El olor de las hojas muertas - Sergio Moreno Montes - E-Book

El olor de las hojas muertas E-Book

Sergio Moreno Montes

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Beschreibung

Un cuervo posado sobre la luna. Eso es lo que ve Darío cuando, a una semana de cumplir once años, los noticiarios de todo el planeta se llenan de imágenes que muestran una extraña sombra cubriendo parte de su circunferencia. Septiembre está empezando a alfombrar la ciudad con un manto de hojas muertas y, mientras él trata de imaginar una causa para semejante suceso, el mundo vive pegado a la televisión. Pero lo que deben ver no está tras las pantallas, sino tras los cristales de las ventanas.  Mientras tanto, no muy lejos de allí, un hombre lo contempla todo con una sonrisa de satisfacción. Porque cree saber qué es lo que está pasando. Porque todo está escrito en un libro que le ha obsesionado desde su juventud. Siempre supo que todo lo que contaba era cierto, y ahora que el mundo parece condenado, el nombre de su autor ha pasado a ser el de su Dios particular. "Charles Hoy Fort lo sabía —se dice—. La cuenta atrás ha empezado". Darío deberá enfrentarse al miedo y la soledad cuando el silencio se coma su vida, cuando la lluvia se lleve consigo todo lo que fue y deje únicamente a un niño con un chubasquero amarillo y una mochila a la espalda en las calles de Madrid. Unas calles que pronto se teñirán de rojo.

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Índice de contenido
Portada
Entradilla
Creéditos
Dedicatoria
Nota del autor
Cita de Charles Hoy Fort
Capítulo 1. El cuervo
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Capítulo 2. El libro de los condenados.
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Capítulo 3. Oscuridad
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Capítulo 4. Madre
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Capítulo 5. Último aleteo.
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Capítulo 6. Tierra quemada.
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Epílogo
Agradecimientos
Más nowevolution

Título: El olor de las hojas muertas.

© 2017 Sergio Moreno montes

© Ilustración de portada: Alberto Góngora

© Diseño Gráfico: Nouty

Colección:Volution.

Director de colección: JJ Weber

Edición digital julio 2018

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2018

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Más información:

nowevolution.net/ Web

[email protected] / Correo

nowevolution.blogspot.com / Blog

@nowevolution

Este es para Nicolás.

 

 

 

 

 

NOTA DEL AUTOR

 

Querido lector: yo soy como tú. Si me venden una novela catalogada como terror me gusta, al menos, pasarlo un poco mal. Te aseguro que yo he hecho todo lo posible por lograr que te sientas así la mayor parte del tiempo que te lleve leer esta historia. No obstante, los escritores no tenemos a nuestra disposición todos los fuegos artificiales del cine ni la inmediatez de sus imágenes, y dependemos únicamente de unos cientos de palabras —bueno, quizá alguna más— y de lograr que nuestra imaginación se conecte a la tuya para poder mostrarte cómo vemos nosotros los acontecimientos que se forjan en algún extraño lugar de nuestras mentes. Y es difícil, te lo aseguro, pero tú también puedes hacer algo que quizá te ayude a no sentir que has malgastado otros veinte euros más en literatura de terror. Sé que no lo podrás hacer siempre, que la mitad de las veces no te apetecerá y que muchas otras ni siquiera te encontrarás en el lugar propicio para ello, pero…

Espera a la noche.

Apaga las luces.

Cierra las ventanas, que ningún ruido te perturbe.

Después, observa la luna durante unos instantes.

Ahora, enciende esa lamparita bajo la que te gusta sentarte con un libro entre las manos.

Haz que llueva.

Está bien… olvida esto último. Aunque si está lloviendo, mucho mejor.

¿Listo?

Bien. Te dejo solo.

Una última cosa y me voy: si alguna vez te animas a seguir estos sencillos pasos —vamos, no me irás a decir que si quieres pasar miedo con una película de terror la vas viendo en tu móvil, sentado en un autobús, a las tres de la tarde y mientras el conductor sintoniza alegremente Radiolé… ¿O sí?—, te invito a que me escribas a www.elclubdelosinsomnes.blogspot.com o a Facebook y me cuentes tu experiencia, sea cual sea. Me interesa saber si he logrado hacer que pases miedo con esta historia —al menos en las partes destinadas a ello—, porque te aseguro que esa ha sido mi principal motivación.

La segunda es que mientras no estés pasando miedo, al menos te lo pases bien.

Lo deseo con todas mis fuerzas.

 

Sergio Moreno.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Siempre he encontrado interesante recorrer una calle, mirar lo que me rodea y preguntarme a qué se parecerían todas esas cosas si no me hubieran enseñado a ver caballos, árboles y casas allí donde hay caballos, árboles y casas».

1

16 de septiembre

Los muebles estaban destrozados y tirados sobre el suelo. Darío penetró en la habitación en completo silencio y miró a su alrededor. Había marcas de golpes por todas las paredes. Algunos cuadros colgaban torcidos, con sus dibujos hechos jirones meciéndose con la brisa que se colaba desde las ventanas. A su alrededor, las cortinas danzaban bajo la tenebrosa luz de una luna que lo teñía todo de gris. Su silueta se reflejaba en la pantalla rota de un televisor como en un siniestro caleidoscopio.

El espejo que había frente a la puerta le permitió ver su figura por un instante, mientras su mirada recorría la estancia y el desorden que se acumulaba en su interior. Ni siquiera recordaba la última vez que se había mirado en uno, pero estaba seguro de que en aquella ocasión no tenía la cara llena de pequeños cortes ni cubierta por una espesa capa de sudor mezclada con sangre. Tampoco recordaba que su ropa fuera toda de un color marrón descompuesto, ni que oliera tan mal. Y, desde luego, no recordaba haberse sentido tan cansado, asustado y hambriento en toda su vida.

Solo cuando estuvo un rato más junto a la puerta sin ser capaz de oír ningún ruido se atrevió a encender la linterna. No era muy potente, así que la luz que arrojó al interior de la habitación apenas sirvió para hacer que los difusos contornos del mobiliario esbozaran un par de sombras sobre las paredes y el suelo. La movió despacio, enfocando cada rincón con los ojos entrecerrados y el corazón latiéndole a toda velocidad. «Vamos, un paso y después otro», se dijo. Se disponía a dar el primero cuando un grito rompió el silencio desde la calle.

Cubrió a toda prisa la linterna con la mano mientras se agachaba y entraba en la habitación, cerrando la puerta tras él. Apretó los ojos y esperó a que el horrible alarido cesara, pero parecía no tener fin. El eco de aquella voz se colaba por las ventanas rotas sin ningún otro ruido en kilómetros a la redonda que lo contaminase. Reverberó durante unos segundos interminables y se fue apagando muy despacio, dejando que el silencio de la ciudad lo envolviese todo de nuevo. Darío, aún con los ojos cerrados y apoyado de espaldas contra la puerta, se quedó inmóvil, sollozando. Aquel hombre acababa de morir o estaba ya agonizando, eso lo sabía. Había presenciado muchos ataques y podía imaginar la escena demasiado bien. Comenzaba a acostumbrarse incluso a los horribles sonidos que los acompañaban. Hasta hacía una semana, el concepto de la muerte había sido tan ajeno para él como el del trabajo o la responsabilidad y, sin embargo, algo le hacía sobrellevarlo, no darle la verdadera importancia que tenía. No estaba muy seguro de qué era lo que sentía, pero esa sensación le estaba ayudando a sobrevivir en un mundo en el que el resto de la gente estaba muriendo y sembraba las calles de cadáveres hinchados y putrefactos. Para él esa sensación significaba la vida, y se aferraba a ella tanto como le era posible. Nada lograba borrar las imágenes que habían quedado grabadas en su cabeza tras aquella noche en la que su rutina, tan alegre y llena de sonrisas, había quedado convertida en un negro paisaje de muerte, soledad y silencio.

