El paraíso de las mujeres - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

El paraíso de las mujeres E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

El paraíso de las mujeres es una novela de corte alegórico del escritor Vicente Blasco Ibáñez. En ella el autor plantea un juego literario con Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, haciendo a sus protagonistas viajar al Lilliput del autor americano en 1722 con una estructura similar a la obra original, pero con un trasfondo que analiza la situación política española de su época.-

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Vicente Blasco Ibañez

El paraíso de las mujeres

 

Saga

El paraíso de las mujeres

 

Copyright © 1922, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509649

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I FRENTE A LA TIERRA DE VAN DIEMEN

Edwin Gillespie, joven ingeniero de Nueva York, llevaba varias semanas de navegación a bordo de uno de los paquebotes ingleses que hacen la carrera entre San Francisco y Australia.

Nunca había conocido un viaje tan triste. Recordaba con dulce nostalgia su navegación de tres años antes, desde los Estados Unidos a las costas de Francia, cuando era oficial del ejército americano e iba a guerrear contra los alemanes. Aquella travesía resultaba peligrosa; reinaba a bordo una continua vigilancia por miedo a los submarinos y a las minas flotantes; pero Gillespie tenía entonces como inseparables compañeros la alegría de una juventud ansiosa de aventuras y el entusiasmo del que va a exponer su vida por un ideal generoso.

Ahora llevaba como invisibles camaradas de viaje la desesperación y el aburrimiento, y cuando conseguía huir de uno, caía en los brazos del otro. Se había embarcado apresuradamente, creyendo encontrar la fortuna lejos de los Estados Unidos; pero se sentía cada vez más triste así como iba alejándose de su tierra natal.

Era el amor el que le había aconsejado esta resolución desesperada.

A su vuelta de la gran guerra había visto el mundo transfigurado. Todo le parecía más hermoso; las cosas adoptaban nuevas formas; el aire cantaba junto a sus oídos, agitado por las vibraciones de una sinfonía interminable. Y todo esto era porque acababa de conocer a miss Margaret Haynes, una persona primaveral, cuyos diez y nueve años, alegres y graciosos, se desbordaban en risas, palabras musicales y gestos encantadores.

Gillespie olvidó de golpe todo su pasado al hablar con esta adorable criatura. Creyó que su vida anterior había sido un ensueño. Recordaba con esfuerzo, como si fuesen pálidas visiones, su ida a Europa; los combates junto a Saint—Mihiel, de los que salió herido; la ceremonia guerrera durante la cual a él y a otros compañeros les colocaron sobre el pecho la roja cinta de la Legión de Honor.

Para Edwin Gillespie la única realidad era miss Margaret, y los días que no la veía, aunque sólo fuese por unos momentos, se imaginaba que el cielo era otro y que se desarrollaban en su inmensidad tremendos cataclismos de los que no podían enterarse los demás mortales.

Toda una primavera se encontraron en los tés de los hoteles elegantes de Nueva York. Después, durante el verano, siguieron conversando y bailando en las playas del Atlántico más de moda.

Miss Margaret era la hija única del difunto Archibaldo Haynes, que había reunido una fortuna considerable trabajando con éxito en diversos negocios. La sonriente miss iba a heredar algún día varios millones; y esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que aún no contaba con una posición social.

El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su país. Miss Haynes fue la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fue él quien se atrevió a declarar su amor, o fue ella la que con suavidad le impulsó a decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.

Margaret aceptó su amor, fueron novios, y desde este momento, que debía haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezó a tropezar con obstáculos. Seguro ya del cariño de la hija, tuvo que pensar en la madre, que hasta entonces sólo había merecido su atención como una dama de aspecto imponente, muy digna de respeto, pero que siempre se mantenía en último término, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero. Mistress Augusta Haynes era una señora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida a través de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso genio administrativo, sabía mantener íntegra la fortuna de su difunto esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones.

Amaba a su hija única, tanto como detestaba a la juventud actual por su carácter frívolo y su inmoderada afición al baile. En las reuniones buscaba siempre a las personas graves, lamentándose con ellas de la ligereza y la corrupción de los tiempos presentes. Se había fijado en la asiduidad con que el ingeniero seguía a su hija, en su afición a bailar juntos y en sus conversaciones aparte. Además, tenía noticias de varios encuentros, demasiado casuales, en los paseos de la ciudad.

Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces sólo había sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno, decidió pasarlo lejos de Nueva York, y fue a instalarse con su hija en un lujoso hotel de Pasadena. Creyó, sin duda, con egoísta ilusión, que un hombre que había ido de América a Europa para hacer la guerra era incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York a California detrás de su amada; pero pronto pudo convencerse de su error.

Una semana después, al bajar por la mañana al parque del hotel, vio a Margaret jugando al tennis con un gentleman de pantalón blanco, brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie.

Miss Haynes, que había hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreía ahora como si viese revolotear escuadrillas de ángeles por encima de los naranjos californianos. En cambio, la madre recobró su gesto inquisitorial, acogiendo con helada cortesía las grandes demostraciones de afecto del ingeniero.

—Ha sido para mí una agradable sorpresa—dijo el joven—. Yo no sabía que estaban ustedes aquí….

Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecía burlarse de tales palabras.

Desde entonces, la majestuosa viuda empezó a pensar en lo urgente que era librarse de este aspirante a la dignidad de yerno suyo. La gallardía física del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba a las jóvenes, y sus destrezas de danzarín, eran para la señora Haynes otros tantos títulos de incapacidad.

