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Me he ganado cada uno de mis billones de dólares por mí mismo. Soy calculador, astuto, y el mejor en lo que hago. Lleva tiempo y dedicación construir algo como lo que tengo. Y eso no deja tiempo para el amor, ni para novias ni para relaciones de ningún tipo. Pero no me malinterpretes: no soy un monje. Comprendo la atención y la concentración que hay que tener para seducir a una mujer guapa. Son las mismas habilidades que utilizo para cerrar grandes negocios. Pero todo eso empieza y acaba en una sola noche. No soy el tipo de tío que manda flores. No soy de los que llama al día siguiente. O eso pensaba hasta que una guapísima heredera, además de impaciente y mordaz, irrumpió en mi vida. Cuando Grace Astor pone los ojos en blanco por algo que he dicho, lo que quiero es abrazarla bien fuerte y mostrarle lo que se ha estado perdiendo hasta ahora. Cuando hace una broma a mi costa, solo quiero cerrarle esa boca descarada con mi lengua. Y cuando se marcha con un simple adiós justo después de que hayamos follado, lo único que quiero es restregarle en su cara los tres orgasmos que acaba de disfrutar. Ella será una princesa, pero yo le voy a dejar claro quién manda en este dormitorio de Park Avenue.
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Seitenzahl: 361
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Título original: Park Avenue Prince
Primera edición: agosto de 2020
Copyright © 2016 by Louise Bay
© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2020
© de esta edición: 2020, Ediciones Pàmies, S. L.C/ Mesena, 1828033 [email protected]
ISBN: 978-84-18491-23-8BIC: FRD
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografías de cubierta: KeiferPix/Kieselev Andrey Valerevich/Shutterstock
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
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Epílogo
Agradecimientos
Contenido extra
Sam
—Es enorme, Sam —dijo Angie mientras caminaba por el espacio vacío de techos altos y con vistas a Central Park y al resto de Manhattan.
El sol brillaba tanto que tuve que protegerme los ojos cuando miré por las ventanas que daban al lado oeste. Respiré hondo mientras lo asimilaba. ¿De verdad era el dueño de ese lugar? Sabía que había firmado los papeles, pero a veces me sentía como si estuviera llevando la vida de otra persona.
—Eso es lo que me dice todo el mundo. —Me reí entre dientes. Como la mayoría de los hombres, todavía tenía el pueril sentido del humor de un chico de quince años. Pero después de quince años de amistad, Angie no esperaba nada más maduro de mí.
—Eres repugnante. No estoy hablando de tu polla, por el amor de Dios.
—¿Quién ha mencionado mi polla? —Abrí bien los brazos—. Estoy hablando de este lugar. Como siempre, tu mente se va a las guarradas.
Angie movió la cabeza, pero no se podía negar el tamaño del nuevo apartamento que acababa de comprar. Eran casi setecientos metros cuadrados en el Upper East Side y ahora vivía ahí.
—Las vistas harán que no baje de valor —comenté, mirando el skyline de Manhattan.
—La ubicación por sí sola ya conseguirá eso. Estamos en el 740 de Park Avenue, Sam. —Se puso a mover la cabeza otra vez, incrédula. No me extrañó.
La dirección era lo más importante. Se trataba de una de las calles incluidas en los listados más buscados en Nueva York, lo que convertía mi compra en una de las transacciones inmobiliarias más seguras de América. Suponía un gran éxito para mí, pero también era un buen lugar en el que invertir mi dinero, o parte de él, por lo menos.
—¿No piensas nunca que esta no es tu vida?
—A veces. —Había ganado cada dólar necesario para comprar ese apartamento durante la última década. Cuando acabé el instituto, abandoné también el hogar para niños donde había pasado los seis últimos años con nada más que dos pares de vaqueros, dos camisetas, una sudadera y algo de ropa interior. Para mí, dejar mi antigua vida atrás y empezar de nuevo había sido liberador. La única cosa que seguía a mi lado desde esa época era Angie. Nos habíamos conocido el primer día en el instituto después de que me instalara en el hogar. Ella vivía en la casa para chicas cercana, y debió de reconocer a un compañero huérfano. Nos habíamos hecho amigos íntimos desde entonces.
En los quince años que habían pasado desde ese momento, no había logrado deshacerme de ella, aunque teníamos todas las posibilidades en contra. Pero allí estaba, en mi apartamento de Park Avenue con vistas a Manhattan. Siempre había sabido, incluso cuando no estaba seguro de cómo conseguiría la próxima comida, que si controlaba mi vida, las cosas mejorarían.
Y lo habían hecho.
—¿Estás pensando en Hightimes? —preguntó Angie.
Me metí las manos en los bolsillos.
—¿Cómo podría no estar pensando en Hightimes? —El hogar para huérfanos donde había pasado la última parte de mi infancia no podía estar más alejado de Park Avenue. Pero había sido allí donde desarrollé el empuje y la determinación que me hacían haber llegado donde estaba.
Hacía una década que había terminado en el instituto un viernes y había empezado a trabajar en una tienda de ropa deportiva el sábado por la mañana, el mismo día que me mudé de Hightimes a un estudio de Nueva Jersey infestado de ratas. No había ido a la universidad, pero estaba seguro de que ese día contaba como el de mi graduación.
