El seductor, la chica y el coche - Lola Valladolid - E-Book
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El seductor, la chica y el coche E-Book

Lola Valladolid

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Beschreibung

"A veces, durante las duermevelas y los momentos de reposo entregados al ensueño, me entretengo recreando esas secuencias de viejas películas americanas en las que sus protagonistas aparecen dando un paseo en coche". Así comienza una historia de amor inusual, una narración redonda que busca la complicidad del lector y sus conocimientos de cine clásico, porque ¿quién no ha querido alguna vez ser la protagonista de Casablanca o de El sueño eterno? Álvaro es dueño de una tienda-estudio de fotografía en busca siempre de un apasionado amor de película, lo que significa que vive saltando de aventura en aventura. La aparición de Jandra, con la que traba una gran amistad, hace que sus amigos se pregunten si por fin habrá encontrado a la mujer perfecta con la que sentar la cabeza. Pero el peliculero de Álvaro no puede superar su devoción por los grandiosos desenlaces, como el olvido o el abandono, en los que el protagonista debe afrontar el desgarro doloroso que conlleva siempre la pasión. ¿Conseguirá Jandra arrancarlo de esa realidad paralela de celuloide en blanco y negro? Todo empieza con un paseo en coche... - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 578

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Pedro Espejo Díez

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El seductor, la chica y el coche, n.º 108 - febrero 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-7821-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

Parte I. El encuentro

Capítulo 1. Paseos de cine

Capítulo 2. Un amigo con talento para el matrimonio

Capítulo 3. Joven atractiva encuentra a hombre maduro y solitario

Capítulo 4. “Cuando los enamorados / van a servir al amor”

Capítulo 5. La belleza no se fotografía

Capítulo 6. No retires tus ojos de mujeres bonitas

Capítulo 7. Inseguridad y resignación

Capítulo 8. El mar de la muerte y el olvido

Capítulo 9. Un final con flores en el altar

Capítulo 10. Una lección de literatura

Capítulo 11. Cien noches sin amaneceres ni mañanas

Capítulo 12. El largo corredor hacia el olvido

Parte II. Un paseo en coche

Capítulo 13. La misma lluvia

Capítulo 14. Ángela y Alice

Capítulo 15. Duermevela

Capítulo 16. Las fuentes y el viento

Capítulo 17. ¡Coños y mares!

Capítulo 18. El detective que perseguía una fantasía

Capítulo 19. Esa luz que es solo nostalgia

Capítulo 20. El azar es tan ancho como el mundo

Capítulo 21. El rival

Capítulo 22. El señor de la guerra que decía ¡amor!, ¡amor!

Capítulo 23. Un capitán y un estadista

Capítulo 24. Cenicienta y el hada malvada

Capítulo 25. ¡Adiós!

Capítulo 26. Rojo y blanco

Capítulo 27. Los griegos no amaban a sus esposas

Capítulo 28. El pretendiente despechado y el jinete errante

Capítulo 29. Rick decide cómo quiere que termine la película

Capítulo 30. El anacoreta que compraba los huevos en el súper

Capítulo 31. ¿Por qué extraviar los dedos de los santos?

Capítulo 32. Philip Marlowe y la felicidad

Capítulo 33. Hablar para engañar, hablar para jugar

Capítulo 34. La chica que quiso seducirme

Capítulo 35. Esta noche, por ti, haré una estupidez

Capítulo 36. Siete muertes, siete encuentros

Parte III. Sigue conduciendo

Capítulo 37. ¡Mujeres en la calle!

Capítulo 38. Una historia sin un final feliz

Capítulo 39. El marinero, Orestes y Peter Pan

Capítulo 40. Noé no se jubila

Capítulo 41. Un final de película para una historia sin final

Apéndice

Si te ha gustado este libro…

Lady, keep driving!

M.G.M.

PARTE I

Capítulo 1

Paseos de cine

A veces, durante las duermevelas y los momentos de reposo entregados al ensueño, me entretengo recreando esas secuencias de viejas películas americanas —siempre las mismas y tantas veces vistas— en las que sus protagonistas aparecen dando un paseo en coche. Vuelvo así a ver a Rick e Ilsa paseando en coche por París antes de su reencuentro en Casablanca; o al distinguido Max de Winter ofrecer reiteradamente dar un paseo en coche a la jovencita que ha conocido en Montecarlo, donde se ha refugiado tras la muerte de su bella esposa, Rebeca; o al exdetective Scottie, aquejado de vértigo, y la enigmática Madeleine haciendo una excursión por los alrededores de San Francisco, tratando de burlar, sin saberlo, el trágico destino de su amor; o incluso a Don Lockwood y Kathy Selden, los protagonistas de Cantando bajo la lluvia, en ese breve trayecto en coche por una avenida de Los Ángeles que recorren mientras se zahieren con ingeniosidades sin dejar a la vez de enamorarse; y vuelvo a ver también a la hermosa y enamorada Ángela Vickers conduciendo velozmente su coche y tratando de distraer al joven y atormentado George Eastman, hasta que son detenidos por un motorista de la policía; y siempre a Philip Marlowe besando a Vivian Sternwood en el interior de un automóvil detenido en mitad de la nada, y volviendo luego a subir juntos a otro para enfrentarse a sus miedos y dejar suspendido el destino incierto de su amor. Solo el cine puede transformar un hipnótico e inesperado encuentro entre un hombre y una mujer en una promesa —revestida de argumento— de amor más allá de la muerte, de pasión a pesar del mundo; y un simple paseo en coche de dos enamorados, a salvo del tiempo enfermo y mortal, en una de las imágenes más ciertas de la felicidad.

¡Jandra! A otras ya las había olvidado o gozaban del recuerdo amable de los momentos simplemente agradables o placenteros. Jandra, no. Jandra persistía en mi memoria, alimentaba mi añoranza como si junto a ella hubiera perdido la ocasión para permanecer del lado de los sueños. Nunca, lo sabía, hubiéramos podido huir con la felicidad que nos deparó nuestro inesperado e hipnótico encuentro; como tampoco ya nunca podríamos volver a vivir aquel paseo en coche que dimos juntos, o a conmemorarlo siquiera una vez más como los personajes de mis películas preferidas conmemoraban los suyos en su eternidad de celuloide.

Capítulo 2

Un amigo con talento para el matrimonio

El estrépito inmisericorde del teléfono me devolvió de mi momentáneo ensimismamiento a las deslucidas tareas de mi negocio: una pequeña tienda y estudio de fotografía. Recibí el timbrazo igual que si me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago. Instintivamente me doblé y, con verdadera pesadumbre y una fatiga casi infinita, descolgué el teléfono que tenía sobre el mostrador. Caía ya la tarde y estaba a punto de cerrar y marcharme a casa cuando al otro lado de la línea escuché la voz de Tito.

—¡Álvaro!

Me llamaba para recordarme que le había prometido pasarme por el centro cívico el viernes por la tarde para ver la exposición. Exponía, junto a otros participantes en un curso recién terminado sobre la técnica de la acuarela, sus últimas obras y creaciones; y no quería, evidentemente, que me lo perdiese. La ansiedad propia del artista: ¡aún estábamos a miércoles!