Ella apreciaba en los hombres cualidades más positivas. ¿A cuánto ascendía su fortuna? ¿Qué es lo que había hecho hasta entonces de serio en su existencia?…

Era ingeniero; pero esto no representaba más que un simple diploma universitario. Había prestado sus servicios en unas cuantas fábricas, ganando lo preciso para vivir, y cuando llegaba el momento de la guerra, en vez de quedarse en América para trabajar en un gran centro industrial e inventar algo que le hiciese rico, prefería ser soldado, debiendo sólo a un capricho de la suerte el no quedar tendido para siempre sobre la tierra de Europa.

Su marido había sido otro hombre, y ella deseaba para Margaret un esposo igual, con una concepción práctica de la existencia, y que supiese aumentar los millones de la cónyuge aportando nuevos millones producto de su trabajo.

La viuda no ahorró medios para hacer ver al ingeniero su hostilidad. Evitaba ostensiblemente el invitarlo a sus fiestas; fingía no conocerle; estorbaba con frecuentes astucias que su hija pudiera encontrarse con él.

Miss Margaret se mostraba triste cuando de tarde en tarde conseguía hablar con Edwin, lejos de la agresividad de su madre y de la animadversión de todas las familias amigas, igualmente hostiles a él.

Un día, Gillespie, con un esfuerzo supremo de su voluntad y más conmovido que cuando avanzaba en Francia contra las trincheras alemanas, visitó a la majestuosa viuda para manifestarle que Margaret y él se amaban y que solicitaba su mano.

Aún se estremecía en el buque al recordar el tono glacial y cortante con que le había contestado la señora. Su hija era heredera de una respetable fortuna, y bien merecía que su esposo aportase, cuando menos, otro tanto a la asociación matrimonial.

—Además—dijo la viuda—, yo deseo un yerno que sea persona seria y trabaje con provecho. Nunca me han gustado los hombres que pasan el tiempo soñando despiertos, leyendo libros o escribiendo cosas que nada producen.

Gillespie tuvo que reconocer que la viuda estaba bien enterada de su existencia; tal vez por la indiscreción de un amigo infiel, tal vez por las informaciones de algún detective particular. En realidad, este ingeniero era algo dado al ensueño, gustaba mucho de la lectura, y en sus cajones, junto con los planos y los cálculos de su profesión, guardaba varios cuadernos de versos.

Margaret le amaba; pero el amor de una señorita de buena familia y excelente educación, acostumbrada a las comodidades que proporciona una gran fortuna, debe tener sus límites forzosamente. No iba ella a abandonar a su madre y a reñir con todas las familias amigas para casarse con un novio pobre, dedicado por completo a su amor e ignorante del camino que debía seguir en el presente momento. Estas resoluciones desesperadas sólo se ven en las novelas.

Tenía además cierta confianza en el porvenir y consideraba oportuno dejar pasar el tiempo. Su madre tal vez cediese al ver que transcurrían los años sin que ella amase a otro hombre. Edwin podía estar seguro de su fidelidad. Mientras tanto, la Fortuna tal vez se fijase de pronto en Gillespie, como se había fijado en mister Haynes. Acostumbrada a ver en los salones de su casa a muchos hombres que habían empezado su carrera siendo pobres y ahora eran millonarios, se imaginó que esta era inevitablemente la historia de todos los humanos y que a Edwin le llegaría su turno.

Pero la madre velaba, y cortó con una enérgica resolución esta rebeldía mansa. La señora y la señorita Haynes desaparecieron de su hotel. El ingeniero, después de disimuladas averiguaciones entre las familias amigas de ellas residentes en Pasadena y en Los Ángeles, llegó a saber que se habían trasladado a San Francisco. Fue allá, y consiguió una tarde hablar con Margaret en el Gran Parque, cuando paseaba con su maestra de español.

La entrevista resultó grata para el joven, porque le dio la seguridad de que Margaret le amaba siempre; mas no por eso sacó de ella un resultado positivo.

Miss Haynes era una buena hija y no se declararía nunca en rebelión contra su madre. Pero como en sus afectos sólo podía mandar ella, juró á Edwin que le esperaría un año, dos, tres, todos los que fuesen necesarios, hasta que él encontrase una situación verdaderamente lucrativa o un medio indiscutible de hacer fortuna. Con esto era seguro que la madre cejaría en su resistencia.

El ingeniero juró también con el entusiasmo de una juventud enérgica. Él conseguiría esta fortuna. Ignoraba completamente, al formular su juramento, de qué modo puede obtenerse la riqueza; pero una nueva voluntad, más fuerte que la que hasta entonces le había guiado en la vida, empezaba a despertar en su interior.

—¡Adiós, Margaret! Antes de un año seré rico, y nos casaremos….

Luego, al verse solo, sin la dulce embriaguez que parecía invadirle cuando estaba al lado de su novia, volvió a contemplar la realidad tal como era, hostil y repelente. ¿Cómo puede un hombre ganar unos cuantos millones en un año cuando los necesita para casarse con la mujer que ama?… Quiso ver otra vez a Margaret, para que su voluntad adquiriese nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin duda había tenido noticias de esta entrevista por la profesora de español, se marchó de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no pudo averiguar nada acerca de su paradero.

Le era preciso, después de esto, tomar una resolución. Su vida en Los Ángeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, había disminuido considerablemente los contados miles de dólares que representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes a un nuevo trabajo para no verse en la indigencia.

