El perfume de Inés - Betty Lucero - E-Book

El perfume de Inés E-Book

Betty Lucero

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Beschreibung

Las secuelas de la dictadura militar en la Argentina (1976-1983) se presentan en un entorno rural, la pampa argentina, con sus pequeños pueblos, sus secretos, las mujeres sumisas que guardan sus odios, duelos y soledades. Mirta tiene un marido inválido y un hijo que vive en Inglaterra. Ha sido un hombre violento. Ella conoce poco del trabajo de su marido y sus largas ausencias. Inés, su vecina de infancia, anuncia su visita. Han pasado cincuenta años. Inés perdió un hijo durante la dictadura y sabe quién fue su asesino. La visita a Bellocq es parte del plan de venganza que Inés no revela a nadie hasta el final. Novela polifónica con las voces femeninas de Mirta, Inés, Julia, Teresa y Yoly. Y a partir de ellas se recuerdan otras historias. Mirta e Inés son los personajes centrales. Ellas tienen una vida cumplida. Recuerdan, se arrepienten de sus actitudes, sufren, alucinan. Seres débiles en situaciones que las superan; las quejas de Mirta, las pesadillas de Inés. Aparecen dos técnicas de cine: retroalimentación o feed-back y narración como guión. Ambas agilizan el ritmo narrativo. Los diálogos en el nivel de lengua adecuados a cada personaje sirven para su presentación. La autora ha vivido en el ámbito rural bonaerense y perfila personajes verosímiles para el lector tanto en presencias, actuaciones y uso regional de la lengua. La descripción de la naturaleza, sequías e inundaciones, rutas y transportes corresponden a la geografía genuina de la región.

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Índice de contenido

Portada

Créditos

MIÉRCOLES - El viaje

JUEVES - El encuentro

VIERNES - Insomnio

SÁBADO - Recuerdos

DOMINGO - Tortura

LUNES - El adiós

Sinopsis

Índice

Hitos

Índice de contenido

Portada

BETTY LUCERO

El perfume de Inés

Betty LuceroEl perfume de Inés / Betty Lucero. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 9789878715971

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Ilustración de tapa: Autorretrato, de la propia autora, Elena Beatriz, (Betty), Lucero.

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina –Printed in Argentina

Betty fue fuente de inspiración para sus familiares, amigos y todo aquel que pasó por su vida. Esta novela era parte de su gran proyecto: anhelaba con todas sus fuerzas dar a conocer su obra. Hoy, parte de esa extensa producción pudo concretarse en este libro, es por ello que deseamos compartirlo con ustedes y regalarles un poquito de su esencia.

MIÉRCOLES

El viaje

En esta época siempre hace frío, piensa Mirta El clima la desconcierta. No recuerda haber pasado un verano tan sofocante como el del año pasado. Y, para colmo, ahora, este frío insoportable. Tendría que haberme abrigado un poco más. Se cubre la espalda con un chal, camina hacia la cocina y enciende una hornalla para hacerse un té. El té reconforta el espíritu. Lo leyó en una de esas revistas en la sala de espera de los consultorios. Mientras se calienta el agua de la pava, toma asiento. No puede estar mucho tiempo parada. Se mira las manos, pasa con fuerza el dedo índice de la derecha en el dorso de la otra mano. La distraen las venas que se inflan, el latido deja al descubierto las manchas que han invadido la piel. Son muy oscuras y la envejecen. Echa la cabeza hacia atrás y dice en voz alta: No hay como un té caliente para enfrentar al invierno. El agua chilla en la pava. Si no fuera por la tenaza que le oprime el estómago, comería con gusto esos bizcochos de grasa que mandó a comprar a la panadería. Calcula que, haciendo un balance de sus dolencias, la peor parte la lleva el aparato digestivo. Tome estos comprimidos ni bien se levante, le recomendó el médico, y le dio unas muestras gratis. Le gusta el trato del doctor Gómez con los pacientes. Como hace mucho tiempo que la está atendiendo, ha podido observarlo muy bien. Sabe escuchar. No la empuja para sacarla del consultorio y es muy cordial. Así eran los médicos de antes. En la última visita la acompañó hasta la puerta, le dio un beso en cada mejilla y, antes de despedirse, le susurró al oído:

—Cuide su salud emocional. ¡No mire tanta tele!

