El potrero de los silencios - Aníbal Repetto - E-Book

El potrero de los silencios E-Book

Aníbal Repetto

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El protagonista de esta historia se nos muestra sin disfraces desde sus primeras palabras. Quizás seamos los únicos que logremos conocerlo así en crudo, despojado de sus múltiples máscaras. Posiblemente porque lo único que necesita es que lo escuchemos en su descarnado relato de vida, y su sinceridad sea la artimaña por medio de la cual nos haga darle aquello que quiere de nosotros. Nos habla de frente y sin evasivas, revelándonos sus pensamientos más íntimos, sus creencias, contradicciones, dudas, certezas y temores. Nos anticipa sus acciones más viles sin el menor prurito, alejado de todo intento por diluirlas en algo moralmente aceptable. Un tipo común que no vacila a la hora de tener que actuar y tomar decisiones drásticas, aunque la duda sea parte de su modo de estar en el mundo. Y así, pagando un alto costo, logra dar por finalizado aquello que lo atormenta; no sin descubrir luego que algunos interrogantes no tienen respuesta.

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Seitenzahl: 237

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Repetto, Aníbal

El potrero de los silencios / Aníbal Repetto. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2021.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8346-58-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2021, Aníbal Repetto

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2021, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8346-58-8

1º edición: diciembre de 2021

1º edición digital: noviembre de 2021

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

El protagonista de esta historia se nos muestra sin disfraces desde sus primeras palabras. Quizás seamos los únicos que logremos conocerlo así en crudo, despojado de sus múltiples máscaras. Posiblemente porque lo único que necesita es que lo escuchemos en su descarnado relato de vida, y su sinceridad sea la artimaña por medio de la cual nos haga darle aquello que quiere de nosotros.

Nos habla de frente y sin evasivas, revelándonos sus pensamientos más íntimos, sus creencias, contradicciones, dudas, certezas y temores. Nos anticipa sus acciones más viles sin el menor prurito, alejado de todo intento por diluirlas en algo moralmente aceptable.

Un tipo común que no vacila a la hora de tener que actuar y tomar decisiones drásticas, aunque la duda sea parte de su modo de estar en el mundo. Y así, pagando un alto costo, logra dar por finalizado aquello que lo atormenta; no sin descubrir luego que algunos interrogantes no tienen respuesta.

Sobre Aníbal Repetto

Aníbal Repetto nació en Buenos Aires, en 1968. Es psicoanalista, profesor universitario, kinesiólogo y músico. Forma parte del comité de redacción de la Revista Digital Psicoanálisis Ayer y Hoy de la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados (AEAPG), integra el Equipo del Ciclo El malestar en la Cultura de la AEAPG, es miembro del grupo creativo Gente con Problemas, y armonicista fundador de la banda Mudyxon Blues.

 

Instagram: @anibalrepetto

Facebook: anibal.repetto

Twitter: @AnibalRepetto

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Aníbal RepettoIIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIIXIVXVXVIXVIIXVIIIXIX

I

Créame que no soy un hijo de puta. Yo sé que usted podrá pensar que soy una especie de monstruoso bárbaro vengativo. Una cucaracha que solo se preocupa por su bienestar sin importarle las consecuencias. Una persona vil, estúpida, perversa, y hasta quizás violenta. Un desagradable ser que no debería transitar por las calles de esta ciudad. Pero créame que se equivoca. Lo que hice fue solo por una imperiosa necesidad; uno tiene derecho a vivir tranquilo. Toda mi vida fui un tipo respetuoso. Nunca me metí con nadie. Pero todos tenemos un límite. ¿Usted todavía no llegó al suyo?

