El reloj de las estrellas 2. Los niños de las Tierras Bajas - Francesca Gibbons - E-Book

El reloj de las estrellas 2. Los niños de las Tierras Bajas E-Book

Francesca Gibbons

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Beschreibung

La emocionante segunda parte de la trilogía El reloj de las estrellas. Las hermanas Imogen y Marie vuelven a traspasar la puerta del árbol para encontrar a un Yaroslav completamente cambiado. Miro es rey, pero no le gusta nada. Anneshka ya no es reina… y no le gusta nada. Cuando Anneshka escucha la profecía de que gobernará el más grande de los reinos, secuestra a Marie, creyendo que es una pieza clave para que se cumpla, y pone rumbo a las montañas. Imogen y Miro salen tras ellas, pisándoles los talones. Pero lo que encontrarán en las tierras bajas del otro lado de las montañas volverá a cambiarlo todo y se enfrentarán a amenazas que jamás habrían imaginado, tanto humanas como no humanas. Maravillosamente ilustrada por Chris Riddell, emocionante y divertida, la trilogía El reloj de estrellas es una fantasía atemporal que se desarrolla en un mundo nuevo y asombroso. Es hora de volver a un mundo mágico… Sobre El reloj de las estrellas. El corazón de las montañas: «Un libro de lo más llamativo, con una trama que nos da todos los vibes a Narnia y que, por si fuera poco, es una lectura ideal para los más jóvenes. Sin duda, si la literatura juvenil te gusta tanto como a mí, cuando leas la sinopsis te vas a quedar prendada.» Rosa en cenizas

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Seitenzahl: 485

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Título original: A Clock of Stars. Beyond the Mountains

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A., 2022

Avenida de Burgos, 8B – Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

 

© del texto: Francesca Gibbons, 2021

© de las ilustraciones: Chris Riddell, 2021

© 2022, HarperCollins Ibérica, S. A.

© de la traducción: Sonia Fernández-Ordás, 2022

© HarperCollins Children’s Books, editorial de HarperCollinsPublishers Ltd.

HarperCollins Publishers 1 London Bridge Street London SE1 9GF

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

 

 

ISBN: 978-84-18774-51-5

 

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

El reloj de las estrellas: Los niños de las tierras bajas

Créditos

Dedicatoria

Personajes

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Parte 2

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Parte 3

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Parte 4

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Capítulo 92

Parte 5

Capítulo 93

Capítulo 94

Capítulo 95

Capítulo 96

Capítulo 97

Capítulo 98

Capítulo 99

Capítulo 100

Capítulo 101

Capítulo 102

Capítulo 103

Capítulo 104

Capítulo 105

Capítulo 107

Capítulo 108

Capítulo 109

Capítulo 110

Capítulo 111

Capítulo 112

Capítulo 113

Capítulo 114

Capítulo 115

Capítulo 116

Capítulo 117

Epílogo

Gracias a…

 

 

 

 

 

 

Este también es para Mini y Bonnie

Personajes

 

 

 

No es a mi madre a quien temo

ni la ira de mi padre he de temer,

pues los dos me necesitan

para que los atienda en su vejez.

 

Pero hay monstruos con coraza

que llenan de temor mi corazón.

Secuestran niños traviesos,

o eso es lo que mi madre me contó.

 

No es la oscuridad lo que temo.

Y no ruego que llegue la aurora,

pues estas bestias siempre acechan

día y noche, a todas horas.

 

Precaución si llaman a la puerta.

Cuidado con el orco.

Guardaos de las jaulas que traquetean.

Son implacables con la juventud.

 

No es a mi madre a quien temo

ni la ira de mi padre he de temer,

pues los dos me necesitan

para que los atienda en su vejez.

 

 

Canción infantil de las Tierras Bajas

1

 

 

 

 

 

Los árboles se apartaban al paso de Ochi, abriendo un sendero en la oscuridad. Ochi avanzaba con paso firme. Conocía bien el camino entre los árboles; no en vano era la bruja del bosque. Un poni la seguía a distancia prudencial. Bien sujeta sobre la silla había una funda de almohada que contenía un reloj muy extraño.

Anneshka Mazanar seguía al poni con unos andares nada regios. Caminaba rezongando y dando tropezones entre los árboles. El dragón mecánico de Andel le había chamuscado las manos y la cara. Había perdido un zapato y tenía el vestido de novia hecho jirones. Llevaba arrastrando unas zarzas que se le habían enganchado en las enaguas y crujían como una larga cola de seda y púas. Por muy dolorosas que fueran las quemaduras, Anneshka sentía un dolor aún más fuerte al pensar en todo lo que había perdido. Había estado a un tris de que la coronaran reina. A un tris de alcanzar su destino.

Pero ahora Drakomor había muerto. Y los habitantes de Yaroslav no tardarían en enterarse de todo lo que ella había hecho, de las personas que había matado y de la huida del príncipe… Anneshka se imaginó la reacción de su madre. «Podías haberte casado con el rey, pero ¡oh, no! tuviste que encargar un dragón, tuviste que prender fuego al castillo. ¡Chiquilla estúpida! ¿Qué van a decir los vecinos?». No. Anneshka no pensaba volver a Yaroslav. La bruja era su única esperanza.

Ochi seguía en cabeza, con paso firme y el farol en la mano. Era alta y delgada, con la piel pálida y el pelo negro. Había ofrecido cobijo a Anneshka. Quizá también le ofrecería respuestas.

La bruja sabe dónde estoy destinada a gobernar, pensó la joven. Apretó los dientes y retomó el camino cojeando. Aún puedo ser dueña de un castillo y un reino. Se lo demostraré a mi madre. Se lo demostraré a todo el mundo.

La cabaña de Ochi apareció de improviso. Anneshka no veía nada más que árboles, y de pronto se encontró junto a una vieja casa. Ochi estaba ocupada desensillando el poni, así que decidió entrar. Había una chimenea y unos muebles destartalados. Había un montón de vasijas de barro y un pollo dormido en un cajón. Así de bajo he caído, suspiró Anneshka derrumbándose sobre una silla.

Una vasija empezó a traquetear sobre la repisa de la chimenea. Anneshka levantó la vista. Estaba inmóvil.

—Este lugar me está volviendo loca —murmuró al tiempo que alcanzaba una banqueta para poner los pies en alto. Tenía un pie desnudo y ensangrentado. El otro aún conservaba un zapatito de seda cubierto de mugre.

—Eso es, pequeña, ponte cómoda —dijo una voz ronca a su espalda.

La joven se puso en pie de un salto. La voz pertenecía a una mujer muy anciana. Tenía la piel arrugada y las carnes enjutas. Anneshka recorrió la estancia con la vista en busca de algún objeto punzante.

—No tengas miedo —dijo la bruja con voz sibilante—. Soy yo la única que cambia. Estoy segura de que eres tan hermosa por dentro como por fuera.

Anneshka retrocedió. ¿Era…?

—¿Ochi?

—¿Qué esperabas? —repuso la mujer—. Nadie es eternamente joven.

A Anneshka no le gustó nada su sonrisa, pero sabía que estaba diciendo la verdad. La joven bruja y la anciana eran la misma persona. Anneshka reconoció los ojos.

—Será mejor que eche un vistazo a esas quemaduras —dijo la Ochi anciana. Abrió un cajón y sacó dos caracoles.

—¿Qué vas a hacer? —exclamó la joven—. ¡Aparta esos bichos de mi vista!

—No serás reina de ningún sitio si te mata una infección —dijo Ochi mientras se acercaba renqueante—. Esas heridas necesitan tratamiento.

Los caracoles seguían ocultos en sus conchas. Anneshka se miró las ampollas de las manos, abrasadas por el fuego del dragón.