Tengo que reconocer que el doctor tiene razón. Me cuesta horrores dormir. La otra tarde acuchillaron a un hombre en una parada de colectivo. Se estaba desangrando en la vereda y nadie hacía nada. ¡Un médico!, grité. La gente que caminaba por el lugar miraba para otro lado y seguía de largo. Yo estaba tan angustiada que me levanté del sofá como un resorte. ¡Una ambulancia!, volví a gritar. Ellos aparecieron un largo rato después. Siempre llegan tarde. No recuerdo si tomé uno de los comprimidos de la mañana. El de la presión, el ovalado color salmón, ése sí lo tomé. Seguro que el hombre se murió antes de llegar al hospital.

Se mira las uñas, se ven desparejas, algunas están rotas. Ayer al mediodía, tuvo intención de pintárselas, pero se olvidó por completo. La visita de Inés la tiene alterada.

Oye el chirrido de la verja de afuera que se está abriendo con cierta violencia. El pánico altera la expresión de su rostro. Se tranquiliza cuando reconoce los pasos de Yoly. Esa manera de arrastrar los pies es inconfundible. Con todo, quiere cerciorarse de que es la empleada y no otra persona la que entró en la casa

—¿Quién es? –pregunta a los gritos.

Se desencadena un largo silencio. Mirta no puede controlar la irritación.

—¡Yoly! ¿Sos vos?

Una mujer joven entra en la cocina. Viene con una campera muy abrigada. Un echarpe rojo le rodea el cuello y le cubre gran parte de la cara. Trae una bolsa de plástico colgada del brazo.

—Sí, soy yo–dice, mientras hace un gesto de fastidio.

—¿Por qué no me contestabas? –se impacienta Mirta.

—¿Qué le pasa? ¿Está nerviosa?

—¡Cómo no voy a estar nerviosa! Anteayer la asaltaron a doña Susana. Vos estabas en cama con gripe. ¿No te enteraste?

—Sí, me lo contó el Aníbal.

Pobre mujer, se compadece Mirta. La ataron a una silla y le arrancaron la alianza a los tirones. Revolvieron toda la casa, tiraron la comida que había en la heladera, le robaron el dinero de la jubilación y le rompieron el juego de porcelana, regalo de casamiento. Fue horrible. Dejaron de pegarle cuando ella se acordó del reloj pulsera de su marido.

Yoly coloca la bolsa en la mesada y la mira de reojo.

—Ya me lo contaron. Todo el pueblo lo sabe.

—Dicen que la cara le quedó a la miseria –se lamenta Mirta.

Con movimientos pausados Yoly se quita la bufanda, la campera negra y las cuelga de un perchero. Viste un jean gastado y un pulóver verde. Mirta se mueve en la silla, dice que el día menos pensado le va a tocar a ella.

—No se preocupe, doña.

—Esos delincuentes andan muy campantes por la calle y me decís que no me preocupe.

Yoly camina hacia el extremo del pasillo, abre el placard y regresa con una escoba, un balde con agua y un cepillo. Se la nota desganada.

—Voy a baldear –dice sin mirar a Mirta– Falto unos días y me encuentro con un chiquero.

—Sí. Limpiá. No pierdas tiempo. Cuando barras la vereda, no te olvidés de cerrar la puerta con llave. Tené cuidado. Dicen que esos aprovechan para entrar a la casa cuando la gente está en la vereda.

—¿Algo más? –pregunta Yoly con cierta ironía.