Tito, además de un aficionado a las bellas artes, era un viejo amigo, mi amigo más fiel después de haberme ido quedando prácticamente sin ninguno por mi acendrado cultivo de la soledad y la soltería. Mis relaciones con el resto de amigos se habían ido diluyendo en la mutua indiferencia. Proceso, había observado, que siempre se iniciaba a partir de un mismo acontecimiento: cada vez que alguno de ellos se echaba novia, se emparejaba o terminaba casándose. De repente se hacía difícil, cuando no imposible, encontrar alguna ocasión o excusa para quedar como antes, y no digo ya para corrernos una juerga, ni siquiera para hablar: ellos estaban demasiado felizmente distraídos y yo no quería ensombrecer su cielo sin nubes. Solo Tito continuó brindándome su amistad, buscando la ocasión para llamarme o quedar, incluso después de haberse casado él también. Esto había ocurrido tan solo cuatro años atrás. Hasta entonces siempre lo había considerado un solterón empedernido como yo; y la razón por la cual, obviamente, habíamos prolongado durante bastante más tiempo nuestra relación. Lo curioso era que mi amigo Tito mantenía sobre las mujeres unas expectativas completamente distintas a las mías. Mientras que yo buscaba un amor apasionado de vaga y vaporosa inspiración romántica, un enamoramiento cuando menos de película, como las que admiraba —lo que me llevaba de aventura en aventura—, él me aseguraba que deseaba encontrar una compañera para el resto de sus días. Generalmente esto lo decía cuando ya estaba bastante cargado de alcohol, y yo consideraba tal expresión, por tanto, un desahogo extemporáneo y más bien patético. Nunca lo tomé entonces en serio ni me preocupé de averiguar si realmente era sincero. Me limitaba a arrastrarlo por los bares de copas con más marcha de la ciudad en busca de algún ligue ocasional. Tito se resistía: “Somos ya dos carcamales para estos ambientes tan juveniles”, me decía. Pero yo lo animaba: “Con tu planta, Tito, si fueras más decidido, serías el terror de las veinteañeras”. Probablemente, más bien, era a mí mismo a quien dirigía aquellas exhortaciones, y con las que intentaba exorcizar precisamente cualquier asomo de decrepitud. Pero lo cierto es que mi amigo Tito empezó, por así decir, a lanzar a diestro y siniestro proposiciones más o menos serias a cuantas mujeres ocasionalmente se cruzaban con él, sin desesperar de que alguna de ellas le dijera que sí cada vez que les proponía matrimonio. Hasta que una de esas noches de farra se cruzó en la vida de Tito una funcionaria del catastro algunos años más joven que él —muy simpática, dicho sea de paso—, que le vino, al poco tiempo, a decir que sí. Lucía y Tito se casaron a los pocos meses y yo tuve ese sobresalto con el que se imponen las certidumbres más crudas: que me quedaba sin el último amigo y, esta vez sí, solo de verdad.

Reconozco que aquella impetuosa e irreflexiva decisión de Tito me sorprendió. Supongo que por alguna razón preconcebida me costaba admitir que tuviera talento alguno para la vida matrimonial. Pero me equivoqué. Pasado casi un lustro mi amigo me había demostrado que no le había faltado la inspiración: tenía una esposa encantadora, Lucía, una niña de tres años adorable, Laurita, y una hipoteca con el banco que hacía presumir una relación entrañable con el director de la sucursal de su barrio. Sin embargo, no perdí al amigo. Con Tito, a diferencia de lo que me había pasado con otros, nuestra amistad no encalló en el olvido. He de reconocer, de todos modos, que siempre fue él quien pese a sus nuevas ocupaciones y distracciones, hizo por mantenerme en la órbita de su amistad, y aun de su familia. Asistí a su boda, por supuesto, al bautizo de Laurita, desde luego, y a no pocos cumpleaños y celebraciones a las que tanto Tito como Lucía tenían a bien invitarme. Además, como fotógrafo profesional, recurrieron y confiaron en mí para que dejara gráfica constancia de varios de aquellos felices acontecimientos. Quizá porque yo no tenía familia (no tuve hermanos, mi padre murió muy joven y mi madre hacía un par de años) acabé aceptando que no podía perder también ese cálido y amable sucedáneo que Tito me ofrecía al invitarme a participar en cuanto eventos afectaban a la suya.

Además, desde el principio, Lucía me dispensó un trato muy cordial; creo que no solo me consideraba un buen amigo de su marido, sino que me apreciaba sinceramente; tal vez, de no haber sido yo tan reservado, me hubiera dado cuenta de que casándose Tito con ella no solo no perdía a un amigo sino que ganaba una amiga. Lucía era una mujer franca y espontánea. Pronto observé que mi obstinada decisión de permanecer soltero despertaba en ella la curiosidad, y, aunque supongo que Tito la puso al corriente de mi carácter solitario y mi mentalidad contraria al matrimonio, me pareció que Lucía no descartaba que tarde o temprano acabara yo también como mi amigo. Quizá fueran aprensiones mías, pero comencé a sospechar que trataba de emparejarme con alguna amiga soltera suya cada vez que me invitaban y me hacían coincidir con alguna conocida de Lucía. En esos casos siempre tuve la precaución de no intentar siquiera acostarme con ninguna de ellas. No quería que luego Lucía pudiera reprocharme nada.

Siempre estuvo muy lejos de mí cualquier intención de compromiso. Además había algo que incluso Tito, mi mejor amigo, no había llegado a descifrar sobre mí, y por tanto, imposible que se lo hubiera trasladado a Lucía. Al margen de que me considerara un seductor —cada vez venido a menos, ciertamente—, yo no tenía ninguna imagen halagüeña del matrimonio. Había conocido el fracaso del de mis padres, y no quería, al margen de que por temperamento fuera poco proclive a tales asociaciones, repetir semejante experiencia. Asistí a la muerte de mi padre, víctima de una enfermedad mortal, cuando solo era un adolescente, pero lo que nunca entendí es que mi madre no estuviera allí con nosotros, ni siquiera en aquellos momentos: quizá porque años atrás, cuando todavía era un niño, tampoco le había perdonado que nos abandonara. Supongo que eso me llevó después a preguntarme muchas cosas sobre quienes intentan compartir sus vidas y no acumulan, sin embargo, más que fracasos y rencores. Pero aquello siempre fue territorio reservado del que nunca hablé ni siquiera con un amigo íntimo como Tito. Para él, a modo de fachada, usaba de mi sentido del humor. Le proponía el ejemplo de las comedias cinematográficas: una cosa era asistir como espectador durante hora y media a las peripecias de los dos protagonistas que pese a enredos y desavenencias terminan juntos o incluso casándose, y otra cosa muy distinta aguantar uno personalmente las vicisitudes cotidianas de la convivencia. Tito solía decirme que yo no me tomaba en serio el matrimonio; le aseguraba entonces que lo que jamás se me ocurriría sería lo contrario: tomármelo a broma.

No obstante, no dejaba de reconocer que a veces me producía una cierta envidia el ambiente familiar que rodeaba a mi amigo y del que yo era testigo merced a las ocasiones que me brindaban para que compartiera con ellos muchos buenos ratos. En esta sociedad familiar tenían también un protagonismo indiscutible los padres de Tito, Eugenio y Lourdes, los abuelos paternos de Laurita. Siempre estaban al quite: tras la llegada de la nieta se aprestaron con entusiasmo a echar una mano al matrimonio quedándose con la niña mientras sus padres trabajaban —Lucía en la oficina del catastro y Tito en el pequeño negocio que regentaba: una copistería— o llevándola y trayéndola a la guardería después. Aunque yo ya los conocía, aún tuvimos más oportunidades de trato tras las numerosas veces que coincidí con ellos durante las celebraciones familiares a las que solía invitarme mi amigo. Siempre me cayeron bien Eugenio y Lourdes; además de simpáticos, era uno de eso matrimonios mayores que visto desde fuera inspiraban esa sana envidia de quienes desearían llegar a su misma edad siendo todavía capaces de afrontar la vida juntos con sincero afecto y sentido del humor. Eugenio era dicharachero y hablador, y Lourdes lo amonestaba con esa severidad en el fondo dulce y benévola de quien conoce de años los excesos del otro y está acostumbrada a sus bromas y burlas. Probablemente, si es que los instintos conyugales se heredan, Tito los había hecho valer en su matrimonio con Lucía, y no aspirara sino a reproducir esa vida tan aparentemente bien concertada de sus padres, de Eugenio y Lourdes. Supongo que el que yo no me viese capaz de un proyecto de vida así no quitaba para que otros confiaran en conseguir llevarlo con buen pulso hasta el final.

