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Recoge una selección de cuentos del autor en la que se mezcla la fantasía, la historia falseada y el humor, así como, en el relato que da título al libro, el género de terror gótico y grotesco. Incluye cinco cuentos: Los ladrones de niños, El hombre verde, Los abanicos de la reina, La cátedra parlante y El niño con orejas. Todos ellos, muy diferentes entre sí, son sin embargo buenas muestras de la narrativa breve de Molina Foix, en la que lo cómico se combina con lo trágico y lo cotidiano con lo extraordinario y sorprendente.
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El niño con orejas
Vicente Molina Foix
El niño con orejas
© Vicente Molina Foix, 2020
© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores
Diseño de cubierta: © Sergio Verde (www.sergioverde.com)
ISBN: 978-84-17400-65-1
Para más información sobre la presente edición, contactar a:
Editorial Alt autores
Henao, 60. 48009 Bilbao (España)
CIF: B95888996
www.altautores.com
Los ladrones de niños
De la larga cadena de desgracias que sacudió la provincia de V. en los primeros años 70, la que más se recuerda es «el crimen de los calzones cortos», pues así fue llamado el extraño caso de los niños robados. El invierno había sido duro; extrañamente frío para unas tierras donde crecen las plantas tropicales y se lanzan al mar algunos atrevidos en enero. Y en enero precisamente el timonel de un barco golondrina pescó en la bocana los pantalones de un niño que siete días antes se había perdido al salir del colegio. Estaba aún el teniente de la Guardia Civil haciendo el atestado del hallazgo de esa prenda «desgarrada en la zona inguinal» cuando empezó a llover. No dejó de caer agua en cinco días, y los padres del niño, evacuados en autogiro de la finca «El Rosal», coincidieron en el cuartelillo con los más afectados por las inundaciones: cien familias humildes, los viejos del asilo, siete autocares de turistas suecos de camino hacia el sur.
En febrero, cuando aún se circulaba por la carretera nacional sobre un pontón de tablas levantado provisionalmente, un cabo zapador descubrió unos tirantes atados a una rama en el campo de tiro del cuartel. En aspa y con tinte de yodo en las hebillas, parecían haber sido colocados de esa forma como señal o símbolo. Una madre recientemente viuda y cuatro hermanitas reconocieron los tirantes como pertenecientes al niño Rafael, único hijo varón de un hogar desahogado de labriegos. Este segundo hallazgo «macabro y misterioso», como dijo un diario, hizo intervenir al juez, y se empezó a hablar del «caso de los niños».
En abril de ese año la policía tenía ya ocho denuncias de desapariciones, todas de niños comprendidos entre los doce y los quince años. Y en mayo, hurgando en los escombros de un edificio de vecinos hundido por el gas, se hallaron los zapatos, atados uno al otro con los cordones, del niño más famoso, el hijo primogénito de las Zapaterías Zaragozá, «los reyes del calzado de goma». Habían perecido diecisiete personas en la explosión, la consola de los del 5.°-D apareció en la playa con esquirlas de carne humana en sus repisas, pero en la suela de uno de los zapatos del niño Zaragozá había un dibujo a dos tizas de una casa y un lago.
Fue a raíz de esa tercera pista que llegó a la ciudad el comisario De Merlo, subjefe de la Brigada Criminal de Barcelona y hombre precedido de una siniestra fama: a lo largo de los años 40 se había encargado de las depuraciones políticas en Cádiz y provincia. Llamó la atención en la ciudad su anuncio a través de la radio y los periódicos: las familias con niños en la edad peligrosa debían no solo extremar su vigilancia sino tener presente cada día —y anotarlo— el atuendo de los muchachos.
Tras la llegada a la ciudad del «Carnicero de Arcos» hubo un mes de tregua. Ningún niño perdido, ninguno aparecido, ninguna pista nueva de los cinco sin pistas. La labor de De Merlo, callada y sinuosa, no tuvo efectos visibles, pero se confiaba en ella. Y un jueves por la tarde, en las inmediaciones del colegio del Buen Maestro, cuatro coches sin placa de la comisaría rodearon a un hombre que arrastraba a un niño hacia una furgoneta que «olía a carne pútrida». Madres de otros niños vecinas del colegio se asomaron en bata a los balcones y le tiraron huevos y mondas de patata al sospechoso, un tratante de ganado vacuno nacido en Fermoselle, provincia de Zamora, inocente de todos los delitos y —tan solo— culpable de querer llevarse por la fuerza a su único hijo, confiado a la custodia de la madre tras una disputada separación matrimonial. El despliegue del parque de automóviles y de las dotaciones policiales, la ira de las madres que, al saber la verdadera causa de ese rapto, se convirtió en simpatía por el desconsolado tratante zamorano, la emoción suscitada en los catorce padres (había otro huérfano) después decepcionados, hizo que se empezaran a oír en la ciudad los primeros comentarios de duda y de desprecio sobre «El Verdugo de Rota».
