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Él conocía bien el poder de las promesas… Rick Chase sabía que una promesa podía romper corazones y destrozar amistades, y sin embargo prometió ayudar a su vieja amiga Linda Starr a adaptarse a volver a vivir sola. Le ofrecería un empleo y misión concluida. Pero ése era el plan antes de ver a la mujer en la que se había convertido. Elegante y refinada, Linda era ahora una mujer apasionada e increíblemente bella. El tipo de mujer que podía hacerle desear cambiar su vida de soltero. Ése era el peligro de las promesas: siempre acababan exigiéndole a un hombre más de lo que había previsto dar… pero aquélla prometía también una recompensa que él jamás habría imaginado.
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Seitenzahl: 148
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Collette Caron
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El poder de una promesa, n.º 2133 - junio 2018
Título original: A Vow to Keep
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-187-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
El sonido del teléfono era incesante y agudo. Rick Chase se incorporó, sobresaltado, y miró el despertador. Los números rojos marcaban las cuatro de la mañana.
Una llamada a las cuatro de la mañana no podía anunciar nada bueno.
Levantó el auricular, preparado para lo peor, pero esperando que fuese un borracho que había marcado mal el número.
–¿Dígame?
–¿Tío Rick?
Los últimos vestigios de sueño desaparecieron. Rick se sentó en la cama y apartó las sábanas de un tirón antes de buscar el interruptor de la lámpara, como si la luz pudiera ayudarlo.
–¿Bobbi?
–Perdona que te haya despertado. Quería hablar contigo antes de irme a clase.
¿A clase? ¿A las cuatro de la mañana? Entonces recordó. Su ahijada estaba en el primer año de universidad, en Ontario, a cuatro mil kilómetros de casa… y a tres horas de diferencia con Calgary.
–¿Te pasa algo?
–No, estoy bien –contestó ella, con cierto temblor en la voz.
–¿Qué pasa, Bo-Bo? –insistió Rick, usando instintivamente el nombre que le había puesto cuando era pequeña porque sabía que eso la haría sentir segura. Pero enseguida lo lamentó porque eso le recordó el triciclo, sus coletas… días que se habían ido para siempre. Días felices, sin complicaciones.
–Estoy preocupada por mi madre.
Rick tragó saliva, con el corazón encogido.
–¿Qué pasa con tu madre?
–¿Sabes que ha vendido la casa?
¿Linda había vendido la casa? ¿A través de terceras personas, sin contar con su agencia? ¿La inmobiliaria que también había sido de su difunto marido? ¿La empresa era suya y no la había usado?
–No, no lo sabía.
–Ha comprado una… una chabola. Se ha comprado una casucha en Bow Water, tío Rick. Me ha enviado una fotografía por e-mail –contestó su ahijada, fingiendo que le daban arcadas. Ésa era su pequeña Bo-Bo, a pesar de la sofisticada fachada de chica universitaria.
Bobbi había crecido rodeada de lujos en una mansión de siete mil metros cuadrados frente al río Elbow, y lo que ella consideraba una chabola sería, seguramente, una casa más que decente para la mayoría de los seres humanos. Pero Bow Water no era un barrio recomendable. ¿Por qué habría comprado Linda una casa allí?
–Ya se ha mudado –siguió Bobbi–. Ni siquiera me ha dado oportunidad de despedirme de la casa, tío Rick… ni siquiera he podido recoger mis cosas. Y también ha vendido el coche.
–¿El Mercedes? –exclamó él. Linda no podía tener problemas económicos. Era imposible. La empresa iba viento en popa.
–Bueno, sigue teniendo un coche de la casa Mercedes, pero… tendrías que verlo para creerlo –Bobbi lanzó un dramático suspiro–. Se ha cortado el pelo y… yo creo que ha perdido la cabeza.
Rick empezó a preguntarse si eso era verdad. Linda Starr había sobrevivido a una horrible tragedia al perder a su marido trece meses antes y ahora su única hija la dejaba sola para ir a la universidad… ¿Podría estar pasando por un mal momento emocional?
No, imposible, pensó. Linda era una mujer refinada, siempre compuesta, siempre en su sitio, siempre elegante. Incluso en medio del caos, había conservado la calma como si fuera intocable, inamovible, una roca en medio de la tormenta. Linda Starr era la última persona en el mundo que perdería la cabeza.
–¿Qué quieres que yo haga, Bobbi?
–¡Ir a hablar con ella! –exclamó su ahijada, impaciente.
–Muy bien. Iré a verla antes de ir a la oficina.
