El príncipe rebelde - Maisey Yates - E-Book

El príncipe rebelde E-Book

Maisey Yates

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tras quince años de exilio voluntario, el rebelde príncipe Xander Drakos se vio obligado a cruzar de nuevo las puertas del palacio y asumir el papel que abandonó en el pasado. Solo una mujer podía hacerle recuperar su buen nombre. La mujer que dejó atrás cuando huyó. Pero cuando Xander encontró a Layna Xenakos se quedó horrorizado al ver reflejados en las cicatrices de su rostro los efectos de la revuelta que había asolado al país. Pero aquellas cicatrices habían hecho más fuerte a Layna, que se negó a plegarse a sus órdenes reales. Aquello obligó a Xander a utilizar todo su encanto para convencerla de que se casara con él, asegurándose así su legítimo puesto en el trono.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 190

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Maisey Yates

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El príncipe rebelde, n.º 2466 - mayo 2016

Título original: Pretender to the Throne

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8111-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

MUÉRETE o abdica. No me importa demasiado qué elijas, pero tienes que tomar una decisión ya.

Alexander Drakos, heredero al trono de Kyonos, vividor disoluto y jugador habitual, dio una profunda calada a su cigarrillo antes de dejarlo en el cenicero y arrojar sus cartas sobre el tapete.

–En estos momentos estoy un poco ocupado, Stavros –dijo al teléfono.

–¿Haciendo qué? ¿Dilapidar tu fortuna y beber hasta acabar completamente borracho?

–No bebo cuando juego. Y tampoco pierdo.

–Es una lástima porque, si perdieras, hace tiempo que tendrías que haber vuelto a casa.

–Tampoco parecéis haberme necesitado demasiado.

Era hora de mostrar las cartas y todos los jugadores lo hicieron.

Xander sonrió antes de inclinarse para recoger todas las fichas que había sobre la mesa.

–Estoy recogiendo mis ganancias –dijo mientras se levantaba y guardaba las fichas en una bolsa de terciopelo–. Que disfruten de la tarde, señores.

Tras tomar su chaqueta del respaldo de la silla y echársela al hombro entregó la bolsa a un empleado del casino.

–Sé cuánto hay –dijo sin soltar el teléfono–. Cóbralo y quédate con el cinco por ciento, no más.

Se detuvo ante la barra del bar.

–Un escocés. Seco.

–Pensaba que no bebías mientras jugabas –dijo su hermano con ironía desde el otro lado de la línea.

–Ya no estoy jugando –Xander tomó de un trago el whisky que le sirvió el camarero y luego salió del casino a las abarrotadas calles de Mónaco. Era extraño, pero el alcohol ya no le quemaba. Y tampoco le hacía sentirse mejor. Estúpido alcohol.

–¿Dónde estás?

–En Mónaco. Ayer estaba en Francia. Al menos creo que eso fue ayer. La verdad es que todo se mezcla.

–Haces que me sienta viejo, Xander, y eso que soy tu hermano pequeño.

–Suenas viejo, Stavros.

–Yo no pude permitirme el lujo de huir de mis responsabilidades como hiciste tú. Alguien tenía que quedarse y comportarse como un adulto.

Xander recordaba muy bien lo que sucedió el día que se permitió el «lujo» de huir de sus responsabilidades, como había dicho Stavros.

«Tú la mataste. Ha sido culpa tuya. Has robado algo a este país, a mí, algo que nunca podrás reponer. Jamás te perdonaré».

El recuerdo de aquellas palabras hizo que Xander sintiera la necesidad de tomarse otro whisky.

–Estoy seguro de que la gente erigirá una estatua en tu honor algún día y entonces te parecerá que todo ha merecido la pena, Stavros.

–No he llamado para mantener una «charla» contigo. Antes preferiría estrangularme con mi propia corbata.

–Entonces, ¿por qué has llamado?

