El mundo de los Césares - Theodor Mommsen - E-Book

El mundo de los Césares E-Book

Theodor Mommsen

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Beschreibung

Documento etnográfico y político, económico y cultural de primer orden, esta obra es un arsenal precioso de datos para el estudio de la historia de los pueblos de la cuenca del Mediterráneo. Es cierto que Mommsen hacía hablar a las piedras. Y ellas le entregaron, en gran parte, el secreto de la intensa vida provincial, oculto hasta entonces bajo la superestructura de una tradición basada en los escritos centralistas de los historiadores y los escritores romanos. Sus capítulos mejor logrados, con ser todos magistrales, son aquellos que versan sobre las partes del imperio, como los países danubianos y las tierras del Asia menor, cuyas inscripciones estudió y editó dentro del gran Corpus inscriptionum.

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El mundo de los Césares

Theodor Mommsen

Traducción y prólogo de Wenceslao Roces

Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2006

Primera edición electrónica, 2011

De la edición en alemán: Berlín, Safari-Verlag, 1941

Título original: Das römische Imperium der Cäsaren

La primera edición en español fue publicada por el FCE en 1945

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0659-4

Hecho en México - Made in Mexico

Litografía de Arthur Kampf

Índice

Prólogo

Parte Primera. La vida en las provincias romanas de César a Diocleciano

Introducción

I. La situación en las provincias y las condiciones culturales de la época de Julio César

II. La frontera septentrional de Italia

III. España

IV. Las Galias

V. La Germania romana y los germanos libres

VI. Britania

VII. Los países danubianos y las guerras del Danubio

VIII. La Europa griega

IX. Los griegos del Asia Menor

X. Persia y el reino de Palmira

XI. Siria y el país de los Nabateos

XII. Judea y los judíos

XIII. Egipto

XIV. Las provincias africanas

Parte Segunda. La literatura, el arte y la cultura romanas antes del cristianismo

I. Estado de la cultura antes de la unificación de Italia

Desde los orígenes de Roma hasta la caída de la monarquía

Desde la caída de la monarquía hasta la unificación de Italia

II. La economía, las costumbres, la religión y el arte de los romanos desde la guerra de Aníbal hasta la Revolución

Sociedad y política

La vida económica

La fe y las costumbres

Nacionalidad, religión, cultura

La literatura y el arte

La literatura y el arte bajo la revolución

III. La religión, la cultura, la literatura y el arte en la época de Cicerón

Parte Tercera. Mapas y retratos

Apéndices

Prólogo

En 1856 vio la luz la primera edición de la Historia de Roma de Theodor Mommsen. En tres gruesos volúmenes, que abarcan desde “los comienzos de Roma” hasta “la instauración de la monarquía militar” con Julio César, el historiador estudia los aspectos fundamentales de los pueblos de la Italia antigua, sus luchas, sus instituciones, su cultura, la hegemonía de Roma en el Lacio y del Lacio en Italia, la unificación de Italia bajo Roma, el gobierno y la vida política, la economía y las luchas sociales, el derecho y la justicia, la religión y las costumbres, el arte, la literatura, la ciencia y la vida espiritual de la Italia unificada, los movimientos interiores de reforma, los choques de partido y las revoluciones, y las grandes guerras que afirman su poderío sobre las potencias contendientes en las diversas épocas y crean el imperio romano que la república transferirá a la nueva monarquía, al instaurarse ésta. Es un cuadro completo, militar y político, social y cultural, de la historia de Roma desde sus orígenes hasta la dominación del primer César.

El éxito de la obra fue fulminante y colocó a su autor, de golpe, entre los historiadores más famosos, no sólo de su país, sino del mundo entero. Era una obra de juventud, pues Mommsen sólo contaba 39 años cuando la publicó. Para realizar un empeño de tan vastas proporciones, le bastó el plazo, pasmosamente corto, de seis años. Cuando en 1850 recibió el encargo de redactar la Historia no se le había pasado siquiera por la imaginación abordar una obra de aquella naturaleza. Habíase interesado por los estudios clásicos a través del derecho romano. Entregado apasionadamente a la filología, a la epigrafía y a la historia, diose a conocer con un estudio sobre las Asociaciones romanas, su obra primeriza, y con un ensayo sobre Lastribus de Roma. Desde sus primeras investigaciones se sintió preocupado por la necesidad de recoger las inscripciones latinas en un cuerpo sistemático, y durante una estancia en Italia inició la que había de ser tarea central de su vida, con la compilación de las inscripciones samnitas en la obra que publicaría poco después bajo el título de Corpus Inscriptionum Regni Neapolitani. Fruto de aquella su primera permanencia en Italia fueron también sus Estudios oscos y sus Dialectos de la baja Italia, que abrieron nuevos rumbos a las investigaciones de la prehistoria romana y que tanto habían de ayudarle a esclarecer los aspectos etnográficos y lingüísticos de la historia de Roma.

Los tres volúmenes publicados en 1851 no eran sino una parte de la obra en que Mommsen se empeñara. Cambiando sobre la marcha su designio inicial, que era dedicar dos de los tres tomos a la república y el tercero y último al imperio, consagró los tres a la historia de la Roma primitiva y de la república. La instauración de la monarquía cesárea, decidida en la batalla de Tapso —última gran acción militar que estudia al final del tomo III—, era para Mommsen la coronación de la historia de la república y, a la par, el paso de transición hacia la era augustea, que abre la serie de los emperadores romanos. El mundo culto, lleno de entusiasmo ante la revelación de los tres primeros volúmenes, esperó con impaciencia la aparición del cuarto. La espera duró cerca de treinta años. Tres décadas colmadas para aquel trabajador infatigable de una labor ímproba de investigación y de republicaciones (Cronologíaromana hasta César; Historia del sistema monetario romano; los tres grandes volúmenes del Derecho público que figuran en el Manual de antigüedades romanas de Marquardt y Mommsen; el Derecho penal de Roma; las Investigaciones romanas, de que sólo vio la luz el tomo I; la edición crítica del Corpus Juris Civilis, en colaboración con Krüger y Schöll; la fundación de la Revista de Numismática y del CorpusNummorum, de que fue asiduo colaborador; numerosas ediciones de textos, entre ellos el de las Res Gestae Divi Augusti; incesantes estudios en diversas revistas; y, sobre todo, la creación y dirección, al frente de una pléyade de epigrafistas, del magno Corpus Inscriptionum Latinarum, una de las empresas más perdurables de su vida científica).

Por fin, en 1885 salió a la luz la continuación de la Historia de Roma. Pero no el esperado tomo IV, la historia de los emperadores, sino un estudio complementario, sustantivo en cierto modo y que forma unidad aparte, presentado como tomo V de la Historia de Roma, bajo el título de Las provincias, de César a Diocleciano. Este trabajo es el que, traducido por vez primera al español, que yo sepa, aparece en cabeza del presente volumen. En el breve prólogo que acompañaba a la primera edición alemana figuraban estas palabras del autor:

“Repetidas veces se me ha manifestado el deseo de ver continuada la publicación de mi Historia de Roma, deseo que coincide con el mío propio, aunque al cabo de treinta años resulte difícil reanudar el hilo donde hube de dejarlo al interrumpir la obra. El que no exista un empalme directo [entre este tomo y los anteriores] no tiene gran importancia. Al fin y al cabo, tan fragmentario sería el tomo IV sin el V como lo es ahora el V sin el IV.”