—¿Cuántas habitaciones tiene? —preguntó Angie mientras la seguía por el apartamento. El loft estaba sin muebles, pero las viejas molduras, la mezcla de maderas reacondicionadas y el mármol nuevo conseguían de alguna manera que fuera un lugar acogedor. El agente inmobiliario se había apresurado a enseñarme los detalles originales y los acabados de alta calidad. Pero lo que me había hecho decidirme fue el azulejo de la cocina principal. Me había recordado a mi madre; le encantaba hacer tartas, y yo me sentaba en la cocina junto a ella, pasándole los utensilios y probándolo todo mientras hacía la mezcla para hacer galletas de mantequilla de cacahuete y tarta de zanahoria. Su pan era mi favorito. Incluso ahora, al pasar por delante de una panadería, me acordaba de la sonrisa de mi madre.
—Cinco. Y dos cocinas. ¿Por qué se necesitan dos cocinas?
—Una es para el personal —repuso Angie—. Venga, entérate de una vez: vas a necesitar contratar a gente que te ayude a mantener este lugar.
Resoplé.
—No seas ridícula. —No iba a pagar a alguien que cocinara para mí cuando me podía hacer los mejores sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada del estado de Nueva York.
—No puedes comer sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada ahora que vives aquí.
Sonreí; me divertía ver que Angie podía leer mi mente.
—¿Qué pasa? ¿Acaso me salto alguna regla? Me gustan.
—No pueden seguir gustándote. Si fue lo único que comiste durante dos años…
Cuando empecé a trabajar, había ahorrado cada centavo que ganaba. Me había puesto a comprar y vender de todo durante las horas que no estaba en la tienda, desde réplicas de zapatillas de deporte hasta pequeños equipos eléctricos. Luego me había pasado al negocio inmobiliario. Desde mi punto de vista, que pudiera comprar lo que quisiera no significaba que fuera a hacerlo. En lo que a mí respectaba, no tenía sentido invertir dinero en algo que no generaba más dinero. Así que nada de cosas materiales. Y no iba a gastar ni un céntimo más en alquiler…
Con los sándwiches tenía suficiente.
—Pero ahora que tienes un hogar, las cosas pueden ser diferentes —alegó Angie.
«Un hogar». Las imágenes del dormitorio de mi infancia, antes de que mis padres murieran, aparecieron en mi mente. Había sido la última vez que había considerado un hogar al lugar donde dormía. Me giré para analizar el espacio. ¿Llegaría a considerarlo mi hogar alguna vez?
Angie pasó las manos por la pared dorada frente a las ventanas.
—Incluso el papel pintado parece haber costado un millón de dólares. Vas a tener que gastar algo de dinero. Creo que unos muebles de Ikea se van a ver un poco raros aquí. Ni siquiera sé dónde se pueden comprar muebles para un lugar como este. —Se dio la vuelta, con los brazos abiertos—. ¿Dónde vas a conseguirlos?
—Me traen mañana el sofá. Y he comprado un colchón y algunas cosas para la cocina en Ikea. Con eso tengo suficiente.
Miré a Angie al ver que no decían nada.
—¿Se trata del asqueroso sofá que compraste en Wallapop hace cien años? —preguntó, mirándome fijamente—. ¿Lo vas a traer aquí?
—Bueno, dado que tu marido no me va a echar una mano para moverlo, no, no lo voy a traer aquí. Me lo traerán mañana por la mañana.
—Increíble… —Angie levantó las manos.
—¿El qué? —Me di cuenta de que estaba a punto de volverse loca, pero no sabía por qué.
—Este lugar debe de haberte costado diez millones de dólares.
Se había equivocado en unos cuantos millones, pero no iba a decírselo y quedar como un completo imbécil.
—¿Y te vas a instalar una cama de Ikea y un sofá de Wallapop que tiene más de cien años? ¿Estás loco o qué?
Angie siempre me decía que disfrutara de mi riqueza, y lo hacía…, más o menos. Solo que no necesitaba cosas caras.
—Los muebles no me harán ganar dinero. Este lugar es una inversión en la que puedo vivir. Así no tengo que pagar alquiler. —Me encogí de hombros. No estaba siendo completamente sincero. Podría poner en alquiler ese lugar y vivir en un apartamento mucho más pequeño, pero había algo en los azulejos de la cocina, en la forma en la que el sol entraba por las enormes ventanas del salón por la tarde, en la amplitud del espacio que me hacía querer vivir allí. Era casi como si mudarme a ese lugar me fuera a conducir a algo mejor, a una etapa más feliz.
Angie se puso las manos en las caderas.
—En serio, necesitas algunas cosas. Como jarrones. Y cojines. Algo que convierta esto en un…
—Si te hace sentir mejor, he contratado a una asesora de arte y vamos a ir a una galería esta noche.
Angie frunció el ceño.
—¿Una asesora de qué?
—Alguien que va a elegir para mí algunos cuadros que colgar en las paredes. —Cuando asintió como si acabara de sacar una escalera de color al póquer, supe que no podría poner pegas a eso.
—Porque el arte sí es una inversión, ¿verdad? —Puso los ojos en blanco.
—¿Y qué? —Me encogí de hombros—. Eso no significa que no queden bien.
—Creo que es una buena idea, pero no puedes quedarte sentado en ese sofá destartalado en este enorme loft con unas piezas de arte colgando en las paredes. Si vas a hacerlo, hazlo bien.
—No me importa que se vea raro. —Angie estaba siendo un poco hipócrita. También ella era muy cuidadosa con su dinero—. Estoy seguro de que lo único que importa es que tenga lo que necesito.
