El rey ilegítimo - Olivia Gates - E-Book

El rey ilegítimo E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

En una ocasión, Clarissa D´Agostino lo había rechazado. Y Ferruccio Selvaggio, príncipe bastardo, juró que le haría pagar por ello. Seis años después, ella estaba en sus manos. Era el momento de darle una lección… El futuro de su país dependía de ella. Clarissa sabía que tenía que hacer lo posible para convencer a Ferruccio de que aceptara la corona y salvara su reino, incluso aunque conllevara casarse con el hombre que la odiaba, aunque tuviera que entregarle su corazón…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Olivia Gates. Todos los derechos reservados. EL REY ILEGÍTIMO, N.º 1774 - marzo 2011 Título original: The Illegitimate King Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9831-7 Editor responsable: Luis Pugni

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El rey ilegítimo

OLIVIA GATES

Prólogo

–¡No sabía que existieran hombres tan perfectos!

Clarissa D'Agostino frunció el ceño al escuchar a su amiga y siguió frotándose la mancha de ciruela del vestido de noche.

–¿De qué estás hablando?

–Estoy hablando… de ése de ahí.

Clarissa levantó la cabeza, no para buscar el objeto de la admiración de su amiga, sino para comprobar si ésta estaba borracha.

–Yo pensé que era imponente de perfil... De frente está mucho mejor –comentó Luci, abanicándose.

Clarissa la miró haciendo una mueca. Luciana Montgomery, convencida feminista y educada en Estados Unidos, no solía babear por ningún hombre. De hecho, ella nunca la había oído alabar el físico de un hombre, ni en Estados Unidos, donde habían ido a la universidad juntas, ni en Castaldini, un país lleno de hombres imponentes.

Era extraño, pensó Clarissa. Y empezó a parecerle absurdo cuando su amiga la agarró del brazo con excitación.

–¡Está mirando hacia aquí! –exclamó Luci.

–Creí que sólo habías bebido una copa de champán, Luci –comentó Clarissa y se giró para observar al hombre que había transformado a la joven más seria que conocía en una adolescente enamoradiza.

La sala estaba llena de hombres que Clarissa no conocía. Aunque era la princesa de Castaldini, había estado fuera de su país mucho tiempo y nunca había tenido una vida social muy activa en la corte. Pero, entre todos ellos, Luci sólo podía estar refiriéndose a uno, pensó.

No era perfecto, sino más que eso. Sobrepasaba todos los adjetivos que Clarissa conocía. Apenas podía creer que fuera de carne y hueso.

Aunque lo era. Y estaba mirándolas. Mirándola.

Clarissa sintió que el corazón se le salía del pecho. El tiempo pareció detenerse. Todo lo que la rodeaba se desvaneció. Sólo una cosa existía para ella. Los ojos de ese hombre. Como cielos de tormenta iluminados por relámpagos. Y la estaban mirando.

Clarissa se estremeció al leer en esos ojos las mismas sensaciones que la recorrían a ella. Una corriente invisible ardía entre los dos.

De pronto, él parpadeó y apartó la vista. Clarissa se dio cuenta del porqué. El padre de ella había llegado.

El rey Benedetto había aparecido detrás de él, con una amplia sonrisa.

El hombre miró al rey como si no lo reconociera. El rey habló, el hombre escuchó. Como guiada por una fuerza misteriosa, Clarissa se aproximó a ellos. Necesitaba estar cerca. Entonces, el hombre se giró de nuevo y volvió a mirarla a los ojos.

Ella se detuvo. Dejó de respirar. El corazón le dejó de latir. Se sintió como si le hubieran tirado un cubo de agua helada.

La mirada de él era inconfundible. Estaba llena de frialdad. Hostilidad. Eso sólo podía significar una cosa, se dijo Clarissa. Se había equivocado hacía unos minutos. Lo que había visto en sus ojos no podía haber sido atracción.

Antes de que pudiera volver sobre sus pasos, sintiéndose mortificada por su error, el hombre se giró y se alejó del rey.

Clarissa se quedó allí parada, sintiéndose como si le hubieran clavado un puñal en el pecho. La voz de Luci le hizo regresar al mundo real.

–¡Cielo santo! ¿Quién era ése?

Clarissa era incapaz de pensar. Ni de hablar.

–El salvaje hombre de hierro –dijo Stella, irrumpiendo entre las dos.

