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Una noche en Roma… Cansada de estar a la sombra de sus guapas y populares hermanas, Charlotte Patterson decidió dejar atrás Manhattan y descubrir lo que la dolce vita italiana tenía que ofrecerle: buen vino, buena comida… ¿y hombres deliciosos? Pero ni las vacaciones en Roma pudieron evitar que escapara de un devastador secreto familiar destapado en Larkville, Texas, y se encontró buscando consuelo en los brazos del misterioso Lucio Constello. Incapaz de negar su atracción, compartieron una intensa noche de pasión; una noche que los afectaría mucho más de lo que podían llegar a imaginar…
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Seitenzahl: 223
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
EL SECRETO QUE LO CAMBIÓ TODO, N.º 85 - agosto 2013
Título original: The Secret that Changed Everything
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3813-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
¡Estaba ahí!
Después de una búsqueda tan desesperada era difícil estar segura a simple vista; treintañero, alto, esbelto, pelo negro. ¿De verdad era él? Pero entonces hizo un rápido movimiento y Charlotte lo supo: era el hombre que había ido a buscar.
La última vez que lo había visto estaba distinto, vestido elegantemente, sofisticado, y sintiéndose perfectamente cómodo en uno de los bares de moda de Roma. Ahora, en la campiña toscana parecía sentirse igual de cómodo en vaqueros y una camisa informal, absorto en los viñedos que se extendían en largas hileras bajo el sol poniente. Tan absorto que ni siquiera alzó la mirada ni la vio mirándolo desde la distancia.
Lucio Constello.
Rápidamente, sacó un pedazo de papel y comprobó su nombre. En lo profundo de su mente una irónica voz murmuró: «Si vas buscando a un hombre para darle unas noticias devastadoras, tienes que estar segura de su nombre. Por otro lado, si solo habéis intercambiado los nombres de pila y él se ha marchado mientras tú seguías dormida, ¿quién, sino él, tiene la culpa?».
Intentó acallar esa voz, que últimamente estaba hablándole demasiado.
Comenzó a andar por el camino que se extendía entre las viñas mientras se esforzaba por calmar sus pensamientos. Pero estos se rebelaban y permanecían en el recuerdo de su cuerpo desnudo contra el de ella, el calor de su aliento, el modo en que había murmurado su nombre.
En la voz de Lucio casi había habido una pregunta, como si estuviera inquiriéndole si lo que estaba pasando era cierto, aunque en su vida ya no quedaban certezas. Su familia, su novio, esas eran las cosas a las que se había aferrado, pero su novio la había rechazado y los cimientos de su familia se habían tambaleado. Por eso había invitado a Lucio a su cama, porque… ¿qué importaba? ¿Qué importaba nada?
Él tenía la vista alzada y de pronto se había quedado muy quieto. ¿Qué significaba esa quietud? ¿Que la reconocía y que suponía por qué había ido allí? ¿O que había olvidado a una mujer con la que solo había pasado unas horas hacía varias semanas?
Cuando Lucio alzó la mirada, el sol lo cegó y por un momento no pudo distinguir ningún detalle. Una mujer estaba acercándose por el camino de las viñas, mirándolo como si él fuera lo único que importaba en el mundo.
Eso había sucedido muchas veces antes; en muchas ocasiones había visto a María acercándose de lejos.
Pero María estaba muerta.
La mujer que estaba acercándose ahora era una extraña y, aun así, le resultaba misteriosamente familiar. Tenía los ojos clavados en él, incluso desde esa distancia.
Y fue entonces cuando supo que ya nada en el mundo volvería a ser igual.
Ir a Italia parecía una idea brillante para una filóloga. De ese modo podría mejorar su italiano, estudiar el país y, en general, evitar admitir que no estaba saliendo de Nueva York simplemente, sino que estaba huyendo.
Pero la verdad seguía siendo la verdad. Charlotte sabía que tenía que escapar de los recuerdos de una emoción que por un momento le había parecido amor, pero que se había revelado como un decepcionante vacío que proyectaba una luz negativa en casi todos los aspectos de su vida. Era como vagar por un desierto, y tal vez fue ese pensamiento lo que le hizo olvidar llevarse el portátil. Le agradaba no estar al alcance de nadie a menos que fuera ella quien decidiera lo contrario.
