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Obra emblemática, junto con "El castillo" y "La metamorfosis", de lo que se ha dado en llamar "lo kafkiano", "El proceso" se cuenta entre las pocas obras de la literatura que han alcanzado el raro destino de desbordar ampliamente los meros límites de su naturaleza como relato. En efecto, en esta novela que se inicia con el arresto, una mañana, de Josef K., supuestamente acusado de un delito que nunca llegará a conocer, y quien a partir de ese momento se ve envuelto en una maraña inextricable regida por un mecanismo omnipresente y todopoderoso cuyas razones y finalidades resultan inescrutables, Franz Kafka forjó una vigorosa metáfora de la condición del hombre moderno. Traducción de Miguel Sáenz
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Seitenzahl: 392
Veröffentlichungsjahr: 2021
Franz Kafka
El proceso
Traducción de Miguel Sáenz
Detención
Conversación con la señora Grubach. Luego con la señorita Bürstner
Primera investigación
En la sala de vistas vacía. El estudiante. Las oficinas
El flagelador
El tío. Leni
Abogado. Fabricante. Pintor
El comerciante Block. Despido del abogado
En la catedral
Fin
Apéndice: Fragmentos
La amiga de B.
Fiscal
Hacia casa de Elsa
Lucha con el director adjunto
La casa
Viaje a casa de la madre
Créditos
Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana. La cocinera de la señora Grubach, su patrona, que todos los días le llevaba el desayuno hacia las ocho, no vino aquella vez. Eso no había ocurrido nunca. K. aguardó todavía un rato, mirando desde la almohada a la anciana que vivía enfrente y que lo observaba con una curiosidad totalmente inusitada en ella, pero luego, extrañado y hambriento a un tiempo, tocó la campanilla. Inmediatamente llamaron a la puerta y entró un hombre que nunca había visto en aquella casa. Era delgado pero de complexión robusta, y llevaba un traje negro ajustado que, como las prendas de viaje, estaba provisto de diversos pliegues, bolsillos, hebillas y botones, y de un cinturón, y en consecuencia, sin que se supiera muy bien para qué servía, parecía muy práctico. «¿Quién es usted?», preguntó K., incorporándose a medias en el lecho. El hombre, sin embargo, hizo caso omiso de la pregunta, como si fuera inevitable aceptar su presencia, y se limitó a preguntar a su vez: «¿Ha llamado?». «Que Anna me traiga el desayuno», dijo K., y trató de averiguar, en un principio en silencio, atenta y reflexivamente, quién era en realidad aquel hombre. El hombre, sin embargo, no permaneció mucho tiempo a su vista, sino que se volvió hacia la puerta, que entreabrió un poco para decir a alguien, que evidentemente estaba detrás: «Quiere que Anna le traiga el desayuno». Siguió una breve carcajada en la habitación de al lado: no era seguro, a juzgar por el sonido, que no hubieran participado en ella varias personas. Aunque era imposible que el desconocido hubiera sabido de esa forma más de lo que ya sabía, dijo a K., como si estuviera notificándole algo: «Eso es imposible». «Pues sería una novedad», dijo K., saltando de la cama y poniéndose aprisa los pantalones. «Quiero ver quién está en la habitación de al lado y cómo me responde la señora Grubach de estas molestias.» Se le ocurrió enseguida que no hubiera debido decir aquello en voz alta ya que, hasta cierto punto, reconocía así al desconocido un derecho a vigilarle, pero eso no le pareció importante entonces. En cualquier caso, así lo entendió el desconocido, porque dijo: «¿No prefiere quedarse aquí?». «No quiero quedarme aquí, ni que usted me dirija la palabra mientras no me haya sido presentado.» «Mi intención era buena», dijo el desconocido, abriendo espontáneamente la puerta. En la habitación contigua, en la que K. entró más despacio de lo que hubiera querido, todo parecía a primera vista casi igual que la noche anterior. Era el cuarto de estar de la señora Grubach y, en aquella habitación repleta de muebles, tapetes, porcelanas y fotografías, tal vez había aquel día algo más de espacio que normalmente; no se notaba enseguida, y menos aún porque el cambio principal consistía en la presencia de un hombre sentado junto a la ventana abierta, con un libro del que, en aquel momento, levantó la vista. «¡Hubiera debido quedarse en su cuarto! ¿No se lo ha dicho Franz?» «Sí, pero ¿qué quiere usted?», dijo K., apartando los ojos de su nuevo conocido para mirar al llamado Franz, que había permanecido de pie en la puerta, y volviendo luego a mirar al primero. Por la ventana abierta vio otra vez a la anciana, que, con curiosidad verdaderamente senil, se había acercado a la ventana que ahora quedaba enfrente, para seguir viéndolo todo. «Quiero ver a la señora Grubach», dijo K., haciendo ademán de librarse de aquellos dos hombres, que sin embargo estaban lejos, y marcharse. «No», dijo el hombre de la ventana, arrojando el libro sobre la mesita y poniéndose en pie. «No puede irse; está detenido.» «Así parece», dijo K. «¿Y por qué?», preguntó. «No se nos ha encargado que se lo digamos. Vaya a su cuarto y aguarde. Se ha iniciado un procedimiento y en su momento lo sabrá todo. Estoy excediéndome en mi cometido al hablarle tan amigablemente. Sin embargo, confío en que no lo oirá más que Franz, y él mismo se ha mostrado amigable con usted en contra de todos los reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como con la designación de sus guardianes, podrá tener