Un rato más tarde, cuando las lágrimas dejaron de salir y se atrevió a abrir los ojos de nuevo, la luna parecía iluminar el interior del salón con más intensidad. Se levantó y encendió la linterna, colocándose bien la mochila que llevaba a la espalda. Suspirando, comenzó a avanzar hacia el centro de la estancia. Era una casa grande, como casi todas las que había en aquel barrio. Fue pasando por cada habitación con sumo cuidado, andando muy despacio y apagando la luz de la linterna si creía ver algo extraño. Por las ventanas se colaba una fría brisa y los restos de la humedad de las últimas lluvias.

La lluvia.

Nunca había visto llover de aquella manera. Llevaba ya muchos días seguidos sin dejar de caer agua regularmente, pero no era eso lo excepcional.

Algo se movió a la luz de la linterna. Darío se quedó inmóvil mientras una pequeña gota de sudor brotaba de su frente, bajo el pelo lacio y apelmazado. Hubo un chillido y una rata enorme salió disparada bajo sus piernas al tiempo que él daba un salto para esquivarla. Tuvo que ponerse la mano en la boca para evitar el grito que pugnaba por salir de sus pulmones, pero lo logró. Aun con el asco que le daban, era demasiado consciente de que las ratas eran el menor de sus problemas. Recomponiéndose, siguió avanzando por la casa con el paso cauto y silencioso de un fantasma. En apenas diez minutos estuvo seguro de que no había nada de lo que preocuparse en su interior. Fue un verdadero alivio tras haber estado más de tres horas entrando y saliendo de los edificios abandonados que ahora componían el paisaje de la ciudad.

Había tenido mucha suerte al encontrar puestas las llaves en la cerradura, pues ninguna casa de todas las que había visitado en los últimos días —no las había contado, pero estaba casi seguro de que debían ser unas diez— conservaba siquiera el propio marco de la puerta, que en la mayoría de los casos reposaba sobre el suelo de los descansillos partida en mil pedazos y con aquella sustancia pegajosa de color blancuzco adherida a ellos en gruesos cordones entrelazados. Con un gesto abatido, las sacó de su bolsillo y se dirigió hacia la puerta de entrada, las introdujo en la cerradura y, muy despacio, les dio las vueltas necesarias para que estuviese cerrada por completo. Tras hacerlo, se apoyó sobre la punta de sus pies y se asomó por la mirilla, pero fuera solo había oscuridad. Por extraño que fuera, aquello lo tranquilizó. La oscuridad era mucho mejor que ver a aquellas… cosas. Darío ignoraba si una puerta blindada sería capaz de frenarlas, pero en aquel momento se sentía demasiado exhausto para pensar en ello. Se dio la vuelta, avanzó hasta un sofá enorme y dejó sobre él la mochila. Después, se dirigió hacia la cocina y estuvo un buen rato registrando el contenido de todos los armarios que pudo encontrar, además del frigorífico. Su botín: una caja de galletas Oreo, una bolsa de patatas a la mitad y tres botellas de agua mineral sin abrir. No estaba mal. Sabía que una de sus prioridades era encontrar comida, pero con todo lo que llevaba a cuestas su espalda se estaba resintiendo mucho.

Cuando guardó todo lo que había encontrado en la cocina y trató de levantar la mochila, apenas pudo con ella. La dejó caer de nuevo y se sentó sobre el sofá. Miró el reloj que llevaba en la muñeca: eran las doce y veinticinco minutos de la madrugada. Pensó en que a aquellas horas, hacía apenas unos días, se encontraba en su cama durmiendo a pierna suelta sin más preocupación que la de tener que levantarse a hacer pis en mitad de la noche. Ahora, sin embargo, si tenía ganas de orinar se aguantaba hasta que sentía que su vejiga iba a estallar y después se daba la vuelta hacia un lado para tratar de que la orina no empapara su saco de dormir; tenía demasiado miedo de levantarse y ver que alguna de esas cosas había dado con él.

Tratando de alejar sus pensamientos de aquellas imágenes, volvió a sacar la caja de galletas y abrió un paquete de los cuatro que contenía. Puso la linterna a su lado y la apagó, dejando que la oscuridad lo envolviese. El aroma a nata y chocolate llenó sus fosas nasales, evocando en su cerebro unos recuerdos tan nítidos como dolorosos. La luna seguía brillando en el exterior, y sus rayos bañaban el salón dándole un aspecto fantasmagórico, desolador. Brotaron las lágrimas, pero ni siquiera eso fue capaz de evitar que acercase una galleta a su boca y la mordiese con labios temblorosos. Mientras su dulzor se veía mezclado con la amargura que sentía escurriéndose por sus mejillas, miró a través de la ventana que tenía más cerca.

Comenzaba a llover.

El murmullo de las gotas al caer se fue extendiendo sobre el silencio como el sonido de una radio mal sintonizada. Darío lo escuchó mientras devoraba las galletas. Cuando iba a meterse la cuarta en la boca, su mano se detuvo. Estaba muerto de hambre, pero no sabía cuándo iba a volver a encontrar comida, y quizá aquellas trece galletas que le quedaban podían ser lo único de lo que dispusiese en mucho tiempo. Con una terrible sensación de impotencia, volvió a guardarla en su plástico, enrolló la punta e introdujo la caja de nuevo en la mochila. Secándose las lágrimas con el mugriento puño de su jersey, se levantó del sofá y se acercó despacio hasta la ventana. El frío del exterior le removió el pelo con una brisa juguetona cuando apenas le quedaba un metro para llegar. Allí se detuvo. La lluvia se colaba en la casa, humedeciendo el ambiente a medida que se agolpaba sobre el suelo en pequeños charcos. No quería acercarse a ellos. Era otra de las cosas que lo aterraban.

Levantando la vista, buscó la luna tras contemplar la oscura silueta de la ciudad, cuyas luces se habían extinguido por completo. No tardó en encontrarla. Las estrellas titilaban a su alrededor reclamando un poco de atención, pero nada podían hacer ante semejante espectáculo. Se quedó mirándola desde una distancia prudencial a la ventana, con los ojos brillando de un blanco cadavérico a causa de su reflejo.

La sombra seguía sobre ella.

La había visto por primera vez hacía una semana, y desde ese primer momento la imagen que le había sugerido seguía inamovible en su cerebro, como una fotografía velada.

Un cuervo.

Un cuervoposado sobre la luna.

Eso era lo que él veía.

