El reino del amor - Barbara Cartland - E-Book

El reino del amor E-Book

Barbara Cartland

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Lord Victor Brooke ha disgustado a su madrina, Su Majestad la Reina Victoria, con su última indiscreción con una de sus más atractivas señoras de honor, y en consecuencia , el castigo de su madrina, ha significado perder la Temporada Social en Londres! Las órdenes de su Majestad, es escoltar la Princesa Sydella de dieciocho años a Zararis, que va a casarse con el Rey Esteban, que ha solicitado una novia Inglesa. Así su pequeña Nación, recibirá la protección del Imperio Británico contra las incursiones rusas. Aburrido y avergonzado, Lord Victor , lo enfrenta como una "misión secreta" que tiene de cumplir, pero lo que él no sabía, es que su mentira, está a punto de hacerse realidad. Tan pronto como se embarcan, el acorazado británico, se sorprende al encontrarse a sí mismo, cautivado por la belleza única de la Princesa y su encantadora alegría de vivir, y cuando por destino, él la salva de morir, de una bomba puesta, por un asesino, a su llegada a Zararis, que sería una muerte segura en el mar, él gana su corazón, ya que ella, ya había ganado el suyo. Sin embargo saben, que antes de cumplirse el amor, todo está perdido para Sydella, ya ella, está comprometida para casarse con el Rey de Zararis. Será que la fuerza deste amor, és más fuerte que las ordenes de Destino?

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Seitenzahl: 158

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Capítulo 1 1888

LORD Víctor Brooke llegó al Castillo de Windsor sintiéndose como si fuera un niño de escuela al que hubieran ordenado presentarse en el despacho del director.

Sabía muy bien que tenía problemas. Lo que era aún peor, sabía que hombres más distinguidos y mayores que él, habían temblado sólo con pensar en tener que comparecer ante la Reina Victoria.

Sólo se debía a la mala suerte, pensó, el que se encontrara en semejante situación. Había sucedido la semana anterior, cuando se hospedaba en el Castillo para asistir a una cena que había resultado en extremo aburrida. Se daba en honor del Embajador de un pequeño país europeo de poco relieve.

Lord Víctor se había pasado toda la cena bostezando. Le había tocado sentarse entre un político jactancioso y la esposa del Embajador, que era bastante fea.

Sabía bien que lo habían invitado no sólo porque la Reina era su madrina, sino también porque a ella le agradaban los hombres apuestos. Tendría que haber sido muy estúpido, que no lo era, para no darse cuenta de que era en extremo bien parecido. Casi no había mujer que, al verlo desnudo, no lo comparara con un dios griego.

Como tercer hijo del Duque de Droxbrooke, Lord Víctor era bien recibido en todas las casas distinguidas del país. Lo invitaban a todos los bailes, recepciones y cenas que se ofrecían para la nueva generación. Era verdad que las madres ambiciosas no lo consideraban un gran partido matrimonial, con dos hermanos mayores, tenía pocas posibilidades de llegar a convertirse en Duque.

Los Droxbrooke formaban una de las familias más antiguas y distinguidas de Inglaterra. Para todo el mundo era un privilegio contarse entre sus amistades.

Lord Víctor, por lo tanto, no estaba interesado en las debutantes, ni siquiera en casarse. Disfrutaba enormemente de la vida, perseguido, o como él prefería pensar, persiguiendo a las hermosas mujeres que rodeaban al Príncipe de Gales. Eran, discretas pero regularmente, infieles a sus esposos.

Había sido el Príncipe de Gales quien había convertido en aceptable el que un caballero tuviera un romance con Dama de su misma clase social. La sociedad había aceptado aquella actitud con deleite. Se esperaba que los maridos hicieran caso omiso de las infidelidades de sus esposas, mientras ellas fueran discretas. De ninguna manera debía hablarse de ello fuera de los cerrados círculos del que se conocía como grupo de la Casa Marlborough.

A Lord Víctor le resultaba sencillo ir de saloncito íntimo en saloncito íntimo y esto se debía a que no sólo era apuesto, sino también encantador. Las mujeres que lo contaban entre sus amores, lo consideraban como «un trofeo» aunque fuera sólo por poco tiempo.