—¿Quieres que hablemos de necesidad? No necesitas un apartamento en Park Avenue ni cinco habitaciones o dos cocinas. Pero vale… Lo único que quiero es que te relajes un poco. —Me empujó a un lado y la seguí hasta la cocina, donde empezó a abrir y cerrar las puertas de los armarios—. Te lo has ganado. No tienes que ser excesivamente despilfarrador, pero disfruta de algunas cosas que pueden hacer tu vida más cómoda. Estamos es el puto Manhattan. Si existen asesores de arte, debe de haber gente que compre muebles para tipos ricos como tú.
—Mi vida es muy cómoda. —¿Lo decía en serio?—. Estamos es Park Avenue, por el amor de Dios.
—Vale, ¿qué pasará cuando traigas a casa a alguna cita? No puedes follártelas en un colchón tirado en el suelo —dijo mientras se sentaba en la encimera.
—Nunca he llevado a una mujer a casa. ¿Por qué voy a cambiar eso ahora?
—Eso es porque siempre has vivido en un tugurio —explicó Angie, mirando al techo como si estuviera buscando grietas—. Ahora no tienes que avergonzarte de donde vives.
—Oye, nunca me he avergonzado de donde vivo. Siempre he pagado el alquiler, y no tengo nada de lo que avergonzarme. Y no he llevado mujeres a casa porque así puedo levantarme e irme cuando quiera. Y eso no va a cambiar.
—Piénsalo. Por favor —insistió.
Lo haría, pero solo porque confiaba en Angie. Aun así, no tenía pensado cambiar de opinión en un futuro próximo. No necesitaba cosas para que mi vida fuera mejor
Cuanto más tenías, más podías perder.
Grace
Miré a mi alrededor, observando la galería, y no pude evitar sonreír. Todavía quedaba mucho por hacer antes de que empezaran a llegar los invitados por la noche, pero todo iba perfilándose de una manera perfecta, y me sentía muy orgullosa y emocionada de estar a punto de inaugurar la primera exposición en mi galería.
Me di la vuelta al oír el tintineo de la campana que sonaba cada vez que alguien entraba en la galería. Mi mejor amiga atravesó la puerta e, ignorando a la gente que zumbaba por todas partes, se acercó directamente a mí.
—Sabes que no eres pintora, ¿verdad? —preguntó Harper, mirándome de arriba abajo.
—Estoy retocando las paredes donde están raspadas —dije, levantando una lata de pintura blanca y un pincel—. Y no quiero que te duermas en los laureles. —Señalé con la cabeza la escoba que había en la esquina—. No tenemos mucho tiempo. Ponte a ello.
Necesitaba que la primera exposición en mi recién inaugurada galería saliera bien. Estaba preparada, pero la adrenalina que corría por mis venas me estaba poniendo nerviosa. Miré el gran espacio blanco. El personal del catering estaba en pleno proceso de montaje y dos cuadros todavía descansaban contra las paredes, sin colgar.
—Aún tengo que decidir dónde ponerlos —expliqué, dejando la pintura junto a la puerta y señalando los dos cuadros—. Pero no puedo decidir dónde deben ir. —El día anterior el orden parecía obvio. Después había cambiado de opinión; quería que todo estuviera perfecto.
—¿Importa? —preguntó Harper, con una expresión neutra—. De todas formas, ¿queremos de verdad que se venda su trabajo de mierda?
Me reí entre dientes, aunque me asoló una oleada de ansiedad. Harper tenía razón: una parte de mí quería que la exposición fuera un bombazo. El artista que presentaba esa noche había sido mi novio hasta hacía unas cuatro semanas, hasta que un día regresé a la galería y me lo encontré follando con su ayudante. En mi despacho. Así que ya no era mi novio. Por desgracia, iba a tener que pasar la noche diciéndole a todo el mundo lo especial que era su trabajo.
No era la primera vez que salía escaldada con un novio. Me gustaban los hombres con talento. Pintores, músicos, escritores. En el colegio, siempre había hecho trabajos para obtener créditos extra, y consideraba que como adulta salir con artistas que luchaban por alcanzar la fama suponía lo mismo. Ser su novia venía acompañado de una responsabilidad adicional: animarlo y apoyarlo hasta que se hiciera famoso. El lado positivo era que yo estaría allí cuando lo hiciera. Salvo que nunca lo habían conseguido. Hasta que llegó Steve; él había sido el primer tipo que, cuando le aseguré el talento que tenía y lo maravilloso que era, no había habido ninguna voz en mi cabeza que dijera: «¿En serio? ¿Es bueno o solo te gusta tirártelo?». Había tenido claro que iba a tener una carrera brillante.
Lo que no me gustaba nada era que esa exposición en mi galería fuera el comienzo de su carrera.
Por desgracia, abrir la Galería de Arte Grace Astor me había costado más dinero del que esperaba, y no podía permitirme clavar un cuchillo en sus lienzos y arrancar su tramposo trasero de mi vida.
La campana sonó de nuevo, y Scarlett, la cuñada de Harper, entró en la galería.
—Qué emocionante es todo esto… —dijo mientras me abrazaba antes de saludar a Harper—. Aunque es una vergüenza que sea precisamente este artista.
—Eh… —dije—. No puedes decir eso. Necesito que la galería se llene de gente. Tengo que pagar el alquiler del trimestre la semana que viene.
No importaba que Steve fuera idiota. Tenía que conseguir que la exposición fuera un éxito. Ya había vendido el Renoir que me había dejado mi abuelo para abrir la galería. Ese hecho me había roto el corazón; a menudo me había contado historias de la chica del cuadro como si esta fuera yo, disfrutando de mis propias aventuras en París. Deshacerme de él casi me había matado, pero mi abuelo me había dejado una carta en el testamento que decía que debía utilizar el Renoir para mis propias aventuras, ya fuera en mi imaginación o en la vida real. Así que lo había vendido con su bendición, pero sentí que se me rompía el corazón. Aun así, la galería era mi aventura en la vida real, algo en lo que llevaba trabajando desde la universidad. No iba a decepcionarme a mí misma ni a mi abuelo.