–Papá ha sufrido un derrame cerebral. Es probable que muera, y tú eres el primero en la línea de sucesión, a menos que abdiques de una vez o te cuelgues una cadena con una bola de cemento al cuello y te arrojes al mar. Te aseguro que no lloraré tu pérdida.

–Seguro que te encantaría que abdicara –Xander ignoró la punzada que experimentó en el pecho. Odiaba la muerte. Odiaba su imprevisibilidad, su falta de discriminación.

Si la muerte poseyera un mínimo de cortesía, habría ido a por él hacía tiempo. Llevaba años tratando de atraerla. En lugar de ello iba a por los necesitados, a por las personas más buenas y encantadoras, a por aquellos que suponían una diferencia en un mundo lleno de depredadores y seres desalmados.

–No tengo ningún deseo de ser rey, pero no te equivoques, Xander, lo seré. El problema reside en la producción de herederos, por supuesto. Por felices que seamos Jessica y yo con nuestros hijos, no son elegibles para el trono. Según las leyes de Kyonos, los hijos adoptados no pueden aspirar al trono.

–Eso deja solo a Eva.

–Sí, y, por si no te habías enterado, está embarazada.

–¿Y qué piensa de que su hijo vaya a ser heredero del trono?

–Odia la idea. Mak y ella ni siquiera viven en Kyonos, y tendrían que trastocar por completo sus vidas para que su hijo fuera criado en el palacio. Y como bien sabes, se suponía que las cosas no iban a ser así.

Xander cerró los ojos y vio en su mente la imagen de su alocada y morena hermana. Seguro que Eva odiaría aquello. Como a él, jamás le había gustado el protocolo de la realeza.

Él ya le había robado a su madre. ¿Sería capaz de robarle también el resto de sus sueños?

–Decidas lo que decidas, decídelo pronto, Xander –continuó Stavros–. No puedes tardar más de dos días en hacerlo, pero si quieres mi opinión…

–No la quiero –Xander dio por zanjada la conversación y se guardó el móvil en el bolsillo.

Luego se encaminó hacia los muelles. Tal vez allí encontraría la cadena con la bola de cemento que necesitaba.

Layna Xenakos desmontó y palmeó el cuello de su caballo. Estaba empapada de sudor y pegajosa, y el vestido de manga larga que llevaba no ayudaba demasiado a aliviarla del calor.

Pero estaba sonriendo. Cabalgar siempre le producía aquel efecto. La vista del mar desde allá arriba y la salina brisa que soplaba junto a aquellos acantilados siempre le habían gustado. Aquella era una de las muchas cosas que le gustaba de vivir en el convento, un lugar apartado del resto del mundo, donde la falta de vanidad era una virtud. Una virtud que no necesitaba esforzarse por alcanzar. En su caso, la vanidad habría sido algo risible.

Sacó de un bolsillo su pañuelo y se cubrió con él la cabeza. Su pelo era lo único por lo que podía sentir cierta vanidad.

–Vamos, Phineas –dijo mientras tiraba de su caballo hacia los establos para dejarlo en su casilla.

Cuando se encaminaba de vuelta hacia el edificio principal del convento, miró por encima del pequeño muro de piedra que bordeaba el sendero y vio que en el huerto había varios tomates maduros colgando de sus ramas y esperando a ser recogidos. Entró en el huerto canturreando algo mientras se encaminaba hacia las tomateras.

–Disculpe.

Layna se quedó paralizada al escuchar la voz de un hombre a sus espaldas. Solían relacionarse a menudo con los hombres en el pueblo, pero era raro que alguno acudiera al convento.

Por un instante, justo antes de volverse, experimentó una punzada de ansiedad. ¿La miraría como si fuera un monstruo? Pero, para cuando se dio la vuelta, la ansiedad ya había desaparecido. A Dios no le importaba la falta de belleza externa, y a ella tampoco. La vanidad solo era un freno que impedía estar al servicio de los demás.

