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La Orden del Temple, antaño poderosa y reconocida, se ve cada vez más asediada por las persecuciones. Antes de que sea demasiado tarde, deberán esconder el Santo Grial. Son diez los caballeros elegidos que guiados por las estrellas se embarcarán en una aventura épica llena de magia, honor y amor.
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Seitenzahl: 195
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Angel de Aluart
Saga
El sendero celeste
Copyright © 2017, 2021 Ángel De Aluart and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726870589
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Lo verdadero puede, a veces, no ser verosímil.
Nicolás de Oresme
(Francia 1323-1382)
Esta novela narra una de las leyendas más conocidas y bellas sobre la Orden de los Caballeros Templarios, el viaje de estos siguiendo el Camino Celestial hasta su final, ocultando y protegiendo el Santo Grial.
La Orden del Temple, cuyo nombre original fue Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón, fue la orden militar cristiana más poderosa de la Edad Media. Sus miembros, los caballeros templarios, tenían como objetivo inicial proteger a los peregrinos cristianos que visitaban Jerusalén tras la primera Cruzada. Desde su nacimiento tuvo un fin eminentemente militar, lo que la diferenciaba de otras grandes órdenes religiosas del siglo XII, fundadas como instituciones de caridad.
Aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1129, la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Tenía un doble carácter, religioso y militar. Los templarios vivían en conventos o monasterios, en los que ingresaban después de una ceremonia de iniciación, y hacían votos de pobreza, castidad y obediencia. Fueron caballeros honestos y creyentes, que seguían estrictas reglas de vida monástica, comunitaria y poseían una férrea disciplina.
Los caballeros templarios tenían como distintivo un manto blanco con una cruz paté roja dibujada en él. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las unidades mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. En el ámbito no combatiente, gestionaron una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. La Orden, además, edificó una serie de fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa, llegando a ser muy poderosa. Y el poder, como siempre, trae problemas e injusticias y genera la envidia de los mandatarios a los que sirven.
Su fama empezó a crecer y se les empezó a idealizar como la esencia del verdadero espíritu de los caballeros cruzados. Así, poco a poco, se fueron convirtiendo en un mito, apoyado por descripciones increíbles de sus hazañas. Se les llegó a presentar como seres portentosos, afirmando que habían descubierto importantes tesoros en el Templo de Salomón y en algunas cuevas de Jerusalén, de los cuales se convirtieron en sus guardianes.
Esta Orden se mantuvo activa durante casi dos siglos. Sin embargo, una serie de circunstancias ocasionó la desaparición de los apoyos a la Orden: la pérdida de Tierra Santa, los rumores en torno a la secreta ceremonia de iniciación de los templarios, que generaron una gran desconfianza, y, sobre todo, la persecución del rey Felipe IV y del Papa Clemente V.
El último gran maestre, Jacques de Molay, se negó a aceptar el proyecto de fusión de las órdenes militares bajo un único rey a pesar de las presiones papales. El destino de la Orden quedó así ya decidido. Felipe IV de Francia, fuertemente endeudado con la Orden y atemorizado por su creciente poder, convenció al Papa Clemente V para que iniciase un proceso contra sus miembros. En 1307, año en que se sitúa la trama de este relato, un gran número de templarios, incluido el propio Jacques de Molay, fueron apresados, inducidos a confesar bajo tortura y quemados en la hoguera. En 1312, Clemente V cedió a las presiones de Felipe IV, disolvió la Orden y se requisaron todos sus bienes.
Sin embargo, y a pesar de los rumores y de las investigaciones llevadas a cabo por el Papa, nunca pudo probarse que la Orden profesara doctrina herética alguna o que practicase una regla secreta, distinta de la oficial.
Su abrupta erradicación y el secretismo que rodeaba a la Orden dieron lugar a multitud de leyendas que han mantenido vivo hasta nuestros días el nombre de los caballeros templarios. Hay quien sostiene que la Orden nunca ha dejado de existir y que se mantiene en la actualidad, especialmente relacionada con la Masonería. El aura de leyenda que los rodea les relaciona con el mito del
Santo Grial y con el de la lanza con que fue herido Cristo en el costado.