La observó de pie sobre el salón durante un rato más, pensando en demasiadas cosas a la vez y dejando que el frío se extendiese sobre su cuerpo como un invisible sudario. A lo lejos, lo suficiente como para hacer que Darío no se sintiese demasiado alarmado, otra persona comenzó a gritar, y aún lo hacía cuando desenrolló el saco de dormir tratando de ignorarlo y lo extendió entre el hueco que quedaba entre el sofá y la pared. Cuando se introdujo en él y acercó la mochila para usarla de almohada, el grito se apagó de repente y el rumor de la lluvia volvió a ser el único sonido perceptible.

La lluvia.

Miró su reloj una última vez, sacó un maltratado peluche de la mochila, lo abrazó y cerró los ojos pensando en el rojo vivo que la teñía, en el color escarlata que lo inundaba todo cuando llovía durante unas cuantas horas seguidas.

—Buenas noches —le dijo al osito mientras lo besaba en la barriga.

Eran las once y treinta y ocho minutos.

Fuera, la oscuridad se cernía sobre Madrid, y en el interior de un saco de dormir húmedo y de aspecto ajado, Darío se echó a llorar de nuevo hasta que el cansancio lo venció. Aquel día cumplía once años.

Y el único regalo que había recibido hasta el momento era seguir vivo.

2

10 de septiembre

El domingo amaneció frío a pesar de que el invierno se encontraba aún lejano. Era el último día antes de que las clases dieran comienzo a la rutina que tan poco le gustaba a Darío, así que cuando sus ojos se abrieron y su cuerpo notó la baja temperatura de su habitación, se envolvió en las sábanas como pudo y alejó la vista de los primeros rayos del sol que le hostigaban desde la ventana, tras la cual un temprano otoño cubría la ciudad con sus sugerentes tonos marrones. Le encantaba hacer aquello. Era como sentir que disponía de todo el tiempo del mundo para quedarse tumbado y disfrutar de los momentos previos a dormirse por segunda vez, siempre tan dulces y envueltos en los retazos de los sueños que había tenido esa noche. Sin embargo, aquella mañana no estaría en la cama mucho más tiempo.

Un par de suaves golpes a la puerta lo despertaron casi al instante.

—Darío, cariño —oyó decir a su madre desde el otro lado—. Ve levantándote ya, anda, que hoy vamos a comer a casa de la tía Alba. Ya tienes el desayuno en la mesa.

Con la cabeza enterrada aún bajo la almohada, él respondió:

—Pero si la tía vive aquí al lado, mamá… ¿Por qué tenemos que irnos tan pronto?

—¿Pronto? Mira el reloj que tienes sobre la mesilla, majo, que para algo te lo regalé.

Darío giró la cabeza y, con gran esfuerzo, la asomó fuera de las sábanas. Spider-Man, posado sobre una esfera que imitaba una gran telaraña y cuyos brazos eran las manecillas, marcaba la una y diez.

Poniendo los ojos en blanco, farfulló:

—Vaaaale… Ya voy, ya voy…

—Ponte la camiseta que te trajo de Canarias, que seguro que le hace ilusión —comentó su madre antes de que sus pasos al alejarse diesen fin a la breve charla.

Los ojos en blanco persistieron. «Pero si es horrible… Una camiseta con un volcán, puaj…», se dijo. Sin embargo, diez minutos después apareció en la cocina con el pelo aún revuelto y la camiseta ceñida a su esbelta figura. Un solitario plato con un par de tostadas y un vaso de zumo de naranja era todo cuanto había sobre la mesa. Su madre debía estar en el piso de arriba, a juzgar por los sonidos que él asociaba a las labores de limpieza de los fines de semana. Se sentó a la mesa y le dio un bocado a una de las tostadas. Frunció el ceño al comprobar que estaba fría. Probó suerte con el zumo, pero el destino había logrado que, una vez más, su madre hubiese olvidado añadirle azúcar, de modo que se levantó y se la sirvió él mismo. A pesar de todo comió con avidez. Sabía demasiado bien que las comidas en casa de la tía Alba nunca llegaban antes de las tres y media o las cuatro, y a esas horas su estómago solía hacer un ruido que, a veces, le daba hasta miedo. Cuando acabó la primera tostada alargó la mano hasta el mando de la televisión y la encendió. Fue cambiando canal tras canal hasta que dio con el que buscaba. Se puso cómodo sobre la silla y terminó con la segunda tostada y el zumo mientras veía una serie de dibujos. Cuando reía —y lo hacía con una risa estridente y divertida—, migajas a medio masticar salían despedidas de su boca y se estrellaban contra el hule que cubría la mesa.

Su madre apareció en la cocina justo cuando acababa, vestida con unos vaqueros ajustados y un jersey de lana rojo. Una larga melena rubia le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro de ojos azules y facciones redondeadas. Darío se sorprendió pensando, con cierta vergüenza, en las cosas que solían decir sus amigos sobre ella cuando los invitaba a casa. «¡Que es mi madre!», era su respuesta más recurrente, pero los comentarios no cesaban en un buen rato.

—¿Ya has terminado, dormilón? —le dijo ella mientras se dirigía hacia el fregadero.

—Sí, mamá. Oye, ¿dónde están papá y Fede? —preguntó Darío, que hasta ese momento no había reparado en su ausencia.

—Han ido a comprar unas cosas que quiero llevar a casa de la tía.

—¿Tarta?

Su madre lo miró, divertida.

—¿Acaso es tu cumpleaños? —le dijo después.

—No, pero si papá y tú os hubieseis conocido una semana antes, yo ya habría nacido y sería lo suficientemente mayor como para poder comer tarta hoy, ¿no crees? —respondió Darío, cuyo sentido del humor no dejaba de sorprender a su madre.

—¿Dónde aprendes esas cosas, hijo?

Como respuesta, el niño se encogió de hombros y sonrió. Lo cierto era que no lo sabía.

—Anda, recoge la mesa y echa eso en el fregadero, que ya lo limpiaré cuando volvamos a casa. Y péinate un poco, Darío, que tienes unos pelos…

—Sí, mamá…

—Y vigila ese tono, jovencito, que si tu madre te castiga sin salir y sin consola, ninguna réplica mordaz te va a salvar del aburrimiento —le dijo ella mientras se alejaba de la cocina en dirección al baño.

—Touché… —murmuró Darío, que realmente pensaba que la palabra se escribía así.

Se levantó de la mesa y obedeció a su madre, apagando ya de paso la tele. Después, con la cabeza sumida en ese agradable zumbido de los despertares tardíos, se encaminó hacia el baño del piso superior.

Diez minutos más tarde, con el pelo algo menos revuelto, pero lejos de estar peinado, bajó las escaleras con sus Nike recién estrenadas en los pies y una videoconsola embutida en el bolsillo trasero de sus pantalones. Su madre lo esperaba con el abrigo puesto junto a la puerta de la calle, sosteniendo en un brazo el de Darío, de un color azul oscuro y con una gruesa capucha.

—¿Otra vez ese? —le dijo al verlo.

Su madre lo miró sin decir nada y asintió muy despacio. Darío puso los ojos en blanco y se acercó para cogerlo.

—Está bien… Ni que no tuviera ninguno más en mi armario, jo… lín —«Ufff… He reaccionado a tiempo…», se dijo—. Es que es muy feo, mamá, y no te ofendas.

Su madre se agachó para ayudarle a ponérselo mientras le soltaba otra de sus frases favoritas:

—Cuando seas mayor y trabajes te podrás comprar la ropa que tú quieras. Mientras tanto, esto es lo que tu padre y yo nos podemos permitir. —Le subió la cremallera de un único tirón y sentenció—: Algún día valorarás lo que te pones encima, Darío, y no solo porque sea bonito o feo. Acuérdate de lo que te dice tu madre.