En resumen, aquel era el motivo por el que ella era una novicia, y no una hermana, a pesar de llevar ya diez años en el convento.

–¿Puedo ayudarlo? –el sol le daba de lleno en el rostro y Layna supo que el hombre podría ver todas sus cicatrices. Las cicatrices que le habían robado su belleza. La belleza que en otra época fue su rasgo más preciado.

El sol también le impidió ver al hombre con detalle, algo que también la libró de captar su expresión. Era alto y vestía de traje. Era un traje caro. No era un hombre del pueblo. Parecía un hombre salido de la vida que había llevado antes, un hombre que le hizo recordar los cuartetos de cuerda, los brillantes salones de baile y a otro hombre que habría sido su marido. Al menos, si las cosas hubieran sido distintas. Si su vida no se hubiera desmoronado como lo había hecho.

–Probablemente, hermana. Aunque no sé si estoy en el lugar correcto.

–No hay ningún otro convento en Kyonos, de manera que no es probable que se haya equivocado.

–Me resulta extraño estar en un convento –Xander alzó la mirada hacia lo alto y el sol lo iluminó a contraluz, oscureciendo sus rasgos–. Es extraño que aún no me haya caído un rayo.

–No es así como suele actuar Dios.

–Tendré que aceptar su palabra al respecto. Hace años que Dios y yo no hablamos.

–Nunca es demasiado tarde –dijo Layna. Porque le pareció lo adecuado. Aquello era algo que habría dicho la abadesa del convento.

–En cualquier caso, no estoy buscando a Dios. Busco a una mujer.

–Me temo que aquí no hay más que monjas.

–Tengo entendido que la mujer que busco también es una monja. Estoy buscando a Layna Xenakos.

Layna se quedó momentáneamente paralizada.

–Ya no utiliza ese nombre –aquello era cierto. El resto de las hermanas la llamaban Magdalena, un recordatorio de que había cambiado y de que en el presente vivía para los demás, no para sí misma.

Entonces el hombre avanzó hacia ella como la visión de un sueño, o una pesadilla. La personificación de aquello de lo que había estado huyendo durante los pasados quince año.

Xander Drakos. Heredero del trono de Kyonos. Mujeriego legendario. El hombre con el que prometió casarse.

El último hombre del mundo al que habría querido ver en aquellos momentos.

–¿Por qué no? –preguntó él.

Era evidente que no la había reconocido. ¿Y por qué iba a haberlo hecho? La última vez que se habían visto ella tenía dieciocho años. Y aún era bella.

–Tal vez porque no quiere que la encuentren –dijo Layna mientras se inclinaba a recoger unos tomates y trataba de ignorar los intensos latidos de su corazón.

–Yo no he necesitado hacer demasiadas averiguaciones para encontrarla.

–¿Y qué quiere? ¿Qué quiere de ella?

Xander contempló a la pequeña mujer que tenía ante sí. Llevaba el pelo cubierto por un pañuelo aunque, por el color de sus arqueadas cejas, debía de ser morena. Un lado de su rostro mostraba una suave piel dorada, tensa sobre un alto pómulo, y una carnosa boca ligeramente alzada en las comisuras. Pero aquella era solo la mitad de su rostro. Porque el otro lo tenía marcado desde el cuello hasta la mejilla. Sus labios parecían congelados en aquella parte de su cara, demasiado tensos por las cicatrices como para permitirle sonreír.

Aquella era la clase de mujer que Xander esperaba encontrar allí, no a alguien como la social y alegre Layna, que apenas contaba dieciocho años cuando se comprometieron y era una auténtica belleza. De ojos y piel dorada, su pelo color miel solía parecer siempre iluminado por el sol.

Xander ya había sabido entonces que Layna sería una reina perfecta. Ya en aquel momento era muy querida por su gente, y además era hija de uno de los gobernantes oficiales de Kyonos, lo que implicaba que tenía todos los contactos adecuados.