Y en este contexto histórico transcurre la novela que tienes entre tus manos, lector. Una historia épica que se desarrolla en los bárbaros tiempos de la Edad Media, concretamente en 1307, en plena persecución de los caballeros templarios por parte del rey y del Papa.
No se trata de una novela histórica. Nos encontramos ante una hermosa leyenda llena de magia, aventuras, luchas en nombre de Dios... Es el apasionante viaje de unos valientes templarios en busca de un lugar donde ocultar y proteger el Santo Grial, un viaje envuelto en la bruma de la magia y los designios divinos. Un viaje en el que los fervorosos guerreros se enfrentarán a traiciones, demostrarán su valentía, su fe en Dios y sus mandatos, su sentido del honor y de la justicia. Descubrirás en sus personajes unos valores humanos y divinos tan arraigados que nada ni nadie pudo destruir, a pesar de la persecución a la que fueron sometidos.
Una historia épica y llena de maravillas, de magia, de honor y, cómo no, de amor.
Adéntrate en el bárbaro y despiadado mundo de la Edad
Media y de sus legendarias historias.
Espero que la disfrutes como yo la he disfrutado.
Victoria Ballesteros Garrido
Correctora de textos
48°51'23.81"N 2°21'8.00"E
En aquel tiempo ocurrió un acontecimiento en la historia que muy pocos conocieron con exactitud. Sucedió a principios del siglo XIV en Francia, y el relato corrió como una exhalación de boca en boca hasta que se convirtió en leyenda...
El camino a París se mostraba cada vez más ancho y cenagoso, lo que hacía muy difícil guiar la vieja carreta dentro de las roderas de una vía romana cubierta de lodo y excrementos varios.
La carreta, guiada por Odón, coronaba el montículo cuando aparecieron al fondo las primeras casas de piedra y madera que anunciaban los suburbios de París.
Mateus, que despertó del sopor producido por la monotonía del traqueteo, recobró la guía de la carreta (por algo era el templario de superior dignidad), y Rufus abría camino con su imponente presencia, muy atento a los posibles atascos de la carreta en el lodo. Odón y Madeleine viajaban junto a Mateus fingiendo ser una familia de campesinos cualquiera, y Astruc cerraba la comitiva, siempre alerta.
—Debemos llegar a Le Marais antes de la hora tercia. Lo ordena el Gran Maestre y no debemos ser vistos, pues correríamos un gran peligro. Han puesto precio a nuestras cabezas, ¿sabéis? —advirtió Mateus a sus compañeros de viaje. Todos lo aprobaron con una ligera inclinación de cabeza y procuraron concentrarse en lo que hacían.
Al comenzar a subir una pequeña pendiente, Rufus, el que abría paso, oyó un silbido largo y otro corto. Reconoció la señal templaria utilizada en las Cruzadas. Espoleó a su montura, esta se encabritó y obligó a Mateus a reaccionar, frenando el eje de las ruedas delanteras de la carreta para que los caballos bretones se detuvieran bruscamente.
Un jinete con uniforme de soldado del Rey se acercó a Rufus. Este, por si acaso, se preparó para entablar un combate en plena calle si el soldado resultara hostil, pero el soldado mostro la cruz paté roja de su atuendo y Rufus le permitió acercarse.
—¿Sois el preceptor de la Orden, el hermano Mateus? —preguntó.
—Yo soy —dijo Mateus desde la carreta.
—Benedictus qui venit in nomine Domini. Preceptor, me ordenaron entregar este mensaje; destruidlo cuando lo hayáis leído, os lo ruega el Gran Maestre Jacobo. Que Dios os guíe.
El templario, que portaba ropas de soldado del Rey Felipe cubriendo su hábito de turcoples, se alejó al trote para fingir incorporarse a la guarnición y, en cuanto tuvo ocasión, galopó hábilmente por el bosque y desapareció.
Mateus leyó el pergamino y bajó de la carreta para incinerarlo junto a dos cortezas de cedro, evitando así el olor de cuero quemado.
—¿Qué ocurre, hermano Mateus? —preguntó intrigado Astruc.