—Ya lo sé, mamá… Por favor, que no tengo seis años…

—No, es verdad. Tienes diez. Y hasta dentro de ocho más eres mío… —respondió su madre al tiempo que comenzaba a acercarle las manos a la tripa.

Darío, a pesar de que pensaba que aquello era algo que solo debía hacérseles a los niños pequeños, no pudo evitar reír a carcajada limpia mientras se doblaba sobre sí mismo. Tenía unas cosquillas terribles. Después, su madre lo abrazó con fuerza.

—Madre mía, qué grande estás —dijo mientras se separaba de él.

—Mamá… ¿Has desayunado corazoncitos rosas? ¿O es que hoy es el día oficial de poner incómodo a tu hijo mayor?

Ella rio. «¿De dónde sacará estas respuestas un niño de diez años?», pensó luego.

Una hora más tarde, sobre las dos y media, sentados ya en casa de su tía Alba y con su padre y su hermano pequeño aún sin aparecer por allí, Darío se aburría mucho. La casa de su tía era grande, pero carecía por completo de cosas interesantes. Ni siquiera la terraza, que tenía unas vistas impresionantes de Madrid desde el decimoquinto piso en el que se hallaba, era capaz de mantenerlo entretenido. Su madre y su tía hablaban y hablaban de cosas que no entendía… y tampoco quería entender. No podía imaginar la razón por la que los adultos se pasaban horas sentados unos frente a otros sin hacer otra cosa que mover los labios, cuando había tantas cosas divertidas que hacer. Mirando hacia el sofá en el que estaban recostadas, dijo:

—Voy a jugar a la consola hasta que comamos, mamá.

Ella apenas se giró, pero le hizo un gesto con el brazo antes de asentir. Darío se acomodó sobre un sillón mientras la encendía. Los casi cuarenta minutos que estuvo jugando pasaron deprisa, como siempre, y durante alguno de ellos —sin que él se diera cuenta— su padre y su hermano aparecieron por fin, trayendo consigo unas cuantas bolsas repletas.

—Vamos, campeón. A poner la mesa —dijo su padre tras dejarlas en la cocina.

Darío dejó la consola en standby y se dispuso a obedecer, tras acercarse a darle un beso.

—Y después juega un poco con tu hermano, anda, que hoy está pesadito —añadió en voz baja.

—Síííííí, papááááá… —fue su respuesta.

No es que no le agradase jugar con su hermano, pero Fede tenía cinco años y los juegos que a él le gustaban le parecían un poco estúpidos. Las pistolas, las espadas… Lo entendía, porque sabía muy bien que él mismo había disfrutado de esas cosas horas y horas hasta hacía apenas dos años, pero en su nuevo rol de hermano mayor no podía dejar que Fede se diese cuenta, al menos si quería mantener el respeto que le profesaba. Darío era un niño muy espabilado, y había sacado provecho de esa admiración desde que su hermano empezó a llamarle «Aío». Cuando alguno de sus juegos acababa en un pequeño accidente —como aquella vez en la que se le ocurrió comprobar la reacción de unos macarrones calentados durante treinta minutos en el microondas—, solía proponerle un juego a Fede. Era muy simple. «Vamos a jugar a decirle a mamá: ¡he sido yo!», le decía. Y Fede jugaba encantado. Según sus cuentas, aquello había funcionado las cinco o seis primeras veces, antes de que su madre lo descubriese un día proponiéndole el juego a su hermano pequeño en mitad de un batiburrillo de témperas esparcidas por el suelo. Cuando lo recordaba, solía entrarle la risa, hasta que una imagen de sí mismo encerrado en su habitación durante un año —al menos eso fue lo que a él le pareció— se colaba entre el recuerdo para ir apagándola poco a poco.

Y sin embargo, quería tanto a su hermano que la mitad de las veces se olvidaba de su «estatus familiar» y jugaba con él a las espadas o a las pistolas —había perdido la cuenta de las veces que se había hecho un disfraz de cartulina solo para verle sonreír—, hasta que ambos caían rendidos sobre el sofá, cogidos de la mano y mirándose sin decir palabra. Esos eran los momentos en los que más feliz se sentía. Nada podía igualar unas horas jugando con su hermano, por mucho que le avergonzara reconocerlo. Nada.

La mesa estuvo lista en cinco minutos, pero no así la comida. «¿Por qué tardará tanto la tía en cocinar? —se preguntó—. Hasta yo sería capaz de hacer una comida en menos tiempo, y eso que no sé ni encender el horno…». Sin embargo, los platos comenzaron a aparecer poco después, y el olor que los acompañaba terminó por desatar en su estómago una serie de rugidos que Fede escuchó con la cabeza pegada a su barriga mientras reía como un poseso.

Darío devoró su plato de albóndigas con patatas en un suspiro y después repitió, para inmensa alegría de su tía Alba.

En algún momento, entre las conversaciones, las risas y las preguntas de Fede —cuya curiosidad era todo lo insaciable que podía ser en un niño de cinco años—, su padre encendió la televisión y puso las noticias. En la pantalla apareció una fotografía de la luna que parecía haber sido trucada desde un ordenador.

—Sube el volumen, cariño —le dijo su mujer—. A ver qué dicen.

—Seguro que es una tontería —respondió él mientras oprimía el botón correspondiente.

La voz del presentador se elevó en el salón mientras la familia al completo guardaba silencio.

«…ta es una fotografía que nos ha llegado desde Australia, donde hoy, al hacerse de noche, sus habitantes han podido contemplar esta luna tan extraña que pueden ver en sus pantallas. La fotografía, tomada por un turista, nos muestra esa enorme mancha que parece haberse tragado toda su mitad superior. No se trata de una broma ni de ningún montaje, pues la red se ha llenado después de miles de imágenes similares, tomadas desde distintos países y a lo largo de toda la noche…»

Mientras las palabras surgían de los altavoces, la pantalla se iba llenando de fotografías y vídeos que la gente había mandado a los noticiarios de todo el planeta. En la mesa no sonaba ningún cubierto. Las respiraciones parecían haberse detenido de forma indefinida.

«…los científicos están desconcertados, aunque no se descarta que algún objeto, como un cometa o una aglomeración de asteroides, haya atravesado el espacio sin ser detectado, provocando la sombra tan curiosa que se puede apreciar desde nuestro planeta. A falta de más datos, no podemos ofrecerles ninguna explicación a este extraño fenómeno, aunque parece que los expertos están de acuerdo en afirmar que no tardará en desaparecer. Nosotros, por si acaso, esta noche miraremos al cielo para ver con nuestros propios ojos si la sombra sigue ahí, posada en nuestro satélite y brindándole ese aspecto tan sobrecogedor».

Por unos segundos nadie dijo nada, ni siquiera la televisión emitía sonido alguno mientras seguía mostrando una instantánea ampliada de la luna. Después, la imagen desapareció, el presentador comenzó a decir algo sobre tramas de corrupción política y el hechizo se rompió.

—Es un cuervo… —dijo Darío—. Es un cuervo, ¿verdad, papá?