De lo que no me libraba en esas reuniones, claro está, era de las insinuaciones o preguntas abiertamente indiscretas que Eugenio, amparado en el trato cordial y la confianza que habían ido surgiendo entre nosotros, me lanzaba con ánimo de sonsacarme y averiguar si, aunque fuese en lontananza, se adivinaba un futuro cambio en mi estado civil. Yo capeaba el temporal como podía contestando con el mayor ingenio del que era capaz. Cada vez que salía el tema o Eugenio lo propiciaba, solía responder, con decisión y convencimiento, que yo no tenía ningún talento para el matrimonio, que era un arte que lo requería y mucho. “¡Qué jodido, Álvaro!”, solía espetarme Eugenio todo campechano. A veces, por supuesto, a las indirectas sobre mi soltería se sumaba también Tito: acaso porque se les tornaba irresistible a dos hombres tan bien casados como ellos el tratar de minar las convicciones de un soltero declarado como yo. Nunca me tomé a mal sus comentarios, incluso sus burlas, aunque yo procuraba no dejarlos menos burlados. No obstante, no sé si apreciaban que con mi declaración expresaba asimismo mi admiración por el mérito que tenía un matrimonio de tantos años como el de Eugenio con Lourdes, así como mi reconocimiento, pese a mis dudas del principio, de ese mismo talento a mi amigo Tito.

Seguro que si asistía a la exposición el viernes tendría que vérmelas una vez más con alguna pregunta o comentario pertinente al caso. Pero no podía defraudar a mi amigo. Aunque Tito se ganaba la vida con la copistería —con la que contribuía junto a Lucía a pagar los gastos crecientes de su empresa matrimonial— su verdadera pasión era la pintura, aunque de momento tuviera que conformarse con exponer en el salón del centro cívico de su barrio. Me repitió varias veces el horario y tuve que confirmarle reiteradamente que asistiría ese viernes por la tarde a la exposición.

Mientras lo escuchaba, miré el reloj que tenía colgado en la pared, frente al mostrador de mi pequeña tienda y estudio de fotografía, y me animé pensando que se había hecho la hora del cierre. A través del escaparate contemplé luego las últimas luces de la tarde y ahora me desanimó comprobar que seguía lloviendo. Estábamos en la última semana de septiembre y llevábamos varios días de lluvias y vientos en Valladolid. No era normal que lloviera tanto y tan a principios del recién estrenado otoño. Valladolid —a casi setecientos metros sobre el nivel del mar y a más de doscientos cincuenta kilómetros de la costa más cercana— era una ciudad más bien de precipitaciones concentradas y escasas, de nieblas en invierno, y de calores secos en verano; y no sé si era por ello por lo que el Pisuerga, a su paso, siempre me pareció un río socarrón y riente: os aguantáis, parecía decirnos: y ahí estábamos, en esos días excepcionalmente lluviosos, ¡días de agua y aguantar! A mí, desde luego, no me quedaba otra. Aquí tenía mi negocio, mi trabajo de fotógrafo... y mi pequeño refugio de soltero: una buhardilla.

—¡Ah!, por cierto, me pasé ayer por el despacho de Jandra —dijo de pronto Tito, cambiando bruscamente de conversación cuando ya creí que iba a colgar—. Ya he terminado su retrato. Prometí llevárselo al trabajo en cuanto regresara de sus vacaciones por México.

Hacia finales del mes de junio yo les había presentado a Jandra. Apenas llevábamos saliendo juntos un par de semanas desde que nos conocimos e hicimos aquella excursión en coche. Jandra era forastera: se había trasladado desde Madrid a Valladolid por motivos de trabajo y no conocía a nadie en la ciudad, así que me pareció oportuno presentarle a mis mejores —y únicos— amigos. Desde el principio, tanto Lucía como Tito, la acogieron con verdadera devoción, y tampoco fue menor la simpatía que ellos dos suscitaron en Jandra. Fue tal la relación de amistad que surgió espontáneamente entre ellos que, sin necesidad de mi intermediación, se veían o se hacían favores: Jandra, por ejemplo, a menudo le encargaba trabajos a Tito en la copistería, mientras que ella y Lucía solían intercambiar arduas cuestiones técnicas y se hacían consultas sobre sus respectivos trabajos. Aunque lo que contribuyó todavía más a crear ese fuerte vínculo entre Jandra y mis amigos fue la ocasión que dio para el trato entre ellos la ocurrencia de Tito, al poco de haberles yo presentados, de proponerle que posara para él. Quería, me dijo, hacerle un retrato. Presentándose como un gran aficionado a los pinceles y el caballete y escudado en su amistad conmigo, Tito convenció a Jandra, que aceptó a su vez no menos llevada porque el artista fuera amigo mío como por su propia generosidad y simpatía. Allí, en casa de Lucía y Tito, durante las sesiones que Jandra posó para dejarse retratar, debió de acabar fraguando esa amistad entre los tres que pronto cobró un aire de confidencialidad entre las dos mujeres y de mutuo aprecio entre el pintor y la modelo. También compartimos muchos ratos las dos parejas: cenas en algunos restaurantes —aprovechando que los abuelos, Eugenio y Lourdes, se quedaban con Laurita— y, en aquel buen tiempo de verano, hasta una barbacoa con otros matrimonios amigos de Lucía en una casa grande que tenía uno de ellos a las afueras, y a la que tuvieron la gentileza de invitarnos.

Además, Jandra despertó en ellos desde el primer instante ese interés que proporcionan siempre los forasteros. En cuanto supieron que era madrileña quisieron escuchar cuanto pudiera contarles del ambiente de la capital y hasta todo tipo de cotilleos sobre famosos y políticos. Pero Jandra a quien más echaba de menos era a su familia, y no el ajetreo social supuestamente más estimulante de la capital. Había aceptado dirigir la delegación vallisoletana de la mutua donde trabajaba porque era un puesto de mayor responsabilidad; pero muchos fines de semana regresaba a Madrid en tren para pasarlos junto a los suyos, junto a sus padres, Antonio y María, ya jubilados, y, sobre todo, para ver a sus sobrinos, los dos niños pequeños de su hermana Isabel. Salvo ellos, nada le hacía añorar la capital. Aseguraba incluso a mis amigos, sin ánimo de adularlos, que encontraba la capital castellana bastante acogedora y, para ciertos aspectos de la vida cotidiana, incluso más cómoda que Madrid. Era también especialmente con Lucía, que le preguntaba con total naturalidad y confianza, con quien más se explayaba hablando de la familia. Su padre, Antonio, se había jubilado como ingeniero, y su madre, María, como profesora de música en un colegio. Su hermana, Isabel, la mayor, era abogada y había conocido a su marido precisamente en el bufete para el que ahora trabajaban los dos. Isabel se había casado joven y tenía dos niños, de tres y cinco años. Los sobrinos eran la debilidad de Jandra y no perdía la ocasión para ir a verlos; incluso negándose algunos fines de semana a hacer planes conmigo para poder regresar a Madrid. Enseguida aprecié que debía de sentir una especial inclinación por los críos, a tenor de lo cariñosa que se mostraba también con Laurita, la hija de tres años de mis amigos. En fin, durante esas conversaciones, en las que yo apenas intervenía, pensaba que a la gente le gusta hablar de la familia si tenía algo bueno que contar, y Jandra parecía muy encariñada con los suyos.

