El modernismo y otros textos críticos - Rubén Darío - E-Book

El modernismo y otros textos críticos E-Book

Darío Rubén

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Beschreibung

Texto del poeta nicaragüense Rubén Darío en el que presenta, analiza y pormenoriza todos los rasgos del movimiento del modernismo, del que él mismo es el mayor exponente en las letras hispanas.-

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Rubén Darío

El modernismo y otros textos críticos

 

Saga

El modernismo y otros textos críticosCover image: Shutterstock Copyright © 1905, 2020 Rubén Darío and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726551228

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

I. El modernismo

De Catulle Mendès. Parnasianos y decadentes (1888)

Creen y aseguran algunos que es extralimitar la poesía y la prosa, llevar el arte de la palabra al terreno de otras artes, de la pintura verbigracia, de la escultura, de la música. No. Es dar toda la soberanía que merece al pensamiento escrito, es hacer del don humano por excelencia un medio refinado de expresión, es utilizar todas las sonoridades de la lengua en exponer todas las claridades del espíritu que concibe.

Un exceso de arte no puede sino ser un exceso de belleza. Se sabe lo que es el arte. Luego hay ojos tan miopes, hay juicios tan extraños, que pueden confundir en un rasgo, o en un amontonamiento de adornos, a un Benvenuto con Churriguera.

Con fuerza y gracia, ahí está el encanto, señores.

Y es don muy raro.

Juntar la grandeza o los esplendores de una idea en el cerco burilado de una buena combinación de letras; lograr no escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan; tener luz y color en un engarce, aprisionar el secreto de la música en la trampa de plata de la retórica, hacer rosas artificiales que huelen a primavera, he ahí el misterio. Y para eso, nada de burgueses literarios, ni de frases de cartón.

En castellano hay pocos que sigan aquella escuela casi exclusivamente francesa.

Pocos se preocupan de la forma artística, del refinamiento; pocos dan -para producir la chispa- con el acero del estilo en esa piedra de la vieja lengua, enterrada en el tesoro escondido de los clásicos; pocos toman de Santa Teresa, la doctora, que retorcía y laminaba y trenzaba la frase; de Cervantes, que la desenvolvía armoniosamente; de Quevedo, que la fundía y vaciaba en caprichoso molde, de raras combinaciones gramaticales. Y tenemos quizá más que ninguna otra lengua un mundo de sonoridad, de viveza, de coloración, de vigor, de amplitud, de dulzura: tenemos fuerza y gracia a maravilla. Hay audaces, no obstante, en España y no faltan -gracias a Dios- en América.

¡He aquí a Riquelme, a Gilbert en Chile!

Se necesita que el ingenio saque del joyero antiguo el buen metal y la rica pedrería, para fundir, montar y pulir a capricho, volando al porvenir, dando novedad a la producción, con un decir flamante, rápido, eléctrico, nunca usado, por cuanto nunca se han tenido a la mano como ahora todos los elementos de la naturaleza y todas las grandezas del espíritu.

No nos debilitemos, no empleemos ese procedimiento con polvos de arroz y con hojarascas de color de rosa, a la parisiense -hablo con los poquísimos aficionados-, pero empleemos lo bello en otras esferas, en nuestra literatura que empieza.

En Obras desconocidas de Rubén Darío, ed. R. Silva Castro (Santiago: Universidad de Chile, 1934).

El modernismo

28 de noviembre

Puede verse constantemente en la prensa de Madrid que se alude al modernismo, que se ataca a los modernistas, que se habla de decadentes, de estetas, de prerrafaelistas con «s» y todo. Es cosa que me ha llamado la atención no encontrar desde luego el menor motivo para invectivas o elogios, o alusiones que a tales asuntos se refieran. No existe en Madrid, ni en el resto de España, con excepción de Cataluña, ninguna agrupación, brotherhood, en que el arte puro -o impuro, señores preceptistas- se cultive siguiendo el movimiento que en estos últimos tiempos ha sido tratado con tanta dureza por unos, con tanto entusiasmo por otros. El formalismo tradicional, por una parte; la concepción de una moral y de una estética especiales, por otra, han arraigado el españolismo, que, según don Juan Valera, no puede arrancarse «ni a veinticinco tirones». Esto impide la influencia de todo soplo cosmopolita, como asimismo la expansión individual, la libertad, digámoslo con la palabra consagrada, el anarquismo en el arte base de lo que constituye la evolución moderna o modernista.

