6,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 6,99 €
Algunas decisiones tienen consecuencias imprevistas… No hay nada como tener una entrevista de trabajo muy importante y que mi blusa acabe con una mancha enorme de cerezas y un hombre me pille semidesnuda porque me he metido en el probador equivocado y acabemos a grito pelado. La guinda del pastel es que cuando llego a la oficina, quien me entrevista es él, el hombre del probador. Al parecer, la junta ha obligado a Merrick, tan borde como atractivo, a contratar a un psicólogo para evitar el alud de demandas y renuncias de los empleados, y él no quiere, así que ha decidido elegir al candidato menos competente. Y me da el trabajo ¡a mí! Pero estoy decidida a demostrar que merezco el puesto. Solo tengo que evitar distraerme por el camino… Una novela adictiva de la autora best seller del New York Times y el USA Today
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 466
Veröffentlichungsjahr: 2024
Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Epílogo
De vuelta al principio
Agradecimientos
Sobre la autora
V.1: Julio, 2024
Título original: The Boss Project
© Vi Keeland, 2022
© de la traducción, Patricia Mata, 2024
© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2024
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: Shutterstock - nellirom - ANYA Studio | Freepik - prostockstudio
Corrección: Gemma Benavent, Lola Ortiz
Publicado por Chic Editorial
C/ Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10
08013, Barcelona
www.chiceditorial.com
ISBN: 978-84-19702-16-6
THEMA: FRD
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
No hay nada como tener una entrevista de trabajo muy importante y que mi blusa acabe con una mancha enorme de cerezas y un hombre me pille semidesnuda porque me he metido en el probador equivocado y acabemos a grito pelado.
La guinda del pastel es que cuando llego a la oficina, quien me entrevista es él, el hombre del probador. Al parecer, la junta ha obligado a Merrick, tan borde como atractivo, a contratar a un psicólogo para evitar el alud de demandas y renuncias de los empleados, y él no quiere, así que ha decidido elegir al candidato menos competente. Y me da el trabajo ¡a mí! Pero estoy decidida a demostrar que merezco el puesto. Solo tengo que evitar distraerme por el camino…
Una novela adictiva de la autora best seller del New York Times y el USA Today
«¡Qué maravilla de romance de oficina! Una lectura de diez, con el flirteo, el humor y la química típicos de Vi Keeland.»
Penelope Ward, autora best seller
***
Bienvenidos a Inversiones Crawford
—Me he comido un par de cerezas. —Bajé la mirada hacia la blusa manchada y sonreí a modo de disculpa—. Cuando estoy nerviosa, me da por comer. He pasado por delante de una frutería y he visto las cerezas. Son mi perdición. Aunque ahora me doy cuenta de que no ha sido muy buena idea comérmelas un cuarto de hora antes de la entrevista.
Las arrugas de la frente de la mujer se marcaron más. He de reconocer que no eran solo un par de manchas. Pensé que la mejor opción para salvar la entrevista sería hacerla reír con la verdad.
—Es que se me ha caído una cereza —proseguí—. Ha rebotado y me ha dibujado un caminito de manchas antes de que me diera tiempo a atraparla. He intentado limpiarla en el lavabo de mujeres, pero es una camisa de seda, así que no salían. Entonces he tenido la brillante idea de fingir que era un estampado. Me quedaban un par de cerezas, por lo que las he mordido y he hecho un par de manchas más. —Negué con la cabeza—. No ha salido muy bien, como es más que evidente, aunque en ese momento solo tenía dos opciones: ir a comprar una camisa nueva y llegar tarde a la entrevista, o fingir que la blusa era así. Pensaba que no se notaría tanto… —Suspiré levemente—. Pero me he equivocado.
La mujer se aclaró la garganta.
—Sí, bueno… ¿Qué te parece si pasamos a la entrevista?
Me obligué a sonreír y me coloqué las manos sobre el regazo, aunque parecía que ya no iba a conseguir el trabajo.
—Muy bien.
Veinte minutos después, ya estaba en la calle. Por lo menos la mujer no me había hecho perder mucho tiempo. Podría ir a por unas cuantas cerezas más y todavía tendría tiempo de comprarme una camisa nueva antes de ir a la última entrevista de trabajo de la semana. Eso me animó un poco.
Después de volver a la frutería, me dirigí al metro. Pensé en comprar una blusa nueva entre la estación y el lugar de la entrevista.
Sin embargo, cuando solo me quedaban dos estaciones para llegar, el tren se detuvo de forma abrupta y se quedó parado durante casi una hora. El chico que estaba sentado delante de mí no dejaba de mirarme. En un momento dado, busqué en el bolso algo con lo que abanicarme, porque empezaba a hacer muchísimo calor en el vagón. El hombre bajó la mirada al móvil y me volvió a mirar dos o tres veces más. Intenté ignorarlo, pero imaginaba lo que vendría a continuación.
Unos segundos después, se inclinó hacia delante en el asiento.
—Disculpa. Eres la novia esa, ¿no? —Giró el móvil hacia mí para mostrarme un vídeo que desearía que no existiera—. ¿La tía que arruinó su propia boda?
No era la primera vez que me reconocían, aunque habían pasado uno o dos meses desde la última vez, por lo que pensaba que ya había quedado en el olvido. Me equivocaba. La gente a nuestro alrededor empezaba a fijarse en nosotros, así que hice lo necesario para evitar que me bombardearan con preguntas en cuanto admitiera la verdad: mentir descaradamente.
—No, no soy yo. Pero me han dicho que podríamos ser gemelas. —Me encogí de hombros—. Dicen que todos tenemos un doble por alguna parte y parece ser que esta chica es el mío. —Después de una pausa, añadí—: Aunque ojalá fuera ella. Es una mujer de armas tomar, ¿eh?
El chico bajó la vista al móvil una vez más antes de volver a mirarme. No parecía creerse ni una palabra de lo que le había dicho, pero por lo menos dejó el tema.
—Ah. Sí, claro. Disculpa las molestias.
Una hora después, el tren por fin empezó a moverse. No dieron ninguna explicación sobre por qué se había detenido. Para cuando conseguí salir del metro, solo faltaban veinte minutos para la entrevista y yo seguía con la blusa manchada. Aunque… ahora tenía unas cuantas manchas más, ya que me había hartado a comer cerezas mientras esperaba sentada en el caluroso vagón. Subí las escaleras a toda prisa con la esperanza de encontrar alguna cosa presentable que ponerme de camino al lugar de la entrevista.
A unos cuantos edificios antes de llegar, encontré una tienda con ropa tanto de hombre como de mujer en el escaparate. Una dependienta con un marcado acento italiano se ofreció a ayudarme en cuanto entré en la Boutique Paloma.
—Hola, ¿tiene alguna blusa de seda de color crema? ¿O blanca o…? —Negué con la cabeza y bajé la mirada—. Bueno, lo que sea que me combine con la falda.