Inevitablemente también, durante aquellas semanas de verano, mi relación con Jandra se fue convirtiendo en un codiciado objeto de curiosidad para mi amigo y su mujer, que no disimulaban en proyectar sobre nosotros venturosos augurios como pareja. Incluso, con esa pizca de adulación maliciosa con que sazonaban su sincero y cariñoso aprecio, nos lo hicieron saber muy pronto: “Hacéis una pareja estupenda”, nos decían. Estoy convencido de que tanto Tito como Lucía seguramente debieron de pensar que yo, su buen amigo Álvaro, había por fin encontrado en Jandra a la mujer que me haría sentar la cabeza, con la que acabaría de dar ese paso que nos llevaría a formalizar nuestra relación mediante el consabido contrato civil o canónico. Cierto que les presenté a Jandra como mi pareja en su momento, pero mis intenciones o motivos nada tenían que ver con tales expectativas. Considero que hay muchas personas todavía —entre las que incluyo a mis amigos Tito y Lucía— a las que se les antoja que todas las relaciones sentimentales están abocadas a seguir un cierto curso y alcanzar un fin práctico. No es que creyera que me incumbía personalmente desmentirlo, pero desde luego mis simpatías estaban más con todos aquellos otros individuos que han demostrado, en la realidad o en la ficción —como los personajes de algunas de mis películas preferidas—, la gratuidad de sus devociones amorosas. Más que de los enlaces yo era devoto de los desenlaces —de los definitivos, como el olvido o el abandono— y de afrontar el desgarro doloroso que conlleva siempre la pasión.

Seguramente mi amigo Tito se hubiera merecido que le aclarase la naturaleza de mi relación con Jandra, aunque solo fuese por evitar situaciones equívocas y falsas interpretaciones. Quizá, embelesado con su feliz vida matrimonial —y no deseando también sino lo mejor para mí—, había decidido pasar por alto la consideración que él mismo tenía de mí: un donjuán no más. Desde luego, lo que jamás mostré fue ningún interés en buscar una esposa con la que fundar un emporio empresarial y burocrático como el que tenía él con Lucía. De un amigo esperaba que respetara mis convicciones; solo que esta vez su adhesión incondicional hacia Jandra fue, a la postre, incluso mayor que la que me profesaba a mí como su más íntimo amigo. Creo que ello llevó a Tito a convertirse en un conspirador a favor de una causa con la que yo no comulgaba; incluso encontró pronto en ello una afición sobrevenida: la de casamentero.

Como vio que no había ninguna respuesta por mi parte, que no le preguntaba sobre su encuentro con Jandra en el despacho, se limitó a decirme desde el otro lado del teléfono:

—Bueno, ya te contaré el viernes...

¿Qué tendría que contarme?

Capítulo 3

Joven atractiva encuentra a hombre maduro y solitario

Ese miércoles, por la noche, cuando llegué a mi buhardilla no cené: no tenía hambre. Me puse el pijama, la bata y las zapatillas y me dispuse a ver una película en el vídeo: tampoco tenía sueño. Solo tomé una manzana del frutero que tenía sobre la encimera de la cocina; puse la pieza bajo el grifo del fregadero y fui frotando su piel con los dos pulgares a la vez que la hacía girar entre las manos. La cocina y el salón eran una misma pieza; un sofá gastado hacía de divisoria. Apoyado en la encimera contemplé mi recargada estantería, que cubría toda una pared. Una vez lavada, di un mordisco a la manzana; el chasquido ahuyentó brevemente el silencio de la buhardilla y mi soledad. Me dirigí a la estantería; entre álbumes de fotos y novelas guardaba mis viejas películas americanas. Elegí una, introduje el disco en el reproductor apoyado sobre una mesita en un rincón y me dejé caer sobre el sofá. Las sonoras dentelladas resonaban acompañadas ahora por la música de los títulos de crédito. Cuando me quise dar cuenta ya solo sostenía en mi mano los restos de la manzana reducidos a un pequeño diábolo. Me incomodaba tenerme que levantar de nuevo, pero volví hacia la encimera de la cocina, abrí el armario del fregadero y arrojé los restos al cubo de la basura. Mientras me aclaraba los dedos bajo el grifo para quitarme el pegajoso jugo de la fruta podía oír la sugerente voz femenina que doblaba en castellano a la protagonista de la película. Era una corta narración con la que se iniciaba la historia; no presté mucha atención porque ya la había escuchado otras veces: en realidad, había visto innumerables veces la película. La voz femenina inundaba mi pequeña buhardilla, me acompañaba. Apagué las luces y me acomodé en el sofá de nuevo. Fijé mi atención en la pantalla del televisor: la narración había concluido y ahora las imágenes eran las de unos acantilados en la Costa Azul francesa.

Un hombre con traje y sombrero está asomado al borde del acantilado, escuchando el fragor del mar, contemplando cómo las olas rompen contra las rocas y se deshacen sus crestas de espuma. El hombre mira abismado hacia el tonante derrumbadero. Es un hombre maduro, apuesto, elegante. De pronto, mueve su pie izquierdo ligeramente hacia adelante, como si se dispusiese a saltar al vacío. Entonces una voz femenina lo sobresalta pidiéndole que se detenga. El hombre no está solo en el acantilado. Una joven que merodeaba por allí ha gritado asustada al verlo al borde del precipicio. Cuando la joven se acerca hasta él, el hombre la reprende enojado: ¿Qué está mirando?; ¿por qué grita? La joven, insegura, se excusa diciendo que estaba dando un paseo cuando lo vio y creyó... ¿Creyó qué? El hombre, azorado al verse sorprendido en la intimidad de su soledad, la insta desabrido a que siga con su paseo y deje de ir por ahí gritando. Acobardada, la muchacha se da la vuelta y echa a correr. El hombre sigue con la mirada a la joven hasta que desaparece por el camino.

Todo ha sucedido muy rápido: el encuentro con la joven, la breve conversación... El hombre se queda meditabundo, ensimismado. Su conciencia ha alumbrado una relación sorprendente. El hombre vuelve a mirar hacia el mar, allá abajo. El acantilado le ha prestado la imagen para representarse otro escalón, otro salto tan insalvable quizá como el abismo que se abre a sus pies en aquella costa: el de la felicidad.

