El mundo se vuelve sencillo - Laura Gost - E-Book

El mundo se vuelve sencillo E-Book

Laura Gost

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Beschreibung

El mundo se vuelve sencillo es la crónica de una erupción emocional. A través de la mirada limpia de su protagonista, asistimos a la retransmisión en primera persona de un proceso de combustión interior que parte de la fase inicial de emotividad de una chica de catorce años y que llega hasta su primera madurez. La evolución personal, la exploración de los deseos y la gestión de las contradicciones confluyen en un testimonio coherente que es también, y sobre todo, un manifiesto a favor de la libertad de elección como única manera de vivir. Todo ello con una prosa audaz e impregnada de ironía que tanto nos gusta en Barrett.

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Laura Gost

Laura Gost (sa Pobla, 1993) es una de las jóvenes escritoras mallorquinas más reconocidas y, gracias a su talento, está labrándose una carrera literaria excepcional. Graduada en Comunicación, colabora habitualmente en distintos medios de comunicación como el Diari Ara. Tras publicar algunos relatos breves y ganar el premio Art Jove de Literatura en 2016, en el año 2018 recogió el Goya al Mejor Cortometraje de Animación por Woody & Woody, en calidad de creadora y guionista. Ese mismo año recibió los premios Jaume II y Bartomeu Rosselló-Pòrcel por su trayectoria como creadora joven. En el ámbito del teatro, ganó el V Torneo de Dramaturgia de las Islas Baleares con Seguí (2019) y el IX Torneo de Dramaturgia Catalana de Temporada Alta con Matar el pare (2020). Con La deliberació dels escorpins (Lleonard Muntaner Ed., 2021) recibió el premio Pare Colom de teatro en 2021.

La cosina gran (Lleonard Muntaner Ed., 2019), su primera novela, que tuvo una gran acogida y fue uno de los más vendidos en la Fira del Llibre de Palma en 2019, ha sido traducida al castellano, al italiano y al griego. El món es torna senzill (Empúries, 2022), su segunda novela, lleva ya varias ediciones en catalán y ahora lo vas a disfrutar en castellano traducido por la propia autora.

Tommi Parrish

Tommi Parrish (Melbourne, Australia, 1989). Ilustra y edita libros de arte en Montreal, Canadá y la faz artística de la revista literaria australiana The Lifted Brow. Su trabajo gráfico se encuentra disperso en antologías, publicaciones de cómics y muestras en galerías de Nueva York, Argentina y Australia. Su novela gráfica La mentira y cómo la contamos (Astiberri, 2018) le valió a Parrish cuatro nominaciones a los prestigiosos Premios Ignatz: a mejor artista, mejor novela gráfica, mejor historia y mejor nuevo talento. Parrish dibuja historietas cargadas de emoción sobre las relaciones cotidianas, dudas y ansiedades.

Parrish nos cede para la cubierta de El mundo se vuelve sencillo un minucioso trabajo de bordado en el que lleva inmersa desde hace diez años y que, sin duda, aporta un valor añadido a esta obra de Laura Gost.

Título original: El món es torna senzill

Primera edición: octubre de 2022

 

 

 

Corrección y maquetación: Editorial Barrett

© del texto: Laura Gost

© de la traducción: Laura Gost

© imagen de cubierta: Tommi Parrish | @tommi_pg

© de la edición: Editorial Barrett | editorialbarrett.org

Comunicación y prensa: Belén García | [email protected]

Primera impresión: 1100 ejemplares

ISBN: 978-84-18690-31-0

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

 

A mis padres,porque nada se entendería sin el prólogo.

 

 

 

The food here is terrible, and the portions are too small.

WOODY ALLEN

El vómito

Siempre he creído que mastico bien los alimentos, pero esos cinco trocitos de bistec me contradicen. Veo un no sé qué de artístico en el contraste cromático de la carne marrón-casi-granate y el blanco impoluto de la porcelana. Termínatelo todo, oigo que me dice la abuela, enjuta, seca, inflexible, y tengo que concentrarme para poder recordar los años que hace que no hablo con ella, que ella no puede decir nada, porque el turno de palabra queda reducido a cenizas cuando nos morimos.