Durante dos meses vagó sola por Italia en busca de algo que no podía definir. Se aseguró de visitar Nápoles, fascinada por el legendario Vesubio cuyas erupciones habían destruido ciudades en el pasado a pesar de que, por muy decepcionante que fuera, ahora se consideraba tan seguro que pudo pasear hasta la cima y quedarse allí escuchando.
Escuchando el silencio.
Lo cual era un poco el resumen de su vida, pensó irónicamente. Siempre esperando a que sucediera algo de relevancia, pero nunca sucedía nada. A sus veintisiete años, una edad a la que mucha gente ya había elegido su camino en la vida, ella aún no tenía ni idea de adónde conducía la suya.
En el tren de Nápoles a Roma pensó en Don, el hombre al que por un tiempo había creído que amaba. Había querido un compromiso y cuando Don no se lo ofreció, había querido saber adónde los llevaba su relación. El modo en que él se había encogido de hombros le había confirmado lo peor, y ella se había apresurado a poner distancia entre ambos.
No lo lamentaba. En algún momento se había planteado si habría sido más inteligente acercarse a él en lugar de alejarse, pero en lo más hondo de su corazón sabía que las cosas nunca habían ido bien del todo entre ellos. Era hora de moverse hacia delante.
Pero, ¿hacia donde?
Cuando el tren entró en la estación Termini, pensó que podría ser interesante encontrar la respuesta a esa pregunta.
Tomó un taxi hasta el Hotel Geranno en la Via Vittorio Veneto, una de las calles más elegantes y caras de Roma. El hotel gozaba de todos los servicios, incluida una cafetería propia con Internet, por lo que le resultó fácil contactar con su familia y amigos. Incluso podría haberse puesto en contacto con Don a través de su red social solo para decirle que no había rencores y que podían ser amigos.
Pero las palabras que la recibieron en la página de Don fueron: «Gracias a todos por vuestras felicitaciones. Jenny y yo queremos que nuestra boda sea…»
Cerró la ventana.
¡Jenny! Charlotte recordaba cómo siempre había estado merodeando alrededor de Don y poniéndole ojitos… y cómo él se había fijado en ella. Guapa, sexy, ligeramente voluptuosa… ¡Era como para fijarse!
«No como yo», pensó.
Algunas mujeres habrían envidiado el físico de Charlotte: alta, esbelta, pelo y ojos oscuros. No era una mujer que pasara desapercibida y siempre había gozado de la admiración masculina, pero Don no había perdido ni un momento en buscarle sustituta. Por otro lado, tampoco era algo malo. El pasado era el pasado.
Accedió a su correo electrónico e inmediatamente vio uno de su hermana Alex que empezaba diciendo: «¡No te vas a creer esto!»
A Alex le gustaba hacer que todo sonara muy emocionante y por eso, aunque sí algo intrigada, Charlotte no se alarmó. Sin embargo, según leía el mail, iba viendo cómo una catástrofe familiar se desataba ante sus ojos.
–Mamá… –murmuró–. Cómo pudiste… ¡No es posible!
Siempre había sabido que su padre, Cedric Patterson, era el segundo marido de su madre. Antes que con él, Fenella había estado casada con Clay Calhoun, un ranchero texano. Solo después de su divorcio se había casado con Cedric y había vivido con él en Nueva York. Allí había dado a luz a cuatro hijos, los mellizos Matt y Ellie, ella, y su hermana pequeña, Alexandra.
Ahora parece que mamá ya estaba embarazada de Matt y Ellie cuando dejó a Clay. Le escribió y le dijo que estaba embarazada, pero por entonces él ya estaba con Sandra, que al parecer escondió la carta, pero por extraño que parezca, la conservó. Nadie ha sabido nada hasta después de la muerte de Clay y Sandra. Él murió el año pasado y la carta apareció sin abrir, así que supongo que nunca llegó a saber nada de la existencia de Matt y Ellie.
