El puente de los suicidas - A. J. Ussía - E-Book

El puente de los suicidas E-Book

A. J. Ussía

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Beschreibung

El Puente de los suicidas es una novela de ficción. Pero la verdad silenciada que describe es real. En el Madrid de 1998, una media de ocho personas al mes, eligieron el Puente de Segovia para acabar con su vida. Hoy el suicidio es la primera causa de muerte no natural en el mundo y sigue siendo el gran tabú de nuestro tiempo. La ciudad de Madrid en el final del siglo XX es el telón de fondo en una trama adictiva en la que los protagonistas son personas anónimas, esas que nunca buscaron más gloria que la de la propia supervivencia. Una ciudad de contradicciones; dura y cruel en ocasiones, acogedora y solidaria en otras. La gran metrópolis sin corazón y los barrios con historia donde los vecinos aún se saludaban por su nombre. Camareros y mendigas, curas y poetas, porteros, funcionarias y estudiantes desfilan por esta novela coral, unidos por el Esperanza, el bar que los acoge a todos con la misión de parar una tragedia cotidiana. A.J. Ussía construye una historia que es la de muchos con la fuerza y la valentía de los mejores narradores, en la que el dolor y la compasión se dan la mano.

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Título: El puente de los suicidas

De esta edición: 

© Círculo de Tiza

© Del texto: A. J. Ussía

© De la fotogafía: A. J. Ussia cedida por @Jeosm

© De la ilustración: María Torre Sarmiento

Primera edición: abril 2023

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: @notecomasmascomas

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos, S. C. L.

ISBN: 978-84-126272-6-8

E-ISBN: 978-84-126272-7-5

Depósito legal: M-7672-2023

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

Índice

1. El Viaducto

2. La foto

3. Micky y el Mella

4. Flores de otros mundos

5. Vienen a por mí

6. Un hombre solo

7. Nunca seremos como nos quisimos

8. Ana la friolera

9. Santander

10. El depredador

11. El comando

Epílogo

Fernando se despertó empapado en sudor. El aire del cuarto pesaba mucho, le dolía el pecho, no podía abrir los ojos, los sentía como cosidos con hilo de metal. Tampoco le funcionaba del todo bien la cabeza, espesa, nublada. Imágenes inconexas le llevaban de un pensamiento a otro, sin quedarse en ninguno.

Miró sobre la mesilla de noche. La caja abierta de orfidal enseñaba el hueco de dos pastillas ausentes en el blíster, pero el sueño no llegaba, solo estaba mareado y confundido. La cama se movía como una barcaza a la deriva.

Fernando casi sintió las olas rompiendo contra una pared de piedra y musgo marino. La habitación olía a norte y el norte olía a su padre, a tabaco, a vísceras de pescado, a sudor y a mojado. A pesar del efecto de las pastillas, Fernando sabía que no estaba en Santander, sino en Madrid y que el muelle era ahora el viaducto, el Puente de Segovia, esa mole de hierro y piedra que le atraía como un imán.

El faro de este Madrid sin mar, de viento seco y horizonte infinito era su bar, el Esperanza, y la mano que le agarraba para que no se ahogase era Inés, su hija. Fernando se aferró a los dos para adentrarse despacio en un fondo blanco sin espacio ni tiempo y dormir unas horas. Despertó con el primer rayo de sol que se coló por la ventana. A su alrededor solo había silencio, de ese silencio que de verdad no suena a nada. Comenzaba otro día en el que Fernando tendría que fingir que no conocía el miedo.

1. El Viaducto

Todas las ciudades tienen un lugar así. En Japón es un bosque sagrado en el Monte Fuji; en San Francisco, el Golden Gate; en la India prefieren las vías del tren, las de la tórrida estación de Ranimda Sadrobar de Calcuta. En Madrid el lugar del adiós era el Puente de Segovia y. aunque en realidad era un viaducto, en Madrid no había gato que no lo llamara así.

