El reparto del paraiso - Gladys Mabel Garcia - E-Book

El reparto del paraiso E-Book

Gladys Mabel Garcia

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Beschreibung

Transcurre el año 2026. Una potencia extranjera invade la Patagonia y la ocupación se extiende en el tiempo mientras se buscan soluciones. El conflicto es visto y vivido a través de las experiencias de un simple profesor de escuela secundaria, quien se empeña en mantener a su familia al margen de los acontecimientos. El aspecto militar convive con las distintas personalidades y los dilemas morales de los actores del drama mientras la novela avanza hacia un inusitado final.

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Seitenzahl: 342

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Gladys Mabel Garcia

El reparto del paraiso

Garcia, Gladys MabelEl reparto del paraiso / Gladys Mabel Garcia. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4863-4

1. Novelas. I. Título.CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

C APÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XX

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXII

EPÍLOGO

A Virginia y Jose María, por la ayuda y el aliento

“Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de la profecía y guardan las cosas que están escritas en ella, porque el tiempo está cerca” (Apocalípsis 1.3)

CAPÍTULO I

En el silencio casi intolerable de la noche patagónica, un hombre emergió del rancho, derruido, oscuro. Dio unos cuantos pasos por el polvoriento patio; era un espacio tan abandonado que ya empezaba a ser invadido por los duros arbustos del desierto. Su nombre era Walter Coldicich aunque podría haberse llamado Juan Perez, tan poca era su importancia social y la trascendencia de su paso por el mundo. Walter Coldicich era un hombre de regular atractivo físico en el cual, posiblemente, su mejor rasgo eran sus ojos, despiertos, inteligentes, de un color que oscilaba entre el verde y el marrón dorado dependiendo de los caprichos de la luz. Se hallaba en la mitad de la cincuentena. Su cuerpo, anteriormente castigado por una sedentaria vida de profesor de escuela media, que había desarrollado unos antiestéticos rollos y un abdomen abultado de buen comedor, recuperaba poco a poco un estado físico excelente y un andar elástico y enérgico.

Se acostó en la arena fría del cañadón y barrió el cielo con su mirada. Conocía el nombre de casi cada constelación que entraba en su campo visual, –el popular y el científico–; una de las cosas que no había olvidado llevar consigo era su apreciada enciclopedia, algo que en las circunstancias de su marcha parecía una frivolidad pero se constituía en un bien invalorable ahora, cuando todo acceso a internet se había interrumpido.

Las estrellas más cercanas brillaban con guiños ilusorios y la Cruz del sur, invertida, parecía mal predispuesta a destacarse del resto. En una descripción muy trillada y subjetiva se podría haber dicho que una mano gigante arrojase sin objeto definido el producto de un tallado de diamantes sobre terciopelo negro azulado; las estrellas lejanas solo eran astillas de una gema mayor.

Se preguntó por cuánto tiempo más podrían sostener aquel tipo de vida y enseguida comprendió que era una meditación ociosa ya que no cabían aquí las predicciones. Intentó recordar cuando tuvo el primer indicio, si acaso podía llamárselo así puesto que, más que nada, se había tratado de una mera especulación –paranoia lo había denominado Aileen–, pero no pudo determinarlo. Solo sabía que en su mente todo se había esclarecido de una forma que aún hoy le resultaba incomprensible. Los datos se habían ido acumulando; uno a uno se enlazaron con otros de manera sutil y formaron un nuevo dato, más contundente, más preciso. En algún momento el mosaico quedo completo y, como en un vitral gótico, donde del dibujo emerge la enseñanza, de los datos acumulados emergió un mensaje que, por lo visto, no resultaba claro para nadie más que para él.

Tuvo oportunidad de comprobarlo al llevar su vehículo al taller.

—¿Qué has estado leyendo últimamente? –pregunto sonriendo con sorna Mauricio Dolina, su amigo desde el tercer grado de la escuela primaria n° 58.

—Hablo en serio. Está todo a la vista

—Pues yo, lo único que veo es que ahora tengo en el barrio un lugar donde comprar más barato– comentó, mientras baja–

ba a la fosa y observaba la parte inferior de la AMAROK con tracción en las cuatro ruedas.

—No estoy bromeando –insistió

—Yo tampoco. Tu camioneta tiene roto un bolillero de la rueda derecha delantera. Con el estado de los caminos, no me sorprende –comentó meneando la cabeza.

Tuvo que admitir que no tenía manera de despertar el interés del otro, absorto como estaba en su cotidiano desafío.

—De acuerdo. Vendré mañana a buscarla –dijo, refiriéndose a la maltrecha camioneta del año 2019.

Tampoco logró mover a la curiosidad a Sebastián Guajardo, su vecino de los últimos veinte años.

—Temo que yo no logro verlo como vos. Admito que un profesor tiene más inteligencia que un simple empleado de comercio pero...

—Viejo, (Sebastián solo tenía un año más que él)– intento poner en juego la paciencia pero eso que decís es una boludez. No hace falta ser muy inteligente para que dos más dos te de cuatro.