motivos para confiar.» K. quiso sentarse, pero entonces se dio cuenta de que en toda la habitación no había donde hacerlo, salvo la silla de la ventana. «Más adelante comprenderá lo cierto que es todo esto», dijo Franz, dirigiéndose tanto a él como al otro hombre. Este último, sobre todo, era considerablemente más alto que K., al que dio unas palmaditas en el hombro. Los dos hombres estudiaron el camisón que llevaba K. y dijeron que ahora tendría que ponerse otro mucho peor, pero que se lo guardarían, lo mismo que el resto de su ropa blanca, y, si su asunto se resolvía favorablemente, se lo devolverían. «Será mejor que nos entregue esas prendas a nosotros que al depósito», dijeron, «porque en el depósito se producen con frecuencia fraudes y, además, al cabo de cierto tiempo venden todas las prendas, sin preocuparse de si ha concluido o no el proceso de que se trate. ¡Y cuánto duran esos procesos, especialmente en los últimos tiempos! De todas formas, acabaría usted por recibir del depósito el producto de la venta, pero, en primer lugar, ese producto es muy escaso, porque lo decisivo en la venta no es la cuantía de la oferta sino la del soborno, y en segundo lugar, según la experiencia, el producto de esas ventas va disminuyendo al pasar de mano en mano y de año en año.» K. no prestaba apenas atención a esas palabras; no le importaba demasiado el derecho que pudiera tener aún a disponer de sus propias cosas y le resultaba mucho más importante comprender con claridad su situación; sin embargo, en presencia de aquella gente no podía pensar siquiera; una y otra vez el segundo guardián –solo podían ser guardianes– le daba con la barriga de una forma casi amistosa, pero si levantaba la vista veía un rostro seco y huesudo –que no concordaba con aquel cuerpo grueso– y de nariz fuerte y torcida, un rostro que, por encima de su cabeza, se entendía con el del otro guardián. ¿Qué gente era aquella? ¿De qué hablaban? ¿A qué administración pertenecían? K. vivía sin embargo en un Estado de Derecho, por todas partes reinaba la paz y se respetaban las leyes, ¿quién se atrevía a asaltarlo en su propia vivienda? Siempre solía tomarse las cosas del mejor modo posible, sin creer en lo peor más que cuando lo peor se producía, y sin adoptar precauciones para el futuro aunque todo le pareciera amenazador. Sin embargo, en aquel caso eso no parecía lo acertado; verdad era que se podía considerar todo como una broma, una broma pesada que, por razones desconocidas, quizá porque ese día cumplía los treinta años, habían organizado sus compañeros del banco; naturalmente era posible; quizá bastaría que se riera de cierto modo a la cara de sus guardianes para que ellos se rieran con él; tal vez eran solo mozos de cuerda de la calle, la verdad era que lo parecían, pero estaba decidido ya, desde el momento en que vio al guardián Franz, a no renunciar a la menor ventaja que pudiera tener frente a aquella gente. K. veía muy poco riesgo de que luego dijeran que no había sabido entender una broma, pero –sin que normalmente tuviera por costumbre aprender de la experiencia– recordaba algunos casos, en sí mismos sin importancia, en que, a diferencia de sus amigos, se había comportado deliberadamente de forma imprudente, sin preocuparse lo más mínimo de las posibles consecuencias, y se había visto castigado por ellas. Eso no debía ocurrir de nuevo, por lo menos aquella vez, y, si se trataba de una comedia, quería desempeñar también su papel.
Todavía estaba libre. «Permítanme», dijo, y entró rápidamente en su habitación, pasando entre los guardianes. «Parece razonable», oyó decir a sus espaldas. En su habitación, abrió bruscamente los cajones de su escritorio; todo estaba muy ordenado, pero con la excitación no pudo encontrar enseguida los documentos de identidad que buscaba. Finalmente encontró la licencia de su bicicleta y estuvo a punto de llevársela a los guardianes, pero luego aquel documento le pareció demasiado insignificante y siguió buscando hasta encontrar su partida de nacimiento. Cuando volvía a la habitación contigua, se abrió precisamente la puerta opuesta y la señora Grubach se dispuso a entrar. Solo la vio un instante porque, apenas la reconoció K., ella se turbó visiblemente, pidió perdón y desapareció, cerrando la puerta con el máximo cuidado. «Entre», era lo único que había podido decir K. Ahora estaba con sus documentos en medio de la habitación, seguía mirando a la puerta, que no volvió a abrirse, y solo lo sobresaltó un grito de los guardianes, que estaban sentados a la mesa que había junto a la ventana abierta y, como K. pudo ver entonces, devoraban el desayuno de este. «¿Por qué no ha entrado?», preguntó. «No debe», dijo el guardián alto. «Está usted detenido.» «¿Cómo puedo estar detenido? ¿Y mucho menos de esta forma?» «Ya vuelve a empezar», dijo el guardián, untando de miel un pan con mantequilla. «No respondemos a esas preguntas.» «Pues tendrán que responder», dijo K. «Aquí están mis documentos de identidad; muéstrenme los suyos y sobre todo la orden de detención.» «¡Santo cielo!», dijo el guardián. «Que no sepa usted aceptar su situación y parezca empeñado en irritarnos inútilmente, a nosotros, que somos probablemente los que estamos más próximos a usted de todos los que le rodean.» «Así es, créanos», dijo Franz, sin llevarse a los labios la taza de café que tenía en la mano y dirigiendo a K. una mirada larga y probablemente