Independientemente de las costumbres que imperaban entre los miembros del grupo de la Casa Marlborough, todos conocían muy bien las normas estrictas que regulaban la vida en el Castillo de Windsor. La Reina guardaba con una moral casi obsesiva el dolor por el Príncipe consorte fallecido.

La semana anterior, el aburrimiento de la cena había hecho que Lord Víctor volviera los ojos en dirección a la única Dama de Honor atractiva de Su Majestad.

La Condesa de Weldon tenía casi la misma edad que él. Cuando sus ojos se encontraron a través de la mesa comprendió que a ella le estaba resultando la velada tan aburrida como a él. Más tarde, los caballeros se reunieron con las Damas en el salón, se las arregló para acercarse a ella.

Al dirigirle ella una sonrisa, vio que había una invitación inconfundible en sus ojos y un mohín provocativo en sus labios. Era una mirada que él conocía demasiado bien, de hecho, le resultaba difícil recordar alguna ocasión en que una mujer no lo mirara de aquella forma.

Le hizo un cumplido a la Condesa y ella fingió sentirse tanto sorprendida como avergonzada por ello. Sin embargo, era sólo fingimiento. Durante aquellos momentos, Lord Víctor pensó que la reunión se hacía un poco menos insoportable que antes.

Como la Reina tenía los ojos fijos en él, se las arregló para entablar algunas conversaciones con varios de los invitados. Pero cuando habló con la Condesa de nuevo, después de que la Reina se retirara, sabía muy bien lo que se esperaba de él.

El Castillo de Windsor era un laberinto de pasajes, corredores y escaleras. Había desafiado a muchos visitantes a lo largo de los años. En ese sentido había corrido de boca en boca el relato de un caballero por todos los Clubes de St. James.

El caballero había intentado encontrar su dormitorio, pero fracasó. Como había cenado mucho, tras deambular perdido por el Castillo, se sentó en un sofá y se quedó dormido. A la mañana siguiente, lo descubrió muy temprano una doncella, que se puso histérica pensando que era un ladrón. Era una curiosa anécdota que persiguió al infortunado durante el resto de su vida.

El Palacio había generado muchos relatos más, incluso el de un huésped que al abrir la puerta del que pensaba que era su dormitorio, encontró a Su Majestad sentada en su tocador con el cabello suelto.

Sin embargo, Lord Víctor conocía el Castillo de Windsor mejor que la mayoría de la gente. La Reina lo había invitado desde que era pequeño. Entonces le resultaba divertido explorar el Castillo, subir a las Torres y deslizarse por los pasamanos.

Pero aquella noche pensó al fin que la visita había valido la pena gracias a la Condesa de Weldon. Cuando finalmente, tras un ligero titubeo, encontró el dormitorio de la Condesa se dio cuenta, con incomodidad, de que estaba muy cerca de Su Majestad.

Estaba situado en la parte del Castillo reservada para las Damas de Honor en servicio. A pesar de todo, ni cuando abrió la puerta ni cuando la cerró con llave tras él, pensó en el riesgo que corría, sólo pensaba en Nancy Weldon.

En verdad era preciosa y el cabello suelto sobre los hombros realzaba su belleza. La luz de la vela iluminaba la habitación apenas lo suficiente para revelar la blancura de su piel y las curvas de sus senos bajo un diáfano camisón.

Lord Víctor se acercó a la cama y permaneció de pie mirándola.

−¡Eres preciosa, Nancy!− dijo con suavidad.

−Es lo que deseo que pienses− respondió ella y le tendió los brazos.

Nancy, quien como suponía, era insaciable, se aferró a él dificultándole su marcha.

−Será mejor que me vaya− le dijo−, no deseo arriesgarme a encontrar a algún soldado en servicio o a alguno de esos molestos guardas nocturnos que deambulan por los pasajes.

−No puedo soportar que me abandones− dijo ella con suavidad−. ¿Cuándo volveré a verte?

Era una pregunta que todas las mujeres le hacían cuando iba a dejarlas. Como sabía que estando ella comprometida con sus deberes en el Castillo de Windsor iba a ser difícil que se reunieran de nuevo.

−Debemos pensar en ello− respondió él.

Ella empezó a protestar, pero él se levantó, se puso la bata y cogió la vela con la que se había alumbrado en el camino. Se inclinó para besarla y dijo:

−Buenas noches, Nancy, y gracias por hacerme tan feliz.