La desaparición novena coincidió con un horrible choque de vehículos en la avenida Máñez, arteria principal de la ciudad, que produjo seis muertos, todos muy conocidos, y seis heridos graves. Hubo que desempotrar un Renault de un Seat, sacar un parachoques del asiento corrido de un Citroën, cortar dos alcornoques contra los que un segundo Seat 600 había ido a dar, para así poder rescatar a los cadáveres. Y al podar las ramas del primero, ya caído en tierra, se descubrió en una la gorrita de un niño marcada con carmín.
Llegó De Merlo al lugar de los hechos con tres subordinados, hombres todos, se dijo, formados a su lado en los sangrientos días gaditanos. Los tres llevaban un sombrero achaflanado con tafilete blanco, usual, opinó un curioso, entre la policía secreta de Chicago, y los tres se lo quitaron en señal de respeto ante tanto cadáver apilado en la acera; «El Azote del Puerto», sin sombrero, tomó con guantes la gorrita azul cobalto con escudo bordado, y desde la avenida se dirigió directamente al colegio de los Padres Marianistas. El padre director reconoció la gorra como prenda reglamentaria, aunque descolorida y con muchos pelados, del uniforme del colegio, y en el forro las iniciales del mejor estudiante de tercero y primer secuestrado de la lista.
De Merlo y sus secuaces comparecieron ante una asamblea de afectados reunida con mucha exaltación en el Ayuntamiento. El caso había cobrado renombre nacional, y la propia cabeza de «El Terror de Jerez» estaba en peligro, pese a su pasado. En Madrid había gente —colegas, altos cargos, un ministro sensible— que empezó a preguntarse si este antiguo matón era el más indicado para un caso de tan refinada maldad, más propio de un enfermo que de un facineroso.
De Merlo se comportó hábilmente, persuasivamente. Consoló una a una a las madres, y, apartando a los padres, les habló de venganza. Aseguró estar en «el sendero adecuado», «pisando los talones a la bestia inhumana», y se apoyó en sus hombres, a quienes presentó a la asamblea.
—Yo voy a ausentarme de la ciudad, buscando huellas fuera. Pujalte y Alcolea serán mis delegados—. Y señaló a los policías más fornidos. El tercero, delgado y con un ojo en blanco, sonrió mientras tanto, y salió con De Merlo una vez acabada la reunión.
Pujalte y Alcolea fueron muy eficaces. A ellos se debió la detención de un maleante que, estimulado en las más frías dependencias de la comisaría, acabó confesando un delito distinto a los que abultaban su ficha: había descubierto y después encubierto una casa de campo donde lloraban niños y se oían serruchos. De acuerdo con Pujalte, Alcolea dispuso que nada se dijese ni a padres ni a periódicos de esa detención; el ladrón, Zapater, fue puesto en libertad estratégicamente, y se le vio rondar los bares del Mirador, mientras en Jefatura, en un mapa con luces y banderas, se seguían sus pasos y se cegaban pistas.
Fue Alcolea, seguido muy de cerca por Pujalte, quien forzó pistola en mano la puerta de estacas de un cobertizo anejo a la casa, mientras el maleante, cumplida su misión, volvía a Jefatura con la cara envuelta en una manta. Era esa la casa, Zapater no mentía. El cobertizo estaba lleno de poleas y sierras, seis jergones deshechos con sus almohadas de pluma blanca ocupaban el suelo, que era de tierra roja, y Pujalte, con un guiño, llamó a Alcolea para que viera algo, un banasto de mimbre lleno de ropa sucia, que fue inmediatamente transportado al coche celular. Seres vivos no había; solo huellas, y un gato, que fue sacrificado porque al abrir las puertas sus ojitos fosfóricos asustaron a un guardia con el gatillo fácil. Pese a todo, en la ciudad cundió una oleada de admiración por los dos delegados; solo había un cuerpo, el del gato, pero se oyeron cuentos muy esperanzadores sobre la ropa hallada en el banasto. De «El Rufián de Chiclana» ya nadie se acordaba.
Sucedió entonces la horripilante tragedia del Gran Hotel Menargues, incendiado a manos de un pirómano que se autoinmoló después con gasolina para olvidar el no de una recepcionista. Veintinueve personas murieron en el primer minuto del incendio, envueltas en el plástico de la sala de juntas, y aún hubo otras víctimas: seis botones clavados en sus puestos por los alfilerazos de las llamas, los dos ascensoristas atrapados en sus correspondientes camarines, el maletero, el maître, la gobernanta, el dueño, más catorce clientes del hotel propiamente, en la ducha algunos, acostados los otros.