De hecho, si bien logré mi cometido, yo también resulté algo perjudicado. Mi accionar tuvo consecuencias que aún no terminan de revelarse. No sé, quizás si lo hubiese planeado con más detalle. Si no hubiese sido tan arrebatado. ¡Quién sabe! El plan salió bien, casi a la perfección. Detalle más, detalle menos, pero cumplió su cometido. ¿Y sabe qué?, nadie fue forzado a hacer nada. Cada uno de los implicados obró por propia decisión. Creo que ahí radica lo magnífico de mi plan. Nadie me puede acusar de nada. Por lo tanto, que cada uno se haga cargo de lo suyo, y que a mí me dejen tranquilo; ya tengo bastante con tener que soportar su inquisidora mirada. Sí, la suya. Sé que me está mirando. Puedo escuchar lo que piensa de mí.

¿Qué creí que sucedería después? No sé. No me detuve a pensarlo. Alivio. Si eso, alivio. Y en cierto modo lo conseguí.

Lo que sí quiero dejar en claro desde ahora, es que nunca, en ningún momento, jamás, ni en el más ínfimo instante, considere la opción de asesinarlo. Por muy pelotudo que fuese. Por mucho que me arruinara la existencia cotidiana; esa nunca fue una alternativa posible. No soy de esos tipos que usan armas, o que contratan matones, o sicarios. Ni siquiera soy de esos que andan agarrándose a las trompadas, o contratando abogados. Prefiero tomarme el tiempo. Pensar un buen plan. Uno que resulte. Organizarlo bien, sin dejar ningún detalle suelto. Y después, recién ponerlo en marcha.

No es difícil. Lo importante es tener bien en claro el objetivo principal. Que no se confunda con ramificaciones secundarias. Nada de atajos. La inmediatez tranquiliza, hace creer que se está cerca de lograr el objetivo, pero lleva a cometer errores, a dejar cabos sueltos. Si se falla de entrada, después ya no hay posibilidad de elaborar otra estrategia. Es a cara o cruz. O se gana o se pierde. Y a mí no me gusta perder.

El sentido mediocre común suele decirnos que hay momentos en los que uno debe saber retirarse, esconder la cabeza, acovacharse y esperar que pase la tormenta. Pero es el tropiezo con el nudo del problema el que logra concentrar en este todos los posibles caminos que permiten abrir una salida, al modo de torbellinos danzantes que se ofrecen a transitarlos. Hilos de colores entrelazados que, si bien no pueden desenredarse por completo, ofrecen sus extremos como inicio de un viaje a territorios inexplorados y, por lo tanto, promisorios. Proceso en varios tiempos, en los cuales el encuentro con un hilo de colores crea el anudamiento, que a su vez obstaculiza el camino, creando la parafernalia cromática que promete desatarlo, permitiendo el salto a una zona de extrañeza en la que poder constituir nuevas obstrucciones a superar; aunque uno deba andar a los ponchazos, saltimbanqueando, meta entretejer los hilos desperdigados.

Es en esos momentos de toparse con el escollo donde no hay que recular. Quizás sí dar la impresión de estar retrocediendo; pero repentinamente girar hacia un costado y meter un pelotazo cruzado que organice un contragolpe feroz que termine en gol. Y después, antes de festejar, mirar hacia atrás para ver el estupor de aquel que se creía victoriosamente dueño del terreno. Mirar bien su cara de no entender lo que pasó, y recién ahí salir corriendo a treparse del alambrado con la boca llena de gol. Y si las cosas no salen de ese modo, mala suerte, será cuestión de volver a la carga; repartir de nuevo, y gritar el truco con un caballo.

¿Vio el jueguito ese de si uno prefiere ser cabeza de ratón o cola de león? No mi amigo, ese jueguito es una trampa. Lo deja sin opciones a uno. Ni aquello, ni lo otro. Yo siempre preferí ser la pulga en el león. Esa que no lo deja tranquilo, que lo molesta todo el tiempo por muy poderoso que se crea. Será el rey de la selva, pero se va a tener que rascar el culo cada vez que yo quiera. Porque toda forma de poder debe ser puesta en evidencia, para luego combatirla. No hablo solo de grandes concentraciones de poder, sino también de su más mínima expresión. Ese que circula todo el tiempo, pasando de una mano a la otra, filtrándose en los recovecos menos esperados.

