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"Los Dioses se han olvidado de nosotros,o quizás seamos nosotros quienes nos hemos olvidado de ellos". En el vasto imperio de Dantar, el más poderoso del continente, los eruditos y altos hechiceros están convencidos de que la misteriosa enfermedad que ha azotado al reino durante los últimos años no es otra cosa que un castigo divino por haberse alejado del verdadero sendero de la fe. Un mago, el menos ortodoxo y más criticado del reino, decide enfrentar a sus pares y desembarazarse de viejos dogmas para poner un alto al mal que continúa intensificándose. Arriesgará todo con tal de hallar res-puestas, enfrentándose a los dioses en persona para lograrlo si es necesario. Pero el conocimiento que busca bien podría traer la salvación de todo aquello que estima y desea proteger, o también su destrucción."Ocarina" primera parte de la saga "El Ruido del Silencio" es la antesala a un mundo fantástico, con sus propias reglas, leyes y culturas, donde la magia cobra relevancia y adquiere características únicas, funcionando como hilo conductor para una historia centrada en la eterna lucha entre el bien y el mal, abordada desde una pers-pectiva muy humana y personal, con personajes que bien podrían parecer héroes convencionales a simple vista pero que no tardan en demostrar sus miedos y fallas, atrapados en una encrucijada moral que los llevará a enfrentar un gran dilema: ¿Cuánto estás dispuesto a sacrificar para alcanzar lo que deseas?
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Seitenzahl: 730
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editorial Autores de Argentina
Noero, Marcos J.
El ruido del silencio / Marcos J. Noero. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-711-916-9
1. Novela. 2. Novelas Fantásticas. 3. Realismo Fantástico. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Diseño de portada: Damián Díaz, Justo Echeverría
http://damian-diaz.deviantart.com
Maquetado: Helena Maso Baldi
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723.
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Para mis padres por creer siempre en mí.
Para Sofía, por ser como es.
Para mi profesor, Osvaldo Viola “Oswal”,
“Para las pequeñas criaturas como nosotros, la inmensidad es soportable sólo a través del amor”
Carl Sagan – “contacto”
“Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.”
Arthur C. Clarke (3ra ley)
“Nunca permitas que tu sentido de la moral te impida hacer lo que es correcto”
Isaac Asimov – “Fundacion”
“…El laberinto es completamente conocido, solo debemos seguir el hilo del camino del héroe. Y donde creíamos que encontraríamos una abominación, encontraremos un dios”
Joseph Campbell – “El héroe de las mil caras”
“Por siempre el hombre ha ambicionado poseer la eternidad, para elevarse cual dios por sobre el resto de los mortales. Lo que nadie comprende es la soledad que un dios puede sentir”
“Antes de que el universo fuese creado solo la nada existía, como un ruido negro, inaudible, silencioso e infinito. Entonces, como un haz de luz cegadora, el ruido blanco surgió, sonido eterno de la creación. Pero inicialmente este ruido era defectuoso e incompleto, inconstante y fluctuante y le llevó tiempo tomar forma y substancia, un tiempo tan largo que no existen números para expresarlo…”
“…Y surgieron los dioses del ruido blanco y dividieron el Universo en tres partes iguales, buscando el equilibrio perfecto. Lo primero que existió fue el lugar donde ellos morarían, inmortales y bellos. Su justicia sería absoluta y su verdad incuestionable. El hogar de los Dioses fue el ÉTER, creado a partir de una explosión de ruido Cian, un ruido que se volvía más y más poderoso a cada momento y que era nada más que una extensión de su mismísima esencia cósmica…”
“… Para que el ÉTER pudiera existir y la balanza del universo no se inclinase hacia un lado hasta colapsar, otro lugar debió ser creado, un hogar para toda aquella impureza que existía producto de la imperfección inicial y que poblaba el nuevo universo, amenazando con corromperlo y marchitarlo. Los Dioses hicieron surgir el ruido Magenta, acuoso y húmedo, y lo llamaron EREBO, donde todo lo impuro fue aprisionado con la esperanza de nunca escapar, aunque sabían que sería inevitable y que en algún momento la impureza comenzaría a filtrar, pues esta añoraba ser libre e indómita…”
“…Luego de crear los dos extremos de la balanza cósmica, los Dioses contemplaron su magnífica obra desde su altar de estrellas y soles, y concluyeron que esta no estaba finalizada aun. El equilibrio debía mantenerse siempre, pues ambos lados debían existir por igual, ya que se necesitaban para darse sentido. Fue así que crearon el CAOS, enclave de ruido Amarillo, mundano, más así bello, que unió ambos planos astrales y donde los seres mortales, hijos de los Dioses, habitarían…”
“…Tres razas primordiales nacieron de los Dioses: los Altos, los Bajos y los Medianos. De este último grupo fueron los Humanos, Prole de Autumm, primogénito del ruido blanco y más poderoso de los Altos Dioses, quienes lograron ganar mayor notoriedad y reconocimiento. Dotados de una vida corta a comparación a sus hermanos de otras razas, pero intensa y rica en emociones y experiencias. Bendecidos además, con el singular don de la magia, que logró elevarlos por sobre el resto de los hijos de los Dioses…”
Extractos del “CODIXE VIECO”
Como le fueron revelados al profeta Milkhahil, El Sabio.
El cuerpo no sublimó y eso fue lo que más llamo la atención y despertó curiosidad, y preocupación, entre los hechiceros del reino de Dantar.
Se trataba de un granjero de Villenor, la ciudad que junto a Dalenor se encontraba más cerca de la capital del reino. Era un hombre adulto de unos 35 años, casado y sin hijos, sano y vital. De acuerdo al testimonio de su viuda, la salud de su marido se había deteriorado luego de haberse desmayado sin explicación aparente durante una jornada de trabajo habitual, dos meses antes de su deceso. Durante el transcurso de ese tiempo su salud había comenzado a deteriorarse en forma progresiva hasta culminar con su muerte.
Cuando alguien fallecía, ya fuese un miembro de la raza alta, de la baja o de la media, como lo eran los humanos en este caso, el cuerpo comenzaba a sublimar al cabo de un día, horas más, horas menos. En los humanos, su cuerpo físico transmutaba en energía, disolviéndose en pequeñas partículas lumínicas que se desvanecían en el aire, regresando su esencia al Azoth, fuente de toda vida. Pero el cuerpo del granjero no sublimó, ni siquiera después de haber transcurrido dos días completos desde el momento de su defunción. Llegado este punto la mujer acudió desesperada a los hechiceros locales por respuestas. Los magos estudiaron el caso y llevaron a cabo una serie de autopsias, pero al no hallar nada concreto tomaron la decisión de incinerar el cuerpo por seguridad. Luego del hecho, relevaron lo acontecido a los Hechiceros del reino y las investigaciones pertinentes para desvelar el misterio comenzaron de inmediato.
El desdichado granjero fue solo el primero del que se tuvo registro, el primero en evidenciar que algo no estaba marchando bien, pero hubo otros antes que él y muchos otros le siguieron. La preocupación fue en aumento al conocerse la existencia de casos similares fuera del reino de Dantar, en los demás reinos vecinos. Las autoridades intentaron por todos los medios posibles minimizar la gravedad del asunto para no desatar el pánico general pero algo así no puede esconderse por siempre y fue solo cuestión de tiempo para que los rumores salieran a la luz y la gente comenzara a hablar sobre el tema.
Al fin hallaron la fuente de la enfermedad, aunque no era del todo correcto llamarla así, pues como se descubrió, no se contagiaba de persona a persona o se adquiría de las formas tradicionales. Este mal era causado por unas extrañas entidades semejantes a sombras, figuras oscuras y acuosas de un característico color negro con tonos rojizos, que atacaban por sorpresa a los desprevenidos habitantes de los poblados y las ciudades pequeñas. Nadie sabía que eran o de donde provenían y esto no hizo más que incrementar el miedo.