La mujer se fijó en mi camisa y agradecí mucho que no reaccionara de ninguna manera. Se limitó a asentir y la seguí hasta un estante del que tomó tres blusas de seda diferentes. Me serviría cualquiera de ellas. Aliviada, le pregunté dónde estaban los probadores y ella me acompañó a la parte trasera de la tienda. Cuando alguien la llamó desde la caja registradora, me señaló una puerta y me dijo algo en una mezcla de italiano e inglés. Pensé que me habría dicho «Ahora vengo a ver qué tal vas», pero me dio igual. No me pareció importante.
Dentro del vestidor, me miré en el espejo. Tenía los labios de un color rojo brillante, probablemente por el casi medio kilo de cerezas que me había comido.
—Mierda —murmuré antes de frotarme la boca.
Pero el color no desaparecería para la entrevista. Por suerte, no se me habían manchado los dientes. Las malditas cerezas habían sido un desastre. Como no tenía tiempo para lidiar con nada más, sacudí la cabeza, me quité la blusa manchada y cogí una de las perchas del colgador. Antes de cambiarme, pensé que a lo mejor debería refrescarme un poco. El calor que había pasado en el tren me había hecho sudar mucho, así que busqué en el bolso un sobre con una toallita húmeda que me habían dado en un restaurante de alitas de pollo hacía unas semanas. Por suerte, no se había secado. Cuando me pasé la toallita por debajo del brazo, un olor a limón llenó el aire del lugar y me pregunté si se me quedaría en la piel. Incliné la cabeza con curiosidad y me olí la axila. Y esa fue la posición exacta en la que estaba cuando la puerta del probador se abrió de par en par.
—¿Pero qué…? —El hombre al otro lado fue a cerrar la puerta de inmediato, pero se quedó a medias y frunció el ceño—. ¿Qué haces?
Lo que me faltaba. Y, además, para hacer la situación todavía más humillante, el tío era guapísimo. Sus preciosos ojos me habían pillado totalmente desprevenida, pero reaccioné enseguida cuando me di cuenta de que todavía tenía el brazo levantado y que me acababa de ver oliéndome la axila.
Confundida, me tapé el sujetador de encaje con las manos y respondí:
—¿Qué más te da? ¡Lárgate! —Alargué el brazo y golpeé al intruso con la puerta al cerrarla—. Vete al probador de hombres —grité.
Veía los zapatos del hombre por debajo de la puerta. No se movían.
—Para tu información —respondió con un tono áspero—, este es el probador masculino. Aunque mejor dejo que te limpies los sobacos en paz.
Cuando los zapatos brillantes desaparecieron por fin, solté el aire que había contenido en las mejillas. El día tenía que acabar ya, pero todavía tenía la entrevista de trabajo y, como no me pusiera las pilas, llegaría tarde. Ni siquiera me molesté en limpiarme la otra axila antes de probarme la primera camisa. Por suerte, me iba bien, así que me volví a poner mi bonita blusa y me dirigí a la caja mientras me remetía la camisa. Pensé que me encontraría al chico del probador esperando por ahí, pero, por suerte, no lo vi.
Mientras esperaba a que la dependienta me atendiera, me fijé en los probadores y me di cuenta de que la puerta que creía que me había indicado la chica estaba justo al lado de otra que tenía un cartelito encima en el que ponía «Mujeres». Colgado por encima del probador en el que había entrado, había otro que indicaba claramente que era para hombres.
Mierda. «Qué bien».
La camisa me costó ciento cuarenta dólares (unos ciento veinte más que la que llevaba, que había comprado en un outlet). Como el gasto era más que suficiente para agotar los fondos de mi lamentable cuenta corriente, decidí que tenía que conseguir el trabajo, y apenas faltaban unos minutos para la entrevista. Por lo tanto, corrí hacia el edificio, me cambié más rápido que Superman en el baño de mujeres del vestíbulo, me peiné con los dedos y me apliqué una capa extra de pintalabios para disimular el rojo de las cerezas.
El trayecto hasta la trigésimo quinta planta fue tan rápido como el trayecto en metro hasta el centro. El ascensor se detuvo en casi todos los pisos para que la gente subiera, así que saqué el móvil y comprobé el correo electrónico, para no pensar en que llegaba un par de minutos tarde. Por desgracia, resultó contraproducente, porque vi que había recibido dos correos electrónicos sobre otras ofertas de trabajo a las que me había presentado y que no había conseguido (entre ellos, el de la entrevista de esa misma mañana). «Genial». Me sentí totalmente derrotada, sobre todo porque la entrevista era para un puesto para el que sabía que no estaba cualificada, por mucho que Kitty me hubiera recomendado.
El timbre del ascensor indicó que habíamos llegado a mi planta y respiré hondo para tranquilizarme antes de salir. En cuanto crucé al otro lado de la puerta, el ápice de tranquilidad que había logrado reunir, se esfumó. Me sentí muy intimidada al ver las puertas dobles de cristal con grandes y elegantes letras en las que ponía «Inversiones Crawford». En el interior, la zona de recepción me pareció incluso peor: tenía unos techos altísimos y unas paredes de un blanco resplandeciente con cuadros de colores llamativos y una araña de cristal enorme. Además, la chica al otro lado del mostrador parecía una modelo y no una recepcionista.
Sus labios con brillo se curvaron en una sonrisa.
—¿Puedo ayudarla?
—Sí. Tengo una cita a las cinco con Merrick Crawford.
—¿Cómo se llama?
—Evie Vaughn.
—Avisaré al señor Crawford de que está aquí. Tome asiento, por favor.
—Gracias.
Mientras me acercaba a los cómodos sofás blancos, la mujer me llamó:
—¿Señorita Vaughn?
Me giré hacia ella.
—¿Sí?
—Lleva… —Se pasó un brazo por encima del hombro para señalarse la espalda—… la etiqueta de la camisa colgando.
Alargué un brazo, la busqué con la mano y la arranqué.
—Gracias. Se me ha manchado la blusa que llevaba y me he tenido que comprar otra antes de venir.
Sonrió.
—Menos mal que ya es viernes.
—Y que lo digas.
Unos minutos después, la recepcionista me llevó al santuario interior de oficinas. Cuando llegamos al famoso despacho de la esquina, vi que dos hombres se batían en lo que parecía ser un duelo de gritos. Ni siquiera se percataron de que estábamos allí, pero como el despacho tenía las paredes de cristal, los veíamos discutir frente a frente. El más bajo de los dos tenía entradas y movía las manos al hablar. Cada vez que levantaba los brazos, se le veían las manchas de sudor debajo de las axilas. Basándome en la actitud del hombre más alto, deduje que él era el jefe. Estaba de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el torso ancho. No le veía la cara, sin embargo, por el perfil, me pareció que probablemente rebosaría seguridad, porque era muy atractivo.
—Si no te gusta… —gruñó el jefe al final—, ya sabes dónde está la puerta.
—Tengo calcetines con más años que este niñato. ¿Qué experiencia va a tener?