—Bueno, entonces es que debo ser decididamente estúpido porque aquí no veo más que una ventajosa instalación de supermercados. Ventajosa para mí y para los que tenemos que cuidar el mango, digo – contestó el otro con cierta irritación.

Decidió no insistir, especialmente porque desde la casa venía saliendo Lidia, la mujer de Sebastián, con la cual procuraba tener el menor trato posible.

Lidia se había hecho acreedora a su mala voluntad un verano, alrededor de ocho años atrás, después de cumplir él cuarenta años y ella treinta y nueve. Era una mujer hermosa aunque algo excedida de peso, al menos para él, acostumbrado al cuerpo delgado y los huesos ligeros de su esposa Aileen. Tenía una manera peculiar de defender sus opiniones con explosiones verborrágicas y estridentes que incomodaban al interlocutor. No obstante sus particularidades, Lidia era muy sagaz y avisada. Solía darse cuenta antes que nadie de qué se trataba una conversación en particular, aunque acabara de incorporarse al grupo. Estaba siempre al tanto de las últimas informaciones, debido a que leía los escasos diarios que aun circulaban en papel, sus versiones on line y también miraba los noticieros en la tele. Walter había pensado más de una vez que si alguien podía entender lo que él proponía, esa persona sería Lidia. Lamentablemente, la mujer había quedado fuera de sus especulaciones debido al entredicho de aquél lejano verano y Walter prefería perder adeptos antes que intentar atraer a Lidia para su causa.

En la fecha en cuestión, Lidia había supuesto –mal– que él se dejaría tentar por sus encantos y se había presentado en su casa una mañana en que él no daba clases, minutos después de que Aileen acabara de salir con los niños para la escuela. Su esposa se había despedido con un:

—Vas a tener que cocinar querido mío. Dudo que pueda volver antes de la una.

Absorto en la lectura digital de cierto proyecto chino en la Patagonia, Walter le contestó con un pulgar levantado y apenas un tibio “chau”.

Experimentando un ligero fastidio acudió a abrir al llamado del timbre. Con sus horarios exhaustivos y la preparación de las clases en casa ¡tenía tan poco tiempo para leer…!

—Hola. Qué estás haciendo aquí?

Lidia llevaba un vestido de tela muy fina que dejaba traslucir su bombacha negra en la parte delantera y ofrecía el regalo de sus nalgas desnudas moldeadas por el tejido en la parte trasera. El escote también había sido escogido para mostrar lo máximo permitido sin atentar contra la moral.

—Vine a ver si me invitabas un café y a hablar de algo con vos. Algo que hace rato que quiero decirte.

Se suscitó un momento violentísimo cuando él tuvo que retroceder para alejarse de su insinuadora cercanía.

—¿Qué pasa, me tenés miedo? –Tendió una mano y le acarició la mejilla. Olía a crema de coco y el aroma le disgustó.

—Esto es impropio –dijo.– Sebastián es mi amigo.

—También es mi marido pero no siempre uno puede mandar en sus sentimientos.

¿Sentimientos? ¿De qué sentimientos hablaba ella? Hasta donde él podía notar se trataba de pura lujuria y lo cierto es que si la dejaba acercarse un poco más quizá lograría que despertara también en él. Pero racionalizó la situación y comprendió todo lo que podría perder por un solo momento de autocomplacencia. Le ordenó con severidad que mantuviera las manos quietas y dejara de acortar el espacio entre los dos. La culminación se dio al decirle que lamentaba que se hubiese equivocado tan mal porque la verdad es que nunca había engañado a Aileen y no pensaba empezar ahora

—Pero ¿al menos te gusto?

Era absolutamente vergonzoso que, no solo no se hubiese inmutado por el rechazo sino que continuara insistiendo.

—No –dijo, para cortar de plano ulteriores incomodidades.

Ella lo miró con odio. Su actitud acariciante y seductora previa había virado 180 grados.

—Sos un idiota.

Después de su partida él había vuelto a la lectura pero ya no se podía concentrar. Sin embargo, en medio de su sensación de desagrado algunas frases saltaron a su vista:

“…GustavoGirado,confirmóquevariosdelosintegrantes de la CLTC son militares, pero que eso también sucede en otros organismos del mundo que se vinculan con la investigación del espacioceleste…”

“…latecnologíautilizadaes“sensibleydeusodual,civil/ militar, ya que China tiene integrados estos programas y se utiliza también para el tracking (seguimiento) de la actividad aeroespacial ymisilística”.