Toda regla y costumbre, nunca inocentes, deben ser trastocadas para utilizarlas en contra de aquel que se beneficia de ellas al imponerlas. Las estrategias de instauración de las verdades existentes deben ser desenmascaradas, poniendo la mirada escrutadora en los mecanismos que hacen germinar sus prácticas de legitimación. Allí es donde la pulga debe picar al león. No se trata de hacer lo mismo pero de otro modo, bajo las mismas reglas dominantes; sino de clavar los dientes en el intersticio en el que se libran las batallas de las que el poder emerge.

Ya que en algún tiempo lejano este emergió victorioso de una encarnizada lucha con otros poderes, constituyéndose de fragmentos que sobrevivieron a esas contiendas. Recomponiéndose, mutando, perdiendo batallas y ganando revanchas. Largo camino que fue perfeccionando hasta, sigiloso, hoy ejercer su reinado incuestionable.

Conocemos las reglas, los saberes, las verdades, los rituales, las normas morales, pero el mecanismo íntimo que los sustenta, les dio origen, y los llevó a instaurarse como naturalizados, a ese mecanismo no tenemos acceso. Sin embargo, no hay relaciones de poder sin resistencia, y ahí radica la esperanza.

Y es porque estoy convencido de lo que le digo, que hice las cosas del modo en que las hice; dejando de lado toda solución preconcebida y socialmente aceptada. No modifiqué una situación, sino que, de cara al porvenir, la impulsé hacia su disolución.

¿Que porqué le digo todo esto si no lo conozco? Básicamente para que tenga la mayor cantidad posible de información acerca de mí antes de juzgarme. Después sí, piense de mí lo que quiera. Pégueme el rótulo que más lo tranquilice. Me tiene sin cuidado. Ya otros en algún momento habrán pensado cosas perores. ¿Que culpa tiene el árbol si el bosque se oculta detrás?

Le ofrezco la posibilidad de que me recorra y me descubra, como si fuera un libro cerrado. Pongo a su disposición mi historia para que usted vaya y venga por donde le dé la gana, como se le antoje, a su propio ritmo. Si me permite, le aconsejo que se cuide mucho de aquellos que se presentan como un libro abierto, porque bajo una aparente apertura eligen la página en la que se abren, a fin de mostrar solamente la historia que quieren que usted vea.

Yo solo voy a poder alumbrar, con la mínima luz tolerable, aquellos rincones sombríos que conozco; pero seguramente usted pueda iluminar otros sectores que para mí son aún ciegos. Por mi parte, yo prometo ser honesto y no esconderle nada de lo que de mi historia conozco. Voy a hacer el mayor esfuerzo posible por transmitirle mi experiencia en el tránsito de los hechos acaecidos.

No espere un relato lineal, una imagen completa y acabada porque eso es imposible. La transmisión textual de una experiencia es ilusoria. Por eso me es muy difícil presentarle mi historia como un trozo de autobiografía que plasme hechos en la frialdad de mis dichos. La vida, la historia experiencial de la vida, no es un frío vector, sino un garabato de colores que posee la potencia de lo indefinido. Un intrincado mamarracho, siempre inacabado, de intensidades en perpetuo devenir, que convergen, divergen, se cruzan, hacen un rulo, se anudan. Garabato que no es otra cosa que un garabateo en continuo movimiento, y al que por lo tanto es imposible seguirle el hilo, ya que por momentos se pierde y vuelve a aparecer por el lado quizás menos previsto. Y a diferencia de una línea recta, no es necesario mirar hacia atrás para ver el trazo, ya que este nos envuelve. Sin un adelante, ni un arriba, ni un abajo. Sin un centro, ni una dirección prefijada. Nos desborda y nos incluye. Sin principio y sin final. Solo una maraña de colores.