Se levanta de la silla. Los golpes del bastón en el piso de arriba la sacan de quicio. Ya tendría que estar acostumbrada. Los que le robaron a la vecina son menores. Entran y salen de la comisaría como Juan por su casa. Alcanza a ver una araña moviendo las patitas en la moldura del cielo raso. Los jueces se lavan las manos. No se puede vivir así. Le voy a pedir a Yoly que traiga el plumero. Si Inés llega a ver la telaraña, va a pensar que soy una abandonada. Cuanto más pienso en la inseguridad, más me duele el estómago.

Busca la caja donde guarda los remedios. Alguien se tiene que hacer cargo de esos muchachos, habría que educarlos. No recuerda si tomó el comprimido anaranjado, el que tiene la forma de cigarro. ¿Y si toma otro, por si acaso? Se tiene que acordar de decirle a Yoly que pase el plumero, no sea cosa que llegue Inés y la araña siga arriba muy campante.

Qué problema con los remedios, son tantos los que tiene que tomar al cabo del día, que cada dos por tres, se olvida. El médico se fue a un congreso, se lo acaba de decir la secretaria. No puede asegurar que haya sido la rubia en persona, o la voz de la rubia en el contestador. Si viaja para perfeccionarse, lo disculpo. No conoce un profesional tan responsable y estudioso como el doctor. Asiste a todos los congresos que se realizan en el mundo. Cuando no está en la India, está en Angola. Regresa con la piel tan bronceada que da envidia. Cuando era joven soñaba con tener ese color en la cara. De solo oírme mencionarlo, mi madre se horrorizaba.

A su marido tampoco le gustaba, decía que ponerse al sol era cosa de gente ordinaria. En una ocasión, como ella protestó por la ausencia demasiado prolongada del doctor, la secretaria le hizo ver el padecimiento de los negritos que viven en África. La mayoría sufren de malaria. Mueren como moscas. Si me comparo con esos niños, lo mío es nada, gracias a Dios. De todos modos, espero que no me suceda lo del mes pasado. Tuve una diarrea espantosa y el doctor estaba de viaje, igual que ahora.

Le voy a pedir a Yoly que avive el fuego de la estufa del living, que le ponga unos troncos más gruesos. Lo haría yo si no fuera por las piernas. Antes me gustaba hacerlo. Las llamas en permanente movimiento transmiten una agradable sensación de bienestar. Las contemplo sin pensar en nada. El de la barraca me trajo quebracho. Dijo que es una leña de primera. El calefactor del comedor lo voy a encender a la tarde, por ahora es suficiente con el calor de la estufa a leña. La última boleta de gas me llegó con un 400% de aumento. Los vecinos están desesperados. La mayoría son jubilados y ya sabemos la entrada miserable que tienen. Yo no me puedo quejar. Sería ingrata si no pensara en los demás, no faltaría más.

Controla el reloj de pared. El micro va a tardar. Tiene tiempo de sobra para arreglarse las uñas. Da unos pasos lentos por la cocina, se acerca a la ventana. Desde ahí se ve el paraíso. La lluvia que cayó durante la noche les dio brillo a las hojas. Es placentero dejarse estar.

Inés se acomoda en el asiento del micro. Planeó el viaje con sumo cuidado. Las cosas no salieron como hubiera deseado. A último momento, a María Emilia se le ocurrió que Julia debía acompañarla y no hubo forma de disuadirla. Desde que tomaron el micro, le cuesta dominar la ansiedad. Busca algo en la cartera. Tantea el fondo para cerciorarse de que está en su sitio, envuelto en un chal. Su marido lo había comprado para tirar al blanco y, desde que murió, nadie volvió a usarlo. Tarda en encontrarlo, lo vuelve a acomodar. Saca un caramelo de frutilla sin azúcar y lo mastica. Saca otro, lo hace durar.