El mecanismo que empleaban parecía ser siempre el mismo: Las sombras se abalanzaban sobre sus víctimas y estas caían inconscientes al ser alcanzadas, incluso al menor roce. Luego las sombras desaparecían, evaporándose en el aire como si nunca hubiesen existido. La persona atacada recuperaba el conocimiento momentos más tardes, sumida en una profunda confusión, pero sin lesiones aparentes. Eso era tan solo el preámbulo de un horror mayor, pues los síntomas reales se hacían presentes tan solo horas después, comenzando por un desgano y un malestar general, mareos constantes, los cuales daban paso a una sintomatología más grave: Envejecimiento prematuro de la piel, pérdida parcial de la sensibilidad y por ultimo serias fallas de las facultades motoras, lo que incluía convulsiones violentas o parálisis parciales o totales.
La duración de la enfermedad y la gravedad de los síntomas variaban de persona a persona, mientras algunos sufrían durando solo semanas, meses como máximo, otros más afortunados soportaban más tiempo, algunos incluso llegan a un año. Pero de todas formas el desenlace final era siempre el mismo: La inevitable muerte de la persona. Tras unos minutos de tortuosa agonía sus vidas se extinguían como la llama de una vela que es sorprendida por una ráfaga de viento; y entonces, luego de la muerte los cuerpos no sublimaban, lo cual desconcertaba y preocupaba a los hechiceros y religiosos, pues un cuerpo que no sublimaba era un cuerpo que no cumplía su ciclo natural, que no retornaba al Azoth.
Para ocultar este estremecedor hecho, los cadáveres comenzaron a ser quemados o enterrados para deshacerse de ellos, mientras los hechiceros y alquimistas más prominentes continuaban investigando el escalofriante fenómeno sin descanso. Pero a pesar de todas las teorías, posibilidades y suposiciones que fueron sopesadas y tenidas en cuenta, fue muy poco lo que lograron averiguar.
La enfermedad termino siendo conocida como la “Maldición Negro-Escarlata” y no tardaron en aparecer aquellos más ortodoxos y extremistas que comenzaron a hablar de dioses iracundos y un castigo, un castigo divino por alejarse del buen sendero de la fe.
Algo de cierto había en eso.
El profesor Milland MacKollum Valbrum deambulaba por los viejos pasillos de la Universidad Salerno con paso lento y desganado. Era un hombre delgado de mediana estatura, con la espalda apenas curvada, calvo en la copa de la cabeza con algo de cabello cenizo en los costados y en la nuca. Su rostro era también delgado con labios finos, pómulos huesudos y prominentes y ojos pequeños que se hundían en sus cuencas y que parecían estar siempre entre cerrados. No llevaba ningún tipo de vello facial, pero si decenas de arrugas y marcas de edad que poblaban sus facciones, aunque todo eso era normal en alguien que contaba ya con 126 años sobre sus hombros. Su longeva edad no era un capricho del destino ni una casualidad, sino que se debía a que Milland era un hechicero de muy alto nivel y la magia, cuando era manipulada con asiduidad, producía un curioso trastorno en la edad de las personas, desacelerando el envejecimiento natural del cuerpo y prolongando su vida más allá de lo habitual.
El profesor solía ser una persona agradable y amable la mayor parte del tiempo, pero en los últimos días ciertos sucesos en su vida privada habían afectado su ánimo y su humor de forma negativa, tornándolo depresivo e intolerante. Sumado a eso, pasaba mucho tiempo pensando en la “Maldición”. Las personas, sus colegas sobre todo, emitían sus propios juicios sobre la situación y de ese mar de hipótesis que inundaban las conversaciones existía una que lo inquietaba más que el resto, porque era la que más peso comenzaba a cobrar en los círculos de la Universidad. La gente había perdido la fe en los Altos Dioses y sus favores ya no estaban con ellos. Eso era lo que muchos aseveraban.
Eso no era del todo cierto pues en realidad si se continuaba creyendo en ellos, de eso no cabía duda, las personas continuaban temiendo en cierto modo su tan conocida ira, sobre la que se advertía y se detallaba en infinidad de escritos antiguos, sin embargo ya casi no se oficiaban misas en su honor, ni se realizaban ofrendas para agasajarlos o complacerlos como antaño. Las personas en general se habían vuelto perezosas y continuaban creyendo en ellos tan solo por costumbre, por comodidad incluso, más que por convicción propia. Los Dioses se habían convertido en un mero cuento que los padres contaban a sus hijos, en un cumulo de reglas y preceptos que nadie se molestaba en acatar por completo. En cierta forma estaban presenciando el gran ocaso de la fe. Por supuesto que todavía existían algunas personas devotas y fieles, de hecho Dantar era el reino donde la magia era moneda corriente y por ende donde la religión ejercía más fuerza y control, pero incluso aquí era obvio que los dioses ya no los favorecían.
Desde hacía años, cosechas y cosechas enteras se perdían cuando la tierra en la que eran plantadas se volvía infértil. Sin importar que tanto se esforzasen los magos más poderosos del reino por remediarlo, nada parecía surtir efecto. Esto afectaba la economía de la región y eso por supuesto repercutía en la sociedad. En la actualidad el descontento era alto y las constantes escaramuzas y conflictos armados menores que tenían lugar en las fronteras y en las ciudades no hacían más que traer miseria y sufrimiento al pueblo. De todo esto hacía ya 10 años.
Sumido en sus pensamientos, Milland estuvo a punto de tropezar con otra persona que transitaba el corredor en ese momento. Ovidio, otro profesor de Salerno, miembro del Consejo de Magia al igual que él y uno de los pocos colegas que Milland se atrevía a considerar como un amigo. Ovidio era un hombre alto de hombros anchos y vigorosos que tenía una larga cabellera canosa, aunque aun podían distinguirse algún que otro tenue mechón ennegrecido en ella, y una tupida barba con bigote del mismo tono. Tenía 118 años pero su envidiable estado físico lo hacía parecer incluso más joven. Su conocimiento sobre las artes mágicas era también muy amplio y profundo.
—Buenas tardes Milland —lo saludó con voz potente y profunda mientras asentía con la cabeza. Milland devolvió el saludo pero sin mucho entusiasmo. Ovidio advirtió el desgano de su amigo de inmediato y le preguntó preocupado.
—¿Te encuentras bien? ¿Puedo ayudarte o serte útil en algo?
Milland levantó la vista y le dedicó una mirada llena de compasión.
—Muchas gracias amigo, pero a decir verdad ninguna ayuda que puedas brindarme me resultaría útil en estos momentos.
Ovidio hizo una mueca de disgusto con su boca para luego sonreír, aunque no era una sonrisa de diversión, sino más bien de condescendencia.
—¿Hacia dónde te diriges ahora? —le preguntó. Milland intentó sonar entusiasmado al responder.
—Debo reunirme con unos alumnos en la pequeña biblioteca del segundo piso. Es más pequeña que la biblioteca principal pero también es más cómoda para dictar una clase. Tenemos que realizar un trabajo de investigación.
—Yo ya estaba por irme, tengo asuntos personales que atender. Pero me gustaría acompañarte hasta la biblioteca al menos.
—Gracias —le dijo con sinceridad, suponiendo que algo de compañía no le vendría nada mal en ese momento.
—Sigamos entonces.
Comenzaron a caminar con paso más bien lento, demorando un poco el trayecto. Marcharon en silencio hasta que Ovidio ya no pudo soportarlo y debió preguntar.
—¿Cómo se encuentra ella Milland? ¿Asustada?