—Muy bien, de acuerdo —accedió con una mueca desdeñosa—. Haz lo que tengas que hacer.

Ochi colocó los caracoles sobre las muñecas de la joven y acarició las conchas con los dedos deformados hasta que sus habitantes salieron a la luz. Anneshka contuvo las ganas de lanzarlos al otro extremo de la sala. La horrorizaba que tuvieran los ojos en los extremos de los tentáculos.

—Tienes quemaduras en la cara —observó la bruja.

La joven arrugó la nariz, pero era verdad que notaba alivio en las manos… Dejó que Ochi le colocara un caracol en la barbilla. Notó el pie frío de la criatura subiéndole por la mejilla y el puente de la nariz.

Cuando Ochi terminó, las quemaduras de Anneshka estaban cubiertas de una fina capa de baba iridiscente.

—Más te vale que funcione —refunfuñó.

La anciana dejó los caracoles en el suelo y emprendieron su largo camino de vuelta al cajón.

—Menuda reina vas a ser —suspiró la bruja mientras tomaba asiento.

—¿Reina de qué? ¿Reina de dónde? —le espetó Anneshka.

—Puedo preguntárselo a las estrellas… si es que estás dispuesta a pagar.

Una vasija empezó a agitarse junto a la silla de Ochi. La bruja la apartó con el pie.

—Me ocultas algo —dijo la joven—. ¿Qué hay en esos cacharros?

—No te oculto nada, niña. ¿Por qué iba a hacerlo?

Anneshka miró a la anciana con el ceño fruncido. Tenía un aspecto frágil; un saco de huesos con una cáscara de huevo por cabeza. Sería fácil partirle el cráneo, pensó, y ver si afloran los secretos. Las vasijas que había junto a la ventana tenían los tapones sellados. Anneshka alcanzó una sin ningún miramiento y leyó la etiqueta.

W. Lokai

La etiqueta no le decía nada. Alcanzó otra, dejando huellas de baba.

S. Zárda

Jamás había oído de ninguna poción con ese nombre.

Una de las vasijas no tenía tapón. Anneshka curioseó en su interior, casi esperando que una rana saliera de un salto. Estaba vacía, así que miró la etiqueta.

V. Mazanar

—¡Esa es mi madre! —exclamó—. ¡Ese es su nombre! —Se tomó un instante para rehacerse—. ¿Por qué hay una vasija que lleva el nombre de mi madre?

—Ven —dijo la bruja—. Es hora de descansar.

—¡Dímelo ahora!

Anneshka se acercó a los caracoles y levantó el pie que aún conservaba el zapatito sobre uno de ellos.

—Es demasiado tarde. Te lo contaré por la mañana.

La joven dejó caer el pie y se deleitó al oír el crujido.

—¡Mi caracol! —gimió Ochi con una mueca de dolor.

—Habla —ordenó Anneshka.

Dejó el pie descalzo suspendido sobre el segundo caracol.

—Tu madre encargó una profecía el día que naciste —respondió Ochi—. Le dije que serías reina.

El dedo gordo de Anneshka presionó la concha del caracol.

—Eso ya lo sé.

 

 

—¡Por favor! ¡A Boris no! —rogó la bruja, y empezó a hablar apresuradamente—. Cuando tu madre muera, pagará la profecía con su alma. La guardaré en esa vasija. —La mujer hizo una pausa. Parecía avergonzada—. Cada alma que se entrega libremente me concede más tiempo en este cuerpo.

Anneshka levantó una ceja y se apartó del caracol.

—¿Coleccionas almas para alargar tu mísera vida?

Había vasijas en los estantes y apiladas en los rincones, vasijas sobre la mesa y debajo de la silla. Anneshka miró a la bruja.

—Pero ¿cuántos años tienes?

Ochi no apartó la mirada del caracol mientras este se escondía debajo de un armario con lentitud.

—Tengo veintitrés años —susurró—. Setecientos veintitrés.

2

 

 

 

 

 

Alguien había robado las llaves de las ventanas del aula 32C. En el exterior transcurría uno de los días más calurosos del año. En el interior, una clase se estaba asando viva. El señor Morris también se estaba asando.

—Abrid el libro por la página ocho —indicó, y cruzó el aula tan despacio como un lagarto en un terrario.

Imogen pasó las páginas con rapidez. Se detuvo y vio la fotografía de un astronauta que miraba por una ventana en forma de burbuja.

—«Esa es la Tierra —decía el texto—. Es nuestra casa. Ahí es donde está nuestro hogar».

Imogen se preguntó si el astronauta sentiría añoranza o entusiasmo al contemplar la Tierra desde aquella perspectiva nueva y extraña. Miró a su profesor. No estaba hablando de astronautas. Hablaba de las diferencias entre líquidos y sólidos.

El sudor es un líquido, pensó Imogen mientras veía cómo resbalaba una gota por el rostro del señor Morris. El tiempo es sólido, siguió pensando. Nada puede hacerlo transcurrir más deprisa. Faltaban cinco minutos para terminar su primera semana en el instituto. No había sido un mal comienzo. Había hecho amigos, le gustaba su tutor, pero todo el mundo la conocía ya como «la niña que desapareció». Menos mal que no se habían enterado de que estaba yendo a terapia. Otros alumnos no paraban de preguntarle si se había escapado o había sido un secuestro. Imogen decidió no contarles la verdad. Jamás creerían que había encontrado una puerta en un árbol, se había hecho amiga de un príncipe y había volado a lomos de un pájaro gigante. Tres minutos para la hora de salir. Imogen intentó concentrarse.

—«Los viajes espaciales pasan factura. Los astronautas de esta misión no podrán ver a sus familias durante cinco años. Y cuando regresen, tardarán muchos más años en volver a adaptarse a la vida normal».

Dos minutos para la hora de salir.

Su madre estaría esperando junto a la verja del instituto. A Imogen no le gustaba nada la idea. Ninguno de los demás padres lo hacía, pero su madre estaba distinta desde su desaparición. Había sido ella quien pensó en llevarla a terapia. Dijo que Imogen necesitaba «ayuda especial». Por lo visto, esa era la expresión para referirse a horas de conversación… Como si hablar pudiera borrarte de la memoria que has estado en un mundo mágico.

Un minuto para la hora de salir.

—A temperatura ambiente, el agua es un líquido —decía el señor Morris. Tenía voz de agotamiento—. Pero cuando se calienta, el agua empieza a… —Sonó el timbre y los alumnos recogieron sus cosas y salieron del aula— … evaporarse —terminó el hombre desplomándose en su silla.

La puerta se cerró de golpe y el aula se quedó en silencio. El señor Morris cerró los ojos. Imogen esperó a que se diera cuenta de que seguía allí. El hombre se llevó una botella de agua a la mejilla. Estaba sentado muy quieto.

—¿Profesor?

El señor Morris se sobresaltó.

—¡Imogen! ¡Pero si aún estás ahí!

—Ya sabe que los astronautas han pisado la Luna. ¿Han estado en otros lugares?

El hombre se apartó la botella de la cara.

—Bueno… sí. La NASA ha enviado sondas a Marte.

—Pero en Marte no hay gente.

—No, Imogen. De momento, no.

Imogen frunció el ceño.

—¿Cree que puede haber otro planeta que los astronautas aún no hayan descubierto? ¿Como nuestro planeta, con personas, animales… pero distinto?

—No lo sé —admitió el profesor—. Pero si existe algo así, estará muy lejos. Aunque tuvieras una nave espacial que viajara a la velocidad de la luz, tardaría muchísimos años en llegar. Seguramente serías una anciana cuando aterrizases.

A Imogen no le resultó nada fácil imaginarse a sí misma anciana.

—¿Por qué me lo preguntas? —preguntó el profesor.