Lo acontecido fue una explosión. Uno de esos estallidos en los cuales la serenidad que sucede a la tormenta es una calma en la que se mezclan el aroma de lo pasado, y un nuevo olor a futuro; pero con el fuerte efluvio, indescifrable, intransmisible, a descomposición de lo que estaba en equilibrio. Hedor a futuro incierto. Futuro inmediato que aún no podemos saber si terminará en calma, o es solo un instante de sosiego inserto en una irrefrenable reacción en cadena, en la cual lo único que garantiza mi persistencia en el instante próximo es la certeza de la incertidumbre por venir. Y con ella, la inevitable transformación incesante de eso que soy y constantemente dejo de ser; siempre precario, siempre efímero. Después de todo, sobrevivir a una explosión implica eso, armar una nueva ficción a la cual amarrarse; y organizarla, a la espera de que la próxima vez nos encuentre vanamente más preparados.

Sé que lo más probable es que piense que soy un ser funesto, innoble, de una bajeza inconmensurable. Pero déjeme decirle algo, luego de pronunciarse sobre mi persona, piense en usted. Sí en usted. Usted es un hipócrita. Un farsante que se regodea en sus estimaciones respecto de mí, mientras cree posible, de ser necesario, aplicar mi método. Claro, yo voy a ser el cretino que lo ideó. Usted tan solo lo va a utilizar. Seguramente va a introducirle alguna variante, con la excusa de hacerlo más ético, más tolerable. Excusas. Simples excusas que esconden su debilidad para hacerse cargo de las consecuencias. Conozco a los de su tipo. Bien hablados, formales, estoicos. Pánfilos abacanados que solo actúan si tienen algún perejil al cual cargarle las culpas. Mequetrefes de cartón. Así que no me venga a parodiar la tragicomedia del feligrés virtuoso. El plagio del buen samaritano guárdeselo para la cena familiar de los domingos.

Yo sé que está deseoso de que prosiga con mi relato para ver cómo se apropia de mi idea. Ahhh vio. Yo sabía que usted era de esos. Se la regalo, mire. Para que vea que no soy tan mal tipo como usted cree. Si se anima a ponerla en práctica, es toda suya. Eso sí, tuvo un alto costo, así que no la desprestigie. Si lo va a hacer, hágalo bien. Nada de medias tintas. En esto no hay posibilidad de arrepentirse.

Uy... le tengo que pedir disculpas. No sé si le dije mi nombre. Llevamos algunos minutos hablando, y creo que no me he presentado. Primero necesitaría ir un segundo al baño a orinar, y después vuelvo y le cuento todo en detalle. Gracias, ya vuelvo. No se vaya.

II

Me llamo Teodoro Roberto Testa, tengo cincuenta y cinco años. Soy poeta, aunque me gano la vida como quinielero. Tengo un pequeño quiosquito, que en realidad funciona como pantalla para levantar quiniela. No vaya a creer que yo soy el capitalista. No me da el cuero para tanto, y tampoco me interesa. Solamente soy uno de los eslabones intermedios, el levantador. Recibo la apuesta, le pago al que gana, y por eso me quedo con un porcentaje de lo recaudado. En el barrio el negocio gordo lo tiene el Flaco Taunus. El padre ya estaba en la cuestión de los números, pero la verdad que no conozco mucho su historia. Yo sé que el Flaco cobra y paga; y a mí eso es lo único que me interesa. No vaya a ser que uno sepa más de lo que tiene que saber, y se meta en problemas. El Flaco no es un pesado, pero nunca se sabe. Además, sería muy ingenuo si pensara que él es la cabeza de todo. Obviamente por encima hay alguien, con poder de quebrantar leyes sin consecuencias, que reúne a varios Flaco Taunus; de otro modo no podríamos trabajar tan libremente a la vista de todo el mundo. Si le contara quienes son algunos de mis clientes entendería bien a que me refiero, pero discúlpeme si lo mantengo en reserva.