En la primera página de la Introducción al estudio sobre las Provincias (infra, p. 25) se lee entre líneas, a mi juicio, la razón fundamental por la que Mommsen se abstuvo de publicar su historia sistemática de los emperadores. Un historiador tan original y tan concienzudo como él no podía acometer un trabajo de esta naturaleza, ya en la sazón de su vida y de su obra, sin establecer previamente, con toda firmeza, “los datos directos de la tradición” histórica. Sabemos, por testimonios de contemporáneos amigos y colaboradores suyos, que jamás abandonó del todo la idea de colmar aquella laguna de su Historia, y así parecen indicarlo también las líneas de su prólogo al tomo V, citadas más arriba. Confiaría, tal vez, en descubrir el cimiento seguro y los materiales para la historia de los emperadores en sus vastas investigaciones epigráficas y paleográficas —que llegaron hasta los tiempos de la caída del imperio, hasta los reinos de los ostrogodos y los longobardos—. Su sentido de la responsabilidad científica debió de llevarle a la conclusión de que aún no había llegado el momento de construir narrativamente esta parte de la historia de Roma. El tomo IV de su obra quedó sin redactar. Y la historiografía romana está esperando todavía hoy la gran historia sistemática de los emperadores que pueda parangonarse con la magna historia de la república de Mommsen o con el grandioso panorama histórico que Gibbon traza a partir de los Antoninos.

La obra sobre las Provincias, que entregamos aquí al público de habla española, no sólo forma, en cierto modo, una unidad aparte de los tres tomos de la Historia de Roma por su tema y por su campo de estudio, sino por el modo de tratarlos y por lo que podríamos llamar el temperamento de la exposición. Al final de la citada introducción al tomo V leemos (infra, p. 28) las siguientes palabras:

“El lector no encontrará en este estudio detalles cautivadores, notas de emoción ni cabezas de carácter; no es el historiador, sino el artista, quien tiene el privilegio de poder mirar al rostro de Arminio. El autor ha tenido que renunciar a muchas cosas para escribir este libro; al recorrer sus paginas, esperamos que el lector ponga también de su parte algo de espíritu de renunciación.”

Estas palabras, a primera vista un poco enigmáticas, cobran vida y sentido cuando se las relaciona con la historia de Mommsen como historiador. El viejo y debatido problema, enfocado no hace mucho por Croce, de la misión del historiador y de la historiografía, encuentra una ilustración viva y casi patética en el caso del historiador Mommsen y de su Historia de Roma.

Theodor Mommsen, con su dominio soberano de los medios instrumentales de la historiografía —maestro consumado en los campos de la epigrafía, de la arqueología romana, de la filología clásica, de la numismática, de la jurisprudencia y la mitología, de la literatura griega y latina, campos laborados por él con gigantesca maestría y genio creador— era cualquier cosa menos un historiador-filólogo o libresco. Era la negación del profesor germano a quien las anteojeras de su especialidad tapan los horizontes de lo humano. La historia no era, para él, algo “pálido y exangüe”. Tenía, como los mejores sabios de su generación, herederos de la Alemania del espíritu del XVIII —que habría de sepultar la Germania bismarckiana-guillermina y pisotear la barbarie teutónico-hitleriana—, una concepción generosamente humana y no cerrilmente nacionalista de la ciencia. Fue, en esto, uno de los más grandes representantes del espíritu alemán del siglo XIX, en sus rasgos más nobles, más cosmopolitas y más desinteresados.

Recogió, en este sentido, lo mejor de la herencia espiritual de Niebuhr, el gran fundador de la historiografía científica alemana. Y es, en cierto modo, como historiador, la contrapartida de otra de las figuras descollantes, señeras en el panorama de los grandes historiadores alemanes: Leopold Ranke, predecesor suyo en una generación. Nada más ajeno a él que la frialdad neutral sine ira et studio de Ranke, a quien Croce, exagerando metafóricamente la nota justa, llamó “embalsamador de cadáveres históricos”. El artista se hermanaba en él con el investigador y entre ambos formaban la unidad del historiador Mommsen, sabio de carne y hueso, de cerebro y de sangre, para quien el indagar y el escribir eran función de vida. Realmente es un caso portentoso el de este hombre, “príncipe de los eruditos”, a quien el polvo de las piedras arqueológicas y de los archivos, lejos de empañar la mirada para percibir las realidades vivas, se la aguzaba, y para quien estas realidades hacían, a su vez, cobrar vida a las piedras y a los papiros. El Mommsen historiador, aleación pasmosa de ciencia y de fantasía, de estudio y de pasión, de investigador y de artista, reencarna con mayor dramatismo lo que Sybel dijera de su maestro Niebuhr: no veía los acontecimientos “con los ojos de los viejos intermediarios... sino con imaginación creadora, como un testigo de vista, como un partícipe”. A ello debe el “don de resurrección” que vivifica las historias de un Renan y un Taine y que hace de su Historiade Roma uno de los libros más palpitantes y tensos entre los que acometen la obra de reconstruir el mundo antiguo.

Mommsen, figura egregia de la intelectualidad, no fue jamás uno de esos intelectuales que hoy llaman “puros” quienes se sienten tan poco seguros de su estéril “pureza” intelectual que no quieren exponerla al contacto con la realidad fecundadora. Vivió humanamente la vida y las luchas de su tiempo y fue ello tal vez lo que mejor le equipó para revivir la vida y las luchas del pasado. También en esto heredó de Niebuhr, su gran antecesor, “la máxima de que el historiador cumplirá su misión con tanta mayor fuerza cuanto más relevantes hayan sido los acontecimientos contemporáneos en que haya tomado parte con el corazón lacerado o alegre”.

A los 31 años, después de su primer viaje a Italia, entregado ya de lleno a sus investigaciones, Mommsen tomó parte activa, combatiente, en la revolución del 48. Era un hombre de formación profundamente liberal y democrática. Luchó con la palabra y con la pluma contra el Estado reaccionario de Federico Guillermo IV y de sus junkers, “viejos carcamales cuya tozudez tomaban los necios por energía conservadora”. En el año 1851 la reacción le despojó de su cátedra universitaria en Leipzig. Pero él, a diferencia de muchos otros intelectuales, compañeros de luchas de la primera hora, jamás arrió su bandera de liberal. No pactó con la reacción ni entonó el mea culpa después de las victorias prusianas de 1866 y 1871. En el periodismo, donde afiló su pluma para más altas empresas literarias, y en el parlamento, defendió siempre los derechos de la nación y las ideas liberales frente a la política agresiva, feudal y militarista del imperio guillermino, donde se forjaron muchas de las armas ideológicas para la hecatombe hitleriana. Combatió las leyes de excepción y la política confesional de Bismarck y fustigó sin descanso las persecuciones antisemitas y los odios de raza y de religión atizados desde el poder. Sufrió un proceso por ataques contra Bismarck, cuando éste se hallaba en el apogeo de su mando.