El bar Esperanza estaba frente a aquel puente, en un Madrid sin mar donde el horizonte es lo que más se parece al inmenso océano que en vez de agua se extiende en la línea que separa un cielo muy azul de la tierra naranja sembrada de tejas y cúpulas de iglesia. Una ciudad de capillas y de bares. Las primeras, vacías; los segundos, abarrotados y siempre abiertos. Porque en Madrid los bares son hogares.

Desde que se proyectara la idea, el objetivo del viaducto fue unir las dos colinas más angostas del viejo Madrid castizo: la que separaba La Latina, donde habitaban la Corte y el Alcázar de los soldados, de las Vistillas, ese barrio de habitantes periféricos de una ciudad que crecía porque no tiene límites definidos. Eran tan altas aquellas lindes que la obra fue de una complejidad que no hizo más que demorarse durante dos siglos, porque otra característica de esta ciudad es asumir que las cosas de palacio van despacio. Y es que por mucho empeño que se pusiera, los barrios con cuestas siempre han sido y serán barrios de pobres y no había día, mes, o año que otra urgencia municipal no desviara los erarios públicos del empeño de unirlo con el resto de la capital del reino. El viaducto fue, por tanto, una necesidad imperativa para Madrid, como una forma de unir el cielo con la tierra, tal vez inconsciente de que también era un atajo para arrojar la vida hacia la muerte. Fueron casi doscientos años los que tardaron en acabarlo, años que vieron crecer el paso, un nuevo Palacio Real, otra catedral, varias guerras y una invasión gabacha.

La primera idea de construir el Viaducto partió de la mente de Felipe ii, pero se centró más en El Escorial, con lo que ni siquiera vio comenzar la obra, dejando la sombra en Madrid y en el resto de su Imperio. Después le siguieron otros, porque de los Austrias a los Borbones, pasando por un Bonaparte, ninguno logró terminar la hazaña de prolongar la calle Bailén de forma natural y recta hasta que en 1874, en lo que se consideró una prodigiosa obra de ingeniería, se instaló una única pieza de hierro de costa a costa, cerrando el viaducto. En lo que antaño fueron las Morerías del viejo Madrid comenzaron a trazarse planes urbanísticos, expropiaciones y alguna que otra desamortización que dejó el gustillo por la especulación en los solares y aires de ciudad impúdica y populachera.

Durante uno de esos planes de desamortización, derribo de conventos y construcción de viviendas, haciéndolo coincidir con el final de la obra, se decidió inaugurar el viaducto trasladando los restos mortales de Calderón de la Barca, que llevaban a lo suyo doscientos años y que, tras el derribo de la iglesia de San Salvador, reposarían por fin en paz en San Francisco El Grande. Vano intento, porque los huesos del escritor que hizo oro de las letras en un imperio en proceso de saldo siguió moviéndose como si fuese un dictador cualquiera. Lo que nadie sospechaba es que en ese Madrid en donde apenas ya brillaba el sol de aquel Siglo de Oro y derrumbe algunos descubrieran que la mejor manera de llegar al cielo, o por lo menos la más rápida, sería cruzando el puente de Segovia, pero en vertical. Una costumbre que acabó arraigando en la ciudad a lo largo del tiempo para convertirse en el recurso habitual de los suicidas.

De hecho, nada más inaugurarse con la pompa fúnebre del Siglo de Oro, un desamor casi le quita la vida a una joven madrileña. Una crónica de principios del xx, obra del escritor y plumilla Don Pedro de Rípede —el Trapiello del siglo pasado—, cuenta que Florencia, una chica de buena familia, porque las demás debían de ser muy malas, saltó desde el puente de Segovia ante la negativa de sus padres a que mantuviera amoríos con el hijo de unos carboneros. Florencia inauguraba así una lista que nunca dejó de crecer a medida que fueron pasando las décadas, dos repúblicas, una guerra civil y un par de exilios reales. Lo que Florencia no tuvo en cuenta fue la moda de aquellos años, que enjutaba bajo la pelvis unas faldas enormes de seda que al caer provocaron un efecto paracaídas que, aunque le rompió los tobillos, evitó su muerte y consiguió la autorización paterna. Con este primer salto en 1875, Florencia instauró la tradición que hizo del puente de Segovia el kilómetro cero del suicido en Madrid.

