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A pesar de llevar dos años divorciados y de saber que su ex marido estaba comprometido con otra mujer, Karen seguía amando a Paul. De pronto, por extrañas circunstancias, se vio obligada a encontrarse de nuevo con él. Su joven e irresponsable hermana pequeña se había enamorado del hermano casado de Paul y ella tenía que acabar con ese romance. Karen temía ver a Paul, pero estaba dispuesta a enfrentarse a él para salvar a su hermana. Con lo que no contaba era con las sorpresas que el destino le había reservado y que se desvelarían en su reencuentro...
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1977 Anne Mather
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El pasado nunca muere, n.º 2202 - febrero 2019
Título original: Seen by Candlelight
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-449-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Carta de los editores
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Si te ha gustado este libro…
Queridas lectoras,
Hace ya algo más de veinticinco años Harlequin comenzó la aventura de publicar novela romántica en español. Desde entonces hemos puesto todo nuestro esfuerzo e ilusión en ofrecerles historias de amor emocionantes, amenas y que nos toquen en lo más profundo de nuestros corazones. Pero al cumplir nuestras bodas de plata con las lectoras, y animados por sus comentarios y peticiones, nos hicimos las siguientes preguntas: ¿cómo sería volver a leer las primeras novelas que publicamos? ¿Tendríamos el valor de ceder a la nostalgia y volver a editar aquellas historias? Pues lo cierto es que lo hemos tenido, y durante este año vamos a publicar cada mes en Jazmín, nuestra serie más veterana, una de aquellas historias que la hicieron tan popular. Estamos seguros de que disfrutarán con estas novelas y que se emocionarán con su lectura.
Los editores
KAREN Stacey bajó de su pequeño deportivo negro y, antes de cerrar con llave la portezuela, se echó el abrigo sobre los hombros. Estremeciéndose ligeramente por el frío viento de marzo, cruzó la calle y abrió la puerta de la casita, de estilo georgiano, que su madre tenía en aquella tranquila granja.
Karen apreció la atmósfera agradable del interior. Liza, el ama de llaves de su madre, la recibió acogedoramente, haciéndose cargo de su abrigo y colgándolo en el guardarropa de la entrada. Liza había estado en la familia desde la niñez de Karen y, sin embargo, a los ojos de ésta nunca parecía envejecer.
–¿Dónde está mamá, Liza?
–En la salita –respondió Liza, reflejando en su mirada la desaprobación que le inspiraba el atuendo informal de la muchacha. Para Liza, unos pantalones ajustados y un suéter grueso no era ropa decente–. ¿Es necesario que lleves esos pantalones horrendos, mi niña? No son nada apropiados para una señorita.
Liza era algo anticuada; nunca se había casado y siempre había considerado como suyos a los hijos del matrimonio Stacey. Karen, divertida, le respondió:
–¡Liza, por favor! He estado trabajando en mi mesa de dibujo y no esperes que me ponga elegante para venir aquí, sobre todo cuando tengo que regresar al trabajo. Además, los pantalones abrigan y están muy de moda.
Liza se encogió de hombros y Karen, sonriendo cariñosamente, pasó a la salita. Ésta era muy acogedora. Toda la casita era cómoda, sin estar ricamente amueblada, y la señora Stacey vivía allí con Sandra, su hija más joven. Karen no las visitaba con frecuencia porque su trabajo y los cuadros que pintaba en su tiempo libre la mantenían demasiado ocupada. Además, la casa le traía muchos recuerdos dolorosos que prefería olvidar.
Su madre estaba sentada al escritorio, escribiendo una carta, cuando Karen entró. No se parecían mucho. Karen tenía el cabello rubio ceniza, mientras que el de su madre había sido de un intenso castaño rojizo.
La señora Stacey besó la fría mejilla de su hija.
–¡Qué alegría verte, mamá! –la saludó Karen sonriendo–. ¡Hacía tanto tiempo que no venía!
–Sí, hija –contestó Madeline Stacey en voz baja y un poco ausente–: No… eh… no te oí llegar.
–Por tu voz, cuando hablamos por teléfono, supuse que estaba a punto de ocurrir un desastre –dijo Karen–. En cambio, te encuentro tranquilamente ensimismada en tus pensamientos.
Madeline suspiró.
–Bien, hija, debo admitir que estoy dolida contigo por despreocuparte de nosotras tanto tiempo. Somos tu única familia.
–¡Pero pienso mucho en vosotras, mamá! –repuso Karen, penosamente consciente de su sentimiento de culpa–. Lo que pasa es que nunca tengo tiempo. Pero, ¿por qué no me visitas tú a mí? Mi apartamento está cerca.