¿Qué te parece? Todos estos años hemos pensado que eran nuestros hermanos, pero ahora parece que solo somos… ¡medio hermanos! La misma madre, distinto padre. Cuando Ellie me contó lo que había pasado, no me lo podía creer y sigo sin creérmelo.
Rápidamente, Charlotte leyó sus otros correos buscando uno de Ellie, segura de que estaría ahí, pero no encontró nada. Al parecer, toda la familia lo sabía menos ella y Ellie no se había molestado en contarle algo tan trascendental. Al final había sido Alex la que le había dado la noticia, aunque sin ningún tipo de prisa y como si ella no fuera más que un fleco de la familia. De hecho, ahora mismo, era como se sentía.
Al volver al vestíbulo la invadió de nuevo la sensación de estar perdida en un desierto, pero un desierto que tenía dos puertas: una que conducía a un restaurante conocido por su alta cocina y otra que conducía a un bar. Ahora mismo una copa era lo único que necesitaba.
El camarero le sonrió.
–¿Qué le sirvo?
–Un tequila.
Cuando lo tuvo en las manos, buscó un lugar donde sentarse, pero solo encontró un asiento libre al final de la barra. Se sentó, se apoyó cómodamente contra la pared y observó lo que la rodeaba.
La sala estaba dividida en estancias, algunas pequeñas, algunas grandes. Las pequeñas estaban ocupadas por parejas que se miraban en la intimidad mientras las más grandes estaban abarrotadas de «gente guapa», como si la flor y nata de la sociedad romana se hubiera reunido allí esa noche.
En la estancia más cercana vio seis personas con la atención clavada en un hombre, y con razón. Treintañero, guapo, esbelto, atlético, era el centro de atención sin ningún esfuerzo. Cuando se reía, ellos se reían. Cuando hablaba, ellos escuchaban.
Justo en ese momento el alzó la mirada y la vio mirándolo. Por un instante, giró la cabeza a un lado con una pregunta en la mirada. Después, una mujer reclamó su atención y él se giró hacia ella con una sonrisa perfectamente calculada.
«Un experto», pensó. «Sabe exactamente lo que está haciéndoles y lo que ellos pueden hacer por él».
Y eso parecía envidiable. Su propio futuro le resultaba deprimente, regresar a Nueva York sería como una derrota. Podía quedarse en Italia el año que se había prometido, pero eso era menos atractivo ahora que en casa estaban sucediendo cosas; cosas de las que la habían excluido.
Se imaginó a Don y a Jenny regocijándose en su amor; a su alrededor todo era gente feliz sonriéndose, abrazándose, y de pronto se le hizo insoportable que no hubiera nadie para abrazarla a ella. Se terminó la copa y se quedó sentada mirando su vaso vacío.
–Perdona, ¿puedo…?
Era ese hombre; quería situarse entre el pequeño espacio que quedaba entre ella y el siguiente taburete. Charlotte se echó atrás para dejarle espacio, pero una ligera elevación del suelo hizo que él resbalara y que cayera hacia su lado.
–Mi dispiace –dijo disculpándose en italiano.
–Va tutto bene. Niente di male –no pasa nada.
Aún en italiano, él continuó:
–Pero espero que me dejes invitarte a una copa para disculparme.
–Gracias.
–¿Otro tequila? –preguntó el camarero.
–No. Sírvale a esta señorita una copa del mejor Chianti y después lleve otra ronda a esa mesa para mis amigos y para mí.
Volvió a su mesa y el camarero le sirvió a Charlotte una copa de vino tinto. Era el más delicioso que había probado nunca y, cuando le dio un sorbo mirándolo a él de soslayo, no fue una sorpresa encontrarlo mirándola. Alzó la copa a modo de saludo y él hizo lo mismo. Ese gesto pareció desconcertar a las mujeres que lo rodeaban y que querían reclamar su atención.
A pesar de encontrarse en el corazón de Roma, estaban hablando en inglés y compartiendo vivencias. Charlotte observó al grupo y vio que dos de las mujeres estaban mirando a Lucio como leones estudiando a su presa, aunque parecían estar aliadas. Juraría haber oído que una le susurraba a la otra: «Yo primero».