Aunque por la especial naturaleza de su caso no estaban adscritos a la Brigada Criminal, Pujalte y Alcolea colaboraron en las tareas de extinción o, más exactamente, en la investigación de las razones del pirómano, a quien se le hallaron en los pliegues de su carbonizada gabardina cartas, tranquilizantes, y una foto muy expresivamente dedicada de la recepcionista, que se había salvado, sin embargo, del incendio, por estar en el sótano discutiendo una cuenta con un cliente reacio. Y lo notable es que en una nervadura del ennegrecido esqueleto del hotel, a pocos metros de la humeante carcasa criminal, fue Alcolea a dar con otra pista del caso de los niños; una corbata azul con rombos amarillos en los que estaba inscrito el rostro de la Virgen. Ese inconfundible emblema escolapio (colegio que contaba en sus filas con dos de las víctimas) apareció anudado, era lo inquietante, como soga de horca.
Apagado el rescoldo del incendio, la población volvió a pensar en sus pequeños. Y entonces, a propósito, presentó Alcolea su gran revelación: nueve pares de calzoncillos de talla junior, usados y con sangre, provenientes de la banasta encontrada en la casa de campo. A la alegría de contar con pruebas fehacientes se sobrepuso el dolor de los padres viendo aquella sangre; pero ahí Alcolea, con el asentimiento de Pujalte, intervino muy tempestivamente para decir:
—Esa sangre no significa nada. Pueden ser pistas falsas.
Palabras que dos días más tarde perderían sentido cuando, en una sesión de alto contenido emocional, los padres se encararon a los slips para reconocerlos. Estaban alineados en bolsas de papel sobre una de las mesas del despacho central de Jefatura, sucios y arrugados para que no perdieran los posibles indicios criminales. Una madre tomaba una prenda y no sabía bien si apartarla con asco o darle un beso, otra rompía en llanto al no identificar la de su niño, un padre aseguraba que aquellos calzoncillos no podían caber en la pelvis del suyo, otro, por el contrario, comparaba las prendas con una muda limpia que traía de casa y no encontraba el par. Pero al fin, entre la barahúnda de tanta ropa íntima maloliente y manchada, se llegó a fijar en razón de la marca y las letras bordadas en la goma elástica a quién correspondía cada calzoncillito.
Probado que las prendas pertenecían a los niños perdidos, Pujalte ordenó que se hiciesen análisis de sangre, y de nuevo la angustia apareció en el rostro de aquellos padres que esperaron las pruebas sentados en un banco corrido del pasillo de la comisaría, viendo a los ladronzuelos pasar con las esposas hacia los calabozos. Pujalte cabizbajo y un Alcolea con los nueve slips cogidos de una pinza comparecieron para dar a conocer los resultados: en ningún calzoncillo coincidía el grupo sanguíneo analizado con el del propietario, aunque el conjunto de las prendas comprendía las sangres de los nueve.
A partir de la publicación de este enigma, el caso traspasó las fronteras nacionales. Un diario inglés destacó en la ciudad a un viejo reportero especialista en sádicos, que llegó con fotógrafo propio y una secretaria, de quien se sospechó otro papel. El ministro de la Gobernación utilizó la clave «Tecla Roja» para hablar persona a persona con Alcolea, y se llegó a pensar en las altas esferas si no sería mejor reclamar otra vez al «Bicho de Sanlúcar». Hasta el Papa intervino.
Una delegación de padres y de párrocos, presidida por los tres capellanes de los colegios afectados, había visitado al obispo, que el domingo siguiente hizo leer en todas las iglesias de la diócesis una dura homilía denunciando al «desnaturalizado». El cardenal primado, que había iniciado su carrera sacerdotal en la ciudad y tenía aún amigos en ella, quiso llevar personalmente consuelo a esos padres, y, sabedor el Santo Padre de su visita pastoral, le hizo portador de un mensaje papal que sería difundido en el transcurso de una rogativa por el feliz rescate de los niños.
Fue un acto muy solemne, concelebrado en la Capilla de la Santa, de estilo plateresco, por el primado, el obispo y los tres capellanes colegiales. La catedral estaba abarrotada, pero no asistieron el alcalde ni el comandante de la plaza, ya que ese mismo día, dos horas antes de la salve, se había estrellado en la montaña un avión militar que traía a la base aérea de Cerro Blanco a los nuevos reclutas; eran quince los muertos. Avisado el cardenal primado del suceso, hizo continuar la salve de los niños con un responso por «unos caballeros a los que el destino ha impedido servir marcialmente a su patria». Acabado el rezo se dio lectura al mensaje de Roma.
Eran palabras recias, pero llenas de conmiseración, a las que el cardenal, hablando desde el púlpito, supo dar un énfasis dramático que hizo brotar las lágrimas. No pedía el Pontífice venganza ni ninguna otra forma de desquite; hablaba de clemencia y de unión fraternal, pensando en «unos padres privados del consuelo diario de sus hijos».