Creyó, como todos, que la fortuna únicamente puede esperarnos en un lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los antípodas, y por eso aceptó con verdadera fe los informes de un amigo que le aconsejaba ir a Australia, ofreciéndole para allá varias cartas de recomendación.

Gillespie acabó embarcándose con rumbo a Melbourne, pero antes escribió a una amiga de Margaret para que ésta conociese su resolución y el lugar de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.

La larga navegación fue muy triste para él. La soledad voluntaria en que se mantuvo entre los pasajeros sirvió para excitar sus recuerdos dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin saber por qué, de recibir un cablegrama de Margaret animándole a perseverar en su resolución. Pero no recibió nada.

Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelandia, siguiendo la curva de más de una mitad del globo terráqueo, a través de los numerosos archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al encuentro ningún cablegrama.

Varias familias de Nueva Zelandia tomaron pasaje para ir a Sidney o a Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compañeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose a ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con él y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.

Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vio un libro abandonado en el sillón inmediato. Le bastó la primera ojeada para darse cuenta da que debía pertenecer a los niños de una familia subida al buque en Nueva Zelandia.

La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su título antes de leerlo. Vio un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rótulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, a pie y a caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, á estilo oriental.

—Las Aventuras de Gulliver—murmuró el ingeniero—. El gracioso libro de Swift… ¡Cuánto tiempo hace que no he leído esto!… ¡Qué feliz era yo en los años que podía interesarme tal lectura!…

Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueña y algo desdeñosa. Primeramente fue mirando las distintas láminas; después empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto a abandonarla, pero retardando el momento a causa de su curiosidad, cada vez más excitada. Al fin acabó por entregarse sin resistencia al interés de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.

Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fue interrumpida violentamente.

Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa a popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder a impulsos del golpe recibido.

El ingeniero vio elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos obscuros que se esparcían en semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del sol.

Sonó una explosión inmensa, ensordecedora, y después se hizo un profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la última vibración del atronador desgarramiento. Pero el silencio fue corto. A continuación, todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.

A partir de este momento, el ingeniero creyó haber caído en un mundo irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron con una rapidez desconcertante.

Se vio hablando con un oficial que corría a lo largo de la cubierta dando gritos a los marineros para que echasen los botes al agua.

—Hemos tocado con la proa una mina flotante—dijo contestando a las preguntas de Gillespie—. Y si no es una mina, será un torpedo abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el Pacífico.

Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. ¿Cómo podían las corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?… ¿Por qué raro capricho de la suerte iban ellos a chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?… Oyó que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que sólo había cambiado algunos saludos durante el viaje.

—No creo en la mina ni en el torpedo—dijo este hombre—. Deben haber embarcado dinamita en Nueva Zelandia o alguna otra materia explosiva. Lo cierto es que nos vamos a pique irremediablemente.

Gillespie se dio cuenta de que este pasajero decía verdad. El buque empezaba a hundir su proa y a levantar la popa lentamente. Las olas invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos por la explosión y los cadáveres despedazados.

Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revólver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los niños ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por orden de edad.

Se abstuvo Gillespie de unirse a los grupos que esperaban sobre la cubierta el momento de huir del buque. Sabía que él, por su juventud y su vigor, debía ser de los últimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora sus acciones. La muerte se le aparecía como algo dulce y triste que podía solucionar todas las contrariedades de su existencia.

Automáticamente se metió en su camarote, tomando muchos objetos de un modo instintivo, sin que su razón pudiese definir por qué hacía esto.

Al volver a la cubierta, ya no vio a los grupos de pasajeros. Todos estaban en los botes. Sólo quedaban algunos tripulantes, y el mismo oficial que le había hablado corría ahora de una borda a otra, dando órdenes en el vacío.

—¿Qué hace usted aquí?—le preguntó severamente—. Embárquese en seguida. El buque va a hundirse en unos minutos.

Así era. La proa había desaparecido enteramente; las olas barrían ya la mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un silencio mortal. Las máquinas estaban inundadas. Un humo denso y frío, de hoguera apagada, salía por sus chimeneas.

Gillespie tuvo que subir a gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo que por una montaña, hasta llegar a un sitio designado por el oficial, del que colgaba una cuerda. Se deslizó a lo largo de ella con una agilidad de deportista acostumbrado a las suertes gimnásticas, hasta que tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.

Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al oficial, que descendía detrás de él.

El bote no era gran cosa como embarcación. Lo habían despreciado, sin duda, los demás tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se alejaban a vela o a remo del buque agonizante.

Por fortuna, este bote, en el que podían tomar asiento hasta ocho personas, sólo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un marinero.

El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeñas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vagorosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque sólo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba a quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía a su encuentro.

Los tres hombres remaron varias horas. Luego la fatiga pudo más que su voluntad, y acabaron tendiéndose en el fondo de la embarcación.

La lobreguez de la noche abatió sus energías. ¿Para qué seguir remando a través de las sombras, sin saber adónde iban? Era mejor esperar la luz de la mañana, economizando sus fuerzas.

Acabó Gillespie por dormirse con ese sueño pesado y profundo, de una densidad animal, que sólo conocen los hombres cuando están en vísperas de un peligro de muerte.

Le pareció que este sueño y la misma noche sólo habían durado unos minutos. Una impresión cáustica en la cara y en las manos le hizo despertar.