Y podía comprender sus deseos. No solo porque ese hombre tuviera un físico imponente y luciera una ropa cara, sino por ese aire de tenerlo todo bajo control, de dirigir su propia vida y la de los demás. Ese era un hombre que nunca había conocido ni el miedo ni la duda.
Lo envidiaba. Debía de ser genial saber quién eras, qué eras, cómo te veían los demás y qué sitio ocupabas en el mundo, en lugar de ser la más triste de las criaturas: una mujer bebiendo sola.
Como para recalcar ese hecho, el asiento de al lado lo ocupaba una mujer que estaba mirando con devoción a su acompañante quien, a su vez, la rodeó por la cintura y le dijo:
–Vámonos ya.
–Sí, vamos –y se fueron.
De inmediato, el hombre que estaba sentado con el grupo se levantó, se disculpó ante sus acompañantes y rápidamente ocupó el asiento vacío antes de que alguien más pudiera intentarlo.
–¿Puedo pedirte otra copa? –le preguntó a Charlotte.
–Bueno, solo una pequeña. Debería marcharme.
–¿Vas a algún sitio en especial?
–No. A ningún sitio en especial.
Al cabo de un momento, le dijo:
–¿Estás sola?
–Sí.
Él sonrió.
–Tal vez estarías mejor con alguien que te protegiera de tipos patosos como yo.
–No es necesario. Sé protegerme sola.
–Ya veo, no necesitas a ningún hombre, ¿eh?
–Absolutamente.
Una voz gritó:
–¡Ey, Lucio! ¡Vamos!
Sus acompañantes estaban preparándose para irse y tiraban de él hacia la puerta.
–Me temo que no puedo. He quedado aquí con alguien en media hora. Ha sido un placer veros.
Muy a su pesar, le dijeron adiós y se marcharon. Cuando la puerta se cerró, él respiró hondo, claramente aliviado.
–Tus amigos te adoran. Al menos podrías devolverles el cumplido.
–No son mis amigos. Solo los conozco de casualidad y hay dos a los que he conocido hoy.
–Pero estabas dejándolos encandilados.
–Por supuesto. Pienso sacarles dinero.
–¡Ah! De ahí el encanto.
–¿Para qué más sirve si no?
–Así que ahora vas a quedar con tu próxima víctima en media hora.
Él sonrió lentamente.
–No va a venir nadie. Ha sido solo para librarme de ellos.
Ella miró su vaso para evitar que su mirada revelara lo mucho que esa situación estaba complaciéndola. Sería un buen acompañante durante un rato.
Lucio pareció interpretar lo que estaba pensando, alargó la mano y le dijo:
–Lucio…
Su apellido quedó acallado por unos gritos de alegría que resonaron por el bar. Ella alzó la voz para decirle:
–Charlotte.
–Buona sera, Charlotte.
–Buona sera, Lucio.
–¿De verdad eres italiana? –le preguntó con la cabeza ligeramente ladeada.
–¿Por qué lo preguntas?
–Porque no puedo distinguir tu acento del todo. ¿Venecia? No, creo que no. ¿Milán? Hmm. Roma… ¿Nápoles?
–¿Sicilia? –bromeó Charlotte.
–No, Sicilia no.
–Lo has dicho muy deprisa. Debes de conocer bien Sicilia.
–Bastante bien, pero estábamos hablando de ti. ¿De dónde eres?
Su reluciente sonrisa fue como una visera tras la que se ocultó ante la mención de Sicilia. Aunque intrigada, era demasiado lista como para preguntar. Esperar un poco sería más interesante.
–No soy italiana. Soy estadounidense.
–¡Me tomas el pelo!
–No. Soy de Nueva York.
–Y hablas mi idioma como si fueras nativa. Estoy impresionado –alguien pasó por su lado y los obligó a echarse hacia atrás–. No hay sitio para nosotros –dijo agarrándola de la mano y llevándola hacia la puerta.
Varios pares de ojos femeninos la miraron con verdadera envidia. Estaba claro que esas mujeres tenían su propia idea de cómo terminaría la noche.