Los gatosprotestaron desde el principio, que ya se sabe que los madrileños son reacios al cambio. También es cierto que el estruendo de los cuerpos al caer, sin prisa pero sin pausa, sobresaltaba sus sueños y enturbiaba sus mañanas con esa súbita manía que le había entrado a los que ya no tenían nada que perder por acabar con su vida arrojándose como en trance desde el Puente de Segovia. El escaso alumbrado que tenía ese tramo facilitaba, además, el anonimato de los suicidas, por lo que, tras varias protestas y decenas de cuerpos estampados, el Ayuntamiento de Madrid aumentó el número de farolas y personó patrullas de policía municipal que cruzaban de lado a lado el Viaducto, quién sabe si tratando de evitar más las protestas del populacho que los saltos de los desnortados. Aquello pasó a convertirse en una especie de tradición obscena, un ritual de obligado cumplimiento si a cualquiera se le enredaba demasiado la vida, el sacrificio humano que Madrid exigía a sus habitantes. Lorca dijo alguna vez que los muertos de España están mucho más vivos que los muertos de cualquier otro país del mundo. Si eso es cierto, no es de extrañar que Madrid no duerma.

El suicidio es la primera causa de muerte no accidental en el mundo, con los varones jóvenes a la cabeza del triste ranking. En el año 1998 una media de ocho al mes elegía el puente de Segovia para acabar con su sufrimiento. Demasiados, si no para los regidores del Ayuntamiento de Madrid, sí para Fernando, el dueño del bar Esperanza.

Fernando Corbal era flaco, largo y bueno. Y cántabro, porque decía poco. Tenía amplia la mirada y profundo el entrecejo y, aunque no era psicólogo, sabía leer a la gente. Vino a Madrid en los ochenta, huyendo de lo malo conocido y del destino marcado de un puerto de mar. También de los arraigos y de la melancolía, porque Santander le ponía triste y bastaba con recordarlo para mantenerse lejos de aquel dolor y estar un poquito más a salvo. Eso siempre pasa cuando el tiempo cubre con distancia y trazas incompletas lo que, en realidad, ni era tan bonito ni ancho. Como cuando a un niño todo le parece grande, amplio y espacioso y al volver descubre que siempre fue pequeño y angosto. Aunque probablemente la realidad se estreche porque el tiempo le ha pasado a ese niño por encima.

Su hija, Inés, le acompañó con pocos años y a aquel viaje no regresó hasta que le estalló la adolescencia. Hasta esa edad, todas las dudas se nos devuelven masticadas; resueltas o ignoradas y solo el ímpetu de las hormonas abre el campo y las ganas de saber lo que hasta entonces había quedado oculto. Un destello súbito llena de preguntas los territorios prohibidos, aunque solo fuera porque los ojos de los adultos se achican al mencionar ciertos asuntos o porque las preguntas se contestan con otra pregunta para que sigan sepultadas.

Inés tenía ya dieciséis años, era menuda, trigueña de pelo y clara de ojos, con una cara como de retrato renacentista y una expresión serena, a menudo nublada por una duda que siempre le rondó por la cabeza sin atreverse a salir, creciendo como una sombra alargada. Se parecía dolorosamente a su madre y de su padre, tan alto y, aunque delgado, tan rotundo, apenas tenía más que la postura, recta y firme, de persona buena.

La madre de Inés, Lucía, falleció de un cáncer de páncreas fulminante, dejando una niña huérfana y un viudo desesperado, sin familia ni nadie a quien acudir para ayudarle a criar a su hija. Entre los dos se creó un lazo íntimo y poderoso. Eran el uno para el otro porque no había nadie más con quien compartir una herida que solo ellos conocían. Inés creció en el bar, su pequeña figura era parte del Esperanza y cuando aún no alcanzaba la altura de la barra, ya estaba ayudando a su padre en el bar cuando los estudios se lo permitían. Un sueldo de menos fuera suponía uno de más en casa, así ambos conseguían dos objetivos: estar juntos y ahorrar un dinero. Ninguna figura femenina rompió su simbiosis, Fernando nunca trajo a ninguna mujer ni a casa ni al bar o, al menos, Inés nunca la vio. En ocasiones se confundía si era hija, empleada o amiga y a los dos parecía bastarles así. El padre trazó una línea invisible, una frontera tras la que mantener a su hija a salvo a costa de tragarse su propio miedo, el recuerdo de una sombra que quedó en el norte. Pero la obscena estadística que arrojaba el puente con rítmica precisión estaba a punto de romper los diques que Fernando había construido para Inés y para él mismo.