—Un poco —respondió el anciano profesor con amargura—. Pero ya sabes cómo es ella, creo que lamenta más el ocasionarnos un disgusto que su propia salud.
Ovidio asintió y ambos continuaron otro trecho sin hablar. Llegaron a la escalera y comenzaron a subir sus delgados peldaños de mármol, casi deteniéndose en cada uno. Milland miró a Ovidio de reojo y lo invitó.
—Puedes preguntar si quieres. Te conozco desde hace más de 50 años, se muy bien lo que quieres preguntarme.
Una sonrisa tenue se dibujó en los labios del corpulento profesor y este asintió concediéndole lo dicho.
—¿Qué hay de…ÉL? —pronunció la última palabra con cierta cautela y gravedad —¿Qué sabes de él?
—Nada en realidad. Hace varios días que nadie lo ve. Creo que ya ha transcurrido una semana desde su desaparición.
—Vaya —se sorprendió Ovidio—. Pensé que había regresado. Eso fue el rumor que llego a mis oídos.
Milland dejó escapar un suspiro de abatimiento.
—Así es, anoche se hizo presente, pero solo por un momento, luego volvió a irse. Y ahora sigue sin saberse nada sobre su paradero. Aunque reconozco que tampoco me he esforzado demasiado para hallarlo. He estado ocupado en otros asuntos.
—Comprendo.
Avanzaron otro trecho.
—Una semana ausente —reflexionó Ovidio— ¿Es cierto lo que dicen? Se rumorea que ha encontrado una…bueno —pensó con cuidado las siguientes palabras—. Dicen que ha hallado una especie de cura.
—Los rumores corren rápido —respondió con evidente hastió—. Ojala fuese una cura —ahora hablaba con pesadumbre—. Pero no, no se trata de eso. Es más bien algún tipo de retardador.
—Ah. Que desilusión.
Casi sin notarlo, su caminar pausado los había llevado ante la entrada de la biblioteca, una puerta alta de madera, oscura y con patrones geométricos tallados sobre la superficie. Ovidio notó la impaciencia de Milland por entrar y terminar la conversación. Era evidente que aquello le incomodaba de gran manera.
—Lamento haberte molestado con mis preguntas amigo —se disculpó y Milland le dedicó una sonrisa agotada pero franca.
—No te preocupes. Sé que tus intenciones son buenas. Es solo que mi ánimo es un poco sombrío.
—No tienes que disculparte. Lo entiendo.
Se produjo uno de esos silencios que suelen resultar incómodos para ambas partes, que se extendió unos segundos, hasta que Ovidio se atrevió a quebrarlo.
—¿Qué crees que ocurrirá ahora?
—No tengo idea —respondió levantando los hombros y hundiendo el cuello con actitud derrotista—. Pero temo algo malo.
—Yo también —compartió Ovidio —. Yo también. Sin lugar a dudas son tiempos extraños y difíciles estos que nos tocan vivir Milland. Pero ya hemos vivido tiempos así antes y sin embargo aquí estamos. Sanos y salvos.
—Ojala pudiera decir eso de todos —se lamentó Milland con voz pesada y Ovidio mordió sus labios, abrumado por la culpa de haber pronunciado tan desacertado comentario.
—Lo siento mi viejo amigo, no quise…
El anciano y cansado profesor lo interrumpió con amabilidad agitando su mano, dándole a entender que no tenía importancia.
—Creo que me marchare antes de volver a decir algo incorrecto —bromeó sin mucho humor, a lo que Milland intentó sonreír a pesar de que su rostro era solo una máscara que no reflejaba emoción alguna—. Cualquier cosa que necesites, sabes que puedes contar conmigo.
—Muchas gracias. Te lo agradezco de verdad.
Se dieron la mano a modo de despedida, un apretón firme y sincero y Ovidio volvió sobre sus pasos. A pesar de su impaciencia Milland aguardó frente a la puerta con la mano sobre el picaporte y solo cuando su amigo estuvo fuera de su vista ingresó en la biblioteca.
Dentro de ella lo aguardaba un sequito de poco más de 10 alumnos que se encontraban instalados frente a las dos largas y amplias mesas de lectura del recinto. Alubrin, el segundo bibliotecario, dormitaba en su escritorio a la izquierda de la entrada. Milland no sabía con exactitud cuántos años tenía, pero recordaba que tanto Alubrin como Jor, el primer bibliotecario encargado de la biblioteca principal, ya eran ancianos cuando el apenas era un joven alumno de la Universidad. Los rumores sugerían que su edad sobrepasaba con facilidad los 200 años. El estar en permanente contacto con todos los libros mágicos que allí se almacenaban y se guardaban, los mantenían suspendidos en el tiempo. Bien era sabido que los libros destilaban cierta cantidad de poder mágico, en especial los Grimorios.
Alubrin se despertó de su ensoñación al oír la puerta cerrarse y saludó a Milland con desgano para luego retornar a su somnolienta existencia. Los alumnos los saludaron con fastidio y él se esforzó por devolverles el saludo, aunque no creyó parecer muy convincente.
—No nos parece justo estar estudiando hoy profesor —se quejó uno de ellos. Era un muchacho robusto con un insipiente caso de acné en el rostro. Se lo veía acalorado y molesto.
—Se supone que tenemos cuatro días libres para ir a visitar a nuestras familias, pero en lugar de eso, estamos aquí encerrados.
Todos murmuraron ante el comentario y otro estudiante lo secundó. Este era un muchachito delgado de aspecto desaliñado.
—Todos los demás se han marchado ya, la universidad está prácticamente vacía.
Milland se sentó en el extremo de la mesa más cercano a la entrada y habló con voz serena.
—Se que están disgustados, pero lo cierto es que hemos perdido algunas clases por lo que no vendría mal recuperarlas. No quiero que se atrasen con las demás asignaturas y tengan problemas. Solo tendrán que recoger algunos datos que podrán releer mientras viajan. Cuando terminen aquí prometo que podrán marcharse. Aun tendrán tiempo para visitar sus hogares.
Los alumnos refunfuñaron un momento pero accedieron y Milland se esforzó por sonreír y mostrarse complacido.
—Bien. Comencemos con lo que nos compete entonces.
En la introducción del “Tratado sobre la naturaleza de los Elementos y sus alineaciones” del prodigioso alquimista y hechicero Parracel, podía leerse el siguiente texto:
“El Universo está conformado por los 3 reinos o planos de la existencia: El húmedo y terrible Erebo Magenta, el Majestuoso Ether Cian y el mundano y terrenal Caos Amarillo. A su vez está compuesto por 5 elementos. En primera instancia existen: La Tierra, el Agua, el Aire y el Fuego, conocidos como elementos básicos. Los 4 conforman un círculo cerrado de interrelaciones cruzadas, donde un elemento ejerce influencia y soberanía sobre otro, es decir, por ejemplo: El Agua gobierna el Fuego, el Fuego debilita a la Tierra, la Tierra soporta el Aire, y el Aire domina el Agua, cerrando así el círculo.
Por supuesto esto solo ocurre en situaciones normales, ya que a pesar de su cruzamiento natural, bajo ciertas condiciones particulares, los elementos pueden sobreponerse a su influencia negativa. En esos casos particulares, los potentes vientos pueden erosionar una montaña alterando su geografía, o un incendio negarse a ser extinto por la más potente de las lluvias.
Existe en segunda instancia un último elemento que es en realidad más primigenio que los otros y que escapa al círculo, ya que tanto su origen como su naturaleza difieren de las de sus hermanos. Este elemento, que puede a su vez ser dividido en dos valores opuestos, pero no contrarios, la Luz y la Oscuridad, es la Quintaesencia y es nada más ni nada menos que la tela con la que se teje la realidad. La materia y energía de la que están compuestos los Altos Dioses.”