significativa, aunque incomprensible. K., sin quererlo, se dejó arrastrar a un cruce de miradas con Franz, pero luego desplegó sus documentos diciendo: «Aquí están mis documentos de identidad». «¿Qué nos importan?», exclamó el guardián más alto. «Se porta peor que un niño. ¿Qué pretende? ¿Quiere terminar rápidamente su importante y maldito proceso discutiendo con nosotros, sus guardianes, sobre documentos de identidad y órdenes de detención? Nosotros somos humildes empleados que apenas podemos entender un documento de identidad, y no tenemos otra cosa que ver con su asunto que la obligación de montar guardia en su casa diez horas diarias, recibiendo a cambio nuestra paga. Eso es todo lo que somos, pero podemos comprender que las altas autoridades a cuyo servicio estamos, antes de ordenar una detención así, se informen muy bien sobre los motivos de la detención y la persona del detenido. En eso no hay error. Nuestras autoridades, por lo que yo sé, y yo solo sé de los niveles inferiores, no buscan la culpa entre la población sino que, como dice la Ley, es la culpa la que las atrae, y tienen que enviarnos a nosotros, los guardianes. Esa es la Ley. ¿Cómo podría haber un error?» «Esa Ley no la conozco», dijo K. «Tanto peor para usted», dijo el guardián. «Y probablemente solo existe en su cabeza», dijo K.; de algún modo quería introducirse en el pensamiento de aquellos guardianes y ponerlos de su parte o instalarse allí. Sin embargo, el guardián se limitó a decir desalentadoramente: «Ya la sentirá». Franz intervino, diciendo: «Ya ves, Willem, admite que no conoce la Ley, y al mismo tiempo afirma que es inocente». «Tienes toda la razón, pero no se le puede hacer comprender nada», dijo el otro. K. no respondió ya. «¿Debo dejarme confundir más aún», pensó, «por la cháchara de estos ínfimos subalternos? Ellos mismos reconocen que lo son. En cualquier caso, hablan de cosas que no entienden. Su aplomo solo es posible por su propia estupidez. Unas palabras con alguien de mi nivel harán que todo resulte incomparablemente más claro que en la más larga conversación con esta gente.» Anduvo unas cuantas veces de un lado a otro por el espacio libre de la habitación; enfrente vio a la anciana, que había arrastrado hasta la ventana a un hombre más anciano aún, al que tenía enlazado por la cintura. K. decidió poner fin al espectáculo: «Llévenme a su superior jerárquico», dijo. «Cuando él quiera, antes no», dijo el guardián llamado Willem. «Y ahora le aconsejo», añadió, «que vaya a su cuarto, se esté tranquilo y aguarde lo que se decida sobre usted. Le aconsejamos que no se distraiga con pensamientos inútiles sino que se concentre: se le va a exigir mucho. Usted no nos ha tratado como hubieran merecido nuestras concesiones, se ha olvidado de que, seamos lo que seamos, al menos somos hombres libres en comparación con usted, lo que no es poca ventaja. Sin embargo, si tiene dinero, estamos dispuestos a traerle un pequeño desayuno del café de enfrente».
Sin responder al ofrecimiento, K. permaneció un segundo en silencio. Tal vez, si abriera la puerta de la habitación contigua o incluso la del vestíbulo, aquellos dos no se atreverían a impedírselo; tal vez aquella fuera la solución mejor: llevar la situación al extremo. Sin embargo, quizá lo agarrasen a pesar de todo y, si llegaban a tirarlo al suelo, perdería toda la superioridad que en cierto sentido conservaba. Por eso prefirió la seguridad de la solución que tendría que traer el curso natural de los acontecimientos y volvió a su cuarto, sin que por su parte ni por la de los guardianes se pronunciara una palabra más.
Se echó en la cama y cogió de la mesilla de noche una hermosa manzana, que se había preparado la noche anterior para desayunar. Ahora era su único desayuno y en cualquier caso, como pudo comprobar al primer bocado, mucho mejor que el que hubiera podido obtener del sucio café nocturno por clemencia de los guardianes. Se sentía bien y confiado; en el banco, era cierto, no prestaría sus servicios aquella mañana, pero se le disculparía fácilmente, dado el puesto relativamente alto que ocupaba. ¿Debía de aducir su verdadera excusa? Pensó en hacerlo. Si no le creían, lo que era comprensible en aquel caso, podría tomar por testigo a la señora Grubach o incluso a los dos ancianos de enfrente, que sin duda se dirigían ahora hacia la ventana opuesta a la suya. A K. lo asombraba, al menos lo asombraba desde el punto de vista de los guardianes, que lo hubieran inducido a ir allí y lo hubieran dejado solo en donde tenía diez veces más posibilidades de suicidarse. Al mismo tiempo, sin embargo, se preguntaba, desde su punto de vista, qué motivo podía tener para hacerlo. ¿Porque aquellos dos estaban allí al lado y se habían apoderado de su desayuno? Habría sido tan absurdo suicidarse que, aunque hubiera querido hacerlo, no habría sido capaz, precisamente por lo absurdo que era. Si las limitaciones intelectuales de los guardianes no hubiean sido tan evidentes, se habría podido suponer que también ellos, por ese mismo convencimiento, no habían visto peligro alguno en dejarlo solo. Ahora podrían ver, si querían, cómo iba hacia un armarito de la pared, en donde guardaba un buen aguardiente, y cómo vaciaba primero un vasito para sustituir al desayuno y destinaba luego un segundo a darse valor, este último solo por precaución ante el caso improbable de que resultase necesario.