—Oh, por nada —respondió—. Simple curiosidad.

3

 

 

 

 

 

Imogen estaba tumbada en la cama de su hermana rodeada de dibujos. Había tantos papeles pegados en las paredes que parecía que el cuarto se deformaba cuando entraba brisa por la ventana. Daba más sensación de tienda de campaña que de casa.

Marie, que tenía tres años menos que Imogen, estaba sentada en el suelo coloreando.

—La señora Kalmadi dice que las polillas no saben abrir puertas —dijo la pequeña— ni reconocen a la gente.

—Tienes que dejar de hablar de ello en el colegio —la regañó Imogen—. La gente va a creer que estás mal de la cabeza.

—Pero es que todo el mundo habla de ello. ¿En el instituto no?

Imogen miró el garabato que representaba a su madre con la cabeza en forma de bombilla y dos racimos de plátanos por manos. Lo había dibujado Marie unos años atrás.

—Sí —confesó—. Hablan de ello todo el tiempo.

A los pies de la cama había un dibujo más reciente; el retrato de un niño con los ojos separados y orejas de soplillo que le asomaban entre el pelo. No podía evitar mirarlo una y otra vez. Había que reconocer que aquel dibujo era muy bueno.

—No me gusta hacer como que Yaroslav no existe—dijo Marie—. Es tan real como la señora Kalmadi. Y cuando estuvimos allí, parecía más real aún.

A Imogen tampoco le gustaba. De hecho, le horrorizaba.

—Estoy segura de que mamá terminará por creernos —dijo—. Lo único que necesitamos es encontrar el modo de convencerla.

La voz de su madre resonó en la escalera.

—¡Niñas, a cenar!

Marie soltó el lápiz y salió corriendo. Imogen se giró para bajarse de la cama y recogió el dibujo de su hermana. Había dibujado un bosque de noche. Lo había plasmado bien: las sombras secretas, la luz fría de las estrellas. Si cerraba los ojos, casi podía oír el susurro de las alas de las polillas nocturnas.

—¡Tierra llamando a Imogen! —exclamó su madre—. Ha venido la abuela. Baja a saludarla.

Imogen dejó caer el dibujo y bajó a reunirse con el resto de la familia.

 

 

Hacía calor para ser septiembre, así que cenaron en el jardín. Su madre encendió unas velas para ahuyentar a los insectos. La abuela sirvió la lasaña y les habló del club de bridge. La habían echado por jugar demasiado bien. O, al menos, eso decía ella. Después las niñas se pusieron a recoger la mesa del jardín y su madre le dijo algo a la abuela en voz baja sobre la señora Haberdash. Imogen puso la antena. La señora Haberdash era la anciana dueña del salón de té y los jardines donde Imogen había encontrado la puerta del árbol.

—Esos jardines están hechos un desastre —dijo la abuela en voz baja—. No me sorprendería nada que hubiera algo viviendo en ellos, como ella dice. Lo más probable es que sean zorros.

—¿El qué? —preguntó Imogen con mirada de curiosidad.

—Oh, nada, cariño —dijo su madre—. ¿Puedes llevarte mi plato, por favor?

—Sí…, pero estabais hablando de la señora Haberdash, ¿verdad?

Las dos mujeres intercambiaron una mirada.

—Me temo que la señora Haberdash no está muy bien —repuso su madre.

—Ve cosas que no existen —añadió la abuela—. A veces les pasa a las personas mayores. —Se dio unos golpecitos con el dedo en la cabeza como si lo de ser mayor no fuera con ella.

—¿La señora Haberdash no está bien por culpa de los zorros? —preguntó Imogen desconcertada.

—No, no —respondió su abuela—. Cree que hay algo en sus jardines… una especie de monstruo. Dice que lo vio por la noche, merodeando por los contenedores de basura. Probablemente se trate de un zorro buscando sobras de comida, pero la pobre mujer está muy alterada.

¿Un monstruo?, pensó Imogen. ¿Podría ser…?

—Quizá deberíamos ir a verla —sugirió Marie.

—No creo que nos dejen —dijo la abuela y dirigió a su hija una mirada significativa.

—A mí no me mires —dijo esta—. Puedes ir a ver a tus amigas cuando quieras.

—Pero ya no te fías de mí para que cuide de las niñas —repuso la mujer—. ¿Es eso?

La madre de las niñas miraba fijamente una de las velas aromáticas.

—Imogen, Marie… llevad todos esos platos a la cocina.

Pero la abuela sujetó su plato con firmeza.

—No fue culpa mía que desaparecieran —dijo entre dientes—. Solo aparté la vista medio minuto.

Imogen nunca había visto discutir a su madre y su abuela. Su madre apoyaba a la abuela. La abuela apoyaba a su madre. Esas eran las reglas.

—¿Por qué no vamos las cuatro? —propuso la pequeña—. Su madre levantó la vista, todavía con el ceño fruncido. —Lo pensaré —dijo.

 

 

Más tarde, la abuela subió a acostar a Marie, lo cual significaba que Imogen tenía a su madre para ella sola. Se sentaron en el jardín y contemplaron la aparición de las primeras estrellas. Había un resplandor anaranjado en el horizonte, un fulgor que ni siquiera las estrellas más brillantes lograban eclipsar. El cielo sobre Yaroslav era negro y estaba cuajado de estrellas. Imogen se preguntó si un ataque de los skrets habría obligado a sus habitantes a apagar las luces. Entonces se verían las estrellas. Probablemente no merezca la pena, pensó con una sonrisa.

—¿En qué piensas? —preguntó su madre. Rodeó a su hija con un brazo y, por mucho que hubiera empezado secundaria, todavía cabía con comodidad.

—Bueno… Me preguntaba cómo sería si pudiéramos ver todas las estrellas. —Imogen apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

—Me alegro de volver a tenerte conmigo, Imogen —dijo—. Estaba tan preocupada… Sin Mark, no sé qué habría…

Imogen aprovechó la oportunidad.

—¿Mark es tu novio?

Mamá inspiró hondo antes de contestar.

—Sí. Lo es. Me gusta mucho, y creo que a ti también te gustará… No tiene hijos, así que no le resulta fácil, pero es un buen hombre. Por favor. Prométeme que le darás una oportunidad.

—No pienso llamarlo papá.

—Por supuesto que no. Ni a mí se me ocurriría pedírtelo.

—Pero supongo que si te gusta…

Su madre la apretó contra sí.

—Esta es mi niña.

4

 

 

 

 

 

Los habitantes de Yaroslav dejaron de buscar a Anneshka cuando cayó la primera nevada. Si se había escondido en el bosque, ya habría muerto de hambre. Nadie daría comida a una asesina… ni siquiera a una asesina por muy guapa que fuera. La mayoría de la gente creía que habría muerto al cruzar las montañas. Era la peor época del año para viajar.

Quizá encontrarían su cadáver en primavera, en algún lugar cerca de la cumbre, encapsulado en el hielo y en su traje de novia. A los artistas de Yaroslav les gustaba mucho aquella imagen. Se vendía muy bien. ¿Cómo iban a saber que no estaba muerta, ni agonizante, sino a salvo y calentita en la casa de la bruja del bosque? Anneshka estaba sentada junto al fuego. El pollo seguía acurrucado en su cajón y las vasijas de barro estaban en silencio, como deben estar las vasijas. Anneshka acarició con un dedo el lugar donde estaban las quemaduras. Se le había formado piel nueva de un tono plateado.

A través de la ventana no veía nada más que árboles. Estaban combados por el peso de la nieve. Ochi andaba por ahí fuera, sacudiendo las ramas para que cayera la nieve. Cada copo parecía susurrar al caer «Salve, salve, salve». La joven volvió la vista al fuego, donde el crepitar de las llamas siseaba «Reinaaaaaaa». Ochi entró en la cabaña y Anneshka salió del trance con brusquedad. La bruja se despojó de su capa y su juventud con un solo movimiento. Después se acercó a la chimenea arrastrando los pies.