Luego de eso, el libro ahondaba sobre cada uno de los elementos, sus características y cualidades. Milland conocía el contenido al pie de la letra porque llevaba décadas enseñándolo, ya que lo consideraba la columna vertebral, la piedra fundamental sobre la que se edificaba la cátedra que impartía en la Universidad, “Alineación Elemental”, que no era otra cosa sino la sapiencia de las fortalezas y debilidades de cada uno de los elementos y su relación unos con otros.
Por lo general Milland era un profesor didáctico y activo pero esa tarde en particular no se sentía muy efusivo ni enérgico, por lo que la clase se limitaba a un mero trabajo de investigación y entre cruce de datos, que si bien era distendido y relajado, tendía a volverse aburrido y engorroso. Para este trabajo ambas mesas de lectura estaban cubiertas de pilas de dossiers específicos de cada elemento que los alumnos debían cotejar y comparar para averiguar y detallar situaciones específicas en las cuales la alineación natural se rompía.
El tratado escrito por Parracel descansaba abierto en el extremo de la mesa más cercana a la entrada, en el sitio que Milland ocupara momentos antes, para que cualquiera que quisiese lo consultara. El profesor por su parte los observaba trabajar de pie frente al único y amplio ventanal del cuarto, donde la cálida luz del sol se colaba de forma recta, como una escalera lumínica que descendía desde los cielos. Eran tan solo niños ante sus ancianos ojos, algunos apenas si alcanzaban los 15 años de edad y sin embargo allí estaban, alejados de sus hogares y de sus familias, trabajando, esforzándose por aprender, tal y como él había hecho tantísimos años atrás durante su época de estudiante.
Quizás ellos no llegaran a entenderlo pero eran muy afortunados ya que la educación formal no era un derecho sino un privilegio, tanto en Dantar como en cualquiera de los otros reinos. Los Nobles y las personas adineradas recibían educación privada por parte de tutores, aunque la mayoría solía conformarse con saber leer y escribir, pero el resto de la gente común no tenía acceso a la educación. Los hechiceros eran un caso aparte.
El Consejo de Magia, conformado por los más grandes hechiceros y eruditos en la materia, del cual tanto Ovidio como Milland eran miembros, regía sobre la Universidad y sobre cualquier cuestión de índole mágica que aconteciera en todo el territorio de Dantar. En teoría la Universidad era autónoma e independiente del resto de los organismos gubernamentales, pero la realidad era mucho más compleja y oscura. Salerno recibía un considerable subsidio por parte de la corona pero esto limitaba su libertad de acción ya que se veía obligada a responder por todos sus actos y proyectos ante los regentes, que se esforzaban por mantener el status quo y subyugar al Consejo bajo su voluntad individual. Otra parte de su presupuesto provenía de capitales externos, como las abultadas contribuciones que los Nobles, Terratenientes, Gobernadores y Altos Comerciantes efectuaban para diluir un poco el poderío del rey sobre el Consejo. La lucha política en Dantar era fiera y sin tregua, y la Universidad, en medio de la disputa, resultaba ser una pieza clave que todos deseaban tener de su lado. Aun así, a pesar de todas las constantes presiones, Salerno se veía beneficiada, permitiéndoles a sus alumnos una educación gratuita.
Milland tenía razón, los estudiantes eran afortunados ya que todos los seres humanos y una parte de los miembros de las demás razas poseían el don de la magia en forma latente, pero no todos eran capaces de hacer uso de él. En promedio solo una persona de cada 100 presentaba las características necesarias y esenciales para utilizar la Quintaesencia. Aquellos afortunados que si podían emplearla, ingresaban a Salerno en forma gratuita ya que la Universidad funcionaba como un internado y albergaba a decenas de estudiantes de diferentes puntos del reino. Además, no solo tenían fortuna por poseer el don, sino también por ser hombres, ya que las mujeres, aunque no estaban exentas del uso de la magia como ningún ser humano lo estaba, no podían recibir educación formal sobre esta. Eso no impedía que existieran mujeres hechiceras, las denominadas “Brujas” que aprendían a dominar la Quintaesencia por otros medios. En muchas ocasiones, de acuerdo a lo que la creencia popular contaba, las Brujas pactaban con los demonios del Erebo para que estos les otorgasen poderes mágicos. Por esta razón las Brujas nunca eran vistas con demasiada aceptación, llegando incluso a ser odiadas y perseguidas hasta dar con su muerte. Milland veía esta cacería de Brujas con muy malos ojos, ya que creía con fervor que cualquier persona tenía el derecho de aprender magia por igual, ya fuesen hombres o mujeres. ¿Pero quién era el para atreverse a cuestionar miles de años de tradición? Quizás durante su juventud, siendo más rebelde y revolucionario había desbordado deseos por cambiar algunas cosas, pero con el paso del tiempo eso se había modificado. Tarde o temprano, en algún punto, la conformidad alcanzaba a todos atrapándolos con sus acogedoras zarpas.
Había transcurrido alrededor de una hora desde el comienzo de la clase y todos continuaban trabajando con total tranquilidad aunque con cierta somnolencia, leyendo y re leyendo los libros y apuntes. Pero Milland se encontraba distraído y ajeno a la clase. Su mente divagaba mientras su cansado cuerpo reposaba apoyado contra el ventanal, el brazo derecho cruzado por sobre la frente y el rostro a solo centímetros del cristal, proporcionándole una vista cenital que abarcaba en su totalidad uno de los numerosos jardines internos de la Universidad. Los canteros rectangulares solían estar poblados por una abundante vida vegetal llena de colores y aromas provenientes de hermosas flores, pero ahora solo contenían tierra infértil y pastos secos. El reino entero era una flor marchitándose con lentitud, al igual que él. La melancolía que lo invadió lo empujó a pensar en ella, a pensar en Sophia.
Debido a que los hechiceros vivían muchos más años que las personas normales, preferían no estrechar lazos afectivos muy profundos, concentrándose en su trabajo y su carrera y llevando por consiguiente un estilo de vida solitario. Claro que esto no era una ley o una regla escrita ni nada por el estilo, sino más bien una tradición, una tradición que en su momento Milland había elegido desestimar, permitiéndose enamorarse y formar una familia, aun sabiendo que lo más probable fuera que sobreviviría por mucho tiempo a sus seres queridos. Y vaya si su árbol familiar había desarrollado ramas con el transcurso de los años.
Las raíces comenzaban con Elisa Valbrum, una noble hija del conde Massimo II Valbrum y la condesa Edubina, a quien conoció durante una Fiesta de la Cosecha, una festividad que se celebraba cada año, teniendo ella solo 16 años y él 26. Luego de 2 años de intenso noviazgo contrajeron matrimonio, a pesar de que los padres de Elisa no estaban muy convencidos de que su hija se desposara con un hechicero. Como era costumbre entre la nobleza, Milland adoptó el apellido de su esposa, por ser este el de mayor peso social y económico. Contrario a los pronósticos, su relación fue fructuosa. Luego de 3 años de matrimonio ella dio a luz a la única hija de la pareja, la dulce y bella Collen, una niña enérgica y muy afectuosa que fue criada de forma muy inusual, rodeada de los lujos que el título nobiliario de su familia le confería y de todo lo relacionado a la magia que acarreaba el tener por padre a un hechicero. A los 18 años Collen contrajo matrimonio con Horatio, un amigo de su infancia, y al poco tiempo ella quedó embarazada de los mellizos, Esther y Rómulo. Pero la tragedia golpeó a la familia de forma temprana cuando Collen y Horatio perdieron la vida en un accidente, dejando atrás dos indefensos bebes de apenas años de vida.