Era la caricia del sol naciente. El bote se agitaba con movimientos más suaves que en la noche anterior. El cielo no tenía sobre sus ojos una nube que lo empañase; todo él estaba impregnado de oro solar. Las aguas se extendían más allá de las bordas del bote, formando una llanura de azul profundo y mate que parecía beber la luz.

Se incorporó, y al tender su vista de un extremo a otro de la embarcación, no pudo retener un grito de sorpresa. Se llevó una mano a los ojos, restregándoselos para ver mejor.

Estaba solo.

II NOCHE DE MISTERIOS Y DESPERTAR ASOMBROSO

No pudo comprender la desaparición de sus compañeros. Es más: presintió que este misterio no lo aclararía nunca. Tal vez se habían precipitado sin quererlo en el mar, al hacer una maniobra de la que él no se dio cuenta durante su sueño. Luego pensó que, al encontrarse en el curso de la noche con alguna de las grandes balleneras procedentes del paquebote, el oficial y el marinero habían querido pasar a ella por considerarla más segura, abandonando á Edwin a su suerte para no cargar a la repleta embarcación con un pasajero más.

El joven olvidó pronto esta felonía. Necesitaba trabajar para salir de su angustiosa situación. Durante algunas horas remó y remó, siguiendo el rumbo que le aconsejaba su instinto.

Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal, pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas é incansables como en la presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo su vista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeña embarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, o los había tragado el mar durante la noche.

A mediodía descansó para comer. En el bote había abundantes provisiones, así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Era una suerte que sus compañeros no hubiesen pensado en llevarse tantas cosas preciosas.

Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. El mar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugía sordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser una barrera de obstáculos submarinos, en torno a los cuales se revolvían las aguas, hirviendo en incesantes espumarajos.

El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eran las crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más allá existirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución a través de las aguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas de olas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo, se vio en un inmenso y tranquilo circo de agua.

En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago, teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una sucesión de tierras bajas que debían ser islas.

Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el agua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivinó que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que sólo tenía algunos metros de profundidad.

Media hora después, al volver a hundir el remo, creyó tocar una roca; pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase ningún obstáculo. Empezaba a ocultarse el sol cuando llegó cerca de tierra, y fue siguiendo su contorno a unos cincuenta metros de distancia. Iba en busca de una bahía pequeña o de la desembocadura de un riachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.

Como empezaba a anochecer, aceleró su exploración antes de que se extinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vio que la costa avanzaba formando un pequeño cabo y que, en torno de su punta, las aguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba cierta profundidad. Llegó a tocar con la proa esta tierra, relativamente alta entre las tierras inmediatas. Apoyando sus manos en el reborde de la orilla, dio un salto y quedó de pie sobre el reducido promontorio.

Lo primero que pensó fue buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que representaba su única esperanza.

Buscando en la penumbra, dio con un grupo de arbustos vigorosos cuyas ramas llegaban a la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo ver que tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con su relativa pequeñez.

Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de este fenómeno vegetal, y se limitó a pasar la cuerda en derredor de tres de los árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no se alejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio, metiéndose tierra adentro.

La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir a la media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veía una luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó a descubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundía a veces hasta la cintura.

Quiso volver atrás, convencido de la inutilidad de su exploración. Prefería pasar la noche en el bote, por ofrecerle mayores comodidades para su sueño que esta tierra desconocida. Pero al poco tiempo de marchar en varias direcciones se dio cuenta de que estaba completamente desorientado. Aquel mar tranquilo como una laguna, sin rompientes y sin olas, no podía guiarle con el ruido de sus aguas al chocar contra la orilla.

Un silencio absoluto envolvió a Edwin. La profunda calma de la noche solamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma de árboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos de madera vigorosa.

Al salir a una llanura abierta en la selva enana, se sentó en el suelo, admirando la suavidad del césped. Lo mismo era pasar allí la noche que en la embarcación. No hacía frío, y además él estaba abrumado por el cansancio y por las tremendas emociones sufridas en el mar. Comió varias galletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabó por tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría del sueño.

Iba a dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él. Adivinaba la proximidad invisible de pequeños animales de la noche, atraídos sin duda por la novedad de su presencia. Bajo los matorrales inmediatos sonaba un murmullo de vida comprimida y susurrante, igual a un revoloteo de insectos o un arrastre de reptiles.

—Deben ser ratas—pensó el ingeniero.

Al extender, desperezándose, uno de sus brazos, dio contra los matorrales más próximos, e inmediatamente sonó bajo el ramaje un rumor medroso de fuga.

Gillespie sonrió, satisfecho de no estar solo en esta tierra misteriosa. No se había equivocado: eran ratas u otros roedores del bosque de arbustos.

De nuevo empezaba a adormecerse, cuando un zumbido, que parecía sofocado voluntariamente, pasó varias veces sobre su rostro. Al mismo tiempo le abanicó las mejillas cierta brisa dulce, semejante a la que levantan unas alas agitándose con suavidad.

—Algún murciélago—volvió a decirse.

Sus ojos creyeron ver en la lobreguez algo más obscuro aún que pasaba, flotando en el aire, por encima de su rostro. De este pájaro de la noche surgieron repentinamente dos puntos de luz, dos pequeños focos de intensa blancura, iguales a unos ojos hechos con diamantes. Un par de rayos sutiles pero intensísimos se pasearon a lo largo de su cuerpo, iluminándole desde la frente hasta la punta de los pies. El ingeniero, asombrado por el supuesto murciélago, levantó un brazo, abofeteando al vacío. Instantáneamente, el misterioso volador apagó los rayos de sus ojos, alejándose con un chillido de velocidad forzada que le hizo perderse a lo lejos en unos cuantos segundos.