Ahora, en la juventud misma que tiende a todo lo nuevo, falta la virtud del deseo, o, mejor, del entusiasmo, una pasión en arte, y, sobretodo, el don de la voluntad. Además, la poca difusión de los idiomas extranjeros, la ninguna atención que, por lo general, dedica la Prensa a las manifestaciones de vida mental de otras naciones, como no sean aquellas que atañen al gran público; y después de todo, el imperio de la pereza y de la burla, hacen que apenas existan señaladas individualidades que tomen el arte en todo su integral valor. En una visita que he hecho recientemente al nuevo académico Jacinto Octavio Picón, me decía este meritísimo escritor: «Créame usted, en España nos sobran talentos; lo que nos falta son voluntades y caracteres.»

El señor Llanas Aguilaniedo, uno de los escasos espíritus que en la nueva generación española toman el estudio y la meditación con la seriedad debida, decía no hace mucho tiempo: «Existen, además, en este país, cretinizados por el abandono y la pereza, muy pocos espíritus activos; acostumbrados -la generalidad- a las comodidades de una vida fácil, que no exige grandes esfuerzos intelectuales ni físicos, ni comprenden, en su mayoría, cómo puede haber individuos que encuentren en el trabajo de cualquier orden un reposo, y al propio tiempo un medio de tonificarse y de dar expansión al espíritu; los trabajadores, con ideas y con verdadera afición a la labor, están, puede decirse, confinados en la zona norte de la Península; el resto de la nación, aunque en estas cuestiones no puede generalizarse absolutamente, trabaja cuando se ve obligado a ello, pero sin ilusión ni entusiasmo.» En lo que no estoy de acuerdo con el señor Llanas es en que aquí se conozca todo, se analice y se estudie la producción extranjera y luego no se la siga. «Sin duda -dice-, no nos consideramos elevados a una altura superior, y desde ella nos damos por satisfechos con observar lo que en el mundo ocurre, sin que nos pase por la imaginación secundar el movimiento.»

Yo anoto. Difícil es encontrar en ninguna librería obras de cierto género, como no las encargue uno mismo. El Ateneo recibe unas cuantas revistas del carácter independiente, y poquísimos escritores y aficionados a las letras están al tanto de la producción extranjera. He observado, por ejemplo, en la redacción de la Revista Nueva, donde se reciben muchas buenas revistas italianas, francesas, inglesas, y libros de cierta aristocracia intelectual aquí desconocida, que aun compañeros míos de mucho talento miran con indiferencia, con desdén y sin siquiera curiosidad. De más decir que en todo círculo de jóvenes que escriben todo se disuelve en chiste, ocurrencia de más o menos pimienta, o frase caricatural, que evita todo pensamiento grave. Los reflexivos o religiosos de arte no hay duda que padecen en tal promiscuidad.

Los que son tachados de simbolistas no tienen una sola obra simbolista. A Valle-Inclán le llaman decadente porque escribe en una prosa trabajada y pulida, de admirable mérito formal. Y a Jacinto Benavente, modernista y esteta, porque si piensa, lo hace bajo el sol de Shakespeare, y si sonríe y satiriza, lo hace como ciertos parisienses, que nada tienen de estetas ni de modernistas. Luego, todo se toma a guasa. Se habló por primera vez de estetismo en Madrid, y, dice el citado señor LIanas Aguilaniedo: «Funcionó en calidad de oráculo la Cacharrería del Ateneo, donde se recordó a Oscar Wilde... Salieron los periódicos y revistas de la corte jugando del vocablo y midiendo a todos los idólatras de la belleza por el patrón del fundador de la escuela, abusándose del tema en tales términos, que ya hasta los barberos de López Silva consideraban ofensiva la denominación, y se resentían del epíteto. Por este camino no se va a ninguna parte.»

En pintura, el modernismo tampoco tiene representantes, fuera de algunos catalanes, como no sean los dibujantes, que creen haberlo hecho todo con emplomar sus siluetas como en los vitraux, imitar los cabellos avirutados de las mujeres de Mucha, o calcar las decoraciones de revistas alemanas, inglesas o francesas. Los catalanes sí han hecho lo posible, con exceso quizá, por dar su nota en el progreso artístico moderno. Desde su literatura, que cuenta, entre otros, con Rusiñol, Maragall, Utrillo, hasta su pintura y artes decorativas, que cuentan con el mismo Rusiñol, Casas, de un ingenio digno de todo encomio y atención; Pichot y otros que, como Nonell-Monturiol, se hacen notar no solamente en Barcelona, sino en París y otras ciudades de arte y de ideas.