El bar Esperanza abría temprano, como hacían antes los bares, dejando que se mezclaran los que apuraban la última con los que pedían la primera. Todavía a finales del siglo xx no había albañil que no empezara el día con un carajillo, su café con chupito de coñac, y las casas en construcción no se caían, así que tampoco parece que pasara nada tan grave. Pronto llegaba el churrero, Jacinto, que paraba a las seis en punto y dejaba sobre la barra una bolsa de papel marrón con diez docenas de churos y cuatro de porras. También un saco con treinta pistolas de pan. Para las diez y media, y a pesar de que algunos clientes protestaban por lo temprano de su ausencia, de los churros solo quedaba la translúcida bolsa de papel grasiento. Fernando se defendía diciendo que el churro se preparaba temprano y por eso lo comía quien madrugaba. Y fin de la discusión, porque Fernando Corbal mandaba en los churros y en el bar. Antes de salir de casa hacía dos tortillas de patata, adelantando el primer pincho de los más madrugadores: una con cebolla y la otra sin, que así tenía para las dos Españas.

Cuando llegaba a la puerta del bar, siempre sobre las seis menos cuarto, se daba la vuelta para regodearse en el privilegio que se abría ante él, que a esas horas casi estrenaba la ciudad: la enorme nueva Catedral de la Almudena, con sus piedras blancas tan poco manchadas de polvo de ciudad. Al fondo, el Palacio Real iluminado era colosal, pero lo que más atraía a Fernando en su vistazo matutino era el camino tenue que se formaba hasta llegar a la pared celestial. Ese viaducto iluminado por las farolas y cubierto tantas veces de niebla parecía una senda hacia un mundo desconocido y, al mismo tiempo, jalonado de peligros, misterioso y apagado, como una calzada entre dos mundos. No dejaba de sentir una falta, una ausencia que, con un pellizco de algo parecido a la angustia, terminaba al girar la vista. A veces se la llevaba el viento y otras las guardaba bien dentro de él. “Cuánta gente desde ahí, cuántas almas rotas acabaron con su vida con un salto”. Y Fernando revivía, por un instante, su sueño, aquella horrible pesadilla que le devolvía al sudor y al mar, imaginando que era él mismo quien saltaba, quien terminaba con todo y se estrellaba contra ese suelo, tan lejano desde arriba pero que tan rápido se acercaba dentro de su cabeza.

Ya dentro, Fernando molía el café directamente del grano, llenando de un aroma húmedo y tropical el bar. Siempre se regalaba esos cinco o diez minutos de absoluta calma, de rutina y viejo oficio. Un momento cercano a la plenitud, aunque tuviese que cumplir tantas funciones de obligado protocolo: los platitos de café con cucharita y sobre de azúcar colocados como soldados sobre una caja de cristal que guarda dentro las tortillas recién hechas, algo de bollería que le deja el churrero y palmeritas individuales de chocolate Martínez, que parecen haber estado siempre allí porque siempre son las mismas, a pesar de que las reponía cada mañana.

También aprovechaba para comenzar a cocinar el menú del día, que, como buen montañés, hacía poco pero bueno. Siempre un plato de cuchara, que dejaba cocinando horas a fuego lento, inundado la barra de un delicioso aroma a hogar a medida que avanzaba el día y el cazo. También algunas empanadas, carne guisada; cosas bien hechas y que dominaba de cuando Lucía cocinaba con él en Cantabria. La marca de la casa eran el arroz con leche y las natillas. Pero con todo, lo mejor del menú del Esperanza, como el de los buenos bares de Madrid, es que juntaba a todo tipo de carteras, pretensiones y derrotas, sin importar de dónde venían o a dónde iban después.

