El pecado del hijo - Miguel Ángel Vivas - E-Book

El pecado del hijo E-Book

Miguel Ángel Vivas

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Beschreibung

La historia de un crimen que conmueve a todo un país y que nos plantea un difícil dilema: ¿tienen derecho al duelo y a la compasión los seres queridos de un asesino? En un caluroso día de finales del mes de septiembre, una pequeña ciudad de provincias se ve conmocionada por un terrible crimen: la pequeña Inma, de nueve años, aparece muerta, tirada en un maizal. Pero, aunque sea la historia de un crimen, El pecado del hijo no es solo una historia criminal ni una novela policiaca. Sí tenemos un crimen, un sospechoso, una investigación, y aun así la novela no va solo de eso. No es una crónica policial, ni periodística, sino una crónica familiar, el relato del duelo de unas víctimas muy pocas veces reconocidas: los seres cercanos al culpable. Es la historia de la familia del asesino de una niña que tendrá que enfrentarse a un pecado que ellos creen que no han cometido y que los ha puesto en el punto de mira de todos. «Yo no soy responsable de lo que ha hecho mi hijo, yo no soy responsable de lo que haga mi hermano…», ¿o sí?

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Seitenzahl: 331

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

El pecado del hijo

© Miguel Ángel Vivas Moreno, 2025

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: Pedro Viejo Diseño

 

ISBN: 9788410642935

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Dedicatoria

Prefacio

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Epílogo

Dedicatoria

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A mi madre.

Gracias por todo

Prefacio

 

 

 

 

 

Querido lector:

 

Antes de empezar, siento la necesidad imperiosa de explicar cómo y por qué surge la idea de escribir esta historia. O, mejor dicho, cómo surge la idea de escribir sobre ella, porque la historia en cuestión surge de la forma más terrorífica que pueda llegar a imaginarme jamás: ocurrió.

Esta es la historia de un crimen. Ocurrió hace unos años en nuestro país, en una pequeña ciudad de provincias, e hizo eco en todos los medios de comunicación hasta tal punto que veo difícil encontrar a alguien que no haya oído hablar de aquel suceso.

Pero, aunque sea la historia de un crimen, no puedo afirmar que esta sea una historia criminal. Una novela policiaca. Sí, tenemos un crimen, un sospechoso, una investigación. Pero la historia no va de eso. No es una crónica policial, ni tampoco una crónica periodística, sino una crónica familiar.

Esta no es, por tanto, la historia de lo que ocurrió, sino la historia de los que lo vivieron más de cerca. Es la historia de la familia Narbona —he cambiado los nombres y apellidos de los protagonistas porque así me lo han pedido y por respeto a los que no han podido pedírmelo—. Entonces vivían en una ciudad pequeña. No voy a decir cuál, pues está claro que me la inventaría para no tener que decir el verdadero lugar donde ocurrieron los hechos. Igualmente, si alguien quiere saber los verdaderos nombres y el lugar donde ocurrió, no creo que tenga muchos problemas para averiguarlo, ya que lo que ocurrió, como he dicho, tuvo mucha repercusión mediática. Con los datos dados en el libro, creo que no se tardaría más de dos minutos en encontrar algún enlace en internet a alguna noticia de los hechos. Aun así, por respeto a la familia, yo la llamaré familia Narbona a lo largo de todo el libro. Por esto, puedo afirmar que este no es un libro periodístico, ya que no voy a contestar a casi ninguna de las preguntas básicas que se aplican en ese oficio: ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde? y ¿por qué?

La única pregunta que sí puedo responder es ¿qué? ¿Qué fue lo que ocurrió?

No soy partidario de adelantar acontecimientos, pero supongo que antes de leer esto habréis echado un vistazo a la contracubierta del libro y habréis leído la sinopsis de la historia, así que os diré tan solo que un 22 de septiembre de no importa qué año apareció muerta una niña en un maizal en las afueras de una pequeña ciudad de provincias. Unos días después era detenido el presunto asesino. Eso es lo que ocurrió. Punto. Pero esta historia, como ya he comentado, no trata de eso. Muchos dicen que el tiempo siempre termina haciendo justicia. Yo nunca lo he creído así. El tiempo solo trae el olvido, y este, al contrario que los recuerdos, ya no se va nunca. Y eso es lo que ocurrió con esta historia. Durante unas semanas estuvo en boca de todos. En la rabia e indignación de cada uno de nosotros. Hoy, años después, nadie se acuerda de la niña asesinada. Pero, reitero, esta no es una historia sobre esa niña ni sobre su asesinato; tratar de avivar ese recuerdo ya olvidado sería lo mismo que arremeter contra molinos de viento pensando que son gigantes.