Entonces, una voz de la habitación contigua lo asustó tanto que dio con los dientes en el vaso. «Lo llama el inspector», decía. Fue solo el grito lo que lo asustó, aquel grito breve, cortado y militar del que no hubiera creído capaz al guardián Franz. La orden en sí la acogió bien: «Por fin», gritó a su vez, cerró el armarito y se apresuró a pasar a la habitación de al lado. Allí estaban los dos guardianes que, como si fuera algo evidente, lo volvieron a enviar a su habitación. «¿Qué se imagina?», exclamaron. «¿Quiere presentarse ante el inspector en camisón? ¡Lo haría azotar, y a nosotros también!» «Déjenme en paz, maldita sea», exclamó K., que había sido ya empujado hasta su armario ropero. «Si me asaltan en la cama, no pueden esperar encontrarme en traje de gala.» «No hay nada que hacer», dijeron los guardianes, que siempre que K. gritaba se quedaban muy tranquilos, casi tristes, confundiéndolo así o haciendo que, en cierto modo, recuperase la compostura. «¡Formalidades ridículas!», gruñó K. todavía, pero cogió su traje de una silla y lo levantó un momento con ambas manos, como si lo sometiera al criterio de los guardianes. Ellos movieron negativamente la cabeza. «Tiene que ser un traje negro», dijeron. K. tiró entonces el traje al suelo y dijo, sin saber él mismo en qué sentido: «Al fin y al cabo no se trata del juicio». Los guardianes sonrieron, pero insistieron en su: «Tiene que ser un traje negro». «Si de esa forma acelero el asunto, me parece bien», dijo K., abrió el armario ropero, buscó largo rato entre sus muchos trajes, eligió su mejor traje negro, un traje de vestir que, por su corte, casi había causado sensación entre sus conocidos, sacó también otra camisa y comenzó a vestirse cuidadosamente. En secreto creía haber logrado acelerarlo todo, porque los guardianes habían olvidado obligarlo a tomar un baño. Los observó, por si acaso lo recordaban aún, pero naturalmente no se les ocurrió; en cambio, Willem no se olvidó de enviar a Franz al inspector para informarle de que K. se estaba vistiendo.
Cuando estuvo completamente vestido, tuvo que atravesar, seguido de cerca por Willem, la vacía habitación contigua, cuya puerta de dos hojas estaba ya abierta de par en par. Esa habitación, como K. sabía muy bien, estaba ocupada desde hacía poco tiempo por cierta señorita Bürstner, mecanógrafa, que solía ir a trabajar muy temprano y volvía tarde a casa, y con la que K. no había intercambiado más que saludos. Ahora, la mesilla de noche situada junto a la cama había sido llevada al centro de la habitación, como mesa para el proceso, y el inspector estaba sentado detrás de ella. Había cruzado las piernas y pasado el brazo por el respaldo de la silla. En un rincón del cuarto había tres jóvenes que miraban las fotografías de la señorita Bürstner, prendidas en una esterilla en la pared. De la falleba de la ventana abierta colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente estaban otra vez los dos ancianos, pero su grupo había aumentado, porque detrás de ellos había un hombre mucho más alto con el pecho de la camisa abierto, que se mesaba y retorcía la barba rojiza.
«¿Josef K.?», preguntó el inspector, tal vez únicamente para atraer la mirada distraída de K. K. asintió. «Sin duda estará sorprendido por los acontecimientos de esta mañana», dijo el inspector, reordenando las cosas que había sobre la mesilla de noche, la vela y las cerillas, un libro y un acerico, como si fueran objetos que necesitara para el proceso. «Sin duda», dijo K., y lo invadió la satisfacción de estar por fin ante una persona razonable y poder hablar con ella de su caso, «sin duda estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido». «¿No muy sorprendido?», preguntó el inspector, colocando la vela en el centro de la mesilla y agrupando las demás cosas a su alrededor. «Tal vez me entiende mal», se apresuró a observar K., «quiero decir...». Entonces se interrumpió y miró en torno buscando una silla. «¿No puedo sentarme?», preguntó. «No es habitual», respondió el inspector. «Quiero decir», dijo entonces K. sin más pausas, «que estoy desde luego muy sorprendido, pero cuando se lleva treinta años en este mundo y ha habido que abrirse paso solo, como ha sido mi destino, se curte uno contra las sorpresas y no se las toma muy a pecho. Sobre todo no las de hoy». «¿Por qué sobre todo no las de hoy?» «No pretendo decir que considere todo esto como una broma, porque para eso los preparativos me parecen demasiado complicados. Tendría que haber participado todo el personal de la pensión, además de ustedes, y ello rebasaría los límites de una broma. De modo que no pretendo decir que se trate de una broma.» «Muy acertado», dijo el inspector, mirando cuántas cerillas de madera había en la cajita. «Sin embargo, por otra parte», continuó K., volviéndose hacia todos, le hubiera gustado dirigirse incluso a los tres que había junto a las fotografías, «por otra parte el asunto tampoco puede ser muy importante. Lo deduzco del hecho de que estoy acusado, pero no puedo encontrar la menor falta de la que se me pueda acusar. Pero también eso es accesorio, la cuestión principal es: ¿quién me acusa? ¿Qué órgano instruye el procedimiento? ¿Son ustedes funcionarios? Ninguno lleva uniforme, a menos que se quiera llamar uniforme», se volvió hacia Franz, «a eso, pero se trata más bien de un atuendo de viaje. Pido que se me aclaren esas cuestiones y estoy seguro de que, después de esa aclaración, podremos despedirnos en los términos más cordiales». El inspector golpeó con la cajita de cerillas en la mesa. «Está usted en un grave error. Estos señores y yo somos totalmente secundarios en ese asunto suyo, de hecho no sabemos casi nada de él. Podríamos llevar los uniformes más reglamentarios y no por ello su caso empeoraría. No puedo decirle en absoluto de qué se le acusa o, mejor dicho, no sé si se le acusa. Está usted detenido, es verdad, pero no sé nada más. Tal vez los guardianes le hayan contado otra cosa, pero en ese caso se trata solo de cuentos. Ahora bien, aunque no pueda responder a sus preguntas, aconsejarle al menos puedo: que no piense tanto en nosotros y en lo que le va a pasar, y piense más en usted. Y no arme tanto jaleo con su sentimiento de inocencia: eso estropea la impresión, no precisamente mala, que da usted en otros aspectos. Y, en general, debería ser más comedido en su forma de hablar: casi todo lo que ha dicho antes se podría haber deducido de su comportamiento, aunque solo hubiera dicho unas palabras, y además no resulta excesivamente favorable para usted.»