No está claro desde cuándo estaba allí ese bar. Fernando Corbal lo compró nada más llegar de aquel viaje relámpago a Madrid, cuando Inés apenas empezaba a hablar. Pero seguro que antes fue colmado, taberna o posada, porque en Madrid los rincones públicos siempre han sido bares, aunque cambien de nombre, de carta y de acento.

La primera hora del bar se dividía entre los de siempre y los de nunca más. Ray Loriga dice que el mejor bar es el más cercano. En Madrid los bares son un refugio tanto cuando te acogen una sola vez como cuando saben que acabarás volviendo a la misma barra, como una extensión incluso más amable que la propia casa. Entre estos últimos destacaba Paco, el portero del 22 de la calle Segovia, quien subía las escaleras de piedra que sorteaban al viejo puente tan pronto como echaba el segundo cubo de agua y lejía cuesta abajo hacia el Manzanares. Dejaba así ese mojado de pompa de jabón, como un río que surca los adoquines entre las aceras. Olía entonces a empezar el día, a cielo aún oscuro pero ya violeta, a limpio y a regado.

Paco parecía tener muchos años, aunque su DNI certificaba poco más de cincuenta. Aun así, la anchura de su espalda era casi tan grande como la de su bondad. Desayunaba un café solo y un montado de lomo con pimientos y queso. Siempre inauguraba la plancha del Esperanza y ni Fernando ni Paco recordaban la última vez que pagó por eso. Después, su chupitode DYC que, casualidades del destino, por algo era de Segovia, aunque más madridista que el mismísimo Buitre. A Fernando el fútbol le interesaba mucho menos que a Inés, a quien Paco trataba como una hija y con la que se permitía el lujo de ser menos padre que Fernando. Por razones obvias y porque de forma natural Paco era el custodio de algo más que el edificio cercano, ese lugar oscuro y espeso que guardaba Madrid, ese que recibe el nombre de las Vistillas no solo por la luz que incendia sus atardeceres, sino porque para muchos son las últimas que ven.

Otro asiduo al primer rato del bar era don Francisco. Le llamaban así por ser cura y para diferenciarlo de Paco, que del clero el portero guardaba más distancia que del pecador. Don Francisco se pirraba por las porras de Jacinto, y eso que el churrero también paraba en el edifico de Bailén 34, retiro dorado de cualquier capillitas que pasara por el Arzobispado de Madrid o la Catedral. Pero ahí estaba peor visto repetir con ansia y, por eso de guardar las apariencias, el sacerdote salía al alba con la excusa de caminar ligero, como bien le venía recomendando el médico tras su reciente jubilación como secretario adjunto del despacho parroquial de la Almudena. Un breve buenos días sucedía al clic del plato al posarse sobre la barra. Y entonces, don Francisco a lo suyo, Paco a su portería y Fernando atento a todo lo demás.

Cuando Inés marchaba a clase, llegaba también la ronda de clientes que gastaba algo más de dinero desayunando, pero también la que se quedaba sin churros. De ellos, la más habitual y fiel al Esperanza era Marta, que como era funcionaria de Correos se podía permitir el lujo de no faltar a su tostada a la plancha y, de cuando en cuando, dos huevos fritos con bacon que le daban fuerza para su obligado recorrido a pie por el barrio de La Latina. Por eso siempre abría ronda en El Esperanza y conocía a Fernando y al resto desde hacía lustros. Marta era un mujer dura, de mediana edad (que ahora es más alta que la mediana anterior), soltera, frágil por dentro y adicta a las novelas de espías de John Le Carré y a las películas de James Bond. Le gustaba imaginarse las vidas de las personas a las que conocía cuando notificaba en persona asuntos de multas, juzgados. Siempre malas noticias. En el único portal en el que paraba más tiempo que en los demás era en Segovia 22. Paco era buen amigo y, aunque Fernando llevase años tratando de unir a dos almas solitarias, Marta era más de leerlas que de protagonizar su propia historia de amor. Por algo era funcionaria y gustaba del orden, la estabilidad y la ausencia de riesgos.