Dando un paseo por los alrededores de Montecarlo, contemplando los acantilados de la costa, el hombre se ha encontrado con una joven con la que, de regreso, se vuelve a cruzar en el salón del hotel donde se aloja: ella también se hospeda allí. Creyendo haber desterrado sus ilusiones y renunciado a su vida galante se ha vuelto, sin embargo, a enamorar. Al día siguiente espera a que la joven aparezca por el comedor. En cuanto la ve, la aborda y le pide que comparta la mesa y el almuerzo con él. La joven está un poco intimidada ante su presencia, incluso se siente un tanto abrumada por la atención y caballerosidad del apuesto y maduro galán. Charlan brevemente. Ella le cuenta que viaja con una adinerada señora a la que hace compañía y atiende; pero que sus ratos libres los dedica a dibujar bocetos de paisajes. Precisamente esa tarde se disponía a salir con su cuaderno de dibujo. Por supuesto, el hombre se ofrece inmediatamente a acompañarla y a llevarla en su coche. Ella acepta. Es su primer paseo en coche. Han aparcado el descapotable junto a un mirador sobre la costa. Mientras él contempla el horizonte, ella ejecuta un retrato del hombre. Cuando se lo muestra él bromea aconsejándole que se fije más en el paisaje: merece más la pena. Un día después el hombre sorprende a la joven en el vestíbulo del hotel justo cuando esta se dispone a tomar unas lecciones de tenis: tiene el día libre. Él, sin más preámbulos, retira de las manos de la muchacha la raqueta y le propone dar otro paseo en coche. Pasean en el descapotable —con el volante a la derecha— por una carretera solitaria, disfrutando de las vistas y el paisaje. Él lleva sombrero mientras que el aire acaricia el rostro y desordena la melena de la joven. No se dicen nada. El hombre se gira un momento y luego es ella la que se vuelve hacia él. Sus miradas se cruzan un instante. Él sonríe, suelta su mano izquierda del volante y, aunque no podemos verlo, aprieta la mano derecha de ella posada sobre el regazo. Es una caricia. Una tímida sonrisa, casi imperceptible, asoma al rostro de la muchacha: es una chiquilla adorable, inocente, encantadora. El hombre, mientras conduce a su lado, mira contento, libre de amarguras por primera vez desde hace mucho tiempo. Esa misma noche, después, en el hotel, bailan juntos. Se han enamorado. Al día siguiente han quedado para hacer otra excursión, para dar otro paseo en coche...

El sueño me vencía, pero aún no quería dormirme. No es que quisiera acabar de ver la película, lo que quería era presentarme antes que el hombre en el hotel y recoger yo a la muchacha por la mañana. Le ofrecería dar un paseo también en coche. No sería por la Costa Azul, desde luego, sino por los alrededores mismos de mi ciudad, de esta ciudad donde vivo, a orillas del socarrón y riente río Pisuerga, y donde cada invierno las lluvias y las nieblas disuelven las piedras y los bronces de los hombres célebres y abruman a los corazones de los paseantes solitarios.

Capítulo 4

“Cuando los enamorados / van a servir al amor”

Al día siguiente pasé la mañana tras el mostrador de mi pequeña tienda de fotos hojeando sin ganas y desconcentrado el periódico que había comprado en un quiosco según venía de camino. Seguía lloviendo con esa lenta pero decidida y malsana intención de pudrir cualquier esperanza de disfrutar siquiera de un rato breve de sol y poder dar un paseo por la tarde. Era un agobio. El golpeteo pausado, resbaladizo y tristón de las gotas tras el escaparate acabó anegando mi ánimo. Difícilmente lograba concentrarme en la lectura de ninguna noticia ni de ningún artículo del periódico. Miraba a través del escaparate y no veía más que la lluvia disolviendo el tránsito de vehículos y peatones, sintiendo como todos mis pensamientos eran arrastrados también hacia algún sucio desaguadero.

De pronto me invadió una estremecida añoranza por uno de esos días cálidos y venturosos de verano, por esa sensación de velocidad al volante del coche con las ventanillas bajadas y el viento acariciando mi rostro mientras circulaba sin prisa por alguna carretera secundaria. Como impulsado por un resorte, arrojé a un lado el periódico y comencé a revolver entre álbumes viejos y revistas atrasadas que se amontonaban en los cajones que tenía bajo el mostrador. Acababa de recordar una publicación para la que había colaborado como fotógrafo hacia unos meses, antes del verano. Había conseguido vender a una revista especializada en turismo rural algunas fotografías de paisajes, pueblecitos y monumentos de la comarca de los Torozos. Di con la revista y busqué el reportaje con la aprensión y la felicidad en la punta de los dedos ante el inminente reencuentro con las imágenes. Cada foto arrastraba a mis otros sentidos a esa sinestesia que me permitía recuperar las otras sensaciones: el rumor de los campos y el murmullo de los arroyos ocultos bajo las alamedas, el sabor de los pueblos silenciosos o dormidos durante la siesta, el tacto litúrgico de los sillares cenicientos del interior de las iglesias o la palpadura de las cicatrices ásperas de antiguos castillos y murallas...

Siempre fueron aquellos pueblos y rincones destino frecuente de urbanitas: parejas de novios, familias con niños y cuadrillas de amigos que se desplazaban las tardes de los fines de semana para cumplir con ese ritual del ocio que impone la vida ordenada y laboral. Yo mismo recordaba aún alguna excursión de niño junto a mis padres; y mucho después mi interés profesional y curiosidad me habían llevando también a recorrer la comarca en numerosas ocasiones, casi siempre solo, alguna vez con algún amigo o colega forastero al que quise agasajar y distraer... Y una vez, una única vez, había compartido esa excursión con una mujer...

Fue meses atrás, hacia finales de la primavera: una tarde calurosa y despejada de principios del mes de junio... La excusa, visitar aquellos pueblos y contemplar la puesta de sol desde la muralla medieval de la pequeña villa de Urueña; la intención, como en el romancero, ir a servir al amor... Y eso hicimos, como si fuéramos dos furtivos amantes a cuya pasión se opusiera la realidad hostil del mundo.

Levanté la vista de la revista cauteloso y a la vez agitado, como si fuera a volver a descubrir su rostro tras el cristal, como si fuera a revivir aquella tarde de un día de primavera cuando se detuvo delante del escaparate y me quedé, nada más verla, prendado, con el corazón naufragando en su propio frenesí, sintiendo como se apoderaba de mí la misma fiebre y ansiedad que se apodera de un explorador que acabara de descubrir un tesoro.

Capítulo 5

La belleza no se fotografía

Volaba la sobretarde y yo estaba a punto de echar el cierre cuando la vi pararse allí, sobre la acera, delante del pequeño escaparate de mi tienda de fotos. Suspendí todo quehacer y me quedé observándola desde el mostrador. Hubo un instante, frágil e irrecuperable, en el que un tremor casi imperceptible sacudió toda su figura apenas se hubo detenido. Fue ese tremor el que acabó por atrapar del todo mi atención más allá de la estampa deleitable y cautivadora que componía su imagen tras el cristal y de los innegables encantos femeninos que la adornaban. Me pareció o quise considerar que dudaba, como si lo que la hubiese conducido hasta allí fuera el impulso y el atropello de una ocurrencia y no la guía de una decisión meditada. Esa duda subsumida en ella, como un aceite aromático que se filtra en la piel y la torna más lustrosa y tentadora, es lo que se me acabó por hacer irresistible. Allí, detenida un momento en el atardecer dorado y remansado de la calle, frente a mi escaparate, tenía todo el encanto de una niña que estuviese a punto de cometer una travesura. Mi corazón sabrá por qué, pero se exaltó como un potro salvaje. Una vez más me vi urgido por mis pretensiones de seductor: si entraba —y daba por hecho que entraría—, la provocaría (la provocación era siempre el primer paso para seducir a una mujer).