“…la concesión se realizó por 50 años… “

Walter se revolvió el pelo con su clásico gesto de frustración. No podía entender como la CONAE (Comisión Nacional de Actividades Espaciales) prestaba su aval para este proyecto a cambio de un mísero 10 por ciento de uso satelital. En principio, no podía ni siquiera aceptar esta escandalosa cesión de soberanía, especialmente en un espacio tan codiciado como la Patagonia Argentina, paraíso poco explorado con riquezas inimaginables en cuencas hidrocarburíferas, agua dulce, paisajes naturales, fauna marina, reservas de caza. En sus vastas extensiones cabían aún una dilatada salina, ríos, sistemas de riego y valles cultivables. Hasta minas de oro en la llamada Línea Sur de la provincia de Río Negro podían agregarse al haber de estos casi un millón de kilómetros cuadrados. Para Walter, se había obrado con ligereza imperdonable al firmar acuerdos con China que permitían la instalación de la base en el territorio nacional. Si ese territorio era la Patagonia, más imperdonable aún. ¿Con qué derecho el gobierno había dispuesto sobre un territorio tan caro a los que lo habitaban?¿Acaso había requerido la opinión de los patagónicos antes de introducir aquel Caballo de Troya? Casi dos millones y medio de personas vivían en la región sureña; Walter pensaba que si se hubiese realizado alguna clase de encuesta el porcentaje negativo habría sido impresionante. En cambio, a la fecha, una gran cantidad de personas ignoraban todo lo relativo a la base, un poco porque nunca había sido un hecho mediático y otro poco porque la información no podía competir con las adictivas telenovelas, el “futbol para todos”1o con los shows televisivos.

Vivir en la Patagonia, pensaba Walter, creaba una identidad. Los rigores del clima y la lejanía de Buenos Aires parecía que forjaban en las personas un carácter diferente del que, en la mayoría de los casos, no tenían consciencia. Incluso no pensaban que su dialecto fuese distinto a pesar de que cualquier capitalino podía notar la procedencia del hablante. Los patagónicos, especialmente los que poblaban densamente el Alto Valle del Río Negro y Neuquén, con su acceso a rutas, hospitales, grandes supermercados y universidades, se pensaban casi iguales al habitante bonaerense. Pero esto no era así; el sureño carecía de alguna manera de la arrogancia, la picardía y el ego del porteño típico. Y era mucho mayor la diferencia a medida que se bajaba hacia el sur. Los pequeños pueblos enclavados en la vastedad de la estepa reportaban un habitante mucho más simple, más ingenuo, más curtido y más dado a la aceptación.

Se había faltado el respeto a toda esta diversidad de personas al ceder doscientas hectáreas de terreno de la región a una potencia extranjera.

Recordó las marchas y protestas llevadas a cabo a finales de los 80 cuando el gobierno pretendía instalar en Gastre, Chubut, un basurero nuclear. ¡Con qué irreflexiva prontitud se disponía del territorio patagónico! Al fin, en 1990, el entonces presidente Carlos Menen había aceptado la voluntad popular y expresado “No se hará”. Sin embargo Walter, que leía mucho de lo publicado por Greenpace o algunos editoriales de los diarios, había encontrado referencias a sospechosas compras de grandes cantidades de bentonita, considerado un sellador de basura nuclear, lo que hacía pensar que al final el proyecto se hubiese llevado igualmente a cabo pero en secreto y en un lugar diferente. Después de todo ¡la Patagonia era tan extensa y tan incontrolable! Algunos años atrás unos baqueanos habían encontrado un avión perdido en un lago patagónico más de cincuenta años antes, a pesar de haber sido buscado insistentemente. Cualquiera podía esconder por tiempo indefinido, en cualquier parte de ese vasto territorio, lo que quisiera.

Más adelante Walter recordaría ese momento y se daría cuenta de que fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Claro que a esa altura aún estaba en estado embrionario y ni él mismo sabía que la tenía. Como sea que todavía en ese momento le faltaban piezas del rompecabezas, no fue sino hasta el año 2020 cuando se decidió a ponerla en práctica.

1 Fútbol Para Todos fue un programa gubernamental de la Argentina, del año 2009 al 2015, dependiente de la Secretaría de Comunicación Pública de la Jefatura de Gabinete de Ministros. Posteriormente dicho programa fue suspendido y exhaustivamente investigado por la justicia debido a un flagrante mal manejo de fondos.

CAPÍTULO II

Ana Luna puso delante de su padre un plato con guiso y fue en busca de otro para ella. Trayendo un plato para Manuel y uno para si misma, Aileen se acercó a la mesa y se sentó en silencio. Walter sabía que debía hacer un esfuerzo para entablar una conversación o, al menos, para propiciarla. Sus hijos, criaturasdelaeratecnológica,acostumbradosporlainerciade suspadresareemplazarcontelevisiónyconmensajesdewhatsapp la conversación familiar, se encontraban desorientados, malhumorados y en continua rebeldía ante la nueva situación. En los años precedentes, preocupado como estaba por lo que se proponía llevar a cabo, Walter había prácticamente abandonado todo intento de educación en ese sentido y Aileen finalmente se había cansado de luchar contra la tendencia, cada vez más vigorosa, de sus hijos hacia esas distracciones. A lo anteriorhabíaqueagregarleunairedevulnerabilidadqueacosaba a los niños frecuentemente. De hecho, con cada día que pasaba,sevolvíanmásvulnerablesydependientesenflagrante contradicción con sus deseos. Walter había albergado la esperanza de que, en contacto con la naturaleza salvaje, los chicos paulatinamente desarrollaran una saludable autonomía y, de a poco, fueran encontrándole cierto atractivo a esa vida aventurera.Encambioseencerrabancadavezmásensimismosose apegabanasumadrebuscandounaaliadaparamostrarsudescontento. Entretanto Aileen, intentaba mediar entre losniños y él (para Walter seguían siendo los niños a pesar de que Ana Luna tenía ya catorce años y Manuel once), con escaso éxito; aunque debía admitir que se notaba una ligera propensión a ponerse de parte de su marido desde que había escuchado las transmisiones radiales y empezaba a comprender por fin cual había sido su proyecto de los últimos años.