—No podemos ir a Le Marais. El mensaje lo envía el hermano Jacobo, dice que el Papa Clemente ha firmado un decreto de excomunión para todos los portadores de la cruz templaria y que debemos reunirnos en Notre Dame. No podemos arriesgarnos, y por eso debemos entrar en la catedral por la puerta roja que está en el crucero norte. El Gran Maestre y los hermanos nos esperan en la sala de mapas en la hora sexta a más tardar, y no tocarán las campanas. ¡Ahora sí que somos realmente proscritos! — aseveró Mateus, aunque su semblante continuaba altivo y provocador por lo indignado que estaba con la Iglesia por haberse corrompido ante las falsas promesas de un Rey ruin y vengativo.
Continuaron el camino. Algunos soldados de Felipe IV patrullaban atropellando a los campesinos que querían comerciar en plena calle. Las casas solitarias habían dado paso a grupos de casas construidas de cualquier manera, y las calles estrechas que las dividían rebosaban un barro negruzco del que las gentes que las transitaban quedaban cubiertas hasta los tobillos. Al fondo se divisaba el pequeño puente de Au Double, y no parecía haber mucho movimiento sobre él.
—Este es el único puente de intendencia, los demás tienen edificaciones y están llenos de soldados —explicó Mateus a Madeleine un momento antes de que ella le preguntara por qué cruzaban por allí. Esta solo le miró con cierto desdén y frunció el ceño.
—¿Dónde está Le Marais? ¿Por qué no podemos reunirnos allí? —preguntó Madeleine.
—Está en la zona de la marisma, donde tenemos el templo y también los campos de cultivo. Abastecemos a toda la ciudad, ¿sabes? Pero ahora quieren destruirnos, malditos, quieren nuestras posesiones y los tesoros que custodiamos.
—Pero no lo permitirás, ¿verdad?
—¡Por los clavos de Cristo, claro que no!
La carreta de Mateus esperó en la entrada del puente mientras Rufus y Astruc lo cruzaban lentamente, como si de unos peregrinos se trataran, pero sin quitar ojo a los soldados, que por fortuna dormían sin preocuparse demasiado de la gente que lo cruzaba.
Se acercaba la hora sexta. Mateus observó la sombra de su daga, que utilizaba también como reloj de sol, para estar seguro de que con toda puntualidad llegarían a la cita con el Gran Maestre Jacobo. Desde el otro lado del puente, con una señal convenida, Rufus avisó a Mateus de que podía cruzar sin peligro, así que arreó a los bretones para que cruzasen el puente con rapidez.
Mientras lo cruzaban, Madeleine tenía la mirada fija en la gran catedral de Notre Dame, que dominaba el paisaje desde una legua de distancia. Era increíblemente grande, nunca había visto nada parecido; a medida que se acercaban por el puente, mayor le parecía. Mateus advirtió lo fascinada que estaba Madeleine con la catedral.
—El Señor iluminó a los arquitectos de este templo, que dedicaron a María Santísima —dijo Mateus sin apartar la vista del puente. De pronto, un rayo de sol perdido entre las nubes dio vida a algunos vitrales, que proyectaron un potente haz de color violáceo que iluminó por un instante la carreta de Mateus, y los tres miraron instintivamente al vitral de roseta y se miraron uno al otro.
—¡Es la señal! El Señor nos ha llamado, vayamos a su encuentro —exclamó Mateus.
Cruzaron por fin el puente adoquinado, que les condujo a las escalinatas de la catedral de Notre Dame, y raudos dieron la vuelta al norte para buscar la puerta roja. Buscaron el establo, que solo contenía una vaca y dos cabras, y metieron la carreta y los caballos, a los que despojaron de sus ataduras y les aprovisionaron de alfalfa seca.
—Subamos a la sala de mapas —dijo Mateus—. Madeleine, vendrás con nosotros, serás iniciada por el Gran Maestre Jacobo. El Señor lo ha dispuesto... No me mires así... tuve un sueño.