«Bueno, pues os equivocáis», pensó Charlotte ligeramente irritada. «Es un tipo agradable y me gustaría charlar con él, pero eso es todo. No todo tiene que terminar en amore, ni siquiera en Italia. De acuerdo, es elegante, sofisticado, viste con prendas caras y es fantásticamente guapo, pero eso no lo utilizaré en su contra».
–¿Y por qué italiano? –le preguntó él cuando echaron a andar por Via Vittorio Veneto.
–Siempre me han fascinado los idiomas. Estudié varios, pero siempre fue el italiano el que más me atrajo. Así que lo aprendí muy bien. Es un idioma encantador.
–Y al final conseguiste un trabajo aquí, probablemente en la Embajada Estadounidense, al final de la calle.
–No, no trabajo aquí. Soy traductora en Nueva York. Traduzco libros del italiano y a veces las universidades me contratan para revisar viejos manuscritos. De pronto pensé que ya era hora de conocer el país de verdad y empaparme de cómo es en realidad, así que me subí al primer avión que salió.
–¿Literalmente?
–Bueno, tardé un par de días con los preparativos, pero solo eso. Después fui libre para irme.
–¿Sin ataduras? ¿Sin familia?
–Tengo padres, hermanos, pero nadie que pueda coartar mi libertad.
–Libertad. De eso trata todo, ¿eh?
–Una de las cosas. He hecho algunas estupideces y locuras en mi vida y la mayoría han sido por ser libre –soltó una irónica carcajada–. Es prácticamente el apodo de mi familia. Ellie es la guapa, Alex es la encantadora y yo soy la loca.
–Suena fascinante. Me gustaría oír más de tus locuras.
–Bueno, está aquella vez en que me empeñé en casarme con un chico y mis padres se negaron. Solo teníamos diecisiete años y les parecíamos demasiado jóvenes.
Él reflexionó sobre el comentario con un aire de seriedad que contenía un toque de humor.
–Mmm… a lo mejor tenían razón.
–Yo lo vi como si estuvieran negándome mi decisión y ya podía helarse el infierno antes de que yo llegara a admitir que podían tener razón. Así que nos fugamos.
–¿Te casaste a los diecisiete?
–Para nada. Cuando habíamos recorrido unos cuantos kilómetros, pude ver lo infantil que era y creo que él vio lo mismo en mí.
–¿Y qué pasó cuando volviste a casa?
–Mi madre es una mujer muy lista. Sabía bien que no servía de nada montar un alboroto. Cuando me vio entrar, alzó la mirada y me dijo: «Oh, aquí estás. No hagas ruido, tu padre está durmiendo». Tuvimos una charla, pero no hubo histerismos. Ya estaba acostumbrada a que cometiera estupideces.
–¿Pero habría sido casarse el camino a la felicidad? Hay maridos que pueden ser muy restrictivos.
Ella se rio.
–En el momento, no pensé en eso. Yo solo me lo imaginaba haciendo lo que yo quería. Por suerte, vi la verdad antes de que fuera demasiado tarde.
–Sí, los maridos tienen esa exasperante costumbre de querer salirse con la suya.
–Oh, aprendí la lección.
–¿Así que sigues sin marido?
–Ni marido ni nada. Ahora eso es lo que se lleva.
–Eres una mujer de tu edad muy auténtica. Antiguamente una chica soltera se preguntaba por qué los hombres no la deseaban y ahora se pregunta cuál es el mejor modo de mantenerlos alejados.
–Eso es –le respondió con voz burlona–. A veces hay que ser muy ingeniosa y, a veces, solo despiadada.
–Hablas como una experta, o como una mujer a la que le han dado una patada y va a devolverla –al ver su gesto, se apresuró a decir–: Lo siento. No tengo derecho a decir eso. No es asunto mío.
–No pasa nada. Si todos nos metiéramos en nuestros asuntos, no habría muchas cosas interesantes de qué hablar.
–Tengo la sensación de que debería ponerme nervioso por lo que vas a decir ahora.
–Podría preguntarte por Sicilia, ¿no? ¿Es ahí donde tienes una esposa secreta o tal vez dos esposas secretas? Eso sí que sería muy interesante.