Entre la infinidad de artículos que componían su lista, Walter había considerado de vital importancia un equipo de radioaficionado. Verdad era que no tenía ni idea de cómo operarlo, ni la más mínima noción de códigos o frecuencias. Sin embargo lo importante era adquirirlo y confiar en que le alcanzara el tiempo para aprender sus rudimentos antes de que llegara la hora. Lamentablemente, el momento llegó y solo contaba con un manual que no había abierto aún. Le llevó casi dos meses, en medio de todo el trabajo posterior a su llegada al campo, conseguir captar una transmisión. Dos largos meses en los que su familia casi no le hablaba y si lo hacía era únicamente para emitir alguna queja respecto a las carencias e incomodidades de su nueva vida. En un momento dado él miró con seriedad a su hija mayor y le dijo:

—Pudiste observar cuanto tardamos para llegar aquí y lo inhóspito del camino recorrido. Si te querés volver a Villa Regina con gusto te acompañaré hasta la huella que sale del campo y desde ahí te podrás ir caminando. Con suerte, algún puestero te llevará en su camioneta y, si no te viola y te mata durante el trayecto, quizá puedas llegar hasta el río. Pero te advierto que lo tendrás que cruzar a nado porque todos los puentes han sido cortados.

Ella bajó la cabeza y Walter pudo observar como una lágrima dejaba un surco brillante en su mejilla con acné y la otra iba a caer directamente dentro de su plato de sopa. Se sintió conmovido e inmediatamente lamentó haberle hablado con tanta dureza pero la necesidad de ser consecuente con sus dichos le impidió levantarse a abrazarla. Como quiera que fuese, el episodio pareció aplacar un poco la rebeldía de los chicos y en adelante sus intentos de boicot se redujeron notablemente. Al comienzo de aquella tremenda empresa Walter había intentado explicar a su familia de qué se trataba ésta y qué era lo que se proponía llevar a cabo. Pero los niños, absortos en sus obligaciones escolares, los amigos, sus juegos de computadora y las fiestas a las que empezaban a asistir, simplemente lo miraron sin demostrar el menor interés y esperaron confiadamente que el proyecto nunca se realizara. Entretanto Aileen, desde que pensaba que solo se trataba de “ideas alocadas”, mal podía involucrarse cabalmente en los planes de su esposo. Que Walter recordara, solo una vez había consentido en ir un fin de semana al campo. Aunque no había hecho comentarios despectivos ni estado de malhumor, la verdad es que había pasado casi todo el tiempo en la casilla rodante, leyendo un libro o cocinando y ordenando el pequeño espacio; todo esto, a pesar de que era primavera y afuera brillaba un sol magnífico que invitaba a las aves del monte a emitir sus trinos con entusiasmo. En el mallín, a pocos cientos de metros, algunas liebres se animaban a acercarse a beber y, en un momento dado, ocho guanacos bajaron también a abrevar. Este magnífico espectáculo había dejado indiferente a su esposa y Walter pensó con fastidio que nunca, hasta entonces, se había dado cuenta de los pocos gustos que compartían.

Aileen era una mujer inteligente. Había abandonado una interesante carrera de geóloga al quedarse embarazada de Ana Luna y ya no había vuelto a la universidad al anunciarse la llegada de Manuel antes de que ella considerara que la niña era lo suficientemente mayor como para estar sin su madre muchas horas al día. Walter tenía que admitir que ella nunca le había reprochado el que su carrera quedara truncada por la maternidad. Es más, hasta pocos años atrás, antes de que él se dejara absorber por lo que consideraba una misión, compartían planes, sueños y conversaciones en la mayor armonía. Walter aún amaba a su esposa; continuaba viéndola tan bella como cuando la conoció en una fiesta de universidad, con sus jeans ajustados a su cuerpo delgado, su pelo rubio y lacio cayéndole sobre la cara y sus chispeantes ojos castaños en la tez fresca y suave. Aún deseaba besar sus labios gordezuelos y hacerle el amor por las noches. Su decepción radicaba en que ella no pudiera ver la profundidad de sus análisis ni apreciar la belleza agreste de lo que sería su futuro hábitat. Él estaba seguro de que, aunque había aceptado acompañarlo aquel fin de semana (“Serán unas mini vacaciones”), continuaba aferrada a la misma esperanza de los niños: tal vez aquello nunca llegaría a concretarse.