Madeleine, nerviosa, asintió. Tal y como le había explicado Mateus, se dejaría llevar, era lo más sensato. Nunca una mujer había estado en una ceremonia secreta de la Orden y ella había sido elegida por el preceptor para ser la primera.
Buscaron la gran puerta roja. En realidad, había tres puertas iguales, pero ellos sabían qué puerta era la roja, ya que realmente no era roja, pero tenía una rosa tallada en un lugar muy concreto de un conjunto gótico.
Empujaron el porticón y entraron en la capilla de los obreros. La catedral estaba en construcción, faltaba una buena parte de la quinta nave y el deambulatorio. A la zona que ellos estaban no se podía acceder a no ser que fueras obrero, pero este era el día que el Señor descansó y no había obreros trabajando.
Los tres se postraron estirados en el suelo ante la enorme cruz tallada de la capilla y Madeleine les imitó en todo movimiento. Pero no pudo con el Padrenuestro de los templarios porque ella no dominaba el latín tan antiguo, solo un poco, aunque ellos todavía no lo sabían.
—Vayamos a la sala, está arriba y hay que subir las escaleras marcadas —dijo Mateus, algo más nervioso que de costumbre porque intuía que se acercaba el momento que marcaría sus vidas para siempre.
Para alcanzar la sala había una larga escalera de caracol que daba a una sala construida para que los arquitectos pudiesen extender sus planos y dirigir las obras en mejores condiciones. Lo que muy pocos sabían era que muchos templarios eran los constructores, los obreros que colocaban piedra por piedra. Lo habían mantenido en secreto desde su fundación como Orden de la Iglesia.
No habían llegado a los últimos peldaños cuando dos templarios aparecieron en el descansillo de la escalera.
—¡Bienvenidos, hermanos! —dijo el que vestía una impecable túnica blanca con la cruz paté roja y un cinturón donde rezaba el lema de los Caballeros Hospitalarios del Temple.
—¡Hermano Gifré, senescal Gifré de Belloch! —dijo Mateus—. No te veía desde que salí de Jerusalén con el hermano Jacobo.
—Preceptor Mateus de Saserra, yo también me alegro de volver a verte, a pesar de esa indumentaria campesina.
—A ti no te conozco —dijo Mateus, dirigiéndose al templario que compartía escalera con Gifré.
—Soy el submariscal Hug de Queralt. No nos conocemos, preceptor, pero creo que pertenecemos al mismo lugar; nací en Banyoles, al sur de Besalú. Me dijeron que nacisteis allí.
—Sa terra des llac de sa Draga, Donç ffablas l'occità au ab le catalàn.
—Por supuesto, además de otras lenguas —Hug se volvió hacia Madeleine.
—Preceptor, ¿quién es esta mujer? Ya conocéis las reglas, ella no puede permanecer aquí, debe marcharse — dijo con evidente disgusto.
—Ten respeto, Hug de Queralt. Esta mujer viene a ser uncida por el Gran Maestre, yo respondo de su presencia —respondió Mateus.
—Pero son las reglas, y sobre todo en un día como hoy... —No acabó la frase cuando apareció Jacobo de Molay, el Gran Maestre de la Orden, en el último rellano de la escalera.
—Hermanos, hoy es un día triste pero muy importante para nuestra vieja y gloriosa Orden. Debemos ser cautelosos. A esta mujer, si el preceptor Mateus lo desea, la unciré junto a todos vosotros —dijo explícito Jacobo. No se discutió más.
—Ahora, pasad todos adentro de la sala y acomodaos. El camino habrá sido largo desde las tierras del norte... supongo. —se dirigió solamente a Mateus.
—Sí, Gran Maestre, ha sido largo, pero reconforta estar entre hermanos. Me gustaría saber el porqué de esta reunión secreta que tanto os preocupa —repuso Mateus.
Jacobo, o Jacques de Molay, como le llamaban sus compatriotas, era el vigesimotercer Gran Maestre de la Orden del Temple. Era un hombre mayor, pero se conservaba bien a pesar de las múltiples batallas en las que había participado, en las que casi todas fue herido. Vestía un hábito blanco encima de otro hecho de malla, y calzaba unas botas de caballero con espuela; al cinto lucía una espada de mandoble, no tan grande como otras, pero considerable.