Por lo que había podido averiguar en los dos días que llevaba de vuelta en la isla, la familia Xenakos ya no estaba allí. Excepto Layna. Y necesitaba encontrarla.

La necesitaba. Ella era su ancla al pasado. Su aliada más segura. Para la prensa, para la gente. La habían querido y volverían a quererla.

Aunque temía que no sentirían lo mismo por él.

–Tenemos algunos viejos asuntos de los que tratar.

–Las mujeres que viven aquí no quieren hablar de viejos asuntos –dijo Layna con voz temblorosa–. Vienen aquí para comenzar de nuevo con sus vidas –añadió mientras giraba sobre sí misma y se alejaba con intención de no contestar a más preguntas.

Xander, que no estaba acostumbrado a que le dejaran con la palabra en la boca, bloqueó su salida del huerto. Cuando ella alzó el rostro hacía él con gesto desafiante, Xander sintió que el corazón se le encogía dolorosamente en el pecho. Viendo aquellos peculiares ojos verdes enmarcados por unas oscuras pestañas supo exactamente quién era.

Era Layna Xenakos, pero sin su belleza. Sin sus sonrientes ojos. Sin el hoyuelo de su mejilla derecha.

Ya apenas se sorprendía por nada, pero jamás habría anticipado algo como aquello. Desde que había abandonado Kyonos había evitado a propósito prácticamente toda noticia relacionada con su país de origen. Abrir aquella ventana hacia su pasado era como hurgar en una herida aún abierta, y solía hacerle falta mucho alcohol y muchas mujeres para volver a entumecerse.

–Layna –dijo.

–Nadie me llama así –replicó ella con dureza.

–Yo solía hacerlo.

–Pero ya no, Su Alteza. Ya no tiene derecho a eso. Ni siquiera creo que tenga derecho a un título.

Aquello dolió a Xander más de lo que habría imaginado.

–Lo tengo. Y seguiré teniéndolo –ya había tomado una decisión. Tuviera o no sentido para alguien, incluyéndose a sí mismo, había decidido dar aquel paso. Había regresado y pensaba quedarse. Aunque nadie lo sabía aún.

Y había ido a buscar a Layna porque, consciente de que él ya no era apto para la tarea de gobernar, sabía que no había ninguna mujer más adecuada para ser reina que ella.

Pero no esperaba encontrarla encerrada en un convento, y marcada hasta el punto de resultar prácticamente irreconocible.

–Te agradecería que te fueras –dijo Layna mientras avanzaba hacia él con la evidente intención de rodearlo.

Cuando Xander se interpuso en su camino, Layna le dedicó una mirada fulminante.

–Te agradecería que te fueras.

–¿Cómo puedes ser tan poco hospitalaria con tu futuro gobernante?

–La hospitalidad es una cosa, y permitir que un hombre me toque, otra. Puede que dirijas el país, puede que seas dueño de las tierras, pero no eres mi dueño.

–¿Ahora perteneces a Dios?

–Es menos inquietante que pertenecerte a ti.

–Pero una vez me perteneciste.

–Nunca te pertenecí.

–Pero llevaste mi anillo.

–Entonces aún no había hecho mis votos. Y además te fuiste.

–Pero dejé que conservaras el anillo –Xander bajó la mirada hacia las manos vacías de Layna.

–Un anillo de compromiso no resulta muy útil si no incluye un prometido. Además, he cambiado. Mi vida ha cambiado. ¿De verdad habías creído que podías volver a retomar las cosas donde las habías dejado?

Las cosas habían cambiado mucho desde la marcha de Xander. El país se había modernizado, su hermana ya no era una joven rebelde y traviesa, sino toda una mujer, y su hermano ya no era el molesto adolescente que había dejado atrás. Su padre había envejecido, y se estaba muriendo. Su padre…

Y Layna Xenakos se había retirado a un convento.