Antes de que Inés se marchara al instituto, Fernando le preparaba un montado de algo, que cambiaba según se diese, solo repetía de tortilla francesa, su favorito. Ahora las clases la ocupaban hasta el mediodía, después ayudaba con los menús en el Esperanza y a las cinco se centraba en sus deberes y compañías, que cada vez reclamaban más tiempo, más aún desde que había conocido a Diego, un chico del instituto que hacía que le picase la tripa y la carne al mismo tiempo. Eso era nuevo para Inés, pero también lo era para Fernando, que se daba cuenta de todo, pero con su habitual parquedad hacía como que ignoraba. Ver a su hija hacerse mayor hacía que se acordara cada vez más de Lucía y eso le llevaba de vuelta a Santander y, entonces, la mirada se le perdía, medio nublada, como el clima de allí, que Madrid nunca terminó de borrar de sus ojos ni de su cabeza.

La televisión no la encendía hasta media mañana. Le gustaba escuchar la radio y todo el bar se llenaba de la voz de Gabilondo. También es cierto que los primeros curritos siempre han sido más de guardar silencio, al menos con más voluntad que los que aparecen después de las ocho. En ese momento callado está lo difícil y lo crudo, lo costoso y el esfuerzo del que sabe lo que vale el café que se paga. Quizá por eso callaban tanto, porque sabían lo jodido que se les venía encima y por eso no eran como los que venían más tarde. Después de las ocho siempre ha sido todo más fácil, porque entonces la ciudad también es más charlatana y ruidosa, casi molesta, y más si llueve. Y Llovía fuerte esa mañana cuando volvió a ser noticia el puente de Segovia por un muerto más. Ni Fernando ni nadie de los de allí se dieron cuenta de nada hasta que lo anunció la radio, interrumpiendo con su mensaje la tertulia, con esa certeza omnipresente que tienen las tragedias que rozan sin dejarse ver:

Hace unas horas, esta misma mañana, la Policía Municipal ha recibido una llamada de un vecino de la calle Segovia al escuchar el estruendo que provocó, al parecer, un cuerpo al chocar contra el capó de un vehículo, en la conocida calle de Madrid. Aparentemente, el suceso tuvo lugar a las cinco y media de la madrugada, con el resultado del fallecimiento de una persona de unos sesenta años de edad. Se desconocen más detalles sobre su identidad.

Fernando levantó la vista hacia la ventana que le permitía un plano directo hacia el viaducto de Segovia.

—Si no fuera por la cantidad de agua que está cayendo del cielo, la gente seguiría ahí parada mirando, vaya tela —pensó en voz alta, mientras una pareja de la Policía Municipal entraba en el bar—. Inés, pon un poco más de serrín donde la puerta, anda.

—Buenos días —se dieron mutuamente, agentes y Fernando.

—Ya imagino por lo que vienen, señores, ¿un café?

—Pues con este frío se agradece.

—Dada la hora del suceso, imagino que usted no estaría aún abierto.

—A las seis menos cuarto suelo hacerlo.

—Por poco.

—¿Le suena esta persona? —preguntó uno de los policías alargándole el brazo para mostrarle una foto.

Un silencio quedó abierto esperando respuesta. Fue en aquel instante en el que alguien dejó de ser un conjunto de iniciales para volver a ser un padre, o una madre, o una hija, o un sobrino. Y es que muy pocos se acuerdan al saltar de que también algo de ellos se queda en el Madrid de los demás, en el de Fernando, en el de Paco, en el de Inés, en el de Marta, en el de don Francisco y en el de cada uno de nosotros.

A Fernando le sonaba mucho una de las caras de la foto. Esa cara, ahora sí, que ya no era un nombre, ni una sombra. Era una persona.

2. La foto

Un día antes Fernando abría el bar como cada mañana menos los domingos. La prensa, que antes la dejaban sobre una ventana, llevaba meses comprándola directamente, puesto que fueron muchas las mañanas que le habían levantado los periódicos. Antes nadie robaba lo de otros, pero ahora la ciudad se había llenado de ajenos a todo.