—La edad me importa una mierda. El único número que me importa es el de los beneficios. Y él consigue beneficios de dos cifras mientras que los tuyos llevan tres cuatrimestres cayendo en picado. Hasta que no mejoren las cosas, Lark tendrá que dar el visto bueno a todas tus transacciones.
—Lark… —Negó con la cabeza—. Hasta el nombre me pone de mal humor.
—Pues vete con el mal humor a otra parte.
El tipo bajito dijo algo entre dientes que no entendí y se dio media vuelta para marcharse. Se dirigió hacia la puerta mientras se secaba el sudor del rostro rojizo, la abrió y pasó por nuestro lado como si no existiéramos. En el interior, el jefe fue hacia su escritorio. Al parecer, éramos invisibles.
La recepcionista me lanzó una mirada compasiva antes de llamar a la puerta.
—¿Qué?
Entreabrió la puerta y asomó la cabeza.
—Ha llegado la chica de la entrevista de las cinco. Me has pedido que la acompañara.
—Muy bien. —Frunció el ceño y negó con la cabeza—. Hazla pasar.
«Parece que el nieto de Kitty no ha heredado su amabilidad».
La recepcionista extendió el brazo con una sonrisa titubeante.
—Lo siento —susurró—. Buena suerte.
Di unos cuantos pasos y entré en el majestuoso despacho. Cuando oí que la puerta de cristal se cerraba detrás de mí y vi que el chico todavía no me había mirado ni saludado, pensé en darme la vuelta y huir. Pero al gruñón se le acabó la paciencia mientras yo urdía mi plan.
Sin dejar de darme la espalda, colocó algo en la estantería.
—¿Vas a sentarte o quieres que nos comuniquemos por señales de humo?
Entrecerré los ojos. «Menudo capullo». No sé si fue el mal día que había tenido o la actitud del tío lo que me hizo perder los papeles; fuera lo que fuera, en ese momento me dio igual no conseguir el trabajo. Que pasara lo que tuviera que pasar. Lo bueno de que ganar o perder dejara de importarme era que me deshice de la presión del juego.
—Puede que te estuviera dando un minuto para que se te pasara el mal humor —respondí.
El chico se volvió hacia mí. Lo primero que me llamó la atención fue su sonrisa de suficiencia. Sin embargo, cuando nuestros ojos se encontraron y vi ese verde deslumbrante, casi me caigo al suelo.
«No».
«¿En serio?».
«Venga ya».
«No puede ser».
«¿El chico del probador es el nieto de Kitty?».
Quería que la tierra me tragara.
No obstante, mientras yo moría lentamente a causa de la humillación, el hombre que hacía quince minutos me había pillado oliéndome la axila se acercó hacia mí.
Merrick señaló con la mano la silla frente a su escritorio.
—El tiempo es oro. Siéntate.
«¿Cómo puede ser que no se acuerde de mí?».
Después de la conversación que había tenido con su empleado, me pareció que era de los que decían lo que pensaban.
«Puede que no me haya visto bien la cara…». Había cerrado la puerta muy rápido. Además, él me había visto en sujetador y ahora estaba totalmente vestida.
A lo mejor… ¿Podría ser que me hubiera confundido y que no fuera el hombre de la tienda? Estaba bastante convencida. Aunque yo le resultara fácil de olvidar, yo sí que recordaba su rostro a la perfección: esa mandíbula marcada, los pómulos prominentes, la piel perfecta y bronceada, los labios carnosos y gruesos, las pestañas oscuras que le enmarcaban esos ojos de un color verde casi cristalino. Los mismos ojos que me escrutaban en ese momento como si fuera la última persona del mundo a la que quisieran ver allí.
Puso los brazos en jarras.
—No tengo todo el día. Acabemos con esto de una vez.
Vaya. «Qué tío más simpático». Parecía igual de emocionado que yo al pensar que tendría que trabajar con él. A pesar de eso, me había esforzado mucho para llegar hasta allí, por lo que, ya puestos, podría seguirle el rollo y finiquitar la semana de mierda con un último rechazo.
Me acerqué al escritorio y le ofrecí la mano.
—Evie Vaughn.
—Merrick Crawford.
Nuestras miradas se encontraron cuando nos estrechamos las manos, pero en sus ojos no vi ninguna señal de reconocimiento, ni por el accidente en el probador ni por ser la amiga de su abuela.
«Qué más da». Kitty me había conseguido la entrevista, pero el resto era cosa mía.
Mi currículum estaba en el centro de la enorme mesa de cristal. Lo tomó y se reclinó en la silla.
—¿Qué es Boxcar Realty?
—Ah, es una ONG que fundé hace unos años. Es un proyecto paralelo que tengo, aunque he pasado gran parte de los últimos seis meses trabajando en él a tiempo completo mientras buscaba un empleo como psicóloga. No quería no incluirlo en el currículum y dejar los últimos seis meses vacíos.
—Entonces, ¿desde que dejaste tu trabajo de psicóloga hace seis meses no has trabajado para nadie más?
Asentí.
—Correcto.
—¿Y Boxcar es un proyecto relacionado con los bienes inmuebles?
—Es una empresa de alquiler de propiedades. Tengo en propiedad varios espacios poco convencionales y los alquilo a través de Airbnb.
Merrick frunció el ceño.
—¿Poco convencionales?
—Es una historia un poco larga. Heredé una propiedad en el sur que es genial para hacer montañismo y escapar de la ciudad. No estaba urbanizada y no quería arruinar el terreno construyendo casas, así que monté un campamento de lujo y casas en los árboles y los alquilo.
—¿Un campamento de lujo?
—Es un campamento de toda la vida, pero con un poco más de glamour, es…
Merrick me interrumpió:
—Ya sé lo que es, señorita Vaughn. Lo que intento comprender es qué tiene que ver eso con la psicología.
«Uf. Empezamos mal». Me erguí en la silla.
—Bueno, no tiene una relación directa, a no ser que tengas en cuenta que la mayoría de la gente que viene busca escapar del estrés de sus trabajos. Es algo que siempre había querido hacer. Dono todos los beneficios. Cuando dejé mi último trabajo, me tomé el descanso que tanto necesitaba y me centré en mejorar el campamento. —Me incliné hacia delante y señalé mi currículum—. Si se fija en el trabajo que hay justo antes, verá mi experiencia como psicóloga.
Merrick me examinó un momento antes de bajar la mirada al papel.
—Trabajó en la farmacéutica Halpern. Cuénteme a qué se dedicaba.
—Monitorizaba y trataba a los pacientes que participaban en ensayos clínicos con antidepresivos y fármacos para la ansiedad.
—¿Todos los pacientes se medicaban?
—Bueno, no. Algunos solo recibían placebos para el ensayo clínico.
—¿Y todos trabajaban en ambientes con un alto nivel de estrés?
—No todos. Había gente de todo tipo, pero todos sufrían de depresión y estrés.
Merry se pasó el pulgar por el labio.
—Había asumido que decidieron hacer el tratamiento con medicamentos porque la terapia tradicional no les funcionó.