Ha comenzado a llover de nuevo. Llovió toda la noche, el agua cambió muchas veces de ritmo. El traqueteo del micro, la percusión del agua y los ronquidos de algunos pasajeros, perturban el silencio. La falta de sueño le da una tregua para meditar. Siempre cae en lo mismo. En la última semana, por la radio y en la tele, han trascendido los comentarios de una conocida actriz. Se refirió a la necesidad de hacer justicia por mano propia. Los jueces deberían ocuparse. Durante la década del setenta nunca hubo un secuestrador arrestado. Desde que su hijo Daniel apareció quemado en Los Acantilados, ella no bajó los brazos, pese al riesgo que implicaba investigar en esa época. Tocó numerosas puertas. Alguien le aseguró que, después de la detención, lo habían llevado a la Base Aérea de Mar del Plata. Otros creyeron verlo en la Comisaría de Batán. Nadie le supo dar una respuesta satisfactoria.

Una noche, tres sujetos vestidos de civil con armas largas entraron por la fuerza a su casa, buscando vaya a saber qué, y finalmente partieron en un Ford Falcon con algunos libros y varias botellas de vino. Fue un llamado de atención. Dejaron un montón de hojas rotas tiradas por el piso. La mayoría de los libros eran de cuando Daniel estudiaba en la facultad, y algunas novelas. Rayuela, de Cortázar, se salvó de puro milagro. Marx y Hegel no corrieron la misma suerte. Uno de los hombres, que usaba un bigote rubio que parecía postizo, se llevó varios Patoruzú. Las demás revistas estaban en el sótano.

José, su marido, le reprochaba que se expusiera de esa manera. Todos sabían que era inútil recurrir a la justicia. Una noche, cuando salía de la casa de una amiga, le interceptaron el paso, la metieron dentro de una furgoneta, le vendaron los ojos y la tiraron al piso. Ella sintió la presión del arma sobre la cabeza. No armés más quilombo, le dijeron. Las voces las va a recordar mientras viva. Y también el olor putrefacto que emanaba de la furgoneta.

Podridos en cuerpo y alma, se dice Inés, cada vez que los enfrenta en la memoria. ¿Podrán vivir con tanta culpa? Creerán que hicieron algo por la patria.

A raíz de ese episodio, prácticamente se recluyó en su casa. Rebajó muchísimos kilos y comenzó a sufrir ataques de pánico. Imaginaba los momentos previos a que Daniel fuera quemado. Cuando la imaginación se desencadena, es imposible detenerla.

No hace mucho leyó una novela donde el personaje narra las peripecias que le tocó vivir, y en un pasaje dice que no goza de la venganza, porque vengarse es lamer frío lo que otro cocinó demasiado caliente. Sin embargo, para Inés, la necesidad de hacer justicia se impone sobre cualquier argumento.

Trato de dormir, el micro se sacude y me tira para cualquier lado. La Abue también está incómoda. Me dice que no tiene frío, que no me preocupe. La Abue es genial. Hablamos de todo. Cuando le pregunté si había tenido buen sexo con el abuelo, empezó a respirar fuerte y miró para otro lado. Se lo conté a mamá. Me quería matar. Tu abuela demuestra ser muy liberal, me dijo, pero es de otra época. En el fondo es una reprimida. ¿Qué? ¿Reprimida la Abue? No lo creo. Cuando está en una reunión con amigos y alguno empieza a joder con sus enfermedades, ella los frena y les cuenta una película. Siempre lista a escuchar a los demás. Otras veces, cierra los ojos y se queda en silencio, como metida para adentro. Sé lo que está pensando me mando con cualquier boludez para que se anime y siempre se engancha.

Tendría que anotar todo lo que me cuenta. Me vendría bárbaro para hacer el corto que me pidieron en la facu. Tengo que buscar la forma de hacer un guion.

La Abue sería un buen disparador. Me cuentan que cuando nací, me tenía en sus brazos y no paraba de hablar de mis ojos, de mi naricita. Papá, para llevarle la contra, decía que yo era lo más parecido a un mono. A ella no le gustaba ni medio. Si miro para atrás siempre la veo; en la foto de bautismo, en los cumpleaños, el primer día de clase, en los actos escolares, en la fiesta de quince. Se banca todo la Abue. Desde que me haya tatuado el hombro, hasta que me vista con jeans rotos, o me pinte las uñas de negro.