Desde que eran niñas, Stella siempre había intentado hacerle la vida imposible a Clarissa. Por suerte, sólo eran primas terceras, así que ella no había tenido que verla muy a menudo. Aunque le hubiera gustado no verla en absoluto.

–¿Eh? –dijo Luci, sin entender.

–Es Ferruccio Selvaggio, armador multimillonario. A sus treinta y dos años, es uno de los hombres más ricos del mundo. Es cruel e imparable y no consiente que nadie ni nada se interpongan en su camino. De ahí le viene su apodo, que también resume el significado de su nombre y su apellido.

–Eso lo dirás tú –dijo Luci con una mueca.

–Lo dice todo el mundo. Es malvado. Pero, a juzgar por el entusiasmo del rey, parece que está dispuesto a pasar por alto ese detalle, junto con el hecho de que Ferruccio es un hijo bastardo, a cambio de que el multimillonario invierta su dinero en Castaldini.

–Cielos, Stella, qué lengua tienes. Espero que la gente no te tome como ejemplo de la realeza –comentó Luci–. Sería muy injusto que por tu culpa todas las princesas se ganaran la reputación de perras perversas.

–Ya que tú eres una perra cruzada, Luciana, no tienes que preocuparte por eso. Pero eso te convierte en la mercancía perfecta para él. Aunque la sangre azul en tus venas esté muy diluida, puede bastar para que él obtenga su título de nobleza. Con todo el dinero que tiene, puede ser un buen cambio.

Luci siguió discutiendo con Stella, mientras Clarissa se apartaba de ellas. No podía soportar las viles palabras de Stella.

Clarissa había caminado un buen trecho entre la multitud cuando algo le hizo girarse.

Él estaba dirigiéndose hacia donde ella había estado. ¿Estaría yendo a buscarla?, se preguntó Clarissa y comenzó a volver sobre sus pasos, emocionada.

El hombre en cuestión se detuvo junto a Luci y Stella. ¿Les estaría preguntando por ella?, se dijo Clarissa.

Al estar lo bastante cerca, pudo oír la profunda voz de él con un inconfundible tono de flirteo.

Algo se retorció dentro de Clarissa, como un papel a punto de convertirse en cenizas por las llamas. Sus pies cambiaron de dirección al instante, hasta que casi se puso a correr hacia la salida. Al llegar a la terraza del salón, se obligó a respirar.

Qué tonta había sido.

Lo había imaginado todo. Había creído que él podía sentir la misma atracción que ella había sentido. Pero él se había fijado en Luciana, no en ella. O, tal vez, miraba a todas las mujeres con el mismo gesto seductor con que la había mirado a ella.

Intentando contener las lágrimas de frustración y desengaño, Clarissa se ocultó entre las sombras.

No servía como princesa, se dijo ella. Pero su padre le había pedido que tomara parte activa en la corte y en su reino, a su lado, ocupando el lugar de su madre. Había sido la primera cosa que su padre le había pedido jamás. Y ella no lo decepcionaría.

Clarissa intentó enderezar la espalda, se giró y chocó contra un muro de fuerte y cálida masculinidad. Él.

Ella dio un traspié hacia atrás, empezó a disculparse, intentó pasar a su lado, presa de la conmoción.

Pero él le bloqueó el paso. Sin tocarla, su mera presencia envolvió a Clarissa en un abrazo del que no podía escapar. Y, cuando sus ojos se encontraron, se quedó petrificada.

Él la miraba con la misma intensidad que ella había percibido la primera vez.

Clarissa se estremeció, el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor. Entonces, vio cómo los labios de él se movían. Su voz era profunda y bien templada, hipnótica e irresistible.

–Me voy. Tú tampoco estás disfrutando con la fiesta. Ven conmigo.

Ella levantó la vista para mirarlo a los ojos. Era demasiado… perfecto. Alto, con rasgos de dios del Olimpo, cara de ángel, cuerpo de oro, bronce y hierro…

Era peligroso, se dijo Clarissa, sin respiración. Si aquel hombre podía afectarla de ese modo con una sola mirada, era realmente letal.

Los ojos de él irradiaban una actitud posesiva indiscutible. La misma que habían mostrado la primera vez que ella lo había visto. ¿Y después? ¿Por qué la había mirado con tanta frialdad? ¿Por qué había usado sus encantos con las otras dos mujeres?

¿A qué estaría jugando?, se preguntó Clarissa. Tal vez, él esperaba que todas las mujeres se rindieran a sus pies y, tras haber conquistado a Luci y a la víbora de Stella, había decidido ir tras ella. ¿Pero por qué?