Él, volviendo la cabeza, lo miró un instante y respondió:

—Vaya imaginación tienes, hijo. Yo solo vi un borrón oscuro. Pero es muy curioso, ¿no crees?

Darío lo creía.

La comida terminó sin ninguna mención más al tema. Tras el postre, reanudó la partida que había dejado a medias en la consola bajo la atenta mirada de Fede, y después de que sus padres se tomasen el café y se despidiesen de su tía, los cuatro salieron del enorme edificio en el que vivía y echaron a andar hacia el puente de Segovia. Cuando pasaron sobre el Manzanares, Darío miró hacia el cielo. La tarde era clara y sin nubes, pero la luna aún no había aparecido en el firmamento. Su madre, que se había dado cuenta de lo que miraba, le preguntó:

—¿La ves?

Él negó con la cabeza.

—Seguro que esta noche sale como siempre —continuó—, tan blanca y luminosa.

Pero llegado ese momento, cuando se asomaron a la terraza después de cenar, mientras su padre encendía un cigarrillo y todos miraban hacia arriba, Darío comprobó que su madre se equivocaba.

Allí estaba la sombra, como un derrame de tinta sobre el brillante y redondeado contorno de la luna llena. Su luz era la misma, pero aquella mancha resultaba inquietante; hacía pensar en que algo le había arrancado al satélite un buen pedazo y lo había arrojado después al espacio, donde vagaría hasta ser atraído por la gravedad de algún planeta o el vacío de un agujero negro. Todos la observaron sin decir nada, igual que hacían en ese momento casi la mitad de las personas que vivían en el resto del planeta.

«Un cuervo…», volvió a pensar Darío.

«Un cuervo posado sobre la luna…»

3

17 de septiembre

El amanecer se asomaba ya por las ventanas, iluminando la habitación y arrojando un poco de calor a las paredes. Filtrado a través de una cortina de gasa que pendía deshilachada sobre el suelo, un rayo de luz comenzó a deslizarse a través del desorden. Cuando alcanzó el respaldo del sofá tras el cual Darío dormía envuelto en su saco de dormir, la temperatura había subido varios grados, y en la frente del niño comenzaron a aparecer unas diminutas gotas de sudor. Diez minutos después, abrió los ojos muy despacio, inmerso todavía en ese estado previo a la plena vigilia en el que los sueños penetran en el mundo y se funden con él durante tres o cuatro parpadeos. Darío se movió y, al hacerlo, una de sus manos tocó algo que no le resultó familiar. Somnoliento como estaba, palpó con la mano lo que reposaba sobre su cuerpo, apretándolo despacio y tratando de averiguar de qué se trataba. Parecía algún tipo de sustancia larga, delgada y no muy dura, suave al tacto y cubierta de una fina pelusa. Cuando llegó al final, donde se estrechaba un poco, notó unas protuberancias que se doblaban con facilidad si hacía fuerza. Cuando extendió sus dedos y se dio cuenta de que encajaban entre ellas como las piezas de un rompecabezas, supo enseguida de qué se trataba.

Era un brazo… y sus dedos estaban entrelazados en ese momento en los de otra mano.

Abrió los ojos con una sensación de intenso horror instalada en su pecho y el corazón desbocado. No se atrevió a moverse, pero fue separando los dedos y alejándolos de la visión tan despacio como pudo. Fue entonces cuando el brazo se movió y se dio cuenta de lo estúpido que había sido.

Era su propio brazo. Se le había quedado dormido y reposaba sobre él, moviéndose ahora mientras comenzaba a incorporarse y siendo invadido por el hormigueo de la sangre recuperando la velocidad normal de su flujo. «Idiota… —se dijo con el corazón martilleándole aún en el pecho—. Bueno, al menos no he tenido una de esas pesadillas horribles». Se giró mientras la sensibilidad volvía despacio a su brazo y buscó el osito de peluche. Estaba en el fondo del saco. Lo cogió y se lo acercó un poco a la cara. Olía mal y estaba comenzando a descoserse por muchos sitios, seguramente a causa del roce de todas las cosas que guardaba en la mochila, pero su visión lo reconfortó un poco. Aquella fue la primera vez que sus ojos no se llenaron de lágrimas al contemplarlo.

—Buenos días —le dijo tras unos segundos. Después lo besó en la barriga, tratando de no respirar—. ¿Qué hora es? Creo que he dormido mucho…

Cuando miró el reloj que llevaba en la muñeca —era un modelo sumergible y diseñado para jóvenes exploradores, regalo de su padre cuando cumplió los diez años—, vio que eran las once y cuarto. El sol apareció en ese momento por encima del respaldo del sofá y lo cegó unos segundos. Darío alzó la mano y se la puso sobre la frente a modo de visera. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, siguió mirando por la ventana un rato más sin moverse del saco. Recogió su mochila y sacó un cuaderno y un bolígrafo de su interior tras guardar el osito. Lo abrió y pasó a la octava página. Miró la fecha que había anotada en la parte superior y debajo escribió: «diecisiete de septiembre». Ni siquiera recordó que acababa de cumplir once años.

Era su calendario particular. Podría haber cogido cualquiera de los muchos que debía haber en los bares vacíos, en las tiendas destrozadas, en las casas donde las puertas habían sido derribadas y cuyos inquilinos vagaban por las calles convertidos en aquellas cosas… pero había preferido hacérselo él mismo. Era una buena manera de obligarse a mantener una cierta rutina, como si esos fueran sus deberes ahora que las clases se habían suspendido. Aunque Darío lo hacía de forma inconsciente, esa era la razón real; el imponer un poco de orden al caos que ahora reinaba en su mundo. Además, aquel cuaderno significaba mucho para él.

Cuando terminó de escribir, continuó en la novena página, dejando un gran espacio en blanco tras las fechas anotadas. «Calle Bailén, número 19. Entre el bar Rey de los Vinos y una librería que se llama Libros Cultos. Segundo piso, puerta…». Estuvo un rato tratando de acordarse de la letra, pero fue incapaz. Decidió apuntarlo cuando saliese de la casa, dejando otro espacio en blanco para rellenar. Después anotó: «casa grande y vacía». Cuando cerró el cuaderno y lo guardó en la mochila, abrió la cremallera del saco de dormir y se dispuso a levantarse.

La casa estaba mucho peor de lo que había imaginado por la noche. Había restos de muebles esparcidos por el suelo en cada rincón; sucias huellas de zapatillas incluso en las paredes; golpes, arañazos y desconchones formaban un telar de colores apagados sobre el tono sepia de sus muros. Las ventanas estaban destrozadas, pero no había muchos cristales en el suelo. Supuso que estarían fuera, sobre la acera de la calle.