¡Qué frío! Odio el invierno. Este micro me tiene repodrida. Tendría que haber inventado una excusa para no viajar. La Abue no quería traerme. Eso me pareció raro. Mamá fue la que insistió. Mi vieja me organiza la vida.

¿Me oís mamá? Estoy en un micro de mierda rodeada de viejos que roncan, pibes que lloran, madres que gritan y un chofer que se la pasa cabeceando. ¿Cómo terminará esto? Por más que busque, el pueblo donde nació la Abue, no figura en ninguna parte. Mi vieja dice que es lamentable el tiempo que pierdo navegando en Internet, que mis amigos y yo hablamos siempre de las mismas pavadas, que entre los mensajes y los chats se nos va la vida. Qué hago, si no hablo con mi chico, o mis amigas. Desde que subimos al micro trato de comunicarme, pero no hay señal.

Con Pablo somos muy distintos. A él le gusta joder con los amigos. Puede estar horas con la Play Station. A mí me gustan otras cosas. Ver películas, por ejemplo. Pero no las que elige él. Las de acción no me gustan. Yo prefiero las que me abren la cabeza. Es genial conocer directores nuevos, cine independiente, gente con costumbres diferentes.

El chico con el que salgo es un personaje. Cuando se lo presenté a Lola, me dijo: Ese tío no tiene rollos. Lola es una andaluza re copada, compañera de la facu. Pablo no tiene problemas con nadie. Mejor dicho, no se hace problema, que no es lo mismo. Me doy cuenta de que a veces le hincho las bolas. No hace mucho tiempo, una amiga me trató de histérica y me dio un consejo: Hay que andar juntos, pero no revueltos.

Julia mira con desgano la noche que se insinúa detrás del vidrio embadurnado. Le molesta viajar tantas horas en un micro así de incómodo. ¿Cómo será el pueblo? Lleva la mano al bolsillo de la campera y saca una barra de chocolate. La desenvuelve y paladea con lentitud.

A pesar de que se ha puesto el chal sobre los hombros, Mirta se estremece. La ráfaga de aire frío que viene de afuera la exaspera. Esa costumbre que tiene Yoly de no cerrar las puertas. A ver si me pesco una pulmonía. Lo único que me falta es caer en cama justo hoy. Un té caliente me vendría bien.

Con pasos largos Yoly entra en la cocina y coloca unas bolsas sobre la mesada.

—¡Qué rápido viniste! ¿Quién te trajo? –pregunta Mirta con un tono ambiguo sin levantar los ojos del té que se está preparando

—El Aníbal.

—Así que viniste con ése.

—¿Con quién voy a venir? Lo encontré en la farmacia y como no tenía ningún viaje, me trajo. El Aníbal es mi pareja.

—¡Tu pareja! Cómo han cambiado las costumbres –dice Mirta por lo bajo, al tiempo que se sienta a tomar el té.

La empleada da unas vueltas por la cocina y sale dando un portazo. Mirta enciende la tele y se sienta en el sofá del living, frente al destello azul de la pantalla. En varios canales se transmite el mismo partido de fútbol. Se viene un frente frío, anuncia una morocha de ojos claros. Qué novedad.

No veo la hora de que pasen las elecciones. Un chino exalta las propiedades del chancho con tamarindo. Se han multiplicado los chinos en el país. Un homicidio con ribetes mafiosos preocupa a las autoridades de la provincia de Buenos Aires. Dos periodistas hablan de un robo a mano armada. Pero nadie cuenta lo que le pasó a mi vecina.

Me acuerdo de la primera vez que la vi a Yoly. Estaba parada en la cocina con las piernas separadas y los brazos en jarra. Pura fibra, la muchacha. Me clavó los ojos oscuros de tal manera, que me recordaron a alguien. Desvié la vista hacia otros rasgos de su rostro.

