El perdedor - Castalia Cabott - E-Book

El perdedor E-Book

Castalia Cabott

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Beschreibung

Uno dilapida su fortuna en el juego, el otro roba para vivir. ¿Podrán un conde y un ladrón encontrar un punto de equilibrio para ser felices? La mayor preocupación de Christopher Tadeus Von Grubber, conde de Utherness, es estar a la moda y seguir llevando la vida de lujos y diversión que siempre ha tenido. La noche londinense lo ha mantenido activo en mesas de juego donde se mueven fortunas, a pesar de que el juego y la bebida son malas compañías y llevan a malas decisiones. London Bridge es un huérfano que ha creado una familia propia, incorporando a ella a otros desafortunados como él. Sus armas no son fáciles de percibir: astucia, inteligencia, frialdad y una memoria prodigiosa que lo han convertido en un estafador digno de temer. La extraña desaparición de un grupo de niños que viven en la calle hará que los caminos de London y Tadeus se crucen. A partir de ahí, un osado plan y una apuesta cambiarán sus vidas para siempre.

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Seitenzahl: 326

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Castalia Cabott

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El perdedor, n.º 9 - octubre 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-644-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Londres, 1898

El Oriental Teas estaba lleno. El invierno había llegado con fuerza y quienes podían darse el lujo preferían juntarse y compartir con amigos en cálidas cafeterías como la del Oriental.

La campanilla de la puerta sonó al dejar pasar a un hombre delgado que llevaba un abrigo largo y negro. Al ingresar, su rostro no era visible debido al cuello subido para protegerse del frío.

Arthur McCain sonrió. London Bridge era el hombre más puntual que conocía.

“Y también el más intenso”, pensó.

No pudo evitar notar cómo todos los clientes del café giraban su rostro para observarlo. Arthur hubiera jurado sobre la Biblia que cada uno de ellos había dejado de respirar durante un segundo asimilando el impacto que London producía: alto, amplia espalda, cintura pequeña y fuertes piernas. El cuerpo delgado y fibroso de un experto jinete. Apenas traspasó la puerta, lo vio quitarse el abrigo para mostrar un traje de chaqueta y pantalón en tono gris y un chaleco de seda bordado en distintos tonos de rojo, pasado de moda pero en perfectas condiciones. Un largo mechón de cabello en la frente no ocultaba la cicatriz que atravesaba su ceja izquierda y que otorgaba a su aspecto un aire de inquietante peligro.

Las calles de Londres hacía mucho tiempo que habían dejado de ser seguras hasta para los más humildes. Un asesino en serie estaba matando prostitutas y se rumoreaba que un grupo de caníbales atacaba a cualquiera que se atreviera a caminar después de la entrada del sol.

London buscó a McCain con la mirada y se encaminó directo hacia él. Llevaba en su brazo un grueso abrigo que había vivido mejores épocas y en la mano un viejo sombrero y un clásico bastón de madera sin adornos.

Todas las veces que se reunían lo hacían en el mismo lugar. El café era tranquilo y cómodo para ambos. Oriental Teas quedaba justo a mitad de camino, entre Scotland Yard y East End, y vendía unos bizcochos dulces que ambos apreciaban. En los últimos cinco años habían hecho del café su lugar de encuentro cuando alguno de los dos necesitaba algo. Y siempre que podían elegían la misma ubicación de la mesa. La disposición de la cafetería impedía que los clientes pudieran ver a los que se sentaban detrás de la amplia columna ubicada en el sector norte, y ese era el lugar preferido de London, para aislarse de la mirada de la gente.

—Arthur —saludó al joven policía estirando su mano y apretando con firmeza la ofrecida.

—London —fue su única respuesta mientras apretaba con fuerza su mano.

Los dos hombres tenían muchas cosas en común, empezando por la misma altura y el mismo tono castaño de sus cabelleras, el de London era bastante más claro, tirando, según la luz, a rubio. Los ojos de London eran algo achinados, ojos extrañamente plateados que muchas veces parecían negros y otras tan transparentes que parecían ojos vacíos; los de Arthur no podían negar una ascendencia escocesa, enormes ojos verdes en un rostro redondo con mejillas sonrosadas que odiaba. London tenía un rostro que podía considerarse hermoso aun con la cicatriz que cruzaba su ceja izquierda; le gustaba llevar el cabello largo atado en la nuca mientras que el de Arthur apenas llegaba al borde del cuello de su impecable camisa blanca. Aun sin ropas lujosas, London Bridge lucía como un hombre peligroso, y esa imagen no solo se debía a la cicatriz, sino a un físico delgado pero musculosamente definido que probablemente alcanzara el metro ochenta y cinco y contrastaba con la fibrosa y pesada corpulencia de Arthur.

Una vez que se sentó, London dejó su abrigo y sombrero sobre la silla a su derecha.

—Gracias por venir —agregó Arthur ayudándolo con el bastón para colocarlo arriba de todo.