—Pobres árboles —dijo resollando—. No esperaban tanta nieve.

Mucho hablar de los árboles, pensó Anneshka, pero aún no me ha dicho dónde voy a reinar.

Las rodillas de Ochi crujieron cuando se sentó. Anneshka llevaba el tiempo suficiente con la bruja como para saber cómo funcionaban las cosas. Cuando Ochi salía, era una mujer joven con el cuerpo ágil y flexible como un junco, pero en cuanto entraba en la cabaña, era más bien un muñón viejo y espantoso. Anneshka se preguntó si las profecías de la bruja tendrían tanto éxito si la gente pudiera ver su verdadero rostro. En cierto modo, lo dudaba.

—Dime —dijo—, si no voy a ser reina de Yaroslav, ¿dónde reinaré?

La bruja se recostó en el sillón.

—Mis profecías proporcionan un atisbo del futuro. Tú me pides una mirada larga.

—Se me agota la paciencia, vieja bruja. Me prometiste que me dirías dónde iba a reinar.

—No hice tal cosa.

—¿Qué pasa? —preguntó la joven en tono despectivo—. ¿Estás perdiendo facultades?

Ochi volvió la vista hacia el reloj, el que Anneshka había robado a Andel. Parecía tan viejo como Ochi. Debía de llevar mucho tiempo sin funcionar.

—Puedo hacerlo —dijo la bruja—. Pero necesitaré algo de ayuda.

Las vasijas de la repisa de la chimenea se echaron a temblar.

—¡Bah! —se mofó Anneshka—. Ese reloj no te servirá de nada. Está estropeado; ni siquiera marca las horas.

—¿Marcar las horas cómo? —repuso Ochi—. Tiempo y movimiento, movimiento y tiempo. Cuantos más años cumplo, más difícil me resulta separar una cosa de otra.

Esbozó una sonrisa que dejó ver sus encías sin dientes y a Anneshka le dieron ganas de partirle aquella cara desdentada. Maldita bruja y malditas adivinanzas.

—Habla claro —exigió la joven.

—Ese reloj está sincronizado con las estrellas —dijo Ochi.

Sus palabras despertaron un recuerdo…

Anneshka se puso en pie. Drakomor le había hablado de aquel reloj. Dijo que lo había hecho Andel; dijo que era capaz de leer las estrellas. ¿Por eso Andel había salvado el reloj del fuego? Anneshka lo examinó detenidamente. Tenía cinco agujas, ninguna de las cuales se movía. Sobre la esfera lucía un aderezo de piedras preciosas.

—Con una herramienta tan poderosa, podría profundizar más en el futuro —continuó Ochi. Alzó la voz para hacerse oír por encima del traqueteo de las vasijas, que habían empezado a agitarse todas a la vez.

—Estoy segura de que eres perfectamente capaz de encontrar el reino en cuestión sin mi ayuda —aseguró la bruja—. Al fin y al cabo, es tu destino. Mi única pregunta es: ¿cuánto tiempo estás dispuesta a esperar?

Anneshka lanzó a la bruja una mirada asesina. No tenía intención de esperar a ser tan vieja como Ochi para sentarse en su trono.

—Dímelo —ordenó—. Dímelo ya.

Las vasijas traquetearon con todas sus fuerzas. El pollo de Ochi saltó del cajón y se escondió debajo de la mesa.

—Solo te pido una pequeña garantía… —La voz se Ochi sonaba despreocupada, pero su mirada era intensa—. Solo te pido tu alma.

Ahora la sala palpitaba con la fuerza de setecientas almas cautivas. Anneshka miró a su alrededor. ¿Estarían intentando advertirla?

—No tienes por qué alarmarte —dijo la bruja—. No me llevaré nada hasta que mueras.

Pero ¿y si las almas encerradas en las vasijas le tenían envidia? Su madre siempre le había tenido envidia. Siempre había deseado haber sido ella quien estuviera predestinada a ser reina.

Anneshka se volvió hacia la bruja.

—¡Lo haré! —exclamó.

Las vasijas se agitaron como si intentaran derribar las paredes. Un farol se estrelló contra el suelo y se rompió. El pollo de Ochi chilló.

—Anneshka Mazanar, prometo leer tu destino en las estrellas —declaró la bruja. Se hizo un corte en el pulgar con un cuchillo y la piel se le rasgó como si fuera papel mojado. Entregó el cuchillo a Anneshka.

—Prometo entregarte mi alma el día que me muera —dijo la joven. Se hizo un corte en el pulgar y se lo tendió a Ochi. La sangre de las dos se mezcló. Las vasijas dejaron de temblar.

Todo en la cabaña se quedó en silencio…

Todo, excepto el tictac del reloj.

Al principio sonó muy lento. Luego comenzó a ir más deprisa. Las manecillas empezaron a girar a un ritmo vertiginoso. En un instante, sonaron los carillones de varios días. La portezuela se abría y cerraba más deprisa que las alas de una polilla.

Después, todo comenzó a ir más lento. Las estrellas hechas de piedras preciosas se colocaron en posición. El tictac empezó a marcar los segundos. Anneshka se llevó las manos al rostro. No se notaba distinta.

—¿Eso es todo? —susurró.

La portezuela del reloj se abrió de pronto y una corona de madera se deslizó hacia el exterior. Era tan pequeña y estaba tan bien hecha que Anneshka sintió deseos de tocarla. Pero la corona giró varias veces y se metió de nuevo en el interior del reloj.

—¿Qué era eso? —preguntó la joven.

—Era la primera de nuestras pistas —dijo la bruja, y se acercó renqueando a su mesa de trabajo.

—¿Pistas? No te he pedido pistas. ¡Te he pedido una profecía!

Ochi alcanzó una pluma.

—Es la primera parte de tu profecía. No te preocupes, averiguaré lo que significa… No podemos meter prisa al reloj de las estrellas.

5

 

 

 

 

 

Cuando Imogen y Marie consiguieron por fin el permiso para ir al salón de té, ya era casi noviembre. Su madre parecía creer que las niñas necesitaban una escolta armada para salir de casa, así que fue «toda la familia».

Imogen, Marie, la madre y la abuela esperaron hasta que una bocina sonó en el exterior.

—¡Señoras, su carruaje las espera! —exclamó Mark.

La madre de las niñas decía que era un coche deportivo. A Imogen le daba la impresión de que estaba aplastado. Las hermanas se sentaron en el asiento trasero y la abuela se metió a presión entre las dos.

—¿A que no sabes qué hemos estado haciendo? —preguntó la madre dejándose caer en el asiento delantero.

—¡Gelatina de sesos! —exclamó Marie.

—¡Qué miedo! —repuso Mark y su mirada se cruzó con la de Imogen a través del espejo retrovisor—. Espero que no haya dedos pegajosos por ahí atrás. Estos asientos son de cuero auténtico.

Encendió el motor. Imogen apoyó la frente en la ventanilla. Rememoró los recuerdos del verano. Pensó en la polilla de las sombras con sus alas de color gris plata. Pensó en el castillo, en las cuevas de los skrets y…

—¿Qué tal en el instituto, Imogen? —preguntó Mark—. Me han dicho que te interesan mucho las ciencias.

Imogen hizo un gesto de fastidio.

—No todas las ciencias —repuso—. Solo el espacio.

—El espacio… —repitió el hombre—. A mí me gustaba mucho el espacio.

Está intentando conectar, pensó Imogen, pero acaba de saltarse la desviación.

—No es por aquí —avisó la abuela.