El quiosco donde compraba era el de Javi, buen amigo y con buen olfato, porque desde hacía algunos años vendía cualquier periódico nacional, internacional, revistas de todos los gustos y colores, además de una innovadora y creciente oferta para niños repleta de juguetes y tebeos que ganaba espacio al tiempo que bajaba la credibilidad del papel. Aunque seguían arrasando el As y el Marca en un país que se rige por las patadas que le dan a una pelota veinte millonarios anabolizados, Fernando compraba también el ABC y El País. Hacía como con las tortillas y tenía para todos. Esos cuatro periódicos los leían al día decenas de personas, de mano a mano y ojo a ojo, dejando cada cual su rastro, su saliva o huella, porque en Madrid no se tira nada y todo sirve para alguien, todo se pasa y se pega y se sigue hacia delante. Javi era, por tanto, el primero que amanecía en todo el barrio de Las Vistillas y otro fijo del Esperanza para comer el menú del día. La mayoría de los quiosqueros de Madrid no abren por las tardes. Esas horas de luz tenue y lenta se aprovechaban para dormir y descansar de su difícil horario, pero Javi dormía poco y tal vez por eso su cara entre amoratada y roja denotaba hipertensión, curtida por el frío de escarcha con que el invierno castiga la estepa castellana. Sus ojos eran pequeños y brillantes al contacto con el aire, como si siempre estuviera llorando por algo, y el cuerpo menudo y torcido, inclinado un poco hacia delante de la de veces que se agachaba a recoger los fardos de periódicos para después colocarlos en un orden impecable y pulcro. A diferencia de los de su gremio, ampliaba el horario porque las tardes le brindaban otra suerte en ventas aprovechando la salida de colegios e institutos, rutas de colegio y tabaco, que este balcón de Madrid siempre ha tenido escasos estancos y cuestas empinadas.

Cuando Fernando recordó la foto que le enseñaba el policía, supo enseguida que Javi también le había dicho algo sobre el tema. Fue la semana anterior, en el café tras el menú al que no faltaban ninguno de la liga del Esperanza. Todos tomaban café en la barra porque preferían comer separados, así que el pitillo y el molido lo dejaban para la tertulia. Paco fue el primero porque siempre se adelantaba a los demás, ahogado de esa impaciencia del que tiene algo nuevo. Lo del palique se ha gastado siempre mucho en Madrid, una ciudad jodidamente cotilla. Y con ese ruido de platitos y tazas, cucharitas y televisión de fondo, se quitaban la palabra los unos a los otros, subiendo cada vez más el tono para hacerse oír.

—Pues bien temprano he visto yo al de Ópera esta mañana subiendo las escaleras de Don Pedro.

—Últimamente ha comprado él mismo el ABC, antes venía un filipino —añadió Javi—, aunque los miércoles siempre venía él en persona a por el Hola para su señora —siguió.

—Yo estuve en su casa el otro día dejando una carta fea, un aviso —dijo Marta.

—Sois un poco cotillas, ¿no? —añadió Inés, que se preparaba para marchar a sus cosas.

—¿Recordáis el cochazo que tenía? ¿Qué era, un Ben­tley?

—El último fue un Rolls, cuando lo llevaba el conductor ese filipino —resolvió, Paco.

—Pues dicen que había engañado a unos cuantos con un asunto de acciones o de bolsa o algo así —siguió.

—El que tiene viruta siempre engaña, ¿o no?

—Yo le vi en la Iglesia el otro día. Primera vez en mucho tiempo. Aunque su mujer siempre donaba bastante dinero, pertenecía a la Orden de las Damas de la Almudena, pero fue sonado que dejó de pagar y de aparecer por la Iglesia —añadió don Francisco.

—Pues en la casa el otro día la cosa no pintaba bien. Estaba todo, no sé, como decadente. Las cortinas todas echadas y la señora apareció como enfadada. Había un malentendido con una dirección —añadió Marta.