Aquel día, meses atrás, cuando comenzaron a sonar las sirenas, por primera vez Aileen había mirado a su esposo con algo parecido a un respeto discreto. Tal vez empezaba a darse cuenta de que estaba más cuerdo de lo que había parecido en los últimos tiempos, a medida que los plazos acortándose lo impulsaban a una febril actividad. Colaboró en la apresurada partida instando a los niños a cargar sus bolsos de viaje, siempre preparados durante el año precedente, y las innumerables cajas con comestibles. A pesar del escepticismo con el que tanto ellos como su madre acogían las radicales ideas del padre, la contingencia había sido analizada una y otra vez y el plan de escape memorizado hasta en los últimos detalles; debido a ello no se desorganizaron demasiado y cumplieron las órdenes paternas con cierto automatismo muy conveniente para la efectividad de la salida. La caja con los documentos de la familia, el bien provisto botiquín y los bidones de agua mineral permanecían siempre listos desde hacía más de un año.

—No, dejen eso –ordenó Aileen a sus hijos al ver que intentaban empacar con apresuramiento sus netbooks, sus tablets, sus rollers y sus tablas de skate. –Tomen, lleven esto.

Y les entregó una caja con juegos de mesa, libros y papel para escribir.

Como era de esperar, ellos lo hicieron a desgano y con expresivas muestras de disconformidad.

—¡Qué aburrido que va a ser esto! –murmuró Manuel, sin tener idea cabal de lo realmente aburrido que llegaría a ponerse. Aileen les permitió llevar sus celulares para no afrontar la rebelión que, estaba segura, sobrevendría, a sabiendas de que pronto dejarían de serles de utilidad. Casi pudo anticipar el momento en que Ana Luna exclamaría, con terrible disgusto,

apenas cruzado el puente sobre el Río Negro:

—¡Esto es una porquería!. ¡No hay señal!

En menos de media hora todo, o al menos todo lo que Walter había podido prever, se hallaba cargado en la camioneta, con su casilla enganchada, y ya estaban en marcha. Sorprendentemente, el camino estaba completamente despejado. Unas pocas personas caminaban o se apresuraban hacia la barda norte portando mochilas que, ellos sabían, contenían dinero, documentos, fósforos, sal, alguna prenda de abrigo y algo, muy poco, de alimentos. La organización de Defensa Civil de la ciudad había implementado en el pasado algunas campañas de concientización para el caso de una posible inundación sorpresiva. Como el complejo hidroeléctrico El Chocón– Cerros colorados, aguas arriba del Río Limay, y su correspondiente dique compensador de Arroyito veinticinco kilómetros más abajo, funcionaban desde 1972 sin haber ocasionado nunca problemas al Valle del Río Negro, dichas campañas parecían casi una frivolidad y realmente la población desestimaba por completo su necesariedad o su efectividad. Si había de decir la verdad, ni siquiera Walter pensó que fuera esa la manera en que la cosa empezaría, aunque con el tiempo llegaría a darse cuenta de que había sido un golpe efectivo del enemigo. Como quiera que sea, ya había comenzado; la huida se tornaba imperiosa y la vuelta atrás, impracticable.

Era domingo por la mañana y pasaría algún tiempo hasta que la insistencia de las sirenas acabara por poner en alerta a toda la población. Entretanto, Walter llegó al puente de Valle Azul en solo cuarenta minutos y lo cruzó sin problemas. Notó que el río ya bramaba por debajo de la estructura. A la velocidad con que ganaba altura en media hora el puente sería intransitable. En ese momento solo quedaba una delgada cinta de tierra por donde alcanzarlo; el resto del terraplén había sido comido por el agua. El policía, que solía estar afuera del puesto caminero, se hallaba en el interior con aspecto concentrado tratando de captar las comunicaciones que le llegaban por radio y probablemente ni se percató del paso de la AMAROK con su casilla en dirección al sur.

Era un maravilloso día de otoño y por un momento tuvo una sensación de alborozo al pensar que estaba viajando con su familia, por primera vez en seis años, rumbo al campo que tantos de sus esfuerzos había requerido de él en aquél perío–

do. Claro que fue una sensación fugaz porque en el asiento trasero cobraban fuerza las protestas adolescentes por haber sido alejados de la tecnología, y en el del acompañante, Aileen guardaba un obstinado silencio que tanto podía ser de preocupación como de antagonismo, por lo que él sabía. Era probable que en este momento estuviera tomando consciencia de lo que se avecinaba, si no al nivel de abstracción en que él lo hacía, sí al más inmediato, doméstico y práctico de las incomodidades, el hacinamiento y la falta de higiene de los días por venir. La casilla rodante, adquirida muy barata en un remate diez años antes, estaba bien equipada y podía acomodarlos a los cuatro, especialmente en vacaciones, cuando los baños con ducha, las cocinas comunitarias y las parrilleras en el camping suplían todas las comodidades que pudieran faltar, detalles estos que estarían ausentes en su nuevo destino. Además, solo la usarían al llegar y enseguida deberían desecharla. Para esto se había ocupado Walter durante los años pasados de construir otro tipo de vivienda para ellos.

—¡No me digan que aquí vamos a vivir! –exclamó Ana Luna despectivamente, al ver el rancho al final de la huella.

Pero Walter estaba muy ocupado en ese momento tratando de ocultar la camioneta y no le contestó. Ya habría tiempo sobrado para que conocieran su nuevo hogar y empezaran a adaptarse a él.