No puedo encontrar un motivo satisfactorio para explicar por qué he terminado interesándome por el suceso años después hasta plantearme escribir este libro. Seguramente fue el azar lo que me llevó a desenterrar la noticia ya olvidada por la mayoría, no por su escasa importancia, sino por la desgraciada repetición de sucesos similares en los siguientes años. Un amigo me habló de una compañera de piso que había sido vecina de la familia Narbona en la época de los incidentes. Le reconocí que no tenía ni idea de quién era esa familia. Mi amigo me refrescó la memoria explicándome quiénes eran y cuál había sido su historia. No le di mucha más relevancia que la anecdótica, pero, días después, una noche en la que no podía dormir a causa de mi insomnio y del calor, me senté frente al ordenador y puse el nombre de la familia en Google. Encontré más de dos mil entradas. A los tres días, sin entender por qué, estaba completamente absorto en la noticia. Llamé a una amiga que trabajaba de documentalista en una cadena de televisión y le pedí que me buscase información sobre el suceso. Recuerdo que me preguntó para qué la quería y recuerdo también quedarme en blanco. No sabía aún cuál era mi interés en todo eso. Igual me estaba documentando para un guion cinematográfico, o para una novela, o para nada. No estaba seguro. Aún no me había parado a pensarlo. «No lo sé» fue mi única respuesta.

Los primeros documentos audiovisuales que vi de la familia fueron de la hija y la madre. Mi amiga se había portado y me había conseguido unos VHS con diferentes fragmentos de noticiarios y otros programas sobre el asunto. Eran antiguos y aún no los habían pasado a ningún formato digital. Tuve que pedir a otro amigo que desempolvase su reproductor VHS y me lo dejara para poder ver las cintas. Las primeras imágenes correspondían a uno de esos programas disfrazados de actualidad que, desgraciadamente, tanto han proliferado en los últimos años y que en realidad no dejan de ser programas basura dedicados al corazón, al cotilleo, al morbo y a crear mal rollo malmetiendo contra todo para lograr más audiencia a través de la polémica. En dichas imágenes, una mujer sale de su coche para abrir una puerta de vehículos que da acceso a un chalé de dos plantas de una zona residencial. Varios operadores de cámara y reporteros rodean a la mujer inmisericordemente y la acribillan a preguntas capciosas y de mal gusto. La mujer, nerviosa, trata de abrirse paso hasta el coche. Tarea difícil, pues apenas le dejan espacio para moverse y ninguno de los presentes parece estar por la labor de echarse a un lado para dejarla pasar. Tras unos segundos interminables de ruegos y empujones, la mujer logra llegar hasta el vehículo y esconderse en él. Las cámaras se pegan a las lunas del coche y vemos que dentro hay una niña de ocho o nueve años, asustada y a punto de llorar por la marabunta de impávidos e indeseables que acosan a su madre y, ahora, también a ella. A nadie parece importarle lo que piense o sienta la niña. La mujer arranca y, cuidando de no atropellar a ninguno de la horda que rodea el vehículo, consigue entrar en la casa. La escena continúa hasta que, unos segundos después, la puerta de entrada de vehículos vuelve a cerrarse.

Paré la cinta en ese instante y tomé aire. Me había quedado blanco y enmudecido. Aquello que había visto no tenía nada que ver con lo que esperaba encontrarme. Lo primero que pasó por mi mente fue: ¿es legal ese tipo de acoso? Claro que lo es. Desgraciadamente estamos demasiado acostumbrados a ver esta clase de imágenes. La verdadera pregunta que tenía que haberme hecho era: ¿es justo? o, mejor aún, ¿es necesario? Y, al momento, sentí la necesidad de saberlo todo sobre aquella familia y cómo se había enfrentado a lo ocurrido.

He tratado de ser objetivo a la hora de escribir este libro. He intentado evitar caer en el sentimentalismo o expresar opiniones y puntos de vista sobre lo que les ocurrió. Pero he de decir que no siempre lo he conseguido y no me siento mal por ello. En esta historia, la frontera entre ficción y realidad terminó haciéndoseme demasiado borrosa. En muchos momentos, mientras escribía, no podía discernir en qué lado me encontraba. Para mi justificación diré que siempre he tratado de ser lo más fiel posible a los hechos acontecidos; pero siempre dentro de lo que mi subjetividad e implicación me han permitido.

La familia Narbona consta de cinco miembros: Javier Narbona, de cincuenta y cuatro años; su mujer, Marta Márquez, de cuarenta y seis; y los tres hijos de ambos: Javi, de dieciocho años, Iván, de dieciséis, y Dani, de nueve. En el momento de los hechos vivían en las afueras de una pequeña ciudad de provincias, en una casa de dos plantas de una zona residencial, con un jardín amurallado. Han pasado casi dos décadas desde lo ocurrido y me ha costado mucho dar con ellos. Aún me costó más convencerlos para que me dejaran entrevistarlos, excepto a Javier Narbona, que desde el primer momento me dejó bastante claro que no quería saber nada del asunto y que no quería que volviera a molestarle; y así hice. Durante las entrevistas, rememoraron los hechos con distancia y aplomo. O, al menos, esto es lo que parecía que querían aparentar. Se contradijeron en algunos puntos menores, seguramente por el empaño del tiempo transcurrido. Pero fueron reiterativos y concisos en lo importante.