Madeline arqueó las cejas.
–¡Karen, por favor! Siempre que te visito me ignoras, ya que te sumerges en algún nuevo diseño o en una de esas horribles pinturas abstractas. Me haces sentir que te estorbo.
Karen se sintió incómoda. Sabía que era cierto lo que le decía, pero ella se aburría con los chismes de su madre.
–De acuerdo, mamá. Ahora veamos qué te pasa.
Madeline señaló a Karen una butaca para que se sentara y se alejó lentamente unos pasos. Karen suspiró impaciente. Sabía que a su madre le gustaba dramatizarlo todo. Era obvio que ésta no iba a ser, como Karen había planeado, una visita breve: Madeline tenía algo en mente y no la dejaría ir hasta que le dijera todo. Karen encendió un cigarrillo, pero las primeras palabras de su madre la sorprendieron tanto que casi se le cayó.
–¿Has visto a Paul últimamente? –empezó Madeline en un tono de voz de fingida indiferencia.
–¿A Paul? –Karen tuvo la sensación de que debía ganar tiempo, que necesitaba recuperarse de su desconcierto–. No –contestó con calma–. Nunca nos vemos y tú lo sabes. ¿Por qué esa pregunta? ¡Oh, ya sé! Has visto en el Times la noticia de su próxima boda.
–Sí, la he visto. Se casa con Ruth Delaney. Una chica norteamericana, hija de un magnate, si mal no recuerdo.
–No finjas que no estás perfectamente enterada –replicó Karen secamente–. Veamos, mamá ¿hay alguna razón para que yo haya visto a Paul?
–Pensé que tal vez te habría llamado, desaprobando las salidas de Sandra con Simón.
Los ojos de Karen se agrandaron de asombro.
–¡Simón! ¿Es que Simón Frazer sale con Sandra? ¡Está casado! No creo que hables en serio.
–¡Ojalá fuera broma! Tu hermana no quiere dejar de verlo, a pesar de que se lo he suplicado. Ya sabes lo testaruda que es.
–Sólo tú tienes la culpa de eso –respondió fríamente–. Siempre has cedido a sus caprichos.
Madeline apretó los labios.
–Gracias –repuso con furia–. ¿Qué habrías hecho tú si te hubieras visto sola y con dos hijas que educar?
–Les habría dado a las dos el mismo trato, en lugar de mimar a una y ser severa con la otra, que en este caso fui yo. De todos modos, mamá, eso no importa ahora. Coincido contigo en que Simón Frazer no es el compañero adecuado para una jovencita, menos aún para una tonta impresionable como Sandra. ¿Cómo te has enterado de que salían? No creo que ella te lo haya dicho.
–¡Por supuesto que no! Una amiga mía los vio cenando juntos la semana pasada. Sandra apenas tiene diecisiete años y Simón debe de tener más de treinta. Le pedí a Sandra que dejara de verlo, pero sólo se rió de mis razones. ¡Hay que hacer algo, Karen! Paul es hermano de Simón y podría… Debes ponerte en contacto con él para que le hable a Simón…
De un salto, Karen se puso en pie.
–¡Eso no! –exclamó–. ¡No lo haré! Paul y yo tomamos caminos diferentes desde nuestro divorcio, hace dos años.
–¿De modo que tu orgullo es mayor que el peligro en que se halla tu hermana? Sandra es tu hermana, Karen, tu hermana de sólo diecisiete años.
–¡Dejemos los dramatismos, mamá! –casi gritó Karen, furiosa–. Me niego a hacer lo que me pides. Sandra no es una chiquilla. Hay que dejarla cometer sus propias faltas. Yo sólo tenía dieciocho años cuando conocí a Paul.
–¡Y mira lo que le pasó a tu matrimonio! –la hostigó Madeline con crueldad–. Sólo duró cinco años, y aquí estás, con sólo veinticinco y ya divorciada. Pero en el caso de Sandra, Simón está casado. Eso empeora aún más las cosas.
Karen estaba pálida. La conversación revivía el doloroso pasado que ella había tratado de enterrar dos años antes. Siempre había sabido que Madeline, por razones puramente egoístas, estaba resentida por la ruptura entre Paul y ella, pero ¿cómo podía su propia madre ser tan dura? Karen nunca se había permitido el lujo de las lágrimas y ésa no iba a ser una excepción. Siempre había sido una persona independiente, como su padre. Madeline se había aferrado a Sandra y la había malcriado hasta el límite, desde que el padre de ambas había muerto en un accidente aéreo, hacía muchos años.