Salió del saco y se puso de pie, apoyando la mano sobre el respaldo del sofá para echar a andar hacia el baño. Orinó durante un buen rato, soltando todo lo que por la noche no se había atrevido. Aún podía oír los gritos resonando en su cabeza como un eco sombrío. Cuando tiró de la cadena, un líquido rojo se vertió en el inodoro antes de adquirir su transparencia habitual. Darío lo miró sin decir nada. Era lo mismo que sucedía con los grifos. Con un gesto de asco, se limpió las manos sobre el lateral de los pantalones y se giró para volver al salón. Su propia imagen sobre el espejo que había en la pared del lavabo lo sobresaltó cuando sus ojos se encontraron con ella. «Estoy asqueroso…», pensó. Quizá en aquella casa sí que hubiese vivido un niño de su edad, no como en las demás que había registrado. A Darío nunca le había importado mancharse, pero en aquel momento sentía la imperiosa necesidad de ponerse ropa limpia. Le daba vergüenza el comprobar, cada vez que se los bajaba para hacer pis, que sus calzoncillos tenían muchas manchas amarillas secas y desagradables por la parte interior, en contacto con su pene a todas horas. ¿Y si eso lo hacía enfermar? Recordaba los sermones de sus padres acerca de la higiene íntima, como ellos decían. Ahora pensaba que quizá se los habían dado por algo más que para fastidiarle y hacerle sentir incómodo. ¿Y su pelo? ¿Qué haría si le salían piojos? Le picaba la cabeza solo de pensarlo.

Registró la casa de arriba a abajo durante los siguientes treinta minutos, pero tampoco esa vez hubo suerte. Por el estilo de ropa que aún quedaba en los armarios, esparcida por el suelo de las habitaciones e incluso en el interior de una vieja lavadora, sus habitantes debían ser personas mayores. Lo que sí encontró, en un pequeño mueble bajo el lavabo del baño, fue una caja de aspirinas sin abrir y con la fecha de caducidad aún lejana. Había muchos más medicamentos, pero no conocía ninguno entre todas aquellas cajas y frascos de aspecto sobrio, así que decidió no llevarse nada más que el familiar paquete blanco y verde. Sin embargo, cuando regresó al salón anotó en el cuaderno: «baño con muchas medicinas». No quería olvidarlo; le pareció importante saber dónde podía encontrarlas si las necesitaba. Además, siempre podía leer el prospecto de su interior y averiguar para qué servían, aunque las letras y él no se llevaran bien. En realidad odiaba leer, pero en su situación actual quizá ese sencillo acto podía salvarle la vida, y Darío era consciente de ello. No obstante, no podía evitar sentirse impotente. Ignoraba tantísimas cosas… Si hubiese podido conducir, o fuese más grande y más fuerte, o supiese manejar una pistola… Suponía que todo eso le habría hecho sentirse más seguro, más capaz de enfrentarse a la horrible realidad que se había apoderado del mundo. Quizá debido a esa misma impotencia, trataba de sobreponerse pensando en las ventajas que le ofrecía el ser un niño: era más pequeño y ágil, podía trepar con cierta soltura por los canalones que se adosaban a los edificios y también a los árboles, colarse por los estrechos ventanucos que daban acceso a los parkings a pie de calle… No sabía si todo aquello le serviría para algo si se veía en la situación de enfrentarse cara a cara con alguna de esas cosas que vagaban por las calles, pero pensar que así sería le hacía sentirse mejor.

El saco de dormir estuvo enrollado de nuevo y sujeto a la parte superior de la mochila con un par de cintas elásticas en un instante, gracias a la práctica que los campamentos de verano a los que había ido año tras año habían brindado a sus pequeñas manos. Había dormido demasiado, a su parecer, pero el descanso le había sentado bien y ahora su estómago volvía a rugir. Decidió que su desayuno consistiría en una galleta y media y un buen trago de agua de una de las botellas que había rescatado. Comió y bebió resignado, mientras sus ojos volvían una y otra vez al dibujo de aquella galleta gigante en la caja de color azul. Tenía tanta hambre que hubiese devorado sin dudar la caja entera, pero se mantuvo fiel a su decisión y la guardó en cuanto terminó de introducirse entre los dientes el triste bocado que le quedaba. Dedicando un último vistazo a la casa, se colgó la mochila y echó a andar hacia la puerta mientras sacaba de su bolsillo las llaves. Antes de introducirlas en la cerradura, se alzó sobre la punta de sus pies y observó a través de la mirilla. Por la noche no se había dado cuenta debido a la oscuridad y la poca potencia de su linterna, pero en la parte del descansillo que podía contemplar había una gran mancha de sangre seca. Retirándose de la puerta, tomó aire y trató de convencerse de que llevaba allí mucho tiempo, de que era tan solo eso: sangre seca y que, por tanto, no representaba ninguna señal de alerta. Antes de que ese pensamiento se retirase de su mente, se obligó a girar la llave.

La primera vuelta resonó en el edificio como el chasquido de un hueso roto.

Darío cerró los ojos, apretó los dientes y contuvo la respiración, pero nada pareció contestar al sonido. Dio una vuelta más repitiendo la misma operación. Y una tercera. Cuando el eco de esa última vuelta se extinguió en el edificio y reunió el valor suficiente, tiró del pomo y abrió la puerta con sumo cuidado. El silencio era todo cuanto podía oírse en el exterior, modulado a rachas por la brisa que mecía los árboles y los toldos de los balcones. La mancha del suelo era enorme. Trató de que su imaginación no lo arrastrase hasta escenas macabras cuyo único sonido eran gritos horripilantes y súplicas. Se dio cuenta entonces de que la mancha se extendía por el pasillo del edificio en un rastro intermitente que se perdía en un recodo, justo al lado de las escaleras por las que había subido la noche anterior. Introdujo la llave en la cerradura y la cerró desde fuera, pero dándole una única vuelta. No sabía si tendría que volver a aquella casa, pero si debía hacerlo no quería tener que pasarse dos minutos abriendo la puerta a sabiendas de que, quizá, tendría que hacerlo todo lo rápido que pudiera.

Resignado, se giró hacia el rastro y lo siguió en silencio, respirando despacio y con las manos temblándole junto al cuerpo. Cuando llegó a las escaleras se detuvo. El rastro bajaba por ellas saltándose de vez en cuando un par de escalones. Darío observó cómo doblaba sobre el suelo en dirección a la entrada del edificio y trató de pensar en qué podía haberlo provocado. Con un suspiro de impotencia, comenzó a bajar los escalones agarrándose a la barandilla. Tan solo los suaves pasos de sus zapatillas de deporte, empapadas y sucias a causa de los últimos días, se elevaban entre el silencio desolador. Una vez abajo, siguió el rastro con la mirada. Frente a él, la enorme puerta de madera que daba al exterior dejaba entrar un fino hilo de luz por sus hojas entreabiertas. El rastro se dirigía hacia ella, pero antes de llegar quebraba hacia la derecha y se introducía por un pasillo en el que no había reparado cuando entró en el edificio en la oscuridad de la noche. Fue acercándose despacio hasta que vio que estaba bloqueado hacia la mitad por un sinfín de muebles destartalados, palés de madera e incluso aquellos viejos somieres de alambre que sus abuelos aún conservaban en la casa del pueblo. Pensó, con una nueva punzada de dolor en el pecho, dónde estarían en aquel momento. «Muertos —le dijo una parte de sí que odiaba—. Todos están muertos…». La odiaba porque sabía que llevaba razón, pero aquella parte era también la responsable de que hubiese logrado sobrevivir —o al menos eso creía—, así que la escuchó y trató de no pensar en sus abuelos. Sin embargo, el recuerdo de su pueblo le hizo evocar un agradable olor en sus fosas nasales. Le llegó fantasmal, desde ese desván polvoriento que es la memoria. Era olor a hierba mojada, a las flores del campo que bordeaban el pequeño huerto de su abuelo, a la ropa tendida por las mañanas en el patio trasero de la casa… era olor a felicidad y buenos momentos, pero también el mismo que tenían en aquel instante la nostalgia, el dolor, la soledad, la impotencia. Notó que aquellos recuerdos trataban de arrancarle lágrimas a sus ojos, pero logró sobreponerse.