Echo de menos a la abuela. El último recuerdo que conservo de ella se parece a la imagen que ahora tengo delante, pero en negativo: un trozo blanquecino de carne, casi translúcido a pesar del esfuerzo del maquillador de la funeraria, que destaca por encima de un terciopelo ocre. La abuela, mujer baja que no alcanza el metro y medio, reclama los centímetros que le faltan con cardados altísimos y rizados de un rubio que las canas naturales empalidecen. El nicho y la caja acolchada tienen en cuenta este añadido capilar, y el día del entierro me pregunto si el cardado de la abuela, así como el pelo y las uñas, seguirán creciendo bajo tierra a pesar de la laca, bendecida sea entre todas las mujeres.

Qué me diría la abuela si me viera arrodillada frente al váter, con los dedos sucios y la garganta reseca. Se enfadaría, eso seguro. Me reñiría, también, como cuando, todavía pequeños, mi hermano y yo jugamos a lanzarnos garbanzos cocidos como quien tira una granada al enemigo. Basta, niños, exclama entonces la abuela, con un enojo demasiado grande para un cuerpo tan pequeño. Y nosotros siempre paramos porque sabemos que a la abuela no le duele que nos peleemos, sino que hayamos echado a perder comida. Los hermanos se pelean, ya lo hacía ella con sus hermanas cuando era pequeña. La comida, sin embargo, no se desperdicia nunca. Y a ver quién se atreve a llevar la contraria a una mujer que ha nacido en tiempos de hambre, que ha raspado el moho del pan seco para poder comérselo cuando ya era incomible, que ha hecho tortilla de patatas sin huevo y sin patatas, que ha preparado caldo con huesos limpísimos, casi brillantes, que a duras penas delatan la huella antológica de un pollo de campo. La comida no se malgasta, queridos, tenéis que hacerle caso a la abuela, nos dice. Y nosotros soltamos los garbanzos y nos los comemos con semblante aburrido, porque si no son para jugar, los garbanzos no nos hacen ninguna gracia.

De un tiempo a esta parte no pienso demasiado en la abuela, pero hoy pienso mucho en ella. Casi puedo reproducir mentalmente el interrogatorio que tendría lugar si ella fuera testigo de la escena. Por qué te lo has comido, si no lo querías, me diría con la severidad de una bombilla de alto consumo dirigida a los ojos; si te inquieta engordar, déjalo en el plato, al menos así alguien lo aprovechará. Y yo le replicaría que ay, abuela, que nunca me ha preocupado engordar, que no tiene nada que ver. Y ella no me entendería, claro, porque a ver quién lo entiende, a ver quién me entiende. Muchas veces yo tampoco me entiendo. Sin embargo, ahora y aquí, reconozco que íntimamente celebro no tener que presenciar la estupefacción de la abuela, su incomprensión, sus recriminaciones, en paz descansen. En cierta forma, ser mayor debe ser esto: prescindir de la reprimenda de los demás, alcanzar la autarquía en materia de amonestaciones.

Aprieto el botón redondo y metálico que vaciará la cisterna y dejo una huella oleosa. Nunca me acuerdo de usar el dedo meñique, que es el único dedo que normalmente queda libre de residuos, siempre y cuando no haya habido demasiadas salpicaduras. El dedo pequeño, tan útil para quitarse los mocos y para limpiarse las legañas, tan popular entre los cocainómanos y los virtuosos del sitar, se vuelve bastante inútil cuando se trata de llegar hasta la úvula, que es como el clítoris de la garganta, el activador del líquido que corre, que se desliza entre los labios y que finalmente sale fuera. El agua solo borra parcialmente el rastro del crimen; necesito coger un amasijo de papel de váter para limpiar las manchas de los bordes, alguna gota que ha alcanzado la taza y que incluso ha colisionado contra las baldosas del suelo. Para terminar, un chorrito de lejía, cuatro gotas de ambientador de pino y una vez más la cisterna, porque los detalles son importantes y hay que valorar las pequeñas cosas, etcétera.