Karen comprendió que a su madre sólo le interesaba salvar a Sandra y que no le importaba herirla a ella con tal de lograr ese propósito.
Sintió la tentación de marcharse y dejar que su madre y su hermana resolvieran solas aquella situación, pero sabía que Sandra y ella eran toda la familia que tenía. Si rompía con ellas, se quedaría completamente sola. No podía dar semejante paso.
–Bien –dijo al fin su madre, después de una pausa–. ¿Vas a dejar que se arruine la vida de tu hermana?
Karen suspiró hondamente. ¿Cómo podía explicarle que no era por orgullo por lo que prefería no hablar con Paul? Karen temía que sus propias emociones la traicionaran. Le asustaba que Paul pudiera darse cuenta de sus verdaderos sentimientos.
Simón, por su parte, estaba casado con una mujer que nunca había sido santo de la devoción de Karen, pero ésta se daba cuenta de que Julia Frazer también tenía ciertos derechos.
–Está bien –concedió Karen–. Pero no sé por qué crees que Paul me hará caso, y menos aún que accederá a hablarle a Simón.
–Paul siempre fue muy cariñoso con Sandra –replicó Madeline–. ¡Y sabe la clase de hombre que es Simón!
Karen metió una mano en el bolsillo de sus pantalones. Se había comprometido a hablar con su ex marido. ¡Oh, Dios, qué penosos eran los recuerdos! ¿Cómo podía volver a ver a un hombre con el que había compartido tantas ternuras? Se habían querido tanto…
Karen tenía dieciocho años cuando conoció a Paul Frazer. En aquella época, él era presidente de la Junta de directores de las industrias textiles Frazer, cuya oficina principal estaba en Londres, y Karen era una diseñadora principiante que trabajaba para la compañía. Había pasado allí dos años, sin soñar siquiera que llegaría a conocer al joven y dinámico magnate. Todavía soltero a los treinta años, era uno de los hombres más codiciados de Londres.
Por todo ello, Karen se divertía al ver cómo sus compañeras soñaban con él, pero nunca se había sentido particularmente interesada. Karen atraía a los hombres y tenía una corte de admiradores en su propia esfera. No miraba hacia otras más altas.
Fue entonces cuando Karen creó el diseño de una alfombra que resultó ser una verdadera obra de arte. Industrias Frazer producía toda clase de textiles y el diseño de Karen fue un éxito.
Para su turbación, el «jefe supremo» quiso conocerla y tuvo que ir a verlo a su oficina, en el último piso del Edificio Frazer. Se sentía nerviosa, pero cuando el jefe de diseñadores le presentó a Paul Frazer, se sintió totalmente hechizada por su encanto y personalidad. Pero se quedó atónita cuando días después él la llamó para invitarla a cenar.
Aceptó, por supuesto, y descubrió asombrada que Paul se interesaba en ella como persona, no sólo como diseñadora.
En pocas semanas, la relación entre ambos creció hasta el punto de que Paul, que estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería, se obsesionó con Karen, y la admiración que ella le inspiraba se convirtió en amor.
Karen, atraída por él desde el primer momento, luchó contra aquel amor que amenazaba consumirla, pero cuando él le propuso matrimonio, se sintió la mujer más feliz de la Tierra.
Pasaron su luna de miel en las Bahamas y estuvieron lejos de Londres durante dos idílicos meses. Karen nunca había conocido tanta felicidad y Paul se olvidó del trabajo. Los dos se adoraban y cuando al fin volvieron a Londres, a la casa que Paul había comprado, no les fue fácil volver a la rutinaria vida diaria. Paul tenía que pasar largas horas en la oficina y Karen se quedaba sola en casa.
En realidad no estaba sola. La casa debía ser redecorada, pues Paul sólo había amueblado algunas habitaciones, para darle la oportunidad a Karen de arreglar las cosas a su gusto. Con la ayuda de un equipo de decoradores, ella puso manos a la obra y el resultado complació a ambos. Karen prefería las noches, porque Paul estaba a su lado. Salían poco, rara vez recibían y disfrutaban intensamente estando juntos.
Con el correr del tiempo Paul, que había descuidado su trabajo habitual para estar más con Karen, tuvo que visitar las fábricas que la compañía tenía en el norte del país. Aunque de mala gana, dejó a Karen en Londres y se fue a cumplir con su trabajo.
Por un tiempo, la casa absorbió el interés de Karen, que pasaba su tiempo libre nadando en la piscina o invitaba a sus amigas para un partido de tenis.