Vestía un vestido de tweed de color granate y un top de encaje añil; y del brazo izquierdo le colgaba un bolso discreto elegido, seguramente, de entre una buena colección de ellos. La melena, densa y sedosa, se derramaba suelta sobre sus hombros como un cuarteto de cuerda derrama sobre un auditorio su concierto de destellos de caoba, oscuros y rojizos. De elegante porte y facciones agradables, no parecía sino que se hubiese arreglado deliberadamente para hacerse unas fotos, y que era eso lo que, presumiblemente, la había llevado a detenerse frente a mi escaparate. Inmediatamente interpreté a mi favor todas esas posibilidades. Era ya la hora casi del cierre y no disponía de tiempo para arriesgarse a buscar otra tienda de fotos. Además de ir muy bien vestida y peinada, su actitud, entre inquieta y decidida, delataba que había salido a la calle expresamente para buscar una tienda y hacerse unas fotos; y, seguramente también, no pensaba volver a casa sin ellas y más una vez de haberse tomado la molestia de arreglarse y haber pasado incluso antes, desde luego, por la peluquería.

A través del cristal, mientras ella comprobaba las ofertas y modelos que yo exhibía como propaganda de mi estudio, la contemplé muy lejos de la codicia propia del pequeño comerciante ante la posibilidad de hacerse con una clienta, sino con la admiración rendida del soñador embebido en sus propias fantasías cinematográficas, siempre al acecho de una aventura romántica e imperecedera. Por fin, tras ese equívoco momento en el que se debió de convencer de que la única opción que tenía —aquella tienda de fotos— era la que precisamente estaba eligiendo, se dirigió hacia la puerta y la empujó. Cuando sonó la campanilla que colgaba del techo golpeada por la hoja me sobresalté como el jugador que presiente que está ante un lance decisivo para su suerte. Aunque también me descubrí pronto navegante o marinero, porque cuando cruzó el umbral fue como si me asomara a algún lugar de la costa: el olor a mar y a sal inundaron mi abigarrado local y al fondo de sus ojos almendrados vislumbré un oleaje agreste, esmeralda, cantábrico.

Se dirigió hacia mí resuelta y decidida, con esa arrogancia propia de las mujeres conscientes de su edad —no tendría más de treinta años, calculé— y de su posición. Di por sentado que era una de esas mujeres que se sienten muy seguras porque tienen una profesión o un buen puesto de trabajo, pero a las que, sin embargo, les invade una gran inseguridad cada vez que algún hombre se acerca a ellas con intenciones que nada tienen que ver con su profesión ni con su puesto de trabajo. Ese, aposté, era su punto vulnerable. Aunque quizá tal apreciación solo era una de mis coartadas machistas para creer que tendría alguna posibilidad con ella si me mostraba descarado y atrevido. Fuere lo que fuere, la suerte ya estaba echada.

Le sostuve la mirada altanero mientras escuchaba su encargo. Quería simplemente un retrato y varias copias. Eligió una de las ofertas que yo promocionaba en mi escaparate y que incluía junto a cuatro fotos de pequeño tamaño un par de copias un poco más grandes, de ese tamaño justo que permite llevarlas cómodamente en una billetera, tras el plástico trasparente y como recordatorio de la persona a la que nos une algún especial afecto. Claro que ella me lo pidió como si se tratara de un trámite sin la menor trascendencia, como si simplemente quisiera el juego de fotos para renovar el permiso de conducir o la tarjeta de una biblioteca pública. Pero tal despreocupación se me antojó al instante exagerada y, por ello mismo, encubridora acaso de esa otra intención que inmediatamente relacioné con ese temblor o agitación que advertí cuando la sorprendí parada frente al escaparate. Mi perspicacia me decía que al margen de que el destino de las fotos pequeñas pudiera ser, en efecto, acabar pegadas o grapadas a una tarjeta de identificación o un vulgar formulario, a una de las otras dos copias de mayor tamaño le tenía reservado otro fin. No, su petición respondía —como requería acaso mi propensión a fabular— a una ocurrencia relacionada acaso con algún admirador, novio o prometido al que quería regalar una imagen de ella reciente. Osado, a la par que guiado por esta intuición, inicié mi juego a la vez que me tomaba con parsimonia mis obligaciones profesionales y comerciales.

—¿A quién se las va a regalar? —dije calculando, como un jugador de dardos en busca de la puntuación exacta.

Reaccionó con asombro y confundida, tanto por lo improcedente de la pregunta como por el intencionado descaro con que la formulé. Pero enseguida se rearmó y trató de disimular, con ese desparpajo entre ingenuo y desafiante propio de los niños a los que les han sorprendido en medio de alguna travesura.

—¿Importa eso? —respondió un tanto agresiva y esbozando una mueca desdeñosa, pretendiendo darme a entender que estaba muy acostumbrada a tratar con tipos tan descarados o más que yo.

Pero yo seguí con mi apuesta. Tras su apariencia de mujer adulta trabajadora y profesional, confiada y resuelta, se debía de ocultar esa otra duda que me pareció atisbar en ella momentos antes, cuando se detuvo delante del escaparate. Más que arredrarme, me entusiasmé con su reacción.

—Trato de hacerme un idea de cómo quiere salir en la foto. —Luego añadí con tono insinuante y provocador—: No es lo mismo hacerse un retrato para regalárselo a la abuelita que a un pretendiente, o a un amante, quizá.

Me miró de hito en hito. Pude apreciar su gesto alarmado, como si se hubiera sentido descubierta. Luego trató de disimular de nuevo y de aparentar que no le importaba mi insinuación. Yo, por supuesto, me convencí todavía más de la verosimilitud de mi conjetura.

—¿Siempre es usted tan impertinente con todas las clientas que entran en su tienda? —me soltó.

Me recreé observando su expresión, sin disimular mi admiración y de ninguna manera dispuesto a pedir disculpas. No iba en exceso maquillada; solo, excepcionalmente, destellaba el color rojo con el que se había pintado los labios. En cualquier caso, ello resaltaba sus rasgos como un marco elegido con exquisito acierto resalta la belleza de una pintura al óleo. En su expresión advertí de nuevo ese contraste, irresistible por otro lado, entre la mujer que está segura del orden de cosas que quiere en esta vida y esa otra a la que le tienta, acaso, la aventura. Luego me dejé transportar por la marea esmeralda y luminosa de sus ojos hasta perder la noción del tiempo y completamente el interés tanto por mi negocio como por mi profesión. Aunque me escudé precisamente en mi quehacer como fotógrafo para continuar provocándola.

—Los retratos —dije sin dar tregua— hay que hacerlos pensando en quienes los recibirán; es a ellos a los que pretendemos admirar, rendir, seducir, o acaso también advertir o incluso engañar... ¿Usted, para qué quiere las fotos? —añadí osado.

Me miró repentinamente sofocada, y hasta me pareció por un momento que iba a darse la vuelta y salir de la tienda. Pero no lo hizo. Al revés, calló desconcertada. Luego se dejó conducir mansamente a la trastienda y aceptó dócilmente sentarse en un silletín delante del fondo de una pantalla mientras yo encendía unos focos y preparaba mi cámara dispuesto a hacer de la breve sesión un tormento para ella y un placer para mí. Situada frente a la cámara, me miraba con un altivo desdén teñido de una creciente y no menor curiosidad que no podía dejar de halagarme. El repentino enojo la embelleció aún más.

Mientras me recreaba en el verde de sus ojos y en el fuego de sus labios, me las ingenié para que, inspirándome en los supuestos consejos profesionales del mejor fotógrafo, me dejara fotografiarla una y otra vez: humedézcase un poco los labios con la lengua y levante la barbilla; repásese las comisuras con la punta de la lengua..., no, así no, con un poco más de sensualidad, eso es, incline ligeramente la cabeza hacia el lado izquierdo y ahueque la melena para que caiga más natural, perfecto, pero, por favor, vuelva a repasarse los labios con la punta de la lengua... Aceptaba todas mis sugerencias y las ejecutaba con un aire a la vez displicente y provocador, como si, advertida de mi juego, quisiera a la vez burlarse de mí, hasta que al fin se cansó:

—¡Oiga, no pienso pasarme toda la tarde relamiéndome! ¡Termine de una vez!