CAPÍTULO III

La primera vez que le comentó a Aileen sus presunciones ella lo miró al principio con una sonrisa y luego le dijo:

—Si pensás así ¿por qué no nos vamos a vivir a Buenos Aires?

—Dudo que Buenos Aires quede al margen del conflicto, si este surge. Pero aún si así fuera ¿Te parece un lugar adecuado para criar a nuestros hijos?

Tal vez ella pensó decirle que le parecía más adecuado que un sótano en medio de la estepa patagónica. O tal vez pensó que él estaba haciendo gala de un alarmismo completamente injustificado. Lo cierto es que no hizo comentarios y la cuestión no prosperó. Lógicamente, hubo más veces en las que le habló del asunto pero ella siempre mantuvo su actitud desinteresada. Lo escuchaba por cortesía y aceptó cada decisión que él tomó en adelante con escasas objeciones, casi como si pensara que se trataba de un capricho que se le pasaría al comprobar su equivocación. De ese modo transcurrieron seis años.

—Abrieron un nuevo supermercado chino en la calle Almirante Brown.

Walter miró a su esposa tratando de determinar el tono de su comentario. Había sido bastante monocorde y él justo estaba con la cabeza baja corrigiendo unos exámenes de tercer año por lo que se le escapó en el momento la intencionalidad. Esperaba adivinar por la expresión de ella, inmediatamente posterior, si se había tratado de una simple información que les atañía, dado que su vivienda estaba ubicada a pocas calles de esa dirección, o de una pulla a lo que ella siempre había denominado “su paranoia”. No obstante, Aileen se ocupaba en ese momento de cambiar la yerba del mate y el cabello suelto le ocultaba parte del rostro; no pudo observar ninguna semisonrisa sarcástica ni un gesto burlón o, por el contrario, un ceño adusto, fastidiado. Solo le quedó el recurso de averiguarlo continuando el diálogo.

—¿Por qué me lo estás contando? ¿Te empezás a convencer por fin?

—Pensé que te interesaría –comentó sin demasiado énfasis.

—Por supuesto que me interesa. ¿Cuántos van ya? ¿Cinco?

¿Seis? En esta ciudad que no supera los cincuenta mil habitantes ya tenemos no menos de trescientos chinos viviendo. Pensá cuantos habrá en el resto del Valle.

—Buenos Aires está lleno de supermercados chinos. La constitución permite la inmigración, seguro no lo habrás olvidado.

—Lo que vos llamas inmigración yo lo llamo una colonización silenciosa. Es más, recientemente han comprado nada menos que un club de futbol. Con todo lo que eso implica. Ya sabes que una cancha, especialmente si es de Boca Juniors, reúne todos los tipos sociales. Además de los beneficios que les reportará su posesión, tendrán una oportunidad inmejorable de estudiar a la población y sus reacciones. Recordá que estamos tratando con gente muy sagaz e inteligente.

—Sí, lo sé. Te he escuchado decir eso no menos de mil veces en estos últimos años.

El comentario lo exasperó y entendió que si contestaba de mal modo, como era su primer impulso, se generaría una discusión. Sabía que, a la larga, Aileen cesaría de rebatirle y parecería que, al quedarse con la proverbial última palabra, resultaría ser él quien tenía la razón. No obstante, Walter no deseaba quedar como un ganador. Lo que él verdaderamente hubiera querido era que Aileen viera las cosas tal como él las veía y nunca había podido lograrlo. Cada nueva discusión, por más que su orgullo y su autoridad quedaran salvaguardados, cada nuevo comentario escéptico de su esposa, contribuían a sembrar la duda en su ánimo. Después de todo ¿por qué no podía estar él equivocado y todo el resto tener razón? Eso, sin dudas, tenía mayores probabilidades que lo contrario. Los años pasaban y lo que tanto le preocupaba no ocurría; era lógico que comenzara a preguntarse si realmente existía una conspiración o solo se había tratado de su imaginación exacerbada.

—No olvidemos la base –sentenció. Con la tecnología de que disponen no solo pueden conocer palmo a palmo el territorio; estimo que hasta pueden ver por nuestras ventanas sin cortinas, el interior de nuestros autos, nuestras actividades en las plazas y parques. No debe haber nada más fácil que apoderarte de lo que conocés tan bien.

—No entiendo. ¿Por qué harían eso?

—Por infinidad de razones, algunas de las cuales podrían ser que están superpoblados y que nosotros poseemos una de las ultimas reservas importantes de agua dulce en el mundo. Además de grandes extensiones de tierra cultivable, por supuesto. Tal como te expliqué hace unos días, en estos momentos están alquilando en varias partes del mundo tierras productivas para proveerse sus propios alimentos.

—Pero, si fuera así, entonces cada potencia tendría que estar abusando de su fuerza para apoderarse de lo que otros países tienen…

—¿Qué te lleva a pensar que no lo hacen? ¿Vos crees que las razones de la presencia de Estados Unidos en Medio Oriente (y en tantas otras partes menos notorias) son puramente altruistas?