—Tranquila —dijo Mark—. Es solo para evitar las carreteras secundarias. Cuando se tiene un coche como este, hay que cuidarlo bien. —Dirigió una sonrisa a su novia—. Y también a los pasajeros.

Imogen hizo un gesto como si fuera a vomitar y Marie arrugó la nariz. La abuela quiso lanzarles una mirada de «portaos bien», pero incluso ella mostraba cierta repulsión.

Cuando entraron en el aparcamiento del salón de té, la madre de las niñas se volvió hacia el asiento trasero.

—Niñas, la señora Haberdash ha estado un poco pachucha últimamente. Por favor, no mencionéis los zorros del jardín.

—Y nada de hablar de La-La-Land —añadió Mark—. Lo único que conseguiríais sería confundirla más.

Imogen fulminó la nuca del hombre con la mirada. Así llamaba Mark al mundo que había al otro lado de la puerta del árbol. Parecía empeñado en demostrar que era mentira.

Salieron del coche con dificultad; la grava crujía bajo sus pies al andar. Imogen se detuvo junto a una verja en un rincón del aparcamiento. Era la entrada a los jardines Haberdash. Por allí la había guiado la polilla de las sombras el verano pasado. Allí habían empezado sus aventuras… Pero alguien había arreglado el candado. Ya nadie podría entrar sin autorización.

—Vamos, Imogen —dijo su madre—. El salón está por aquí.

Imogen la siguió de mala gana.

Como de costumbre, la señora Haberdash se había vestido como si hubiera quedado para tomar el té con la reina. Lucía brillantes en las orejas y volantes en el escote del vestido.

Cuando vio que había clientes, dirigió su silla de ruedas eléctrica hacia la puerta.

—¡Agnes! —exclamó la abuela apresurándose a acudir al encuentro de su amiga—. Siento no haber podido venir antes.

La señora Haberdash parecía a punto de responder, pero la abuela fue más rápida.

—Hemos estado liadísimas, entre la investigación de la policía, la vuelta al cole de las niñas y los zorros… ¿He dicho zorros? ¡Quería decir ardillas!

Imogen decidió dejar que los mayores se ocuparan de la conversación. Fue a ver a los perros de la señora Haberdash, que estaban apoltronados en un sofá de mimbre como tres cojines peludos. Marie la siguió.

—Mira lo que tengo —dijo Imogen cuando estuvo segura de que nadie podía oírla. Abrió su mochila. Su hermana curioseó en el interior.

—¡El teléfono de mamá! —Marie ahogó un grito—. ¿Sabe que lo tienes tú?

El perro más cercano levantó la cabeza.

—Por supuesto que no. Y no levantes la voz. Se lo voy a prestar a la señora Haberdash.

La pequeña parecía desconcertada.

—¿Qué? ¿Por qué? ¡Mamá te va a matar!

—No, no lo hará. Creerá que se lo ha olvidado. No hace más que dejar las cosas por ahí y olvidárselas. Además, si me dejara tener mi propio teléfono, no habríamos llegado a esta situación.

Marie sacó el cuaderno de dibujo de su mochila.

—¿Qué va a hacer la señora Haberdash con un teléfono móvil?

—Una foto.

—¿De qué?

—Del monstruo, por supuesto —susurró Imogen.

Marie apretó los labios con gesto de desaprobación.

—Imogen, no estoy muy segura. La abuela dice que es un zorro, y mamá ha dicho que no debemos hablar de ello.

—¿Y si la abuela está equivocada? ¿Y si todos están equivocados? También dicen que no hay puertas en los árboles. Y que Miro es un amigo imaginario. Y ahora también dicen que la señora Haberdash está viendo visiones. ¡Pero mira! ¿A ti te parece que la rarita es la señora Haberdash?

La mujer estaba escuchando a la abuela. Estaba muy digna y serena. La abuela estaba describiendo algo grande, gesticulando con los brazos y blandiendo su bastón peligrosamente cerca de las tartas.

—Además —continuó Imogen—, entramos en otro mundo desde aquí y ahora la señora Haberdash ha visto algo extraño precisamente en el mismo lugar. ¿No es demasiada coincidencia?

—¿Qué cuchicheáis? —preguntó su madre. Traía una bandeja llena de trozos de tarta y tazas de té.

—Nada —respondieron al unísono. Imogen cerró la cremallera de su mochila.

—¿Nada? —dijo riéndose la mujer—. ¿Por qué será que no me lo creo?

Cuando terminaron la tarta y los demás estaban entretenidos acariciando a los perros, Imogen se acercó a la anciana. Deslizó el teléfono de su madre sobre el mostrador, le contó su plan en voz muy baja y le rogó que no se lo dijera a nadie. La señora Haberdash se dio unos golpecitos con el dedo en la nariz.

—No te preocupes, Imogen —dijo en tono suave—. Tu secreto está a salvo conmigo… Sé hacer fotos con un teléfono. Solo hay que enfocar y disparar, enfocar y disparar.

—¿Cree que podrá encontrar al monstruo? —preguntó la niña.

—Veré lo que puedo hacer —respondió la señora Haberdash mientras metía el teléfono en un cajón—. Te agradezco mucho que me creas. Esos piensan que me estoy volviendo loca.

Hizo un gesto con la cabeza para referirse a la familia de Imogen, que estaba al otro lado del salón. La abuela estaba dando tarta a los perros y Mark trataba de impedírselo. El perro más pequeño le gruñó.

—Esos no creen a nadie —murmuró Imogen.

6

 

 

 

 

 

Al día siguiente, cuando todos estaban en casa, empezó a sonar el teléfono fijo. Imogen tembló de emoción cuando su madre contestó. Tenía que ser la señora Haberdash. Oyó una voz de mujer y unos perros ladrando a lo lejos.

—¿Ha encontrado mi teléfono? ¡Oh, qué alivio! —exclamó mamá—. Se me debió de caer del bolsillo… Sí…, sí, gracias, señora Haberdash. Voy ahora mismo.

Colgó.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Imogen. Ardía en deseos de ver la cara de su madre cuando se topara de frente con una foto de LA VERDAD.

—Claro que sí —respondió su madre—. La abuela puede quedarse con tu hermana.

Recogió su cazadora e Imogen salió tras ella dando saltitos.

 

 

—Lo capturé —exclamó la señora Haberdash en cuanto entraron en el salón. Imogen nunca la había visto tan animada.

—¿Qué fue lo que capturó? —preguntó la madre de Imogen.

Ay, madre, pensó Imogen. La señora Haberdash me va a meter en un lío. Le va a contar a mamá que le di su teléfono.

—Capturé al monstruo —respondió la anciana.

Mamá atrajo a Imogen hacia ella como si debajo del sofá de mimbre hubiera un zorro rabioso.

—¿Dónde está? —preguntó asustada.

La señora Haberdash se echó a reír. Se rio con tantas ganas que se le soltaron varios mechones de pelo, con tantas ganas que a Imogen le dio miedo que se cayera de la silla.

—No está aquí —respondió cuando se le pasó la risa—. Capturé al monstruo con una cámara. —Abrió un cajón y sacó algo envuelto en un pañuelo—. Espero que no te importe. Utilicé tu teléfono… ya que estaba aquí.

Imogen observó la cara de su madre mientras la señora Haberdash desenvolvía el pañuelo. Dentro estaba el teléfono y su madre entornó los ojos para mirar la pantalla.

—¿Qué es? —preguntó Imogen—. ¿Se parece a un zorro?

—No sé —dijo su madre—. Es una foto muy oscura.

La señora Haberdash se acercó a ellas.

—¡Es un monstruo! —exclamó—. ¡Es un monstruo, claramente!

Mamá amplió la imagen.

—Podría ser un montón de cosas, señora Haberdash.