London miró a Arthur. No había cambiado ni siquiera el peinado con la raya al costado desde que se conocían. Se volvieron buenos amigos, y se veían regularmente una vez al mes.

McCain conocía demasiado bien a Bridge. Para muchos solo su físico y su altura imponían respeto, pero él conocía mejor que nadie que la mejor arma del hombre era su aguda inteligencia y una memoria escalofriante. A pesar de su juventud, no era este un hombre con el cual podías meterte sin asumir que no habría consecuencias. Se ganó su respeto y el de los bajos fondos londinenses desde que era un niño.

—¿Algún problema? —preguntó de manera directa y preocupado.

Y carecía de paciencia. No importaba qué pasara, odiaba dar rodeos.

—No lo sé. Esperaba que me lo dijeras —afirmó McCain negando también con sus dos manos. Llevaba barba y bigote, tal como lo pedía la moda ese mayo de 1898. Una melena castaña oscura con reflejos rojizos que contrastaba con una barba y bigotes definitivamente rojos. Arthur levantó de la mesa una carpeta oscura, la abrió y se la entregó deslizándola suavemente hacia London.

—¿Lo de siempre, inspector?

La mujer, de unos cincuenta años, se había acercado con una pequeña libreta y lápiz en su mano. Llevaba un delantal blanco y un pañuelo colorido cubría una cabellera rubia que asomaba debajo.

McCain miró a London y este, sin levantar la vista, afirmó con la cabeza.

—Lo mismo de siempre, señora Wilson.

—¿Para usted también? —La mujer miró a London esperando que levantara la cabeza. Sonrió y se agachó mostrándole una buena perspectiva de sus abundantes senos. Al ver su reacción o la inexistencia de ella, una vez más, suspiró, aflojando su pose. Ese hombre parecía no ver nada a su alrededor.

—Para mí también —respondió London Bridge con voz profunda sin siquiera mirarla.

Arthur sonrió. La mujer jamás perdía la oportunidad de mostrar sus talentos y London ni siquiera la miraba.

London abrió la carpeta para encontrar un intrincado diseño con nombres, fechas y lugares.

—Flower Street; Dean Street, Thrawl Street y Dorset Street —susurró al leer.

La lista comprendía los barrios más marginales de Londres. Su increíble memoria grabó cada nombre mientras intentaba descifrar el extraño diagrama dibujado entre ellos, bajo la atenta mirada de McCain.

—¿Reconoces a alguien? —McCain no pudo esperar más y encaró su problema de manera ansiosa.

—No. —London releía la lista, concentrado—. ¿Debería? ¿Qué significa esto? ¿Quiénes son?

—Niños, London.

La palabra convocó la inmediata atención de London en Arthur.

—¿Niños? —preguntó—. ¿Qué haces con una lista de niños? ¿Qué les pasó?

Sus recuerdos se dispararon. Él había sido un niño huérfano sin nadie a quien acudir. Y sabía perfectamente cuál era el destino de esos niños.

La voz de McCain sonó apretada en una violencia controlada.

—Trece niños entre cuatro y quince años han desaparecido en los últimos dos meses. Ahí tienes los nombres y el lugar donde solían moverse.

London reconoció los barrios. Podía dibujar de memoria cada recodo de cada uno de ellos. Los nombres se unían unos a otros por líneas.

—¿Qué significan las líneas? —Le intrigó que cada nombre tuviera distintas líneas entrecruzadas entre ellos.

—Las relaciones entre ellos.

—Intrigante… —Observó con atención moviendo su cabeza de un lado a otro.

—¿Qué parte? ¿Algo se me pasó?

Arthur había elaborado el informe con toda la información que tenía y London había logrado llamar su atención con un simple comentario.

—¿Qué? No lo sé Arthur. ¿Notaste que hay líneas sueltas? Eso solo puede significar que…

—Todos se conocen —interrumpió Arthur lanzando el aire contenido. Él también había observado lo mismo y era la razón de las flechas entre los distintos nombres—. Sí, así es.

—¿Desaparecieron juntos?

—No.

London siguió leyendo los nombres. No reconocía a ninguno. Pero no era extraño. Hacía más o menos tres años que había logrado salir de Dorset. Y la ciudad recibía anualmente a cientos de campesinos, muchos de ellos eran solo niños abandonados queriendo una mejor vida.

—Sabes lo duro que es sobrevivir en estos barrios, McCain. Muchos niños desaparecen.

—Lo sé. Eso me decidió a pedirte ayuda. Es cierto, en esta ciudad, hombres, mujeres o niños desaparecen cada día, y a nadie le preocupa. ¿Pero grupos de amigos enteros? Es por demás extraño. Tú sabes cómo son las cosas.

—Lo sé, Arthur. Se supone que unos cuidan a otros.

—Pero ¿no te parece extraño que todos hayan desaparecido? ¿En verdad no conoces a nadie?

London movió su cabeza de un lado a otro, mientras repasaba los nombres memorizados.