Se internó en el pasillo, acercándose hacia la barricada por donde el rastro de sangre avanzaba sobre el suelo hasta perderse bajo el amasijo de hierro y madera. Levantó la vista y miró hacia el fondo, por encima de la parte más baja que pudo encontrar. Después, se llevó la mano a la boca y dio dos pasos atrás con los ojos desencajados.

Allí, enterrado en la oscuridad que le brindaba al pasillo la ausencia de ventanas, cobijado junto al marco de una puerta y adherido a la pared por medio de miles de filamentos blanquecinos, había uno de aquellos capullos. Estaba de pie, apoyado en la pared como un sarcófago egipcio, y la sustancia de la que estaba hecho vibraba cuando las corrientes de aire pasaban sobre ella, como si cada una de las hebras que lo componían estuviese sometida a una gran tensión. Darío, al igual que le había pasado la primera vez que vio la sombra sobre la luna y la asoció de inmediato a la de un cuervo, tuvo la misma sensación cuando contempló por vez primera uno de esos capullos.

Eran como los de los gusanos de seda, solo que mucho más grandes.

Había tenido muchos a lo largo de su corta vida. Se los traía su padre del campo, metidos en una caja de cartón y con un puñado de hojas de morera apiladas en una esquina. A él le encantaban. Le parecía asombroso todo el proceso que llevaban a cabo aquellas pequeñas criaturas, cómo tejían las casas en las que entraban como gusanos y cómo las abandonaban, días después, en forma de hermosas polillas. Se pasaba horas y horas observándolos con una lupa, viendo cómo se alimentaban de las hojas y trabajaban después en sus diminutos telares. Cuando la caja se llenaba de polillas y todos los capullos estaban vacíos, él y su padre las soltaban en la terraza y las veían perderse en el cielo.

Sabía que de aquel capullo vacío que contemplaba con la mano aún sobre la boca no salían polillas, sino monstruos, aquellas cosas horribles y…

«…me encuentro mal, Darío…»

…con esa manera de moverse tan turbadora. No pudo más, la imagen que le vino a la mente entre aquel recuerdo terminó por adueñarse de él y le hizo girarse para echar a correr hacia la puerta de la calle. Cuando la abrió, y mientras las lágrimas aparecían por enésima vez sobre sus mejillas, el aire de la calle le hizo estremecerse, pero logró calmarlo un poco. El silencio seguía con su reinado sobre la ciudad, y cuando miró hacia los lados no vio a ninguna de las criaturas ni en la calle ni en la entrada del oscuro túnel que pasaba por debajo de la plaza de Oriente. Frente a él, majestuosa, se alzaba la catedral de la Almudena, y más lejos, siguiendo esa misma dirección, el enorme Palacio Real con su parque lleno de estatuas justo enfrente. Inmensas columnas de humo se elevaban hacia el cielo desde puntos de la ciudad que no se podían ver desde allí, pero su olor se extendía por el ambiente y una fina película de ceniza comenzaba a cubrir buena parte del suelo y los pocos coches que se veían a lo largo de la calle Bailén. Cuando se recuperó un poco, se giró para mirar hacia la puerta del edificio que acababa de abandonar y vio que se había equivocado al apuntar los nombres del bar que quedaba a su izquierda y la librería de su derecha. Sacó su cuaderno sin dejar de mirar en todas direcciones y tachó los nombres, sustituyéndolos por El Anciano Rey de los Vinos y Ser Cultos para ser Libres. No había mucha diferencia, pero se dijo que tenía que apuntarlos bien, a pesar de que no hubiese nadie que fuera a mirar el cuaderno con la intención de corregirlo. Se acordó también de rellenar el espacio que había dejado para la letra de la casa con una «A» curvada. Aquel acto lo ayudó a sentirse un poco más sereno.

Cuando guardó el cuaderno en la mochila, que colgaba de uno de sus hombros sobre su pecho, vio al osito en su interior y le dijo:

—Ya es hora de marcharnos. Tenemos que seguir avanzando si queremos llegar lo antes posible.

El osito le ofreció un guiño con el único ojo que le quedaba, provocado por un rayo de luz que se coló por la mochila en un movimiento de su hombro. Darío sonrió con amargura, interpretó aquel suceso con la tenaz esperanza de los niños, con esa convicción inamovible de que al final las cosas siempre terminaban por arreglarse de algún modo. Cerró la cremallera, se la echó de nuevo a la espalda y miró una última vez hacia ambos lados de la calle antes de echarse a andar. Mientras cruzaba la carretera —esa por la que había pasado miles y miles de veces sentado en la parte de atrás del coche de su padre cuando iban al rastro los domingos, cantando y riendo—, su vista se posó sobre las vidrieras de la catedral, que reposaban intactas a muchos metros sobre el suelo y brillaban a causa del reflejo del sol en su cénit. Darío nunca había tenido muy claro el concepto de «religión», pero le pareció que si en el interior de aquel enorme edificio quedaba alguna esperanza, era muy escasa. Después se preguntó si Dios sería capaz de volver a remendar todo lo que se había roto. No lo creía posible, pero aun así no dejó de preguntárselo mientras descendía por la calle Mayor y avanzaba con cuidado pegado a la verja que protegía las paredes laterales de la catedral. Concentrado como estaba en esos pensamientos no se le ocurrió mirar hacia detrás, donde se erguía el edificio de la Capitanía General, porque de haber sido así los recuerdos de una noche no demasiado lejana en la que su madre, Fede y él se quedaron atascados con el coche frente a un enorme cordón policial habrían acudido a su mente, provocando un nuevo ataque de nostalgia.

El asfalto estaba empapado y los charcos refulgían carmesíes bajo la luz que se filtraba a través de los árboles. El rojo había teñido también los pasos de cebra y las paredes blancas de los edificios, confiriéndoles el aspecto del metal oxidado, pero no les prestó atención. La basura lo cubría todo. Cientos de bolsas de plástico ondeaban como pestilentes banderas bajo la brisa que recorría las calles.

Cuando llegó hasta una de las entradas laterales de la catedral, se fijó en otro par de capullos que se encontraban entretejidos contra la verja. También estaban abiertos, como el del interior del edificio, y nada había en su interior.

Mientras pasaba de largo junto a dos coches que estaban atravesados en la carretera, se planteó por vez primera dónde iban los monstruos cuando emergían por fin de ellos, por qué no había muchos por las calles y los pocos que había visto siempre estaban en movimiento, como si trataran de llegar a algún lugar que ignoraba por completo. Sin embargo, era mejor así. Había visto lo que aquellos seres les hacían a las personas cuando lograban acercarse lo suficiente, y no quería que aquello acabase sucediéndole a él.

Sin darse cuenta, comenzó a tararear mentalmente una canción mientras sus pies le iban acercando poco a poco a su destino. No se atrevía a silbar.

No sobre aquel silencio sobrenatural que envolvía Madrid.