La muerte de su hija fue un golpe muy duro tanto para Milland como para Elisa por igual, pero ambos se mantuvieron fuertes por sus nietos, a los que criaron como hijos. El tiempo pasó, cerrando las heridas y los niños crecieron hasta ser adultos que tomaron sus propios caminos en la vida. Rómulo, un joven brillante y de carácter más bien dócil, siguió los pasos de su abuelo-padre y se graduó de la Universidad, no como hechicero sino como alquimista, para luego emigrar a una provincia del sur del reino donde sus conocimientos eran requeridos. Por su parte, su hermana Esther, una mujer de carácter muy fuerte, permaneció junto a sus abuelos y se hizo cargo de las responsabilidades de la familia. Debido a su personalidad poco afable, Esther se perfiló como una eterna solterona, sin embargo, para sorpresa de sus abuelos, encontró el amor a los 25 años en Sigfrido, un coronel del ejército regular de Dantar, que supo convivir con su osco temperamento. Producto de esa unión nació su bisnieta Sonia y 5 años más tarde su bisnieto Franchesco, coincidiendo con el inicio de la guerra contra Azure que se desarrolló en 7 años y en la cual perdió la vida Sigfrido en cumplimiento del deber. Esther sufrió mucho la pérdida de su esposo, pero para sus hijos, quienes eran pequeños aun y estaban acostumbrados a la ausencia de su padre por su carrera, no tuvo demasiada repercusión.
Esther no volvió a contraer matrimonio aunque se le conocieron varios pretendientes con los cuales tuvo amoríos poco serios. Los niños por su parte crecieron bajo el ala protectora de su familia y ya desde muy temprana edad Sonia se perfiló como una excelente dama de sociedad, con el temperamento recatado pero firme y afilado que eso requería, mientras que su hermano pequeño comenzó a fantasear con una carrera militar tal y como su difunto padre, al cual idealizaba como un héroe que había dado su vida por su nación. Poco comprendía el pequeño sobre manipulaciones geopolíticas y la verdadera codicia que impulsaba a los hombres. Para él todo era tan simple como héroes o villanos. Buenos y Malos.
El día más temido por Milland llego 4 años después de la muerte de Sigfrido, un día de otoño del año 3177, dos meses luego de finalizada la guerra. Ese día, Elisa de 83 años de edad pasó a mejor vida cuando su corazón dejó de latir mientras dormía. Su partida fue pacífica y su cuerpo sublimó por completo al día siguiente, desintegrándose en bellas partículas lumínicas de color amatista que se elevaron en la habitación donde reposaba su cuerpo, hasta desvanecerse en el aire. La memoria de Milland solía perder detalles de sus recuerdos a medida que el tiempo transcurría, pero resultaba curioso como ese recuerdo en particular permanecía conservado hasta el más mínimo detalle. Recordaba a la perfección como estaba adornada la habitación aquel día, como tenía ella recogido el cabello y de qué color eran las sabanas que la cubrían. Recordaba el perfume de cerezos blancos que impregnaba la estancia y que había sido esparcido para contrarrestar el aroma dulzón de la descomposición del cuerpo mientras sublimaba.
El fallecimiento de su compañera de toda la vida fue un acontecimiento doloroso pero también satisfactorio, en un modo que solo podía ser comprendido a través de la sabiduría que suelen otorgar los años, pues Milland siempre había sido consciente de que tarde o temprano Elisa ya no estaría a su lado y aunque su matrimonio no fue sencillo por momentos y en muchas ocasiones la duda invadió su corazón, jamás se arrepintió de su decisión, ya que su vida fue plena en todo sentido a su lado y creía estar seguro de poder decir que ella también lo sintió así. Por supuesto que de la resignación a la aceptación real debió recorrer un largo camino, lo cual llevó tiempo, tiempo que transcurrió con lentitud y convirtió el dolor de su perdida en una añoranza agradable en la cual se permitía perderse de vez en cuando para recordar mejores tiempos.
Durante eso años, Sonia contrajo matrimonio con Héctor, un caballero de la alta aristocracia, más por negocios y acuerdos financieros y política que por amor sincero, pero de esa unión laxa de pasión nació la criatura más bella del mundo, de acuerdo a Milland al menos: Su tátara-nieta Sophia. El carácter de “Sophy”, como la llamaba, era opuesto al de sus padres, siendo así una niña cariñosa y afectuosa, con cabellos negros como la noche y los ojos más hermosos y profundos que pudieran existir. Desde un principio Sophia, quien, continuando la tradición, adoptó el nombre de la familia, fue muy unida y apegada a su tatarabuelo, siempre corriendo a su alrededor y siguiéndolo a la universidad, donde se escabullía en secreto para evitar represalias. Esa unión consoló el afligido corazón del hechicero.
Sophia tuvo una infancia muy buena, rodeada de todo lujo, pero aun así resultó ser una niña muy humilde y afectuosa que al crecer se convirtió en una doncella de una belleza inexplicable, etérea y poco convencional, que despertó pasiones en todos los muchachos del reino, enamorando a todo aquel que posaba sus ojos en ella. Ironías de la vida, a los 20 años contrajo matrimonio con un hechicero de Salerno, a pesar de que su familia se opuso a la relación desde un principio. Pero ellos se amaban y nada de aquello importó. Quizás hubiese sido “Y vivieron felices para siempre” como las historias infantiles rezaban pero la vida real no siempre es tan dulce.
Es increíble la velocidad con la que las cosas pueden cambiar y las situaciones pueden revertirse. Milland se avergonzaba ahora al admitir que durante mucho tiempo el mismo había decidido hacer la vista gorda, restándole importancia al asunto de la Maldición, ya que al igual que muchos de sus colegas la consideraba una enfermedad de campesinos. Que necio y estúpido había sido, el elitismo se le había subido a la cabeza nublando su juicio por completo. Pero todo eso cambio cuando la realidad se encargó de golpearlo con dureza, haciéndole abrir los ojos. Su mundo cambió cuando Sophia se convirtió en una más de las víctimas de la “Maldición”.
Su tataranieta sentía una fascinación y un amor muy particular por la naturaleza en todas sus expresiones y tenía malas costumbres, como ingresar sin permiso a la Universidad a trabajar en los jardines o recorrer los prados de los poblados más cercanos a la ciudadela en busca de flores silvestres y frescas, porque las que vendían en el mercado no eran de su agrado pues eran flores arrancadas y muertas y ella prefería extraerlas de la tierra y trasplantarlas para que continuasen vivas. Nunca iba sola a sus expediciones, siempre lo hacía acompañada de alguna sirvienta y por lo general de algún tipo de custodia, aunque lo cierto era que todo el mundo la conocía y sabia quien era y nadie se hubiese atrevido a hacerle daño. Pero a veces, como si se tratase aun de una chiquilina, se escabullía a hurtadillas de su casa y se marchaba sola. Era consciente del peligro que esto representaba, pero su instinto por estar en contacto con la naturaleza era más fuerte que cualquier amenaza.
El día de la tragedia en cuestión, de acuerdo a lo que ella les relataría luego, se había ausentado de su casa sin que nadie lo notase y por entretenerse en el campo la noche la había sorprendido cubriéndola con su lúgubre manto mientras regresaba a la ciudadela. Recordaba que algo había llamado su atención aquel día y era que había surcos en el camino, senderos donde el pasto y las plantas estaban marchitos y muertos. Observó a su alrededor y fue allí entonces que la vio, la criatura de las sombras que muchos nombraban por lo bajo, en un susurro, temiendo atraer su presencia.