Esta visita quitó el sueño a Edwin, obligándole a sentarse sobre la pequeña pradera que le servía de cama. Sus ojos pudieron ver entonces por encima de los matorrales varios puntos de luz que se movían con una evolución rítmica, cambiando la intensidad y el color de sus resplandores.

—Indudablemente son luciérnagas—murmuró—; luciérnagas de este país, distintas a todas las que conozco.

Las había de una blancura ligeramente azul, como la de los más ricos diamantes; otras eran de verde esmeralda, de topacio, de ópalo, de zafiro. Parecía que sobre el terciopelo negro de la noche todas las piedras preciosas conocidas por los hombres se deslizasen como en una contradanza. Volaban formando parejas, y sus rayos, al cruzarse, se esparcían en distintas direcciones.

Gillespie encontraba cada vez más interesante este desfile aéreo; pero de pronto, como si obedeciesen a una orden, todos los fulgores se extinguieron a un tiempo. En vano aguardó pacientemente. Parecía que los insectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar con algunos de sus rayos la cabeza que surgía curiosa sobre los matorrales.

Pasó mucho tiempo sin que la obscuridad volviera a cortarse con la menor raya de luz, y Edwin sintió el desencanto de un público cuando se convence de que es inútil esperar la continuación de un espectáculo. Volvió a tenderse, buscando otra vez el sueño; pero, al descansar la cabeza en la hierba, oyó junto a sus orejas unos trotecillos medrosos y unos gritos de susto. Hasta sintió en su cogote el roce de varios animalejos que parecían haberse librado casualmente por unos milímetros de morir aplastados.

—Voy a pasar la noche en numerosa compañía—se dijo Edwin—. ¡Y yo que me imaginaba esta tierra como un desierto!… Mañana, indudablemente, presenciaré cosas extraordinarias y podré explicarme los misterios de esta noche. ¡Ahora, a dormir!

Y como si hubiese perdido toda curiosidad, fue sumiéndose en el sueño…. Pero antes de dormirse completamente sintió un pinchazo en una muñeca, algo semejante a la mordedura de un colmillo único, una incisión que pareció llegar hasta el torrente de su sangre.

Quiso mover el brazo en que había recibido esta herida y no pudo. Una torpeza creciente se fue difundiendo por sus músculos y sus nervios, paralizando toda acción.

Pensó que tal vez había serpientes bajo los matorrales y que acababa de recibir su mordedura venenosa. Fue a mover el otro brazo, y, en el momento que intentaba levantarlo del suelo, recibió una segunda picadura, igualmente paralizante.

—Ya no hay remedio—se dijo—. Me han mordido las víboras.

Y cayó vencido por el sueño, como si se esparciese por todo su cuerpo el sopor de un narcótico.

Cuando despertó, tuvo inmediatamente la certidumbre de habar dormido muchas horas. El sol estaba alto, y al abrir los ojos se vio obligado a cerrarlos inmediatamente. Ladeó la cabeza, huyendo de la causticidad de su luz, y poco a poco fue entreabriendo el ojo más inmediato a la tierra, mientras conservaba cerrado el otro.

Al extenderse esta visión única casi a ras del suelo, fue tal la sorpresa experimentada por él, que volvió por segunda vez a juntar sus párpados. Debía estar durmiendo aún. Lo que acababa de ver era una prueba de que se hallaba sumido todavía en el mundo incoherente de los ensueños. Dejó transcurrir algún tiempo pura resucitar en su interior las facultades que son necesarias en la vida real. Después de convencerse de que no dormía, de que se hallaba verdaderamente despierto, volvió a abrir sus párpados lentamente, y se estremeció con la más grande de las sorpresas viendo que persistía el mismo espectáculo.

Todo el lado de la pradera que llegaba a abarcar con su ojo abierto, así como la linde de la masa de matorrales y la tierra que quedaba entre sus troncos, estaban ocupados por una muchedumbre de seres humanos, idénticos en sus formas a los componentes de todas las muchedumbres. Pero lo que él creía matorrales eran árboles iguales a todos los árboles y formando un bosque que se perdía de vista. Lo verdaderamente extraordinario era la falta de proporción, la absurda diferencia entre su propia persona y cuanto le rodeaba. Estos hombres, estos árboles, así como los caballos en que iban montados algunos de aquellos, hacían recordar las personas y los paisajes cuando se examinan con unos gemelos puestos al revés, o sea colocando los ojos en las lentes gruesas, para ver la realidad a través de las lentes pequeñas.

Gillespie abrió y cerró su ojo repetidas veces, y al fin tuvo que convencerse de que estaba rodeado de un mundo extraordinariamente reducido en sus dimensiones. Los hombres eran de una estatura entre cuatro o cinco pulgadas. Personas, animales y vegetales, partiendo reducido tipo minúsculo, guardaban entre ellos las mismas proporciones que en el mundo de los hombres ordinarios.

—¡Igual que le ocurrió a Gulliver!—se dijo el ingeniero—. Debo estar soñando, a pesar de que me creo despierto.