—Si te va muy mal, siempre puedes hablar con tu padre —dijo Scarlett.
Las cosas estaban mal, pero no tanto. Aunque necesitaba que el evento de por la noche fuera un éxito.
—No le va a pedir nada a su padre. —Harper respondió por mí—. Lo está haciendo por su cuenta.
Estaba tan decidida a demostrar a mis padres y a mí misma que podía hacerlo sin ayuda que había pedido un préstamo en lugar de hablar con mi padre. Él no era un cajero automático, aunque mi madre pensara otra cosa, y prefería fracasar que tratarlo como tal.
—Solo tengo que separar lo que siento por Steve de mis objetivos en lo referente a los negocios. Tengo que ser consciente de que no me van a caer bien todos los clientes que tenga. —Debía aferrarme a esa idea y concentrarme en cómo Steve iba a hacerme ganar dinero y atraer a otros artistas a la galería.
Solo tenía que hacer a un lado el recuerdo de verlo con los pantalones alrededor de los tobillos mientras se tiraba a una de veinte años contra el armario de mi oficina.
Me puse los guantes blancos de algodón, respiré hondo y subí el lienzo delante de mí.
—Esto tiene que ir aquí. —Lo coloqué para que fuera una de las primeras obras que la gente viera al entrar—. Es el más caro. —Iba a aprovecharme de todo mi encanto, tal vez incluso exageraría el acento inglés que tenía por haber nacido al otro lado del océano, y vendería aquellos malditos cuadros. Cuanto menos dependiera de Steve, mejor.
—Y este —anuncié, recogiendo la pieza que había reemplazando—, aquí.
Solo necesitaba aguantar las próximas horas y todo iría bien.
—¿Está cerrada la parte de atrás? —preguntó Scarlett.
En la trastienda de la galería había obras que había seleccionado de otros artistas y una pequeña zona, oculta detrás de una pared falsa, con mis cuadros favoritos particulares. La gente tendría que ir hasta el fondo de la galería para verlos. No era que no quisiera que nadie supiera que estaban allí, pero esa pequeña colección no encajaba realmente con el resto de las obras. Eran dibujos y cuadros más tradicionales —retratos, desnudos y un par de fotografías de Central Park de un fotógrafo completamente desconocido—. Mi favorito, el La Touche que había comprado en una subasta hacía cinco años, estaba colgado en mi habitación antes de abrir la galería. El tema dibujado era una mujer sentada ante su escritorio escribiendo una carta. Parecía simple, pero daban ganas de saber a quién escribía y por qué parecía estar escondiendo su papel. Por obras de arte como esa y mi Renoir había querido tener mi propia galería. Pero eso no me daba de comer, y tenía que acudir a donde estaba el dinero, al menos por el momento.
—Creo que tendré toda la galería abierta, por si alguien está interesado en otra cosa. —No le debía ninguna lealtad a Steve, ¿verdad?
Terminé de reorganizar los cuadros y puse a los obreros a trabajar para poder colgar los cuadros cuando los accesorios estuvieran colocados en la pared.
—Bien. —Me puse las manos en las caderas—. ¿Puedes ayudarme a mover las mesas para que haya más flujo hacia la parte de atrás? —Diablos, no solo no iba a bloquear la trastienda, sino que iba a animar a la gente a echar un vistazo al resto de la galería. Esa noche había pasado de una exposición de Steve a una exhibición de la Galería de Arte Grace Astor. Ya no me iba a dedicar a impulsar a los hombres hacia el éxito, queriendo que brillaran. Eso no me había llevado a ninguna parte. A partir de ahora, yo era lo primero.
Ellos, solo un buen negocio.
—Tienes muy buen aspecto —comentó Harper mientras me miraba en el espejo del baño al fondo de la galería—. ¿Estás preparada?
Estaba tan preparada como podía. El vestido rojo me quedaba como un guante y sentía los tacones de doce centímetros como si fueran un sable láser, como si llevara armas en los pies.
Miré la hora en el teléfono. Faltaban solo unos minutos para que se inaugurara la exposición.
—Sí, estoy preparada. Solo espero que venga gente. —Cuando se me ocurrió abrir una galería, me había centrado en que sería capaz de exhibir el talento emergente, influyendo en los consultores de arte para que eligieran ciertos artistas para sus clientes. Había pensado que todo versaría sobre el arte. Pero había aprendido ya que eso era solo la punta del iceberg. El negocio del arte, tratar de asegurarme de tener suficiente dinero para pagar el alquiler, presentar todos los impuestos a tiempo, organizar el flujo de efectivo…, todo ocupaba mucho tiempo. Realmente no había entendido, hasta que me metí en materia, que obtener beneficios tendría que ser mi objetivo principal. El arte era simplemente la forma en que lo iba a conseguir.
—Por supuesto que vendrán —aseguró Harper—. Tienes ojo para el talento. —Volvimos a la galería. Había hecho montar una barra en la parte trasera, más allá de donde colgaban los cuadros de Steve, y ya habían servido una bandeja de copas de champán—.¿Puedes ponerte junto a la puerta de entrada con la bandeja? —pedí a uno de los camareros—. La gente empezará a llegar en cualquier momento.
O eso esperaba.