Los tres tomos de la Historiade Roma, concebidos y alumbrados en plena pasión de juventud por un hombre como éste, guardan mucho de sus palpitaciones de luchador. Son uno de los más bellos monumentos de la que se ha llamado historiografía de partido. Para Mommsen, la revolución del 48 y las luchas contra la reacción que la siguieron fueron una escuela viva en que el historiador vio actuar las fuerzas y los hombres que hacen la historia. Y sus enseñanzas informan muchas de las páginas de su obra y las posiciones enjuiciadoras mantenidas en ellas. A través de los Cicerones, de los Catones, de los Pompeyos, de los Labienos, fustiga o ridiculiza a los caudillos oligárquicos de su tiempo. Y su lenguaje, de una vivacidad y un colorido periodísticos llevados hasta la audacia, prestaban a su obra, para el lector de sus días, un encanto incomparable.

La extraordinaria popularidad de la obra entre el público culto contrastaba con la dureza de los juicios críticos formulados contra ella por los especialistas. Transcribimos aquí uno de los más serenos, del francés Guilland: “La Historiade Roma de Mommsen representa dos cosas a la vez: el resumen más luminoso, más exacto y más vivo de las conclusiones a que ha llegado la ciencia histórica sobre las cosas de Roma, y un juicio extraordinariamente parcial de la política romana”. Mommsen estaba prevenido para tales críticas, que no podían sorprenderle ni abatirle, pues también como historiador era un combatiente y tenía plena conciencia de ello. Gooch cita estas palabras suyas: “Los que, como yo, han vivido momentos históricos, empiezan a ver que la historia no se escribe ni se hace sin odio o amor”.

El odio de Mommsen historiador de Roma era para la podrida oligarquía romana que había envilecido con el latrocinio y la degeneración una herencia política y cultural tan grandiosa como el imperio romano. El amor, para el hombre que, realizando lo que él presenta como el programa de los Gracos, pone fin al proceso de descomposición para instaurar, con el imperio monárquico, una era de paz, de orden y de consolidación. La ira contra las castas aristocráticas degeneradas lleva a Mommsen a ver en Julio César, idealizándolo, el restaurador de la democracia fenecida bajo formas monárquicas. El artista pasional prevalece sobre el sereno historiador y le hace perder de vista las verdaderas fuerzas objetivas de la historia. Sobre el fondo sombrío de la decadencia oligárquica, César se destaca “resplandeciente, inmaculado, irresistible, como el salvador de la sociedad”.

Y he aquí por dónde Mommsen, liberal y demócrata, anticesarista convencido en la palabra y en la acción, se ve convertido paradójicamente en uno de los grandes cantores del cesarismo. Esta paradoja es la tragedia de Mommsen como historiador. Y este drama del espíritu tiñe todavía de patetismo las palabras finales de la introducción que citábamos más arriba.

Muy a lo vivo debió de llegarle esta proyección, bastante justificada, de su manera de enjuiciar la liquidación de la república cuando en la segunda edición de su obra creyó necesario puntualizar bien, con palabras que denotan irritación y amargura, su actitud ante problema de tanta importancia, con los siguientes esclarecimientos que nos parece obligado recoger íntegros aquí, tomándolos de las páginas que figuran como capítulo I del presente volumen (infra, pp. 29 ss.), pues contienen en cierto modo la profesión de fe de Mommsen como historiador de Roma:

“Creemos que es éste precisamente el lugar indicado para decir de una vez, claramente, lo que el historiador da siempre tácitamente por supuesto y para dejar constancia de nuestra protesta contra ese hábito común a la perfidia y la simpleza que consiste en usar como frases de validez general los elogios y las censuras históricos desligados de las condiciones dadas que los informan y que, en el caso presente, estriba en trocar el juicio histórico que César merece en un juicio histórico sobre el cesarismo. Es cierto que la historia de los pasados siglos debe ser la maestra de los tiempos actuales; pero no en el sentido vulgar y chabacano de que se haya de encontrar la clave para las coyunturas del presente en los relatos sobre el pasado, amañando en ellos el diagnóstico político y las recetas para interpretar los síntomas y los fenómenos específicos de nuestro tiempo. No, la historia es una ciencia adoctrinadora exclusivamente en el sentido de que la observación de las culturas antiguas nos revela las condiciones orgánicas de toda civilización, las fuerzas fundamentales, que son en todas partes las mismas, y la combinación y el entrelazamiento de estas fuerzas, que difieren en todas partes, con lo cual nos estimula y nos anima, no para imitar servilmente el pasado, sino para inspirarnos en él en nuestra propia obra creadora. Así considerada, la historia de César y del cesarismo romano constituye verdaderamente, pese a toda la grandeza jamás superada de su artífice y de la necesidad histórica que informa su obra, la crítica más severa que mano humana pudiera trazar de los tiempos modernos.”

Y en seguida, esta afirmación contundente de sus convicciones democráticas:

“La misma ley natural por virtud de la cual el más insignificante organismo es algo infinitamente superior a la más ingeniosa de las máquinas, hace que cualquier régimen, por muy defectuoso que sea, en el que se deje margen a la libre iniciativa de una mayoría de ciudadanos, sea infinitamente superior al más genial y más humano de los absolutismos, pues mientras que aquél es susceptible de evolución y es, por lo tanto, vivo, éste no puede ser más que lo que es y, por lo tanto, algo muerto.”

La misma historia de Roma, en su evolución posterior, ofrece el necesario correctivo a los apologistas del cesarismo como sistema:

“Aunque en los inicios de la autocracia y sobre todo en el espíritu del propio César siguiese alentando el sueño esperanzador de una combinación en que se hermanasen el desarrollo libre del pueblo y el régimen absoluto, pronto vino a demostrar el gobierno de los emperadores de la dinastía julia, tan llenos de talento, y lo demostró en términos aterradores, hasta qué punto es imposible mezclar el agua y el fuego en el mismo vaso.”

Sueño que en cierta medida comparte todavía el propio Mommsen cuando dice, un poco más adelante (infra, p. 44):

“César, que era de por sí y en cierto modo también por sus títulos hereditarios el caudillo del partido popular... siguió siendo un demócrata aún como monarca... Hizo honor inquebrantablemente a las ideas esenciales de la democracia romana: a la necesidad de mitigar la situación de los deudores, a la idea de la colonización ultramarina, a la gradual nivelación de las diferencias jurídicas existentes entre las diversas clases de individuos que formaban el Estado, al compromiso de emancipar al poder ejecutivo de la férula del Senado. Su monarquía, fiel a estos principios, lejos de hallarse en contradicción con la democracia, parecía ser, por el contrario, la realización y la aplicación de las ideas democráticas.”

La razón pugna por desplazar a la pasión, pero no se decide a romper del todo con ella. El ídolo prevalece, a pesar de todo. Y sólo la ceguera apasionada de la idolatría puede explicar que el historiador Mommsen atribuya a la voluntad y al genio de un hombre el milagro de cambiar el derrotero trazado por las fuerzas reales de la historia.

¿No contribuiría, tal vez, la certeza temerosa de verse forzado a historiar el derrumbe de aquel mito de la “monarquía democrática” cesárea a ir aplazando y dejando incumplido su plan de publicar el tomo IV, con la historia de los emperadores?

En Las provincias de César a Diocleciano, obra escrita en la época de madurez, “renunciando a muchas cosas”, el historiador predomina ya sobre el artista, sin eclipsarlo del todo. Es una obra mesurada en sus juicios, que contrasta con su antecesora por la ponderación y la serenidad científica, aunque sigue brillando en ella, tamizado por la prudencia, el genio plástico de su autor. Es, como ha dicho Norden, el buen vino de Borgoña después del chispeante champán. No es el estilo mordaz y combatiente de los años de juventud, sino el estilo ponderado y sereno de los años maduros, sin que por ello falten en esta obra magnífica páginas “escritas por el senex imperator en el capriccioso de la dulcis inventa”.