Para rellenar ciertos huecos que fueron apareciendo, decidí entrevistarme con personas ajenas a la familia pero que por algún motivo u otro vivieron el suceso bastante de cerca. He intentado, aun así, centrarme sobre todo en las entrevistas a los miembros de la familia, para poder mantener su subjetividad —y, de paso, la mía— a lo largo de la historia. También me he apoyado para terminar de entender lo ocurrido en las noticias dadas en los diferentes medios durante aquel periodo.

Esta es la historia.

Primera parte

 

 

 

 

 

Mis primeros recuerdos conscientes son en el maizal. Mi padre solía llevarnos a jugar allí. Mi hermano era apenas un año mayor que yo, pero, aun así, en mis recuerdos, siempre era a él a quien elevaba. Lo agarraba por la cintura y lo levantaba hacia el sol. Mi hermano alzaba los brazos a la vez que abría las manos y daba la impresión de que lo que quería en realidad no era volar, sino coger el sol. En mis recuerdos, cuando le miraba allí arriba, volando, siempre tenía el sol detrás y quedaba a contraluz, por lo que no podía verle la cara. No me hacía falta para saber lo feliz que era.

Luego, con el tiempo, mi padre y mi hermano dejaron de ir al maizal.

Yo seguí yendo con mi perro Ciro. Le encantaba correr entre las plantas y saltar en busca de la pelota de plástico roja que yo levantaba en mi mano. A veces la lanzaba lejos y el perro salía corriendo tras ella hasta perderse entre los tallos para, segundos después, volver con ella en la boca. Cuando murió, lo enterré allí. No sabía si eso estaba o no permitido, así que, por si las moscas, no pedí permiso alguno y esperé a que llegara la noche para hacerlo, cuando nadie podía verme.

Después de eso, seguí yendo solo por un tiempo. Siempre que tenía un problema o estaba triste por algo iba allí. Era mi fortaleza de la soledad.

Mis primeros recuerdos conscientes. Ahora ya nadie va allí a jugar.

 

Iván Narbona

(Extracto de un trabajo para clase de Literatura)

 

 

 

 

 

Dani

 

 

Es complicado hablar de una niña de nueve años. Suele decirse que somos lo que hemos vivido, y a Dani aún le queda mucho por vivir. Y cosas muy duras, desgraciadamente. Como cualquier niño de su edad, vive sin darse cuenta siquiera de que está viva, ríe sin sentir o plantearse que está riendo, es feliz sin pararse un segundo a pensar lo que eso significa, con ese aire de equilibrio y felicidad que se pierde al crecer. Le gusta su familia y su mejor amiga Inma. Ellos son su mundo. Duerme en un cuarto con su hermano Iván, por el que siente un cariño especial aunque nunca se haya parado a pensar en ello. Le gusta mucho dibujar y ver los dibujos animados de Doraemon, pero le parecen muy aburridos los dibujos animados de Shin Chan y no entiende por qué le gustan tanto a su mejor amiga. Es locuaz, cariñosa, egoísta, mimosa, divertida, cotilla, intrigante, preguntona, perspicaz, seductora, cabezota, temperamental, envidiosa, atenta, persistente…, como lo son todos los niños a esa edad. Su canción preferida es la que suena en la cabecera de Doraemon.

 

 

El campo de maíz. El viento lo mece con delicadeza. Un sol cálido y amarillento se esfuerza por perpetuar un verano agónico, moribundo. Al fondo, un autobús pasa por una carretera junto al maizal. Es un autobús escolar, lleno de niños y niñas de entre seis y nueve años. Van camino del colegio, que está en las afueras de la ciudad. En la primera fila se sienta la encargada de vigilarlos. Más o menos a la mitad del vehículo, en el lado de la derecha, está sentada Dani, que pese a su nombre es una chica, junto a su compañera y mejor amiga Inma, que está mirando embobada el maizal. Dani se pregunta qué narices está mirando su amiga y, si no, qué narices está pensando. Inma siempre ha sido un poco soñadora y le va mucho eso de desconectar de repente del mundo de los demás para quedarse absorta en el suyo propio y personal.

—¿Qué miras? —Dani interrumpe la concentración de su amiga, que deja de mirar por la ventana y se vuelve hacia la que es también su mejor amiga.

—Nada.

—Nada no. Nada no existe. Si miras, tienes que ver algo. Si no, tendrías los ojos cerrados.

—Eso no es verdad. Se puede estar mirando sin ver nada. Como cuando no haces nada.

—Eso tampoco existe. Siempre se hace algo. Si no, estarías completamente quieta. Así.