En América hemos tenido ese movimiento antes que en la España castellana, por razones clarísimas: desde luego, por nuestro inmediato comercio material y espiritual con las distintas naciones del mundo, y principalmente porque existe en la nueva generación americana un inmenso deseo de progreso y un vivo entusiasmo, que constituye su potencialidad mayor, con lo cual poco a poco va triunfando de obstáculos tradicionales, murallas de indiferencia y océanos de mediocracia. Gran orgullo tengo aquí de poder mostrar libros como los de Lugones o Jaimes Freire, entre los poetas; entre los prosistas, poemas, como esa vasta, rara y complicada trilogía de Sicardi. Y digo: esto no será modernismo, pero es verdad, es realidad de una vida nueva, certificación de la viva fuerza de un continente. Y otras demostraciones de nuestra actividad mental -no la profusa y rapsódica, la de cantidad, sino la de calidad, limitada, muy limitada, pero que bien se presenta y triunfa ante el criterio de Europa-: estudios de ciencias políticas, sociales. Siento igual orgullo. Y recuerdo palabras de don Juan Valera a propósito de Olegario Andrade, en las cuales palabras hay una buena y probable visión de porvenir. Decía don Juan, refiriéndose a la literatura brasileña, sudamericana, española y norteamericana, que «las literaturas de estos pueblos seguirán siendo también inglesa, portuguesa y española, lo cual no impide que con el tiempo, o tal vez mañana, o ya salgan autores yanquis que valgan más que cuanto ha habido hasta ahora en Inglaterra, ni impide tampoco que nazcan en Río de Janeiro, en Pernambuco o en Bahía escritores que valgan más que cuanto Portugal ha producido; o que en Buenos Aires, en Lima, en México, en Bogotá o en Valparaíso lleguen a florecer las ciencias, las letras y las artes con más lozanía y hermosura que en Madrid, en Sevilla y en Barcelona».

Nuestro modernismo, si es que así puede llamarse, nos va dando un puesto aparte, independiente de la literatura castellana, como lo dice muy bien Rémy de Gourmont en carta al director del Mercurio de América. ¿Qué importa que haya gran número de ingenios, de grotescos si gustáis, de dilettanti, de nadameimportistas? Los verdaderos consagrados saben que no se trata ya de asuntos de escuelas, de fórmulas, de clave.

Los que en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Rusia, en Bélgica, han triunfado, han sido escritores y poetas, y artistas de energía, de carácter artístico y de una cultura enorme. Los flojos se han hundido, se han esfumado. Si hay y ha habido en los cenáculos y capillas de París algunos ridículos, han sido, por cierto, «preciosos». A muchos les perdonaría si les conociese nuestro caro profesor Calandrelli, pour l'amour du grec. Hoy no se hace modernismo -ni se ha hecho nunca- con simples juegos de palabras y de ritmos. Hoy los ritmos nuevos implican nuevas melodías que cantan en lo íntimo de cada poeta la palabra del mágico Leonardo: Cosa bella mortal passa, e non darte. Por más que digan los juguetones ligeros o los niños envejecidos y amargados, fracasa solamente el que no entra con pie firme en la jaula de ese divino león: el Arte, que, como aquel que al gran rey Francisco fabricara el mismo Vinci, tiene el pecho lleno de lirios.

No hay aquí, pues, tal modernismo, sino en lo que de reflexión puede traerla vecindad de una moda que no se comprende. Ni el carácter, ni la manera de vivir, ni el ambiente, ayudan a la consagración de un ideal artístico. Se ha hablado de un teatro, que yo creí factible recién llegado, y hoy juzgo en absoluto imposible.

La única brotherhood que advierto es la de los caricaturistas; y si de músicas poéticas se trata, los únicos innovadores son, ciertamente, los risueños rimadores de los periódicos de caricaturas.