Aquello lo había dicho muchas veces. Lo decía con una gracia que, invariablemente, emocionaba a la mujer con quien hablaba.

−¡Volvamos a vernos pronto!− rogó la Condesa.

Lord Víctor ya estaba cruzando la habitación cuando la oyó.

Se volvió para sonreírle mientras abría la puerta. Cauteloso, miró hacia ambos lados antes de salir. Todo estaba en silencio. Cerró la puerta con suavidad y echó a andar deprisa por el corredor. Al dar la vuelta a una esquina tropezó violentamente contra alguien que iba en dirección contraria.

Era una mujer.

A la luz de las velas, la de él y la de ella, vio que era la Marquesa de Belgrade. Llevaba un elaborado camisón con adornos de encaje y un gorro de dormir a juego. Lord Víctor abrió los labios para disculparse, pero ella le espetó en tono cortante:

−¡Lord Víctor! ¿Qué hace por aquí a esta hora de la noche?

−Me temo que me he perdido− respondió Lord Víctor−. ¡Estos corredores son un verdadero laberinto!

Mientras lo decía se alejó a buen paso, con la esperanza de que la Marquesa no hubiera visto de qué dirección venía. Sin embargo, al abandonar el Castillo de Windsor más tarde, por la mañana, estaba seguro de que ya le habían relatado a la Reina lo sucedido. No se había puesto en contacto con Nancy Weldon desde entonces, por la sencilla razón de que hubiera tenido que enviar su carta al Castillo.

Cuando cuatro días más tarde recibió la orden de presentarse en audiencia con la Reina, comprendió que tenía problemas.

Como estaba un poco atemorizado, hizo algunas preguntas acerca de la Marquesa. Se enteró, como hubiera debido esperar, de que era la Dama de Honor de más edad. Por lo tanto, estaba más o menos a cargo de las que eran más jóvenes y, por supuesto, mucho más atractivas que ella. Lord Víctor se enteró de que no agradaba a nadie en el Castillo.

Pero aquello no mejoraba su posición.

Un ayuda de campo lo saludó en la puerta. Lo escoltó a través de los zigzagueantes pasajes y escaleras que conducían a las habitaciones privadas de la Reina.

Lord Víctor conocía muy bien el camino. Sin embargo, era evidente que el recibimiento que le estaban dando, indicaba mejor que mil palabras que estaba en un aprieto. Si el ayuda de campo hubiera sido un hombre joven, le habría preguntado, de forma confidencial, qué sucedía. Pero era un hombre mayor y resultaba evidente que no tenía deseo alguno de mostrarse agradable ni amistoso. Por lo tanto, Lord Víctor lo siguió, sin hablar.

Hicieron una pausa habitual antes de acceder a las habitaciones de la Reina. Su acompañante tuvo una conversación en susurros con otro ayuda de campo que estaba de servicio. Era un procedimiento que a Lord Víctor, por lo general, le divertía. Pensaba que eran un montón de tonterías, sólo para impresionar a los visitantes, fueran quienes fueran. Sin duda, creaban una atmósfera de temor y respeto. Sin embargo, en aquella situación no pudo evitar sentirse un poco aprensivo.

El ayuda de cámara que había entrado a la habitación para anunciarlo, salió andando de espaldas, mientras decía:

−Su Majestad lo recibirá ahora.

Era una habitación que Lord Víctor conocía muy bien.

Allí estaban las fotografías en marcos de plata que viajaban con la Reina a todos los lugares a donde iba. Rodeada por pequeñas mesas repletas de objetos de arte, estaba la Reina, vestida de negro.

Era de pequeña estatura, pero su autoridad e impacto resultaban abrumadores. Su Majestad ya había celebrado los cincuenta años de reinado.

Lord Víctor no pudo evitar pensar en la evolución sin precedentes que había adquirido en viajes, comunicaciones, educación, así como en el poder político durante ese tiempo.

Ella, en aquel momento, gobernaba un enorme Imperio que abarcaba tres cuartas partes de la superficie de la tierra. En la escuela, recordaba, se marcaba en rojo en los mapas. Aunque resultaba sorprendente, todo aquello lo había logrado una pequeña mujer.

Cuando ascendió al trono en 1837, dijo:

−Lo haré muy bien.

