos americanos y europeos publicaron su foto en portada, anunciando a bombo y platillo la aparición del perdido gran duque.

Cuando saltó la noticia, esperaba que le llamaran a la sede principal de la Interpol. Incluso anticipó la sugerencia de su jefe para que se tomara un tiempo de vacaciones hasta que las aguas se calmaran. Lo había anticipado, sí, pero no le gustó que le apartaran del servicio y lo enviaran a casa, a Budapest, a cruzarse de brazos.

Aquella tormenta había afectado también a su vida personal. Aunque el marido de Sarah trató de avisarle, Dom había subestimado el impacto que su supuesta pertenencia a la realeza provocaría en las mujeres que conocía. Su móvil empezó de pronto a echar humo. Algunas llamadas eran de amigas, otras de antiguas amantes. Pero también le llamaron muchas desconocidas que aseguraban sin ningún pudor querer conocer al nuevo duque en persona.

Dom rechazó a casi todas con una risa y a otras con más sequedad. Pero una le pareció tan divertida y tan sexy por teléfono que quedó con ella en un café. Resultó ser una morena alta y seductora tan cautivadora como le había parecido por teléfono. Dom estaba más que dispuesto a acceder a su propuesta de ir a su apartamento, pero entonces ella le pidió al camarero que les hiciera una foto con el móvil. Y tuvo el coraje de enviarla por correo electrónico allí mismo. Solo a unos cuantos amigos, se explicó con una sonrisa. Uno de ellos, según descubrió Dom unos días más tarde, era un reportero de un periódico local.

Aparte de la atención de las desconocidas, parecía que la carga de aquella publicidad no deseada había provocado que incluso sus amigos y sus socios lo miraran con otros ojos. Para la mayoría de ellos ya no era Dominic St. Sebastian. Era Dominic, el gran duque de un condado que hacía medio siglo que ya no existía.

Así que no le gustó que alguien llamara a la puerta de su apartamento en aquella fresca noche de septiembre. Sobre todo porque el ruido provocó que empezara a ladrar el perro que le había seguido un año atrás hasta su casa y que había decidido quedarse a vivir allí.

–Será mejor que no se trate de ningún reportero –murmuró mientras echaba un ojo por la mirilla. El pequeño recibidor estaba ocupado por dos policías de uniforme y una mujer desaliñada que no reconoció hasta que abrió la puerta.

–¡Natalie! –exclamó–. ¿Qué te ha pasado?

Ella no contestó, estaba demasiado ocupada tratando de apartar al perro de sus piernas. Dom le agarró del collar, pero siguió sin obtener respuesta. Natalie se limitó a mirarle con el ceño fruncido y los mechones de pelo pegados a la cara.

–¿Es usted Dominic St. Sebastian, el gran duque? –preguntó uno de los policías.

Dom siguió agarrando el collar del perro.

–Sí.

–¿Conoce usted a esta mujer? –preguntó el segundo oficial señalando a Natalie.

–Sí –Dom escudriñó a la investigadora desde el pelo revuelto hasta la chaqueta destrozada y los mocasines de hombre–. ¿Qué diablos te ha pasado?

–Tal vez sería mejor que entráramos –sugirió el agente.

–Sí, por supuesto.

Los policías acompañaron a Natalie dentro y Dom encerró al perro en el baño antes de unirse a ellos. Aparte del pequeño cuarto de baño, el espacio consistía en un ático tipo almacén y estaba situado en el prestigioso distrito de la Colina del Castillo, en la parte Buda del río. Tenía un tejado abatible con unas vistas al Danubio que dejaban a todo el mundo con la boca abierta.

Aquella noche no fue una excepción. Los tres se quedaron embobados mirando el chapitel con bóveda del ático y el ventanal que daba al edificio del parlamento situado al otro lado del río.

Dom atajó el momento con rudeza.

–Siéntense, por favor. Y luego que alguien me cuente qué está pasando.

–Se trata de esta mujer –el primer policía sacó un bloc de notas del bolsillo de la camisa–. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

Dom miró fijamente a Natalie.

–¿No les has dicho tu nombre?

–No… no lo recuerdo.

–¿Qué?

Ella frunció el ceño todavía más.

–No recuerdo nada.

–Excepto al gran duque –intervino el oficial.

–Un momento –ordenó Dom–. Empecemos por el principio.

El policía asintió y pasó las hojas del bloc.

–Para nosotros el principio es hoy a las 10:32 de la mañana, cuando nos llegó el aviso de que unos peatones habían sacado a una mujer del Danubio. Acudimos y encontramos a esta joven sentada en la orilla con sus rescatadores. No tenía zapatos, ni bolso ni teléfono, ni recordaba cómo terminó en el río. Cuando le preguntamos su nombre o el de algún amigo o familiar aquí en Budapest, lo único que nos dijo fue: «El gran duque».

–¡Dios mío!

–Tenía un chichón del tamaño de un huevo en la cabeza, debajo del pelo, lo que sugiere que debió caerse de un puente o de un barco turístico y se golpeó en la cabeza. La llevamos al hospital y los médicos no encontraron señales de lesión grave ni de conmoción, solo la pérdida de memoria. El médico dijo que es normal. Solo teníamos dos opciones: dejarla en el hospital o traerla a la casa de la única persona que parece conocer en Budapest… El gran duque.

–Yo me ocuparé de ella –prometió–. Pero debe tener una habitación reservada en algún hotel de la ciudad.

–Si es así se lo haremos saber –el policía sacó un bolígrafo–. ¿Cómo ha dicho que se llama?