Y para convencerse de que no dormía, quiso mover su brazo derecho. Aún perduraba en él la torpeza sufrida en la noche anterior. Se acordó de las picaduras y de la parálisis que se había extendido luego por sus miembros. Al principio, el brazo se negó a reflejar el impulso de su voluntad; pero finalmente consiguió despegarlo del suelo con un gran esfuerzo. Iba a continuar este movimiento, cuando notó que una fuerza exterior, violenta e irresistible, tiraba de su brazo hasta colocarlo horizontalmente, y lo mantenía de este modo en vigorosa tensión. Al mismo tiempo sintió en su muñeca un dolor circular, lo mismo que si un anillo frío oprimiese y cortase sus carnes.

Una explosión de regocijo estalló en torno de la cabeza de Gillespie, un huracán de gritos, carcajadas y aclamaciones. La muchedumbre enana reía al verle con el brazo en alto, inmovilizado por el tirón de esta fuerza incomprensible para él.

Abrió Edwin los dos ojos para mirar su brazo, erguido como una torre, fijándose en la muñeca, donde continuaba el agudo anillo de dolor. Vio que de esta muñeca salía un hilo sutil y brillante, que hacía recordar los filamentos al final de los cuales se balancean las arañas. También al extremo de este hilo, que parecía metálico, había una especie de araña enorme y susurrante. Pero no pendía del hilo, sino que, al contrario, flotaba en el espacio tirando de él.

Era del tamaño de un palomo, pero desarrollaba una fuerza impropia de su volumen, fuerza que mantenía el hilo de plata con la tensión vibrante de una cuerda de piano, no permitiendo que el hombre contrajera su brazo.

Edwin se fijó en que esta ave extraordinaria tenía las formas fantásticas de los dragones alados que imaginaron los escultores de la Edad Media al labrar los capiteles y gárgolas de las catedrales. Su cuerpo estaba revestido de escamas metálicas y tenía en su parte delantera una cabeza de monstruo quimérico, con dos globos de faro a guisa de ojos. Sus alas eran a modo de cartílagos erizados de púas. Sobre el lomo del horripilante aeroplano, cuatro hombrecitos iguales a los que se movían en la pradera asomaban sus cabezas cubiertas con un casquete dorado, al que servía de remate una pluma larguísima.

Montados en su máquina, que permanecía inmóvil encima de los ojos de Gillespie, a unos tres metros de altura, estos aviadores acogieron con un regocijo pueril el gesto de asombro que puso el gigante al sentir el tirón que aprisionaba é inmovilizaba su brazo. Pero luego adivinaron en el prisionero una expresión de dolor. Sentía el hilo metálico hundido en su muñeca como el filo de un cuchillo, y al mismo tiempo un fuerte dolor en la articulación del hombro. Para evitar este tormento, los hombrecillos del aeroplano soltaron una cantidad de cable sutil, lo que permitió a Edwin descender su brazo hasta el suelo.

Sólo entonces se dio cuenta de que alrededor de la otra muñeca, así como en torno de sus tobillos, debía tener amarrados unos filamentos semejantes. Tendido de espaldas como estaba y mirando a lo alto, alcanzó a ver otros tres aeroplanos en forma de animales fantásticos, que se mantenían inmóviles al extremo de otros tantos hilos de plata, a una altura de pocos metros. Comprendió que todo movimiento que hiciese para levantarse daría por resultado un tirón doloroso semejante al que había sufrido. Era un esclavo de los extraños habitantes de esta tierra, y debía esperar sus decisiones, sin permitirse ningún acto voluntario.

Mientras permanecía inmóvil fue examinando lo que le rodeaba. La muchedumbre era cada vez más numerosa en torno de su cuerpo y en las profundidades del bosque. El zumbido de sus palabras y sus gritos iba en aumento. Se presentía la llegada incesante de nuevos grupos. Por entre los cuatro aeroplanos inmóviles al extremo de sus cables volaban otros completamente libres, que se complacían en pasar y repasar sobre la nariz del prisionero. Eran dragones rojos y verdes, serpientes de enroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas de diversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó que eran las luciérnagas que en la noche anterior lanzaban mangas de luz por sus faros, ahora extinguidos.

Una de las naves aéreas detuvo su vuelo para bajar en graciosa espiral, hasta inmovilizarse sobre el pecho del coloso. Asomaron entre sus alas rígidas los cuatro tripulantes, que reían y saltaban con un regocijo semejante al de las colegialas en las horas de asueto…. Al mismo tiempo otros monstruos de actividad terrestre se deslizaron por el suelo, cerca del cuerpo de Gillespie. Eran a modo de juguetes mecánicos como los que había usado él siendo niño: leones, tigres, lagartos y aves de aspecto fatídico, con vistosos colores y ojos abultados. En el interior de estos automóviles iban sentadas otras personas diminutas, iguales a las que navegaban por el aire.

Parecían venir de muy lejos, y la muchedumbre pedestre abría paso respetuosamente a sus vehículos. Estos recién llegados también reían al ver al gigante, con un regocijo pueril, mostrando en sus gestos y sus carcajadas algo de femenino, que empezó a llamar la atención de Gillespie.

Iba ya transcurrida una hora, y el prisionero empezaba a encontrar penosa su inmovilidad, cuando se hizo un profundo silencio. Procurando no moverse, torció a un lado y a otro sus ojos para examinar a la muchedumbre. Todos miraban en la misma dirección, y Gillespie se creyó autorizado para volver la cabeza en idéntico sentido. Entonces vio, como a dos metros de su rostro, un gran vehículo que acababa de detenerse. Este automóvil tenía la forma de una lechuza, y los faros que le servían de ojos, aunque apagados, brillaban con un resplandor de pupilas verdes.