Pero sólo podía disfrutar de la compañía de Paul por las noches. En los fines de semana tenían compromisos sociales que cumplir y Karen empezó a detestar el rígido patrón que parecía regir sus vidas. También comenzó a aburrirse con tanto tiempo libre.
Al fin le preguntó a Paul si podría volver a trabajar en la compañía. Él, sorprendido, se negó rotundamente. No veía por qué ella debía trabajar sin necesidad de hacerlo. Karen adujo que estaba aburrida, pero Paul no le hizo caso y se sintió frustrada, lo que dio lugar a una serie de discusiones. Paul, que antes había considerado que ella era muy joven para tener hijos, sugirió que los tuvieran, pero Karen no quiso ceder una vez más a los deseos de él. Rechazó la proposición y vio con azoramiento cómo Paul sacaba la ropa del dormitorio que compartían y se mudaba a la otra habitación.
Karen se horrorizó de la consecuencia de sus propias acciones, pero el orgullo le impidió suplicarle que volviera.
Llevaban poco más de tres años de casados cuando Karen consiguió un trabajo en una firma proveedora de Industrias Frazer, la Compañía diseñadora Martin. Paul se enfureció al enterarse, lo que dio lugar a otra pelea, y Karen hizo el equipaje y se marchó de la casa, pero no fue a la de Madeline. Su madre pensaba que Karen debía conformarse con su marido y con su hogar. Durante mucho tiempo, después de la separación, Madeline estuvo molesta con su hija.
Pero no hubo reconciliación para Karen. Lewis Martin, jefe de la pequeña compañía que la había empleado, hizo amistad con ella y le aconsejó ser valiente y no dar su brazo a torcer. Lejos de recomendarle que regresara con Paul, hizo justamente lo contrario. Ahora, mirando hacia atrás, comprendía que si la hubieran dejado resolver sola sus problemas, ella habría vuelto con Paul, aceptando sus condiciones.
Paul intentó ver a Karen, pero Lewis se encargaba de evitarlo. Cada vez que ella misma sugería la posibilidad de ver a Paul, Lewis le recordaba las razones que había tenido para dejarlo, impidiendo que se decidiera a dar el paso. Según él, nada bueno podía salir de una reconciliación. Paul y ella eran incompatibles, según Lewis. Sería mejor que lo admitiera de una vez por todas. Sexualmente formaban una pareja bien avenida, pero el matrimonio también tenía que basarse en otros cimientos. Ésos eran los consejos que Karen recibía de Lewis… y les prestaba atención. ¿Por qué no? Lewis no tenía nada que ganar con la ruptura de Paul y ella. ¿Cómo iba Lewis a saber que antes del «conflicto del trabajo», como lo llamaba Karen, Paul y ella rara vez peleaban?
Lewis, viudo y sin hijos, era un hombre de unos cuarenta y dos años, y Karen se sentía como una especie de hija suya. Por eso se sorprendió tanto cuando él le propuso matrimonio, aproximadamente un año después de haber terminado con Paul. Ella le contestó que no lo amaba, y además le señaló que, al menos oficialmente, continuaba casada con Paul. Lewis le contestó que se había enterado de que Paul iba a presentar la demanda de divorcio.
Karen se horrorizó cuando unos días más tarde recibió por correo la notificación, y se quedó atónita al leer que la causa que Paul alegaba era la de adulterio, mencionando a Lewis como su amante.
A Lewis no pareció perturbarlo el que le atribuyeran ese papel, a pesar de los comentarios escandalosos de la prensa, y recomendó a Karen que no se opusiera a la demanda. Igual consejo recibió la muchacha del abogado que el propio Lewis le buscó. Era mejor que no intentara defenderse, a menos que estuviera dispuesta a que su vida particular fuera escudriñada por el juez.
Desconcertada, sin otra persona a quien acudir fuera de Lewis, Karen aceptó el consejo y se encerró en sí misma. Paul reveló ciertos hechos que, a los ojos de un extraño, parecían concluyentes. Y Karen se sintió tan destruida que ya nada le importó. Era cierto que Lewis le había conseguido el apartamento en que vivía, ¡pero era ella quien pagaba el alquiler! También era cierto que Lewis a veces la visitaba y se quedaba hasta tarde, cuando estaban estudiando algún nuevo proyecto, pero no había otra cosa en aquella relación. Incluso una noche Lewis se había quedado a dormir, pero lo había hecho en el sofá del salón. Pero Karen comprendió que no ganaría nada con refutar los cargos que se le imputaban. Así fue como Karen, antes de su quinto aniversario de matrimonio, volvió a encontrarse de nuevo libre.