Caso muy distinto sucede en la capital del principado catalán. Desde L'Avenç hasta el Pél y Plom, que hoy sostienen Utrillo y Casas, se ha visto que existen elementos para publicaciones exclusivamente «modernas», de una élite artística y literaria. Pél y Plom es una hoja semejante al Gil Blas Illustré, de carácter popular, mas sin perder lo aristo; y siempre en su primera plana hay un dibujo de Casas, que aplauden lápices de Munich, Londres o París. El mismo Pere Romeu, de quien os he hablado a propósito de su famoso cabaret de los Quatre Gats, ha estado publicando una hoja semejante, con ayuda de Casas, y de un valor artístico notable.

En esta capital no hay sino tentativas graciosas y elegantes del dibujante Marín -que logró elogios del gran Puvis- y las de algún otro. En literatura, repito, nada que justifique ataque, ni siquiera alusiones. La procesión fastuosa del combatido arte moderno ha tenido apenas algunas vagas parodias... ¿Recordáis en Apuleyo la pintura de la que procedía la entrada de la primavera en las fiestas de Isis? (Mét., XI, 8.) Pues confrontad.

España contemporánea (1901).

La joven literatura

3 de marzo de 1899

Acaba de representarse en Granada un drama póstumo de Ángel Ganivet: coyuntura inapreciable para hablar del pensamiento nuevo de España. Pues Ganivet, especial personaje, era quizá la más adamantina concreción de ese pensamiento.

El propio se ha encarnado en su Pío Cid, simbólico tipo, en el cual el antiguo caballero de la Mancha realiza, a mi entender, un avatar. Ganivet era uno de esos espíritus de excepción que significan una época, y su alma, podría decirse, el alma de la España finisecular. No conozco la obra que se ha dado recientemente a la escena, El escultor de su alma; pero desde luego creo poder afirmar que se trata meramente de una autoexposición psíquica; es el mismo Pío Cid, de la Conquista del reino de Maya, el último conquistador español Pío Cid. Antójaseme que en Ganivet subsistía también mucho de la imaginativa morisca y que la triste flor de su vida no en vano se abrió en el búcaro africano de Granada. Su vida: una leyenda ya de hondo interés.

Desde luego, un joven que sube a la torre nacional a divisar el mundo, luego se encamina a la ideación de una nueva patria en la patria antigua; en Pío Cid hay simiente para una España futura. Después, cosa que sorprenderá a quien tenga conocimiento de las costumbres literarias de todas partes, y sobre todo de este país; Ganivet no tenía enemigos, y por lo general, si conversáis con cualquiera de los intelectuales españoles, os dirá: «Era el más brillante y el más sólido de todos los de su generación.» En la corte tuvo sus bregas, sus comienzos de gloria. Hubo una pasión, toda borrasca, que, según se dice, fue la causa de su muerte. Entró a la carrera consular, tan propicia a la literatura, aunque no lo parezca por los roces de lo mercantil; y continuó en su labor ideológica y artística. Sabía ruso, danés, casi todos los idiomas y dialectos de los países boreales, sabía lenguas antiguas, escribió un libro curiosísimo sobre las literaturas del Norte; publicó otro de sol y de música, al par que una obra de cerebral, sobre su Granada la bella, en el país de Hamlet; produjo más libros, y un emponzoñado día, un mal demonio le habló por dentro, en lo loco del cerebro, y él se tiró al Volga. Así acabó Pío Cid su vida humana. Su vida gloriosa y pensante ha de ir creciendo a medida que su obra sea mejor y más comprendida. Entonces se verá que en ese ser extraño había un fondo de serena y pura nobleza bajo la tempestad de su temperamento; que vivió de amor, de abrasamiento genial, y murió también por amor en la forma de un cuento. En la Conquista del reino de Maya exprime todos sus zumos de amargas meditaciones, y su forma busca la escritura artística, que en Los trabajos no se advierte. Aún vemos desarrollarse el período cervantesco; pero las encadenadas y ondulantes oraciones van, por lo general, repletas de médula. La obra queda sin concluir; o mejor dicho, tuvo la conclusión más lógica al propio tiempo que más extraña, en la unión de una fábula escrita y una vida. Pío Cid debía concluir con quitarse la existencia. No es él quien habla en el diálogo; pero Olivares, un personaje de Los trabajos, dice en cierta página del libro: «Se exagera mucho, y además alguna vez tiene uno que morirse, porque no somos eternos. Entre morirse de viejo, apestando al prójimo, o suprimirse de un pistoletazo, después de sacarle a la vida todo el jugo posible, ¿qué le parece a usted?... Yo, por mí, les aseguro que no llegaré a oler a rancio. -Cada cual entiende la vida a su modo -dijo Pío Cid-, y nadie la entiende bien-. Ahora ha dicho usted una verdad como un templo -dijo Olivares-. Lo mejor es dejar que cada uno viva como quiera y que se mate, si ese es su gusto, cuando le venga la contraria.» ¡El pobre Ganivet! Llegó el trágico minuto, abrió la puerta misteriosa y pasó. De las Cartas finlandesas escribe Vincent en él Mercure que «no es una obra dogmática, antes bien familiar; en el punto de vista no es español, es humano; el autor, en efecto, que conoce perfectamente toda la Europa, gusta de hacer recorrer a sus conceptos distintas latitudes, agregad a eso un sentido muy real de nuestra época, una información que va de Ibsen a Maeterlinck, de Tolstoi a Galdós; ninguna pedantería; una dulce sensibilidad que afecta disimularse tras un velo de ironía. En fin, un libro de actualidad perfecta en que la Finlandia es vista por un espíritu desembarazado de prejuicios y por un latino».