Imogen alcanzó el teléfono y lo miró ella misma. La imagen estaba borrosa. Solo se veían con claridad los ojos. Dos esferas redondas resplandecían a la luz del flash. La forma de la criatura era imprecisa, pero le pareció ver… allí, en una esquina de la pantalla. Era la punta de una zarpa ganchuda. Un tipo de zarpa que ya había visto…

—¿Seguro que no es un primer plano de una rana? —preguntó su madre.

La señora Haberdash frunció el ceño.

—Sé perfectamente el aspecto que tiene una rana, Catherine.

—¿O quizá unos niños disfrazados para Halloween? Ahora hay disfraces muy realistas.

—¿Y por qué iban a esconderse entre mis matas de judías?

La señora Haberdash parecía muy molesta e Imogen sintió una punzada de simpatía. Sabía cómo se sentía uno cuando dudaban de su palabra. Los adultos no creen a los niños. Tampoco a las ancianas. Quizá solo sea en la madurez cuando puedes hacer cambiar de opinión a los demás.

—Los adolescentes hacen cosas raras —dijo mamá al tiempo que recogía el teléfono de manos de Imogen y lo metía en el bolso—. Seguro que se sentirá usted mejor cuando pase Halloween. Mañana mandaré a Mark para ver cómo está.

De camino a casa, Imogen le pidió el teléfono a su madre y observó la foto de nuevo.

—El monstruo tiene garras —comentó—; unas garras demasiado grandes para un zorro.

—¿Qué quieres que haga, Imogen? —repuso su madre irritada—. ¿Pedir al ejército que intervenga? Estoy segura de que estos días la policía recibirá cientos de bromas telefónicas. Intenta quitártelo de la cabeza. No te conviene nada centrarte en cosas que no son reales.

Imogen entornó los ojos. El ejército… la policía… no era eso lo que ella quería. Encerrarían al monstruo o le dispararían un dardo letal. Eso era lo que hacía la gente con las cosas que le daban miedo.

—Borra la foto —le indicó su madre.

De mala gana, Imogen obedeció, pero seguía pensando frenéticamente. Tendría que encontrar otro modo de convencer a su madre de que la puerta del árbol era real. Pero ¿cómo podría hacerlo sin poner en peligro al monstruo? Y, lo más importante de todo, ¿qué hacía un skret en los jardines Haberdash?

7

 

 

 

 

 

El otoño llegó y se fue, y con él las conversaciones sobre monstruos. Imogen estaba demasiado ocupada intentando adaptarse al instituto como para pensar en otros planes. La vida estaba llena de deberes y puntos para subir nota. A menudo, era más fácil hacer como que la puerta del árbol no existía. Cuando otros niños le hacían preguntas sobre su misteriosa desaparición, se reía como si se tratara de una jugarreta, una broma que hubiera gastado a los adultos. Sigo decidida a demostrar que Yaroslav existe, se decía a sí misma. Solo estoy esperando el momento oportuno. Pero parecía que el momento oportuno nunca llegaba. Imogen se había hecho especialista en el arte de aparentar que no creía en monstruos. A veces, disimulaba tanto que sus recuerdos se desdibujaban.

Y así fue pasando el tiempo, hasta que llegó Navidad. Imogen y Marie comenzaron las vacaciones. Imogen siempre esperaba con ilusión los regalos y los típicos rollitos de salchicha, pero aquel año no iba a haber nada de eso. Y es que ya estaba bien de que el tiempo pasara tan despacio. Era el momento de arrancarse a galopar. Y los días de fingir que nuestro mundo es el único que existe estaban a punto de agotarse.

La primera mañana de las vacaciones, la madre metió a Imogen y a Marie en el coche. Salieron de la ciudad rumbo a los jardines Haberdash, pero se saltaron la desviación hacia el salón de té.

—¿No vamos a ver a la señora Haberdash? —preguntó Marie.

—¡Sorpresa! —exclamó su madre—. ¡Vamos a un hotel de lujo!

Imogen miró a su hermana. Nunca había dormido en un hotel. Pero había leído algo sobre hoteles, así que ya sabía lo que podía esperar.

—Pero yo creía que los hoteles eran para cuando te ibas de viaje —dijo—, y estamos al lado de casa.

—Es un regalo de Navidad especial que nos hace Mark —repuso su madre, como si eso lo explicara todo—. No os olvidéis de darle las gracias.

Aparcó delante de un edificio con la fachada acristalada. El letrero de la entrada decía:

 

Bienvenidos a La hoja de nenúfar

Spa – Restaurante – Hotel

 

El texto estaba acompañado del dibujo de una rana con una toalla en la cabeza y las uñas largas y pintadas.

—¿Por qué vamos a dormir aquí? —preguntó Imogen—. ¿Qué vamos a hacer?

Su madre sacó el equipaje del maletero.

—¡Relajarnos! —respondió con sonrisa bobalicona.

—¿Podremos dibujar también? —preguntó Marie.

—Claro que sí —contestó la mujer—. Te he traído el cuaderno y los lápices, y estamos a un paso de los jardines Haberdash. De hecho…, bueno, dejaré que sea Mark quien os cuente el plan.

Imogen quería conocer «el plan» en aquel mismo instante, pero su madre ya se dirigía al hotel. Las niñas la siguieron.

—Es un sitio muy moderno —susurró su madre cuando se abrieron las puertas automáticas.

En el vestíbulo había un árbol de Navidad gigantesco. Mamá habló con la recepcionista mientras Imogen examinaba el árbol. Era artificial. Los paquetes que había debajo también eran de mentira.

—Las niñas no pueden estar en el spa después de las seis —dijo la recepcionista mientras le entregaba las llaves de sus habitaciones.

Marie apretó un interruptor y las luces del árbol se encendieron.

—¡Marie! —la riñó su madre entre dientes sin darse la vuelta.

¿Cómo la había visto si estaba de espaldas? Aquellos días parecía que su madre estaba siempre vigilante. Un mozo se ocupó del equipaje mientras esta miraba el teléfono.

—Mark nos ha reservado una mesa —dijo—. ¡Menuda suerte tenéis! Pocos niños vienen a comer a La hoja de nenúfar.

La recepcionista las acompañó al restaurante, e Imogen vio que su madre tenía razón. Los demás comensales eran adultos. No parecían estar pasándoselo muy bien. Una mujer con un vestido amplio miraba al camarero. Su acompañante miraba el bar. Una pareja de edad avanzada comía en silencio, como si estuvieran en comedores distintos, o quizá en universos distintos.

—¡Cathy! —la llamó Mark desde una mesa al otro lado del restaurante—. ¡Aquí! Espero que no te importe, pero ya he pedido la comida. —Luego se volvió hacia las niñas—. ¿Qué tal, señoritas? ¡Pero qué guapas estáis!

Imogen hizo una mueca y se sentó.

Luego Mark empezó a hablar de su trabajo. Imogen se puso a mirar por el ventanal. Un hombre retiraba las hojas secas con una sopladora. Deseó poder estar en el exterior. Hasta jugar con hojas secas sería más divertido que aquella comida.

—Tenemos que innovar —continuaba Mark—. Digitalizarse o morir. Eso es lo que le he dicho a la directiva.

Apareció un camarero. Llevaba cuatro platos colmados de verduras de colores cortadas en daditos perfectos.

—Cuéntame, Imogen —dijo el hombre mientras el camarero colocaba los platos sobre la mesa—. ¿Cómo va todo? ¿Has aprendido algo nuevo en Ciencias?

—Eeeeh… sí —respondió ella con la vista clavada en la verdura troceada.

Mark movió un jarrón para poder verle la cara.

—¿Te apetece contárnoslo?