–Siento decepcionarte, pero no hay mujer, ni secreta ni de otra forma. Nací en Sicilia, pero me marché hace años y no he vuelto nunca. La vida de allí no va conmigo. Igual que has hecho tú, me fui a explorar mundo y terminé con una familia dueña de viñedos. Viñas, bodegas, todo me gustó desde el principio. Fueron maravillosos conmigo, prácticamente me adoptaron y al final me dejaron los viñedos.
Y él los había convertido en un negocio enriquecedor, pensó. Eso quedaba claro por el modo en que vestía y cómo los demás reaccionaban ante su presencia.
Estaban llegando al final de la calle y, cuando doblaron la esquina, Charlotte se detuvo, asombrada y emocionada por lo que vio.
–¡La Fontana de Trevi! –exclamó con la respiración entrecortada–. Siempre he querido verla. Es tan enorme, tan magnífica…
No era una simple fuente. Un elevado muro de un palacio decorado se alzaba tras ella en el centro de lo que era un arco del triunfo que enmarcaba la magnífica y medio desnuda figura de Neptuno, el mítico dios del agua, que coronaba los chorros de agua que caían en forma de cascada. Por todas partes había luz y le daba al agua un resplandor que la hacía destacar en la noche.
–He leído mucho sobre ella –murmuró–, y había visto fotos, pero…
–Pero nada te prepara para esto.
Cerca había una cafetería con mesas en la calle. Ahí podían sentarse y ver cómo la vida bullía a su alrededor.
–Es agradable ver a la gente pasándolo bien.
–¿Significa eso que ahora tu vida es triste?
–Oh, no, pero sí que tiende a ser demasiado seria. Documentos legales, libros de historia… No son cosas que estén llenas de emoción exactamente, y a veces tengo que recordarme lo que es la diversión.
Él la miró con curiosidad mientras pensaba que una mujer con su físico podría divertirse todo lo que quisiera y con todos los hombres que quisiera, de modo que ahí había un misterio. Sin embargo, era demasiado astuto como para darle voz a ese pensamiento.
–Pero Italia debería recordarte a la diversión. No todo son catedrales e historia sobria.
–Lo sé. No hay más que pasear por las calles de Roma al anochecer y ver… bueno… muchas cosas.
Su sonrisa y el modo en que asintió dejaba claro cómo era la vida de Lucio. No había duda de que estaba llena de actividades «al anochecer» y seguro que eran divertidas. Eso tampoco lo dudaba.
–Bueno, el caso es que mi italiano favorito era…
Nombró a un personaje histórico con una legendaria reputación de maldad.
–No era tan malo como la gente cree –apuntó Lucio–. En realidad, era un hombre muy formal que…
–No digas eso –lo interrumpió ella apresuradamente–. Me lo vas a estropear. Si no era perverso, deja de ser interesante.
Él la miró con curiosidad.
–No hay mucha gente que lo vería así.
–Pero es verdad.
–Sin duda es verdad, pero se supone que eso no podemos decirlo.
–Bueno, siempre estoy haciendo cosas que no debería hacer. Por eso soy la oveja negra de la familia.
–¿Porque te fugaste con tu novio a los diecisiete años?
Ella se rio.
–Hubo alguna otra cosa más. También estuvo el político que vino a dar una charla a Nueva York y todo fue muy solemne excepto el hecho de que la noche anterior la había pasado en un sitio donde no debería haber estado. Yo lo había visto marcharse y no pude resistirme a levantarme en la reunión y preguntarle qué tal le había ido.
–¡Debería darte vergüenza! –le dijo él de manera teatral.
–Sí, no tengo sentido del decoro, ya me lo han dicho.
–Entonces eres perversa e interesante, ¿eh?
–Sin duda soy perversa. Ya sabes, cada uno tiene sus talentos. Mi hermana Ellie es una gran bailarina, mi hermana Alex es una gran veterinaria…
–Y tú eres una gran filóloga.
–Oh, eso… Eso es solo para ganarme la vida. No, mi verdadero talento, eso en lo que soy prácticamente un genio, es en salirme con la mía.
–Ahora sí que me resultas interesante.
–Siempre se puede hacer si sabes cómo.
–¿Astuta?
–Sin duda. Astuta, manipuladora, perversa… lo que haga falta.