El programa de esta nueva obra se hallaba implícito y como en germen en las últimas líneas con que Mommsen sellaba el tomo III de su Historia de Roma:

“Cuando, tras una larga noche histórica, despuntó el nuevo día de los pueblos, entre las naciones jóvenes que pudieron marchar con plena libertad de movimientos hacia metas nuevas y más altas fueron muchas las que vieron germinar y florecer la simiente arrojada en ellas por César y que le debían, y siguen debiéndole a éste, su individualidad nacional.”

El amplio panorama de estas nacionalidades y su sistema de gobierno bajo el imperio romano, su trayectoria, sus luchas, sus problemas, su economía, su cultura, la formación de la personalidad nacional con que habían de entrar en la historia posterior, es el que se despliega en la presente obra. Desfilan por ella todos los pueblos, las tierras y las naciones que formaban el orbe en aquellos siglos: el Mundo de los Césares. Es “una magna charta imperii romani, un documento etnográfico y político, económico y cultural de primer orden”, arsenal precioso de datos y problemas para el estudio de la historia medieval y moderna de los pueblos europeos y de los pueblos asiáticos y africanos de la cuenca del Mediterráneo.

“Un mundo desaparecido se reconstruía por obra del genio de un hombre, y ello permitió por primera vez apreciar en su justo alcance el carácter y la influencia del imperio. Los escritores que le precedieron lo habían contemplado con los ojos de los historiadores y satíricos romanos, que colocaban en primer plano la personalidad del gobernante. Mommsen demostró que Roma no era el imperio y que las crueldades y excentricidades de los monarcas apenas repercutían en la inmensa extensión del mundo romano.” (Gooch.)

En esta historia descentralizada, Mommsen se mantiene a tono con el principio de conveniencia que inspiraba la política imperial romana: respetar, en todo aquello que fuese compatible con sus miras de hegemonía y romanización, la religión, los usos y costumbres, la personalidad económica y cultural de las naciones y acoplar en lo posible su vida administrativa y hasta su organización militar al gran mecanismo del imperio. Esta política de relativa coordinación de las corrientes nacionales con los intereses imperialistas de la potencia dominadora hizo posible la estabilidad del imperio a lo largo de los siglos, a pesar de todos los embates y conmociones de la historia y de los crímenes y tropelías de muchos de los titulares del poder central y de sus instrumentos.

Cuando Mommsen acometió esta obra, hallábase empeñado de lleno, al frente de un gran equipo de investigadores formados por él, en la magna tarea de recopilar las inscripciones latinas de todo el imperio. Y las inscripciones fueron la fuente más viva y más copiosa de documentación para su estudio sobre las Provincias. Por eso palpita en él con tan fuertes pulsaciones la vida de los pueblos por debajo de la corteza de la administración imperial. Es cierto que Mommsen hacía hablar a las piedras. Y ellas le entregaron, en gran parte, el secreto de la intensa vida provincial, oculto hasta entonces bajo la superestructura de una tradición basada en los escritos centralistas de los historiadores y los escritores romanos. Y a ello se debe también, sin duda, el que los capítulos mejor logrados de la obra, con ser todos magistrales, sean aquellos que versan sobre las partes del imperio, como los Países Danubianos y las tierras del Asia Menor, cuyas inscripciones estudió y editó personalmente el autor, dentro del gran Corpus Inscriptionum.

Mommsen murió en 1903, a los 83 años, sin haber interrumpido un solo día su ingente labor de investigación, de publicaciones y de enseñanza. Los últimos años de su vida estuvieron llenos, como los primeros de su juventud, de grandiosas empresas del espíritu encaminadas a la reconstrucción erudita del mundo antiguo. Destácase entre ellas la edición del Codex Theodosianus (en colaboración con P. Meyer) y la colección de Auctores Antiquissimi de los MonumentaGermaniae Historica.

He aquí, ahora, una breve explicación del modo en que ha sido compilado este volumen.

En la primera parte se recoge el texto del estudio sobre las Provincias, traducido de la última edición alemana (ed. Phaidon, Viena, 1933). El capítulo I (pp. 29-73): “La situación en las provincias y las condiciones culturales de la época de Julio César”, el único en que se habla de Roma, de Italia y de las normas del gobierno central de un modo sistemático, para que sirva de embocadura histórica a la exposición sobre las provincias, en esta edición desgajada del resto de la Historia, se ha formado con páginas tomadas del final del tomo III de la Historia de Roma (libro V, cap. XI). El que aquí es capítulo II: “La frontera septentrional de Italia”, corresponde al capítulo I de la edición original de las Provincias.

En la parte tercera, que constituye un apéndice a la obra, se reúnen los capítulos y fragmentos dispersos a lo largo de los tres tomos de la Historia de Roma que tratan de la economía y, sobre todo, de la religión, la literatura, el arte y la cultura romanas, ordenados por épocas. Son la síntesis de la historia de Roma, reflejada en la conciencia de la nación itálica. Y tienen su razón de ser aquí, pues representan el acervo cultural llevado por Roma al Mundo de los Césares y que, en articulación más o menos estrecha, a veces en perfecta fusión con la cultura nacional mediante la política de la romanización, acuñaron la fisonomía con que muchas de las naciones aquí estudiadas habían de entrar en la historia posterior.

Los epígrafes interiores que subdividen los capítulos han sido, en su casi totalidad, puestos por el traductor. Las escasas notas aclaratorias que se ha creído indispensable añadir van siempre señaladas con la indicación [E.]. Las traducciones de textos latinos, muy abundantes sobre todo en la última parte, han sido hechas siempre sobre la versión alemana de Mommsen, que los traslada casi siempre con una gran preocupación literaria, lo que a veces le obliga a manejarlos con cierta libertad. El autor reduce siempre a táleros, con el valor de la época en que fue escrita la obra, las cantidades de dinero romano que menciona en el transcurso de ella. Nosotros hemos creído conveniente suprimir en el texto estas equivalencias, que no habrían dicho nada al lector de habla española. Al final, después de la cronología de los emperadores, figura una nota aclaratoria sobre el difícil problema del dinero romano y su poder adquisitivo.

Wenceslao Roces

Parte Primera

La vida en las provincias romanas de César a Diocleciano

Introducción

La historia del imperio romano plantea problemas análogos a la de los primeros tiempos de la república.

Los datos directos de la tradición literaria referentes a esta época no sólo carecen de color y de forma, sino que, en realidad, carecen también casi siempre de contenido. La lista de los monarcas romanos es, sobre poco más o menos, tan verosímil y tan instructiva como la de los cónsules de la república. Conocemos en sus rasgos generales las grandes crisis que conmocionan todo el Estado; pero no estamos mejor informados acerca de las guerras germánicas sostenidas por los emperadores Augusto y Marco Aurelio que en lo tocante a las guerras de los samnitas. El arsenal de anécdotas republicanas es mucho más digno de respeto que el de la época del imperio; pero los relatos de Fabricio son casi tan vacuos y tan mendaces como los del emperador Cayo Calígula. Y es posible que la tradición nos brinde datos más completos para estudiar la historia interna de la comunidad en los primeros tiempos de la república que para seguir la del imperio; para la primera tenemos el relato, aunque turbio y falseado, de las transformaciones del régimen político, por lo menos en cuanto venían a confluir en el foro de Roma, mientras que la segunda se opera en el sigilo del gabinete imperial y sólo trasciende a la publicidad, por regla general, en lo que tiene de indiferente.