—¿Pero no era notario?

—No, no. Ese tenía negocios suyos. Que yo he notificado varias veces en su casa.

—La que es de sujetar es la mujer, esa que dices, Marta, que la veo andando por el barrio con unos pelos que parece una leona—sentenció Paco.

Todos dibujaron una media sonrisa y callaron tras escuchar a Paco. Es lo que hacían cuando se sabe de algo, pero no del todo, aunque también porque a las señoras no se las pone de vuelta con tanta facilidad. Se guarda un respeto, al menos, una distancia, un enredar un poco sin ofender mucho

Inés terminó de recoger y se despidió de Fernando con un beso. Últimamente lo venía haciendo más despacio y Fernando notaba el peso de la culpa cuando ella empujaba sus labios sobre su mejilla. Hay muchos tipos de besos en la mejilla y estos de Inés, desde luego, eran de los que se daban cuando se ocultan cosas. Javi también observó el gesto, porque todos los cabizbajos juegan a ver menos de lo que ven. Aun así notó, como el resto, la ternura de la joven con su padre.

—Pues ayer se pasó por aquí también, y eso sí me extrañó—añadió Fernando.

—¿Por aquí?

—Yo le he visto subiendo del Landó o de sitios de postín, pero no me cuadra verle en estos lares. No te ofendas, Fernando, pero en veinte años no ha parado aquí nunca.

—¿Y qué pidió? —preguntó Marta—. A ver si el problema suyo va a ser la botella y no hemos sabido de nada…

—Qué manía le tienes a la botella, Marta.

— Y tú qué querencia, Paco —se defendió ella.

—Pues tampoco te debería sorprender tanto, Paco, si total, es un tipo del barrio. Estuvo con el director del Caja Madrid de la calle San Francisco y pidió dos cafés.

—¿Con Ramón?

— No, con el nuevo.

— Pero si Ramón era nuevo.

— A Ramón le prejubilaron, el otro, ¿Carlos?

—¿Con cincuenta y pocos te largan ya? —protestó Javi.

—A mí me contó que reducían oficinas y el banco les ofreció esa salida —añadió Marta.

—Quieren sustituir todo por máquinas y encima te cobran por sacar tu dinero. Llevan tres directores en dos años —terció Javi.

—Hombre, no son una ONG—intervino don Francisco.

—Pues con nosotros no suele haber problema —añadió Fernando.

—Ya, pero que te tomen el pelo es distinto, Fernando, ¡no seas gallego, joder!

—No soy gallego, Paco, soy de Santander, que para los de Madrid cualquier sitio por encima de Burgos es lo mismo.

—Y yo no soy de Madrid, Fernando, soy de Segovia, que para los del norte todo lo que no tiene mar es Madrid.

—¡Espera! ¿No es ese que va por ahí? —dijo Marta al ver su figura al otro lado del cristal del Esperanza.

Fuera, en Bailén, Luis caminaba sin prisa. Apenas miraba alrededor, manteniendo la vista fija en el suelo y cambiando el peso de su cuerpo de una forma casi imperceptible, como levitando en la morosidad de sus pasos.

Por las tardes, sobre todo en invierno, en Las Vistillas pega un sol que apenas permite mirar al oeste. Es tal la fuerza que tienen sus rayos que el mero hecho de tratar de hacerlo ciega, llena de sombras las pupilas y eso hace perder el equilibrio. Es una de esas fuerzas inexplicables, radiantes y que deja huella en esta ciudad, como su noche eterna o sus mil acentos, que hacen que a los gatos se nos pegue cuando viajamos por España de las ciudades que visitamos, uno de los peajes que se paga por ser la capital de tantos. Pero esa luz no evitó que Luis quisiera tratar de enfrentarse un segundo, le atraía ese destello, como si fuese un camino al cielo, una salida celestial que nadie terrenal podía ofrecer, la ayuda divina, aunque un segundo después siguiera pensando en dejarse caer. Si total, ya estoy casi muerto, se dijo para sus adentros.

—Esto no me lo arregla ni el mismísimo Dios y los milagros no existen —farfulló.