—Hemos aprendido cómo mueren las estrellas —dijo Imogen—. Las que son muy grandes explotan y lo único que queda es un agujero negro, y ese agujero negro se lo traga todo. Incluso los planetas. Incluso la luz.

—Impresionante —repuso Mark en tono de no estar nada impresionado.

—¿Cómo puede tragar luz un agujero? —preguntó Marie.

—Nadie sabe lo que hay dentro de un agujero negro —dijo su hermana—. Quizá solo caos. Quizá la puerta de entrada a otro mundo —añadió dirigiendo a Mark una mirada significativa.

El hombre respondió bajando la voz.

—¿Y cómo va lo otro? Ya sabes…, la terapia.

—La doctora Saeed dice que debe quedar entre nosotras —repuso Imogen.

—Con nosotros también puedes hablar —dijo su madre—. Siempre estamos dispuestos a escucharte.

Imogen se metió un bocado de verdura en la boca para ganar tiempo. Solo iba a terapia para complacer a su madre. No tenía nada que necesitara terapia. Masticó despacio.

—Va bien —respondió por fin—. Estoy bien.

—¿Y tú? —preguntó el hombre a Marie—. ¿Qué le has contado a la psicóloga?

Marie miró a su madre y esta sonrió dándole ánimos.

—Le dije que no debía tener miedo de los skrets —contestó—. Que no son tan malos como parecen.

—Perfecto —suspiró Mark—. Así que seguimos empeñadas en la historia de La-La-Land.

Chasqueó los dedos y el camarero les llevó más vino.

La-La-Land. Algo se removió en el interior de Imogen. Había olvidado que Mark lo llamaba así.

No entres al trapo, se dijo mientras pinchaba una fila de daditos de verdura.

8

 

 

 

 

 

-Los jardines Haberdash están al otro lado de ese seto, ¿sabéis? —dijo Mark.

Señaló la ventana del restaurante con la barbilla. Parecía increíble. Los terrenos del hotel se veían muy diáfanos, muy… cuidados.

—La doctora Saeed dijo que deberíamos traeros a los jardines —continuó—. Cree que podría ayudaros a recuperar los recuerdos del verano…, los recuerdos reales, quiero decir.

Pero nuestros recuerdos son reales, pensó Imogen.

—Podíamos haber venido solo a pasar el día, pero me pareció que os vendría bien un ratito de spa relajante. Y a vuestra madre también. Y, además, este sitio es una maravilla, ¿verdad? Tiene lo mejor del campo, pero sin barro.

—No tenéis de qué preocuparos —intervino mamá—. Estaremos con vosotras en los jardines. Y también la doctora Saeed. Llegará dentro de un rato.

Imogen deseaba visitar los jardines… pero no así. No como si fuera una especie de experimento. ¿Qué esperaban que ocurriera? ¿Que de repente confesara que había mentido? ¿Que se había inventado lo de la puerta del árbol? La doctora Saeed podía sacar conclusiones y…

La llegada del segundo plato interrumpió los pensamientos de Imogen. Era un trozo de carne gris con una espiral de salsa y una torre de patatas panadera.

—Seguro que nunca habíais disfrutado de una comida de tres platos —comentó Mark.

Marie ladeó la cabeza.

—Cuando estábamos en el castillo de Miro, nos servían cenas de siete platos.

Imogen pinchó la torre de patatas y se vino abajo, salpicando el mantel de salsa. Su madre la fulminó con la mirada.

—¿Qué es? —preguntó mientras picoteaba la carne con el tenedor.

—Ternera —dijo su madre—. Te gustará.

—¿Qué es ternera? —preguntó Marie.

—Vaca joven —respondió Mark—. Tiene una textura tierna y exquisita. Carísima.

Cortó un trozo y se lo llevó a la boca.

Imogen movió el jarrón para no verlo masticar.

—Soy vegetariana —protestó Marie.

—Eso no es verdad —dijo su madre—. Prueba un poco.

Imogen volvió la vista al ventanal. El hombre de la sopladora de hojas se había ido, pero una polilla gris revoloteaba sobre la hierba. Imogen se puso en pie de un salto.

—¡Mirad! —exclamó conteniendo un grito; con la emoción, tiró el vino de su madre.

—¡Oh, Imogen!

—¡Os la estáis perdiendo! —exclamó Imogen—. ¡Os estáis perdiendo la polilla!

Los dos adultos se enfadaron por el vino derramado, pero Imogen debía lograr que la vieran. ¡Quizá era su única oportunidad! Se puso de pie encima de la silla.

—¡La polilla de las sombras está ahí mismo! —gritó.

Ahora todo el mundo estaba mirando: la señora del vestido amplio, la pareja mayor, el camarero del bar. Pero no miraban lo que había al otro lado de la ventana. La miraban a ella.

La polilla se elevaba y descendía con la brisa. Ya no se parecía tanto a una polilla.

—Mademoiselle —dijo el camarero tocándole el brazo.

—¡Imogen Clarke! —chilló mamá—. ¡Baja de ahí ahora mismo!

—Pero… ¡mi polilla! —Imogen bajó la mano. Su polilla se parecía mucho a una hoja—. Estaba justo ahí…

—Está totalmente fuera de control —murmuró Mark moviendo la cabeza con incredulidad.

Imogen se bajó de la silla. Sabía que se había metido en un lío. El camarero señaló la carne gris que nadaba en un charco de vino.

—¿Desea Mademoiselle que le traiga otro trozo de carne?

—Mademoiselle se va a su cuarto —dijo su madre.

Imogen dirigió una última mirada al ventanal y salió del restaurante.

9

 

 

 

 

 

Imogen se quedó toda la tarde en la habitación. Desde su ventana podía ver los jardines Haberdash. Tras el seto primorosamente podado del hotel sobresalían árboles de formas extrañas. La maleza se abría paso por debajo. Los jardines estaban intentando ganar terreno. Su madre no hacía más que asomar la cabeza por la puerta. Siempre con una excusa, pero Imogen sabía lo que ocurría en realidad.

—¿Cómo me van a secuestrar estando aquí? —protestó—. Este lugar es como una cárcel.

—Llama si necesitas algo —le dijo su madre—. Tienes un teléfono en la mesilla.

—No sé tu número.

—Bueno —suspiró ella tendiéndole su teléfono—. Puedes llamar a Mark desde mi móvil… No me gusta tener que castigarte, Imogen, pero no podemos seguir así.

Imogen se metió el teléfono en el bolsillo.

Marie se reunió con ella y estuvieron dibujando un rato en silencio. Imogen dibujó la polilla de las sombras, pero no le salieron bien las antenas. Su hermana la imitó y, por alguna extraña razón, la copia salió mejor que el original de Imogen. Después Marie se fue a cenar con los mayores. Imogen arrugó su dibujo y lo tiró a la papelera, pero no consiguió sentirse mejor. Más tarde, cuando su madre regresó, Imogen se hizo la dormida. La oyó hablar con Mark junto a la puerta.

—Quizá deberíamos despertarla —dijo su madre—. Va a tener hambre si no cena nada.

—Puede que le venga bien —respondió él—. Quizá aprenda a pensárselo dos veces antes de mentir.

Imogen intentó no fruncir el ceño. Eso la delataría. La gente no fruncía el ceño mientras dormía.

—No está mintiendo —susurró su madre—. La doctora Saeed dice que las niñas creen de verdad en su mundo alternativo. Quizá sea su manera de enfrentarse a… a lo que les haya ocurrido en realidad. Se produjo una pausa.

—A ver, Cathy. La policía sigue sin encontrar ninguna prueba de que las niñas fueran secuestradas. Es posible que se escaparan sin más.

—Pero ¿por qué iban a escaparse? No tienen nada de que escapar.

La voz de mamá sonaba tan débil que Imogen sintió deseos de darle un abrazo.