A esto hay que añadir la dilatación enorme del círculo de acción y el desplazamiento de la trayectoria viva de la historia del centro a la periferia. La historia de una ciudad, Roma, se ensancha para convertirse en la historia de un país, Italia, y ésta pasa a ser la historia de un mundo, el mundo del Mediterráneo. Y lo que más interesa saber de esta historia es precisamente lo que menos conocemos. El Estado romano de esta época puede compararse a un árbol gigantesco de cuyo tronco moribundo brotan ramas lozanas y poderosas. El Senado y los gobernantes romanos se reclutan por igual entre gentes de Italia y de otros países del imperio; los quirites de esta época, herederos nominales de los grandes legionarios conquistadores del mundo, tienen con los grandes recuerdos del pasado una relación semejante a la que nuestros caballeros de la orden de San Juan guardan con Rodas y Malta y consideran su herencia como un derecho de usufructo, como una fundación instituida para sustentar a gentes pobres y reacias al trabajo.

Cuando se consultan las llamadas fuentes referentes a esta época, aun las mejores, es difícil reprimir el disgusto que le causa a uno ver cómo hablan de lo que merecía callarse y silencian lo que era obligado decir. No cabe duda de que también en esta época hubo grandes pensamientos y acciones de largo aliento. Rara vez se mantuvo el gobierno del mundo en un orden tan durable y persistente, y las recias normas administrativas trazadas por César y Augusto y continuadas por sus sucesores en el trono mantuviéronse en conjunto con su maravillosa firmeza, pese a todas las mudanzas de dinastías y dinastas, destacadas demasiado en primer plano por una tradición atenta tan sólo a estos cambios y que degenera pronto en una mera colección de biografías de emperadores. Las nítidas divisiones que marcan los cambios de gobierno según la concepción usual, desorientada por aquella superficialidad de las fuentes en que se basa, caen mucho más de lleno dentro de los manejos cortesanos que dentro de la historia del imperio.

Lo verdaderamente grandioso de estos siglos consiste en que la obra ya cimentada, la implantación de la civilización grecolatina, bajo la forma del desenvolvimiento del régimen municipal de las ciudades y la incorporación gradual a esta órbita de los elementos bárbaros, o, por lo menos, extraños, obra que requería por su propia naturaleza, para desarrollarse por sí misma, siglos de incesante actividad y de sosiego, encontró en efecto el largo plazo y la paz que necesitaba, tanto por mar como por tierra. La ancianidad no es ya capaz de alumbrar ideas nuevas ni de desplegar una actividad creadora, y esto fue también lo que le ocurrió al imperio romano; pero, dentro de su órbita —órbita que los encuadrados en ella consideraban y no sin razón como el mundo—, este imperio aseguró la paz y la prosperidad de las muchas naciones agrupadas en él, más largo tiempo y de un modo más completo que ninguna otra potencia dirigente anterior. En las ciudades agrícolas del África, en los centros viticultores del Mosela, en los florecientes pueblos de las montañas de Licia, en los bordes mismos del desierto de Siria, podemos buscar y encontramos la huella de la época imperial. Existen todavía hoy ciertas comarcas, tanto en Oriente como en Occidente, en las que la época imperial marcó el apogeo, muy modesto pero jamás alcanzado ni antes ni después, de un buen régimen de gobierno y administración. Y si algún día bajase del cielo un ángel del Señor y estableciese un balance de gobierno para saber cuándo, si entonces u hoy, fueron gobernadas con mayor inteligencia y mayor humanidad aquellas regiones dominadas por Septimio Severo, y si desde aquellos tiempos han progresado o han retrocedido en general, en estos países, la moral, las costumbres y la felicidad de los pueblos, es harto dudoso que el fallo recayese a favor de la época actual. Pero, aunque lleguemos a la conclusión de que ésta es la verdad, será en vano que interroguemos a los libros que se han conservado, o a la mayoría de ellos, para encontrar una explicación. No nos darán respuesta alguna, como no nos la da tampoco la tradición de los primeros tiempos de la república cuando tratamos de explicarnos aquel fenómeno impresionante de la Roma que, siguiendo las huellas de Alejandro, dominó y civilizó al mundo.

Pretender llenar cualquiera de estas dos lagunas sería empresa imposible. Nos pareció, sin embargo, que merecía la pena que intentásemos prescindir tanto de los relatos sobre los emperadores, con sus colores unas veces chillones, otras veces pálidos y con harta frecuencia falsos, como de las ordenaciones aparentemente cronológicas de fragmentos incoherentes, esforzándonos en cambio en reunir y ordenar lo que la tradición y los monumentos nos brindan para estudiar el gobierno de las provincias del imperio romano; que valía la pena esforzarnos en hilvanar por medio de la fantasía —que no sólo es la madre de la poesía, sino también de la historia—, formando no un todo, pero sí algo que haga sus veces, aquellos datos y noticias conservados al azar, las huellas del devenir impresas en lo ya existente y plasmado, las instituciones generales proyectadas sobre los diversos países y regiones, con las condiciones impuestas en cada uno de ellos por la naturaleza de la tierra y el carácter de sus habitantes.

No hemos querido ir en este estudio más allá de la época de Diocleciano, por entender que el nuevo régimen creado bajo este emperador puede representar, por lo menos en una visión compendiada, la piedra de remate de nuestra exposición; un enjuiciamiento completo de este nuevo régimen requiere un estudio especial y supone otro marco mundial que el del presente relato, un estudio histórico aparte, realizado con una aguda comprensión del detalle y con aquel sentido grandioso y aquella amplia visión que caracterizaban a un Gibbon. Italia y sus islas han sido excluidas de nuestro estudio, ya que su examen no puede desglosarse de la investigación del gobierno general del imperio. La llamada historia externa de la época imperial se incorpora a esta obra como parte integrante de la administración de las provincias del imperio; en esta época no se libran contra el extranjero lo que llamaríamos guerras imperiales, aunque las luchas provocadas con la mira de redondear o defender las fronteras revisten algunas veces proporciones que las hacen aparecer como guerras entre dos potencias de rango igual, y aunque el hundimiento de la dominación romana a mediados del siglo III, que durante algunos decenios pareció que iba a convertirse en su definitiva desaparición, fue el resultado de varias guerras defensivas de fronteras, libradas en varios sitios simultáneamente y con adversa suerte.

Nuestro relato se inicia con el gran desplazamiento y el reajuste de la frontera septentrional del imperio, tal como se llevaron a cabo bajo Augusto, en parte con éxito y en parte con resultado negativo. Y en general, los acontecimientos aparecen agrupados también en torno a los tres principales escenarios en que se desarrolla la defensa de las fronteras del imperio: el Rin, el Danubio y el Éufrates. Por lo demás, la exposición se ordena con arreglo a los países y regiones. El lector no encontrará en este estudio detalles cautivadores, notas de emoción ni cabezas de carácter; no es el historiador, sino el artista, quien tiene el privilegio de poder mirar al rostro de Arminio. El autor ha tenido que renunciar a muchas cosas para escribir este libro; al recorrer sus páginas, esperamos que el lector ponga también de su parte algo de espíritu de renunciación.