Dentro del vehículo, un personaje rico en carnes estaba de pie, teniendo ante su boca el embudo de un portavoz. Al fin alguien iba a hablarle. Por esto sin duda acababa de hacerse un profundo silencio de curiosidad y de respeto en la muchedumbre.

Sonó la voz del abultado personaje, que era dulce y temblona como la de una dama sentimental, pero con el agrandamiento caricaturesco de la bocina.

—Gentleman: queda usted autorizado para mover la cabeza, para levantarla, si es que puede, y para cambiar de postura con cierta suavidad, sin poner en peligro a la muchedumbre justamente curiosa que le rodea. En cuanto a mover los brazos o las piernas, le aconsejo una completa abstención hasta nueva orden. Ya habrá visto usted que su primer intento dio mal resultado. Le ruego que no insista.

Da todas las sorpresas experimentadas por Gillespie desde que despertó, ésta fue la más estupenda. El exiguo personaje hablaba su mismo idioma, pero con un tono afectado, con un esfuerzo por conseguir la corrección, detallando las sílabas, lo mismo que hablan ciertos profesores.

—¿Cómo sabe usted el inglés?—preguntó Edwin—. ¿Dónde ha podido aprenderlo?…

Una risa aflautada del gordo personaje fue la primera respuesta. Luego pareció arrepentirse de su falta de corrección al contestar con risas a las preguntas, y dijo gravemente:

—¡Oh, Gentleman—Montaña!… ¡Va usted a encontrar en mi patria tantas cosas extraordinarias dignas de su asombro!…

III DE CÓMO EDWIN GILLESPIE FUÉ LLEVADO A LA CAPITAL DE LA REPÚBLICA

Hubo un largo silencio. El ingeniero, absorto por el carácter inverosímil de su aventura, no supo qué decir. ¡Eran tan numerosos los pensamientos que bullían en su cabeza y las preguntas que iba amontonando su curiosidad!…

El personaje subido en la lechuza rodante interpretó este silencio como una muestra de timidez.

—Puede usted hablar sin miedo, Gentleman—Montaña. De todos los miles de seres que están aquí presentes, los únicos que conocen el inglés somos usted y yo. Los demás sólo hablan el idioma de nuestra raza…. Y para aplacar su curiosidad, le diré cuanto antes que el inglés es la lengua particular de nuestros sabios; algo semejante a lo que fue el latín, según mis noticias, durante algunos siglos, en los países habitados por los Hombres-Montañas. Yo soy el profesor de inglés en la Universidad Central de nuestra República.

Edwin quedó silencioso ante esta revelación.

—Entonces, ¿estoy verdaderamente en Liliput?—dijo al fin—. ¿No es esto un sueño?

La risa del profesor volvió a sonar con la misma vibración femenil, considerablemente agrandada por el portavoz.

—¡Oh, Liliput!—exclamó—. ¿Quién se acuerda de ese nombre? Pertenece a la historia antigua; quedó olvidado para siempre. Si usted pudiese hablar nuestro idioma, preguntaría por Liliput a los miles de seres que nos escuchan en este momento sin entendernos, y ninguno comprendería el significado de tal palabra. Nuestra tierra se ha transformado mucho.

Calló un momento para reflexionar, y luego dijo con orgullo:

—Antes éramos nosotros los que nos asombrábamos al recibir la visita de un Hombre-Montaña. Ahora son los Hombres-Montañas los que deben asombrarse al visitar nuestro país. Hemos hecho triunfar revoluciones que ellos seguramente no han intentado aún en su tierra.

Gillespie sintió desviada su curiosidad por estas palabras del profesor.

—Pero ¿han venido aquí otros hombres después de Gulliver?

—Algunos—contestó el sabio—. Recuerde usted que la visita de ese Gulliver fue hace muchos años, muchísimos, un espacio de tiempo que corresponde, según creo, a lo que los Hombres-Montañas llaman dos siglos. Imagínese cuántos naufragios pueden haber ocurrido durante un período tan largo; cuántos habrán venido a visitarnos forzosamente de esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera más allá de la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para librarnos de su grosería monstruosa…. Nuestras crónicas no son claras en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montañas que yo considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron a esta tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Babia un líquido blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en él una demencia destructiva, mató a varios miles de los nuestros, nos causó otros daños, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montaña que apareciese en nuestras costas.

Gillespie, a pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto a aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oír las últimas palabras.

—Entonces, ¿debo morir?—preguntó con franca inquietud.

—No, usted es otra cosa—dijo el profesor—; usted es un gentleman, y su buen aspecto, así como lo que llevamos inquirido acerca de su pasado, han sido la causa de que le perdonemos la vida… por el momento.

Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país. La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia a los pocos minutos hasta la misma capital da la República. Los miembros del Consejo Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo a las pocas horas. Los aparatos voladores del ejército salían a su encuentro una vez cerrada la noche. El Hombre-Montaña pudo vagar a lo largo de la costa sin tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereños se habían metido tierra adentro por orden superior.

Al verle tendido en el suelo, empezó el asedio de su persona. El manotazo a la primera máquina volante que le había explorado con sus luces, así como la curiosidad de Gillespie, que le permitió descubrir por encima del bosque todas las evoluciones de la flotilla luminosa, aconsejaron la necesidad de un ataque brusco y rápido.