Sonó el timbre. Se trataba de Violet, la hermana de Scarlett, que había ido a recogerla. Vale, así, cuando comenzaran a llegar los clientes potenciales, el lugar no estaría vacío. La saludé y las envié a ver los cuadros.
El timbre sonó de nuevo.
—Melanie, qué amable eres al haber venido —dije, besando a una vieja amiga de mi madre en la mejilla. Invertía mucho en obras de arte y le gustaba decir que había descubierto nuevos artistas cuando aún eran desconocidos. Pensé que si podía hacer que se interesara por la galería, sería un buen impulso. Conocía a un montón de gente rica por todo el mundo.
—Por supuesto, no me lo perdería por nada del mundo. —Echó un vistazo—. Y menuda galería has montado, querida.
—Gracias. —Por fin había conseguido lo que había estado deseando tantos años, pero las mujeres como Melanie nunca sabrían realmente cómo era eso. Su trabajo consistía en ir a almuerzos de caridad y donar dinero a los necesitados. Era la labor que hacían las mujeres como ella y mi madre. Y el tipo de trabajo que a mi padre le gustaría que hiciera yo. Le angustiaba la idea de que su hija tuviera que preocuparse por cosas como las ganancias y las pérdidas. Quería que siguiera siendo su princesa.
—Deja que te enseñe el trabajo de este artista —le invité, tomando dos copas de champán de la bandeja y entregándole una a Melanie—. Creo que te va a encantar. —Me dio un vuelco el corazón. Me gustara o no, tenía que convencer a los compradores de que Steven poseía un don y lanzar su carrera a pesar de lo que me había hecho. Tenía que seguir recordándome a mí misma que en realidad estaba vendiendo mi galería, y el éxito de Steve era solo un medio de conseguirlo.
Por suerte para mí, durante el cóctel siguió llegando gente. Me movía entre la multitud de una persona a otra, alentando el entusiasmo por el trabajo de Steve y tratando de cimentar los contactos más importantes.
Hasta que Steve no atravesó las puertas una hora después de que se abrieran, no me di cuenta de que no había estado presente hasta entonces. Sus ojos estaban vidriosos, llevaba el pelo castaño demasiado largo y un tanto grasiento. Había pasado un brazo —de forma muy insensible, por cierto— por los hombros de su ayudante. Se detuvo en la puerta, como si pensara que la gente lo había estado esperando, como si esperara recibir un aplauso, pero nadie sabía quién era.
Mi trabajo era presentarlo efusivamente a la gente, y luego el suyo era engatusarlos. Pero las imágenes que pasaron por mi mente del momento en que entré en mi despacho y me lo encontré allí en situación comprometida con su ayudante me impidieron acercarme a él. Sabía que por el bien del negocio debía fingir (cuando no tenía que mirarlo), pero no quería pasar el rato con él.
Él reclamó mi atención y se acercó a mí. Rápidamente me excusé con el marchante de arte con el que estaba hablando y me escapé, casi derribando a Nina Grecco, una de las consultoras de arte más influyentes de la ciudad.
—Hola, Nina, soy Grace Astor —me presenté mientras le tendía la mano. Le ofrecí la misma sonrisa que había estado repartiendo durante el resto de la noche mientras me estrechaba la mano—. Me alegro de que hayas podido venir.
Comprendía el papel que desempeñaban los consultores. Entendía que el mundo del arte era difícil de surcar y que a veces la gente necesitaba una guía cuando estaban de compras. Pero la mayoría de los clientes de Nina solo querían saber qué les iba a hacer ganar dinero. No estaban interesados en el arte, solo en los dividendos que podría suponer. El arte había sido una inversión durante cientos de años, pero yo aún esperaba que los ricos románticos se enamoraran de todo lo que esta galería tenía para ofrecer. Quería clientes que hicieran una inversión emocional en lo que estaban comprando. El arte no eran acciones ni lingotes de oro: era algo mucho más personal, o, al menos, debería serlo.
—Señorita Astor, le presento a mi cliente, Sam Shaw. —Nina puso la mano en el brazo del hombre que había a su lado.
Levanté la mirada y me topé con un hombre de unos treinta años, con el pelo rubio oscuro y unos profundos ojos castaños, que me observaba fijamente.
—Señor Shaw, encantada de conocerle. —Él sonrió, pero la emoción no se reflejó en sus ojos. Parecía aburrido, como si la noche fuera algo que tuviera que soportar en lugar de estar disfrutándola.
—Grace, el artista de esta noche está a punto de saltar a la fama, ¿no? —preguntó Nina, mientras yo aún miraba al señor Shaw.
Estuve a punto de poner los ojos en blanco, pero me las arreglé para reprimirme.
—Así es. Hay mucho rumor sobre él en este momento, y han venido algunos coleccionistas muy importantes esta noche. —Me dejé llevar por el ritmo que había desarrollado en el transcurso de la noche—. Es un pintor que claramente tiene sus raíces en el expresionismo abstracto. —El señor Shaw no pareció entenderme. Miraba fijamente el lienzo con una expresión de suma confusión. Nina estaba perdiendo el tiempo.
—Gracie… —La voz de Steve retumbó a mi espalda y captó la atención del señor Shaw.
Traté de no impedir que se notara la incomodidad que sentía.
—Permítame presentarle al artista —dije.
Steve me rodeó la cintura con los brazos, y me retorcí para zafarme.
—Hola, Gracie.