I. La situación en las provincias y las condiciones culturales de la época de Julio César

Eran catorce las provincias del imperio con que César se encontró al llegar al poder; siete europeas: la España citerior y la España ulterior, la Galia transalpina, la Galia itálica con Iliria, Macedonia y Grecia, Sicilia, Córcega y Cerdeña; cinco asiáticas: Asia, Bitinia y el Ponto, Cilicia y Chipre, Siria y Creta; dos africanas: la Cirenaica y África. César añadió a esta lista dos nuevas demarcaciones provinciales, al crear los nuevos vicariatos de la Galia lugdunense y de Bélgica y al convertir el Ilírico en provincia independiente.

La situación en las provincias

En cuanto al gobierno de estas provincias, los excesos del régimen oligárquico habían llegado a un punto jamás alcanzado, al menos en el Occidente, por ningún otro tipo de gobierno, a pesar de los resultados nada despreciables conseguidos en este terreno, y que, en la medida de nuestra capacidad de comprensión, no era ya susceptible de ser superado. Es cierto que la responsabilidad de este estado de cosas no puede ser achacada exclusivamente a los romanos. Antes de llegar ellos, ya la dominación de los griegos, los fenicios y los asiáticos se había encargado de ir extirpando en casi todos los pueblos por ellos gobernados el sentido elevado de la vida y el sentimiento de justicia y de libertad de tiempos mejores. Era algo muy duro, indudablemente, que cualquier provincial acusado tuviera que comparecer personalmente en Roma, si se le exigía, a responder de la acusación; que los gobernadores romanos tuvieran facultades para inmiscuirse a su antojo en la justicia y en la administración de las provincias por ellos gobernadas, imponer penas corporales y anular los acuerdos de cualquier órgano municipal; que, en caso de guerra, pudieran manejar las milicias a su capricho y no pocas veces de un modo ignominioso, como lo hizo por ejemplo Cotta en el sitio de Heraclea, en el Ponto, asignando a la milicia todos los puntos peligrosos para ahorrar las vidas de sus itálicos y ordenando, en vista de que las operaciones no marchaban a su gusto, que sus capitanes fuesen decapitados. Era algo muy duro, indudablemente, que ninguna norma de la moral ni del derecho penal rigiese para con los gobernadores romanos ni para con su séquito y que las violencias, los ultrajes y los asesinatos cubiertos o sin cubrir con las formas de la ley fuesen en las provincias un espectáculo cotidiano. Todo esto, sin embargo, no era ninguna novedad: la gente se hallaba acostumbrada en todas partes a recibir trato de esclavos, siéndoles indiferente en fin de cuentas que el tirano local fuese un gobernador cartaginés, un sátrapa sirio o un procónsul romano.

El bienestar material, que era casi lo único que contaba y tenía aún algún sentido en las provincias del imperio, sufría mucho menos quebranto por aquellos abusos con que muchos tiranos oprimían a muchas personas, pero siempre a personas individuales, que por la explotación financiera, la cual pesaba conjuntamente sobre toda la población y jamás se había manifestado con tal energía. Los romanos acreditaban ahora, en estos territorios, con caracteres espantosos, su vieja maestría en cuestiones de dinero. Ya en otra parte hemos intentado exponer el sistema romano de los impuestos provinciales tanto en las bases modestas y claras sobre que descansaba como en su exaltación y corrupción. Fácil es comprender que ésta fue acentuándose progresivamente. Los impuestos ordinarios tornáronse mucho más opresivos por la desigualdad de su reparto y por el disparatado sistema de su percepción que por su cuantía. En cuanto a la carga de los alojamientos de tropas, fueron los mismos estadistas romanos quienes llegaron a decir que una ciudad venía a sufrir sobre poco más o menos lo mismo cuando el enemigo la asaltaba que cuando un ejército romano establecía en ella sus cuarteles de invierno. Según su carácter primitivo, los impuestos eran considerados como una indemnización de las cargas de la guerra asumidas por Roma, lo que daba al municipio que los abonaba el derecho de eximirse del servicio normal de las armas; en cambio, ahora —como consta, por ejemplo, en lo que se refiere a Cerdeña— el servicio de guarnicionamiento pesaba en su mayor parte sobre las poblaciones provinciales y se sabe que incluso en los ejércitos normales se les imponía, entre otras obligaciones, la gravosísima del servicio de caballería. Las contribuciones extraordinarias, como por ejemplo la de suministrar trigo a bajo precio o sin remuneración alguna, en beneficio del proletariado de la metrópoli, los frecuentes y costosos armamentos de flotas y servicios de defensa de las costas para luchar contra la piratería, las entregas de obras de arte, bestias salvajes u otros objetos para atender a las necesidades del desenfrenado lujo teatral y circense de los romanos, las requisiciones militares en caso de guerra, etc., eran tan usuales como opresivas e incalculables.

Un solo ejemplo demostrará hasta qué extremos llegaban las cosas. Durante los tres años en que Cayo Verres gobernó Sicilia, el número de agricultores, en Leontinoi, descendió de 84 a 32, en Motuka de 187 a 86, en Herbita de 252 a 120, en Agirión de 250 a 80, lo que quiere decir que en cuatro de los más fértiles distritos agrícolas de Sicilia, de cada cien terratenientes cincuenta preferían dejar sus tierras sin explotar a cultivarlas bajo un régimen semejante. Y no se trataba, ni mucho menos, como ya lo reducido de su número indica y como además se hace constar expresamente, de pequeños campesinos, sino de poseedores de grandes plantaciones, que eran en su mayor parte ciudadanos romanos.

En los estados clientes, diferían algo las formas de la tributación, pero las cargas eran, si cabe, más pesadas aún, pues aquí a las exacciones de los romanos se unían las de los gobernantes indígenas. En Capadocia y Egipto, se hallaban en bancarrota desde el campesino hasta el rey, sin poder satisfacer aquél las pretensiones del recaudador de impuestos ni éste las del acreedor romano. A esto había que añadir las extorsiones en sentido estricto, no sólo las del propio gobernador, sino también las de sus “amigos”, cada uno de los cuales se creía con derecho a exprimir a la población en nombre de aquél y a volver a Roma convertido en un potentado. La oligarquía romana presentaba en este respecto una completa semejanza con una banda de salteadores y tenía organizado el saqueo de las poblaciones provinciales de un modo profesional y sistemático: los miembros más virtuosos de ella procuraban quedarse con todo lo que podían sin preocuparse para nada de las formas; sabían que tendrían que repartir el botín con jurados y gentes de leyes y que cuanto más robasen con mayor impunidad lo hacían. Se hallaba ya bastante desarrollado también el honor bandidesco: los grandes bandoleros miraban por encima del hombro a los pequeños ladrones y éstos a los simples rateros; y si alguien por raro milagro era condenado, se jactaba de las grandes sumas cuyo saqueo le había sido probado. Así administraban sus cargos los sucesores de aquellos hombres que volvían a sus casas después de haber gobernado sin otro bagaje que la gratitud de los súbditos y el aplauso de los conciudadanos.