Su aspecto era tan aterrador que algunos aseguraban que no era necesario sentir su toque, que su sola visión lo enfermaba a uno. El extraño ser era en efecto una sombra, solo que no existía objeto o persona en aquel sitio que la proyectase. Se alzaba de forma solitaria como si tuviera sustancia y materia y su fisonomía era cambiante como la de un liquido, aunque mantenía una apariencia antropomórfica, aunque más grotesca, retorcida y encorvada. Al verla Sophia se quedo congelada, paralizada por el pánico y la criatura se desplazó hacia ella a una velocidad vertiginosa, reptando a ras del suelo. Un segundo antes de que lograse embestirla, Sophia logró sobreponerse y esquivó el ataque arrojándose a un lado, no obstante no tuvo la velocidad suficiente y la sombra alcanzó a rozar su pierna para luego evaporarse sin dejar rastro alguno, pero antes de que esto ocurriera y antes de perder el conocimiento, Sophia afirmaba haber visto un rostro en la sombra, un rostro demoniaco con las facciones más espeluznantes y escalofriantes que hubiera visto jamás.
Se desmayó y estuvo inconsciente unos instantes hasta que pudo reincorporarse y ponerse en pie. Estaba aturdida, mareada y de inmediato notó la debilidad que la oprimía, como si todas las fuerzas de su cuerpo la hubiesen abandonado. Así y todo su primer instinto fue el de correr hacia la ciudad aunque se dio cuenta de que eso no le era posible pues sus piernas temblaban, su corazón latía con prisa, la cabeza le dolía por el golpe que había sufrido al desplomarse sobre el suelo y su visión era borrosa y poco nítida. Con paso lento e inestable recorrió el camino hasta las puertas de la Ciudad donde se topó con dos centinelas. Los soldados la reconocieron casi de inmediato y la asistieron con cierto recaudo en un principio, pues al igual que el resto de la población ellos también eran supersticiosos. Pero Sophia, lucida hasta en un momento como aquel, fue prudente y no dijo nada sobre lo ocurrido pues la hubiesen tratado como a una leprosa de saberlo, en vez de eso les explicó que no se hallaba bien de salud por una indigestión y que necesitaba que la acompañasen a su hogar o que informasen a algún miembro de su familia para que la asistiera. Los guardias así lo hicieron y pronto estuvo en su casa acostada en su cama.
Pasó una hora hasta que pudo reponerse y tuvo la fuerza y el valor suficiente para narrar lo sucedido. Se hallaba tendida sobre la cama y su marido se encontraba a su lado, sosteniendo su mano con delicadeza y contemplándola con una profunda angustia y preocupación. Su madre la observaba sentada desde los pies de la cama, sumida en una fingida tranquilidad. Su abuela Esther por su parte estaba de pie, detrás de su esposo, con una congoja que no se esforzaba por fingir en lo más mínimo. Las lágrimas surcaban su arrugado rostro cayendo al piso. No había ninguna mucama presente, ni el mayordomo y amo de llaves de la mansión. Milland aguardaba junto al marco de la puerta con la vista fija en Sophia. Tenía los labios apretados y el cuerpo rígido por la tensión.
Recordaba aquel momento como la sensación que causa un puñal al clavarse en el pecho, no tan profundo como para matarte pero si lo suficiente para provocar un tremendo dolor y dejar una cicatriz imborrable. Recordaba también con asombrosa claridad la expresión de vergüenza y culpa de su tátara-nieta cuando tuvo la fortaleza necesaria para pronunciar aquellas palabras que lo cambiaron todo:
—Me tocó —dijo y luego se disculpó—. Lo siento…Lo siento de veras…Lo siento pero…Me tocó.
Negándose a creer lo que oía, Milland le preguntó:
—¿Qué fue lo que te tocó?
Pero para ese entonces Sophia lloraba sobre el pecho de su marido y los profundos suspiros que emitía le impedían hablar con claridad.
—Me…tocó —repitió una y otra vez en un susurro y todos los presentes se miraron con creciente horror. No necesitaban oír nada más pues entendieron lo que eso significaba.
“Me tocó”
Luego de eso Milland no pudo evitar llorar y su llanto fue tan doloroso que creyó que moriría, aunque por supuesto tal cosa no ocurrió pues el destino puede ser muy cruel a veces y dueño de un sentido del humor tan retorcido como para divertirse viendo como un hechicero, un ser que se atrevía a desafiar al tiempo mismo, presenciaba la sentencia a muerte de una de las personas más importantes que le quedaban en el mundo.
Las remembranzas de aquel trágico incidente estaban aun frescas en su memoria, como pintura sobre un lienzo recién pintado. Aunque la vida real no era como una pintura donde uno podía cubrir el cuadro con más pintura para borrar lo sucedido. No, esto debía enfrentarlo y aceptarlo. Cualquier persona racional hubiese tomado unos días de licencia para descansar y aclarar sus pensamientos pero Milland era terco y se negaba a abandonar sus obligaciones como profesor y como hechicero. No obstante debía resignarse y asumir que se encontraba anestesiado y que concentrarse en su trabajo era una tarea difícil y engorrosa.
Un estudiante lo rescató de su pasado, devolviéndolo al presente, por un instante al menos, para interrogarlo sobre el trabajo que estaban realizando. Milland casi se había olvidado de donde se encontraba y que era lo que estaba haciendo en ese momento. Atendió al muchacho que se mantenía ajeno a su dolor y su pesar y luego volvió a sumergirse en sus recuerdos. Estos últimos días recordaba muchas cosas, demasiadas quizás y la mayoría de ellas no eran gratas pero sabía que rememorar hechos pasados penosos era su forma de castigarse por los errores de su vida. Y es que Milland era severo con sus alumnos pero lo era más aun consigo mismo.
Su cansado cuerpo volvió a inclinarse sobre la ventana y se preparó para sumergirse en su ensoñación pero en esta oportunidad algo lo interrumpió. El vidrio y el marco de la ventana temblaron. No habían sido impulsadas por el viento u otra persona, sino que habían vibrado, lo cual lo desconcertó un momento preguntándose si se trataba de su conciencia engañándolo. Con cautela apoyó la palma de su mano sobre el cristal y esperó.
Al cabo de unos segundos la ventana volvió a sacudirse y esta vez la sacudida se sintió también debajo de sus pies, como si todo el edificio temblase. Aguardó un poco más y volvió a sentirlo otra vez y otra vez y otra. En cada repetición el movimiento parecía hacerse más fuerte. Ahora Milland estaba convencido de que su mente no lo engañaba, aquello era real y se percató de que el resto de las personas en la biblioteca también lo percibían. Los alumnos se levantaron de sus asientos asustados y permanecieron de pie, expectantes, buscando respuestas en su profesor. Incluso Alubrin el bibliotecario despertó de su improvisada siesta y miró hacia el grupo.
—¿Qué es eso? —preguntó con voz somnolienta.
Milland no sabía que responder. Se imaginó un terremoto pero descartó la idea de inmediato pues Dantar no era un lugar con actividad sísmica. No tuvo tiempo de pensar nada más pues un sonido agudo y poderoso lo invadió todo, obligándolos a cubrirse los oídos.
—¡¡El Cuerno de Alarma!! —gritó al reconocer la procedencia de tan descomunal sonido. Sus alumnos no obstante no pudieron escucharlo pues el cuerno era potente para ser oído en cada rincón de la universidad “y quizás también en toda la ciudad y en todo el maldito reino” pensó. El tronido se prolongó hasta el punto que creía que sus oídos reventarían pero de forma tan abrupta como había comenzado, el sonido se desvaneció.
—¡Por todos los Dioses! ¡¿Qué fue eso?! —gritó un alumno cuando el silencio volvió a reinar en la biblioteca.
—Es el cuerno de alarma. Se usa cuando la universidad o el castillo están bajo ataque —explicó el profesor a los gritos pues sus tímpanos aun palpitaban con aguijonazos de dolor.