—Esperaba me respondieras lo contrario. No encuentro a nadie que me hable de ellos. Y no puedo dejar de pensar lo peor. Con una banda de caníbales y un estrangulador de prostitutas sueltos no parece muy buena época para que estos niños hayan desaparecido. Estoy preocupado. Primero pensé que podrías saber algo, ahora… Se supone conoces todo lo que pasa en Londres. Conoces estos barrios como la palma de tu mano.

—No había escuchado que están desapareciendo niños. Nadie habla de ellos en la calle, Arthur. El estrangulador y los caníbales es el único tema de conversación en estos días. Siendo niños, ¿los relacionas con esos caníbales de los que hablan los periódicos?

—Creo que son más rumores que certeza que esos tipos existan. Alguien inventa algo y luego corre como reguero de pólvora. No. No los relaciono. ¿Puedes preguntar por ahí si alguien los conoce?

—Lo haré. ¿Cuántas denuncias recibiste por ellos?

—Ninguna.

London esbozó una sonrisa torcida. Conocía la respuesta antes de hacer la pregunta. Un huérfano solo anda en manada con otros huérfanos. Y nadie se preocupa por ellos.

—¿Y cómo te enteraste de que están desaparecidos?

McCain se inclinó sobre la mesa y señaló el último nombre de la lista abierta ante ellos.

—Douglas Monroe, llegó a la Metropolitana hace casi veinte días. Él me contó en ese momento que al menos seis de sus amigos habían desaparecido. El chico empleó esa palabra: desaparecido. Afirmó que estuvieron juntos todo el día y se separó de ellos en la noche. Ese día había juntado cuatro peniques y hacía mucho frío. Durmió en El lobo. Al otro día nevó y ya no pudo encontrar a nadie. Pensó que estarían a resguardo. No volvió a verlos. Le dije que investigaría. Lo único que pude comprobar es que esa noche sí durmió en El Lobo. El muchacho regresó a la Metropolitana una semana después para agregar a la lista tres niños más. Y ya no pude encontrarlo. Recorrí Dorset, Flower, Dean… Thrawl y nadie sabe de ellos, incluido Douglas Monroe.

—¿Cuántos años tiene?

—¿Monroe? —McCain preguntó y London afirmó con la cabeza—. Once, quizás doce.

La misma edad que sus niños. Ellos recorrían Londres de una punta a la otra diariamente. Si había niños desapareciendo, él se habría enterado. Londres estaba llena de huérfanos y pobres que creían que en la ciudad conseguirían lo que no obtenían en ningún otro lado, se los llamaba los hundidos, los más pobres de los pobres, carecían de todo, comida, ropa… y eso incluía a padres o parientes que los cobijaran. Su vida, generalmente corta, era una lucha constante contra el hambre, el frío y las muchas enfermedades que provenían de las paupérrimas condiciones en que vivían. Sobrevivían gracias a lo que robaban y en algunos casos a la prostitución, lo que parecía ser la única salida, sin distinción de sexo o edades.

“Destinados a una muerte prematura…”. El solo pensamiento le puso la piel de gallina a London.

Muchas familias vendían a sus propios hijos para algunas tareas en las que se necesitaran cuerpos pequeños y delgados porque un adulto no podía entrar. Ser un hundido en Londres solo significaba una muerte segura y rápida y una vida de invisibilidad total.

Y si alguien sabía lo que significaba ser un huérfano en los barrios más pobres y abandonados de Londres, era él.

—Huérfanos —repitió casi para sí mismo London—. Invisibles para todo el mundo.

—London, no solo Douglas desapareció, y sus amigos antes que él. Creo que seis o siete más les han hecho compañía. Hablo de trece o catorce niños… o más. Desconozco cuántos deberían estar en esa lista.

London apretó los dientes.

—Amigo, aceptaré cualquier ayuda que puedas darme —insistió Arthur.

Arthur McCain había conocido a London Bridge cinco años antes; la noche en la que un desgarbado niño de doce o trece años lo salvó de morir a manos de una banda de ladrones que habían estado aterrorizando a Londres tanto como ahora lo hacía Jack, el Destripador. Había sido su primera misión como detective de Scotland Yard. Del hecho, tenía una cicatriz en la espalda que atestiguaba todo lo sucedido esa fatídica noche.

En los cinco años transcurridos London Bridge había pasado de ser ese esmirriado jovencito que lo salvó a convertirse en un hombre seguro y fuerte que lo había ayudado tantas veces que ya no sabía cuántas. London Bridge era el mejor amigo que tenía. Esa noche que salvó su vida también cambió su suerte.

—¿Tú qué crees que puede haberles pasado, McCain?

Si estuvieran hablando de uno, dos o tres niños las respuestas eran muchas: era invierno, dormían en las calles, desnutridos, enfermos, con ratas, llenos de piojos… la muerte era la única certeza de sus cortas vidas. Huérfanos desaparecidos en grupos, era otra cosa.

Arthur se rascó la barba y respondió:

—Deben estar vivos. Nadie dejaría de hablar de trece cuerpos de niños encontrados después de una gélida noche de invierno.