Después me lavo los dientes poco a poco y me raspo la lengua con énfasis, porque en la lengua es donde más puede notarse el mal olor. Tengo catorce años y mi lengua es prácticamente virgen de besos. En verdad, sí que me he dado cinco o seis besos, más o menos, y todos ellos tuvieron lugar antes de los doce años. De esos cinco o seis, dos o tres son con el larguirucho de Toni Miquel García, que repite el último año de primaria porque siempre se le olvida que los nombres de persona y de ciudad se escriben con mayúsculas y porque se empecina en poner una hache intercalada en ocho de cada diez palabras que escribe. Los otros tres besos me los doy con otra compañera de clase que tiene la piel morena y que es muy amable, pero la lengua tiene una participación discreta, tímida, en ambos casos. La lengua de la compañera la recuerdo rosada y pulcra y lisa, con gusto de chupachup de la marca Kojak; la del chico, en cambio, es blanquecina y rasposa, exageradamente estrecha, lengua de serpiente, por eso hago que el trance pase pronto permitiéndole que me toque el pecho derecho como quien no quiere la cosa; entonces la lengua pierde protagonismo.

A la chica la seguiría besando un rato más, pero cuando suena el timbre que pone final al recreo, los labios se separan, los ojos se miran sin entender apenas nada, las mejillas se vuelven tan rojas como en los segundos inmediatamente posteriores a realizar el test de Cooper durante la primera clase de gimnasia de cada mes. Entonces, mi compañera y yo nos dirigimos hacia la clase de inglés a paso rápido, manteniendo las distancias, y si nos preguntan improvisaremos una risotada y diremos que oh, nonsense, besos, qué besos, qué dices, si aquí no ha pasado nada, nada de nada, nothing, never, please leave me alone. Ni siquiera me viene a la cabeza el nombre de la chica de los besos, ni tampoco si tenía facilidad para el inglés; solo recuerdo la lengua rosada y pulcra y lisa con gusto de chupachup de la marca Kojak, y esta desmemoria selectiva me hace sentir algo culpable.

Todavía dentro del baño y justo enfrente del espejo, tomo un sorbo de colutorio y lo escupo de manera tan delicada que desconcertaría a cualquier telespectador invisible que me hubiera visto hace apenas unos minutos abrazada al váter. Después me peino, me lavo las manos, me perfumo para liberar las fosas nasales de toda reminiscencia olfativa que evoque la escena anterior. No soy muy hábil en olerme a mí misma, por eso me agobia tanto la posibilidad de desprender efluvios agrios sin ser consciente de ello.

Esta colonia es buena, lo parece, o como mínimo parece que funciona. El aroma es dulce y suave, delicado; como de vainilla con notas de infancia, porque si la niñez fuera un helado tengo claro que sería una bola de vainilla. Añado una dosis de colonia en las muñecas y acerco la nariz a la piel pulverizada. Me digo que me gusta el perfume en abstracto, pero me gusta todavía más cuando se convierte en cómplice del encubrimiento del hedor y la vergüenza.

Salgo del baño y me siento limpia, purificada. Todo aquello perdido, todo aquello expulsado en el fondo de la taza del váter, me devuelve la certeza de que casi todo está por hacer, de que nada es tan grave ni irreversible, de que todavía tengo el control sobre alguna cosa, sobre las partes fundamentales de mí misma. Si alguien me preguntase qué significa para mí tener el control, no sabría qué contestar. Si me preguntaran qué se siente al perderlo, sin embargo, diría que es como ser la reina de las blancas y observar la trayectoria de la reina negra cuanto está a punto de hacer jaque mate. Perder el control es, por tanto, como flirtear con el abismo; obsesionarse con el control, en cambio, sería como hacerse jaque mate a uno mismo. Hace tanto tiempo que flirteo con el abismo que la nuestra es una relación estable, a las puertas del formalismo. El abismo y yo somos como una pareja de hecho, de hecho, y también de hecho me doy cuenta de que formamos un vínculo tan tóxico como el de todas las parejas que se hacen daño sin saberlo, sin quererlo o sin arrepentirse.