Ella guardó silencio. Quizá estaba pensando en ello. Walter no quiso agregar a aquella idea otra más audaz que venía considerando desde hacía un tiempo. Una que había surgido a partir de la compra de nada menos que un lago en la zona cordillerana por parte de Joe Lewis, un magnate inglés, que había resultado mediático y polémico debido al cierre arbitrario, llevado a cabo por el nuevo dueño, de todos los caminos de acceso a dicho lago. Walter no pensaba realmente que Inglaterra se estuviera afilando las uñas para dar el zarpazo a una fracción de la Patagonia. Sus afanes colonialistas, creía, quedaban satisfechos con la posesión de las Islas Malvinas – que jamás habían podido ser recuperadas para la República– y el reciente descubrimiento de ricos yacimientos de petróleo en ellas. Antes bien –pensaba Walter– quien lo hiciera, eventualmente, sería otra poderosa nación, más acostumbrada en épocas recientes a emplear la fuerza de su potencia armamentista y su altamente entrenado ejército, bajo el conveniente disfraz de policía del mundo. Aquello de imponer la paz con la amenaza de las armas le venía dando resultado desde principios del siglo anterior y Walter dudaba que renunciaran a un método que les demostraba constantemente sus bondades con el reporte de pingües beneficios económicos.

Negó distraídamente a la pregunta de Aileen sobre si quería seguir tomando mate porque –dijo ellaen ese caso debería cambiar nuevamente la yerba.

Ya se acercaba la hora de salir para el colegio secundario y aún no había terminado de corregir. Claro que, con la ligereza con que se encaraba la educación desde hacía algunas décadas, nada más sencillo que reunir a los alumnos en grupo y ponerlos a analizar algún texto mientras él continuaba con la corrección de los exámenes. Algo curioso que ocurría era que, en un momento en que casi nadie tomaba ya exámenes, esas odiadas evaluaciones de unos cuantos minutos (olvidando que la evaluación era constante y concienzuda), los alumnos se mostraran tan ansiosos por conocer los resultados. Las veces en que empleaba el viejo método, no podían ocultar su decepción cuando, en la siguiente clase, él no había cumplido con tenerlos corregidos. Walter había cursado el nivel medio en épocas en las que aún imperaba un sistema de notas del uno al diez para premiar o castigar el esfuerzo del estudiante. Este sistema pasó a considerarse arcaico merced a los pedagogos que justificaban su existencia tornando cada vez más permisiva y menos exigente la educación. Interiorizado en las nuevas teorías, ya que nunca dejaba de leer todo lo nuevo y relevante sobre su profesión, Walter entendía las razones esgrimidas por Pablo Freire y por miles de seguidores posteriores. Realmente no se podía caer en el viejo sistema de considerar al alumno una tabula rasa2; la rigidez y la disciplina de la antigua enseñanza eran impensables. Pero en algún momento se había traspasado la línea de la mesura y se había caído en el otro extremo donde la exigencia escolar era completamente nula y prácticamente se enseñaba con la esperanza de que al alumno le interesara lo dicho por el profesor y aprendiera casi por osmosis, como

2 Viejo sistema educativo que actuaba sobre la premisa de que el alumno era como una hoja en blanco, una tabla lisa sobre la que se inscribía el conocimiento.

si hiciera un favor a la institución asistiendo a clase y reteniendo algunos conocimientos. Walter sabía que muchos de sus colegas pensaban igual que él, pero jamás había escuchado a nadie exteriorizar su íntimo convencimiento en la sala de profesores. Eran temas que se discutían en alguna reunión de amigos, en un asado o en algún encuentro para tomar café o unos tragos el sábado a la noche. Pero nunca en el ámbito institucional, so pena de ser acusado de retrógrado o “chapado a la antigua”. “Hay que adaptarse a los tiempos que corren” o “Es el siglo XXI, la era de la informática y las comunicaciones” eran lugares comunes, reproches a los que nadie deseaba verse expuesto. Los cuadernos y carpetas de sus propios hijos eran fuente constante de decepción para Walter. Él conocía a sus chicos y sabía que sus capacidades estaban muy por encima de la exigencia de sus profesores; si de él hubiera dependido, sus requerimientos habrían sido mayores. Pero las políticas inclusivas de años anteriores habían orientado el accionar en las aulas hacia adecuar la enseñanza a las capacidades de todos los alumnos. Esto, en teoría, resultaba maravilloso, especialmente porque las nuevas pedagogías pretendían que se había abandonado el viejo sistema de una sola enseñanza para toda el aula y que las nuevas formas se adaptaban a las necesidades individuales. En realidad continuaba el viejo sistema, solo que esa única enseñanza se ajustaba a las necesidades de alumnos que avanzaban lentamente, o no avanzaban en absoluto, debido a que concurrían sin ganas y no realizaban ningún esfuerzo para cumplir con las consignas. De este modo, los chicos que sí se esforzaban, se decepcionaban, se frustraban y perdían el entusiasmo en medio de la escasa demanda cognitiva.

Walter cerró su portafolio y besó a su esposa maquinalmente.

—Nos vemos más tarde –le dijo, sin esperar una respuesta que, de todos modos, no llegó.