—Pienso lo mismo, y solo hay tres destinos posibles en esta ciudad: alguien se los llevó para trabajar en alguna mina, están siendo utilizados en algún burdel o como ladronzuelos. Esta última opción es la menos posible.

—¿Por qué?

—Yo lo sabría. Créeme.

Durante años el robo había sido su forma de sobrevivir, conocía a todos los que compraban y vendían cosas robadas, si los niños estuvieran vendiendo, el mercado estaría moviéndose mucho más. Eran muy pocos los que se aventuraban a moverse en un Londres amenazado por asesinos seriales.

—Tampoco creo que estén en alguna mina.

—¿Investigaste?

McCain afirmó:

—No hay personal nuevo en las principales minas del país. ¿Podrás ayudarme?

London miró la lista de nombres y afirmó con la cabeza.

—En las principales quizás no estén, tal vez debamos mirar en aquellas que recién están comenzando. El carbón está en la cotización más alta y… —se interrumpió en cuanto la mujer apareció a su lado y esbozó una sonrisa que solo McCain respondió.

—Su café, inspector… y para usted, lo de costumbre —afirmó Anna Wilson entregándole una bolsa de papel con rosquillas dentro.

—Gracias, señora Wilson —respondió McCain mientras le pagaba.

London se había limitado a recibir la bolsa y a cabecear afirmativamente.

—¿Cómo está Paddy? —preguntó McCain en cuanto la mujer se alejó.

Paddy había sido el último niño en ingresar en la familia de London. Solo tenía cuatro años y ya podía decirse, como todos los niños que London protegía, que conocía las peores miserias humanas.

—Todavía tratando de encajar.

—El Dragón Rojo te está quedando chico.

—Así es. Pero por ahora es lo único que tenemos.

—Ya te he dicho cómo puedes mejorar. —Desde hacía mucho tiempo McCain insistía en que London ingresara como agente de Scotland. “Una mente como la tuya sería un aporte muy valioso”, solía decirle.

—Sí, lo has hecho y ya sabes mi respuesta…

—Ya no tienes edad para que nadie te mande y pertenecer a Scotland Yard te ataría las manos —cortó Arthur.

London sonrió.

—Así es, amigo, así es.

—Un anciano que no creo que pase de los… ¿cuántos años dices que tienes? ¿Dieciocho?

London esbozó una sonrisa. No sabía cuántos años tenía. Diecisiete o dieciocho, quizás diecinueve, pero jamás lo sabría, así que ya no era un problema más que para McCain, que cada vez que podía sacaba a relucir el tema. Si por el inspector de Scotland Yard Arthur McCain fuera, London ya formaría parte del plantel de la Metropolitana.

London esbozó una sonrisa. Tal vez su edad cronológica fuera esa u otra, pero ¿importaba? De lo único que estaba seguro era de que jamás había sido un niño.

Metió la mano en su chaqueta y sacó un sobre grueso que le extendió.

—Hablando de cambios: tengo una buena para ti.

Al mirarlo McCain pasó de interrogarse a sonreír abiertamente.

—¿Es lo que creo que es? —Lo abrió con rapidez. El sobre contenía una nada despreciable cantidad de dinero.

—Lo es. —London le sonrió al responderle. Estaba feliz por ambos. Corrieron un gran riesgo y salieron victoriosos.

—¿El ferrocarril? ¿El primer cobro de nuestras acciones del ferrocarril?

—De “tus” acciones. Te lo dije, ¿verdad?

—¿Tan gordo? —preguntó excitado. Pasó con su esposa dos meses comiendo fideos para reunir el dinero y comprar unas pocas acciones, una vez que London le contó sobre el ferrocarril. Vendió todo lo que tenía de valor. ¿Hacerle caso a un estafador? ¿Acaso no era lo mismo que decirle: llévate todo lo que tengo?—. Me lo dijiste, pero…

—Empezaste a creer que jamás verías un centavo.

London observó cómo McCain contaba lo que había dentro del sobre. McCain jamás sabría cuántas noches sin dormir pasó sabiendo que su amigo vendió todo lo que tenía por seguirlo en un pálpito. Sí. Él pensó que jamás verían ni un solo centavo de lo arriesgado.

—Es muchísimo —dijo McCain contando sin exponerlo. Al finalizar lanzó un silbido suave—. Debes reconocer que soy el tipo más inteligente de Londres.

—¿Tú?

—Así es. ¿O conoces a alguien más que siga tus instintos?

London sonrió. No. Arthur era la única persona, además de él, en la que confiaría su vida y la de sus niños.

—¡Santo Dios! —revisando una vez más el dinero—. Eres un genio, London. Nada mal para un tipo que no sabe ni cuántos años tiene —agregó McCain en tono admirativo.

—Ahora, mi amigo, podrás comprar todos esos lindos muebles que vendiste, ropa nueva a tu mujer…

—¡Es muchísimo! —repitió, respirando con dificultad.