En aquellos primeros tiempos, Lewis era su apoyo, atendiendo en todo a su bienestar. Pero cuando insistió en hablarle de matrimonio, ella volvió a rechazar su proposición. Aún se sentía demasiado herida para considerar la idea de casarse de nuevo. Y a Lewis, que sabía que no tenía rivales a la vista, no le importaba esperar.
El tiempo había ido cicatrizando sus heridas y pensaba que ya se había sobrepuesto a su dolorosa experiencia, pero ahora se daba cuenta de que no todo estaba muerto y enterrado. Ella simplemente lo había arrinconado en su mente, y ahora sus sentimientos afloraban de nuevo. Karen comprendió que sus mecanismos de defensa eran inútiles.
Pero ya había prometido ver a Paul y hablaría con él en persona, pues no se trataba de un asunto que pudiera discutirse por teléfono.
–Y… ¿y si Paul se niega a hablar conmigo? –le preguntó a su madre.
–Estoy segura de que no lo hará –repuso Madeline con calma–. Paul no haría una cosa así.
Para Madeline había sido muy duro tener que privarse de los pequeños lujos que le consentía su yerno. Paul siempre se había ocupado de satisfacerle todos los caprichos. Conocía las debilidades de su suegra y para ella era muy agradable sentirse mimada. Karen ni siquiera se enteraba de lo que Paul gastaba en regalos para Madeline.
–¿Por qué no lo llamas tú? –inquirió Karen, haciendo un último esfuerzo por liberarse del compromiso.
–No podría. Tú fuiste su esposa. Lo conoces íntimamente. Será más fácil si tú se lo planteas.
Karen se sonrojó. Sí, ella había conocido a Paul íntimamente. Había llegado a pensar que nadie podría conocer tan bien a Paul como lo conocía ella.
–¿Por qué no lo llamas desde aquí? –preguntó Madeline–. Son las once y media. Seguramente estará en su oficina.
–No –replicó Karen con énfasis–. Lo llamaré desde mi apartamento.
–Está bien, siempre que no se te olvide.
–Lo llamaré en cuanto llegue a casa. ¿Te parece bien?
–Supongo que sí –respondió Madeline fríamente–. ¿Quieres tomar café antes de irte?
Karen negó con la cabeza. Se encaminó al corredor para tomar su abrigo. Sólo ansiaba verse en la paz de su propio apartamento.
Con un breve gesto de despedida, se puso al volante de su coche y se dirigió a Chelsea, donde estaba el gigantesco bloque del edificio de apartamentos, con el suyo en el último piso.
Dejó el coche en el aparcamiento y tomó el ascensor hasta el piso veinte. Recorrió el tramo de pasillo hasta su apartamento, abrió con su llave y entró. El salón era agradable, con paredes blancas y lujosas cortinas de terciopelo de color verde aceituna. La alfombra exhibía una variedad de colores. Los muebles eran de roble claro. Había una pequeña mesa, butacas y sillas, y también un diminuto bar. El ambiente era de elegante sencillez.
El resto del apartamento incluía su dormitorio, un pequeño cuarto de baño, una cocina diminuta que daba al salón y el estudio donde Karen trabajaba, que también daba al salón.
Después de separarse de Paul, como le sobraba tiempo por las noches, había empezado a pintar cuadros para su propia satisfacción. Se trataba de un hobby y le complacía reflejar sus ideas en los lienzos. Sus cuadros eran, según los calificaba su madre, «horriblemente abstractos»; tampoco Lewis mostraba mucho interés en ellos y los consideraba un desperdicio de energía. Ella se había sentido decepcionada por esa opinión. No creía que sus pinturas fueran obras maestras, pero pensaba que al menos había algo en ellas.
Ahora, mirando sus cuadros, Karen se alegró de la variedad de colores que desplegaban sobre las blancas paredes.
El teléfono rojo, desde la mesita situada junto al sofá, parecía reírse de ella. Karen se recriminó por haber permitido el chantaje de su madre, pues en realidad eso había sido: o llamas a Paul o te verás aislada de tu familia.
Pero, ¿cómo iba a hablarle al hombre de quien se había divorciado hacía dos años y con el que no hablaba desde hacía casi cuatro? ¿No se sentiría Paul irónicamente divertido de que ella tuviera que llamarlo? ¿No se regocijaría de verla humillada, pidiéndole ayuda? Karen se mordió los labios con furia. Sólo su madre era capaz de haberla colocado en semejante situación.