Asentí.
—Así es. Uno de los requisitos para el ensayo era que todos debían haber hecho, como mínimo, un año de terapia. Los estudios de Halpern se centraban en la eficacia de los medicamentos en las personas que no habían respondido a la terapia.
—¿Y los medicamentos surtieron efecto?
—Los medicamentos con los que yo trabajé sí.
Merrick se recostó en la silla.
—Entonces, la única experiencia laboral que tienes es con gente que no responde a la terapia y necesita medicamentos para mejorar. ¿Me equivoco?
Fruncí el ceño. «Madre mía, menudo idiota».
—Por desgracia, no todo el mundo responde a la terapia. Muchos de los pacientes a los que he tratado han mejorado. Sin embargo, dada la naturaleza de doble ciego de los ensayos médicos, no podría decirle con certeza cuántos de mis pacientes tomaron placebos y mejoraron solo por hacer terapia conmigo. Aunque estoy convencida de que alguno habrá.
Lanzó el currículum sobre el escritorio.
—Soy el jefe de una agencia de corredores. Me pregunto si podría dejar de darles a los clientes la tasa de rentabilidad que mi empresa aporta. Debe de ser muy agradable no tener que demostrar el éxito de tu trabajo.
Se me prendieron las mejillas.
—¿Insinúa que no hice mi trabajo porque no podemos saber si los pacientes mejoraron por la terapia o por los medicamentos?
Los ojos le brillaban.
—No he dicho eso.
—No con tantas palabras, pero lo ha insinuado. Yo trato igual a todos los pacientes, lo hago lo mejor que sé, tanto si me observan como si no. Dígame, señor Crawford, si no tuviera que compartir la tasa de rentabilidad con los clientes, ¿se esforzaría tanto como ahora o se relajaría?
Un atisbo de sonrisa le asomó en los labios, como si disfrutara de ser tan imbécil. Después de mirarme durante unos segundos, se aclaró la garganta.
—Buscamos a alguien con experiencia en el tratamiento de pacientes en un entorno con estrés elevado para que no tengan que recurrir a las pastillas.
Me di cuenta de que no importaba lo que hubiera dicho desde que había entrado por la puerta. Y de que no me apetecía que me siguiera ridiculizando, sobre todo porque, con su actitud, me había dejado más que claro que no iba a conseguir el puesto.
Así que me puse de pie y le tendí la mano.
—Gracias por su tiempo, señor Crawford. Espero que encuentre a la persona que está buscando.
Merrick arqueó la ceja y preguntó:
—¿Ya se ha acabado la entrevista?
Me encogí de hombros.
—No veo por qué alargarla. Ya me ha dejado claro que mi experiencia no es lo que busca. Y ha dicho que el tiempo es oro, así que seguro que ya le he hecho perder… ¿mil o dos mil dólares?
La sonrisa de suficiencia volvió a aparecer. Sus ojos me escrutaron el rostro, se puso de pie y me estrechó la mano.
—Por lo menos veinte mil. Soy muy bueno en lo que hago.
Intenté apartar la mano, pero Merrick me la apretó con más fuerza. De repente, tiró de mí por encima del escritorio y se inclinó para acercarse. Por un momento, pensé que iba a intentar besarme. Sin embargo, antes de que el corazón empezara a latirme de nuevo, giró de golpe hacia la izquierda, acercó la cara a mi cuello e inhaló profundamente. Luego, me soltó la mano sin más, como si no hubiera pasado nada.
Parpadeé unas cuantas veces y erguí la espalda.
—¿A qué ha venido… eso?
Merrick se encogió de hombros.
—He supuesto que como no trabajas para mí, una olidita rápida no se consideraría acoso.
—¿Una olidita rápida?
Se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Es que sentía curiosidad desde que te he visto en el probador.
Puse los ojos como platos.
—Madre mía. ¡Sabía que eras tú! ¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora?
—He pensado que sería más divertido así. Quería ver cómo te comportabas. Al principio, parecía que te ibas a largar, aunque has sabido sobreponerte muy bien.
Entorné los ojos.
—Ahora ya entiendo por qué necesitas ayuda con el nivel de estrés de tus empleados. ¿Sueles jugar con la gente para entretenerte?
—Y tú, ¿sueles esconderte en los probadores a olerte los sobacos?
Fruncí la cara y entrecerré los ojos todavía más. Merrick parecía estar disfrutando.
—Para que lo sepas, me estaba limpiando porque me he quedado atrapada en el… —Negué con la cabeza y gruñí—. ¿Sabes qué? No importa. —Respiré hondo y me recordé que era una mujer profesional y que a veces era mejor no rebajarse al nivel de los demás. Me coloqué bien la falda y me enderecé—. Gracias por su tiempo, señor Crawford. Espero que no nos volvamos a ver.
—Veo que la entrevista no ha ido muy bien.
Acabé de vaciar la botella de vino en la copa y se la mostré a mi hermana.
—No sé por qué lo dices.
Greer sacó más vino del botellero y se sentó al otro lado de la mesa de la cocina con un sacacorchos.
—¿Por qué hemos nacido guapas e inteligentes en lugar de ricas?
Solté una carcajada.
—Porque no somos gilipollas. Te juro que todas las personas a las que he conocido que lo tienen todo, dinero, inteligencia y belleza, son unas imbéciles. —Le di un trago al vino—. Como el tío de la entrevista de esta tarde. Era guapísimo. Tenía los ojos muy claritos y unas pestañas tan densas y oscuras que era imposible no mirarlo embobada. Es el propietario de uno de los fondos de protección más importantes de Wall Street, pero es un capullo arrogante.
Greer descorchó la botella con un ruidoso «¡pop!», y Buddy, su perro, se acercó corriendo. Era el único ruido por el que el animal se ponía en pie. No se levantaba de la cama ni cuando la gente llamaba al timbre o golpeaba la puerta. Sin embargo, oía el descorchar de una botella de vino y de repente se volvía pavloviano. Ella le ofreció el corcho para que lo lamiera y Buddy se puso las botas.
Los miré y negué con la cabeza.
—Qué perro más raro tienes.
Ella se rascó la coronilla mientras el perro chupaba el tapón.
—Solo le gusta el tinto. ¿Te has fijado en la cara de asco que me pone cuando viene corriendo y se da cuenta de que es vino blanco y se ha levantado para nada?
Me eché a reír y le serví a Greer una copa llena de merlot.
—Volvamos a lo del tío atractivo, rico y arrogante que has conocido hoy —dijo—. Parece un capullo. ¿Crees que me podría donar esperma?
Después de cinco años intentando concebir pero sin resultados, Greer y su marido estaban en proceso de selección de un donante. Ella tenía diez años más que yo, treinta y nueve, y había empezado a sufrir las consecuencias de la naturaleza. Habían hecho cuatro rondas de fecundación in vitro con los espermatozoides de Ben, porque sus pequeñines tenían problemas de movilidad. No tuvieron suerte. Hacía poco que se habían rendido y habían optado por buscar un donante.