—Lo es. Y es solo el comienzo. Tengo que irme. —London tomó el paquete con dulces—. Te mantendré informado.

—Gracias. Gracias, London, muchas Gra…

—Ya. Es suficiente. Saluda a Annabel de mi parte.

—Sí. Cuando ella vea esto… ¡cielo santo! Me pidió que te invite a almorzar. Ya sabes cómo ama debatir sobre esos… que ustedes llaman… interesantes libros —agregó con humor.

—Dale las gracias. Dile que pasaré en algún momento.

—Sabes que se preocupa por ti, ¿verdad?

London esbozó una sonrisa leve y se puso de pie.

—Y trae a los niños. Pronto tendremos donde sentarnos.

—Dile que en cualquier momento apareceremos. —Tomó el sombrero y lo ajustó, se puso de pie, se colocó el abrigo y sostuvo el bastón en su mano izquierda, extendió la derecha y saludó a McCain.

Arthur seguía emocionado. Nunca había visto tanto dinero junto. Y si este era el principio… podría dormir mucho mejor por las noches sabiendo que tendría un futuro mejor para su familia.

—Yo… muchas gracias, London.

—Gracias a ti, Arthur.

McCain sonrió al verlo irse por la cocina del local. Los viejos hábitos lo mantenían con vida. No en vano London era un sobreviviente en una ciudad desmesurada y violenta.

La cabeza de London iba llena de interrogantes al salir y estuvo a punto de chocar con una ruidosa cuadrilla de hombres que transportaban una estatua en tamaño normal. Ágilmente los esquivó y se encaminó hacia el Dragón Rojo.

 

* * *

 

Oriental Teas formaba parte de Chester Square. La ciudad estaba cambiando aceleradamente. De ser considerado un barrio solo para hundidos a convertirse en un barrio para una clase obrera en ascenso. Las casas construidas formaban elegantes edificios adosados de poca altura, con líneas muy puras y raros estucados. El barrio donde se ubicaba la cafetería era menos lujoso que muchos otros, pero ya se percibía a la clase media como dominante.

Los nuevos arrendatarios, pequeños comerciantes con negocios de hostelería, mercaderes y profesionales liberales tenían familias, y debido a las condiciones de comercio del país, no pasaban grandes necesidades, tampoco eran ricas, pero aspiraban a codearse, algún día, con los habitantes de los barrios más lujosos de la ciudad. Esa era la razón por la cual no se sorprendió al casi chocar con una estatua de tamaño natural. Ya no había casa cuyo jardín no luciera adornado con alguna de ellas. Estaba de moda, mientras más grande, más dinero tenía su propietario. Los jardines se estaban convirtiendo en verdaderas obras de arte y ostentación burguesa.

Con una caminata ágil, London se dirigió directo a su casa. Al llegar a Whitechapel, no solo cambió el paisaje, sino el olor; no en vano era el barrio más pobre del East End. Los gritos de los vendedores, en su gran mayoría mujeres, se unían a los de las prostitutas que poblaban los bares y las calles del barrio. Desde hacía unos cinco años proliferaban teatros y burdeles en Whitechapel donde los hombres bebían y disfrutaban de espectáculos eróticos que muchas veces eran protagonizados por jovencitos menores de edad. No había calle en barrio rico o pobre que no tuviera sus burdeles. Así, huérfanos, pobres, niños o mujeres compartían prostitución, tuberculosis y enfermedades sexuales con la misma normalidad con que las aguas servidas se tiraban en las calles. Aguas servidas que muchas veces se unían con la lluvia y las heces humanas y de animales convirtiendo a las calles en un gran pozo séptico nauseabundo y al aire libre. Calles tan transitadas que los desechos de los animales terminaban a su vez formando malolientes alfombras por las que todo el mundo caminaba.

London apuró el paso. Odiaba llegar tarde a las reuniones diarias.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Por fuera el Dragón Rojo era un hotel al que muy pocos se animarían a entrar considerando la calle en la que se encontraba. La vivienda era un estrecho rectángulo de unos diez metros de ancho por casi cincuenta, en dos plantas. London ingresó por la angosta puerta, siempre cerrada, para encontrar un cuarto bastante grande que funcionaba como comedor y cocina. La diferencia de temperatura entre la calle y la cocina y el olor de la comida de Amadie hacían un rotundo contraste entre ellas. A la derecha una abertura sin puerta mostraba un largo pasillo que terminaba en una escalera de madera que permitía subir al primer piso. El pasillo tenía, de un lado, pequeñas ventanas muy altas que daban algo de luz al oscuro interior, y del otro lado se encontraban el cuarto de Amadie, Lucy y Abby, luego el cuarto de Eugene y Paddy y al final, casi en el rellano de la escalera, el cuarto más pequeño en el que dormían Scotty y Patrick. Toda la casa tenía pisos de ladrillos, casi brillantes por el uso y la preocupación de Amadie y Lucy.