Y trata de quedarse completamente quieta para demostrar su improvisada argumentación, aguantando incluso la respiración. Un segundo, dos, tres, cuatro…, catorce segundos después vuelve a tomar aire. Respira hondo, abriendo mucho la boca y haciendo ruido.

—¿Ves? —dice sin dejar de coger aire—. Eso es no hacer nada.

El maizal empieza a quedar atrás.

Dani cambia de conversación.

—¿Vas a venir luego al cumpleaños de mi hermano?

—Claro. Mi mamá ha dicho que me lleva.

—Te puedes quedar a dormir si quieres.

—Sí que quiero, pero mi mamá dice que no puedo.

—Sí que puedes. Será que tu madre no quiere, que no es lo mismo.

En ese momento, algo golpea el cuello de Inma, rompiendo el diálogo entre ambas niñas. Inma se lleva la mano al punto de impacto y descubre una pequeña bolita de papel impregnada de algo pegajoso que bien podría ser saliva.

—¡Ah! —dice al descubrir la bolita de papel.

—¿Qué pasa?

Inma se incorpora sin contestar a su amiga y se apoya en el respaldo de su asiento asomándose a los asientos de detrás del suyo, donde está sentado Gregorio, que, como las dos niñas, también tiene nueve años y tiene aún el canuto del bolígrafo en la boca. Ni siquiera se ha molestado en esconder el arma del crimen. En la palma de una de las manos tiene preparados varios perdigones de papel más, listos para ser lanzados o escupidos.

—¡Gregorio Altabás, eres tonto!

—No, no lo soy —dice Gregorio como única defensa y tratando de aguantar la risa, aunque no lo consigue por mucho tiempo.

—Sí que lo eres. —Ahora es Dani la que se ha incorporado y salido en defensa de su compañera—. Lo sabe todo el mundo.

—Que no —sigue defendiéndose Gregorio un poco menos convincente—. Todo el mundo no lo sabe.

—Sí que lo sabe todo el mundo. Que me lo han dicho. Y no te invito al cumpleaños de mi hermano.

—Me da igual. No pensaba ir de todos modos.

El maizal ha desaparecido por completo en la lejanía. Ha dejado de ser siquiera una mancha amarilla al fondo de la carretera.

 

 

 

Iván

 

A Iván le gustan los cómics. Especialmente los cómics de superhéroes, aunque no son los únicos que lee. También le gustan las novelas policiacas y el cine de cualquier género o estilo. Tiene dieciséis años y cumplirá diecisiete en diciembre. Es mal estudiante, no por torpeza, sino por vagancia y falta de concentración en las cosas que no le interesan. Le encanta escribir y hacer fotos. Esto último es su pasión, aunque aún no ha descubierto o decidido a qué quiere dedicarse y qué carrera estudiar, si es que al final estudia alguna. Siempre ha sido algo más bajo que su hermano mayor, pero en estos últimos meses está dando un estirón y, si sigue así, le alcanzará e incluso superará en menos de un año; siempre y cuando su hermano se quede tal y como está y no crezca más. No tiene muchos amigos aparte de Ciro, el hermano de Inma, que, curiosamente, se llama como su antiguo perro, al que enterró en un maizal que hay a veinte minutos andando de su casa. Le cuesta relacionarse con la gente. La mayor parte del tiempo se muestra taciturno y silencioso. Voluble, febril, sarcástico, confuso, encerrado en sí mismo y con desapego por todo lo que le rodea; vamos, como casi cualquier otro adolescente. Cuando está en casa suele estar leyendo, tanto libros como cómics, o jugando a la PSP. Practica el skate, aunque no es muy bueno. No es algo que le encante, es solo una forma como otra cualquiera de pasar el tiempo. Es lo que podría decirse «un adolescente normal y corriente», lo cual no deja de preocupar a sus padres. Su canción preferida es The Greatest, de Cat Power.

 

 

Su madre se le acerca con una cámara de vídeo en las manos.

—Iván, bien que te encuentro. Estoy tratando de hacer funcionar la cámara de tu padre para grabar el cumpleaños, pero creo que estoy haciendo algo mal.

—A ver, trae. No, está bien. Mira, ahora mismo está grabando. Te lo avisa este pilotito rojo, ¿ves? Pulsa aquí y deja de grabar. Si vuelves a pulsar, vuelve a grabar.

—Ah, gracias. Oye, podrías hacer algunas fotos con tu cámara, ¿no?

—Olvidé comprar carretes.

—Te pasas las tardes haciendo fotos y hoy que cumple años tu hermano no puedes.

—Ya ves.