Él dio un paso hacia ella, lleno de seguridad. Su cuerpo, además, vibraba con algo parecido al… ¿deseo?

Clarissa se quedó extasiada, incapaz de reaccionar, esperando a que él hablara de nuevo.

–¿No sabes si puedes confiar en mí? –preguntó él–. Debes saber que sí puedes.

Clarissa siguió mirándolo, muda.

–Pensé que podíamos obviar los formalismos, que podíamos disfrutar de esta… –comenzó a decir él y exhaló. Se tocó el corazón y señaló hacia el corazón de ella– de esta conexión, sin interferencias exteriores. Quizá, pida demasiado –añadió y suspiró–. Vayamos dentro. Encontraremos a tu padre. Él podrá hablar a mi favor.

Él sabía quién era ella, reflexionó Clarissa.

Por eso estaba allí y no con las otras mujeres. No había ido por ella. Sólo estaba buscando a la princesa Clarissa D'Agostino, la hija del rey. Era como todos los demás, se dijo.

Stella había dicho que estaba buscando alguien de sangre azul con quien casarse para conseguir algún título real. Quizá tuviera razón.

Si no… ¿por qué iba a fijarse en ella?

Nadie la había querido nunca de veras, pensó Clarissa.

–No será necesario, señor Selvaggio –dijo ella al fin, hundida en la humillación.

–¿Me conoces?

–Me han hablado de usted. Ferruccio Selvaggio, armador y potencial inversor en Castaldini.

–Ahora mismo, sólo soy un hombre que quiere disfrutar del placer de tu compañía durante el resto de la velada. Siéntate conmigo en la cena.

No era una invitación, sino una orden, observó Clarissa. Y ella habría aceptado sin pestañear si no fuera porque sabía que el acercamiento de él no era en absoluto desinteresado.

Ella ladeó la cabeza, intentando actuar como los profesores de etiqueta le habían enseñado a comportarse para salir de situaciones indeseadas.

–Gracias por la invitación, señor Selvaggio. Pero mi… situación no me permite… estar con usted. Estoy segura de que podrá encontrar a otra persona que lo acompañe.

Él se puso tenso, como si acabara de recibir una bofetada en la cara. Ella le había dado a probar su propia medicina. Si él la quería por su título real, ella le había hecho ver que no lo quería a él por la misma razón.

Al fin, él se encogió de hombros.

–Es una pena. Pero puede que llegue un día en que tu… situación no te deje otra opción que estar conmigo –señaló él, inclinó la cabeza, se giró y, antes de irse, la miró por encima del hombro para murmurar–: Hasta ese momento.

Capítulo Uno

Seis años después.

Al fin, se dijo Ferruccio Selvaggio, sonriendo con una mezcla de amargura y satisfacción.

Había conseguido tener a Clarissa D'Agostino donde quería.

Ferruccio había estado esperando demasiado tiempo a que llegara ese momento. Seis años. Ella lo había esquivado durante todo ese tiempo. La princesa que había pensado que toda su riqueza y su poder no bastaban para hacerlo digno de ella y su linaje. No era más que una mujer de sangre azul que pensaba que los bastardos, por muy influyentes y ricos que fueran, no merecían ser tratados con dignidad.

Ese día, a pesar de todo su desdén, la princesa había bajado de sus alturas para solicitar reunirse con él. Y, si todo salía según lo previsto, Ferruccio haría que ella se inclinara ante él de más maneras de las que ella creía.

La haría suya, para empezar.

Él había estado fantaseando con hacerla suya desde la primera vez que se habían visto. No había podido olvidar la mirada de ella…

Había sido la primera vez que Ferruccio había asistido a un acto de la corte. Se había sentido un poco inseguro, sin saber qué pensar. La mayoría de los allí reunidos habían sido del clan D'Agostino. Supuestamente, de su familia.

Pero él no llevaba su mismo apellido. Sus padres no lo habían reconocido, como hijo y otra familia le había dado el nombre que llevaba en la actualidad.

Ferruccio había averiguado hacía mucho que era un D'Agostino. En ese tiempo, él había exigido el reconocimiento público de su origen. Sus padres, sin embargo, habían estado dispuestos a todo menos eso. Él les había dicho, entonces, lo que podían hacer con sus ofertas de amor y de apoyo. Había sobrevivido sin ellos. Había labrado su camino solo, sin su ayuda.

Con el tiempo, había alcanzado el éxito y había considerado que era hora de conocer el lugar que debía haber sido su hogar por derecho propio: la corte. Había tenido curiosidad por saber cómo era la gente allí, los que debían haber sido su familia. Había querido saber si se había perdido algo, si estaba a tiempo de recuperar las raíces que nunca había tenido.

Entonces, Ferruccio había acudido a la corte del rey y todos le habían dado la bienvenida, empezando por el mismo rey. Sin embargo, él no recordaba a nadie más después de haberla visto a ella entre la multitud.

La había visto de perfil, con la cabeza agachada, concentrada en frotarse algo en el vestido violeta que llevaba. Y, a partir de ese momento, él no había podido quitarle los ojos de encima.

Sorprendido y cautivado, Ferruccio había sentido la necesidad de verla de cerca, de mirarla a los ojos. Entonces, ella se había girado hacia él. Se habían mirado y una atracción innegable había fluido entre ellos. Él había sentido que aquella mujer era la materialización de todas sus fantasías.

Físicamente, ella reunía los más selectos requisitos: tenía el pelo del color de las playas de Castaldini, pintado con rayos de sol. Su cuerpo era, al mismo tiempo, exuberante y esbelto, y exudaba la feminidad más exquisita. Y su rostro era perfecto.

Pero habían sido sus ojos violetas y lo que había visto en ellos lo que había conquistado a Ferruccio.

Había creído percibir una última cualidad en esos ojos, algo que lo había capturado por completo: una imperceptible vulnerabilidad.

Pero se había equivocado. Clarissa D'Agostino era tan vulnerable como un iceberg de hielo.

Sin embargo, Ferruccio seguía recordando cómo, en ese momento, había sentido una intensa conexión con ella. Y ardía de humillación al recordar lo que había conseguido por dejarse llevar por su intuición, cuando ella le había mirado como si estuviera loco y le había aconsejado que se buscara a alguien más apropiado para… su clase.

Desde esa noche, Clarissa se lo había repetido docenas de veces. Lo había hecho de forma implícita cada vez que había rechazado las invitaciones que él no había dejado de enviarle. Su rechazo no había hecho más que incrementar la frustración y la rabia de él, que podía tener todo lo que quisiera, excepto a ella.

Pero, al fin, eso cambiaría, se dijo Ferruccio. De un modo u otro.

Le daría una buena lección. Muchas lecciones. Y disfrutaría con ello.

Ferruccio se apoyó en la barandilla y posó la mirada en el horizonte. El sol estaba empezando a descender sobre el inmenso azul del mar.

Además de las vistas espectaculares, desde aquella terraza podía verse la carretera ondulante por la que llegaría ella…

Sin embargo, algo nublaba su satisfacción. Ella no iba a verlo por voluntad propia. No corría a él deseando estar a su lado, como Ferruccio había soñado en incontables ocasiones.

¿Qué habría pasado si ella hubiera corrido hacia él con los ojos llenos de pasión? Ferruccio apretó los labios y apartó la vista de la carretera.

Debía aceptar la realidad, se dijo él. Ella le había dejado muy claro cuáles eran sus sentimientos aquella primera noche y se los había confirmado a lo largo de seis interminables años.

Pero sólo una cosa importaba en el presente: que ella no tenía elección. No podía rechazarlo de nuevo. Y él pretendía saborear cada segundo de su rendición.

Ferruccio se miró el reloj. Faltaban diez minutos.

Era hora de darle los últimos retoques a su plan.

–Hasta ese momento.

Aquellas palabras, pronunciadas por un hombre tan peligroso como Ferruccio en su primera conversación, no habían abandonado nunca a Clarissa.

No había podido olvidarlas durante seis años. Hacía veinticuatro horas, Clarissa había descubierto que había llegado ese momento. Ferruccio Selvaggio la tenía acorralada.

Ella exhaló y miró a través de las gafas de sol el paisaje que recorrían en la limusina.

El sol estaba descendiendo y, pronto, el mar se teñiría de cientos de tonos de color, hasta quedar azul oscuro.

Pero ella miraba el paisaje sin verlo. Sus pensamientos estaban centrados en su interior, donde todo era gris, caótico.

Debía calmarse. Respirar.

Despacio, respiró el aire fresco que entraba por la ventanilla.

Sin embargo, Clarissa no consiguió recuperar la calma. La había perdido el día anterior, cuando su padre había interrumpido su primera visita oficial a Estados Unidos para darle la noticia. Una noticia que la había impactado más que nada en su vida.