Pero aún era más implacable, si cabe, y más tiránico el modo en que campaban por sus respetos entre los desdichados provinciales los comerciantes y hombres de negocios itálicos. En sus manos se concentraban las propiedades territoriales más rentables y toda la vida comercial y monetaria de las provincias. Las fincas de las comarcas ultramarinas pertenecientes a la nobleza itálica ausentista conocían toda la miseria que lleva aparejado el régimen de los administradores y no veían jamás a sus dueños, exceptuando, si acaso, los cotos de caza que ya por aquel entonces existían en la Galia transalpina, algunos de los cuales medían una superficie de más de siete kilómetros cuadrados.

La usura florecía como jamás había florecido hasta entonces. La mayor parte de los pequeños propietarios de tierras de Iliria, Asia y Egipto trabajaban ya en tiempo de Varrón, de hecho, como siervos por deudas de sus acreedores romanos o no romanos, ni más ni menos que en otro tiempo los plebeyos bajo el yugo de sus acreedores patricios. Se daba el caso de prestar incluso a municipios urbanos al 4% de interés mensual. Era corriente que un hombre de negocios influyente y enérgico, para el más eficaz manejo de sus negocios, obtuviese del Senado el título de embajador[1] o se hiciese conferir por el gobernador el título de oficial, a veces con una unidad de tropa bajo su mando. Se nos relata de manera fidedigna un caso en que uno de estos honorables y belicosos banqueros, a quien la ciudad de Salamis en Chipre adeudaba una cantidad, puso sitio al consejo municipal de la ciudad en el edificio en que se reunía, hasta que consiguió que muriesen de hambre cinco de sus miembros.

A estas dos clases de opresión, cada una de las cuales habría bastado para hacer insoportable la vida de la población y cuya coexistencia se regulaba cada vez mejor, venían a sumarse las tribulaciones de carácter general, de las que era también culpable en gran parte, por lo menos indirectamente, el gobierno romano. En el curso de las múltiples guerras habían sido arrebatados al extranjero grandes capitales, unas veces por los bárbaros y otras veces por las tropas romanas, y se habían destruido otros aún mayores. Pululaban por todas partes, al amparo de la carencia casi absoluta de policía terrestre y marítima romana, los piratas de mar y tierra. En Cerdeña y en el interior del Asia Menor el azote de las bandas de salteadores era un mal endémico; en África y en la España ulterior, la abundancia de bandidos obligaba a fortificar con murallas y torres todos los edificios situados fuera de los muros de las ciudades. Las panaceas del sistema prohibitivo en que solían ser pródigos los gobernadores cuando —como por fuerza tenía que ocurrir en tales condiciones— se producía una crisis de dinero o subía el precio del pan, no contribuían precisamente a remediar los males. El caos local y los fraudes de los funcionarios municipales cooperaban con la penuria general a socavar las condiciones de vida de los municipios.

Todos estos apuros, al abatirse sobre municipios e individuos, y no de un modo pasajero, sino durante generaciones enteras, como un azote inexorable, constante, cada año más atroz, tenían que hacer sucumbir inevitablemente las economías privadas y públicas mejor organizadas y hacer cundir la más indecible de las miserias por todas las naciones, desde el Éufrates hasta el Tajo. “Todos los municipios —dice un escrito publicado ya en el año 70— están arruinados”; y otro tanto se nos informa con respecto a España y a la Galia narbonense, que eran las provincias relativamente más prósperas. En el Asia Menor, ciudades como Samos y Halicarnaso se hallaban casi deshabitadas; la condición jurídica de los esclavos, en estos países, parecía casi un puerto de paz, comparada con los tormentos a que se veía sometida la población libre de las provincias, y hasta los pacientes asiáticos, según la pintura que de ellos nos trazan los mismos estadistas romanos, maldecían la vida y se sentían cansados de ella. Quien guste de sondear cuán bajo puede caer el hombre, tanto en sus crímenes desaforados como en la no menos desaforada resignación para sufrir todos los crímenes imaginables de otros, puede comprobar, leyendo las actas penales de esta época, lo que la grandeza romana fue capaz de hacer y los griegos, los sirios y los fenicios fueron capaces de soportar. Los mismos estadistas romanos veíanse obligados a reconocer públicamente y sin ambages que el nombre de Roma era indeciblemente odiado en toda Grecia y en toda el Asia; en una ocasión, los vecinos de una ciudad del Ponto, Heraclea, asesinaron en bloque a todos los romanos recaudadores de contribuciones; ¿no es justo decir, ante todo el panorama aquí expuesto, que lo único lamentable es que hechos como éste no sucediesen con mayor frecuencia?

La reforma provincial de César

Los optimates hacían objeto de sus burlas al nuevo señor que recorría celosamente en visita de inspección todas sus “alquerías”, una tras otra; en realidad, la situación en que se encontraban todas las provincias exigía todo el rigor y toda la sabiduría de uno de esos raros hombres a quienes el nombre de rey debe el ser considerado como algo más que como un ejemplo luminoso de la incapacidad humana. De curar las heridas ya abiertas tenía que encargarse el tiempo; César veló por que esta acción benéfica del tiempo se realizase y por que no se infiriesen a las provincias otras heridas nuevas. El sistema administrativo fue radicalmente transformado. Los procónsules y propretores de la época de Sila eran esencialmente soberanos dentro del radio de su jurisdicción y no se hallaban, de hecho, fiscalizados por nadie. Los de la época de César eran los servidores bien disciplinados de un severo monarca a quien la unidad y el carácter vitalicio de su poder colocaban ya en una relación más natural y más tolerable con respecto a sus súbditos que la de aquellos numerosos y pequeños tiranos que se sucedían en el mando año tras año. Es cierto que los gobiernos de las provincias seguían distribuyéndose entre los dos cónsules y los dieciséis pretores, cuyos poderes sólo tenían un año de duración, pero con la diferencia esencial de que ahora era el César imperator quien nombraba directamente a ocho de los pretores y quien distribuía con carácter exclusivo las provincias entre los demás, siendo éstas asignadas de hecho por el propio emperador. El nuevo régimen restringió también, prácticamente, las facultades de los gobernadores. Éstos siguieron teniendo la dirección de la justicia y la autoridad administrativa en sus provincias respectivas, pero sus poderes viéronse neutralizados por el nuevo alto mando instaurado en Roma y por los ayudantes que este alto mando colocaba al lado de los gobernadores, lo que hacía que éstos se viesen rodeados en lo sucesivo de un personal auxiliar incondicionalmente sometido al imperator por las leyes de la jerarquía militar o por los vínculos aún más rigurosos de la disciplina personal. Hasta ahora, el procónsul y su cuestor actuaban como los miembros de una banda de salteadores comisionados para recoger el botín de los territorios entregados a su mando; los funcionarios del César tenían, en cambio, como misión el amparar al débil contra el fuerte, y la anterior fiscalización, peor que nula, de los tribunales de los équites y los senadores fue sustituida para ellos por la responsabilidad ante un monarca justiciero e inflexible. La ley sobre las extorsiones, cuyas normas habían sido reforzadas en su rigor por César ya en la época de su primer consulado, convirtiose en sus manos en un instrumento implacable y era aplicada contra los altos funcionarios con un rigor que trascendía no pocas veces la letra de la propia ley. Los funcionarios fiscales sobre todo, cuando se atrevían a infringir las normas del derecho, eran sancionados por su señor con la severidad con que la cruel justicia doméstica de aquellos tiempos castigaba las faltas de los criados y los libertos. Las cargas públicas extraordinarias fueron reducidas a proporciones justas y a los casos de verdadera necesidad y las ordinarias se redujeron considerablemente.