Fue hasta la puerta que daba al corredor, pasando junto a un desorientado Alubrin que no entendía muy bien lo que ocurría y sacó la cabeza hacia afuera por la puerta entreabierta. No divisó ningún tipo de movimiento.
—Permanezcan aquí. Puede ser peligroso. Yo iré a ver qué está pasando —les ordenó a sus alumnos—. Y lo digo en serio. ¡¡No se muevan de aquí!!
Reafirmó su orden mientras salía de la biblioteca y se ponía en marcha, con la puerta principal de la universidad en mente como el lugar de origen de la alarma.
¿Estarían sufriendo un ataque de algún tipo? Su cuerpo estaba cansado y su conciencia aturdida, pero no dudó ni un instante siquiera en que lucharía si la situación se lo exigía. ¿Qué razón podía tener alguien para atacar la Universidad? Quizás buscaban objetos mágicos de gran poder. Si ese era el caso, que decepción de llevarían, pues estos se encontraban a resguardo en las bodegas subterráneas y les sería imposible ingresar por la fuerza. Los grimorios de las bibliotecas por su parte, podría ser un botín atractivo y más fácil de adquirir. Lo que más le preocupaba era que todos se habían marchado, lo que significaba que la guardia de la Universidad debía de ser mínima. Menos de 10 soldados estarían custodiando todo el edificio y no habría ningún hechicero para asistirlos, a excepción de los bibliotecarios, y estos no abandonarían sus puestos. A lo sumo algunos alumnos rezagados como los suyos se encontraran en el edificio, o aquellos que habían optado por no viajar durante sus descanso, quizás por la lejanía de sus hogares. Pero si se trataba de un ataque real, no podía exponerlos a semejante riesgo.
Mientras se movía lo más rápido que podía, bajando escaleras y atravesando extensos corredores se dio cuenta de que jamás había oído el cuerno de alarma más que en simulacros o en situaciones especiales. La ciudad de Dantar jamás había sido sitiada o invadida, al menos que el tuviera conocimiento alguno. ¿Sería acaso la primera vez? No sabía que pensar. Quizás se tratase de una falsa alarma, o quizás no. En vez de conjeturar hipótesis sin fundamentos, prefirió continuar su marcha, esperando dar con la respuesta correcta.
Era una tarde tranquila y unos jóvenes soldados llamados Emmil y Jakob custodiaban la entrada a Salerno desde el interior de la universidad. Aquella tranquilidad les aburría por sobre manera pues había poco movimiento en la Universidad. Día a día la salida y entrada de personas en el edificio era constante y ellos debían permanecer en el exterior de las murallas a ambos lados del portón abierto, vigilando y manteniéndose alerta a cualquier inconveniente, pero aquella tarde, debido a que se acercaban unos días libres, la Universidad estaba casi vacía, a excepción de unos pocos alumnos que aun permanecían dentro y algún que otro profesor. De hecho uno de ellos había abandonado el edificio hacia cosa de una hora, deseándoles buenas tardes al pasar. Jakob no era muy bueno recordando nombres, pero Emmil, siempre más despierto que su compañero, sabía que se trataba de Ovidio. Como el tránsito de personas seria escaso les habían permitido cerrar el portón para vigilar desde dentro.
Lo cierto era que más allá de cualquier recaudo que pudieran tomar jamás ocurría nada importante en Salerno, razón por la cual eran los soldados novatos, tal y como ellos, a quienes se les asignaba aquella tarea. Con suerte, durante las jornadas escolares podían tener suerte y presenciar de lejos algún entrenamiento de los hechiceros, lo cual aseguraba un curioso y entretenido espectáculo de luces y sonidos. Los únicos que solían ingresar a la universidad eran los propios alumnos, a los cuales llegaban a conocer de vista, y los profesores y hechiceros, a quienes si reconocían de inmediato y hasta saludaban cuando pasaban junto. Las personas ajenas a la institución o invitados solían por lo general entrar acompañados por algún hechicero. Si debían ser sinceros, la mayor parte del tiempo su presencia allí como guardias era una mera formalidad pues en realidad no hacían nada.
Emmil y Jakob se conocían desde pequeños pues habían crecido en una pequeña aldea a unos kilómetros de la ciudad principal de Dantar y ya desde muy niños habían prometido dejar lo que consideraban una vida ingrata como granjeros, para unirse al ejército del reino y convertirse en grandes héroes. Y lo habían logrado, excepto claro por la parte de convertirse en héroes, pero estaban conformes no obstante, pues eran orgullosos miembros del ejército de Dantar y eso significaba tener siempre un plato de comida en su mesa y un lugar donde dormir. Mantenían un perfil bajo obedeciendo órdenes sin quejarse y para ser francos, les agradaba la vida de soldado, a pesar de que resultara aburrida por momentos. Estaban agradecidos de que el reino estuviera en paz y complacidos de no haber participado en ninguna batalla real hasta aquel momento. Muchos soldados tomaban esa tarea como si se tratase de un castigo pero a ellos les gustaba hacerlo. Era un trabajo sencillo y sin complicaciones que les permitía ciertas libertades.
Era media tarde casi y se encontraban en la entrada del edificio conversando acerca de que muchacha debían invitar a tomar algo a la taberna esa misma noche que tendrían franco, mientras otros cinco guardias circulaban por el interior de la Universidad. Su animosa, y bastante vulgar por cierto, conversación, se vio interrumpida por algo extraño: Música. Una melodía distante pero abrumadora que parecía provenir de ningún lado y de todos lados al mismo tiempo. Casi de inmediato sintieron un golpe en el portón de entrada que permanecía cerrado. En un principio no asociaron un suceso con el otro y creyeron que se trataba de algún hechicero o estudiante que quería ingresar, por lo que se disponían a destrabar la pesada puerta y abrir, cuando cayeron en la cuenta de que los golpes eran cada vez más potentes y sonoros, y que el hierro del portón comenzaba a sufrir abolladuras por los golpes provenientes del exterior, los cuales se evidenciaban en grandes protuberancias del lado en el que ellos se encontraban. Dudaron durante un instante pues les habían advertido en repetidas ocasiones que el cuerno no era un juguete y que si daban la voz de alarma y luego todo resultaba ser un malentendido serian castigados con severidad, por lo que no querían ni imaginar la reprimenda que podían darles si se trataba de una falsa alarma, tal vez los mandarían a limpiar los establos o las letrinas del regimiento. Pero si por el contrario se trataba de una emergencia real…
Los contundentes golpes, que continuaban desfigurando el portón y hacían temblar todo el edificio, fueron lo bastante persuasivos para convencerlos de que algo serio ocurría. Jakob corrió buscando el cuerno que colgaba de un gancho situado en la pequeña goleta de vigilancia próxima a la entrada, llenó sus pulmones de aire y los descargó. El aullido desgarrador de la alarma inundó el aire por completo. No era un sonido grave y sordo como los que producían los cuernos comunes, este en particular era agudo y ensordecedor y lastimaba los oídos pero podía escucharse a kilómetros de distancia con total claridad, incluso con el viento en contra. Según Emmil había oído esto se debía al tratamiento mágico que el cuerno, como muchas otras cosas de Salerno, recibía. Cuando Jakob dejó de soplar los dos permanecieron un corto instante observando el portón. Los golpes se habían detenido y todo parecía calmo, pero entonces aquella extraña música volvió a invadir el aire y un último golpe más potente que los anteriores derribó por completo el portón y “aquello” entró a la universidad.