El crítico francés, demasiado benévolo por lo general en sus revistas de letras españolas, no ha pasado por esta ocasión de lo justo. Ganivet, escritor de ideas más que de bizarrías verbales, merece el estudio serio, el ensayo macizo de la crítica de autoridad. Nicolás María López, otro granadino, amigo y compañero suyo, habla además del drama que acaba de representarse de otras obras póstumas que están en su poder: Pedro Mártir, en tres actos, y Fe, Amor y Muerte, drama, dice, «profundamente psicológico, con ideas alucinadoras y extrahumanas, con una fuerza trágica tan extraña y sutil que parece romper los moldes de la vida y entrar en los senos de la muerte». Rara y bella figura en este triste período de la vida española y que parece haber absorbido en sí todos los generosos y altos ímpetus de la raza. Y recuerdo el sintético acróstico latino de Pío Cid, en Los trabajos, Arimi:

Artis initium dolor

ratio initium erroris.

Initium sapientiae vanitas.

Mortis initium amor.

Initium vitae libertas.

Jacinto Benavente es aquel que sonríe. Dicen que es mefistofélico, y bien pudieran ocultarse entre sus finas botas de mundano dos patas de chivo. Es el que sonríe: ¡temible! Se teme su crítica florentina más que los pesados mandobles de los magulladores diplomados; fino y cruel, ha llegado a ser en poco tiempo príncipe de su península artística, indudablemente exótica en la literatura del garbanzo. Se ha dedicado especialmente al teatro, y ha impuesto su lección objetiva de belleza a la generalidad desconcertada. Algunas de sus obras, al ser representadas, han dejado suponer la existencia de una clave; y tales o cuales personajes se han creído reconocer en tales o cuales tipos de la corte. Como ello no es un misterio para nadie, diré que en El marido de la Téllez, por ejemplo, el público quiso descubrir la vida interior y artística de cierta eminente actriz casada con un grande de España y actor muy notable; y en La comida de las fieras, entre otras figuras, se destacó la de una centroamericana, millonaria, casada con un noble sin fortuna y hoy marquesa por obra de Cánovas del Castillo. Benavente niega que haya tomado sus tipos del natural; pero el parecido es tan perfecto que toda protesta se deshace en una sonrisa. La comida de las fieras fue basada seguramente en el paso penoso de la venta en subasta de las riquezas seculares que contenía la casa de los Osuna. Los personajes son de una humanidad palpitante; y he de citar estas frases de Hipólito al finalizar la comedia: «Porque en lucha he vivido siempre; porque viví desde muy joven en otras tierras donde la lucha es ruda y franca. ¿Por qué vinimos a Europa? En América el hombre significa algo; es una fuerza, una garantía..., se lucha, sí, pero con primitiva fiereza; cae uno y puede volver a levantarse; pero en esta sociedad vieja la posición es todo y el hombre nada... Vencido una vez, es inútil volver a luchar. Aquí la riqueza es un fin, no un medio para realizar grandes empresas. La riqueza es el ocio; allí es la actividad. Por eso allí el dinero da triunfos y aquí desastres... Pueblos de historia, de tradición; tierras viejas, donde sólo cabe, como en las ciudades sepultadas de la antigüedad, la excavación, no las plantaciones de nueva vegetación y savia vigorosa.»