El negocio rinde. Acá en el barrio apuestan casi todos. Algunos mucha guita, otros monedas, pero todos se tiran el lance a ver si agarran un numerito. Toda apuesta es bienvenida. Es más, algunos hasta juegan de fiado. Sí de fiado. No hace falta tener dinero para perderlo en el juego. Pagan cuando cobran la quincena, o antes, si la suerte está de su lado. Y no vaya a creer que se hacen los giles. El jugador paga. Quiere seguir jugando, y para eso tiene que pagar.

Estar atrás del mostrador me permitió conocerlos a todos casi en profundidad. Cuando una persona está jugando se vuelve prácticamente transparente. No está pensando en la mirada de los demás. Se muestra tal cual es, sin disfraces. Su mente está solo en el frenesí de esa jugada que le puede cambiar la vida. En ese momento no le importa nada más. Sabe que va a ganar, y por eso juega. Lo sabe hasta el instante justo en que pierde y la convicción se renueva. Así indefinidamente.

Muchos de los que juegan de fiado no es que lo hagan porque no poseen el dinero; sino que como nunca ganan con su dinero, suponen que es una cuestión de falta de suerte, y que por lo tanto si jugasen con el dinero de otro ganarían. Una especie de martingala para eludir a la mala suerte. Y al mismo tiempo, jugar de fiado les asegura una emoción mayor. Saben que los intentos son mínimos y que en algún momento deberán ganar para pagar sus deudas y así seguir jugando; como si fuese un modo de presionar al destino para que les tire unas gotas de buena suerte.

Algunos clientes vienen con un papelito apretado entre las manos, en el cual traen anotados los números, otros los traen pensados, y unos pocos los piensan en el momento. La mayoría pasa el papelito como si estuviese traficando algo, o dice los números a modo de susurro, como si no quisieran ser identificados.

Una vez me ofrecieron convertirme a una agencia oficial. ¿Se imagina? Todo pulcro, blanco, insípido; sin ese gustito a transgresión que se cuela por añadidura en toda jugada. Decir juego legal es una de las mayores contradicciones que puedan pensarse. El juego, cualquier tipo de juego, es libre y transgresor por definición.

Cuando el quiosco está lleno, y están las madres con sus hijos recién salidos de la escuela, automáticamente se forman dos grupos, por un lado, aquellos que entran a comprar caramelos y biromes, y por el otro los que vienen a jugar. Mientras que los que van a comprar golosinas se dispersan alborotados por todo el lugar, los que quieren jugar se agolpan entre sí formando una masa compacta contra una de las esquinas del mostrador, la cual el uso y costumbre determinó que se transforme en el sector de levantamiento de juego.

Un personaje habitual es aquel que está esperando su turno para jugar y escucha que alguien murmura un número. Se ve entonces compelido a jugarlo, aun cuando no tenga dinero para hacerlo. Número que escucha es número que tiene que jugar, y sobre todo si lo escucha adentro del quiosco, que funcionaría a modo de oráculo. Y así, los que traían un papelito con los números ya anotados en la casa, buscan procurarse un nuevo papel para apuntar todos los números incluyendo al número nuevo, no vaya a ser que si no lo hacen, o lo escriben con otra lapicera, la suerte les sea esquiva. Por eso una de las primeras cosas que hago cuando llego a la mañana, es cortar decenas de pequeñas tiras de papel blanco y ensartarlos en un pinche, a tal efecto colocado en la citada esquina del mostrador. Creo que si los vendiera juntaría unas buenas monedas.

Otro personaje infalible es aquel que se resguarda en un costado tratando de evitar que su papelito sea leído por otros, o que los demás escuchen cuándo canta sus números. Como si su ganancia fuese menor porque otros también ganen. Para ellos no solo se trata de ganar dinero, sino también del placer que les depara ganar y que los demás no ganen. Poder decirle a los demás con aire altivo: “Esta vez gané yo”; y así disfrutar de esas dos o tres horas de fama en las cuales los vecinos se acercan a preguntar porqué fue que jugó ese número, como si hubiese sido poseedor de una fórmula a la cual los demás, simples mortales, no accedieron. Una especie de Prometeo que logró arrancar a los dioses la mágica receta del éxito, y al cual hay que adular con la esperanza de ser elegido para un eventual traspaso de la misma.