K. miró fijamente al inspector. ¿Iba a recibir lecciones como un escolar de un hombre quizá más joven que él? ¿Se le castigaba con una reprimenda por su franqueza? ¿Y no iba a saber nada de su detención ni de quien la había ordenado? Le entró cierta agitación, fue de un lado a otro, lo que nadie le impidió, se recogió las mangas, se tocó el pecho, se atusó el pelo, pasó junto a los tres señores, diciendo «Es absurdo», lo que hizo que ellos se volvieran y lo mirasen atenta pero gravemente, y se detuvo por fin ante la mesa del inspector. «El fiscal Hasterer es buen amigo mío», dijo, «¿puedo telefonearle?». «Claro», dijo el inspector, «pero no sé qué sentido tiene, a menos que tenga que hablar con él de algún asunto privado». «¿Qué sentido?», exclamó K., más perplejo que irritado. «Pero ¿quién es usted? ¿Me pregunta qué sentido tiene y actúa de la forma más sin sentido que puede haber? ¿No es como para poner el grito en el cielo? Esos señores me asaltan primero y ahora están ahí, sentados o de pie, obligándome a hacer ante usted ejercicios de alta escuela. ¿Qué sentido tendría telefonear a un fiscal cuando, al parecer, estoy detenido? Está bien, no le telefonearé.» «Claro que sí», dijo el inspector, extendiendo la mano hacia el vestíbulo, en donde estaba el teléfono, «telefonee, por favor». «No, no quiero ya», dijo K., y se dirigió a la ventana. En la ventana de enfrente seguía el mismo grupo, y quizá por el hecho de que K. se hubiera acercado a la suya, parecían un tanto turbados en la serenidad de su contemplación. Los ancianos quisieron levantarse, pero el hombre de detrás los tranquilizó. «Ahí hay también espectadores», gritó K. muy alto al inspector, señalando con el índice hacia afuera. «Quítense de ahí», gritó luego al otro lado. Los tres retrocedieron enseguida unos pasos, y los dos ancianos se situaron incluso detrás del hombre, que los cubría con su ancho cuerpo y, a juzgar por el movimiento de sus labios, les decía algo, incomprensible a distancia. Sin embargo, no desaparecieron del todo, sino que parecieron esperar la oportunidad de volver a acercarse a la ventana sin ser notados. «¡Gente impertinente, desconsiderada!», dijo K., volviéndose hacia el cuarto. Posiblemente el inspector estaba de acuerdo, como creyó percibir K. con una mirada de soslayo. Pero era igualmente posible que no hubiese escuchado en absoluto, porque apretaba firmemente una mano contra la mesa y parecía comparar la longitud de sus dedos. Los dos guardianes estaban sentados en un baúl cubierto con un tapete bordado, frotándose las rodillas. Los tres jóvenes, con las manos en las caderas, miraban a su alrededor sin objeto. Todo estaba tranquilo, como en alguna oficina olvidada. «Bien, señores», exclamó K., por un instante le pareció como si los llevara a todos sobre sus espaldas. «A juzgar por su aspecto, mi asunto debe de haber terminado. Estimo que lo mejor sería dejar de pensar en la justificación o falta de justificación de su comportamiento y dar al asunto una conclusión conciliadora mediante un apretón de manos. Si son de la misma opinión...», y se adelantó hacia la mesa del inspector, tendiéndole la mano. El inspector levantó la vista, se mordió los labios y miró la mano extendida de K.; K. creyó aún que el inspector se la iba a estrechar. Este, sin embargo, se puso en pie, cogió un sombrero redondo y rígido que había sobre la cama de la señorita Bürstner y se lo puso cuidadosamente con ambas manos, como se hace al probarse un sombrero nuevo. «¡Qué sencillo le parece todo!», dijo mientras tanto a K. «¿Cree que deberíamos dar al asunto una conclusión conciliadora? No, realmente no puede ser. Con lo que, por otra parte, no quiero decir en absoluto que tenga usted que desesperar. No, ¿por qué? Solo está detenido, nada más. Eso es lo que tenía que comunicarle, lo he hecho y he visto también cómo se lo tomaba usted. Con eso basta por hoy y podemos despedirnos, aunque solo provisionalmente. ¿Sin duda querrá ir ahora al banco?» «¿Al banco?», preguntó K. «Creía que estaba detenido.» K. preguntaba con cierto desafío, porque aunque su apretón de manos no había sido aceptado, se sentía, sobre todo desde que el inspector se había levantado, cada vez más independiente de toda aquella gente. Jugaba con ellos. En el caso de que se fueran, tenía la intención de correr detrás hasta la puerta de la casa y ofrecerles que lo detuvieran. Por eso repitió: «¿Cómo voy a ir al banco si estoy detenido?». «Ah», dijo el inspector que estaba ya en la puerta, «me ha entendido mal. Está usted detenido, desde luego, pero eso no debe impedirle ejercer su profesión. Tampoco debe verse estorbado para hacer su vida habitual». «Entonces estar detenido no es muy grave», dijo K., acercándose al inspector. «Nunca he dicho otra cosa», dijo él. «Pero en ese caso no parece haber sido muy necesario comunicar esta detención», dijo K., acercándose