Nunca he sabido jugar al ajedrez, pero a los ocho años observo a mi abuelo, Dios lo tenga en su gloria, mientras organiza partidas con él mismo, contra él mismo, en una esquizofrenia que me fascina y que me incomoda a partes iguales. Al fin y al cabo, la capacidad de mi abuelo para hacer de él mismo y del otro me remueve, me da envidia, y por eso me paso los años siguientes buscando alternativas a las blancas y a las negras para poder jugar yo también a ser yo misma y el otro, entrar y salir; hacerme jaque mate y ganar y perder; vivir las victorias con rostro radiante y tocar fondo con las derrotas.

Me digo que por fuerza se tiene que perder el miedo al abismo al acostumbrase a vivir a un lado y al otro continuamente, ahora en la luz y ahora en las sombras, como el jugador de ajedrez que se enfrenta a ese otro que es él mismo. Y si mi abuelo lo sabe hacer, si él sabe desdoblarse y abrazar la dicotomía, yo también tengo que ser capaz, yo también quiero aprender a hacerlo, y la posibilidad de no conseguirlo me abruma y me angustia. Al fin y al cabo, tengo pocos años de vida y ya me preocupa que la vida no me baste, que el tiempo que me queda no me permita ser la integrante de mi equipo y del contrario, cabeza de lista del partido y de la oposición; amar y ser amada y engañar y confiar y ser la cínica y la idealista; desear vivir para siempre y sentir que me puedo morir aquí y ahora, y hoy victoria y mañana derrota y a menudo tablas, y las normas siempre claras y conocidas y a la vez tan desconcertantes.

Cuando salgo del baño, avanzo a tientas por el pasillo de un piso que no volveré a pisar nunca más después de hoy, y al llegar a la habitación me arrastro entre las sábanas con olor a naftalina y a infancia. Blai deja de roncar durante los segundos que tardo en tumbarme a su lado, después empieza de nuevo. Me acerco a él hasta ser capaz de apreciar todos los matices de sus respiraciones, los tonos de los ronquidos feroces y la sintonía que componen al mezclarse con las inspiraciones más tenues, casi silenciosas. Se está bien al lado de Blai; su cuerpo emite un calor reconfortante que me hace sentir como en casa. Me fascina la capacidad de Blai para dormir tan profundamente incluso durante la siesta, en el tren o a las pocas horas de haber enterrado a su madre, a nuestra madre.

Cuando Blai abre los ojos, me despierta con la ternura propia de un padre, de un hermano mayor, y al incorporarse comienza a montar las cajas de cartón que nos ayudarán a vaciar este piso demasiado grande, de repente demasiado vacío. Llego a la conclusión de que solamente hay unas pocas cosas que echaré de menos de este piso: los azulejos hidráulicos y azulados que recubren las paredes del baño; el pomo redondo y ligeramente oxidado de la puerta principal; el sonido que hace el timbre de la entrada cuando alguien lo toca muy fuerte; el roce de los calcetines de mi madre sobre el suelo a lo largo de los metros que separan la habitación y la cocina, la cocina y el lavabo, el lavabo y el balcón.

Blai y yo no nacimos en este piso, pero nos hicimos mayores aquí, si es que se nos puede considerar mayores, con los veinte y los catorce años que acumulamos, respectivamente. Blai vive con su novio, Carles, desde hace dos años; yo, como todavía soy menor de edad, decido irme a vivir con mi padre de ahora en adelante. No tiene sentido pagar otro alquiler, digo cuando Blai me pregunta si de verdad quiero dejar esta casa. Tiene sentido si lo necesitas. Sí, pero no lo necesito, respondo como quien piensa lo que dice.

Blai comenta que nuestro padre está de acuerdo, que el cambio le parece bien. Mi padre, en verdad, es bastante irrelevante a la hora de tomar decisiones de carácter trascendental: solamente asiente, acepta, acata; a su manera, también nos quiere. Hace cinco años, mi padre no tenía ninguna presencia significativa en nuestras vidas. Le recuerdo de forma vaga yéndose de casa, haciendo la maleta, dándome un beso en la frente con los labios húmedos de despedida. Después, el ruido de la puerta, plom o clanc o que-clenc, un sonido de puerta contundente, el sonido del adiós.