Salió encantadora. Traté de convencerla luego, mientras le pasaba las pruebas en el mostrador por la pantalla del ordenador, de que eligiera la que, para mí —secretamente—, me parecía que mejor revelaba esa tensión entre sus impulsos más traviesos y sus reservas más remiradas. Pero como no quería que todo acabara allí, traté de sorprenderla aún.

—No ha salido mal —dije valorando—; aunque, sinceramente, yo nunca aceptaría una foto de usted... ni regalada —concluí con tono firme y retador, a la vez que buscaba sus ojos descaradamente.

Me miró otra vez perpleja, sin saber cómo reaccionar ante tan inesperado y semejante comentario. Se decidió por el desaire.

—¡Además de impertinente, desagradable! —exclamó.

—En realidad, pretendía halagarla —repuse conciliador.

—¡Ya! ¿De veras es usted fotógrafo?

—¿Qué le parezco si no?

Por primera vez estuvo a punto de soltarme algún desplante acorde con mi descaro. Pero se contuvo.

—Entonces limítese a atenderme como a una clienta más.

—Eso intento, créame... —dije con tono admirativo.

Dudó un momento, ahora claramente desconfiada y como preparada para salir corriendo de mi tienda. Guardé silencio mientras imprimía las fotos elegidas. Luego me volví hacia ella y dejé resbalar mi sonrisa más seductora.

—La verdadera belleza solo puede ser evocada —dije con voz sugerente—. ¿Recuerda la película de Alfred Hitchcock: Rebeca? Toda la película gira en torno a una mujer de la que no tenemos ninguna imagen: ni un retrato al óleo y mucho menos una vulgar fotografía —e hice un gesto desdeñoso hacia las que yo mismo le acababa de tomar y esparcía encima del mostrador—. Y sin embargo, cuantos la conocieron y trataron la recuerdan como la criatura más hermosa que jamás hayan visto. Rebeca es un sueño, uno de esos maravillosos sueños que de vez en cuando nos regala el cine. ¿Le gusta a usted el cine? —concluí.

—¿Pretende qué hable con usted de cine? —me respondió vivaz y con tono disuasorio a la vez que tendió hacia mí, por primera vez, una clara mirada valorativa; aunque probablemente solo para encajarme entre los especímenes más raros de ligones con los que se había topado.

—¿Por qué no? —propuse con intrepidez mientras guardaba las copias en un sobre y se lo tendía.

Contestó con un gesto despectivo a la vez que recogía el sobre, lo metía en su bolso y se disponía a pagarme. Sacó un billete de un monedero de piel y me lo ofreció un tanto precipitada, como si quisiera marcharse de allí cuanto antes. Le devolví el cambio. Cuando alzó la vista hacia mí la miré resuelto a los ojos decidido a quemar mis naves ante el mar incontenible de su mirada cantábrica y undosa.

—No sé a quién piensa regalarle una de esas copias; pero una foto suya es una concesión a alguien sin imaginación...

Volvieron a teñirse un tanto de rojo sus mejillas al tiempo que desviaba la mirada. Luego hizo un mohín, sopesando, seguramente, las consecuencias de lo que le dictaban las ganas de contestarme. Llegó a desplegar los labios como si fuera a decir algo, pero dejó en suspenso el gesto. Me intrigó lo que pensaba, lo que estuvo, acaso, a punto de decirme y le desaconsejó la buena educación. Aproveché aquella indecisión suya para presentarme todo galante:

—Mi nombre es Álvaro, Álvaro de la Calle, y ha sido un placer atenderla...

Ella entonces se dio la media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Aún lo intenté desde el mostrador:

—¿No me dirá siquiera cómo se llama?

Sonó la campanilla y después el golpear de la hoja contra los batientes, pero ningún nombre.

Eso fue un jueves. Al día siguiente, el viernes, apareció de nuevo por la tienda, también a última hora de la tarde. Entró y se dirigió resuelta hacia el mostrador, aunque delatando una vez más que la guiaba más la precipitación que la prudencia. En ese preciso instante yo estaba terminando de atender a una cincuentona de no mal ver a la que acaba de hacer unas fotos. Nos interrumpió sin ningún miramiento tras un breve saludo, en realidad más de cortesía hacia la otra clienta que hacia mí, evidentemente.

—Mi nombre es Alejandra —dijo con voz firme, con ese peso con el que se pronuncian los discursos que antes uno ha ensayado ciento de veces—. ¿De veras quiere usted hablar conmigo de cine? —Y volviéndose entonces hacia mi clienta, como si fuera a explicarle algo, añadió malévola e insinuante—: ¿O eso se lo propone usted a todas las clientas que pasan por su tienda a hacerse unas fotos?

Tanto la señora como yo nos quedamos mirándola boquiabiertos, yo repentinamente exhausto y la mujer completamente atónita. La madura señora se giró luego hacia mí con una expresión entre admirada y de espanto, como se mira a un temible y gran escualo tras el cristal —nunca se sabe si seguro del todo— de un acuario oceánico. Sonreí a la cincuentona tratando de revestir mi expresión de inocente encanto mientras guardaba sus fotos en un sobre y la cobraba; luego, caballeroso y gentil, la acompañé hasta la puerta dispuesto a despedirla. La buena señora, que había ido entreverando su atención reprobatoria sobre mí con tímidas sonrisas de incredulidad y fascinación, se detuvo un instante en el umbral, fisgó mis facciones con irónica precaución y, al fin, entre tímida y burlona, se decidió:

—Yo me llamo Carmina..., y me encanta el cine.

—¡Carmina! —dije fingiendo una agresividad salaz, como si fuera a saltar sobre ella y hacer presa en sus carnes con mis mandíbulas de tiburón.

La señora, divertida y ufana, se alejó caminando por la calle con una expresión que prometía convertirme ella a mí en objeto de sus fantasías eróticas..., y no sé si incluso ya se imaginaba devorándome.

Dejé caer la puerta y me giré. ¡Alejandra! Apoyada ligeramente en el mostrador, con los brazos cruzados sobre el pecho, me miraba desenfadada y con ánimo, sin duda, divertido. Esta vez vestía de manera más informal: una sencilla camiseta estampada de colores granates y dorados, unos pantalones vaqueros y unas sandalias de esparto. En las muñecas lucía gruesas pulseras a juego con los aros de los pendientes. Como la anterior vez, llevaba la melena suelta, iba ligeramente maquillada y solo los labios lucían un color rojo intenso. Pero no era su estampa, con resultar atractiva, lo que de nuevo me cautivó, sino, definitivamente, esa otra personalidad a la que le tienta también la improvisación, la suerte o la novedad, y que se trasparentaba tras de sus ademanes y miradas. Quise imaginarme que me estaba retando, como reta a quien pasea por la costa un acantilado. Y, en efecto, mirándola, allí detenido, me invadió esa sensación de ingravidez que a uno se le antoja cuando se asoma al borde del precipicio, frente al mar. Aunque tal vez fueran sus ojos, de ese color esmeralda y profundo, los que me trajeron el recuerdo de nuevo del olor y el sabor del cantábrico. Di dos pasos hacia ella y me detuve.

—¡Alejandra! —repetí un poco embobado y todavía sorprendido por su repentina aparición.

—Es usted un presuntuoso y un descarado —me espetó con evidente predisposición a divertirse.

—Sí.

—Y un impertinente.

—Desde luego.