Por el suspiro que oyó al otro lado del hilo, Bobbi esperaba algo más de él.
–Tienes que decirle que debe volver a trabajar. Se está convirtiendo en una reclusa… en una persona rara.
Rick notó cierto reproche en su voz. Pero sabía que tenía razón.
–He intentado hablar con tu madre, Bobbi. Pero ella no quiere hablar conmigo.
Y mucho menos trabajar con él. Además, habían pasado quince años desde que Linda formaba parte activa en la empresa.
–¡Por favor! ¿Tú, que podrías venderle una nevera a un esquimal, no puedes convencer a mi madre para que vuelva a ser una persona normal?
–¿Una nevera a un esquimal? –intentó bromear Rick.
Pero Bobbi estaba decidida.
–La abandonaste cuando murió mi padre. Todo el mundo lo hizo.
Rick habría querido decir: «ella quería ser abandonada» para defenderse pero, de repente, su posición le parecía indefendible.
–Y ella se portó muy bien contigo cuando te divorciaste de Kathy… fue hace siete años, ¿verdad?
–Sí.
Otro recuerdo, tan tierno como el de Bobbi en su triciclo, el de Linda tomando sus manos y diciéndole: «Se te pasará, Rick. Quizá ni hoy ni mañana, pero sí algún día».
Y había tenido razón. Cuando pasaron el dolor y la humillación del fracaso, se dio cuenta de que el divorcio había sido una liberación y que, por fin, podía hacer todas las cosas que le gustaban. De modo que se compró una moto y luego, con su apetito por las aventuras, se dedicó a viajar por todo el país. No alojándose en los hoteles de lujo que tanto gustaban a su ex mujer, sino explorando un mundo tan rico y con una cultura tan diversa, que a veces se preguntaba si tendría tiempo de experimentarlo todo.
Pero ese estilo de vida y la desconfianza que había creado en él el divorcio lo habían convertido en un alma solitaria. Quizá en esos siete años se había convertido en un egoísta, en un hombre centrado exclusivamente en sí mismo.
¿Qué otra excusa tenía para no haber estado al lado de una amiga? Aunque con Linda la relación era algo más complicada que eso.
–Lo siento –le dijo a su ahijada.
–Yo lo era todo en su vida ahora que mi padre ha muerto, y como me he venido a la universidad… Tío Rick, mi madre necesita un propósito en la vida. Prométeme que encontrarás algo para ella en Star Chasers.
Menuda forma de lanzar el guante. Pero sería una tontería recogerlo. ¿Cómo podía él ayudar a una mujer con el corazón roto y la dignidad hecha trizas?
Él lo sabía todo sobre las promesas. Sobre todo, las de amor eterno. Pero no quería volver a ser responsable por la felicidad de otra persona.
–Tiene que salir con gente –siguió su ahijada, con la autoridad de una persona joven que, naturalmente, cree saberlo todo–. Tiene que hacer algo. Le encantan las casas viejas, tío Rick.
–Sí, pero…
–Aún sigue teniendo las fotografías de las que mi padre, ella y tú restaurasteis en los primeros años. Ese interés podría ser canalizado constructivamente antes de que venda algo más.
–Yo no puedo obligar a tu madre a hacer algo que no quiere hacer, Bobbi.
–Pero prométeme que lo intentarás.
Quizá era la hora o quizá el suplicante tono de voz…
–Muy bien, te lo prometo.
–¡Gracias, tío Rick! –exclamó Bobbi, esperanzada, como si de verdad creyera que él podía arreglar algo tan complicado, tan frágil.
Rick sabía que no debería involucrarse. Ayudar a alguien que sentía tanta desconfianza del mundo era pisar terreno sagrado.
Le ofrecería un trabajo a Linda, ella diría que no y así habría cumplido con su obligación.
Pero la promesa que acababa de hacer implicaba algo más que eso. Ése era el problema con las promesas, que exigían de un hombre mucho más de lo que estaba dispuesto a dar.
Una tontería involucrarse, pensó Rick, mirando el teléfono después de colgar. Pero ¿y si Linda le necesitaba pero no se atrevía a pedirle ayuda? Ella era demasiado orgullosa y, seguramente, estaría demasiado furiosa con él como para hacerlo.
Y él se merecía esa furia, se recordó a sí mismo, pasándose una mano por los ojos. Se la merecía porque él siempre había sabido los secretos de su difunto marido.
Y aún conservaba uno.
¿En qué lío se había metido?