Iván se aleja por el pasillo dejando a su madre con la palabra en la boca. Mas tarde, en el jardín, todos esperan a que llegue el homenajeado. Hay familiares, amigos de la familia, vecinos y amigos de Javi, que han ido llegando de forma escalonada a la casa. Solo falta Javi. Ahora es Iván quien tiene la cámara de vídeo. Se entretiene encuadrando a los invitados sin orden ni propósito. Hace que los graba, pero en realidad solo los encuadra y mira por el visor. Pierde el tiempo. Panea por ellos hasta pasar por un grupo formado por los amigos de su hermano. Retrocede para volver a ellos y aprieta el botón del zum digital. La cámara emite un leve zumbido mientras la imagen de la pantalla va acercándose a los amigos de Javi, pero pronto pasa de ellos y encuadra el primer plano de una sola persona: Nelia, la novia de su hermano, recuperada ya de una enfermedad que le hizo repetir el último curso. El zumbido cesa cuando Iván levanta el dedo del botón del zum y se queda mirando a la chica, casi dos años mayor que él, a través del visor. Es una chica alta, pelirroja y de tez blanca, que no descolorida, y moteada de diminutas pecas prácticamente invisibles a partir de cierta distancia. Un vestido fino y de estampado impreciso se le pega a un cuerpo que a Iván se le antoja perfecto. Cuando sonríe, se le achinan los ojos e ilumina la cara. Un puntero plateado le asoma de la aleta de la nariz, el cual, en vez de endurecer sus rasgos, como ocurre con la mayoría al taladrarse, le otorga un aspecto de inocencia forzada. Nelia ríe y habla con sus amigos ajena al hermano de su novio. En un momento dado, sin dejar de sonreír, se pasa con la mano un mechón de pelo por detrás de la oreja. Es un movimiento tan nimio como fugaz, pero que Iván no logrará olvidar en mucho tiempo. Nelia vuelve la cara y por un instante parece mirar directamente al visor de la cámara. Iván gira rápidamente sobre su cuerpo y sigue encuadrando al resto de los invitados, haciendo como que los graba. Oye un ruido y se acerca a la cancela de la entrada. Desde allí ve acercarse por la carretera una comitiva de coches. Los encuadra con la cámara y esta vez sí que graba. Un coche fúnebre encabeza la procesión, seguido de otros vehículos, todos oscuros, que guardan un luto improvisado. Es una imagen muy familiar, ya que la casa está ubicada justo entre el tanatorio y el cementerio, por lo que esa columna de vehículos suele pasar varias veces a la semana. El coche fúnebre suele ser siempre el mismo y son los que le suceden los que cambian en cada procesión.

—¡Iván, Iván! —Marta llama a su hijo desde el umbral de la casa. Lleva una bandeja con sándwiches para los invitados—. Anda, deja de grabar eso. Sabes que me da mal rollo. No me gusta.

Iván baja la cámara olvidando dejar de grabar y se aleja de la cancela. Unos segundos después, Javi sale al jardín y todos le aplauden y corren a felicitarle. Iván ve cómo Nelia le abraza y besa en los labios y le dice algo al oído que no alcanza a oír.

Quince minutos después empieza a diluviar y los invitados tienen que entrar corriendo a la casa para terminar de celebrar allí el cumpleaños de Javi.

 

 

Marta

 

Marta es una luchadora y una superviviente nata, aunque ella no se ve así en absoluto. Ha hecho y hará siempre todo lo posible por su familia, aunque a veces tome decisiones equivocadas. Quiere más a Javi que a ninguno de sus otros hijos, pero esto nunca será capaz de reconocerlo ni siquiera ante sí misma. Trabaja en una empresa de productos dietéticos, como agente de ventas. Cuando alguien solicita información a través de la página web de la compañía, ella se encarga de llamarlos y convencerlos para concertar una cita y explicarles las sanas ventajas de una dieta con los batidos energéticos de su marca. Siempre ha tenido don de gentes. Le gusta su trabajo, se le da bien y lo sabe. Lleva casi dos años trabajando para la compañía y ya es jefa de zona, con otros empleados que venden directamente para ella a cambio de una comisión. Se licenció con estupendas notas en Empresariales, pero, tras casarse y quedarse embarazada, decidió dedicarse por entero a su familia, de lo cual no se arrepiente lo más mínimo. Hace un par de años le salió esta oportunidad laboral en la que el noventa por ciento del trabajo se realiza desde la comodidad del hogar y no dudó en aceptarla. He nacido para esto, piensa cada vez que convence a algún cliente de que se suscriba por seis meses o incluso un año a los productos que representa. Cree firmemente en la calidad y beneficios de dicho tipo de dieta, pero en su casa es la única que toma los batidos. Aunque es muy buena vendedora, aún no ha logrado convencer a ningún otro miembro de su familia para que se sume al tratamiento. También le encantan los cursos y seminarios que la empresa organiza para sus vendedores. Le gusta estudiar y, tras varios seminarios, ahora es ella la que imparte uno sobre nutrición dos veces al año.