En Figulinas y Cartas de mujeres no puede dejarse de entrever la influencia de ciertos franceses: un poco aquí Gyp, otro poco allí Lavedan y Prévost; la parisina aplicada al alto mundo madrileño que Benavente ha bien estudiado. Benavente es caballero de fortuna, y mientras leo un sutil arranque suyo en Vida literaria y se ensaya en la Comedia un arreglo suyo del Twelfth night, tropiezo con lo siguiente en la cuarta plana de un diario:

«Se venden los pastos de rastrojera y barbechera del término de Getafe, divididos en lotes o cuarteles, cuya venta tendrá lugar en pública subasta, ante la Comisión del gremio de labradores, en la Casa Consistorial, donde está de manifiesto el pliego de condiciones, el día 19 del actual, a las diez de su mañana. -Getafe, 9 de marzo de 1899.- Por la Comisión, Jacinto Benavente.»

De mí diré que con toda voluntad juntaría a mis sueños de arte una estancia entre las montañas de González, junto a las riberas del Paraná de Obligado, o en la Australia Argentina de Payró. Día llegará en que la literatura tenga por precisa compañera la tranquilidad del espíritu en la lucha por la vida y el trabajo industrial o rural como contrapeso al ya terrible surmenage. Los ingleses y los norteamericanos han comenzado a aleccionarnos, y un gentleman-farmer artista no es un ave rara. Dejo como última nota el Teatro fantástico de Benavente, una joya de libro, que revela fuerza de ese talento en que tan solamente se ha reconocido la gracia. Fuerza por cierto; la fuerza del acero del florete, del resorte; finura sólida de ágata, superficie de diamante. Es un pequeño «teatro en libertad», pero lejos de lo telescópico de Hugo y de lo suntuoso que conocéis de Castro. Son delicadas y espirituales fabulaciones unidas por un hilo de seda en que encontráis a veces, sin mengua en la comparación, como la filigrana mental del diálogo shakespeareano, del Shakespeare del Sueño de una noche de verano o de La tempestad. El alma perspicaz y cristalinamente femenina del poeta crea deliciosas fiestas galantes, perfumadas escenas, figurillas de abanico y tabaquera que en un ambiente Watteau salen de las pinturas y sirven de receptáculo a complicaciones psicológicas y problemas de la vida.

Este modernista es castizo en su escribir, y es lo castizo en su discurso como la antigüedad en el mérito de ciertas joyas o encajes, en puños de Velázquez o preseas de Pantoja. Y al conocerle en el café Lion d'Or, que es su café preferido, he visto en su figura la de un hidalgo perteneciente a esa familia de retratos del Greco, nobles decadentes, caballeros que pudieran ser monjes, tan fáciles para abades consagrados a Dios como para hacer pacto con el diablo. En las pálidas ceras de los rostros se transparentan las tristezas y locuras del siglo. Así Jacinto Benavente. En toda esta débâcle con que el decimonoveno siglo se despide de España, su cabeza, en un marco invisible, sonríe. Es aquel que sonríe. Mefistofélico, filósofo, se defiende en su aislamiento como un arma; y así converse o escriba, tiene siempre a su lado, buen príncipe, un bufón y un puñal. Tiene lo que vale para todo hombre más que un reino: la independencia. Con esto se es el dueño de la verdad y el patrón de la mentira. Su cultura cosmopolita, su cerebración extraña en lo nacional es curiosa en la tierra de la tradición indomable; pero no sorprende a quien puede advertir cómo este suelo de prodigiosa vida guarda, para primaveras futuras, las semillas de un Raimundo Lulio. Ahora trabaja Benavente por realizar en Madrid la labor de Antoine en París o la que defiende George Moore en Londres; la fundación de un teatro libre. Dudo mucho del éxito, aunque él me halagaría habiéndoseme hecho la honra de encargarme una pieza para ese teatro. Pero el público madrileño, Madrid, cuenta con muy reducido número de gentes que miren el arte como un fin, o que comprendan la obra artística fuera de las usuales convenciones. Cuando no existe ni el libro de arte, el teatro de arte es un sueño, o un probable fracaso. No hay una élite. No se puede contar ni con el elemento elegantemente carneril de los snobs que ha creado Gómez Carrillo con sus graciosas y sinuosas ocurrencias. Conque ¿para quiénes el teatro?