más aún. También los demás se habían acercado. Todos estaban ahora agrupados en un estrecho espacio junto a la puerta. «Era mi deber», dijo el inspector. «Un deber estúpido», dijo K. inflexible. «Puede ser», respondió el inspector, «pero no perdamos tiempo en estas conversaciones. Supuse que quería usted ir al banco. Y para facilitárselo y hacer que su llegada al banco sea lo más discreta posible, he puesto aquí a su disposición a estos tres compañeros suyos». «¿Qué?», exclamó K., mirándolos asombrado. Aquellos jóvenes tan insignificantes y anémicos, que solo recordaba en grupo junto a las fotografías, eran efectivamente empleados de su banco; no compañeros, eso era decir demasiado e indicaba una laguna en la omnisciencia del inspector, pero sí, al menos, empleados subalternos del banco. ¿Cómo no se había dado cuenta K.? Qué absorto debía de haber estado en el inspector y los guardianes para no haber reconocido a aquellos tres. El tenso Rabensteiner, que agitaba continuamente las manos, el rubio Kullich de ojos hundidos, y Kaminer, con una sonrisa insoportable causada por una contracción muscular crónica. «¡Buenos días!», dijo K. al cabo de un momento, tendiendo la mano a aquellos señores, que se inclinaron cortésmente. «No los había reconocido. Entonces, nos vamos a trabajar, ¿no?» Los tres señores asintieron, riéndose solícitos, como si hubieran estado esperando aquello todo el tiempo; solo cuando K. echó en falta su sombrero, que se había quedado en la habitación, corrieron todos a buscarlo, uno tras otro, lo que indicaba al fin y al cabo cierto embarazo. K. se quedó inmóvil, siguiéndolos con los ojos a través de las dos puertas abiertas; el último era, naturalmente, el indiferente Rabensteiner, que se había limitado a iniciar un trotecillo elegante. Kaminer fue quien le dio el sombrero, y K. tuvo que decirse expresamente, como tenía que hacer también en el banco con frecuencia, que la sonrisa de Kaminer no era deliberada, que no podía sonreír con deliberación. En el vestíbulo, la señora Grubach, que no parecía sentirse muy culpable, abrió la puerta de la calle a todo el mundo, y K., como casi siempre, bajó la vista a la cinta de su delantal, que se hundía de forma inútilmente profunda en aquel cuerpo imponente. Abajo, K., con el reloj en la mano, decidió tomar un automóvil para no aumentar sin necesidad el retraso, que era ya de media hora. Kaminer corrió a la esquina para buscar el coche, y los otros dos trataron evidentemente de distraer a K, cuando de pronto Kullich señaló hacia la puerta de la casa de enfrente, en la que el hombre de la perilla rubia acababa de aparecer y, con cierto embarazo en el primer momento, al mostrarse en toda su altura, retrocedió hasta la pared y se apoyó en ella. Los ancianos, sin duda, estaban todavía en la escalera. K. se irritó con Kullich, por haber llamado su atención sobre aquel hombre, al que él mismo había visto ya antes e incluso había esperado. «No miren hacia allá», dijo apresuradamente, sin darse cuenta de lo extraña que era aquella forma de hablar con personas adultas. Pero tampoco fue necesario explicar nada, porque precisamente entonces llegó el coche, se sentaron y se fueron. Entonces recordó K. que no había visto la partida del inspector y los guardianes: el inspector le había ocultado a los tres empleados y luego, a su vez, los empleados le habían ocultado al inspector. Aquello no indicaba mucha lucidez y K. se propuso ser más observador al respecto. Sin embargo, se volvió aún, involuntariamente, asomándose por la parte trasera del coche, para ver quizá todavía al inspector y a los guardianes. Pero enseguida se dio la vuelta de nuevo sin haber intentado siquiera localizar a ninguno y se reclinó cómodamente en su rincón del coche. Aunque no lo pareciera, precisamente entonces hubiera necesitado cualquier consuelo, pero los señores parecían cansados: Rabensteiner miraba por el costado derecho del coche, Kullich por el izquierdo, y solo Kaminer estaba disponible con su mueca, sobre la que, por desgracia, razones de humanidad impedían gastar bromas.
Aquella primavera, K. solía pasar las noches de forma que, después del trabajo, siempre que era posible aún –la mayoría de las veces se quedaba hasta las nueve en la oficina–, daba un pequeño paseo solo o con conocidos e iba luego a una cervecería, en donde normalmente permanecía hasta las once en una tertulia con personas casi todas de cierta edad. Sin embargo, había también excepciones a esa forma de pasar el tiempo, cuando, por ejemplo, el director del banco, que apreciaba mucho su capacidad de trabajo y su seriedad, lo invitaba a una excursión en auto o a una cena en su villa. Además K. iba una vez por semana a visitar a una muchacha llamada Elsa, que durante la noche y hasta muy entrada la mañana trabajaba como criada en una taberna y durante el día solo recibía a sus visitas en la cama.