Al llegar a la entrada principal todas las dudas que Milland tenía se despejaron de inmediato, al comprobar que no se trataba de una falsa alarma en lo absoluto. Había visto y presenciado situaciones extrañas a lo largo de su vida pero de todas formas lo que sus ojos registraban en ese instante logró sorprenderlo. Allí, frente a sus narices se alzaba una inmensa criatura en la arcada de la puerta de calle y a sus pies descansaba el alguna vez inmenso portón de hierro, ahora reducido a un irreconocible amasijo de metal retorcido y oxido. Suponía, o más bien deseaba, que por lo menos una docena de guardias estuvieran custodiando la Universidad pero la realidad era más desalentadora aun. Tan solo siete soldados hacían frente al monstruo en aquel momento y como si eso no fuera de por si malo, los pobres vigilantes eran aun jóvenes inexpertos en combate, poco más que simple reclutas y era evidente que se veían superados por aquella situación.
No era el caso de Milland, quien era un hombre experimentado en combate y sabía mantener la cabeza fría en situaciones extremas, por lo que no arremetió al instante contra la criatura sino que dedicó un momento a estudiarla. Lo primero que constató era que estaba sola, eso al menos era algo bueno, luego calculó sus dimensiones. Era grande, alto como 3 hombres y ancho como otros 3 y a juzgar por la apariencia del portón poseía la fuerza de muchísimos más. Era un ser antropomórfico pero su aspecto distaba mucho del de un hombre, su cuerpo asemejaba a un saco de cuero e iba desnudo aunque no se veía la menor evidencia de genitales o algo que indicara su sexo o genero. Su piel era grisácea, opaca, rugosa y dura, parecida a escamas, como si llevara puesto un pesado mayal de hierro. Sus brazos tenían una longitud desproporcionada en comparación al resto de su cuerpo llegando hasta el suelo. Pero era su cara lo que más desconcierto y terror producía. Sus ojos eran grandes, redondos y vacíos como si fuese un muñeco de trapo, el muñeco de trapo más horripilante y atemorizante del mundo entero, uno que ningún niño en su sano juicio elegiría para jugar. El resto de sus rasgos eran igual de enigmáticos y tenebrosos, tenía una enorme cavidad en su cabeza que no podía ser otra cosa que su boca pero no había dientes en ella, ni lengua, ni labios siquiera, tan solo un perturbador vacío que parecía capaz de succionar toda vida a su alrededor. Unos pequeños orificios hacían las veces de nariz y no lograban distinguirse señas visibles de orejas o algún órgano similar. Un extraño brillo emanaba de la criatura y a Milland no le costó nada reconocerlo, pues se trataba de un tipo de aura mágica.
No pertenecía a ninguna sub-especie de las razas altas ni a nada que conociera, por lo que repasó en su memoria una y otra vez las enciclopedias y bestiarios buscando información sobre aquella intimidante criatura hasta que un nombre vino a su mente.
—Un Homúnculo —dijo casi en un susurro, llenándose de terror ante tal hallazgo.
Los Homúnculos eran criaturas del Erebo, seres que no existían en este mundo. Tan solo historias y leyendas de eras remotas los nombraban, así como a los demás seres demoniacos que, según describían los libros de ocultismo, habitaban en el húmedo y lúgubre Ruido Magenta del Erebo. Muchas personas preferían creer que se trataba solo de imágenes ficticias utilizadas para producir miedo en los corazón débiles, pero Milland sabía que aquellas criaturas, por más fantásticas que pareciesen, eran tan reales como él mismo y presenciar a un demonio proveniente del Erebo llenaba su viejo corazón de una curiosidad y un júbilo casi infantil, pero también de un profundo horror y angustia.
Un grito lo devolvió a la realidad y vio como los aterrados pero determinados soldados demostraban su coraje enfrentándose al gigantesco Homúnculo, a pesar de su falta de experiencia. Sus espadas y sus lanzas arremetían contra la acorazada piel de la criatura sin ningún tipo de resultado, de hecho, nada parecían perturbarlo pues permanecía frente al retorcido portón como una imperturbable estatua, apenas realizando movimientos muy lentos y torpes, oscilando de un lado a otro. Entonces, algo ocurrió, algo más extraño aun que la criatura frente a sus narices… Se oyó música… Pero no cualquier música. Una melodía estruendosa y rítmica surcó los aires, un tipo de música que el anciano jamás había escuchado antes. Estaba compuesta por sonidos de guitarras o laudes, elementos de percusión como baterías o tambores y otros elementos de cuerda y viento que no lograban distinguirse con claridad pero que parecían ser pianos. Su ritmo era violento y veloz y sus acordes eran fluctuantes y furiosos, el “tempo” era abrupto y confuso. Provenía de una orquesta invisible. “Una orquesta proveniente del mismísimo abismo del Erebo” Pensó.
En un acto reflejo todos se cubrieron los oídos pues la música resultaba dañina y casi blasfema, aunque al Homúnculo no pareció molestarle en lo más mínimo, por el contrario, por primera vez desde que Milland lo viera, la criatura reaccionó, impulsada por aquella indescriptible melodía. Con una velocidad asombrosa para algo de sus dimensiones encaró a los aguerridos soldados. En vez de golpearlos, una extraña nube de gas verde emanó del vacío que era su boca sobre los sorprendidos guardias y cuatro de ellos se desplomaron inconscientes al respirar aquel enviciado aire. Los tres restantes retrocedieron espantados. La música se volvió más tenue hasta casi desaparecer y el homúnculo regresó a su estado letárgico anterior, aguardando nuevas órdenes como una obediente marioneta.
“Por los Dioses. Es peor de lo que pensaba, ni siquiera se molesta en atacarlos, solo los envenena”
Los solados que aun quedaban en pie agitaban sus cabezas en todas direcciones buscando algún tipo de ayuda, hasta que los ojos de uno, de Emmil, se cruzaron con los de Milland.
—¡Profesor! —gritó al reconocerlo— ¡Por los Dioses, ayúdenos!
Hacía tiempo ya, décadas para ser más exactos, que no combatía por lo que estaba oxidado y falto de práctica, pero no dejaría que eso le impidiera dar lo mejor de sí.
—Muchachos —dijo colocándose junto a los soldados pero sin quitar sus ojos de la criatura—. Tan solo debemos resistir unos minutos. La ayuda no tardara en llegar. El ejército real, o incluso los Molossos vendrán en cualquier momento, alertados por el cuerno de alarma.
—Es cierto profesor —dijo uno de los guardias con recobradas esperanzas.
—Debemos mantenernos a una distancia prudente de ese monstruo o nos envenenara con esa nube toxica que escupe —sugirió otro.
Milland asintió con seriedad. Ignoraba a que elemento seria sensible un ser como el Homúnculo, pero pensó que al ser un semi-humano el fuego le afectaría de igual manera que a un hombre. Realizó una prueba conjurando un fugaz hechizo sobre su adversario, el cual permanecía inmóvil e imperturbable frente a ellos, tanto que de no ser por su poderosa respiración habrían creído que estaba muerto, y poco duró su inmutabilidad cuando su brazo derecho fue envuelto en llamas. La bestia comenzó a girar en el lugar gritando de dolor mientras intentaba extinguir las flamas con su otro brazo. Sin hacerse esperar, la melodía volvió a oírse y esta vez fue más clara y cercana. Era igual a la anterior, aunque se había vuelto más compleja, rápida y agresiva. La orquesta infernal tocaba para propulsar a aquella bestia de pesadilla y la respuesta del Homúnculo ante la melodía fue la de arremeter contra sus enemigos, como un alud de carne y músculos mientras escupía una nube de vapor toxico. Milland, junto a dos de los soldados lograron evadir a la bestia moviéndose hacia un lado pero el tercer guardia no tuvo tanta suerte y fue alcanzado por las emanaciones, desplomándose sin vida sobre el suelo. El profesor y los soldados restantes se alejaron un poco más, estableciendo una distancia que creían más segura que la anterior. Los dos que quedaban en pie resultaban ser Emmil y Jakob. Los dos amigos se mantenían muy juntos.