Me llamó la atención el pelo. Cortado a cuchillo. Le hice un chiste. Cuando separó los labios me asusté. Una hilera de dientes desparejos amarilleaba dentro de la boca. Llevaba un jean azul gastado y una remera con aureolas de lavandina. No me agradó ni su apariencia ni su forma de expresarse. Tendría que haberla descartado de inmediato.

Se oyen los pasos de Yoly cada vez más cercanos. Se asoma a la puerta de la cocina. Viste un delantal a cuadros, blanco y azul. Dice que el Aníbal le mandó unas naranjas de ombligo y las puso en la despensa.

Qué me estará por pedir, piensa Mirta. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

—¿Me escucha? El Aníbal le mandó naranjas.

—No quiero que me mande nada, ¿entendés?

Yoly sale hablando entre dientes. Esta muchacha me saca de quicio. Juraría que la oí decir: Esta vieja de mierda y no sé qué más. No es la primera vez. Es inaguantable. Hacen una buena pareja con el remisero. Ese atorrante siempre se las ingenia para meterse en mi casa.

Cuando lo conoció, le pareció medio burlón. Pasado el tiempo, no ha cambiado la percepción. Es grosero, entrometido. No puede fiarse de una persona con tan pocas cualidades a la vista. Una anciana inválida y su hijo permanecieron unas cuatro horas como rehenes de tres delincuentes que se atrincheraron en su casa de Bernal. Cambia de canal.

Un avión cruzó una avenida, arrolló a un auto, chocó contra unas máquinas viales, un terraplén y se prendió fuego. No le quedó claro en qué país sucedió esa tragedia. Murieron 82 personas. Apaga la tele. Enciende el equipo de música, regalo de su hijo. Saca de un cajón unos Long Play: Los Panchos, Julio Sosa, el polaco Goyeneche. Los vuelve a guardar, para no caer en la nostalgia. Tendría que organizarle un programa a Inés. No se le ocurre nada.

Mira por la ventana de la cocina. En el pueblo, el noventa por ciento de los árboles son paraísos. Su padre plantó uno en el centro del patio. Da buena sombra en el verano. Seguro que lo eligió por eso. Pedro Vargas tenía una voz grave, muy seductora, a ella le encantaba. Ése era el tipo de hombre que le atraía, qué cosa, ¿no? Y se vino a casar con Rafael, que de romántico no tenía nada. Cuando lo conoció y en los primeros años de casados, tenía un tono de voz, no precisamente grave, pero sí agradable. Con el tiempo se le fue aflautando. Y había que oírlo. Le encantaba explayarse cuando encontraba un público complaciente. Con Martín y conmigo, recuerda, hacía uso y abuso de la ironía. Tanto palabrerío para terminar manejando solo una palabra: Puta.

No me gusta cómo me mira la vieja, piensa furiosa. Me la banco porque no me queda otra. Yoly toma un espejo que está sobre la cómoda del cuarto de Mirta. Se pasa la mano por el rostro cetrino. Luego se cepilla el pelo con movimientos firmes. Teresa me dijo que el negro endurece las facciones. Me voy a teñir de rubio rojo cobrizo. El Aníbal se va a poner loco. Para él todas las coloradas son putas.

La mirada de Yoly recae en la nariz, que es lo único que le complace de su rostro. Chata y cortita como la tenía su madre. Nada le viene bien a la vieja, me tiene repodrida. Aguantá, me dice el Aníbal, a la larga se te va a dar. Qué vivo, él no sabe lo que es este quilombo. La vieja en el sofá dándome órdenes con cara de culo y, arriba, el viejo golpeando con el bastón. Estoy hecha mierda. Este dolor en la nuca que no me deja ni pensar.

Se vuelve a mirar en el espejo. Las ojeras demasiado marcadas. Da unos pasos, abre la puerta del baño y se dirige al botiquín. Busca con premura. Me escondió la crema, la bruja. Abre la boca con disgusto. Tengo que acomodarme los dientes. La Teresa me dijo que pida un presupuesto al dentista. Más bien que le voy a preguntar cuánto cobra, tarada no soy.