Aquella noche, sin embargo –el día había transcurrido rápidamente entre un trabajo fatigoso y muchas felicitaciones halagüeñas y amistosas por su cumpleaños–, K. quería volver a casa inmediatamente. Había pensado en ello durante todas las pequeñas pausas de su trabajo del día; sin saber exactamente por qué le parecía que a causa de los acontecimientos de aquella mañana se había producido un gran desorden en todo el piso de la señora Grubach, y a él le correspondía precisamente restablecer el orden. Una vez restablecido, se borraría todo rastro de aquellos acontecimientos y todo volvería a ser como antes. Especialmente de los tres empleados no había nada que temer: se habían sumergido de nuevo en el numeroso personal del banco y no se observaba en ellos ningún cambio. K. los había llamado varias veces a su despacho, juntos o por separado, con el único fin de observarlos, y siempre había podido despedirlos satisfecho.
Cuando, a las nueve y media de la noche, llegó a la casa en que vivía, encontró en la puerta a un joven con las piernas abiertas y fumando en pipa. «¿Quién es usted?», le preguntó K. enseguida, acercando su rostro al del joven; no se veía mucho en la penumbra de la entrada. «Soy hijo del portero, señor», respondió el joven, quitándose la pipa de la boca y apartándose. «¿Hijo del portero?», preguntó K., golpeando impaciente con el bastón en el suelo. «¿Desea algo el señor? ¿Quiere que vaya a buscar a mi padre?» «No, no», dijo K.; en su voz había un tono de indulgencia, como si el muchacho hubiera hecho algo malo pero él se lo perdonase. «Está bien», dijo luego y siguió su camino, aunque antes de subir las escaleras se volvió otra vez. Hubiera podido ir directamente a su cuarto, pero, como quería hablar con la señora Grubach, llamó enseguida a su puerta. Ella estaba sentada con una media junto a una mesa en la que había un montón de medias viejas. K. se disculpó distraídamente por visitarla tan tarde, pero la señora Grubach fue muy amable y no quiso escuchar sus disculpas; a él, le dijo, estaba siempre dispuesta a escucharlo; él sabía muy bien que era el mejor y más querido de sus huéspedes. K. echó una ojeada a la habitación, que había vuelto totalmente a su antiguo estado; los platos del desayuno, que aquella mañana habían estado en la mesita de la ventana, habían sido recogidos también. Unas manos de mujer hacen muchas cosas en silencio, se dijo; él quizá hubiera roto los platos allí mismo, pero desde luego no hubiera sabido recogerlos. Miró a la señora Grubach con cierto agradecimiento. «¿Por qué trabaja hasta tan tarde?», le preguntó. Los dos estaban sentados a la mesa, y K., de cuando en cuando, enterraba una mano entre las medias. «Hay mucho trabajo», dijo ella; «durante el día me debo a mis huéspedes; si quiero poner orden en mis cosas, solo me quedan las veladas». «Sin duda hoy le he dado trabajo extraordinario.» «¿Por qué?», preguntó ella animándose un tanto, con la labor descansando en su regazo. «Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.» «Ah», dijo ella, recuperando la serenidad, «eso no me ha dado ningún trabajo especial». K. miró en silencio cómo volvía a coger la media. «Parece sorprenderse de que hable de ello», pensó; «al parecer no considera correcto que lo haga. Por eso es tanto más importante hacerlo. Solo con una anciana puedo hablar». «Bueno, trabajo ha dado sin duda», dijo entonces, «pero no volverá a repetirse». «No, eso no puede repetirse», dijo ella dándole la razón, y sonrió a K. casi con melancolía. «¿Lo cree en serio?», preguntó K. «Sí», dijo ella más bajo, «pero sobre todo no debe tomárselo demasiado a pecho. ¡Cuántas cosas ocurren en el mundo! Ya que me habla con tanta confianza, señor K., puedo confesarle que escuché un poco tras la puerta y que también los dos guardianes me contaron cosas. Se trata de la felicidad de usted y eso es algo que realmente me importa, más de lo que quizá debiera, porque solo soy su patrona. Bueno, pues he oído algunas cosas, pero no puedo decir que sean especialmente malas. No. Es verdad que está usted detenido, pero no como se detiene a un ladrón. Cuando se detiene a un ladrón es algo malo, pero esta detención... Me parece algo consabido, disculpe si digo una tontería, me parece algo consabido y que sin duda no entiendo, pero que tampoco hace falta entender». «No es nada tonto lo que dice, señora Grubach; por lo menos en parte yo también opino lo mismo, aunque lo juzgo todo más severamente, y ni siquiera lo considero como algo consabido sino como algo que no es absolutamente nada. Me sorprendieron, eso es lo que pasó. Si, inmediatamente después de despertarme, sin dejarme desconcertar por la ausencia de Anna, me hubiera levantado enseguida y, sin atender a nadie que se hubiera interpuesto en mi camino, hubiese venido a verla; si esta vez, excepcionalmente, hubiese desayunado por ejemplo en la cocina; si me hubiera hecho traer por usted de mi habitación la ropa; en pocas palabras, si hubiera actuado con sensatez, no habría ocurrido nada más, y todo lo que había de ocurrir se habría evitado. Sin embargo, uno está siempre tan poco preparado. En el banco, por ejemplo, estoy preparado, y allí sería imposible que me ocurriera nada parecido; allí tengo mi propio ordenanza; el teléfono general y el de mi despacho están sobre mi mesa, y continuamente entra gente, clientes y empleados; pero además y sobre todo, allí estoy en mi ambiente de trabajo, y por tanto alerta, y me daría una verdadera satisfacción enfrentarme con una cosa así. Bueno, ahora ha pasado ya y en realidad no quería hablar más de ello; solo deseaba escuchar su juicio, el juicio de una mujer sensata, y estoy muy contento de que estemos de acuerdo. Deme la mano, porque el acuerdo debe sellarse con un apretón de manos.»