—Creo que es más probable que te dé su esperma que a mí el trabajo.
—¿Qué ha pasado? ¿Tampoco encajabas en esa empresa?
Suspiré y asentí.
—Sinceramente, es culpa mía. No tendría que haber aceptado el trabajo en la farmacéutica de la familia de Christian. Es una industria muy específica. Hoy en día la gente no se fía de los ensayos clínicos y haber estado involucrada en uno no me deja en muy buen lugar. Además de que fui una tonta al entretejer todos los aspectos de mi vida con un hombre.
Mi hermana me acarició la mano.
—No te deprimas. La semana que viene tienes la entrevista en la empresa del nieto de Kitty. A lo mejor esa va bien.
—¿Recuerdas el cabrón arrogante que te acabo de mencionar? Pues ese es el nieto de Kitty.
Nuestra abuela y Kitty Harrington habían sido mejores amigas durante casi treinta años. Habían sido vecinas en Georgia hasta que nuestra abuela falleció hacía cuatro años. Cuando decidí hacer el doctorado en Emory, en Atlanta, me mudé a casa de mi abuela y entablé una buena amistad con Kitty. Mi abuela murió durante mi último año en la universidad, después de una corta batalla contra el cáncer, y Kitty y yo nos ayudamos a sobrellevarlo, desde entonces teníamos una relación muy estrecha. Me daba igual que nos lleváramos más de cincuenta años, la consideraba una buena amiga. Seguimos en contacto incluso cuando me fui a vivir a Nueva York para las prácticas. La iba a ver una vez al año y charlábamos por teléfono casi todos los domingos.
Greer me miró con los ojos muy abiertos.
—Ostras. Pensaba que la tenías la semana que viene. Me parece increíble que el nieto de Kitty se haya portado tan mal contigo teniendo en cuenta la buena relación que tienes con su abuela.
Di un trago al vino y negué con la cabeza.
—No he mencionado el tema de Kitty. No es de los tíos que pierden el tiempo hablando de cosas sin importancia. Pero cuando he salido del despacho, se me ha ocurrido que a lo mejor no sabía quién era. Porque imagino que, al menos, lo habría mencionado, ¿no?
—¿Por qué no lo has mencionado tú?
Me encogí de hombros.
—He tenido un día de locos. De hecho, me lo he encontrado antes de la entrevista en una tienda cercana y hemos tenido… un pequeño percance. Me he quedado bastante descolocada y luego él ha sido muy duro conmigo y ha puesto en duda mi preparación. Entiendo que es posible que no sea la mejor candidata, pero ¿para qué me ofreció la entrevista si consideraba que no tenía ni la más mínima cualificación?
—Me sorprende mucho. Kitty es una señora muy agradable.
—Sí. Aunque también tiene un lado travieso. Al principio me costaba mucho saber cuándo iba en serio y cuándo no con esa sonrisa que tiene. —Negué con la cabeza—. En eso sí que se parecen, los dos tienen una sonrisa imposible de interpretar.
—¿Le dirás que se ha comportado como un capullo contigo?
Arrugué la nariz.
—No quiero que se sienta mal. Además, siempre se le ilumina la expresión cuando habla de él.
—Bueno… —Me estrechó la mano—. Todo pasa por algún motivo. Me apuesto lo que quieras a que te espera algo mejor. Y no tienes que irte a ningún sitio, puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras.
Sabía que lo decía de corazón, y había disfrutado mucho de su compañía y la de su marido, pero tenía muchas ganas de instalarme en un piso propio.
—Gracias.
Más tarde esa misma noche, di vueltas en la cama porque no conseguía quedarme dormida, como me venía pasando desde que mi vida había cambiado de forma tan drástica. En un día había perdido a mi prometido, a mi mejor amiga, mi trabajo y mi piso. Además de todo eso, el discurso de la boda, en el que les eché en cara a Christian y a Mia que hubieran tenido una aventura, se volvió viral. Y también se viralizó el vídeo que mostré en el que salían manteniendo relaciones sexuales en la suite nupcial la noche antes de la boda. La última vez que lo miré, el vídeo de «Mejor amiga y prometido de una novia loca se lo montan» tenía más de mil millones de visualizaciones. Mil millones, con nueve ceros. La historia había salido hasta en las noticias, y la gente había tardado un eterno y doloroso mes en empezar a perder el interés. Entonces, justo cuando pensé que por fin podía respirar tranquila, Christian y su familia me demandaron por fraude y malversación y afirmaron que les había hecho pagar por una boda de lujo para vengarme por algo que ya hacía tiempo que sabía. Y por si eso fuera poco, cuando los periodistas se enteraron, el tema se reavivó. Durante unos días, hubo hasta paparazzi aparcados delante del piso de mi hermana. ¿Hasta qué punto hemos llegado que una no puede mandar su boda a la mierda sin que se enteren mil millones de personas?
Como no podía dormir, cogí el móvil de la mesilla de noche y me puse a mirar Instagram. No había nada que me llamara la atención, así que cometí el error de abrir el correo electrónico. Me habían rechazado en dos ofertas más desde que lo había consultado por la tarde. Suspiré y me dispuse a desconectar la cuenta, pero entonces vi que había otro correo electrónico. Había llegado hacía dos horas y el dominio del remitente me llamó la atención.
Pensé que sería otro rechazo, pero lo abrí de todos modos.
Estimada señorita Vaughn:
Gracias por tomarse el tiempo de venir a comentar el puesto de psicóloga para terapia de estrés. El señor Crawford ha seleccionado a dos posibles candidatos para el trabajo y nos gustaría invitarla a una segunda entrevista en nuestras oficinas.
Díganos qué disponibilidad tiene la semana que viene.
Atentamente,
Joan Davis,
Directora de Recursos Humanos
Parpadeé un par de veces y pensé que debí de haberlo leído mal. Sin embargo, lo releí y confirmé que realmente me habían invitado a una segunda entrevista. Debía de ser por la buena impresión que causé al olerme las axilas.
—¿Señor Crawford? —Mi ayudante, Andrea, asomó la cabeza por la puerta del despacho mientras yo comía con Will—. Disculpe la interrupción. Los de Recursos Humanos me han pedido que le pregunte si puede hablar con uno de los candidatos para el puesto de psicólogo interno.
Negué con la cabeza.
—No hace falta que hable con ellos. Ya le di mi opinión a Joan. Los de Recursos Humanos realizarán la segunda ronda de entrevistas y me comentarán qué piensan cuando acaben.
—Parece que uno de los candidatos ha pedido hablar con usted un minuto después de su cita con el departamento. Está a punto de reunirse con ellos y sé que le gusta tener la agenda libre en las horas de mayor actividad comercial.
—¿Cómo se llama?
—Evie Vaughn.
Me recosté en la silla y reí.
—Claro, ¿por qué no?
Asintió.
—Ahora se lo digo.
Will levantó la barbilla al oír a Andrea cerrar la puerta y preguntó:
—¿A qué viene la sonrisita?