Como otras veces antes pensó que las cosas no iban bien entre los dos y tuvo que aceptar que, si se hubiera tratado de otra mujer que no fuera Aileen, hacía rato que lo hubiese abandonado. Se preguntó si su fidelidad se debía a valores arraigados en su personalidad o al amor que todavía no había muerto. Fueran cuales fuesen las razones no podía menos que estar agradecido. La verdad es que hacía mucho que él había dejado de lado los pequeños gestos; una nueva planta para su jardín de invierno al que ella amaba y cuidaba con gran celo, o un libro que sabía que le gustaría. Sus conversaciones habían cesado de ser personales y casi siempre versaban sobre el tema que lo preocupaba y exigía de él un enorme esfuerzo de trabajo y organización. Con cierta vergüenza se dio cuenta de que ya había olvidado de nuevo a su esposa y se encontraba pensando una vez más en la conspiración que, aunque fuese el único que lo veía, nada lo podría convencer de que no existía.

CAPÍTULO IV

El sol se alzó detrás del banco de nubes del este. Colores resplandecientes estallaron en sus cúpulas y el paisaje se iluminó de dorada luz diurna. Las rudas hojas de las plantas del desierto adquirieron su brillo particular y algunas martinetas cruzaron la huella. Supo que era hora de volver. Trinos de pájaros surgían del monte, allí donde la presencia del agua no lejos de la superficie hacía del jarillal una espesura casi impenetrable. Como cada día, dirigió una mirada preocupada a la vegetación para tratar de detectar el más mínimo atisbo del azul de la pintura de su camioneta AMAROK, y de inmediato se tranquilizó al comprobar que las ramas la cubrían completamente. Recordó el momento de esconderla en el jarillal.

Era poco más de las seis de la tarde. Le hubiera gustado arrancar algunas plantas para crear algo parecido a un túnel. Pero desconocía los horarios del satélite y estimó que todas las precauciones eran pocas; simplemente encaró la vegetación. Con un rugido de protesta el motor, exigido al máximo, hizo un buen trabajo y el vehículo entró unos cuantos metros en la espesura quedando completamente oculto antes de que los troncos más gruesos lo obligaran a detenerse. Pero, detrás, la casilla rodante quedaba con la mitad de la cola a la vista. Walter maldijo en voz alta, una costumbre recientemente adquirida, y conminó a su familia a que, provistos de machetes, cortaransuficientesramascomoparaocultarla.Huelgadecir que los chicos lo hicieron con tan mala voluntad que en más de una ocasión estuvo a punto de darles unas cachetadas para que le pusieran empeño. Aileen por su parte se movía en hosco silencio pero con diligencia.

En media hora la tarea quedó concluida. Sin querer presionar más a su pequeña comitiva Walter les indicó que subieran a la casilla hasta que se hiciera de noche y que podían dormir, comer o leer según les pareciera. Él eligió dormir porque sabía que aquella noche tendría bastante que hacer y pretendía descansar un poco antes. Aileen se puso a cocinar la cena. Ana Luna y Manuel rezongaron y se quejaron con su madre porque “no tenemos nada que hacer”; “esto es una bosta”; “espero que volvamos pronto a casa”. Ella se limitó a continuar con su quehacer y simplemente les sugirió “Lean si están aburridos”

Walter había navegado infinidad de veces por el Google Earth y conocía el grado de precisión de las imágenes satelitales. Se daba cuenta de que, cuando comenzaran a secarse las ramas que cubrían la casilla, destacarían del resto en caso de que alguien hiciera un paneo por ese preciso lugar. También comprendía que, aunque de momento la casilla quedara oculta al ojo del cielo, no resistiría una inspección ocular directa. Claro que ya había previsto aquello y para eso había comenzado a excavar en el borde norte del jarilal, el que quedaba más lejos de la huella de acceso al rancho y, aprovechando un pequeño cañadón antiguo, llevaba bastante adelantada una especie de cueva donde la podría esconder mejor. Al despertar aquella noche se dirigió hacia allí y continuó con las obras.

Nueve años atrás, mientras todo el país se enfrentaba en una feroz campaña electoral primero en las PASO y luego en un controvertido final en el mes de diciembre Walter, que estaba hastiado y aburrido de la ferocidad y las falacias de los que pretendían hacer política, leía afanosamente todo lo que tuviera que ver con la instalación de una base china al norte de Bajada Del Agrio, provincia de Neuquén, cuya finalidad, en apariencia, era el estudio y seguimiento de satélites y futuros viajes espaciales tripulados. A él nunca le había cerrado esta explicación y, como a él, a otras personas que cuestionaron públicamente los verdaderos fines de la base. No obstante, la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner firmó los acuerdos y la cesión se llevó a cabo. Walter no sabía si las personas que manifestaron su desacuerdo llegaron en algún momento a las mismas conclusiones que él pero, en caso de que lo hubieran hecho, probablemente habrían cerrado la boca al igual que él lo hacía. Después de todo, no era fácil acreditar cordura si uno se ponía a propalar la teoría de una futura invasión china en la Patagonia.