—Caballeros —dijo solemnemente Jacobo—, os he reunido aquí y no en nuestra fortaleza de Les Marais porque el Rey Felipe IV y el traidor Bertrand de Got, que se hace llamar Clemente V, han firmado una orden de apresamiento contra todos los Caballeros de la Orden con diferentes acusaciones: simonía, herejía, culto al innombrable y otros embustes sin fundamento... Y ya sabéis que ellos ejercen el poder y nosotros no podemos luchar contra hermanos cristianos; nuestras leyes, firmadas con nuestra sangre, lo impiden.
—Gran Maestre, repudiad al Papa y proclamad una bula para poder luchar, y lucharemos a muerte... No tenemos por qué ser siervos de ese miserable de Bertrand de Got —exclamó furioso Odón.
—No... Nuestra Orden no se fundó para este menester, solo para luchar contra el infiel. Debemos aceptar el designio del Señor. No lucharemos... pero, como sabéis, nuestra Orden guarda desde su fundación un tesoro que el mundo cristiano cree una leyenda. Jacobo, antes de extenderse en su explicación, se dirigió a Madeleine.
—Debemos bautizar y uncir con la sangre divina a esta criatura del Señor. He tenido una premonición y ella estaba entre mis sueños —dijo expeditivo Jacobo—. Será muy útil en la consecución de la última misión que os voy a encomendar, hermanos templarios.
Entre todos prepararon una pequeña vasija para el bautismo, y un barreño con agua que Jacobo bendijo. Mateus le bajó el vestido hasta la cintura y, mientras Jacobo se punzaba en el centro de su mano derecha, Mateus hundió la cabeza de Madeleine en el barreño. Cuando la levantó, Jacobo de Morlay le unció la frente con una cruz hecha con su sangre y ella besó el escapulario del Gran Maestre, tal y como le había dicho Mateus que hiciera, mientras los demás cantaban los salmos dedicados a Juan el Bautista.
Madeleine se volvió a vestir. Esta vez nadie había apartado la vista de su cuerpo,
—Algo ha cambiado —pensó, pero no se sintió incómoda, se sintió pletórica.
La ceremonia duró varias horas y Jacobo realizó la misma unción a todos los templarios presentes hasta que llegó al último de ellos, el preceptor. Mateus de Saserra, entonces, cansado, se sentó.
—Madeleine de Cernay, vos sois Dama de la Orden del Temple, jurad lealtad a vuestros hermanos y aprended de ellos. Debéis cumplir nuestras leyes y costumbres, salvando las de vuestra condición. Podréis tener descendencia, que educaréis según nuestros preceptos. Jurad ante esta Cruz y comprended todos que, a partir de ahora, la Orden será secreta, pero seguirá cumpliendo con su sagrada misión por los siglos venideros.
Madeleine juró lealtad a los Caballeros del Temple con un beso a la Cruz templaria.
—Ahora ya puedo revelar el gran secreto sin miedo alguno, porque juraréis no revelar jamás lo que voy a contaros.
—Iuro magister —exclamaron al unísono, besando las cruces de sus espadas.
—Lo que nuestra Sagrada Orden ocultaba en Jerusalén era la gran reliquia del cristianismo, el Grial. La copa y el plato en los que Cristo bebió y comió en la última cena estaban escondidos en el templo de Salomón, pero en la última incursión, Saladino entró en el templo para saquear todo lo sagrado y no pudo encontrar nada. De los presentes, solo dos sabíamos de su existencia, Astruc de Gurb y yo mismo.
—El Comendador Astruc de Gurb fue el elegido para la protección del Santo Tesoro, y lo hizo con nobleza y poderío. Pero a pesar de todo, nos vencieron y tuvimos que marchar de Jerusalén antes de ser masacrados. Astruc trajo el secreto a esta tierra y hasta hoy lo hemos guardado en la Torre del Temple. Sin embargo, ahora... está aquí... ¿Hug? —llamó al hermano, que marchó a un rincón de la sala.