–Seré sincero contigo –dijo–. No soy precisamente el hijo favorito de la familia Drakos, pero he decidido que voy a gobernar. Para la próxima generación incluso más que para esta.

–¿Qué quieres decir?

–Los hijos de Stavros no pueden heredar, lo que solo deja al hijo de mi hermana. Pero eso supondría unos cambios demasiado radicales para su vida. He hecho muchas cosas egoístas en mi vida, Layna, y pienso seguir haciéndolas, pero no puedo condenar a mi hermano a vivir una vida que nunca ha querido. Y tampoco puedo cargar al hijo de mi hermana con una responsabilidad que nunca estuvo destinada a él –ya había arruinado lo suficiente la vida de sus hermanos. La infancia de estos había pasado mientras él estaba fuera. La infancia de unos hijos sin madre.

Eva, la más joven, era la que más había sufrido, y no podía hacerle más daño.

–Hablas de la corona como si fuera una copa envenenada –murmuró Layna.

–En muchos sentidos es así. Pero es mía, y ya he pasado demasiados años tratando de pasársela a otros.

Xander había sido preparado para asumir aquella responsabilidad hasta los veintiún años. Era lo que se había esperado de él.

–¿Tienes problemas de conciencia, Xander? –preguntó Layna, y el hecho de que hubiera utilizado su nombre de pila hizo que este experimentara un estremecimiento cargado de recuerdos.

–Yo no iría tan lejos. Puede que se deba al vago recuerdo de lo que es el honor, a toda esa sangre azul que corre por mis venas –replicó Xander en tono cínico–. Imagina mi decepción cuando he descubierto que no había logrado sustituirla toda por alcohol.

–Supongo que eso ha supuesto una decepción para muchos.

–Estoy seguro de ello. Pero he pensado que puede haber un modo de suavizar el golpe.

–¿Qué modo?

–Tú –dijo Xander–. Voy a necesitarte, Layna.

Capítulo 2

LAYNA se quedó paralizada al escuchar aquello.

–¿Disculpa?

–Te necesito.

–No sé cómo has llegado a esa conclusión, pero te aseguro que te equivocas.

–La gente te quiere a ti. No me quieren a mí, Layna.

–¿Que la gente me quiere a mí? –espetó Layna, que volvió a experimentar una rabia con la que creía haber acabado hacía tiempo.

–Sí –contestó Xander, como si no hubiera captado la advertencia del tono de Layna.

–La gente se comportó como una manada de animales cuando te fuiste, Xander. Todo se desmoronó cuando te fuiste, pero supongo que eso ya lo sabes.

–Después de irme no me dediqué a ver las noticias. Es fácil ignorar una isla tan pequeña como Kyonos cuando no estás en ella.

–Entonces… ¿no sabes que todo se fue al traste cuando te fuiste, que muchas empresas se hundieron y se perdieron miles de puestos de trabajo?

–¿Todo porque me fui?

–Seguro que estabas al tanto.

–Solo en parte. Se puede evitar mucha información cuando te pasas borracho la mayor parte del día. Pero, por tu forma de expresarlo, parece que me consideras responsable de que se hundiera la economía del país.

Layna se encogió de hombros.

–Tu marcha, la muerte de la reina, la depresión del rey… Fue una combinación terrible, y nadie estaba seguro de cómo estaban las cosas. La gente estaba enfadada –Layna miró a Xander mientras trataba de encontrar un lugar de serenidad en su interior. De fuerza. Lo que le había sucedido a ella no era ningún secreto. Había aparecido en la prensa, en Internet…

Pero no estaba dispuesta a mostrarle a Xander que le importaba. No iba a ser débil. Todo era vanidad y solo vanidad.