—Steve, por favor… Te presento al señor Shaw y a Nina Grecco. —Tan sutilmente como pude, lo empujé poniéndole una mano en el pecho, tratando de liberarme de sus manos. Me ignoró, estrechándome con fuerza—. Iba a hablarles sobre este cuadro. —Señalé a la izquierda de Nina—. ¿Por qué no nos das más información? —Sonreí intentando reclamar la atención del señor Shaw. Este nos miró a ambos como si estuviera tratando de averiguar lo que estaba pasando.
Steve comenzó a hablar de lo que le había inspirado para la colección mientras yo intentaba zafarme de sus garras.
—Señorita Astor, ¿podría, por favor, mostrarme la galería? —preguntó el señor Shaw, interrumpiendo el discurso de Steve. Yo sonreí. Fuera intencionado o no, no podía estar más agradecida por su rescate.
—¿Quieres que os acompañe? —preguntó Nina.
—Nos las arreglaremos bien —repuso el señor Shaw antes de que yo dijera nada—. Permítanos… —Steve me soltó, y fui hacia el fondo de la galería, con el señor Shaw pisándome los talones.
Me detuve cuando la multitud se dispersó y me volví hacia él.
—En este espacio en la parte de atrás hay una mezcla de artistas —expliqué, y el señor Shaw se metió las manos en los bolsillos al tiempo que asentía—. ¿Qué tipo de arte le gusta? —le pregunté, aprovechando la oportunidad para observarlo más de cerca. No pude decidir si era o no guapo; me llamó la atención su expresión, la manera en que me miraba. Era casi igual a la forma en que cualquier persona miraría un cuadro, primero obteniendo una impresión general y luego más de cerca, intentando averiguar lo que el cuadro estaba tratando de expresar.
Abrió más los ojos cuando miró a su alrededor, frunciendo el ceño.
—No tengo ni idea.
Mientras estaba ocupado contemplando el entorno, lo examiné con intensidad, pero no pude ubicarlo. Los ricachones de Nueva York no eran demasiados, y todo, desde el reloj que colgaba de su muñeca hasta sus suaves zapatos de cuero, indicaba claramente que ese tipo tenía dinero. Venía del Upper East Side, pero no lo había visto antes. Lo recordaría. Era alto, bastante más que el metro ochenta de Steve. Con unos hombros anchos que rellenaban su traje muy bien. La suave ondulación de su cabello, por lo demás perfecto, sugería que tenía un lado un poco salvaje. El sonido de la profunda risa de alguien cercano me hizo darme cuenta de que lo miraba fijamente, y me di la vuelta.
El señor Shaw comenzó a alejarse de la exposición, acercándose a mi espacio secreto, y yo lo seguí mientras él asomaba la cabeza por la pared.
—¿Esto también forma parte? —preguntó.
—¿Parte de la galería? Sí. Pero las obras que hay detrás del tabique no encajan con el resto de la exposición. Simplemente me gustan.
Me miró y luego volvió a prestar atención a mis obras ocultas. Seguí su mirada.
—Ese es un La Touche. Un óleo impresionista. Y esto —señalé el Degas— es una litografía original, firmada por Degas, que, como probablemente sabe, era famoso por pintar bailarinas. Fue contemporáneo de La Touche.
—¿Y estas? —Señaló con la cabeza al par de fotografías.
—Son obras recientes y no particularmente valiosas, pero el fotógrafo estuvo sin hogar durante un período de tiempo, y creo que se puede apreciar en su trabajo. Hace fotos de Nueva York a través de los ojos de alguien que ha dormido en la calle. Capta el contraste entre la belleza y la dureza que la ciudad ofrece.
Se volvió a centrar en mí. Sus ojos se entrecerraron ligeramente justo antes de hablar.
—¿Y le gustan por su historia o por las fotografías en sí? —preguntó.
Lo pensé durante un momento.
—Un poco de cada cosa. —Me encogí de hombros—. Las fotografías se pueden apreciar por sí solas, son bonitas y valientes al mismo tiempo. —Eché un vistazo al señor Shaw, que todavía me seguía inspeccionando—. Pero creo que conocer la historia del artista les añade algo. Conoce esta ciudad, como la mayoría de nosotros, y creo que se nota.
Levanté un poco la cabeza, pues no quería que encontrara fallos en su inspección.
El silencio se hizo denso entre nosotros. ¿Le gustaba lo que veía?
—Como he dicho, estos son proyectos apasionantes para mí. No son necesariamente para que la gente los compre. El resto de la galería es más contemporánea.
—¿No están a la venta? —preguntó, en un tono un poco confuso.
—Bueno, sí lo están. —Por supuesto que me parecía genial si a la gente le atraían, pero no esperaba que a los que le gustara el trabajo de la parte delantera de la galería buscara esas cosas—. Pero no son las obras principales de la galería.
Me miró de nuevo, y fue como si sus miradas se hubiesen convertido en algo más, en algo tangible, y tuve que reprimir un escalofrío.
Había algo en su falta de respuesta que me resultaba intrigante, casi como si estuviera escondiendo algo. Tal vez había un pequeño Batman debajo de la fachada de Wall Street.
—¿No le gusta el resto de la obra de la galería? —insistió, mirando por encima de mi cabeza—. ¿Solo esta pequeña sección de aquí?
—Por supuesto que me gusta todo lo que expongo en la galería. Steve posee mucho talento, y las piezas que expone son dignas de pertenecer a cualquier colección.
«¿No estaba intentando venderlas?».
—Pero no le apasionan. —Sus ojos estaban clavados en mi boca mientras hablaba, y me pasé el dedo por los labios, casi sintiendo el ardor de su mirada.
—No se trata de eso. —¿No? Lo había resumido muy bien—. Estas son más un tema de negocios. No me va a apasionar todo el arte del mundo.