No faltan aquellos que tienen una hoja, y hasta un cuaderno, con todas las probabilidades allí anotadas. Los números que fueron saliendo, los que salieron determinado día de la semana, la cantidad de veces que se repitieron, los que no salen hace cierta cantidad de tiempo, las decenas que más salen, las que menos salen. Todo de cada quiniela, en cada jugada. Solo un novato jugaría sin saber, por ejemplo, que número salió en la víspera, o en el sorteo inmediatamente anterior. Algunos por cábala no repiten la jugada a un número que acaba de salir, mientras que otros lo juegan expresamente.

Los novatos no son muy bien mirados. El quinielero de ley detesta a aquel que pregunta cómo se juega, o que se queda un rato pensando antes de hacer la jugada. Se siente burlado. Lo mira como un bicho raro que desacredita su actividad; ya que, en su desconocimiento, desvirtúa los códigos instituidos.

Obviamente que las teorías conspirativas están a la orden del día. Por ejemplo, Don Alberto está convencido que un número, que por respeto al secreto profesional no voy a develar, sale siempre a los premios, dos veces a la semana. Y así, al salir entre el sexto y el vigésimo premio permite a los que lo saben, esos que forman parte de cierta logia secreta, jugarlo y acertar regularmente. De este modo, si bien al no tratarse del primer premio lo cobrado es poco dinero, la ganancia estaría en la cantidad de veces que ese número sería acertado. Motivo por el cual se la pasaba buscando el patrón y la contraseña que le permitiese saber qué días de la semana saldría. Se dice que un día llego a ir a la sede de Lotería Nacional para tratar de encontrar en la calle a los responsables de ejecutar el sorteo, y tratar de convencerlos para que lo incluyan en su grupo. Situación que nunca fue confirmada por Don Alberto, pero que de ser cierta, no fue efectiva, ya que su racha negativa se siguió sosteniendo en el tiempo.

Algo poco común, pero que sin embargo sucede, es que algunos cuando ganan me dejan una propina. Pero se diferencia de las que se dejan en la ruleta. Allí esta es dada a regañadientes bajo la creencia de que el crupier tiene el poder de hacer que no vuelvan a ganar si no se comportan de manera generosa con él. De este modo, en cada propina está la esperanza de establecer con este una corriente afectiva que lo lleve a lanzar la bola a favor del bondadoso jugador. En la quiniela la situación es diferente. La propina tiene como sustento creer que el quinielero es el mediador de la fortuna, por lo cual se trata de una especie de ofrenda a la suerte, a modo ritual sagrado para contentar a los dioses de la buena ventura, que en ese caso estarían encarnados por mí.

Si bien hay diferentes tipos de jugador, con diferentes cábalas y costumbres, lo común a todos ellos es el convencimiento es que detrás de todo hay una cuestión matemática que determina cuál es el número que en cada momento es el que sale. Una cosmovisión acabada del mundo de la quiniela. Para ellos el sorteo no es tal, sino solo el medio por el cual se revela ese número predestinado a salir como resultado de un determinado y complejo mecanismo, al cual obviamente creen poder develar. Y así, cada número que juegan no es resultado de una elección personal que atañe a diversos motivos de la vida cotidiana, sino que está cuidadosa y calladamente estudiado, merced a una compleja elaboración, la cual generalmente termina igualmente sin ser la acertada. De este modo, luego de cada fracaso, concluyen que la causa de su desazón no está en el azar, sino en no haber calculado bien las probabilidades; situación que en cierto modo los coloca más cerca de perfeccionar su método de develamiento de ese mecanismo que aún, y solo aún, les es esquivo.