El primer piso se distribuía en tres cuartos, en el primero dormía London, el segundo tenían una mesa y sillas al que llamaban salón de reuniones mientras nadie lo necesitara. Y el tercero funcionaba como el dormitorio de Glen y Gabriel.

Pronto necesitarían una casa nueva. London sonrió al pensar qué cerca estaban de lograrlo.

—¡Gracias, ferrocarriles! —musitó palpando el bolsillo delantero de su pantalón.

Abrió la puerta de la cocina justo en el momento en que Amadie Leroy, su única cocinera, intentaba levantar un balde lleno de agua. Se apresuró a ayudarla al mismo tiempo que interrogaba:

—¿No conseguiste ayuda?

London dejó el cuenco sobre la mesa donde se encontraba el tonel que usaban para lavar los trastos. Pegado a la pared, se veía una olla cocinándose sobre una gran chimenea que servía de fogón. Del otro lado una mesa grande de madera y bancos a sus lados.

—Todos se ofrecieron, señorito London, lo juro. Puedo con esto.

London sonrió con afecto y Amadie tragó saliva. Había conocido a London tres años antes. Esa noche llovía, el hombre con el que vivía la había sacado a la calle desmayada por los golpes recibidos. Pensó que moriría debido a ellos, pero un ángel muy alto y delgado se había interpuesto en su destino. London fue testigo, y en vez de hacer como si nunca hubiese visto nada, como hacían todos, se acercó a ayudarla. La había alzado y llevado hasta el hospital.

Dos días después, cuando pudo reaccionar, le habló de su pequeña hija. London pagó cincuenta peniques por la bebé, sin siquiera saber si su madre viviría o moriría para hacerse cargo. Nunca supo cómo, pero ella y su hijita se convirtieron en parte de la extraña familia de London.

—¿Y Lucy?

—La mandé al mercado, salió con Abby y Glen. Ya deben estar regresando.

—¿Los demás? —estiró la mano y le entregó la bolsa con dulce—. Guarda dos para Abby, se lo he prometido.

—Gracias, señorito London. No debe hacerle promesas a esa golosa. Y los demás deben estar en el cuarto de reunión.

London salió de nuevo al pasillo y caminó hasta la escalera que lo llevaba al primer piso. Al pasar miró el angosto patio que rodeaba la propiedad y el baño separado de la casa que entre todos habían edificado.

El primer piso repetía el mismo diseño de la planta baja. London ingresó a su cuarto y dejó abrigo, sombrero y bastón sobre la cama. Una cama angosta, pero con sábanas limpias y abrigadas frazadas. Se quitó la chaqueta, buscó un grueso sobre en uno de los bolsillos y lo separó. Luego se desembarazó del chaleco y desprendió los botones del cuello de su camisa. Levantó el sobre de la cama y se dirigió hacia el cuarto de reuniones. Las risas lo recibieron. Solo escucharlos reír lo hacía feliz. Siempre había querido una familia y la había ido eligiendo. Uno por uno fueron agregándose a sus sueños. Ahora, todos compartían un techo y comida abundante en su mesa todos los días. Cada uno de ellos había pasado por un infierno propio y personal, y ser parte del Dragón Rojo era el mejor obsequio que recibirían en sus vidas. Con las buenas noticias que traía, ya podrían afirmar que jamás volverían a disputarle su comida a las ratas.

London se quedó parado bajo el dintel de la puerta mientras uno a uno sus niños lo iban viendo y saludando.

—¡London! —gritaron.

—¡Buenas tardes! —respondió en el mismo instante en que Glen entró corriendo y lo empujó contra el marco de la puerta.

—¡Glen, te he dicho un millón de veces que mires por dónde corres! —exclamó.

No era la primera vez que pasaba algo así. Sabiendo que sería ignorado, y sin esperar respuesta, casi nunca la había, ingresó al cuarto hasta ubicarse frente a la mesa, en su lugar habitual, y se sentó. Los niños dejaron de conversar y lo imitaron.

Solo Glen lucía harapos en vez de la ropa sencilla pero humilde que todos los demás tenían. Las reglas en el Dragón eran muy claras y severas. Nadie regresaba a la casa después de las seis de la tarde. Todos llegaban, se bañaban y ayudaban en lo que Lucy y Amadie necesitaran. Se reunían para hablar de los resultados del día y tomar decisiones. El cuarto de reunión también era el cuarto donde Amadie les enseñaba durante una hora a leer y escribir. A las siete de la noche, todo el mundo cenaba y luego, durante una hora, se estudiaba o leía para después acostarse. Todos los niños sentados a la mesa mirándolo y sonriéndole con beneplácito conocían lo que era dormir sobre la basura o escombros sin techo alguno. Y todos apreciaban haber dejado, gracias a London, esa etapa atrás. London les había ido ofreciendo lo que siempre deseó para él mismo: un hogar, un techo bajo sus cabezas, comida en la mesa. Una oferta que nadie jamás les hizo. Una vez adaptados a las muchas reglas que hacían a la convivencia, no podían encontrar una razón para siquiera desear salir.