Él asintió y yo sonreí torpemente. No me había explicado demasiado bien, pero no estaba preparada para la pregunta. No esperaba que nadie llegara a la trastienda.
Regresamos en silencio al límite de la multitud, donde Nina nos esperaba. Cuando ella se llevó al señor Shaw de vuelta a la exposición, fui a buscar a mis amigos. Necesitaba tener un descanso de cinco minutos de las sonrisas constantes, y quería respirar de nuevo después de haber sido sometida a un estudio tan intenso por parte del señor Shaw. Cuando llegué junto a Scarlett y Harper, las dos me abrazaron con fuerza y me felicitaron. Por encima del hombro de Harper, vi al señor Shaw ignorando las obras de arte y mirándome con ojos implacables. No le avergonzaba que lo pillaran, pero su mirada tampoco era coqueta. No podía saber si estaba tratando de comunicarme algo o simplemente seguía estudiándome.
—¿Tengo la falda metida en las bragas, espinacas en los dientes o algo así? —les susurré a Scarlett y Harper.
Las dos me miraron de arriba abajo.
—No, estás perfecta —aseguró Harper.
—Preciosa —dijo Scarlett—. ¿Por qué?
Negué con la cabeza.
—Es solo que ese tipo de ahí está mirando y no puedo entender por qué.
Harper miró a su alrededor y encontró al señor Shaw entre la multitud inmediatamente.
—¿Ese? —preguntó—. ¿El alto y sexy que lleva un traje casi con la misma elegancia que mi hombre?
—No está tan bueno —aclaré—. Es guapo, pero no es de mi tipo… normal.
—Está como un tren y parece que piensa lo mismo de ti.
—Parece enfadado —respondí—. Y de todos modos, definitivamente no es mi tipo. —Nuestro intercambio había sido algo menos que una charla poco existencial.
—Eso seguro —se burló Harper—. Este es de los que paga su propio alquiler y va al peluquero regularmente. A ti no te gusta nada de eso, ¿verdad? —El gusto de Harper y el mío en relación con los hombres eran opuestos, un requisito previo a una amistad que había sobrevivido desde la adolescencia hasta la edad adulta. Demasiadas amistades habían caído ante el obstáculo de sentir atracción por el mismo hombre.
—Tengo un gusto diferente —me defendí. Siempre me había resistido al tipo de hombre que mis padres querían para mí. Alguien asentado. Un médico, un abogado de buena familia, alguien del Upper East Side…
Nunca había percibido atractivo a un tipo de traje como Harper. Aunque no se podía negar que Max King, su marido, era guapo, no era mi tipo. Me gustaban los hombres con los que podía soñar despierta, que eran espontáneos, alguien bohemio que podía sorprenderme constantemente. No quería a un tipo que pensara que podía comprar y vender gente como si fueran acciones y bonos, o arte.
Pero ¿Batman? No parecía encajar en ninguno de los dos moldes. Se vestía de traje, pero las preguntas que hacía, la forma en que me miraba…, era como si quisiera despojarme de cualquier parte intrascendente y cavar más profundamente en mi alma.
Y quizá a mí me gustaría permitírselo.
Sam
Una semana después de la exposición en la Galería de Arte Grace Astor, no podía recordar ni una sola pieza de arte que hubiera sido presentada esa noche. Grace Astor, sin embargo…, con su boca voluptuosa, su cintura curvilínea y su sonrisa confusa… A ella no podía olvidarla. Mi despacho estaba en el centro, así que cuando terminé el día, decidí dar un paseo y visitarla. El único arte que recordaba vagamente eran las piezas que ella tenía escondidas. Quería verlas de nuevo, tanto como a ella.
Cuando entré en la galería, sonó la campana que había encima de la puerta, en aparente discordancia con los cuadros modernos de la pared. A pesar de mi falta de empatía por las obras, las pequeñas pegatinas rojas debajo de cada cuadro me decían que la exposición había sido un éxito.
No me interesaba nada de la parte delantera de la galería, así que fui detrás para encontrar el escondite de la señorita Astor.
—Buenas tardes. —Una mujer me saludó a mi espalda, y sus pasos venían acompañados del sonido de los tacones. Cuando me di la vuelta, me encontré con la señorita Astor acercándose a mí a paso ligero, con un vestido azul ajustado que le llegaba justo por debajo de la rodilla y unas gafas de gruesa montura negra. Era como una fantasía de Lois Lane, aunque había algo en el ceño fruncido de esa mujer, en la expresión decidida de su rostro, que me decía que era la heroína de su historia, no la compañera de nadie.
—Señorita Astor —le saludé, esperando que me recordara.
Ella disminuyó la velocidad y la sorpresa reemplazó el ceño fruncido.
—Señor Shaw, ¿no es así?
Le tendí la mano para saludarla.
—En efecto. —Le mostré una sonrisa. Angie me había dicho que mi sonrisa podía hacer que a cualquier mujer se le cayeran las bragas a diez metros de distancia. Por desgracia para mí, Grace no pareció impresionada, solo confundida. Estrechó mi mano, y yo se la agarré con fuerza, aunque quizá demasiado tiempo.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, mientras miraba nuestras manos. La solté, y ella lanzó un suspiro.
—He venido a echar otro vistazo —dije, haciendo un gesto en dirección a su colección oculta—. ¿Le importa?
—En absoluto —respondió mientras íbamos hacia la parte de atrás.
—¿Fue bien la exposición? —pregunté, esperando que su respuesta me diera alguna pista sobre su relación con el artista. Aquel tipo la había estado manoseando antes de que me hiciera un recorrido por la galería.