—Una de las candidatas para el puesto de psicóloga interna es interesante, como mínimo.
—¿Qué quieres decir?
—Tuvo la primera entrevista la semana pasada, y como no era hasta las cinco de la tarde, cuando cerraron los mercados, fui a la tienda de Paloma para recoger el traje que me había comprado y había dejado para arreglar. Al salir de la tienda, pensé que me había dejado el móvil en el probador, por lo que volví a mirar. Cuando abrí la puerta, me encontré a una mujer.
—Odio las tiendas que solo tienen un probador para hombres y mujeres.
—En realidad, tiene uno de cada, pero ella estaba en el de hombres. Sin embargo, eso no es lo mejor. Cuando entré, estaba medio desnuda y… se estaba oliendo el sobaco.
Arqueó las cejas.
—¿Cómo dices?
—Lo has oído bien. Total, al cabo de unos minutos, entra mi cita de las cinco y es ella. La mujer del probador.
—¿La huele sobacos? Tienes que estar de broma. ¿Y qué hiciste?
—Nada. Fingí que no la había reconocido, aunque ella sí que me reconoció a mí. Estaba muerta de la vergüenza.
—Estas cosas solo te pasan a ti, amigo. ¿Y qué ocurrió? ¿Qué tal fue la entrevista?
—Era la candidata menos preparada de todos. Ni siquiera entiendo que su currículum estuviera entre el de los otros candidatos seleccionados.
—¿Y ha venido a hacer una segunda entrevista?
—Pues sí.
Will negó con la cabeza.
—¿Qué me estoy perdiendo?
—Esa noche, en casa, pensé que la junta directiva me ha obligado a comerme con patatas este nuevo puesto de trabajo. Me han exigido que contrate a alguien, no que la persona a la que contrate sea competente.
Will sonrió.
—¡Menudo genio!
Negué con la cabeza.
—No les pareció suficiente que me ofreciera a pagarle la terapia a todo el que quisiera ir. Tuvieron que contratar a un psicólogo interno y obligar a los trabajadores a asistir como mínimo una vez al mes en horario laboral. Necesito que mis trabajadores estén centrados y se muestren despiadados mientras están aquí, no que se pongan en contacto con sus sentimientos.
—Te entiendo.
Mientras acabábamos de comer, Andrea volvió y llamó a la puerta. Evie Vaughn estaba justo detrás de ella. Ese día llevaba el pelo rubio y ondulado recogido, un traje de falda negro y sencillo y una blusa roja. Tenía el aspecto de bibliotecaria sexy con el que todo hombre ha fantaseado por lo menos una vez en la vida. Intenté ignorar la sensación que me causó verla y me obligué a agachar la mirada.
Andrea asomó la cabeza por la puerta.
—¿Quieres que esperemos un poco?
Miré a Will y le pregunté:
—¿Tienes que comentarme algo más?
Negó con la cabeza.
—No se me ocurre nada más. Finalizaré la compra de Endicott en cuanto las acciones estén a cuarenta.
—Bien. —Volví a centrarme en Andrea—. Por favor, haz pasar a la señorita Vaughn.
Will se levantó y cuando pasó junto a Evie, se giró para sonreírme.
Cuando se cerró la puerta, ella avanzó hacia mí y dudó un instante.
—Gracias por recibirme.
Asentí y con un gesto de la mano le pedí que se sentara en una de las sillas al otro lado de mi escritorio.
—Toma asiento.
—Tu ayudante me ha dicho que no te gusta recibir visitas mientras los mercados siguen abiertos.
—Así es. —Me recliné en la silla y junté las yemas de los dedos formando una V invertida—. ¿Qué puedo hacer por ti, señorita Vaughn?
—Llámame Evie, por favor. Y… bueno, he pensado que a lo mejor podías explicarme una cosa.
—¿El qué?
—¿Qué hago aquí? Es decir, ¿por qué he venido a una segunda entrevista? En la primera me dejaste muy claro que no creías que tuviera la experiencia necesaria para el puesto y no es que causara muy buena impresión en el probador. Así que… ¿qué hago aquí?
Crucé los brazos por encima del pecho y sopesé cómo contestar. La respuesta políticamente correcta y profesional sería decirle que había cambiado de opinión por cómo se había defendido durante la entrevista. Sin embargo, nunca me habían acusado ni de ser políticamente correcto ni profesional.
—¿Estás segura de que quieres saber la verdad? A veces es mejor no saber nada y aceptar los hechos sin más.
Cruzó los brazos por encima del pecho, imitando mi postura.
—Puede que tengas razón, pero quiero saberlo de todos modos.
Me gustó que tuviera agallas. Me costó mucho contener una sonrisa.
—Te he pedido que vuelvas porque eres la candidata menos preparada de todos los que hemos entrevistado.
Su expresión se volvió triste y sentí una punzada de arrepentimiento, aunque había sido ella la que me había pedido que le dijera la verdad.
—¿Por qué querrías hacer eso?
—Porque contratar a un psicólogo interno no fue idea mía. Me obliga la junta directiva.
—¿Y te resulta un problema porque no fue idea tuya?
—Tengo ciento veinticinco empleados cuyo trabajo consiste en darme ideas. —Negué con la cabeza—. No es porque tenga problemas de autoridad, señorita Vaughn.
Hizo una mueca con la boca.
—Doctora. Es doctora Vaughn. Prefiero que me llamen Evie, pero si te empeñas en usar el tratamiento formal, me inclino por que uses el título correcto. Tengo un doctorado en Psicología Clínica.
Esa vez sí que no pude contener la sonrisa. Asentí.
—Perfecto. No, no tengo problemas de autoridad, doctora Vaughn.
—Entonces, ¿te opones a la posición en general y has pensado en contratar a la peor candidata para demostrar que tenías razón?
Asentí una vez.
—Supongo que sí.
—¿Estás en contra de la terapia?
—Creo que puede beneficiar a algunas personas.
—¿Puede beneficiar a algunas personas, pero no crees que vaya a ayudar a tus empleados? ¿Acaso consideras que ellos no sufren de estrés en el trabajo?
—Esto es Wall Street, señorita… doctora Vaughn. Si no fuera un trabajo estresante, mis agentes no tendrían un sueldo de siete cifras. Lo único que digo es que prefiero que estén concentrados cuando están en la oficina.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez que a lo mejor ves las cosas al revés? Dedicar una hora del día a hablar con alguien no es lo que impide que la gente estresada se concentre. Ya están desconcentrados por los niveles de estrés a los que están sometidos. La terapia los ayudaría a centrarse y mejoraría su concentración.
—Me queda claro que hay más de una manera de entender las cosas. —La examiné un momento—. ¿Querías preguntarme algo más o hemos llegado al punto de la conversación en el que me dices que esperas no volver a verme nunca más?
Sonrió con timidez.
—Siento haber dicho eso. No fue nada apropiado.
Me encogí de hombros.
—No pasa nada. Aunque no te lo creas, me han acusado un par de veces de ser inapropiado.