—Ahora, estimados hermanos, corremos peligro, un peligro verdadero, y nuestro sagrado tesoro no puede caer en manos de quien no lo merezca, aunque los enemigos del Señor lo querrán a toda costa. Por eso he decidido que debe salir de este reino, ir hasta un lugar en donde nadie haya pisado nunca. El Grial no puede continuar con nosotros en Francia, aquí correrán malos tiempos.
—¿Qué lugar será ese, Gran Maestre? —preguntó Rufus.
—Por eso os he convocado aquí, hermanos. Debemos estudiar el lugar, pero tiene que ser lejos, tal vez en otro continente.
—¡Podría ser el norte, en donde las nieves son perpetuas! —exclamó Odón.
—Tal vez una pequeña isla desconocida —dijo otro templario.
A partir de aquí comenzó una discusión para dar con el lugar donde esconder el Santo Grial, hasta que apareció Hug muy solemne.
Hug de Queralt traía consigo un pequeño cofre de madera que depositó delante de Jacobo y este lo abrió, extrayendo un envoltorio de tela. Lo puso encima de la mesa de los planos y desenrolló el tejido. Todos los presentes se arrodillaron y se santiguaron.
—He aquí el Santo Grial —Jacobo levantó una copa de piedra finamente tallada y extrajo del cofre un plato de cerámica muy deteriorado. Levantó la copa para que todos la observasen. En este mismo instante, un destello del vitral azul que habían colocado en el tejado los arquitectos para probar su efecto brilló como una luz celestial que iluminó la mesa de mapas durante un instante, y cuando Jacobo la depositó en el plato sagrado, todos vieron cómo un rayo casi cegador, que se proyectaba desde la copa, se dirigió al firmamento a través de la claraboya de la sala de mapas.
—¡El Señor nos está iluminado el camino! Levantaos, hermanos, ¿es que no lo veis? —Jacobo estaba totalmente traspuesto y no quitaba la vista del cielo.
—¡ Sí, Gran Maestre! —Rufus reaccionó rápido y lanzó por los suelos todos los mapas, planos y libros que estaban en la gran mesa. Desenrolló un gran mapa de Europa de la escuela mallorquina de Ramón Llull que usaban los dibujantes de los planos de la catedral y lo extendió sobre la mesa. Los demás sujetaron los extremos. Entonces apagaron los candiles que iluminaban la sala. Fue el momento más extraordinario que ellos sintieron jamás, y no volverían a sentir nunca más. Un potente haz de luz atravesó los cuerpos de algunos templarios, y todos alabaron al Señor.
El firmamento que se filtraba a través del vitral se reflejaba claramente en el viejo mapa, y todos vieron cómo se perfilaba en él un sendero celeste de estrellas más o menos luminosas, amarillas, blancas y azuladas, que culminaba en una muy luminosa al final del camino.
Rufus unió con una línea de tinta roja cada una de las estrellas que se reflejaban en el mapa, y cuando terminó, había dibujado un mapa en el que el Señor indicaba el lugar donde quería guardar el tesoro de la Cristiandad por el resto de los siglos hasta el advenimiento.
—Este es el punto de destino, es la última estrella señalada, la más hermosa —señaló un diminuto enclave en el condado de Besalú, al este del reino de Aragón.
—Señala vuestro hogar, preceptor Mateus.
—Sí, nací allí y fue el hogar de mi infancia — respondió Mateus, sin apartar la vista del increíble mapa que había confeccionado Rufus.
—¡Dios nos ha indicado el camino! —rezó Rufus—. ¡Aleluya!
—Hermanos, ahora el Señor escogerá a sus soldados. Debemos dejar que sea Él el que decida quién deberá cumplir esta sagrada misión. Estoy completamente seguro de que el que sea escogido cumplirá con su deber... Beberemos de esta copa el vino de su sangre y comeremos el pan de su cuerpo... ¿Estáis preparados?
Cada uno de los presentes bebió por turno, de izquierda a derecha, un sorbo del vino bendecido. El Gran Maestre fue el último. Todos estaban arrodillados alrededor del altar y nadie osó levantar la vista.
Jacobo se levantó solemnemente y dijo: