El rojo emblema del valor - Stephen Crane - E-Book

El rojo emblema del valor E-Book

Stephen Crane

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Beschreibung

A todos aquellos que han soñado alguna vez con marchas, asedios, conflictos, "tempestades de acero", y han deseado verlos o participar en ellos; a quienes confunden patriotismo con ardor guerrero y desprecian a los que opinan que el hombre es más importante en una granja que en el campo de batalla; a quienes creen todavía en "grandes hechos", "hazañas impresionantes", "gestas guerreras", 2magníficas luchas" y en la dudosa gloria derivada de la guerra. Tal podría ser la dedicatoria de este libro lúcido y desmitificador, del que dijo el novelista Joseph Hergesheimer: "A partir de entonces, todas las novelas de guerra tenían que ser diferentes". [Edición anotada, con presentación y apéndice]

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Veröffentlichungsjahr: 2012

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Stephen Crane

El rojo emblema del valor

Traducción de Micaela Misiego

Índice

Cubierta

Presentación

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Apéndice

Notas

Créditos

PRESENTACIÓN

STEPHEN CRANE

Stephen Crane nació en Newark, Nueva Yersey, no muy lejos de Nueva York, el 1 de noviembre de 1871, en el seno de una familia intensamente religiosa. Desde muy pronto sintió el prurito de la literatura, con el que mitigó su fracaso como estudiante en diferentes universidades. En 1891 se instaló en Nueva York, donde llevó una vida bohemia y frecuentó los bajos fondos, dedicándose al periodismo para sobrevivir. En 1893, ayudado por sus hermanos y bajo el seudónimo de Johnston, publicó su primera novela, Maggie, una chica de la calle (una historia de Nueva York), en la que retrata esos ambientes y que ha sido considerada la primera gran novela naturalista norteamericana, a pesar de que en su momento pasó sin pena ni gloria. Hay que recordar que el naturalismo, derivado del realismo, triunfaba literariamente en Europa, capitaneado por Émile Zola. Tampoco España estaba al margen, por obra y gracia de doña Emilia Pardo Bazán y, en menor medida, de Clarín, Galdós y Pereda.

El naturalismo americano que doña Emilia, gran lectora, intuyó en Henry James y otros escritores norteamericanos comparte muchas cosas con el europeo: el determinismo biológico y el protagonismo de la naturaleza, así como, estilísticamente, el gusto por las metáforas botánicas y zoológicas. Todo esto lo vamos a encontrar en El rojo emblema del valor, novela que, publicada en 1895, valió a su autor fama mundial. Esta repentina celebridad no iba acompañada, en la puritana sociedad norteamericana, del reconocimiento social que, por ejemplo, tenían los escritores en Europa, sobre todo en Francia. Es más, en 1896, tras defender públicamente a Dora Clark, una mujer acusada de prostitución, Crane, que no profesaba mucho respeto por las convenciones burguesas, fue declarado «persona non grata» por la policía. Tampoco le ayudó que eligiera como pareja a una mujer de dudosa reputación, Cora Taylor, quien le acompañó hasta el final de sus días.

En esta tesitura, el joven Crane se exilió a Inglaterra, donde fijó su residencia a partir de 1897. No fue el primer escritor americano que buscaba fortuna en el viejo continente. Ya lo habían hecho, con éxito, Bret Harte y Mark Twain y, con menos éxito, Ambrose Bierce, que tanta influencia tuvo sobre nuestro autor. En Inglaterra Crane coincidió con otros escritores americanos, como Ford Madox Fox y Henry James, quienes le respetaban y admiraban, algo a lo que no estaba acostumbrado en Norteamérica. Desde ahí trabajó como corresponsal de guerra en conflictos de extrema importancia, y de grandes repercusiones literarias, el greco-turco y la guerra de Cuba entre España y Norteamérica. Serían sus últimas experiencias, porque en 1900, con solo 28 años, murió de tuberculosis en un sanatorio de Alemania, donde se encontraba accidentalmente. Crane, en su corta existencia, escribió varias novelas, además de las dos ya mencionadas (La madre de George, La tercera violeta, Servicio activo y otras) que no tuvieron gran repercusión, un notable número de relatos breves, algunos de los cuales son considerados modélicos, y un número indeterminado de poemas de muy reducida difusión.

El rojo emblema del valor es una novela clásica en su género, y su autor es considerado el gran renovador de la novela bélica contemporánea, aunque parece evidente su deuda con el escritor, y también periodista, Ambrose Bierce, cuya obra, Cuentos de soldados y civiles, basada en su experiencia directa en la Guerra de Secesión, fue publicada en 1891, unos años antes. Hay que señalar que Bierce, nacido en 1842 y desaparecido misteriosamente en 1914 en México, donde estaba «cubriendo» la revolución en las filas de Pancho Villa, no apreciaba mucho a Crane, lo que no ha impedido que la novela de este último se haya convertido en el referente obligado para el estudio de un género que ambos cultivaron de manera admirable y que cuenta, entre sus seguidores, con escritores como Hemingway, Faulkner o Kurt Vonnegut.

No es fácil describir el argumento de esta novela. Tal vez lo único que se pueda «contar» es que narra el desarrollo de un episodio (la batalla de Chancellorsville, Virginia, del 1 al 3 de mayo de 1863) de la Guerra Civil Norteamericana, o Guerra de Secesión, desde una perspectiva totalmente alejada de cualquier patriotismo sensiblero. El protagonista, Henry Fleming, es un muchacho que se ha alistado en el ejército de la Unión en contra de la voluntad de su madre. La acción se desarrolla en el plazo de esos tres días, durante los cuales el joven se enfrenta a las fuerzas desatadas de la guerra, que corren, en su imaginación asustada, parejas a las de la naturaleza, paradigma para él de lo incontrolable. Solo cuando se entregue ciegamente a las fuerzas oscuras y al caos entrará de lleno en combate, sin que las dudas y el miedo dejen en ningún momento de atenazarle. Además de las características señaladas más arriba, propias de la «manera» naturalista, la novela está llena de elementos poéticos que me atrevería a calificar de simbolistas, y, para empezar, el propio título, porque la roja insignia del valor (o el rojo emblema, igual da) no es otra que las cicatrices que dejan las sangrientas heridas, la única condecoración que tiene garantizada el soldado raso.

Julia ESCOBAR

Capítulo 1

El frío se iba alejando paulatinamente de la tierra y la niebla, al retirarse, iba descubriendo un ejército extendido sobre las colinas, que descansaba. Cuando el paisaje cambió de pardo a verde, el ejército despertó y empezó a estremecerse con ansiedad al simple anuncio de un nuevo rumor, lanzando ojeadas hacia los caminos, que, después de ser amplios charcos de barro líquido, iban transformándose en verdaderas carreteras. Un río, al que la sombra de sus márgenes prestaba tonalidades ambarinas, murmuraba a los pies del ejército, y por la noche, cuando la corriente se había transformado en doliente oscuridad, podían verse en la otra orilla las pupilas rojas y brillantes de las hogueras del campamento enemigo, situadas en las lomas bajas de distantes colinas.

En un momento dado, uno de los soldados, de elevada estatura, se sintió virtuoso y fue decididamente a lavarse una camisa. Volvió corriendo del arroyo, agitando la ropa como una bandera. Llegaba rebosante de noticias, transmitidas por un amigo de confianza, que las había recibido de un soldado de caballería incapaz de mentir, el cual las había recibido de su leal hermano, uno de los oficiales de servicio en el cuartel general del batallón. Adoptó al llegar el aspecto importante de un heraldo vestido de oro y grana.

—Vamos a avanzar mañana; seguro —dijo pomposamente a un grupo reunido en uno de los caminos que cruzaban el campamento—. Vamos a remontar el río, cruzar y rodearlos por detrás.

En alta voz y ante un atento público trazó el elaborado plan de una brillante campaña, y cuando acabó, los hombres vestidos de azul se esparcieron en pequeños grupos entre las hileras de barracas pardas y achatadas. Un muchacho negro, uno de los que cuidaban de los caballos, había estado bailando sobre una caja de embalaje entre las regocijadas exclamaciones de una docena de soldados. Ahora lo dejaron solo y se sentó, pesaroso. El humo se elevaba perezosamente desde una multitud de pintorescas chimeneas.

—¡Es mentira! ¡No es otra cosa más que una mentira fenomenal! —dijo otro soldado, a gritos. Su rostro, de tez suave, había enrojecido, y hundió las manos con malhumor en los bolsillos de los pantalones. Parecía tomar todo aquello como un insulto personal—. No creo que este maldito ejército llegue a avanzar ni un solo paso —continuó—. Estamos clavados. En los últimos quince días me han ordenado estar dispuesto para avanzar ocho veces, y aún no nos hemos movido.

El soldado alto1 se sintió obligado a defender la verdad de un rumor que él mismo había esparcido. Él y el que vociferaba llegaron casi a las manos en la discusión.

Un cabo empezó a lanzar imprecaciones ante los allí reunidos. Dijo que acababa de poner un costoso piso de madera en su barraca. Al iniciarse la primavera, se había abstenido de aumentar la comodidad de su residencia, porque le había parecido que el ejército podía emprender la marcha en cualquier momento; sin embargo, en los últimos tiempos le había dado la impresión de que se hallaban en una especie de campamento perpetuo.

La mayoría de los hombres se enzarzaron en una animada discusión. Uno esbozó, de modo peculiarmente lúcido, todos los planes del general en jefe. Otros se le opusieron, defendiendo la posibilidad de otros planes de campaña. Todos gritaban a la vez mientras algunos trataban en vano de atraer la atención general. Entre tanto, el soldado que había iniciado el rumor iba de un lado para otro con aires de importancia.

De todas partes le dirigían preguntas:

—¿Qué pasa, Jim?

—El ejército va avanzar.

—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, podéis creerme o no, como queráis. Me importa un pepino.

El tono de sus respuestas daba mucho que pensar y casi llegó a convencerlos, al no dignarse presentar pruebas de lo que decía; todos se sentían cada vez más llenos de excitación.

Uno de los soldados, un muchacho aún, escuchaba con ansiedad las palabras del soldado alto y los diversos comentarios de sus camaradas. Después de haber oído una gran cantidad de discusiones sobre marchas y ataques, se marchó a su barraca y se deslizó arrastrándose a través del complicado agujero que utilizaban como puerta. Deseaba estar a solas con algunas ideas nuevas que le habían asaltado últimamente.

Se tendió sobre una litera que se extendía a lo largo de uno de los extremos de la habitación. En el otro extremo, unas cajas de embalaje agrupadas alrededor de la chimenea servían de muebles. En una de las paredes, hechas con troncos, había un grabado, una página de un semanario ilustrado, y tres rifles se alineaban, colocados paralelamente sobre clavijas. Había equipos en estantes de fácil acceso y unos cuantos platos de hojalata estaban colocados sobre un pequeño montón de leños. Una tienda doblada les servía de techo. Los rayos del sol, al caer sobre ella en el exterior, le daban un brillo amarillo claro; una pequeña ventana lanzaba un recuadro oblicuo de luz más blanca sobre el suelo desigual. El humo de la hoguera desdeñaba muchas veces a la chimenea de barro y se esparcía en anillos por la habitación, y esta frágil chimenea de tierra y cañas era una constante amenaza de incendio para la barraca entera.

El muchacho estaba hundido en un pequeño trance de estupor. Por lo visto, iban finalmente a luchar. A la mañana siguiente, quizá, habría una batalla y él tomaría parte en ella. Necesitó esforzarse largo rato para obligarse a sí mismo a creerlo; no podía aceptar con pleno convencimiento el presagio de que iba a mezclarse en uno de aquellos grandes conflictos de la tierra.

Desde luego, había soñado con batallas toda su vida, imaginando vagos y sangrientos conflictos que le habían estremecido profundamente con su arrebato y su ardor. En sueños se había visto a sí mismo en muchas batallas; había imaginado a gente que se sentía segura bajo la protección de su mirada de lince, de sus proezas. Pero, una vez despierto, había considerado las batallas como manchas sangrientas en las páginas del pasado. Las había relegado, junto con sus imágenes ficticias de pesadas coronas y elevados castillos, a una época anterior. Hubo un período de la historia del mundo que él había considerado siempre como la época de las guerras, pero aquel tiempo, pensaba, hacía ya mucho tiempo que se había alejado en el infinito y había desaparecido para siempre.

Desde su hogar, sus ojos juveniles habían contemplado la guerra en su propio país con desconfianza. Tenía que ser algo ficticio. Hacía ya mucho tiempo que había perdido la esperanza de contemplar una lucha al estilo griego. Aquello ya no volvería a suceder, se había dicho. Los hombres eran mejores o más tímidos. La instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente cogidas las riendas de las pasiones.

Varias veces había ardido en deseos de alistarse. El país se estremecía con narraciones de grandes hechos que quizá no eran claramente homéricos, mas parecían ir acompañados de una gran gloria. Había leído relatos de marchas, asedios, conflictos, y había ansiado profundamente verlos. Su mente había trazado incansablemente para él amplios cuadros de extravagante colorido, enrojecidos por hazañas impresionantes.

Pero su madre le había desanimado. Le había dado la impresión de que, en cierto modo, despreciaba la calidad de su ardor guerrero y de su patriotismo. Podía sentarse serenamente y, sin ninguna dificultad aparente, darle centenares de razones explicándole por qué era él de muchísima más importancia en la granja que en el campo de batalla. Había usado ciertas expresiones, además, que habían dado a entender que sus palabras sobre aquel tema surgían de una profunda convicción. Y a favor de su madre estaba también su propia creencia de que las razones éticas que ella tenía para su demostración eran irrefutables.

Sin embargo, al fin se había rebelado con firmeza contra esta luz amarillenta lanzada sobre el color de su ambición. Los periódicos, los comentarios del pueblo, su propia imaginación le habían excitado hasta un punto imposible de dominar. Estaban, en verdad, luchando valientemente. Casi diariamente ofrecían los periódicos relatos de alguna victoria decisiva.

Una noche, estando ya en la cama, el viento había llevado hasta él el clamor de la campana de la iglesia, cuando un entusiasta había tocado frenéticamente a rebato para dar a conocer confusas noticias de una gran batalla2. Esta voz del pueblo regocijándose en la noche le había hecho estremecer en un prolongado éxtasis de emoción. Un poco después había bajado a la habitación de su madre y le había dicho:

—Madre, voy a alistarme.

—Henry, no seas estúpido —le había contestado su madre. Luego se había cubierto la cara con la colcha. Aquí acabó todo aquella noche.

Sin embargo, a la mañana siguiente había ido al pueblo que se hallaba más cerca de la granja de su madre y se había alistado en una compañía que se estaba formando allí. Al regresar a su casa, su madre estaba ordeñando la vaca pinta, y otras cuatro estaban esperando.

—Madre, acabo de alistarme —le había dicho, respetuosamente.

Hubo un breve silencio.

—¡Que se haga la voluntad del Señor, Henry! —había respondido ella, finalmente, y luego había continuado ordeñando la vaca pinta.

Unos días más tarde, cuando se había parado en el umbral con su uniforme militar y una luz de ansiedad y expectación en los ojos que casi apagaba el brillo de añorante tristeza hacia los lazos del hogar, había visto dos lágrimas deslizarse por las marchitas mejillas de su madre. Ella, sin embargo, le decepcionó al no decirle nada en absoluto sobre volver «o con su escudo o sobre él»3. Él se había preparado para una magnífica escena; había pensado ciertas frases, que creyó que podía usar sin efecto emocionante. Pero las palabras que ella pronunció echaron todos sus planes por los suelos. Había continuado tenazmente pelando patatas, y le había hablado así:

—Ten cuidado, Henry, y mira bien por dónde vas en todo este lío de las batallas; ten cuidado y vigila bien. No vayas pensando que puedes aplastar a todo el ejército rebelde desde el principio, porque no puedes... Tú no eres más que un muchacho entre muchísimos más, y tienes que callarte y hacer lo que te manden. Yo sé cómo eres, Henry... Te he tejido ocho pares de calcetines, Henry, y te he puesto ahí tus mejores camisas, porque quiero que mi chico vaya tan caliente y tan cómodo como cualquiera pueda ir en el ejército. Siempre que se te agujereen, quiero que me los mandes al momento para que pueda remendártelos... Y sé siempre precavido y escoge a tus compañeros. Hay montones de hombres malos en el ejército, Henry. El ejército los hace feroces y no hay nada que les guste más que llevar por mal camino a un muchacho como tú, que nunca se ha alejado mucho de su casa y siempre ha estado con su madre, y enseñarle a beber y a blasfemar. Mantente alejado de esta gente, Henry. No quiero que hagas nunca nada de lo que pudieras avergonzarte si me lo contaras, Henry... Imagínate siempre que te estoy observando. Si tienes esto siempre presente, creo que saldrás bien... Tienes que recordar siempre a tu padre también, muchacho, y tener presente que nunca bebió una gota de alcohol en toda su vida, y que raras veces renegó... No sé qué más decirte, Henry, excepto que nunca debes tratar de evadir nada, hijo, por mi causa... Si llegara el momento en que tienes que morir o hacer algo deshonroso..., bueno... Henry, no pienses en nada más que en lo que debe hacerse, porque son muchas las mujeres que tienen que hacerse fuertes ante tales cosas en estos tiempos, y el Señor se cuidará de todas nosotras... Hijo, no te olvides de los calcetines y de las camisas; te he puesto un tarro de mermelada de moras en el paquete, porque sé que es lo que más te gusta... Adiós, Henry, ten cuidado y sé un buen muchacho...

Él, desde luego, se había impacientado ante este discurso. No era exactamente lo que había esperado, y lo había aguantado con aspecto irritado. Se marchó experimentando un cierto alivio.

De todos modos, cuando había mirado hacia atrás desde la verja, había visto a su madre arrodillada entre las peladuras de patata. Su cara quemada por el sol, levantada, estaba llena de lágrimas, y su delgado cuerpo estaba temblando. Él inclinó la cabeza y siguió adelante, sintiéndose de repente avergonzado de sus propósitos.

Desde su casa había ido a la escuela para despedirse de sus muchos compañeros. Todos se habían agrupado a su alrededor con asombro y admiración. Entonces se había dado cuenta de la enorme diferencia que había entre ellos y se había sentido henchido de sereno orgullo. Él y algunos otros compañeros que también vestían el uniforme azul fueron completamente colmados de honores toda la tarde, y esto había sido algo verdaderamente delicioso. Se habían pavoneado.

Cierta muchacha rubia se había burlado alegremente de su aire marcial, pero había también otra, morena, a quien él había mirado fijamente y que le había parecido que adoptaba una expresión grave y triste al observar el azul uniforme y las insignias. Al marcharse, mientras bajaba por el sendero bordeado de robles, había mirado hacia atrás y la había visto asomada a una ventana, observándole. Y cuando él la vio, ella había clavado inmediatamente la vista en el cielo, entre las altas ramas de los árboles. Él se había dado cuenta de que había mucho nerviosismo y prisa en su movimiento al cambiar de actitud, y lo recordaba a menudo.

Durante el viaje a Washington, su exaltación había ido en aumento. El regimiento había sido recibido con cariño y alimentos en cada una de las estaciones, hasta que el muchacho había creído que era en realidad un héroe. Hubo derroche de pan y embutidos, café y pepinillos y queso. Y cuando se sintió acariciado por la sonrisa de las muchachas y abrazado y felicitado por los ancianos, había sentido crecer en su interior la fuerza necesaria para llevar a cabo grandes gestas guerreras.

Después de jornadas complicadas y de muchas pausas, habían llegado los meses de vida monótona en el campamento. Había él tenido la convicción de que una verdadera guerra era una serie de batallas a muerte con muy poco tiempo intercalado para dormir y comer; pero desde que su regimiento había llegado al campamento, el ejército había hecho poco más que quedar acampado y tratar de mantenerse caliente.

Entonces, poco a poco, volvió a su antiguo modo de pensar. Las luchas al estilo griego ya no existían. Los hombres eran mejores o más tímidos. La instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente cogidas las riendas de las pasiones.

Había llegado a considerarse a sí mismo solamente como parte de una amplia demostración en azul. Su obligación era cuidarse, tanto como le fuera posible, de su comodidad personal. Y para divertirse podía mover las manos y tratar de imaginar los pensamientos que debían agitar la mente de los generales. Había además prácticas y más prácticas, y revista, y otra vez prácticas y prácticas y revista.

Los únicos enemigos que había visto eran algunas patrullas de reconocimiento a lo largo del río. Las componían un grupo de hombres bronceados, filosóficos, que a veces disparaban meditativamente a las patrullas azules. Si más tarde se les reprochaba esto, se mostraban generalmente pesarosos y juraban por lo más sagrado que las armas habían disparado sin su permiso. El muchacho, mientras estaba de guardia una noche, entabló conversación con uno de ellos a través del río. Este era un hombre algo áspero, que escupía hábilmente apuntando al espacio que había entre sus zapatos y que poseía grandes reservas de suave e infantil desenvoltura. Al muchacho, personalmente, le gustó.

—Yanqui —le había dicho el otro—, eres un buen rapaz.

Este sentimiento, que le llegó flotando sobre la quietud del aire, le había hecho lamentar la guerra por unos momentos.

Algunos veteranos le habían contado historias. Algunos hablaban de hordas grises de largas patillas, que avanzaban lanzando incesantes maldiciones y mascando tabaco, con valor indecible; tremendos conjuntos de fieros soldados, que, como los hunos, lo arrasaban todo ante sí. Otros hablaban de hombres andrajosos y eternamente hambrientos, que lanzaban desalentados disparos.

—Serían capaces de atravesar azufre ardiente y los fuegos del infierno para apoderarse de una mochila, y estómagos así no duran mucho —le dijeron.

A través de estos relatos, el muchacho imaginaba huesos rojos y vivos que aparecían por los desgarrones de los ajados uniformes.

Sin embargo, no podía creer completamente en los relatos de los veteranos, porque los reclutas eran siempre su presa. Solían hablar mucho de humo, fuego y sangre, pero no podía decir hasta qué punto eran mentiras. Continuamente le gritaban: «¡Pescado fresco!», y de ningún modo podía confiar en sus palabras.

Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que no importaba mucho la clase de soldados con los que iba a luchar, mientras lucharan, y esto nadie lo ponía en duda. Trató de probarse a sí mismo matemáticamente que no iba a huir de la batalla.

Anteriormente nunca se había visto obligado a debatir muy seriamente este problema. Durante toda su vida había tomado ciertas cosas como seguras, sin poner nunca a prueba su seguridad en el triunfo final, sin pararse a pensar mucho en medios y modos de llegar a él. Pero ahora se hallaba frente a algo importante. De repente se le ocurrió que quizá se viera impulsado a escapar de la batalla. Se vio obligado a admitir que, en lo tocante a la guerra, no sabía nada acerca de sí mismo.

En otro tiempo habría dejado que el problema se quedara tascando el freno en el umbral de su mente, pero ahora se sintió obligado a prestarle atención.

En su mente nació un conato de miedo y pánico. Y cuando empezó a imaginar una batalla, entrevió odiosas posibilidades. Contempló las amenazas acechantes del futuro y fracasó en el esfuerzo de verse a sí mismo permaneciendo firme en el centro de aquellas. Recordó sus visiones de gloria arrebatadora, pero a la sombra del tumulto que se avecinaba sospechó que eran solo imágenes imposibles.

Saltó de la litera y empezó a pasear nervioso de arriba abajo.

—¡Dios mío! Pero ¿qué es lo que me pasa? —exclamó en alta voz.

Se dio cuenta de que en esta crisis sus propias leyes de la vida eran inútiles. Todo lo que había aprendido sobre sí mismo no le servía aquí de nada. Era una incógnita para sí mismo. Vio que se vería obligado a experimentar de nuevo, tal como lo había hecho en su adolescencia; tenía que acumular información sobre sí mismo y, mientras tanto, decidió mantenerse constantemente en guardia para evitar que aquellas cualidades, de las cuales no sabía nada, le avergonzaran para siempre. «Dios mío», se repitió desfallecido.

Poco después, el soldado alto se deslizó hábilmente por el boquete de entrada. El que hablaba a gritos le seguía. Estaban discutiendo.

—De acuerdo —decía el soldado alto al entrar, moviendo las manos expresivamente—. Puedes creerme o no, como quieras. Todo lo que tienes que hacer es sentarte y esperar tan callado como puedas. Muy pronto descubrirás que tengo razón.

Su camarada gruñó obstinadamente. Por un momento pareció que estaba tratando de hallar una respuesta aplastante. Finalmente dijo:

—Bueno, tú no sabes todo lo que ocurre en la faz de la tierra, ¿verdad?

—Yo no dije que supiera todo lo que pasa en la faz de la tierra —respondió el otro vivamente, empezando a colocar unos objetos apretadamente en su mochila.

El muchacho, cesando en su nervioso paseo, contempló la ajetreada figura.

—Va a haber una batalla, ¿verdad, Jim?

—Claro que sí —respondió el soldado alto—. Claro que sí. Tú espera hasta mañana y verás una de las mayores batallas que jamás hayan tenido lugar. No tienes más que esperar.

—¡Caramba! —dijo el muchacho.

—Vas a ver lo que es luchar, muchacho, vas a ver una pelea por todo lo alto —añadió el soldado, con el aire de un hombre que está a punto de exhibir una batalla para beneficio de sus amigos.

—¡Ja! —dijo, desde un rincón, el soldado jactancioso.

—Bueno —replicó el muchacho—, es muy posible que todo esto no sea más que un cuento, igual que otras veces.

—Ni mucho menos —replicó el soldado alto, exasperado—. Ni mucho menos. ¿Acaso no se puso en camino toda la caballería esta mañana? —miró encolerizado a su alrededor. Nadie negó esta afirmación—. La caballería inició la marcha esta mañana —continuó—. Dicen que apenas queda una sola montura en el campamento. Se dirigen a Richmond o algo así, mientras nosotros luchamos con todos los Johnnies4.

Es una de esas maniobras. El regimiento ha recibido órdenes también. Un individuo que los vio llegar al cuartel general me lo dijo hace un rato. Y verdaderamente, que esto que ha empezado ya a correr por todo el campamento puede verlo cualquiera.

—¡Caray! —dijo el jactancioso.

El muchacho permaneció en silencio unos instantes. Al final se dirigió al soldado alto:

—¡Jim!

—¿Qué?

—¿Cómo te parece que se portará el regimiento?

—¡Oh! Van a luchar bien, creo, una vez que empiecen —dijo el otro, juzgando fríamente y usando con elegancia la tercera persona—. Les han gastado muchas bromas porque son novatos, desde luego, y todo eso, pero lucharían bien, creo.

—¿Crees que alguno de los chicos desertará? —insistió el muchacho.

—Puede haber unos pocos que huyan, pero los hay en todos los regimientos, sobre todo la primera vez que se encuentran bajo el fuego —dijo el otro, con aire tolerante—. Desde luego, podría suceder que el regimiento en masa empezara a corre, si se produjera de improvisto un gran tiroteo, pero, por otra parte, también podría suceder que se quedaran fijos y lucharan como leones. No se puede estar seguro de nada. Desde luego, nunca han estado en la línea de fuego todavía, y no es probable que aplasten al núcleo del ejército rebelde de un golpe a la primera ocasión; creo que lucharán mejor que muchos, si bien peor que otros. Al menos así me lo parece. Suelen llamar al regimiento «pescado fresco» y todas esas cosas, pero los muchachos son de buena casta y la mayoría lucharán como diablos cuando hayan empezado a disparar —añadió, acentuando fuertemente la última parte de la frase.

—Vaya, pareces el sabelotodo —empezó el soldado jactancioso burlonamente.

El otro se volvió hacia él encolerizado. Mantuvieron un rápido altercado, en el cual se lanzaron el uno al otro varios y extraños epítetos.

El muchacho, finalmente, los interrumpió:

—¿Has pensado alguna vez si podrías desertar tú, Jim?

Al acabar de hablar así, se rio, como si solo hubiera querido hacer una broma. El soldado jactancioso se rio también, sin saber de qué.

El soldado alto agitó la mano.

—Bueno —dijo reflexivamente—, he pensado que podría suceder que las cosas podrían acabar por ser demasiado violentas para Jim Conklin en alguno de estos jaleos, y si un montón de muchachos empezara a correr, bueno, supongo que yo también echaría a correr. Y en cuanto empezara, correría como el demonio, de eso no me cabe la menor duda. Pero si todo el mundo se quedara y luchara, bueno, yo me quedaría y lucharía. Por todos los diablos que lo haría. Apostaría lo que fuera a que lo haría.

—¡Ja! —dijo el jactancioso.

El muchacho de esta narración agradeció estas palabras de su camarada. Había temido que todos los hombres que no habían sufrido aún la prueba del fuego poseyeran una enorme y fundada confianza. Y ahora, en cierto modo, se sentía tranquilizado.

Capítulo 2

A la mañana siguiente el muchacho descubrió que su alto camarada había sido el veloz mensajero de un error. Los que ayer le creyeron firmemente se burlaban ahora repetidas veces de él, y hubo incluso algo de sarcasmo por parte de los hombres que nunca habían creído el rumor. El soldado alto se peleó con un hombre de Chatfield Corners1 y le dio una paliza.

El muchacho, sin embargo, se dio cuenta de que su problema no le había abandonado en absoluto. En vez de esto, se había producido una irritante prolongación. La noticia le había creado una gran preocupación sobre sí mismo, y ahora, con la pregunta recién nacida en su mente, se veía obligado a hundirse de nuevo en su antigua casilla como parte de una masa azul.

Durante días y días hizo infinitos cálculos y todos eran maravillosamente insatisfactorios. Descubrió que no podía llegar a ninguna conclusión. Finalmente decidió que la única manera de probarse a sí mismo era entrar en conflicto, y entonces, figurativamente, observar sus piernas2 para descubrir sus méritos y sus fallos. Admitió a desgana que no podía quedarse sentado y deducir una respuesta con pizarra y tiza mentales; para obtenerla, necesitaba llamas, sangre y peligro, de la misma manera que un químico requiere esto, aquello y lo de más allá. Por lo tanto, ansiaba nerviosamente una oportunidad.

Mientras tanto, trataba continuamente de juzgarse a sí mismo comparándose con sus compañeros. El soldado alto, por ejemplo, le daba una cierta seguridad. La serena despreocupación de aquel hombre le infundía algo de confianza, porque lo había conocido desde la niñez, y, a causa de este íntimo conocimiento, el muchacho no veía cómo podía aquel ser capaz de algo que estuviera más allá de su propio alcance. Sin embargo, creía que su camarada podía estar equivocado sobre sí mismo. Por otra parte, también podía ser un hombre que hasta ahora hubiera estado condenado a la paz y a la austeridad, pero que en realidad hubiera sido destinado a brillar en la guerra.