Gabriel tenía delante de sí un cuaderno y estaba anotando con mucho cuidado una última cifra para luego acercarlo junto a la caja de metal hacia London, quien la tomó entre sus manos y miró a todos.

—Debo suponer que ha sido un día muy fructífero —comentó mirando las sonrisas cómplices de los presentes.

Los números excesivamente prolijos de Gabriel mostraban una suma que decía: setecientos ochenta y seis peniques. London repitió la cifra en voz alta y todos aplaudieron.

—Felicitaciones, niños, hemos alcanzado la suma más alta del último año —Amadie y Lucy ingresaron casi a las corridas y tomaron asiento. Ellas se unieron a los aplausos de todos los niños—. Sin embargo… —London bajó el tono, llamando la atención, y sacó un voluminoso sobre del bolsillo de su pantalón. Lo abrió y desplegó la enorme suma en libras sobre la mesa—, estimados —dijo en tono solemne, dando espacio a la reacción ante la mayor cantidad de dinero que jamás vieron desplegados frente a ellos—, esta es la primera rendición de nuestra inversión en el ferrocarril. Podríamos decir que pronto tendremos nuestra propia casa de campo. Felicitaciones a todos —deslizó la mirada por toda la mesa.

El silencio llenó la sala. Ninguno de los presentes creyó que el sueño de vivir en el campo, lejos de Londres y su miseria, sería realidad alguna vez. Tampoco esperaron conocer a alguien como London Bridge y terminar viviendo como reyes. De pronto los niños aplaudieron mientras gritaban. A los aplausos se le agregaron silbidos. Scotty se levantó y corrió a abrazar a London. Unos segundos después todos lo imitaban. London dejó caer las lágrimas que había mantenido bajo control desde que escuchó el balance en la reunión de socios del ferrocarril del Norte.

Lo había logrado.

Desde que recordaba vivió del robo y de estafas, pequeñas y grandes, y no solo él. A medida que pasaban los años y se agregaban nuevos niños, las estafas eran más complejas y les producían mayores ingresos, así comían mejor, vestían mejor, y luego, con la llegada de Amadie, Abby y Lucy, el Dragón comenzó a parecer un hogar con una gran familia.

Había, durante los últimos diez años y a medida que iban llegando al Dragón, conformado un equipo eficiente; sabían elegir a las víctimas, estudiaban sus movimientos, conocían sus debilidades y contemplaban cada detalle antes de atacarlo. Les había prometido una casa, una cama, una comida, si aprendían a trabajar solidariamente. Todo lo que entraba se dividía en dos: una parte para el Dragón y otra para invertir. Decidir poner todo lo obtenido en los últimos tres años en acciones del nuevo ferrocarril fue una difícil elección, pero ese día acabó de aceptar que no podría haber tenido una mejor idea para invertir.

Lucy llamó la atención de todos golpeando la mesa. Saltaba y gritaba contagiada por el clima del cuarto. Algunas lágrimas caían sobre sus mejillas. Intentó sonreír y casi sin voz logró emitir un:

—¡Hay donas, hay donas! —mientras izaba la bolsa con dulces que London trajo.

Cuando los niños la escucharon, comenzaron a reír a carcajadas.

—Quiero una —pidió Scotty.

—¡Yooo tambem! —gritó Paddy saltando de su silla y avanzando decidido hacia Lucy.

—¡Yo tambén! —exclamó Abby, y corrió detrás de Paddy. Desde que Paddy Majors llegó al Dragón Rojo se pegó a él repitiendo todo lo que hacía.

Lucy aprovechaba su casi metro ochenta para sostener la bolsa con dulces sobre su cabeza e ir dándole uno a cada uno. Ella también conoció al Dragón de la mano de London, y como todos, podía contar su vida con un antes y un después de su encuentro.

Lucy Smith tampoco podría decir cuántos años tenía, ¿cuarenta?, ¿cincuenta? Era imposible saberlo y no importaba. Su edad mental se había detenido en el tiempo. Una niña de seis o siete años en el cuerpo sano de una amazona de piel blanca, casi transparente, mejillas rojas y una gruesa trenza rubia con mechones blancos que rodeaba toda su cabeza. Lucy tenía algo que London añoraba: una sabia inocencia. Hacía mucho tiempo que perdió su inocencia, de hecho, London podría jurar que jamás la tuvo. Esa fue la razón de incorporar a Lucy a su familia ensamblada, ella merecía una oportunidad.

En realidad, todos en el Dragón Rojo tenían una historia que contar, pero aceptaron el tácito acuerdo de olvidar de dónde provenían para construirse un futuro. Un futuro que sin London jamás hubieran soñado. A todos y cada uno de ellos London los rescató de situaciones extremas. No solo les salvó la vida, les dio un hogar y una familia.

A medida que la familia crecía, iban sumando recursos y ardides. Si todo seguía como se avizoraba, pronto el Dragón Rojo dejaría de buscar incautos de quienes vivir.