—Sí, casi todo se vendió esa noche o en los días siguientes, cuando se publicaron las críticas.
Asentí, dándole tiempo para que dijera algo más. Quería ver cómo se curvaban sus labios para pronunciar esas palabras.
—Me quedan cuatro piezas; ¿quiere que se las enseñe?
—Como ya le dije, no es lo mío.
Nos detuvimos delante de la colección escondida.
—-Le gusta el arte más clásico —dijo mientras ambos mirábamos las obras. No era una pregunta.
Me metí las manos en los bolsillos.
—Sinceramente, no lo sé. Todo esto es nuevo para mí. —Por lo general, tenía mucho cuidado con lo que revelaba a la gente. Había aprendido con rapidez que los negocios y Manhattan estaban llenos de farsantes que no querían que se les recordaran sus propios defectos y debilidades, lo que significaba que no podías revelar los tuyos. Era un juego: si todos seguían fingiendo, nadie se enteraría de la verdad. Por mucho que yo hubiera llegado de fuera, había desempeñado con habilidad el papel de alguien que pertenecía a ese mundo.
—¿Qué le resulta nuevo? —preguntó Grace.
—El arte —respondí—. No sé lo que me gusta.
—Pero ¿estos cuadros le gustan? —Señaló con la cabeza los que estábamos mirando.
—Supongo. —Asentí. Me atraían la intimidad y el misterio, pero no tenía idea de si eran o no piezas en las que invertir.
Mi atención se desvió de Grace hacia el arte. Esas obras eran pequeñas, discretas, personales. Aunque no parecía que ninguna de ellas estuviera conectada con las demás, pues eran claramente de diferentes artistas, todas parecían sutiles, casi como si no estuvieran destinadas a una audiencia grande. La intimidad que emanaban las hacía más atractivas porque parecían contarme cosas de la persona que las había creado. El resto de la galería estaba llena de obras ruidosas, que llamaban la atención y que me gritaban su importancia en el momento en que entré, no había ningún misterio en ellas.
Y eso me decía mucho más sobre Grace. Cuatro desnudos, todos dibujos: lo que me parecía un cuadro adecuado —Grace había dicho que era un óleo— de una mujer ante un escritorio, otro pequeño cuadro de un puerto y las dos fotografías de la ciudad.
—Es una colección un poco ecléctica —comentó ella, inclinando la cabeza hacia la derecha mientras miraba a la mujer del escritorio.
—Sí, pero eso me gusta. —Era como si pudiera sentir que eran sus elecciones personales—. Están en venta, ¿verdad?
Grace se apresó la comisura del labio inferior entre los dientes antes de responder.
—Sí, están en venta. —Sonaba insegura, reacia. ¿Acaso no quería vender esas obras de arte? ¿O simplemente no quería vendérmelas a mí?
Incliné la cabeza a un lado para mirar el desnudo de la derecha.
—Bueno, como le dije en la inauguración, en realidad no se trata de un lote. Las fotografías son las más modernas de la selección. El fotógrafo ha atraído algo de atención recientemente, pero no tiene muchos seguidores por el momento.
—Hábleme un poco más sobre sus obras. —Por lo que podía ver, eran las únicas fotografías de la galería.
—Bueno, son preciosas.
Quería que sus razones fueran más allá. Me había gustado lo que me había contado sobre el fotógrafo.
—¿Y? —pregunté. Cada una de las piezas de esa sección me había convencido, pero las fotografías eran las más interesantes. A Grace le había gustado la historia del artista. Su interés en un fotógrafo sin hogar indicaba una empatía que no acostumbraba a encontrar muy a menudo.
Me miró con rapidez.
—Me gusta que siga buscando la belleza, a pesar de haber visto tanta oscuridad. Y creo que se puede sentir la tragedia en ellas, pero también… la esperanza.
Contuve el aliento. Esa mujer era alguien que veía más allá de la superficie, y yo quería saber más sobre ella.
—Y con estos desnudos… —Señaló con los dedos hacia las dos obras a la izquierda—. A primera vista, parecen dibujados casi por descuido en el lienzo, pero si se fija más de cerca y nota el giro de la cabeza, se ve claramente que el artista está fascinado por la modelo.
Conocía esa sensación.
—Pero no sé si son buenos —dije.
Grace pasó el peso de una pierna a otra, moviendo la cadera hacia fuera, lo que subrayó las curvas de su cuerpo, y cruzó los brazos, casi como si la hubiera ofendido. Sin embargo, una pequeña sonrisa se dibujó en las comisuras de su boca. ¿Había conseguido quitarle la armadura con que se protegía? Se encogió de hombros.
—Si le gustan, ¿qué importa?
Respiré hondo.
—No quiero perder dinero.
—Por supuesto —dijo. Su tono de repente fue más profesional—. Bueno, no lo hará. En ninguna de estas obras.
—Me las llevo —dije, enderezándome.
—¿Qué? —preguntó, y volvió a fruncir el ceño.
Le sonreí, y me pareció ver una pizca de rubor en sus mejillas como respuesta. ¿Mi atención hacía que se sonrojara? Ojalá…
—Que me las llevo todas.
—¿Todas? —insistió, sin aliento—. ¿Está seguro?
Asentí. ¿Por qué vacilaba? ¿Pensaba que no era lo suficientemente bueno para comprarlas?
—¿Es eso un problema?
Se colocó las gafas en la nariz.
—No, en absoluto. Es solo que pensaba que solo vino a ver la exposición de Steve Todd.