«¿Me dará la mano? El inspector no me la dio», pensó, mirando a la mujer de una forma distinta, inquisitiva. Ella se puso en pie porque él se había levantado; estaba un poco cohibida porque no había comprendido todo lo que había dicho K. Sin embargo, como consecuencia de esa cohibición, dijo algo que no quería y que además estaba fuera de lugar. «No se lo tome tan a pecho, señor K.», dijo; había lágrimas en su voz y naturalmente se olvidó también del apretón de manos. «No sabía que me lo tomase tan a pecho», dijo K., de pronto cansado y comprendiendo la inutilidad de la aprobación de aquella mujer.
En la puerta preguntó aún: «¿Está en casa la señorita Bürstner?». «No», dijo la señora Grubach y, después de esa información lacónica, sonrió con simpatía sincera aunque retardada. «Está en el teatro. ¿Quiere algo de ella? ¿Debo decirle alguna cosa?» «Solo quería charlar un rato.» «Lo siento, pero no sé cuándo vendrá; cuando va al teatro generalmente vuelve tarde.» «No importa», dijo K., volviéndose ya hacia la puerta, con la cabeza baja, para salir. «Solo quería disculparme por haber utilizado su cuarto.» «No hace falta, señor K., es usted demasiado considerado; la señorita no sabe nada: no ha estado en casa desde primeras horas de esta mañana, y ya se ha puesto todo en orden, véalo por sí mismo.» Y abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner. «Gracias, la creo», dijo K., entrando sin embargo por la puerta abierta. La luna brillaba silenciosa en la oscura habitación. Por lo que se podía ver, todo estaba realmente en su sitio, y tampoco la blusa colgaba ya de la falleba. Los cojines de la cama parecían llamativamente altos, en parte bañados por la luz de la luna. «La señorita vuelve a casa tarde con frecuencia», dijo K., mirando a la señora Grubach como si fuera la responsable. «Los jóvenes son así!», dijo la señora Grubach disculpándose. «Claro, claro», dijo K., «pero eso puede ir demasiado lejos». «Puede», dijo la señora Grubach, «qué razón tiene, señor K. Y tal vez sea este el caso. Desde luego, no quiero calumniar a la señorita Bürstner; es una muchacha buena y encantadora, amable, como es debido, puntual, trabajadora, todo eso lo aprecio mucho, pero una cosa es cierta: debería ser más orgullosa, más reservada. Este mes la he visto ya dos veces en calles apartadas, siempre con señores distintos. Me resulta muy penoso, Dios sabe que se lo cuento solo a usted, señor K., pero no podré evitar hablar también con la propia señorita. No se trata, por cierto, de lo único que hace que me resulte sospechosa». «Está usted totalmente equivocada», dijo K., furioso y casi incapaz de ocultarlo, «y por cierto, al parecer ha entendido también mal mi observación sobre la señorita: mi intención no era esa. Se lo advierto claramente: no diga nada a la señorita; está usted completamente en un error, conozco muy bien a esa señorita y no hay nada de cierto en lo que usted dice. Por lo demás, tal vez esté yendo yo ahora demasiado lejos, no puedo impedirle que le diga lo que quiera. Buenas noches». «Señor K.», dijo la señora Grubach suplicante y apresurándose a seguir a K. hasta la puerta de su habitación, que él había abierto ya: «todavía no voy a hablar con la señorita; naturalmente quiero seguir observándola, y solo a usted le he confiado lo que sabía. En definitiva, todos mis huéspedes deben estar de acuerdo cuando se trata de mantener el buen nombre de esta pensión y eso es lo que me preocupa en este caso». «¡Buen nombre!», gritó aún K. por la puerta entreabierta. «Si quiere mantener el buen nombre de su pensión, tendrá que echarme a mí primero.» Luego cerró la puerta, y no prestó ya atención a los suaves golpes en ella.
En cambio, como no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y aprovechar la oportunidad para comprobar la hora a la que volvía la señorita Bürstner. Quizá sería posible entonces, por inoportuno que resultara, charlar todavía un rato con ella. Mientras estaba junto a la ventana y cerraba sus cansados ojos, pensó por un instante incluso en castigar a la señora Grubach y convencer a la señorita Bürstner para que anunciara con él que se iban. Inmediatamente, sin embargo, aquello le pareció enormemente exagerado, e incluso sospechó que, por su parte, trataba de cambiar de vivienda a causa de los acontecimientos de la mañana. Nada hubiera sido más absurdo, ni, sobre todo, más inútil y más despreciable.
Cuando se hartó de mirar a la calle vacía, se echó en el canapé, después de haber entreabierto un tanto la puerta del vestíbulo para poder ver desde allí a cualquiera que entrase en la vivienda. Aproximadamente hasta las once estuvo echado tranquilamente, fumando un puro. A partir de entonces, sin embargo, no aguantó más, y fue un rato al vestíbulo, como si pudiera acelerar así la llegada de la señorita Bürstner. No sentía un deseo especial de verla, ni siquiera podía recordar muy bien qué aspecto tenía, pero ahora quería hablar con ella y le irritaba que, con su tardía llegada, le trajera inquietud y desorden incluso al final de aquella jornada. Ella tenía también la culpa de que ese día no hubiera cenado y de que hubiera renunciado a su prevista visita a Elsa. De todas formas, podía remediar aún ambas cosas, yendo ahora a la taberna en la que Elsa trabajaba. Lo haría luego, después de la conversación con la señorita Bürstner.