Entonces, pensó Lord Víctor, la mayor parte del mundo se inclinaba ante ella. No era de extrañar que inspirara temor.

Lord Víctor anduvo despacio hacia la Reina y notó que ella lo miraba sin sonreír.

Sin embargo, cuando se inclinó ante ella y le besó primero la mano, y como ahijado que era, después la mejilla, le pareció que sus ojos se suavizaban.

−He mandado a buscarte, Víctor− dijo con su voz clara, ligeramente endurecida—, porque deseo que cumplas una misión.

−Me siento honrado, señora− respondió Lord Víctor.

Sin embargo, se daba clara cuenta de que, en realidad, se trataba de un castigo.

−Hace tiempo que he pensado que deberías hacer algo por tu país− continuó la Reina−, en lugar de dedicarte sólo a la diversión, como tengo entendido que haces... últimamente.

Hubo una ligera pausa antes de la última palabra.

−Por supuesto− respondió Lord Víctor−, será un placer hacer cualquier cosa que Su Majestad ordene.

Aquello estaba muy lejos de ser verdad. Sin embargo, no tenía más alternativa que mostrarse complacido ante cualquier sugerencia.

−Siempre he creído que el viajar enriquece la mente− dijo la Reina−, y creo, Víctor, que llevas tiempo sin salir al extranjero.

−Fui a París hace dos meses− respondió Lord Víctor−, pero fue sólo una corta visita.

−¡París!− exclamó la Reina.

Era evidente que no pensaba en las riquezas culturales de Francia, sino en lo que habría hecho él en París y con el tipo de gente que habría pasado su tiempo allí.

Su mirada se endureció al decir:

−No deseo criticar, pero lo que he oído de París me hace pensar que no es el lugar adecuado para que un joven desperdicie su tiempo… ni su dinero.

Lord Víctor no pudo evitar preguntarse qué le habrían contado a la Reina. Podía comprender muy bien que ella reaccionara así.

−Lo que te pido que hagas en este momento− continuó la Reina−, es que visites un país que es diferente en todos los sentidos a cualquier lugar donde hayas estado hasta ahora, y que necesita la protección de Gran Bretaña y de mi Imperio

Había una innegable nota de orgullo en la voz de la Reina al decir las últimas palabras. Lord Víctor sabía que la política de la Reina consistía en extender su protección a casi todos los pequeños países de Europa. Casaba a sus familiares con Reyes y Princesas, para que pudieran gobernar bajo la protección del Reino Unido. Recordó haber escuchado mencionar a alguien la semana anterior en el Castillo de Windsor que había casi veinte Tronos en esas condiciones.

Se preguntó si todavía podría haber muchos más. Como si adivinara lo que Lord Víctor pensaba, la Reina dijo:

−Te enviaré, Víctor, a Zararis.

Lord Víctor se mostró estupefacto.

−¿Zararis, Señora?− repitió.

−Es un país pequeño− explicó con rapidez la Reina−, pero estratégico porque se encuentra en el Mar Egeo, rodeado por países donde se están infiltrando los rusos.

Hizo una pausa antes de agregar cortante:

−Debes estar enterado de lo que sentimos por los rusos en este momento.

−Sí, por supuesto, señora− admitió Lord Víctor.

−El Rey Stephan me pidió que le proporcionara esposa. Por lo tanto le enviaré a la Princesa Sydella de Troilus, y tú la escoltarás a Zararis como mi representante para la boda.

Lord Victor estaba muy asombrado.

Ese tipo de tareas se asignaban, tradicionalmente, a hombres de mucha más edad y, por lo general, políticos. A la vez, se daba cuenta de que ella, en verdad, le quería imponer un castigo muy efectivo. El sabía lo profundamente aburrida que iba a ser su tarea.

La Princesa Sydella, estaba seguro, sería joven, fea y tonta. Sin duda sería miembro de la familia Saxe-Coburg, a quien la Reina trataba como si fuera la propia. La acompañarían dos Damas de Honor, el Embajador de Zararis y su esposa y, tal vez, algún hombre de Estado ya maduro, y por último, él.