–¿Es esa la verdadera razón por la que dejaste tu trabajo para viajar?
–En parte. Quería encontrar otro mundo y estoy encontrándolo. Hay que vivir sabiendo lo que quieres y no parar hasta conseguirlo –levantó su vaso–. Supongo que en tu vida hay mucha perversidad interesante.
Él fingió quedar impactado por el comentario.
–¿Yo? No tengo tiempo para eso. Estoy demasiado ocupado ganándome la vida respetablemente, te lo aseguro.
–Es verdad. Te creeré. Aunque miles no lo harían.
Él sonrió.
–Estás siendo injusta conmigo.
–No, no es verdad. A cualquier hombre que se autoproclame como respetable hay que tratarlo con recelo.
–Protesto…
–No te molestes, porque no creeré ni una palabra que digas.
Y así cayeron en una discusión desenfadada con demasiado vigor por parte de los dos, pero también con muchas risas. Cuando ella miró el reloj se asombró al ver cuánto tiempo había pasado. Tenía la extraña sensación de estar mentalmente conectada con él, que era casi como un hermano.
Pero al momento, cuando él giró la cabeza y ella pudo ver su perfil contra la resplandeciente luz de la fontana, resultó que no era algo tan fraternal. Lucio era desconcertantemente atractivo hasta el punto de eclipsar a otros hombres, incluido Don. O tal vez especialmente a Don. Pero definitivamente, no resultaba fraternal.
Recordó la primera vez que Don y ella habían ido más allá de los besos, ansiosos por explorar. Sin embargo, en aquel momento había faltado algo y ahora lo sabía.
–¿Estás bien? –le preguntó Lucio.
–Sí, bien.
–¿Seguro? Parece que algo te haya molestado.
–No, supongo que solo tengo un poco de hambre.
–Pues aquí preparan unos tentempiés buenísimos. Iré a por la carta.
–Tomaré lo que pidas tú.
Él pidió rollitos picantes y se sentaron a comer.
–¿Por qué me miras así?
–Solo intentaba resolver el misterio. No me pareces la clase de mujer que hace lo que le ordenan los hombres.
–Totalmente cierto, no lo soy. Pero esto es nuevo territorio para mí y estoy aprendiendo cosas nuevas constantemente.
–Entonces, ¿formo parte de la exploración?
–Sin duda. Me gusta encontrar cosas inesperadas. ¿A ti no?
–A veces pienso que en mi vida ha habido demasiadas cosas inesperadas. Se necesita tiempo para acostumbrarse a las cosas.
Ella esperaba que él se extendiera en el tema porque estaba empezando a estar intrigada por todo lo que decía, pero antes de poder hablar se oyeron unos cuantos gritos de emoción cuando un grupo de personas accedió a la piazza ansiosas por arrojar monedas al agua. Se quedaron mirándolos un rato.
–Es la era científica. Se supone que todos tenemos que ser racionales y, aun así, la gente viene aquí a tirar monedas y a pedir deseos.
–Tal vez tengan razón. Ser demasiado racional puede ser peligroso y pedir un deseo puede liberarte de ese peligro.
–Pero siempre acechan otros peligros. ¿Qué se hace con ellos?
–Pues en ese caso tienes que decidir a cuáles hacer frente y de cuáles salir huyendo.
Ella asintió.
–Esa forma de actuar engaña a la sensatez. Y a la libertad.
–Y la libertad te importa más que ninguna otra cosa, ¿verdad?
–Sí, pero has de saber lo que de verdad importa. Crees que eres libre, pero entonces sucede algo y de pronto, más bien, parece aislamiento y soledad.
Pronunció esa última palabra con cierta desolación y él lo captó.
–Cuéntame –le dijo con ternura.
–Creía que conocía a mi familia: un hermano y una hermana mayores, que son mellizos, y una hermana más pequeña, pero ahora resulta que además hay un gran secreto familiar. Empezó a salir a la luz y… –suspiró–, yo he sido la última en enterarme. Siempre he estado muy unida a Matt, a pesar de que a veces puede ser muy distante, pero ahora es como si no fuera parte de la familia, solo una extraña que no es de la confianza de nadie.