—¡Niños! —llamó en voz alta—. ¿Podemos seguir? Tenemos una misión.

Glen Scrub era el mayor de todos y siempre se sentaba a la derecha de London; Gabriel era el segundo en edad, y prefería ubicarse a su izquierda. Gabriel había crecido mucho en los últimos tres años, como todos.

Unos segundos después cada uno estaba en su lugar y miraban a London.

London se hizo hacia atrás y sonrió mentalmente, Eugene y Patrick siempre repetían sus gestos. Ambos niños se hicieron hacia atrás, pero tuvieron que acomodarse de nuevo, la silla era demasiado grande para simplemente respaldarse como lo hacía London.

—Voy a mencionar unos nombres, si alguno les suena conocido, me lo dicen.

—Muy bien —respondió Glenn.

—Muy bien —repitió Lucy. Ya todos sabían que, si alguien hablaba solo, Lucy repetiría lo mismo.

—Presten atención —pidió London, y comenzó a enumerar los nombres de los supuestos niños perdidos. Ninguno de los presentes manifestó conocerlos.

—Debo suponer que nadie los conoce, entonces.

—¿De dónde son, London?

—Dorset, Flower, Dean… Thrawl…

—Es raro que visitemos esos barrios —Glen afirmó.

—El único que podría saber algo de ellos sería Paddy y es muy chico —informó Gabriel.

—Eso pensé. Bien. Mañana quiero que se vistan y se organicen de a dos para recorrer Dorset, Flower, Dean y Thrawl. Quiero saber qué está pasando y qué se dice.

—Pensé que los niños ya no regresarían a esos lugares —agregó Amadie preocupada. Sostenía su delantal de cocina entre las manos.

—Entiendo tu preocupación, Amadie, y eso también creí, pero alguien está desapareciendo niños en la zona y no podemos hacer como si no nos interesara. Además, este será un favor especial para McCain. ¿Alguna pregunta?

Glen levantó la mano y todos lo miraron.

—¿Qué crees que pasó con ellos?

—Eso espero que averigüen. Nadie se mueve solo. Y es una orden. ¿He sido claro, Scotty?

Scotty respondió moviéndose incómodo en su asiento. Muchas veces mostraba su disgusto y tomaba decisiones sin avisar. Eugene y Patrick tenían la misma edad, Glen y Gabriel solo se llevaban dos años de diferencia y siempre andaban juntos, pero él, con seis años, quedaba lejos de Paddy, que solo tenía cuatro años.

—¿Puedo ir con Gene y Pat? —preguntó ansioso.

London miró a los dos niños y luego movió la cabeza, afirmando.

—¡Sí! —gritó Scotty feliz golpeando la mesa.

—Bien, ¿por qué no ayudan a Lucy a poner la mesa, así cenamos mientras converso con Amadie un ratito?

Amadie no se movió de su lugar mientras los niños salían del cuarto de reuniones. London tomó la caja y extrajo de ella cinco peniques y se los pasó.

—Alguien necesitaba ropa.

Amadie los tomó y afirmó:

—Glen. Está creciendo muy rápido. También Paddy, pero ya le arreglé algunas prendas que Scotty dejó de usar.

—Si todo sigue igual, pronto podremos mudarnos al campo.

Amadie sonrió. Era un sueño que todos compartían: cultivar sus alimentos, criar animales, salir de la maloliente ciudad. Nada de eso tendría si el Dragón Rojo no los hubiese rescatado.

London tomó el sobre con las regalías obtenidas en la inversión del ferrocarril y la caja con el dinero recolectado en el día y se dirigió hacia su cuarto.

Buscó la pared de ladrillos y extrajo uno que dejó al descubierto un hueco. Adentro, otro cofre guardaba todo lo que tenían. Colocó el dinero en él y antes de reingresarlo, sacó un cuaderno de papel y un lápiz. Tenía un trabajo que planear después de la cena.

Hacía dos meses que el Dragón Rojo no estaba trabajando, ya era tiempo de volver a hacer lo que mejor sabía: buscar dinero fácil.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—¿Milord? ¿Señoría? Ha llegado su hermana y el señor Davenport. ¿Milord?

Rupp había completado todos sus intentos por despertar a su joven amo. Era momento de pasar a los intentos extremos. Se acercó a las ventanas y con un solo envión dejó que la luz del sol, ya pasado el mediodía, llenara por completo la estancia. Luego se acercó hasta la amplia cama y retiró de un solo manotazo la manta de plumas y las sábanas de satén. Tomó de los hombros a su señor y lo sentó.

—¡Santo Dios, Ruppert! ¿Tienes la maldita idea de la hora en que me acosté?

—Por supuesto, su señoría, a las ocho horas del día de ayer. Lo está esperando su hermana y su señor cuñado.

—¿No le dijiste que recién me acuesto? ¿Que vuelvan más tarde?

—Eso hice, milord, y eso han hecho, han regresado… veinticuatro horas después.