Pero el liberar a las poblaciones provinciales de la prepotencia agobiadora del capital romano era tarea harto más ardua que el poner coto a los abusos de los funcionarios. No era posible echar directamente por tierra este poder sin recurrir a medios más peligrosos aún que el mal que se trataba de atajar. Por el momento, el gobierno sólo podía salir al paso de ciertos y determinados abusos, como hizo César, por ejemplo, al prohibir que el título de embajador del Estado se utilizase para fines usurarios y al atajar las extorsiones manifiestas y los casos evidentes de usura mediante una aplicación rigurosa de las leyes penales y de las leyes contra la usura, extensivas también a las provincias. Por lo demás, había que dar tiempo al tiempo y esperar a que el estado de prosperidad de las poblaciones provinciales, al empezar a florecer otra vez bajo la nueva administración, depurada de los abusos anteriores, pusiese un remedio más concienzudo a estos males.

En los últimos tiempos, habíanse dictado en repetidas ocasiones medidas transitorias para aliviar el agobio de deudas bajo el que suspiraban algunas provincias. El mismo César, siendo gobernador de la España ulterior, en el año 60, había asignado a los acreedores dos terceras partes de los ingresos de sus deudores como saldo de sus deudas. Y en términos parecidos a éstos, Lucio Lúculo, como gobernador del Asia Menor, canceló directamente una parte de los intereses atrasados que habían ido acumulándose en proporciones desmedidas, y ordenó que las reclamaciones de los acreedores se redujesen a la cuarta parte del rendimiento de las tierras de sus deudores y a una parte alícuota prudencial de los ingresos percibidos por éstos a cuenta de sus alquileres o del trabajo de sus esclavos. No existen datos de que César, después de la guerra civil, ordenase llevar a cabo en las provincias liquidaciones generales de deudas por el estilo de éstas; sin embargo, teniendo en cuenta lo que acabamos de exponer y lo que sucedió en la misma Italia, no puede caber duda de que se adoptaron también medidas en aquel sentido o de que, por lo menos, se trazaron planes para llevarlas a cabo.

El imperator se esforzó, como vemos, en liberar a las poblaciones provinciales, en cuanto era humanamente posible hacerlo, de la férula de los funcionarios y los capitalistas de Roma. Asimismo podía esperar con seguridad que su gobierno, a medida que fuese vigorizándose, ahuyentaría a los pueblos salvajes situados en las fronteras del imperio y dispersaría a los piratas de mar y tierra como el sol, al calentar, disipa la niebla mañanera. Y por mucho que aún doliesen las viejas heridas, con César alumbraba ya ante los atormentados súbditos del imperio la aurora de una época más tolerable, volvía a instaurarse en el poder el primer gobierno inteligente y humano que conocieran desde hacía varios siglos y se iniciaba una política de paz, basada no en la cobardía, sino en la fuerza. Se comprende que estos súbditos del imperio, en unión de los mejores romanos, se sintiesen más apenados que nadie ante el cadáver del gran libertador.

El Estado ideal latino-helénico

Lo fundamental de la reforma provincial de César no consistió, sin embargo, en poner fin a los abusos existentes. En la república romana los cargos públicos no eran, lo mismo para la aristocracia que para la democracia, otra cosa que lo que solía llamárseles: bienes patrimoniales del pueblo romano, y como tales eran administrados y explotados. Esto había terminado. Las provincias tenían que ir desapareciendo poco a poco como tales para ofrecer a la rejuvenecida nación helénico-itálica una patria nueva y más vasta, ninguno de cuyos diversos territorios debía existir en función de otro, sino todos para uno y uno para todos. Los sufrimientos y los males de la nación, para los que no había remedio en la vieja Italia, se verían curados por sí solos con la nueva existencia en la patria rejuvenecida, con la vida más lozana, más amplia y más grandiosa del pueblo. Estas ideas no eran, como es sabido, nada nuevo. Esta expansión de Italia venía siendo preparada desde hacía ya mucho tiempo, aunque ignorada ciertamente de los emigrantes mismos, por la constante corriente emigratoria abierta ya de siglos atrás de Italia a las provincias. Cayo Graco, el creador de la monarquía democrática romana, autor de las conquistas transalpinas y fundador de las colonias de Cartago y Narbona, fue el primero que de un modo consciente y sistemático dirigió a los itálicos más allá de las fronteras de Italia; más tarde, el segundo estadista genial que alumbró la democracia romana, Quinto Sertorio, comenzó a encauzar a los bárbaros occidentales hacia la civilización latina; fue él quien vistió a la juventud noble de España con el traje romano y quien la incitó a hablar latín y a asimilarse a la cultura itálica superior en el centro cultural fundado por él en Osca. Al subir César al poder, existía ya en todas las provincias y estados clientes una gran masa de población itálica, aunque carente en verdad de permanencia y concentración; sin hablar de las ciudades netamente itálicas fundadas en España y en la Galia del sur, recordaremos solamente las numerosas levas de soldados hechas por Sertorio y Pompeyo en España, por César en Galia, por Juba en Numidia y por el partido constitucional en África, Macedonia, Grecia, Creta y el Asia Menor; de la lira latina, ciertamente mal entonada, en que los poetas de la ciudad de Córdoba cantaban ya en la guerra de Sertorio la loa y el encomio de los generales romanos, y de las traducciones de poesías griegas, ensalzadas precisamente por su elegancia de lenguaje, que poco después de la muerte de César dio a luz el más antiguo de los famosos poetas extra itálicos, el transalpino Publio Terencio Varrón, de Aude.

De otra parte, la penetración de las influencias extranjeras en el carácter latino y helénico podemos decir que era casi tan antigua como la misma Roma. Ya al producirse la unificación de Italia nos encontramos con que la nación latina vencedora se había asimilado todas las demás nacionalidades vencidas, siendo la griega la única que se incorporó tal como era, sin fundirse exteriormente con ella. A donde quiera que fuere el legionario romano le seguía, pisando sus talones, el maestro de escuela griego, que era, a su modo, tan conquistador como aquél. Ya en tiempos muy antiguos encontramos a notables maestros de lengua griega instalados en las orillas del Guadalquivir, y en el centro cultural de Osca las enseñanzas se administraban lo mismo en griego que en latín. La misma cultura superior romana no era, en realidad, otra cosa que la predicación del gran evangelio del arte y la cultura helénicos en lengua itálica; el helénico no podía, al menos, protestar en voz alta contra la modesta pretensión de los conquistadores portadores de cultura, de empezar predicando este evangelio a los bárbaros de Occidente en su propio idioma. Hacía ya mucho tiempo que los griegos veían en Roma el pavés y la espada del helenismo por doquier y sobre todo allá donde más puro y más fuerte era el sentimiento nacional, en las fronteras amenazadas por la desnacionalización bárbara, como ocurría por ejemplo en Masalia, en las riberas septentrionales del mar Negro y junto al Éufrates y el Tigris; y en realidad, las fundaciones de ciudades por Pompeyo en el Lejano Oriente venían a reanudar después de una interrupción de varios siglos la benéfica obra de Alejandro.