Esto es lo que recuerdo, pero es un recuerdo de mentira. Me lo revela mi madre al cabo de un tiempo. No viste a tu padre irse por la puerta, cielo. Pero yo lo recuerdo así, con la maleta y el beso. Lo habrás visto en alguna película. En cuál. En cualquier película sobre un hombre que se va de casa. Qué película cuenta algo así. Ay, hija mía, hay unas cuantas. Y entonces qué hacía yo cuando se fue papá. Se fue a vivir al extranjero cuando nos separamos, pero tú eras un bebé. Y por qué se marchó. Porque ya no nos queríamos. A mí tampoco. A ti sí, y a Blai también, y a veces yo os leía postales que él os enviaba y también hablabais por teléfono. No me acuerdo. Eras muy pequeña. Y por qué la gente deja de quererse. No lo sé. Lo tienes que saber. Haz una cosa, pregúntamelo de nuevo dentro de diez años.

Dentro de diez años, sin embargo, mamá está muerta y yo me veo obligada a vivir sin tener ninguna respuesta a la pregunta. Mi padre, instalado desde hace un año en nuestra misma ciudad, no vive demasiado lejos, solamente a seis calles de distancia, así que la sensación de que todo se tambalea se atenúa. Mismo instituto, misma rutina, mismos amigos. Amigos no tengo demasiados, pero los pocos que tengo creo que son de verdad. Martina es mi mejor amiga. Sospecho que padece bulimia, pero no me atrevo a enumerarle los síntomas que detecto por temor a que ella termine prestando atención a los míos. Blai es también mi mejor amigo, pero sobre todo tengo la suerte de que sea mi hermano mayor. Asimismo, Blai tiene a Carles, y además de pareja son los mejores amigos.

El piso de mi padre es lo suficientemente grande para dos personas que apenas se conocen. El edificio es antiguo y esto me lleva a deducir que las paredes son gruesas, del grueso adecuado para garantizar unos mínimos de intimidad; el suelo es de parqué, pero del de verdad, no como el recubrimiento laminado que hay en casa de mi madre y que ella repudia hasta el final de sus días. Para mamá, la imitación es patrimonio de las personas sin imaginación o sin vergüenza o, de forma muy excepcional, de las personas sin dinero. Y como con mi madre formamos parte del último grupo, el laminado se queda ahí donde está, porque mamá también dice que no hay nada más patético que la pretensión de vivir como si se tuviera dinero cuando no se tiene. Me pregunto si mi padre recuerda todas las sentencias y proclamas y proverbios de su exmujer, y si la echa de menos de alguna manera mientras está viva y cuando ya está muerta.

Me doy cuenta de que el hombre que no me parió se muestra interesado por todo lo que hago, por las cosas que me gustan, por las preguntas que siempre me quedo con ganas de formular. La habitación nueva es amplia y luminosa, y me entusiasma descubrir que por primera vez en mi vida tendré una cama doble exclusivamente para mí. Durante la noche no me gusta moverme; me quedo quieta en el lado izquierdo de la cama, dormida bocabajo hasta que abro los ojos al cabo de siete, ocho, nueve horas, como mucho, siempre y cuando no me acechen las pesadillas. Además, el hecho de saber que, si quiero, puedo cambiarme de lado, pasar a la derecha y volver a la izquierda, me colma de algo que debe de parecerse mucho a la sensación de libertad, de posibilismo, de expectativa, de cambio, que asocio indefectiblemente al ajedrez del abuelo. Cambiar de lugar, ser otro, ser ahora el marido y ahora la mujer sin dejar de ser yo la que permanece tumbada en la cama de matrimonio. Parece mentira que una cama de dos plazas pueda significar tanto, y sin embargo lo significa para mí, que busco significaciones por doquier.