Junto a Benavente me presentan a Antonio Palomero, o sea Gil Parrado. Este seudónimo, nombre de un gracioso tipo clásico, no está mal en quien, con sales autóctonas, nos revela un Raúl Ponchón madrileño, un rimador seguro, un cancionero bravísimo, en cuanto puede permitirlo el género político: Aristófanes en cuplés o yambos con castañuelas. El libro de flechas de humor maligno y risueño que forman los versos políticos de Palomero, Gacetas rimadas, tiene un prólogo, en verso, de Luis Taboada. Creo que fue Gutiérrez Nájera quien escribió un día que en medio de la noche del arte español contemporáneo Luis Taboada era tal vez el único «artista». Era una broma del «duque Job» mejicano, excusable por su falta de conocimiento del grupo español, digamos así, secreto, que hace una vida ciertamente intelectual.

Y además, en su tiempo -hace de esto ocho o diez años- las cosas andaban de Barrantes a Valbuena. Pues Gil Parrado no pudo tener mejor protagonista que el desopilante Homero fragmentario de la vida cursi de Madrid, puesto que él quiso ser el Píndaro de las cursilerías épicas de la política. Conociendo la labor y la propaganda estética de quien escribe estas líneas, ellas no pueden sino ser vistas como la mayor prueba de sinceridad. Más Palomero no es solamente Gil Parrado. Además de los alfileres de su conversación, de las más interesantes que un extranjero hombre de letras puede encontrar en la corte, su crítica teatral se estima justamente, y en el cuento y el artículo de periódico sobresale y comunica la intensidad de su vibración, el contagio de su energía indiscutible. Mariano de Cavia dice de él, hablando de sus Trabajos forzados, que es «un literato culto, agudo y sincero»; gratifícale además con «popular y brillante». Cavia sabe lo que se dice, él, maestro de única escritura en su país que ha logrado unir, en la faena asperísima del periodismo, la flexible gracia autóctona a las elegancias extranjeras. ¡Quevedo en el bulevar, Dios mío! Y cuando Cavia alaba a Palomero es justo, y yo, que conozco la transparencia de este talento, me complazco en deciros que aquí, entre lo poco bueno y nuevo, esto es de lo que en la piedra de toque deja una suave y firme estela de oro fino.

Así Manuel Bueno, el redactor que en El Globo escribe todos los días esa paginita que lleva la firma de Lorena, con el título general de «Volanderas». Verdes Montenegro ha hecho para el libro primigenio de Bueno un prólogo de sustancia y espíritu al propio tiempo que de justicia y cariño. De Verdes Montenegro os hablaré en otra ocasión más detenidamente. De su ahijado literario os diré que ha recibido en su alma mucho sol de nuestra pampa y a su oído ha cantado la onda caprichosa de nuestro gran río. Es un vasco. Vasco, así como ese especialísimo y robusto Grandmontagne, que ha injertado una rama de ombú en el árbol sagrado de Guernica para que más tarde nazcan -¡Dios lo quiera, y ya se ven los brotes!- flores de un perfume singular, rosas fraternales del color del tiempo, iluminadas de porvenir, en tierra de Mitre y Sarmiento, en la capital del continente latino, al amparo del satisfecho sol. El joven Bueno anduvo por Buenos Aires, padeció tormento de inmigración y penurias de mozo de intelecto que va a hacer fortuna por el Azul y Bahía Blanca... Y vuelto a su tierra, no es de los que vienen con arranques despechados de fracasadas bohemias, de existencias adoloridas de nuestra necesaria ley de trabajo, de ese Buenos Aires cuya fuente social es para los labios del mundo, y que en el progreso corresponde, con su pirámide de mayo, índice indicador, a los obeliscos de París y Nueva York.

Bueno es aquí, en su labor diaria, nota extemporánea, y tan parisiense, que hay quienes le denuncien de afectación. Pero no es poco servicio intelectual el servir a un pueblo ese plato escogido todos los días, esa ala de faisán, después de la sopa de política española y antes del asado político también. Bueno, como Lorena, da un eco que aquí, aunque tiene semejantes en la prensa, permanece en su individualidad. No seré yo quien oculte su ligereza de juicio habitual, su insinceridad quizá, también habitual; ¡pero es tan bello el gesto!

Ricardo Fuente es el director de El País. Quizá envíe a La Nación