—Cariño, ya lo hemos hablado —dijo Mark—. No dice nada en tu contra. Escaparse, inventar cosas… son cosas que hacen los críos para ver hasta dónde pueden llegar.

—La mías no. Mis niñas no.

—Vale —desistió el hombre—. Tus niñas no. ¿Te apetece bajar a tomar una copa?

La puerta se cerró e Imogen permaneció inmóvil hasta que el sonido de sus pasos desapareció. Odiaba a Mark. Lo odiaba más de lo que había odiado a nadie en su vida. Levantó el auricular del teléfono y llamó a recepción, como había visto en las películas.

—Llamo desde la habitación veintiocho —dijo haciendo todo lo posible por hablar con voz de adulta—. Quiero que me suban algo del servicio de habitaciones.

—Por supuesto —dijo la mujer al otro lado de la línea—. ¿Qué le apetece?

—Tarta crujiente de manzana, ositos de gominola y un batido de plátano.

La mujer vaciló…, pero solo un instante.

—Entendido —dijo—. ¿Va a pagarlo ahora o lo cargamos en la cuenta de la habitación?

Imogen frunció el ceño. Era Mark quien iba a pagar. Al fin y al cabo, era su «sorpresa».

—Cárguelo a la habitación —respondió.

10

 

 

 

 

 

Aquella noche, Imogen durmió con un sueño ligero. Una especie de repiqueteo la despertó a las pocas horas. Miró a su alrededor. Las luces del televisor y de la cafetera parpadeaban. El sonido procedía del exterior, así que se levantó sin hacer ruido y se acercó a la ventana de puntillas. Allí estaba la luna, como una sonrisa ladeada, y el seto que separaba los jardines Haberdash y el hotel. En los árboles del hotel resplandecían las luces navideñas y también había focos en el césped, pero los jardines Haberdash estaban a oscuras.

Algo se movió detrás del restaurante. Imogen aplastó la cara contra el cristal en un intento por ver algo más. Un contenedor de reciclaje se había caído. Oyó más golpeteos y el cubo se volcó y vertió los desperdicios por el patio.

Marie se acercó a su hermana.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Ahí fuera hay algo revolviendo en la basura —respondió Imogen.

La pequeña miró el cuidado terreno con los ojos entornados.

—¡Ahí está… mira!

Imogen señaló una sombra agachada junto al contenedor volcado. Estaba rasgando las bolsas de basura con unas garras tan largas como cuchillos de cocina. No tenía pelo, pero sí unos brazos fuertes, con músculos fibrosos como sogas retorcidas.

—No es un zorro —susurró Marie.

El monstruo forcejeó con una carcasa de pollo, tirando de los muslos hasta separarlos del cuerpo. Se volvió y se llevó un hueso a la boca. Imogen lo reconoció en cuanto vio sus dientes enormes como colmillos.

—¡Es Zuby! —exclamó. Buscó su jersey se lo puso a toda prisa.

—¿Qué estará haciendo aquí? —se preguntó la pequeña.

Imogen se puso los vaqueros, el abrigo y los zapatos y se metió el teléfono de su madre en el bolsillo.

—No lo sé —respondió—. Voy a preguntárselo.

—Espérame —exclamó Marie alcanzando sus vaqueros y su abrigo—. ¡Yo también voy!

Las dos hermanas recorrieron el pasillo y bajaron la escalera sigilosamente. Una mujer joven estaba sentada de espaldas a las niñas en el mostrador de recepción. Imogen se llevó un dedo a los labios para indicar a Marie que guardara silencio. Después se puso a gatas y pasó por delante del mostrador. Su hermana la siguió. Estaban fuera del campo de visión de la mujer, demasiado cerca para ser vistas. Imogen se detuvo cerca de la salida. Si activaba los sensores de las puertas automáticas, la mujer miraría con toda seguridad. Llamaría a su madre y entonces sí que se meterían en un buen lío.

Sacó el teléfono de su madre y buscó «La hoja de nenúfar». Apareció la página web del hotel. Imogen presionó para llamar y el teléfono de recepción comenzó a sonar. La recepcionista se giró para responder.

—La hoja de nenúfar, le atiende Eve, ¿en qué puedo ayudarle?

Imogen aprovechó la oportunidad. Se puso en pie de un salto y las puertas automáticas se abrieron. Las dos hermanas salieron corriendo.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —dijo la voz de la recepcionista en el teléfono de mamá. Imogen colgó. Sonreía de oreja a oreja. Hacía mucho tiempo que no se divertía tanto.

Las niñas rodearon el hotel hasta llegar al restaurante. Todo estaba en silencio.

—¿Dónde está? —susurró Marie.

Había envoltorios de plástico hechos jirones y huesos de pollo despojados de carne. Los focos y las luces navideñas parpadeantes iluminaban la escena.

—¿Zuby? —dijo Imogen buscando detrás de un cubo que aún seguía en pie—. Zuby, ¿eres tú?

Se oyó un crujido. Primero emergieron las garras, seguidas de un cuerpo de color gris pálido y una cabeza calva.

—¿Pequeñas humanas? —dijo una voz ronca y conocida.

Y Zuby se irguió ante ellas con una expresión de asombro en el rostro.

 

11

 

 

 

 

 

-¡Pequeñas humanas! —repitió el skret con su voz áspera—. ¿Qué hacéis aquí?

—¿Que qué hacemos aquí? —preguntó Imogen—. Aquí es donde vivimos.

Zuby se quedó mirando el hotel.

—¿Vivís en este palacio?

—No, no; en el hotel, no. Pero sí vivimos en este mundo. ¿Qué haces tú aquí?

Zuby se rascó la cabeza. En el extremo de su zarpa tenía una mancha con un sospechoso aspecto de mayonesa.

—El král se enteró de que había soltado a las prisioneras sin su consentimiento y… Bueno, normalmente te cortan en taquitos y rebanadas por una traición así.

—Cuando dices «prisioneras», ¿te refieres a nosotras? —preguntó Marie

El skret asintió con la cabeza.

—¡Oh, Zuby, lo siento muchísimo! —gimió la niña.

Imogen pensó en sus aventuras del verano. No había sido consciente de que Zuby se metería en aquel lío por ayudarlas a escapar.

—El král fue muy comprensivo —prosiguió el skret—. Mi castigo fue el destierro. Pero ya era demasiado tarde para atravesar las montañas. Cuando llegué al puerto, las tormentas de nieve ya habían empezado. Había nevado muchísimo. Apenas era capaz de ver mis propias garras… La polilla gris me encontró justo a tiempo.

El pulso de Imogen se aceleró.

—¿La polilla de las sombras te trajo hasta aquí?

—Me condujo hasta la Puerta Invisible y desde entonces vivo escondido entre los arbustos —dijo Zuby señalando los jardines.

Imogen miró los huesos de pollo y el tarro de mayonesa.

—Zuby, ¿cuánto tiempo llevas alimentándote de esta basura?

—¿Basura? —exclamó el skret—. ¡He vivido como un král! Hay todo tipo de tesoros en estas ollas tan grandes.

—¡No son ollas! —le advirtió Imogen alarmada—. Son contenedores de basura. No deberías comer nada de lo que hay en ellos.

—¿Por qué no? Hay un montón de cosas nutritivas. —Zuby levantó la carcasa de pollo por la pelvis—. He disfrutado de un aperitivo estupendo con esta cría de velecour. Qué carne tan tierna y qué bien sazonada.

El destello de una linterna resplandeció al otro lado del restaurante.

—Rápido —dijo Imogen—, viene alguien.

Las hermanas empujaron al skret hacia las sombras y se agacharon. El seto vibró detrás de Imogen.

—Nos van a pillar —gimoteó Marie cuando la linterna iluminó la zona de los contenedores.



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