Clarissa no había creído que su padre estuviera tan desesperado por encontrar un príncipe heredero.

La corona de Castaldini no se pasaba de padre a hijo, sino que la sucesión dependía de los méritos del candidato. Con la aprobación del consejo real, el rey debía elegir a su heredero dentro de la familia D'Agostino. Debía ser un hombre de reputación impecable, salud de hierro, sin vicios, de sólido linaje, un líder con carisma y carácter y, sobre todo, alguien que hubiera forjado su propio éxito en el mundo.

Cuando el rey había anunciado su primer candidato, a Clarissa no le había sorprendido. Leandro, el príncipe que su padre había exiliado del reino hacía siete años, dejándolo sin su título y su nacionalidad. Ella había creído que Leandro era el mejor candidato para la corona. Y que había sido hora de olvidar las viejas rencillas y pensar en lo mejor para Castaldini. Pero, cuando se lo habían ofrecido, Leandro había hecho algo inesperado: había declinado la oferta.

A continuación, el rey había elegido a otro candidato aún más difícil: su hijo mayor, Mario. Y, marcando un hito sin precedentes en la historia de Castaldini, había conseguido que el consejo aceptara una enmienda a la ley que no permitía heredar la corona al hijo del rey.

Clarissa había estado emocionada ante la perspectiva. Ella siempre había pensado que las leyes de sucesión eran injustas y que, aunque podían proteger al reino de herederos inapropiados, en el caso de Mario estaban impidiendo que subiera al trono quien mejor podía reinar.

Cuando Mario había llegado a Castaldini con su prometida, Clarissa había esperado que su padre y su hermano pudieran, al fin, resolver sus diferencias. Todo había apuntado a que habría un final feliz para su familia y para Castaldini.

El rey y su hijo habían hecho las paces, pero para sorpresa de todos, Mario también había rechazado la corona.

Clarissa había intentado hablar con él, pero Mario había estado demasiado ocupado preparando su boda y, a continuación, había desaparecido con su esposa en la luna de miel.

Entonces, Clarissa se había ido de viaje a Estados Unidos. Su padre le había dicho que iba a proponerle subir al trono a un tercer candidato, al que consideraba mejor preparado de todos, a pesar de que para ello debía superar un gran obstáculo.

Ella no había podido ni imaginar quién podía ser más adecuado que Leandro o Mario.

En pleno viaje en Estados Unidos, su padre, el rey, la había llamado, dándole la noticia más sorprendente de todas.

El rey había conseguido que el consejo hiciera una enmienda aún mayor a la ley de sucesión para poder ofrecerle el trono a otro hombre.

A Ferruccio Selvaggio.

Ella se había quedado conmocionada al escucharlo, poseída por la confusión.

Por lo que había oído sobre Ferruccio, era un hombre sin pasado. Lo único que se sabía de sus orígenes era que había sido dado en adopción en Nápoles, su ciudad natal.

Pero no había sido adoptado nunca. A los seis años, lo habían enviado a un orfanato, el primero de muchos, hasta que se había escapado del último con trece años. Él había elegido vivir una vida difícil en las calles, con tal de no volver allí. Durante dos décadas, el niño había sido autodidacta y había trabajado con esfuerzo para llegar a lo más alto del mundo de los negocios.

Cuando su posición social y financiera había sido sólida, Ferruccio había ido a Castaldini y, desde entonces, había sido un asiduo de la corte de su padre. Y una constante en los sueños y las pesadillas de Clarissa. Y, para colmo, sus operaciones financieras abarcaban un cuarto del producto nacional bruto del país.

Cuando Clarissa le había dicho a su padre que eso no era razón suficiente para hacerlo rey ni para romper las centenarias leyes de sucesión de Castaldini, pues Ferruccio no pertenecía a la familia D'Agostino, su padre le había puesto al día de lo más sorprendente de todo.

Ferruccio era un D'Agostino.

El rey lo había averiguado antes de que Ferruccio visitara Castaldini por primera vez. Se lo había contado a muy poca gente, pues era un tema delicado.

Después de su infarto, el rey Benedetto había informado al consejo de lo que sabía. El consejo había alegado que era hijo ilegítimo y que su sucesión transgrediría las leyes antiguas. No podían aceptar que un bastardo subiera al trono. Pero el rey había puesto todo su empeño en defenderlo.