Casi podía ver a Su Majestad planeándolo todo en su cabeza. Un mes o dos de aburrimiento, serían para él lo equivalente a ser enviado a prisión o al purgatorio. Le pareció ver una expresión de triunfo en el rostro de la Reina, quien observaba su reacción. Sin embargo, estaba decidido a no darle la satisfacción de demostrar que había tenido éxito en su propósito de desmoralizarlo.

−Suena en extremo interesante, señora− dijo− y, por supuesto, me esforzaré cuanto me sea posible por representar a mi país como Su Majestad desearía, y por hacer que el Rey Stephan se dé cuenta de lo extremadamente afortunado que es al contar con el apoyo de Su Majestad y con su generosidad para buscarle una esposa.

−Saldrás dentro de tres días− dijo la Reina−. La Princesa viajará a Zararis por mar, en el H.M.S Victorious.

−Sólo me queda agradecer a Su Majestad el ser tan amable conmigo− dijo Lord Víctor−, como para honrarme con lo que sin duda será un deber muy excitante.

Se obligó a pronunciar las palabras con tal tono de sinceridad que estaba seguro de haber sorprendido a la Reina. Sólo durante un momento pareció que ella se preguntaba si estaría cometiendo un error.

Entonces dijo cortante:

−Te dará todos los pormenores de Zararis, lo cual es muy importante, el Primer Ministro, el Marqués de Salisbury, y a tu regreso deseo un informe del país, que al menos es lo bastante sensato como para pedir nuestra protección.

Apretó los labios antes de añadir:

−Tengo entendido que Rusia se está convirtiendo cada vez más en una amenaza para los Balcanes y debemos hacer todo lo que podamos para recluirla dentro de sus fronteras.

−Sí, por supuesto, señora− admitió Lord Víctor−. Dejaré muy claro que si Zararis está bajo la protección de la bandera inglesa, es una zona intocable. De ninguna manera debe permitirse que inciten a los zararianos a la rebelión.

Estaba bien enterado de que eso había sucedido ya en otros muchos estados de los Balcanes. El Gobierno británico se había sentido profundamente perturbado por aquello. Se habían desarrollado discusiones en el Parlamento y se habían enviado navíos de guerra ingleses al Mar Egeo, como una advertencia a los rusos para que no fueran demasiado lejos.

−Te veré a tu regreso− dijo la Reina.

Lord Víctor comprendió que lo estaba despidiendo. Por lo tanto le besó de nuevo la mano y la mejilla antes de salir de la habitación. Al encontrarse ya fuera pensó que, al menos, había logrado controlarse.

Sin embargo, era consciente de que la Reina pensaba que le había dado una lección que no olvidaría fácilmente. Ella sabía perfectamente bien lo que significaba enviarlo a Zararis en mayo. Se perdería los bailes y las fiestas sociales que tenían lugar todos los días durante aquella temporada. También se perdería los partidos de Polo, en los que destacaba, las carreras de Ascot que eran durante la segunda semana de junio y muchas otras diversiones. Ya había aceptado docenas de invitaciones.

Se preguntó mientras salía del Castillo de Windsor si podría fingirse enfermo. Tal vez un milagro o un accidente afortunado lo salvaría en el último instante Tal vez así el H.M.S. Victorious zarpara sin él. Sin embargo, sabía que si se atrevía a desafiar a la Reina, ella jamás lo olvidaría ni le perdonaría.

Lo único que podía hacer era fingir que la misión con su intención de castigo era algo que a él realmente le entusiasmaba. Tendría que engañar no sólo a la Reina, sino también a• sus amigos. Ésa sería la tarea más difícil. Comprendía muy bien que todos sabían que escoltar al altar a una jovencita de sangre real, sería un aburrimiento más allá de toda descripción. A ninguno de los jóvenes miembros del Club White la idea le provocaría otra cosa que un bostezo.

«¡Que me aspen si permito que se rían de mí!», se dijo.

A la vez, sabía que no había a nadie más que culpar del asunto que a él mismo y, por supuesto, al innegable encanto de Nancy Weldon.

Mientras conducía rumbo a Londres pensó que echaría de menos el nuevo par de caballos que tiraban de su carruaje. Le habían costado muy caros, pero pensó que, sin duda, valían lo que había pagado por ellos. Por otra parte, aquel gasto le había supuesto tener que ahorrar en otras cosas. Como Hijo tercero, la asignación que recibía no era muy abundante.