–Natalie. Natalie Clark. Es americana y trabaja como asistente de investigación para mi prima Sarah –Dom se giró hacia ella–. Natalie, se supone que ibas a encontrarte con Sarah esta semana en París, ¿verdad?

–¿Sarah?

–Mi prima. Sarah St. Sebastian Hunter.

Natalie se quedó mirando al vacío por toda respuesta.

–Me duele la cabeza –se levantó de la silla y torció el gesto–. Estoy cansada. Y esta ropa apesta.

Dicho aquello, se dirigió hacia la cama sin hacer situada en el extremo del ático. Se quitó los zapatos y Dom se puso de pie en cuanto la vio sacarse la chaqueta destrozada.

–¡Un momento!

–Estoy cansada –repitió ella–. Necesito dormir.

Natalie se tumbó bocabajo en la cama. Los tres hombres observaron con sorpresa cómo hundía la cara en la almohada.

–Bueno, supongo que nosotros hemos terminado aquí –dijo uno de los agentes–. Ahora que sabemos su nombre rastrearemos su entrada al país y sus movimientos en Hungría. También averiguaremos si está registrada en algún hotel. Y usted llámenos si recuerda por qué apareció en el Danubio, ¿de acuerdo? Mi nombre es Gradjnic.

–De acuerdo.

Cuando se marcharon, Dom le abrió la puerta al perro, que se fue a olisquear a la desconocida que estaba espatarrada sobre la cama. Decidió que no suponía ninguna amenaza y volvió al salón. Allí se tumbó frente a la ventana para observar a los barcos iluminados cruzar el río.

Dom agarró el teléfono y marcó un número. Cinco tonos de llamada más tarde, su adormilada prima respondió.

–¿Hola?

–Sarah, soy Dom. ¿Dónde estás?

–Eh… estamos en China –añadió–. ¿Va todo bien? ¿Cómo está la abuela? ¿Gina? ¿Zia? ¡Oh, Dios mío! ¿Les pasa algo a las gemelas?

–Todas están bien, Sarah. Pero no puedo decir lo mismo de tu asistente de investigación. Al parecer se cayó de un puente cuando cruzaba el río en barco. La recogieron esta mañana.

–¿Está-está muerta?

–No, pero tiene un buen chichón en la base del cráneo y no recuerda nada. Ni siquiera su nombre.

–Dios mío –se escuchó ruido de sábanas–. Natalie está herida, Dev. ¿Puedes llamar a tu tripulación para que preparen el jet? Tengo que volar a París ahora mismo.

–No está en París –intervino Dom–. Está en Budapest conmigo.

–¿En Budapest? Pero… ¿cómo? ¿Por qué?

–Confiaba en que tú me lo dijeras.

–No dijo nada sobre Hungría cuando nos reunimos en París la semana pasada. Solo que tal vez viajara a Viena para investigar un poco más el anexo –dijo Sarah con cierto tono acusatorio–. Dijiste algo al respecto que al parecer le molestó.

Dom había dicho muchas cosas, pero no quería hablar de ellas en aquel momento.

–Entonces, ¿no sabes por qué está aquí en Hungría?

–No tengo ni idea. ¿Está contigo ahora? Déjame hablar con ella.

–Está frita, Sarah. Será mejor que te pongas en contacto con su familia.

–No tiene familia.

–Debe haber alguien. ¿Sus abuelos? ¿Algún tío?

–No tiene a nadie –insistió Sarah–. Dev la investigó en profundidad antes de que yo la contratara. Natalie no sabe quiénes son sus padres ni por qué la abandonaron de niña. Vivió con varias familias de acogida hasta que pudo salir del sistema a los dieciocho años y consiguió una beca completa para estudiar en la Universidad de Michigan.

Aquello completaba sin duda la información básica que Dom había recopilado.

–Volaré de inmediato a Budapest –estaba diciendo Sarah–. Y me llevaré a Natalie a casa conmigo hasta que recupere la memoria.

Dom volvió a mirar a la investigadora. El instinto le dijo que lamentaría lo que estaba a punto de decir.

–¿Por qué no lo dejas estar por ahora? Tal vez cuando mañana se despierte se encuentre bien. Te llamaré.

–No sé…

–Te llamaré en cuanto se despierte, Sarah.

Su prima accedió a regañadientes y Dom colgó. Había trabajado demasiado tiempo como agente encubierto como para saber que no todo era lo que parecía. Especialmente cuando se trataba de una mujer rescatada del Danubio que no tenía ninguna razón para estar en Budapest. Marcó otro número en el teléfono. Su contacto en la Interpol respondió al segundo tono.

–Oui?

–Soy Dom –respondió él en francés–. ¿Recuerdas los datos que te pedí hace dos semanas sobre Natalie Clark? Pues necesito que investigues más a fondo.

Cuando colgó, se quedó mirando a su inesperada invitada unos instantes. Tenía la falda enredada alrededor de las pantorrillas y parecía que los botones de la blusa le estuvieran ahogando. Tras un segundo de vacilación, Dom le dio la vuelta. Le desabrochó la blusa y se la estaba quitando cuando Natalie abrió los ojos y murmuró:

–¿Qué haces?

–Ponerte cómoda.

Se volvió a dormir antes de que le quitara la blusa y la falda. Llevaba unas braguitas sencillas, de algodón blanco, que cubrían, según descubrió Dom, unas caderas estrechas y un trasero firme. Resistió el deseo de quitarle la ropa interior y se limitó a taparla con las sábanas. Hecho aquello, abrió una lata de cerveza y se sentó para pasar una noche de vigilia.