Por otra parte, podría decirse que toda su vida ha sido una contradicción. Tan fuerte como frágil, tan dominante como sumisa, tan abierta como reservada, tan espontánea como cuadriculada, tan risueña como preocupada. Por eso es siempre un enigma saber cómo va a reaccionar a algo, por dónde va a salir, como se dice. Su canción preferida es 19 días y 500 noches, de Joaquín Sabina.

 

 

Está en la cocina preparando sándwiches para los invitados.

—No me grabes con eso, que estoy sin arreglar.

Tras ella acaba de aparecer Javier, su marido, y la encuadra con una cámara de vídeo.

—Yo te veo muy guapa.

—¿Qué pasa, ya has empezado a beber?

—Iba a tomarme una cerveza ahora. ¿Te ayudo?

—No, deja. Ya casi acabo. Y para de grabarme.

Javier hace caso omiso y sigue grabando a su esposa. Se acerca a ella y la abraza por detrás.

—Mmmm. Estás sexi con este delantal. Igual luego debería colgar este vídeo en internet.

—Ya, como si supieras hacerlo.

—Le digo a Javi que me ayude y ya está.

—Estate quieto.

Javier besa el cuello de su esposa sin dejar de abrazarla.

—¿Qué te pasa hoy? —pregunta Marta a su marido.

—Nada. Me he levantado contento. Voy a recoger a Dani a la parada. ¿Y Javi?

—Aún no ha llegado. Se habrá entretenido con los amigos. ¡No te comas eso! —Javier le ha quitado un sándwich a Marta.

—Espero que no llegue borracho —dice con la boca llena.

—¿Qué dices? Si Javi apenas bebe.

—Ya, pero hoy cumple dieciocho años.

—¿Y?

—Y nada, nada. Seguramente habrá ido con sus amigos a tomar una granizada u horchata para celebrarlo.

—Anda, vete a por Dani.

Javier deja la cámara en la encimera y sale de la cocina terminando de engullir el sándwich.

Más tarde, Marta termina de arreglarse y trata de encender la cámara de vídeo. No la ha usado mucho que digamos, así que se hace un lío con ella. En ese momento se cruza con su hijo Iván por el pasillo.

—Iván, bien que te encuentro. Estoy tratando de hacer funcionar la cámara de tu padre para grabar el cumpleaños, pero creo que estoy haciendo algo mal.

—A ver, trae. No, está bien. Mira, ahora mismo está grabando. Te lo avisa este pilotito rojo, ¿ves? Pulsa aquí y deja de grabar. Si vuelves a pulsar, vuelve a grabar.

—Ah, gracias. Oye, podrías hacer algunas fotos con tu cámara, ¿no?

—Olvidé comprar carretes.

—Te pasas las tardes haciendo fotos y hoy que cumple años tu hermano no puedes.

—Ya ves.

Marta, con la palabra en la boca, ve alejarse a su hijo. Quince minutos después, los invitados empiezan a llegar.

 

 

Javier

 

Si Marta es la leona de la manada que lucharía con uñas y dientes para defender a su familia si fuera necesario, podríamos decir que Javier es el mediador. Trabaja como médico forense en el Anatómico de la ciudad. Estudió Medicina, como cualquier otro idealista de los setenta, para salvar vidas. Ahora no las salva, solo juega con cuerpos muertos. Los abre, los mira y los cierra. Tal vez sea su continuada proximidad a la muerte lo que le hace tomarse la vida con una calma mesurada. Pausado en sus formas, casi nunca se altera y nunca levanta la voz más del límite razonable. Busca la manera de evitar la confrontación directa en una discusión y siempre se las arregla para aplacar los ánimos antes de que una situación se salga de madre. Dispone de un sistema de defensa basado en el orgullo y una especie de prepotencia disfrazada que él califica como «lacaniana». No discute casi nunca, no le merece la pena. Sabe que no tiene sentido, ya que al final todos acabamos muertos. Así, se ha acostumbrado a no pelear y tirar para adelante a la espera de que los problemas se resuelvan por sí solos. Pero esta idea de la fugacidad de la vida no le hace vivirla y exprimirla al máximo, sino, al contrario, tomársela con parsimoniosa calma. Él no lo sabe, pero ese encuentro continuado con la muerte y su decisión de no discutir nunca con nadie y por nada están generando una bilis negra en su interior que en algún momento podría estallar. Su canción preferida es The Good Life, de Tony Bennett.

 

 

Está en su despacho, buscando alguna tarjeta para la cámara de vídeo. Quiere grabar el cumpleaños de su hijo mayor, el primogénito, el que lleva su nombre y el de su abuelo. Hoy cumple dieciocho años. Está seguro de que este es un día que su hijo nunca olvidará, sin pararse a pensar en el hecho de que él sí que ha olvidado el día en que cumplió dieciocho. No encuentra ninguna tarjeta. Vuelve a mirar la cámara y descubre que hay una dentro.

—Perfecto —dice para sí mismo.