Me llama la patrona. Por cualquier boludez, me llama. Los golpes de arriba la toman desprevenida. Ese bastón de mierda, la puta madre. Hace una mueca áspera con la boca y se queda pensando. El Aníbal quiso enseñarme a usar el revólver. Ni loca. Salí de ahí, boludo, le dije, mirá si me vuelo la cabeza. Que no me diga lo que tengo que hacer. Mejor termino de limpiar esta roña.

Ha bajado la temperatura. A su lado, la Abue se mueve, inquieta. La cubre con una manta. Julia apoya la frente sobre el vidrio húmedo. De chica le encantaba chapotear. Un viaje de mierda. Espero que sean dos o tres días, nomás. La Abue no tiene la culpa. La culpa es mía por darle bola a mi vieja. La sobresalta el ronquido de un pasajero. Está abstraída escuchando un tema. Rebotan las gotas contra el vidrio chorreado. Si suena mal y nunca tienen razón, no se puede vivir del amor. ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Le dijo Romeo a Julieta en el balcón. Suena mal y no importa la razón, uh. No se puede vivir del amor.

A Pablo le copan los dos Calamaro. Para cantar tangos la Abue prefiere las voces más varoniles, como la de Julio Sosa. Cuestión de gustos, ¿quién es Julio Sosa? En alguna parte leí que la voz de Andrés Calamaro es como el agua fresca en el desierto.

El micro galopa entre el barro. A lo lejos, las luces de un pueblo bailotean. Inés percibe unas formas irregulares en el vidrio empañado. Los recuerdos comienzan a andar. Las sombras son cada vez más alargadas. Repito gestos de la infancia. Esa costumbre de espiar el itinerario de las gotas. Me encantaba seguir las líneas oblicuas del chubasco que desataba la tormenta. La palangana que mamá colocaba en la boca de la canaleta se atoraba. Yo me mantenía alerta para escuchar los sonidos. La presencia fascinante del agua determinaba el ánimo de la familia. Una buena cosecha era un milagro que había que agradecer. Regreso desde el fondo de la memoria. Toco mi rostro y no me reconozco. Solo la lluvia se repite.

Si me pasara la lima, las uñas quedarían mucho mejor. Mirta cierra los ojos. ¿Dónde estará la lima? Esa costumbre de dejar las cosas en cualquier lado. El fantasma del Alzheimer. Cuando escucha que a todas las personas de su edad les ocurre lo mismo, se tranquiliza. No hace mucho, Yoly encontró la lima en la heladera, dentro de un frasco de mermelada de frutilla. Eso dijo. Lo pongo en duda. La insolente me miró por encima del hombro, y se mandó una ordinariez. Debo haber puesto cara de fastidio, porque torció la boca en una mueca socarrona. Al principio esa mirada me hacía sentir incómoda. Es como todo en la vida, con el tiempo me acostumbré.

Mejor ocupo la mente en algo más agradable. El paraíso que está en el medio del patio. El orgullo de papá. Pobre, qué iba a imaginar que una tarde su nieto comería esas bolitas amarillentas desparramadas en el suelo, y deberían llevarlo a la ciudad entre cólicos y temblores. Por suerte Martincito se salvó. En el pueblo se habló de un milagro.

Camina despacio hacia el baño, y saca del botiquín la crema para manos que le compró Yoly. Ésa no tiene límites, dispone del dinero como si fuera suyo. Anteayer apareció con un producto carísimo para limpiar los vidrios y encima, me hizo el diagnóstico.

—Usted es corta de vista. ¿No ve que esto es mugre?

Tomó el frasco, presionó la parte superior con el dedo índice y le pasó una gamuza anaranjada a cada una de las ventanas y a todos los espejos de la casa.

—¡Qué tal! Mire qué bien quedaron–me dijo con expresión punzante.

—Dejálo ahí. Andáte –No pude menos que decirle.