–Hubo disturbios en las calles, ante las casas de los gobernante a los que se culpaba de la crisis económica. Se produjeron ataques personales, algunos con ácido. Nosotros estábamos saliendo de nuestra casa cuando un hombre trató de arrojar un cuenco lleno de ácido a mi padre. Pero el ácido cayó sobre mí. Supongo que no necesito decirte dónde –Layna trató de esbozar una sonrisa, aunque le resultaba muy difícil controlar lo que hacía la mitad de su boca, especialmente cuando sonreír era lo último que le apetecía hacer–. De manera que creo que es justo decir que la gente no me quiere tanto como tu crees –añadió a la vez que pasaba junto a Xander, decidida a dar por zanjado aquel encuentro.

Cuando Xander la sujetó por el brazo, Layna experimentó algo parecido a una vaharada de calor a la vez que su aroma la alcanzaba con la fuerza de un puñetazo en el plexo solar. Su cabeza se llenó de recuerdos de bailes en deslumbrantes salones, de paseos por exóticos jardines, de un beso que habría sido su primer beso… De pronto sintió ganas de llorar por todo lo que pudo haber sido y no fue. Sus labios ya no eran los que fueron. Ni siquiera existían los que conservaba, porque había prometido renunciar a los placeres de la vida para dedicarse en cuerpo y alma a servir a los demás…

Pero Xander era… era demasiado. Estaba allí mismo, ante ella, cuando ya no quería verlo, no quince años antes, cuando realmente lo había necesitado.

–Ahora que sabes cómo fueron las cosas será mejor que te vayas, Xander. Si estás buscando un billete para la salvación, aquí no vas a encontrarlo.

–No estoy interesado en la salvación. Pero sí quiero hacer lo correcto. Es toda una novedad, ¿verdad?

–Yo no puedo ayudarte en eso. Será mejor que te vayas –insistió Layna.

–Voy a quedarme aquí esta noche.

–¿Qué? –preguntó Layna, conmocionada.

–He hablado con la abadesa y le he explicado la situación. Hasta que no esté preparado no quiero que la gente sepa que estoy aquí. Y tengo intención de llevarte de vuelta conmigo.

–Claro. Y lo que yo pueda opinar al respecto no cuenta, ¿no?

–No.

–¿No importa el hecho de que ya no sea yo misma?

Xander contempló el rostro de Layna con una frialdad rayana en el insulto. Antes jamás la había mirado así. Siempre había habido calor en su mirada.

–Te lo diré por la mañana –contestó, y a continuación giró sobre sus talones y se encaminó hacia el edificio principal del convento.

Layna contempló cómo se alejaba, decidida a hablar cuanto antes con la abadesa. Al día siguiente, Xander desaparecería de allí y tan solo volvería a ser un recuerdo que trataría por todos los medios de no tener.

Era temprano por la mañana cuando la madre Maria Francesca la llamó a su despacho.

–Deberías irte con él.

–No puedo –dijo Layna a la vez que daba un instintivo paso atrás–. No quiero volver a esa vida. Quiero estar aquí.

–Solo quiere que le ayudes a establecerse. Y ya que quieres servir a los demás, creo que esa sería una buena forma de hacerlo.

–Sola. Con un hombre.

–Si voy a tener que preocuparme de cómo vayas a comportarte con un hombre a solas, puede que esta no sea tu misión.

La abadesa no pronunció aquellas palabras con enfado, ni en tono de condena, pero Layna se sintió terriblemente expuesta, como si sus motivos, motivos que siempre había temido que no fueran totalmente puros, fueran completamente evidentes para la mujer que consideraba su superiora espiritual.

Todo aquel feo miedo e inseguridad. Su vanidad. Su rabia. Aquel viejo deseo que nunca parecía extinguirse del todo…

–No es eso –dijo Layna–. Me refiero que no me asusta caer en la tentación. Pero las apariencias…

–Las apariencias son en lo que se fija la gente, querida, pero Dios ve nuestro corazón. ¿Qué más da lo que piense la gente del arreglo, de ti?