Dos sabios de laboratorio y su séquito de ayudantes, llegados de la capital en varios automóviles, se encargaron del golpe decisivo, pinchándole en las muñecas y en los tobillos con las agudas lanzas de unas mangas de riego. Así le inocularon el soporífico paralizante.

—Es verdaderamente extraordinario—continuó el profesor—que haya conocido usted el nuevo sol que ve en estos instantes. Estaba acordado el matarle, mientras dormía, con una segunda inyección de veneno, cuyos efectos son muy rápidos. Pero los encargados del registro de su persona se apiadaron al enterarse de la categoría a que indudablemente pertenece usted en su país. Le diré que yo tuve el honor de figurar entre ellos, y he contribuido, en la medida de mi influencia, a conseguir que las altas personalidades del Consejo Ejecutivo respeten su vida por el momento. Como la lengua de todos los Hombres-Montañas que vinieron aquí ha sido siempre el inglés, el gobierno consideró necesario que yo abandonase la Universidad por unas horas para prestar el servicio de mi ciencia. Ha sido una verdadera fortuna para usted el que reconociésemos que es un gentleman.

Gillespie no ocultó su extrañeza ante tan repetida afirmación.

—¿Y cómo llegaron ustedes a conocer que soy un gentleman?—preguntó, sonriendo.

—Si pudiera usted examinarse en este momento desde los bolsillos de sus pantalones al bolsillo superior de su chaqueta, se daría cuenta de que lo hemos sometido a un registro completo. Apenas se durmió usted bajo la influencia del narcótico, empezó esta operación a la luz de los faros de nuestras máquinas volantes y rodantes. Después, el registro lo hemos continuado a la luz del sol. Una máquina—grúa ha ido extrayendo de sus bolsillos una porción de objetos disparatados, cuyo uso pude yo adivinar gracias a mis estudios minuciosos de los antiguos libros, pero que es completamente ignorado por la masa general de las gentes. La grúa hasta funcionó sobre su corazón para sacar del bolsillo más alto de su chaqueta un gran disco sujeto por una cadenilla a un orificio abierto en la tela; un disco de metal grosero, con una cara de una materia transparente muy inferior a nuestros cristales; máquina ruidosa y primitiva que sirve entre los Hombres-Montañas para marcar el paso del tiempo, y que haría reír por su rudeza a cualquier niño de nuestras escuelas.

También he registrado hasta hace unos momentos el enorme navío que le trajo a nuestras costas. He examinado todo lo que hay en él; he traducido los rótulos de las grandes torres de hoja de lata cerradas por todos lados, que, según revela su etiqueta, guardan conservas animales y vegetales. Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio, carece de importancia. También han conocido que es usted un gentleman porque no tiene las manos callosas y porque su olor a humanidad es menos fuerte que el de los otros Hombres-Montañas que nos visitaron, los cuales hacían irrespirable el aire por allí donde pasaban. Usted debe bañarse todos los días, ¿no es cierto, gentleman?… Además, el pedazo de tela blanca, grande como una alfombra de salón, que lleva usted sobre el pecho, junto con el reloj, ha impregnado el ambiente de un olor de jardín.

Se detuvo el profesor un instante para agregar con alguna malicia:

—Y yo pude afirmar además, de un modo concluyente, que es usted un verdadero gentleman, porque he ordenado a dos de mis secretarios que volviesen las hojas de un libro más grande que mi persona, con tapas de cuero negro, que nuestra grúa sacó de uno de sus bolsillos. He podido leer rápidamente algunas de dichas hojas. En la primera, nada interesante: nombres y fechas solamente; pero en otras he visto muchas líneas desiguales que representan un alto pensamiento poético. Indudablemente, el Gentleman— Montaña ha pasado por una universidad. En nuestro país, sólo un hombre de estudios puede hacer buenos versos. Los de usted, gigantesco gentleman, me permitirá que le diga que son regulares nada más y por ningún concepto extraordinarios. Se resienten de su origen: les falta delicadeza; son, en una palabra, versos de hombre, y bien sabido es que el hombre, condenado eternamente a la grosería y al egoísmo por su propia naturaleza, puede dar muy poco de sí en una materia tan delicada como es la poesía.

Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que hasta entonces habían vagado sobre la enana muchedumbre, atraídos por la diversa novedad del espectáculo, se concentraron en el profesor, teniendo que hacer un esfuerzo para distinguir todos los detalles de su minúscula persona.

Llevaba en la cabeza un gorro cuadrangular con dorada borla, igual al de los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro carilleno y lampiño estaba encuadrado por unas melenillas negras y cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de concha. Cubrían el resto de su abultada persona una blusa negra apretada a la cintura por un cordón, que hacía más visible la exagerada curva de sus caderas, y unos pantalones que, a pesar de ser anchos, resultaban tan ajustados como el mallón de una bailarina.

—¡Pero usted es una mujer!—exclamó Gillespie, asombrado de su repentino descubrimiento.

—¿Y qué otra cosa podía ser?—contestó ella—. ¿Cómo no perteneciendo a mi sexo habría llegado a figurar entre los sabios de la Universidad Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que sólo conocen los privilegiados de la ciencia?

Calló, para añadir poco después con una voz lánguida, dejando a un lado la bocina:

—¿Y en qué ha conocido usted que soy mujer?

El ingeniero se contuvo cuando iba a contestar. Presintió que tal vez corría el peligro de crearse un enemigo implacable, y dijo evasivamente:

—Lo he conocido en su aspecto.

La sabia quedó reflexionando para comprender el verdadero sentido de tal respuesta.