Soltó una carcajada.
—No me digas, no lo habría dicho nunca del hombre que me olisqueó durante una entrevista de trabajo. —Evie me tendió la mano—. Gracias por tu tiempo. Y por tu honestidad.
Asentí y le estreché la mano.
—Una cosa más. Espero que no te importe que tiente a la suerte con una sugerencia.
Arqueé la ceja.
—Me muero de ganas de oírla…
Sonrió.
—Si tienes que contratar a alguien, ¿por qué no contratas al mejor profesional que encuentres? Tus empleados se lo merecen y, vete tú a saber, a lo mejor el resultado te sorprende.
***
Esa misma noche, mi jefa de Recursos Humanos, Joan Davis, me saludó al pasar por delante de mi despacho. Parecía que ya se iba a casa. Abrí la puerta y la llamé:
—Oye, Joan.
Ella se detuvo y se giró hacia mí.
—¿Sí?
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro, dime.
—¿Por qué elegimos a la doctora Vaughn para la entrevista?
Frunció el ceño.
—Me mandaste un correo electrónico en el que me lo pedías.
—No, no quiero decir esta vez. Me refiero a la primera vez. Los otros candidatos tenían más experiencia, así que me preguntaba por qué le concedisteis la primera entrevista.
La arruga de su frente se volvió más profunda.
—Yo también me refería a la primera vez. Me pediste que la incluyéramos cuando comenzamos el proceso de selección.
—¿Yo te lo pedí? No la conocía hasta que vino el otro día.
—Pero me dijiste que tal vez tu abuela te mandaba una candidata para el puesto y que la incluyéramos en la primera ronda de entrevistas.
—Pensaba que su currículum no había llegado. O sea que la conocida de mi abuela es… —Cerré los ojos—. Mierda. Evie es la abreviatura de Everly, ¿no?
Joan asintió.
—Había asumido que ya lo sabías. En su carta de presentación mencionaba que la había enviado Kitty Harrington, te la di junto al currículum.
No me había molestado en leer las cartas de presentación. Normalmente eran todas una porquería, un medio en el que soltar unas cuantas palabras de la jerga corporativa.
—Pues no lo debo de haber visto.
—Vaya. Disculpa. Te lo tendría que haber recordado antes de que empezaras las entrevistas.
Negué con la cabeza.
—No pasa nada. Es culpa mía. Que descanses, Joan.
***
Ese mismo día, más tarde, decidí llamar a mi abuela. Para cuando llegué a casa ya eran casi las nueve de la noche, pero ella era una trasnochadora. Además, hacía tiempo que no hablábamos, y estaba convencido de que me lo recordaría. Así que me serví dos dedos de whisky en un vaso y cogí el móvil.
—Vaya, vaya, vaya… —dijo al responder a la llamada—. Ya empezaba a pensar que tendría que subirme un avión y plantarme en tu casa para darte una buena tunda.
Sonreí. No se había hecho esperar.
—Lo siento, yaya. Hacía mucho que no te llamaba, es que he estado muy liado.
—Bah, sabes tan bien como yo que eso son excusas.
Solté una risita.
—¿Cómo estás?
—Imagino que como tú, pero mejor.
La había echado muchísimo de menos.
—Seguro que sí. ¿Qué te cuentas? ¿Todavía sales con ese tal Charles?
—Ay, cariño, sí que hace tiempo que no hablamos, sí. Ahora estoy con Martin.
—¿Qué pasó con Charles?
—Pues que cenaba a las cuatro de la tarde, se ponía las zapatillas de casa para salir como si fueran zapatos y no le gustaba viajar. Tengo setenta y ocho años. No tengo tiempo para muermos así. ¿Te he comentado que somos familia de Ava Gardner?
—Era una actriz, ¿verdad?
—Una actriz buenísima. Tenía unos morros muy carnosos y voluminosos. Seguro que por eso tienes esos labios tan bonitos.
Arrugué la frente. Mi abuela se enrollaba como una persiana y yo no me enteraba de nada.
—¿Y qué relación tiene Ava Gardner con Charles?
—Ninguna. Ava es uno de mis nuevos descubrimientos en Linaje.
—Ah…
Casi se me había olvidado el pasatiempo de mi abuela. Durante los dos últimos años, había encontrado más de seis mil conexiones en Linaje. Cada semana, hacía una videollamada con los nuevos familiares lejanos que estuvieran dispuestos a hablar con ella. Incluso había quedado con algunos en persona. La mujer no podía pasar ni un día sin hacer nada. Es más, solo hacía cinco años que se había jubilado del refugio para mujeres víctimas de violencia de género y seguía yendo una vez a la semana como voluntaria.
—¿Qué relación tenemos con Ava, entonces? —pregunté.
—El bisabuelo de mi padre, o sea mi tatarabuelo, era primo hermano de su bisabuela.
—Creo que es una relación demasiado lejana para decir que he sacado los labios de ella.
—Tenemos unos genes muy fuertes. Dios sabe que tu cabezonería se remonta por lo menos cinco generaciones.
Estaba convencido de que la tozudez de la familia bastaría para que mi abuela encontrara, por lo menos, cinco generaciones más de nuestros antepasados.
—¿Qué has hecho últimamente, además de no llamarme para ver si me había muerto? —me preguntó—. ¿Sigues liándote con modelos en lugar de buscar a la madre de mis bisnietos? Ya no soy una jovenzuela, ¿sabes? Estaría bien que te fueras poniendo las pilas.
—Estoy muy liado con la empresa, yaya.
—Y una mierda. La vida te ha dado limones. Deja de chuparlos y haz limonada de una vez. Y ve a buscar a una chica que tenga vodka.
Sonreí, pero pensé que sería mejor que cambiara de tema. Y hablando de limones…
—Oye, quería preguntarte una cosa sobre Evie Vaughn.
—Ah, Everly. Nunca me he acostumbrado a llamarla Evie.
—Parece que se hace llamar así.
—Ya había imaginado que a lo mejor me llamabas para hablar de ella. Everly me comentó que os visteis la semana pasada.
«Mierda».
—¿Qué te contó?
—Pues nada fuera de lo normal. Que fuiste tan caballeroso como le había dicho, aparte de muy educado y profesional.
«Así que educado, ¿eh?». Mi abuela no se guardaba nada. Si supiera cómo la había tratado en realidad, me habría reprendido sin miramientos. Agradecía que la doctora Vaughn no le hubiera contado la verdad sobre nuestro encuentro.
—Es muy guapa, ¿verdad?
—Es una mujer atractiva, sí.
—Y tiene un buen par —añadió.
Eso lo tenía clarísimo después del incidente del probador, pero no quería hablar de los pechos de una tía con mi abuela.
—No lo sé. Yo me limité a entrevistarla, no me fijé en ella.
—Muy bien. Eres el mejor. Y mi nieto favorito. Aunque lo último que mi pobre Everly necesita es un adicto al trabajo con problemas de compromiso. Dale un trabajo, pero no hace falta que le des un viaje en el Merrick Express.