Rick saltó de la cama y fue a la cocina para tomar un vaso de leche. Una cosa era segura: no iba a hablar con Linda sin tener un plan.
Al principio pensó que no estaba.
Linda Starr, de rodillas sobre la hierba de su jardín, ajustó los prismáticos y siguió buscando.
La hierba, a mediados de septiembre y al amanecer, estaba cubierta de escarcha, pero Linda apenas se daba cuenta del frío que penetraba su pijama. Al otro lado del río, Calgary empezaba a despertar a la vida, los faros de los coches, como perlas, reflejándose en el agua.
Increíble que la hubiera visto allí, en el corazón de la ciudad. Había sido un regalo, pensó, resignada, y seguramente uno que no se repetiría jamás.
Linda empezó a sentir frío entonces. Había encendido la cafetera y el aroma a café parecía llamarla para que volviera a la casita a la que se había mudado sólo tres días antes.
Intentó incorporarse, haciendo un gesto de dolor y… se quedó helada. La vio, su fantasmal silueta haciéndose real de repente. Se quedó sin aliento al ver que el amanecer convertía las plumas blancas en plata. Una garza real. Linda lo había leído todo sobre ellas el día anterior, cuando la vio por primera vez.
Era una de las aves más raras en América y una de las más altas. Sus alas medían casi tres metros de lado a lado. La mayoría de la gente no vería un animal así en toda su vida, y ella lo tomó como una señal de que había tomado la decisión correcta al comprar la casa.
Sus rodillas protestaron cuando se levantó del suelo para verla mejor. Intentaba no hacer ruido, pero la garza se volvió hacia ella, su cara roja mirando directamente los prismáticos, el amarillo de sus ojos desafiante. Lanzando un grito, estiró las alas, con puntitos negros en los bordes, y Linda comprobó lo magníficas que eran.
Luego se elevó hacia el cielo, llena de fuerza y gracia. Podía oír el ruido de sus alas moviéndose mientras la garza volaba hacia la libertad…
«Qué pensamientos tan raros», se dijo. ¿De dónde salían? Ella siempre se había considerado una persona pragmática. Aunque, se recordó a sí misma, una persona pragmática no habría comprado la destartalada casa que ahora era su hogar.
Linda siguió mirando al animal a través de los prismáticos hasta que desapareció. Y entonces se dio cuenta del milagro.
Se sentía feliz. La felicidad había entrado en su vida sin hacer ruido, como la luz del amanecer que alejaba la oscuridad.
Contempló el sentimiento por un segundo… sólo trece meses antes su mundo se había puesto patas arriba. Todo aquello en lo que había creído se hizo pedazos, como golpeado por un tifón. Recordaba aquel día negro, negro. «Nunca volveré a ser feliz».
Y, sin embargo…
Ver a aquella garza tan cerca de su casa, como si hubiera ido a visitarla, la hacía pensar en una vida llena de esperanza. Una vida llena de pequeñas sorpresas, donde la hierba la hiciera sentir cosquillas por el puro placer de estar viva.
Apenas había formado ese pensamiento cuando sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se dio cuenta, antes de oír el carraspeo, de que no estaba sola en el jardín. Ah, bien, se dijo a sí misma, ésa era otra lección. No debería pensar en la posibilidad de ser feliz. Eso era como retar a los dioses… un reto que ellos siempre estaban dispuestos a aceptar.
El intruso podría ser un asesino. Eso era lo que le había dicho su hija cuando le contó que había comprado aquella casa, cerca del santuario para aves, en un antiguo vecindario donde las edificaciones se caían a pedazos.
«¿Estás loca, mamá? Te matarán mientras duermes», le había dicho Bobbi. Como si las calles del barrio estuvieran llenas de cadáveres. Aunque, por supuesto, algunos vecinos con el pelo largo, tatuajes y pit bulls le habían dado que pensar.
En fin, se dijo, si su hija había tenido razón sobre los asesinos, al menos no la matarían mientras dormía. ¡Pero sí mientras estaba en pijama! Con el corazón acelerado, ridículamente avergonzada por el pijama rosa, se estiró como si no tuviera una sola preocupación en el mundo, ya que estaba segura de que el elemento criminal podía oler el miedo, y se volvió para mirarlo a la cara.
Y su corazón se detuvo durante una décima de segundo.
Un asesino, pensó, habría sido mucho más fácil de manejar. Entonces empezó a preocuparse de que la humedad hubiera empapado el pijama y sus pechos hicieran algo indecente.
Por el frío, no por él.