—Y un galanteador.

—Siempre.

—O me equivoco o le gusta más hablar que hacer fotos —repuso sagaz.

No se lo negué.

—¿Puedo afirmar yo ahora? —pregunté dispuesto a festejarla—. Usted es... impulsiva.

—A veces.

—Curiosa.

—Casi siempre.

—Pero reflexiva pese a todo. Probablemente ha aprendido a escuchar a los demás porque así sabe mejor lo que tiene que decirles para que hagan lo que les pide —aseguré yo también no menos perspicaz—. ¿A qué se dedica?

—Soy la directora provincial de una mutua de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales —me contestó un tanto enfáticamente.

Sonreí al comprobar, como conjeturé cuando entró en la tienda la primera vez, que era una de esas mujeres, aunque joven, con un trabajo de responsabilidad: una mujer profesional y trabajadora.

—¿Me equivoco o eso suena a mucho trabajo?

—Bastante.

Desplegó sus brazos para apoyar ahora las palmas sobre el borde del mostrador. Bajo la camiseta de colores granates y dorados se insinuaron discretos la forma de sus pechos, más bien pequeños. Ni pude evitar mi indiscreta mirada ni creo que a ella le pasara inadvertida.

Después hablamos brevemente, revelándonos mutuamente un poco más. Alejandra era forastera, de Madrid. Apenas hacía un mes que se había instalado en Valladolid. La mutua donde trabajaba le ofreció dirigir su delegación provincial y aceptó. Según me dijo, era una buena oportunidad profesional; también añadió que le venía bien además un cambio de aires. Volví a pensar en el destino de aquellas copias fotográficas: los retratos son una suerte de sustituto de la persona ausente. Me hubiera gustado preguntarle por ello, por el fin dado a aquellas fotos, pero evité la torpeza y recompuse mi estrategia de seductor: recordé que en mis conquistas jamás me había preocupado por saber nada de los antecedentes sentimentales de ninguna mujer. Pero quizá porque advirtiera mis dudas se ofreció espontáneamente a darme una explicación. Le encantaba viajar y necesitaba renovar el pasaporte. Para finales del verano, a principios de septiembre, tenía previsto ir a México, a visitar y recorrer el Yucatán. No lo dudé, ni tampoco me costó imaginarme a los muchos admiradores que la asaltarían allí por donde fuera, ni, por supuesto, que allá en Madrid, tal vez, la estuviera esperando algún otro.

Por mi parte, simplemente, me limité a decir que no era sino un hombre solitario, un soltero que prefería siempre un buen recuerdo a una fotografía, por no decir un álbum, añadí mordaz. Ella sonrió bañándome con las aguas esmeraldas de sus ojos. Me sentí acogido. Acaso habíamos establecido el punto exacto del que partía nuestro juego y cuyo fin, ciertamente, no debería de pasar de llevarnos un buen recuerdo, sin más, el uno del otro.

—Mis amigos y conocidos me llaman Jandra —me dijo proponiéndome que nos tuteáramos. Luego añadió con garbosa predisposición, libre y expansiva—: Supongo que si quieres hablar conmigo habrás pensado también en algún restaurante donde llevarme a cenar. Llevo poco tiempo en la ciudad y no sé aún de muchos sitios.

—Conozco uno a las afueras que estoy convencido que merecerá tu aprobación —le ofrecí con la misma seguridad.

—¿Puedes pasar a buscarme a las nueve?

—Dónde tú me digas.

Me dio la dirección donde tenía alquilado un piso y luego salió de la tienda... Pero ya una ingravidez, cual una promesa, se apoderaba de mí como si hubiera saltado desde un acantilado y cayera hacia el mar y sus espumas.

Capítulo 6

No retires tus ojos de mujeres bonitas

Aparqué mis recuerdos de Jandra, mi nostalgia, y traté de volver al trabajo y a mi negocio. Por la tarde cerré mi tienda y estudio de fotografía un poco antes de lo habitual: no había atendido a muchos clientes y tenía bastante adelantado el trabajo pendiente. La lluvia había dado al fin una tregua a la ciudad y, aunque la noche era un poco desapacible y húmeda, agradecí poder dar un paseo y estirar las piernas. Llevaba tiempo queriéndome comprar una chaqueta nueva de paño y, como además hacía poco había sido mi cumpleaños —había cumplido los cuarenta—, decidí darme una vuelta por los comercios del centro y hacerme un regalo.

Entré en una tienda cuyo género me llamó la atención desde el escaparate mientras paseaba. Las etiquetas de las chaquetas por las que me interesé colgaban de las mangas casi a ras del suelo. Me incliné para coger una y la sostuve ligeramente agachado para leerla. Entonces oí que alguien se dirigía a mí: “¿Puedo ayudarlo en algo, caballero?”. Lo primero que descubrí fueron sus pies: unos zapatos muy abiertos de tacón bajo y unas medias transparentes que dejaban ver los empeines y los tobillos, blancos y pulidos. ¡Bonitos, muy bonitos! Pero no fueron ellos, o no solamente ellos, los que me dejaron clavado, sino su voz, una voz extraordinariamente melodiosa. Me excité, porque al escucharla percibí también la suavidad y la tersura de la piel, como si la hubiera descalzado y sus pies resbalaran ya por mis manos. Emprendí el ascenso parsimonioso, casi reverente: los pies juntos y las piernas esbeltas, el borde de una falda azul marino, las caderas, el regazo, la cintura ceñida por un cinturón ancho de tela negra, la blusa blanca de botones transparentes y diminutos tras la que se insinuaban discretos los senos, el escote en pico y...

Una jovencísima dependienta con la melena algo rizada y recogida hacia atrás me miraba paciente con una sonrisa sutil que, por supuesto, yo interpreté insinuante. “Soy un hombre solitario, señorita”, contesté. Mientras me probaba la chaqueta seguí con mi flirteo, amparado en mi condición de caballero cuarentón cuyas palabras dirigidas a la joven dependienta solo cabía interpretar como un inocente galanteo por parte de un cliente simpático. Tuve también el atrevimiento de preguntarle su nombre, y ella, la amabilidad de decírmelo: Aurora. No creo, sin embargo, que ella se quedara con el mío, y eso que alargué y enfaticé la presentación: Álvaro, Álvaro de la Calle. Por supuesto, compré la chaqueta; aunque hubiese comprado cualquier otra que ella hubiera querido venderme con tal de que siguiera atendiéndome. Pero al final ambos cumplimos con nuestras respectivas formalidades: ella me despachó y yo pasé por caja y pagué. Salí de la tienda con la chaqueta metida en una bolsa y caminé hacia mi buhardilla.

Fantasear con desconocidas siempre había entrado dentro de mis costumbres de paseante urbano y erotómano —un juego inevitable que no sé si con el paso de los años se había ido transformando más bien en una forma de resarcimiento: metía en mis sueños a todas aquellas mujeres que no podía meter en mi cama—. A veces, según regresaba a casa andando tras echar el cierre al negocio, podía cruzarme con alguna mujer bonita que paseaba por las calles de la ciudad igual que yo. Me quedaba mirándola entonces y creía estar trasgrediendo alguna prohibición que se remontaba a los tiempos bíblicos. Tener conciencia de un pecado tan antiguo, aunque tan inocente, contribuía a mi exaltación y entusiasmo. A veces la seguía; aunque no iba mi persecución más allá de unas calles o me conformaba simplemente con refugiarme bajo la misma marquesina que ella, como si fuese yo también a tomar el autobús, para luego dejar partir a la desconocida con un íntimo y melancólico desconsuelo.