Y así vienen al quiosco, pletóricos de esperanza a pasarme sus números. Y aceptando ese lugar de mediador con la buena fortuna, luego de escribir la jugada en mi cuaderno, la plasmo en un pequeño papelito que, cortándolo del rollo al que pertenece, le doy al cliente, a modo de recibo por su jugada, y boleto de pase a la esperanza. Papel que para el jugador alcanza el valor de documento jurídico, y como tal es celosamente guardado. Algunos lo ponen en la billetera, cerca de la imagen de San Cayetano. Otros lo colocan debajo de una cruz, bajo el vidrio de la mesita de luz, o debajo de una botellita de anís con ruda especialmente preparada para esa función. Papelito que quedará allí hasta el momento del ritual de la escucha. Porque el jugador de quiniela no quiere ver el sorteo por televisión, ni leerlo en el diario, y mucho menos enterarse por bocas ajenas. El quinielero quiere escuchar el sorteo en la radio, con la vista prendida en el dial, y el papelito entre ambas manos; sentado en torno a la mesa de la cocina, o al borde de la cama, con la sola iluminación del velador, tomando mate o fumando un pucho.

III

Con Tatiana nos conocimos hace poco más de treinta años. Treinta y pico, para ser un poco más exactos. Ella venía regularmente al quiosco a jugar unos numeritos. En realidad, la que jugaba era la abuela, y ella le traía la jugada. En ese momento el quiosco no era mío, sino de mi tío Lelo; que era muy amigo del flaco Taunus. Creo que habían ido al colegio juntos, o algo así. Yo me encargaba de las golosinas y esas cosas. No me pagaba demasiado, pero como no tenía grandes gastos me alcanzaba.

Tatiana venía una vez por semana, sin un día fijo, hasta que empezó a venir también los lunes. Todos los lunes, nunca faltaba. No venía a jugar, sino a comprar alguna boludez. Que un caramelo, que unos chicles, que unas pastillitas de eucalipto. A mí en realidad me gustaba su hermana. Era menor que ella, pero tenía unas tetas terribles. A todos mis amigos le gustaba, pero como tenía nada más que quince años, nadie se animaba a decir nada. Creo que todos estábamos esperando que creciera para abalanzarnos sobre ella.

Un día cayó la abuela al negocio, porque había ganado unos mangos con el 285 a la cabeza. ¡Las tres cifras había agarrado la vieja! Hacía ya un tiempo que venía siguiendo ese número. Después me enteré de que era la fecha en que se había jubilado, un veintiocho de mayo de 1984.

Como justo Lelo no estaba, le pagué yo, y después, inocentemente, le mandé saludos para Tatiana. Fue solo una formalidad. Creo que para evitar preguntarle que pensaba hacer con toda esa guita. No era demasiada, pero para la quiniela, y en ese barrio, era una buena cantidad.

Ahí me desayuné que la piba estaba metejoneada conmigo. Mirá que flor de boludo que era que no me había dado cuenta.

Perdón, pero... ¿está bien que te tutee?. Digo, porque estamos hablando hace un rato y me pareció que ya había cierta confianza. Pero está bien, mejor continúo tratándolo de usted. Cualquier cosa me avisa.

Bueno, sigo. Le decía que la abuela me dijo que Tatiana era la que le pedía venir al negocio para hacerle la jugada, y ella se dio cuenta de que yo le gustaba. Mire usted, yo re dormido.

Una vez que le pagué y guardó la plata en un monederito desvencijado enfiló para la puerta, con una mano descargando todo el peso que podía sobre el bastón, mientras con la otra gesticulaba acompañando unas inaudibles palabras, que dirigía a alguna parte dolorida de ella misma, seguramente ya muy acostumbrada a escuchar sus rezongos. Al llegar a la puerta, y sin girar para verme, me dijo a viva voz que no me demorara, porque el alemancito de la esquina ya le había echado el ojo a la nieta.