—Para empezar, soy el único nieto que tienes, así que más te vale que sea tu favorito. En segundo lugar, no tengo problemas de compromiso.
—Lo que tú digas. ¿Vas a darle el trabajo o qué? Ha tenido un mal año con lo de la ruptura y el maldito vídeo de las narices.
—¿Qué vídeo?
—¿Me escuchas cuando hablo? Ya te lo conté. Creo que fue hace unos seis meses. La semana después de mi operación de vesícula, para ser exacta. Por eso no pude ir a la boda.
Ahora que lo mencionaba, sí que recordaba que iba a venir para una boda, pero al final le dio un ataque de vesícula y la tuvieron que operar.
—Recuerdo lo de la boda… ¿Rompieron? ¿Evie la canceló?
—No del todo. La noche anterior al gran día, Evie se enteró de que su prometido se estaba tirando a su dama de honor. En lugar de romper el compromiso, se casó con él y en el banquete mostró un vídeo de los dos haciendo el mambo horizontal y se largó. De algún modo, todo el mundo vio el vídeo gracias al maldito internet. La semana siguiente pidió la nulidad matrimonial.
Joder. Sí que me sonaba la historia que me había contado mi abuela e incluso recordaba haber visto un trozo del vídeo en las noticias. Pero no había atado cabos.
—No había entendido que era la chica de la entrevista.
—Sí, aunque espero que no se lo tengas en cuenta. Hay que tenerlos cuadrados para hacer lo que hizo.
—Claro que no —respondí.
Mi abuela y yo hablamos durante unos diez minutos más. Nada más colgar, cogí el portátil y escribí en la barra del buscador: «Everly Vaughn boda desastrosa».
No le había prestado mucha atención al vídeo cuando lo había visto por todas partes a principios de año, pero la chica que apareció en el primer vídeo al pulsar «Intro» era, sin duda, Evie. Y el puto vídeo tenía millones de visualizaciones. En la imagen salía el rostro de la chica, que hablaba delante de un micrófono con un vestido de novia. Le di a «reproducir» y vi el vídeo entero boquiabierto. No me creía que la mujer de las imágenes fuera la misma a la que había entrevistado sin ningún entusiasmo, la misma del probador. El vídeo terminó, y yo me lo puse otra vez. Sin embargo, cuando la novia apareció en la pantalla, pausé el vídeo y la observé con atención.
Evie, la doctora Everly Vaughn, estaba guapísima en un vestido palabra de honor de encaje blanco y ajustado. Llevaba el pelo como las mujeres de los años cuarenta, con el precioso rostro enmarcado por ondas rubias. Las sensuales gafas de bibliotecaria que había llevado las dos veces que habíamos coincidido habían desaparecido, y sus ojos grandes y azules parecían aún más grandes. Madre mía… Era una chica despampanante.
Agité el hielo del vaso casi vacío sin despegar los ojos de la pantalla. La primera vez que había visto el vídeo, me había fijado en el novio para saber si se imaginaba la que se le venía encima. Era evidente que no, y eso hacía aún más divertido verlo recibir su merecido. Sin embargo, la segunda vez me fijé en la novia, que, aunque estaba muy guapa, tenía los ojos cargados de dolor. Eso me recordó el momento en el que le había confesado aquella tarde por qué le habíamos concedido una segunda entrevista, claro que el dolor del vídeo era mucho mayor.
Le di a «reproducir» y contemplé cómo Evie se hacía con el micrófono y les pedía a todos que la escucharan. Me fijé en que le temblaban las manos. Unos meses atrás, cuando salió por las noticias, había atribuido el vídeo a una novia loca, pero en ese momento lo veía todo de otro modo. Me acabé el líquido de color ámbar del vaso y reconocí el valor que había tenido al no dejarse pisotear. Mi abuela tenía razón. Había que tenerlos cuadrados para hacer lo que había hecho, para mostrarse vulnerable en una sala llena de gente y plantarles cara a dos personas a las que quería. Cuando el vídeo llegó a la parte en la que el prometido y la mejor amiga empiezan a montárselo, cerré el portátil y contemplé Manhattan por la ventana.
Evie Vaughn. La chica que se casó solo para hacerlo volar todo por los aires en el banquete. No parecía que se le diera muy bien controlar su propio estrés. Por no mencionar que parecía una mujer terremoto: atrevida, inteligente, el tipo de mujer que le cantaba las cuarenta a alguien cuando le parecía necesario, ya fuera en su boda o en una entrevista con su posible futuro jefe. Estaba buenísima, sobre todo cuando no le temía a nada. Sí, la doctora Vaughn era exactamente el tipo de empleada que no necesitaba, ni siquiera en un puesto que no quería. Ya teníamos tozudos de sobra en la empresa.
Y a pesar de eso, no había podido quitármela de la cabeza en los últimos días.
Cosa que me pareció una tontería.
Una tontería enorme.
Sabía lo que tenía que hacer para cortar el asunto de raíz. Así que abrí el correo electrónico que me habían mandado los de Recursos Humanos al acabar las entrevistas con los candidatos seleccionados y lo volví a leer antes de responder.
Señor Crawford:
Me he reunido con las dos candidatas que ha seleccionado para la segunda entrevista. Las dos estuvieron bien, compartieron conmigo diferentes técnicas que emplearían para lidiar con el estrés y demostraron que habían hecho los deberes y se habían informado sobre la industria. Dicho esto, la doctora Wexler tiene más experiencia en el tratamiento del estrés y la ansiedad en terapia individual que la doctora Vaughn. Por eso recomiendo que le hagamos una oferta a la primera.
Avíseme si quiere que hablemos más del tema o, por lo contrario, si prefiere que reabramos el proceso de selección y busquemos a más posibles candidatos.
Atentamente,
Joan Davis
Me quedé sentado otros veinte minutos mirando fijamente la pantalla del ordenador. La lista de razones por las que no debería contratar a Evie Vaughn era infinita. El equipo de Recursos Humanos había recomendado a la otra candidata. Sin embargo…
Yo siempre me guiaba por mis instintos más que por la lógica. Y en general, me había ido bastante bien. Por algún motivo, no dejaba de pensar que rechazar a Evie Vaughn era un error, y no solo porque haría enfadar a mi abuela. Aunque, para ser sincero, no podía decir que el hecho de que me decantara por la candidata menos preparada se debiera a motivos puramente profesionales. Había algo en ella que me había calado hondo. Una razón más por la que debería haber seguido el consejo de la jefa de Recursos Humanos. Sin embargo, en lugar de responder al correo, regresé a la página de YouTube y volví a ver el vídeo. Dos veces más.
Al final, negué con la cabeza. «Esto no tiene ningún sentido». ¿Por qué narices perdía el tiempo dándole vueltas a quién contratar para un puesto en mi empresa que yo ni siquiera quería?
Así que pulsé «responder» y empecé a escribir.
Joan:
Por favor, hazle una oferta a…