A papá le digo que me gusta la habitación, que me gusta mucho. Me gusta mucho. De verdad. Sí. La podemos pintar de otro color, si quieres. No, así está bien, me gusta el blanco. Puedes decorarla como quieras. Gracias. No, no me des las gracias. Muy bien. Dejo que te instales, entonces. Gracias, papá. Qué has dicho. Perdona, he dicho gracias. No, no, después del gracias. He dicho gracias, papá. Me gusta. El qué. Papá, me gusta esto de papá, suena bien. Te lo puedo decir siempre que quieras. Mejor si me lo dices siempre que quieras tú.

A veces lloro por las noches y me imagino que mi padre se muere, que Blai se muere, que me quedo sola en el mundo, ahora que mamá ya no está. Pero entonces voy al cuarto de baño, vomito el pudin que me he comido como postre, y que en el vómito se mezcla con algún guisante y con un trozo de salchicha, y luego me siento mejor porque me he vaciado de todo, también de los miedos. Soy consciente de que algún día esta manera de vaciarme dejará de proporcionarme sensación de plenitud alguna. De todas maneras, hoy por hoy, procuro no pensar demasiado en ello. Antes de cerrar los ojos, me apunto mentalmente que en el próximo desayuno tendré que comer dos tostadas gruesas con mermelada para compensar las últimas purgas. Al fin y al cabo, si adelgazo la gente sospechará, y yo lo único que deseo es que se me permita perpetuar esta forma de control sin despertar recelos. Lo único que quiero es que me dejen vomitar en paz.

El día de mi cumpleaños, hace cinco meses que mi madre ha muerto. Tengo quince años y soy la única chica del instituto que todavía es virgen. No se lo digo a nadie, claro, ni tampoco digo lo contrario: anunciar la pérdida de la virginidad con un entusiasmo excesivo quita veracidad a la proclama, estoy segura, más aún si esta no ha sido nunca verdad. Lo más seguro es que algunas compañeras que afirman que no son vírgenes también mientan. Los chicos de clase son un misterio para mí, y estoy casi segura de que todos son vírgenes. De un tiempo a esta parte, los hombres ocupan buena parte de mis pensamientos, pero también las mujeres. Las mujeres me parecen más interesantes, más bonitas, más complejas y apasionadas. Y aun así, a nivel sexual me siento atraída por los hombres; por una versión sublimada, atractiva, bien hecha y acabada de los homínidos contrahechos e imberbes, a media cocción, con los que voy a clase. Me resulta un tanto incomprensible que Blai haya preferido buscar el amor entre los de su propio sexo, pero este hecho me hermana con él todavía más, si es que esto es posible.

Siempre he escuchado comentarios burlones hacia las mujeres en casa. El hermano de mi padre y padrino de Blai, el tío Andreu, siempre dice que a las mujeres no hay quien las entienda. Lo dice mientras nos mira a mí y a su hija, mi prima de diecisiete años, y añade que Dios mío, lo que les espera con estas dos, con nosotras dos, con las dos mujeres que quedamos en casa ahora que la tía se ha ido con otro, ahora que mamá se ha muerto. Es entonces cuando la prima mayor resopla y pone una cara de asco que deja entrever el chicle deshidratado que pasea entre dientes, saliva y lengua desde hace cerca de una hora.

Mi prima se levanta de la mesa para ir a mirar el móvil que tiene dentro del bolso, o simplemente se levanta de la mesa para alejarse de la mesa, para disimular; entonces, desliza por la pantalla táctil el único dedo que mi tío Andreu merece que le dediquen. Yo me limito a observar al tío Andreu con toda la expresividad que puedo llegar a acumular en un rostro a medio definir. Ojos concentrados pero sin enfado, cejas condescendientes, boca a punto del bostezo o del escupitajo, con un matiz de ambigüedad, nariz contraída como cuando algo huele mal. A los pocos segundos, él aparta la vista y yo sé que he ganado, que las mujeres hemos ganado, que el tío Andreu no volverá a hacer ningún comentario machista delante de nosotras. Un misógino orgulloso menos, pues, una pequeña victoria.