Ya en el pasillo, Javier empieza a grabar para comprobar que la cámara sigue funcionando a la perfección. La melodía del teléfono móvil le sobresalta. Nervioso, deja que suene un par de veces antes de mirar el número entrante en la pantalla. Se relaja al comprobar que es un amigo el que llama, y contesta. El amigo le dice que llegará un poco más tarde a la fiesta de cumpleaños.

—No hay problema —le dice Javier, y cuelga.

Tenía miedo de que la llamada fuera del Anatómico o del secretario del juez. Está de guardia y no le apetece que una convocatoria le obligue a irse y cambiar el decimoctavo cumpleaños de su hijo por algún cuerpo mutilado o calcinado en un accidente de carretera. Vuelve a grabar y entra en la cocina. Allí está su mujer preparando sándwiches para los invitados a la fiesta.

—No me grabes con eso, que estoy sin arreglar.

—Yo te veo muy guapa.

 

 

Javi

 

Javi es un líder nato y un triunfador. Así es como le ven sus padres y amigos, lo cual a él ha terminado por superarle. No eligió esa responsabilidad, nunca la ha querido. Nadie le pidió permiso para subirle en aquel podio, pero ahora le es imposible bajarse de allí. Buen estudiante, buen hijo, buen amigo, buen vecino… El novio que todo padre querría para su hija. Quiere estudiar Arquitectura y ha hecho hace poco unas pruebas de ingreso para una universidad privada en Inglaterra. Hizo las pruebas a finales de junio y sigue a la espera. En pocos días llegará una carta con el membrete de dicha universidad donde le informarán de si finalmente ha sido o no aceptado para empezar en el segundo semestre. Sus padres están más nerviosos que él y no dejan de preguntar y hablar de ello. Javi está un poco cansado de que apenas exista otro tema de conversación. Quiere entrar en esa universidad, pero, más que por su prestigio, para escapar de una vez de allí. Una huida hacia delante. Escapar de sus padres, de sus amigos, de su novia. Quiere a sus padres, a sus amigos, a su novia, pero hace ya tiempo que siente que le falta el aire. Hace ya tiempo que decidió que no le gustaba su vida. Ser el hijo perfecto, el niño prodigio, el buen amigo y vecino, el novio ideal. No tiene en realidad canción preferida, ya que cada mes es una distinta.

 

 

Salta el muro de la parte trasera de la casa ayudado por un contenedor de basura y agarrándose a la madreselva que crece por la tapia. No quiere encontrarse con los invitados aún. Sabe que se le acercarán nada más verle a felicitarle y ya no le dejarán subir a ducharse y cambiarse. Entra en la casa por la puerta de la cocina y sube directamente al baño de la segunda planta que está junto a su cuarto. Se toma su tiempo en la ducha, disfrutando cada chorro. Cierra los ojos y se relaja. Se deja ir por completo. Pasan unos cinco minutos antes de que vuelva a abrir los ojos y decida enjabonarse.

Se seca y se pone la toalla en la cintura antes de salir al pasillo, donde se da de bruces con su madre.

—¡Javi! No te he visto entrar. ¿Cuándo has llegado?

—No lo sé. Unos veinte minutos.

—¿Y dónde has estado?

—Con los amigos primero, tomando algo. Luego he dado una vuelta.

Marta se queda mirando fijamente a los ojos de su hijo, que se pone un poco nervioso.

—¿Qué pasa?

—Nada. Solo te miraba. Dieciocho años ya. Parece que fue ayer cuando te llevaba en brazos a todas partes.

—Claro, y ahora me dirás que me he criado sin sentir.

—No, no, sin sentir no, que yo sí que lo he sentido —ríe la madre—. No, ahora en serio. Feliz cumpleaños.

Marta besa y abraza a su hijo.

—Anda, ponte algo encima rápido y vente para abajo, que están todos fuera esperándote.

Tras vestirse, Javi baja y sale al jardín. Allí están sus amigos, vecinos y familiares. Al verle salir, algunos le aplauden como bienvenida y todos corren a saludarle y felicitarle. Primero los familiares y luego los vecinos y amigos del instituto. Entre ellos está Nelia, su novia, que le besa en los labios y le habla al oído.

—Te quiero —le dice.

Javi sonríe, saluda, abraza y besa a los invitados. Conversa con ellos.

Todos disfrutan y ríen de la libertad y optimismo de este tipo de fiestas. Porque un cumpleaños es un día especial para todos y no solo para el homenajeado. Un día de celebración que se contagia entre los asistentes. Javier y Marta miran a su hijo mayor, que acaba de cumplir dieciocho años, la mayoría de edad, y saben que ese día es perfecto. Nada ni nadie puede ya enturbiarlo. Nada puede ir mal, no ese día.

Quince minutos después comienza a diluviar sin previo aviso. El parte meteorológico no había previsto lluvia alguna para el día de hoy. Entre todos cogen la comida y bebida y entran en la casa. Allí, en el salón, Javier apaga las luces y empieza a grabar con la cámara usando la opción de visión nocturna y Marta sale de la cocina con la tarta de cumpleaños en las manos. Dieciocho velas encendidas. Todos cantan cumpleaños feliz. Marta deja la tarta sobre la mesa. Javi se coloca frente a ella y sienta a Dani en sus piernas.

—Son muchas, ¿me ayudas? —le dice a su hermana.

—¡Vale!

Terminan de cantar cumpleaños feliz y los dos soplan con fuerza apagando las velas. Todos aplauden. Javi ha pensado un deseo justo antes de soplar. No puede decirle a nadie lo que ha pedido, pues si lo hace, no se cumplirá.

 

 

 

 

 

Jueves 21 de septiembre

 

Es un poco más tarde de las ocho y media. Los invitados ya se han marchado a sus casas. Algunos, antes de irse, han ayudado a recoger y llevar vasos y platos a la cocina. Javier habla con Iván en el salón. La cámara de vídeo reposa encima de la mesa, junto al televisor, al que Javier, en vez de apagar, le ha quitado el volumen para poder conversar mejor con su hijo. Javier está sentado en su sillón, con el cuerpo inclinado hacia delante, gesto que denota algo de preocupación. Iván, en cambio, está recostado en el extremo opuesto del sofá, jugando a algún juego de la PSP y con un pie apoyado en la mesita de cristal.

—No me digas que no. Han vuelto a llamar del instituto. Apenas ha empezado el curso y ya es la segunda vez que faltas. No puedes seguir faltando a clase siempre que te venga en gana o te pasará como el año pasado.

—Estaba haciendo fotos. —Iván habla sin despegar la vista de la pantalla de la consola. El ruido acolchado que sale de esta deja perfectamente claro que no la tiene en pausa mientras habla con su padre. Esto es lo que me importáis tú y tus palabras, parece que quiera decirle.

—No es excusa. Tienes otros muchos momentos para hacer… ¿Puedes dejar de jugar a eso mientras hablamos?

Iván pulsa el botón de pausa y deja caer la consola sobre su regazo. Mira a su padre con hastío, tratando de disfrazar el miedo con indiferencia. Javier piensa que tal vez esa sea una de las características propias de la juventud: indiferencia ante las cosas que deberían preocuparlos y preocupación por las cosas que, si se paran a pensarlo, son en realidad bastante insignificantes. Aleja ese pensamiento y se recuesta un poco sin llegar a ponerse cómodo del todo. Le duele no poder o no saber comunicarse mejor con su hijo mediano. No es que sienta que haya fracasado o algo por el estilo. A pesar de su comportamiento y su ostracismo natural, su hijo es una muy buena persona, no tiene duda alguna sobre ello. Sus tres hijos lo son. Pero eso no impide que algunas noches, al apagar las luces de su dormitorio y cerrar los ojos, se pregunte qué está haciendo mal, en qué se está equivocando y si es culpa suya. También se pregunta muchas veces por qué Iván no puede comportarse más como su hermano Javi.

—Gracias. No puedes seguir faltando a clase, Iván. Lo entiendes, ¿verdad?

—¿Y qué más da si falto o no a clase si no voy a ir a la universidad? —Iván arrastra las palabras con un tono vehemente, tratando de ocultar su inseguridad tras una pizca de rebeldía.

—¿Y por qué no? —insiste el padre tratando de sacarle de su ostracismo—. Te gusta mucho la fotografía, y escribir. Antes decías que querías estudiar Periodismo o Comunicación.

—No me da la nota.

—¿Y Bellas Artes?

—Esa carrera no sirve para nada.

—Pues entonces, estudia más para que te dé la nota.

Iván sigue a la defensiva, encerrándose más y más en sí mismo conforme va avanzando la conversación, obstinado en su apatía.

—Ya es tarde para eso.

Javier vuelve a inclinarse hacia delante, subrayando así sus palabras.

—No, no lo es. Además, ya nos preocuparemos de la nota cuando llegue el momento. Hay muchas universidades privadas que no piden nota. De momento creo que…

Iván se levanta del sofá e interrumpe a su padre elevando la voz un poco más de lo que debería, pero sin llegar a gritar.

—¿Y qué más da todo? Ya va a ir Javi a la universidad, ¿no? Él es el que importa, que para eso lleva tu nombre.

—Iván, ¿por qué dices eso? Sabes que eso no es así. No es justo que…

—Pues denúnciame.

Y se aleja con paso decidido, haciendo gala de un estoicismo falso y banal, dando así por terminada la conversación con su padre, que no se molesta en gritarle para que vuelva o en levantarse e ir tras él. Se dirige a su cuarto escaleras arriba, pasando junto a la puerta de la cocina, que está entreabierta.