4

11 de septiembre

Su madre estaba sentada en el sofá viendo las noticias mientras su padre leía una novela y devoraba lo poco que quedaba de su desayuno. Fede dormía en su habitación, abrazado a un peluche y con un fino hilo de saliva escurriéndose juguetón por una de sus mejillas. La televisión seguía hablando de la luna.

«Aún no se ha podido esclarecer el motivo por el cual nuestro satélite sigue mostrando esa mancha tan extraña sobre su superficie, pero los astrónomos coinciden en afirmar que no hay de qué preocuparse, ya que no han detectado ninguna anomalía en su órbita. Esta cuestión, que había intrigado a una buena cantidad de científicos en todo el mundo, ha quedado zanjada tras una rueda de prensa que la NASA y la Agencia Espacial Europea han ofrecido a primera hora de la mañana. Tampoco se ha observado ningún cambio en las mareas, lo que hace pensar a los expertos en que, probablemente, algún objeto se ha interpuesto entre la Tierra y la luna en algún momento de las últimas horas provocando las sombra que aún pueden contemplar los países en los que la noche aún no se ha acabado…»

«… Doctor Frank Smith, científico de la NASA, (traducido del inglés):

—No podemos decir en estos momentos nada que no sepan ya. Seguimos observando la luna en busca de algo que pueda aportar algo de luz a este misterio sin precedentes, pero estamos completamente desconcertados. Según la información de la que disponemos, no debemos temer ningún efecto sobre la Tierra, aunque es pronto para valorar la situación. Nunca nos habíamos enfrentado a nada tan…»

«… Testigo, Madrid:

—No sé qué puede ser, la verdad, pero da un poco de miedo, ¿no? —risas.

Testigo, Córdoba:

—A lo mejor se ha caído un trozo y por eso nos parece que hay una sombra —risas.

Testigo, Cantabria:

—Ni idea. Eso que lo descubran los que saben de estas cosas, que los demás estamos muy ocupados tratando de levantar el país…»

«… A la espera de novedades acerca de este suceso histórico, volvemos ahora con otras noticias, agradeciendo que sigan con nosotros en…»

Su madre apagó la televisión tras un breve zapping. Darío la había estado mirando de soslayo mientras jugaba con su videoconsola, sentado en un sillón con una pierna sobre uno de sus reposabrazos. No había dormido muy bien esa noche. Sus pensamientos habían estado volviendo una y otra vez a la figura blanca que se veía desde la ventana de su habitación y no sabía muy bien por qué, pero no le gustaba. Era como uno de esos presagios que solían tener los protagonistas de algunas películas de terror, aunque él no había visto muchas debido a la insistencia de su madre en que le provocarían serias pesadillas. Esa noche, sin embargo, no había tenido ninguna. Había estado demasiado ocupado imaginando las más fantásticas explicaciones para aquella sombra que se había instalado sobre la luna el día anterior, pero ninguna había logrado satisfacerle ni alejar la sombría sensación de que algo no iba bien.

—Darío, cariño, prepara tu mochila que nos vamos al cole en quince minutos. Voy a quitar unas sábanas de la cuerda y salimos, ¿vale? —dijo su madre, sacándolo de sus pensamientos.

—Vale, mamá.

Apagó la consola y la miró durante un momento, sabiendo que el fin de semana se había acabado y que ya no se pasaría horas enteras sentado en su habitación jugando con ella. «Al cole otra vez… —se dijo—. ¿Puede haber algo más aburrido?». Decidió que era imposible, pero se encaminó a su habitación y recogió la mochila del colegio tras llenarla con los libros que iba a necesitar ese día. Después regresó al salón y se quedó mirando a su padre, que aún leía sentado a la mesa frente a un café que humeaba y un plato vacío.

—¿Hoy no trabajas? —le preguntó.

Él levantó la vista del libro y le sonrió.

—No. Estoy de permiso hasta el miércoles, hijo. —Arrugó un poco la cara y preguntó—: ¿Has dormido bien, Darío? Pareces un poco cansado.

—No mucho, la verdad. Es que esa sombra en la luna… no sé. ¿Es muy extraño, no?

—Sí que los es, pero no creo que tengas que preocuparte por eso. Seguro que en unos días desaparecerá. ¿Es eso lo que te pasa? No sabía que le tuvieses tanto apego a la luna, hijo…

—No es eso, papá. Es solo que… Da igual, olvídalo. Seguro que llevas razón —dijo Darío. Después, tratando de alejar sus pensamientos acerca de la luna, preguntó—: ¿Y por qué tú no tienes que ir a trabajar y yo sí tengo que ir al cole? No es justo…

—Ay, Darío. Hay tantas cosas en esta vida que no son justas… Pero es tu obligación, igual que yo tengo las mías. Tú tienes todos los fines de semana libres, y tres meses de vacaciones aparte de las fiestas, y sin embargo yo me los paso metidos en el cuartel. Eso tampoco es justo, ¿no crees?

—Supongo. ¡Oye! ¿Vamos a ir este sábado a pescar? Me lo habías prometido…

—En principio sí, hijo, no creo que tenga ninguna novedad a última…

El padre de Darío no pudo acabar la frase, porque en ese momento su madre gritó desde la terraza.

Ambos se miraron por un segundo y después echaron a correr hacia donde se encontraba. Fede se había despertado a causa del grito y se puso a llorar en la cama, a la espera de que alguien fuese a consolarlo, pero Darío y su padre lo ignoraron. Cuando llegaron a la puerta de la cocina, por donde se accedía a la terraza, la vieron de pie, frente al cristal entreabierto. Estaba de espaldas a ellos, pero por la posición de sus brazos supieron que se había tapado la boca con las manos.

—¡Ana! ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —dijo el padre.

Ella se giró despacio, con los ojos muy abiertos y señaló al exterior. Él y Darío se acercaron hasta el cristal y miraron hacia la calle.

Lo primero que vieron fueron las sábanas que se hallaban tendidas en las cuerdas. Estaban teñidas de rojo, como si las hubiesen sumergido en un cubo lleno de sangre. Después les llegó un rumor apagado, como la estática de una televisión, y miraron hacia arriba. No había ni una sola nube sobre el cielo y sin embargo… llovía.

Y además, aquella lluvia era roja.

—¿Qué es eso, Pedro? ¿Qué está pasando? —preguntó Ana.

Su marido no contestó. Tan solo los cogió a ambos de los hombros y los retiró de la puerta de la terraza en un gesto de protección.

—Está lloviendo rojo… —dijo Darío, fascinado—. Lluvia roja…

—Ve a ver a Fede, anda —le ordenó su padre—. Tranquilízalo y dile que no pasa nada, que ahora vamos. ¡Corre!

Mientras Darío se alejaba de la terraza sin dejar de mirar el fino torrente carmesí que se derramaba desde aquel cielo sin nubes, Pedro cerró la puerta y se quedó contemplando junto a su mujer cómo la lluvia comenzaba a teñir el metal de la barandilla y se escurría sobre el toldo en densos regueros.

—Dios mío, Pedro, ¿qué está pasando? —continuó preguntando Ana.

Él tampoco contestó. Sus ojos se hallaban fijos en el exterior, observando cómo el cristal era salpicado de vez en cuando por la lluvia y cómo las finas gotas se escurrían por él como cientos de líneas rojas y vibrantes. Las sábanas se agitaban sobre el vacío como enormes pañuelos que se hubiesen usado para contener una gran hemorragia.