Al menos, esperaba que la reacción fuese por el frío. Linda cruzó los brazos firmemente para cubrir ese área, antes de que él se hiciera ilusiones.
¿Tenía que verla así?
El pijama, de franela rosa y con un estampado de diablillos, que le había parecido perfecto para la «nueva Linda», alguien a quien no le importaba la opinión de los demás, excéntrica, libre, ahora la hacía sentir ridícula y vulnerable.
–Rick –dijo, esperando cargar esa sencilla palabra con el frío de la escarcha que empapaba la hierba del jardín. Él hizo una mueca, de modo que debía haberlo hecho bien. Pero eso no la hizo sentir satisfecha.
Rick Chase era un hombre de más de metro ochenta. Con un traje inmaculado, seguramente de Armani, que acentuaba la anchura de sus hombros, era un espécimen masculino de primera calidad.
«Guapísimo», pensó, casi de forma clínica, un hombre de cuarenta años en lo mejor de la vida. Sus facciones eran limpias y masculinas, con un hoyito en la barbilla y esos asombrosos ojos, tan verdes como el agua del río, e igualmente pausados. Iba vestido para trabajar, el traje gris, la camisa blanca, la corbata de seda…
Era la clase de hombre a la que una mujer no querría ver sin estar peinada y maquillada. Pero Linda se recordó a sí misma que llevaba un mes sin maquillarse, que era otra mujer y se sentía feliz por ello.
Sólo un hombre podía destrozar esa felicidad sin darse cuenta siquiera.
Linda vio entonces que, a pesar de toda esa perfección, su pelo castaño, aún mojado de la ducha, no parecía cooperar. En la coronilla, un mechón de punta parecía desafiarlo. Y notó también, sorprendida, que tenía algunas canas.
¿Cómo era posible que Rick Chase siguiera soltero? Llevaba siete años divorciado. ¿Y cómo era posible que ella hubiera olvidado lo guapo que era? O quizá se había negado a pensar en ello. A pesar de que Rick le había dejado muchos mensajes en los últimos trece meses, se había negado a pensar en él. Porque eso haría que se sintiera sola y tan patética como sólo una mujer traicionada podía sentirse.
Traicionada por su marido, que había muerto trece meses antes. Y traicionada por aquel hombre, el mejor amigo de su marido y su socio, que lo sabía todo y jamás…
«No pienses en ello», se dijo a sí misma.
–Linda.
–¿Sí?
–Te vas a congelar.
–¿Se puede saber qué haces aquí?
–Te llamé hace una hora. Como no contestabas, decidí pasar por tu casa.
«Pasar por tu casa», como si aquel barrio lo pillase de camino. «Pasar por tu casa», como si ella le hubiera enviado su nueva dirección.
–¿Y cuál es exactamente la razón para tan enorme preocupación, Rick?
Algo en sus ojos la hizo sentir un escalofrío. Había conocido a Rick veinte años antes. ¿Lo había visto alguna vez enfadado? De repente, se dio cuenta de que había muchas cosas que no sabía de él. Y ese interés le parecía una debilidad.
–No digas eso como si nunca me hubiera preocupado por ti. Eres tú quien no ha devuelto mis llamadas. Que yo haya respetado tu deseo de estar sola no significa que no haya pensado en ti.
–Ah, gracias –replicó Linda, irónica–. ¿Y se puede saber por qué has decidido dejar de respetar mi deseo de estar sola?
Rick se pasó una mano por el pelo, pero no consiguió colocar el mechón rebelde en su sitio.
–Necesito tu ayuda.
¿Para alisarse el mechón?
–¿Le estás pidiendo ayuda a una mujer que está en pijama mirando a través de unos prismáticos? Lo dudo.
Rick sonrió. Ah, cómo le habría gustado que no lo hiciera, pensó ella. Una sonrisa como ésa, masculina y sexy, podría construir un puente sobre la dolorosa historia que los separaba.
–Me arriesgaré. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar la ayuda de una mujer que sabe usar unos prismáticos. ¿Qué estas haciendo, espiar a tus vecinos?
–Algo así –contestó Linda. Pero no pensaba darle explicaciones. Ella era libre de mirar a los pájaros al amanecer y no tenía por qué contárselo a nadie. Porque era la nueva, y mejorada, Linda Starr.
–Estás temblando –dijo Rick entonces.
–Sí, bueno, acabo de hacer café –murmuró ella, apartándose–. Puedes entrar y contarme lo que quieres.
Y fuera lo que fuera, pensaba decirle que no.