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«Uno de los libros más fascinantes escritos en los últimos diez años. Todos los que lo han leído en mi limitado círculo están de acuerdo conmigo». Raymond Chandler El señor Bowling no puede resistirse al deseo de matar. Se deshizo de su mujer por razones puramente económicas y desde entonces se ha obsesionado con la muerte. Para él, asesinar es como un impulso, una voz que le susurra al oído quién será su próxima víctima. ¿La razón? No siempre hay una, pues no es un asesino corriente. Después de cada crimen deja tras de sí pistas con la esperanza de ser atrapado y poner fin a su tormento. Por ello compra compulsivamente el Evening Standard para mantenerse al corriente de los avances de la investigación policial. El problema es que la justicia está a años luz de descubrirlo, pues en los suburbios del Londres de la Segunda Guerra Mundial, el rastro de sus asesinatos se pierde de continuo entre los bombardeos nazis. ¿Cuántos periódicos más deberá comprar antes de ser por fin capturado? Obra de culto desde su publicación en 1943 y ejemplo magistral de narración inversa, esta novela es un imprescindible de la literatura policiaca.
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Seitenzahl: 322
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Edición en formato digital: abril de 2025
Título original: Mr Bowling Buys a Newspaper
En cubierta: Café Odeon, Zúrich, 1920, póster © Lordprice Collection / Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© De la traducción, Raquel García Rojas
© Ediciones Siruela, S. A., 2025
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 979-13-87688-03-5
Conversión a formato digital: María Belloso
Con cariño, para Roses
El señor Bowling se sentó al piano y allí se quedó hasta que fue anocheciendo, sin tocar, pero con el Concierto para piano en re bemol menor de Chaikovski abierto frente a él, por el primer movimiento, y así estuvo frotándose nervioso las manos y con la mirada fija en la ventana que había al otro lado de la habitación en sombras, para ver si ya había oscurecido lo suficiente. La ventana estaba abierta de par en par. Al principio, la tarde estaba un poco verdosa, como uno esperaría del verano en Londres; luego se hizo gris, después cambió a marrón fangoso y, a continuación, se volvió negra y segura. No es que fuera a hacer nada muy especial, pero se ponía de mal humor cuando no le apetecía hablar con la gente. Del mismo modo, a menudo caía en un estado de desesperada soledad, un estado de ánimo que tal vez podría haberse denominado suicida de no ser porque él era un hombre incapaz de cometer suicidio, pues tenía demasiado sentido del humor para un acto tan frío y deliberado. Pasó sin hacer ruido por delante del cuartito del teléfono, se detuvo en la puerta y escuchó. Luego, sigiloso, dejó atrás las dos puertas y la estrecha escalera que llevaban al piso superior y bajó por la escalera principal al segundo y después al primero. Pasó por delante de varias puertas en la planta baja y salió a la plaza y, así, enseguida llegó a Notting Hill Gate. Con su tono de internado, pidió un ejemplar del Evening Standard. Como no les quedaba ninguno, dijo que se llevaría cualquier otro; en esa ocasión no le importaba cuál fuera el periódico. No eran noticias sobre la guerra lo que buscaba (eso lo había apartado de su pensamiento todo lo posible). Le aburría y se sentía con derecho a ello. Aquel podía considerarse un periodo de paz si uno quería, si se tenía una buena imaginación. Fue casi a ciegas, en la oscuridad de las calles sin iluminar, hasta el Coach and Horses, donde el ambiente era alegre y una de las camareras no estaba demasiado mal, aunque al verla decidió una vez más: «¡Nunca volveré a matar a una mujer! ¡En la vida! ¡Trae consecuencias inesperadas!». De todos modos, había tenido que hacerlo, fue una oportunidad providencial. Tenía un no sé qué el sentirse soltero después de aquellos años tan espantosos, de aquella espantosa mujer, pobrecilla; hagas lo que hagas, no te cases demasiado joven. Pidió un whisky doble —dos chelines, pero qué más daba—, se lo tomó a palo seco y pidió una pinta de cerveza, mezcla de joven y añeja, murmuró entre dientes unos cuantos comentarios e hizo un gesto rápido con la cabeza, como un hombre educado que en realidad no está escuchando, y se acercó a la barra de la comida. Pidió sopa y unos sándwiches de jamón y se enfrascó en el periódico. Lo escudriñó de principio a fin, de arriba abajo y de cabo a rabo. No había nada. Todo estaba bien. No había nada en absoluto. Echó un vistazo a su alrededor, vio un ejemplar del Standard abandonado en un asiento, lo cogió y lo revisó entero y, entonces, hincó el diente a los sándwiches. Se bebió la cerveza de un par de tragos. Su sombra se proyectaba en la pared blanca. La cabeza hacia atrás, las gruesas manos sujetando la jarra, su chaqueta azul, bastante buena. Era su segundo asesinato y se había librado. Tal vez hubieran encontrado el cuerpo y tal vez estuviese en el depósito, pero no se decía nada de nada sobre el señor Watson en los periódicos y ya habían pasado tres días. Se comió los sándwiches y la sopa a la vez, alternando sorbos del líquido marrón y mordiscos de los bocadillos. Después pidió más cerveza; le gustaba la cerveza, aunque le hinchase la barriga. Luego pidió un puro. Le costó un chelín y seis peniques. Entonces se fue y subió a tientas por la cuesta hasta el pub que le gustaba, el Windsor Castle. Le gustaba aquel sitio, era como un pub rural, tenía bancos y había dos grupitos jugando a los dardos. Se sentó y se puso a pensar. Se vio reflejado en un espejo y se dijo: «En fin, no sé, creo que parezco bastante decente».
En el otro extremo de la barra había una chica sentada con un soldado y dijo, refiriéndose al señor Bowling: «Ahí está el hombre ese que viene tanto por aquí. ¿No es horrible? Tiene algo raro».
Sin embargo, en Ebury Street, en Victoria, la gente creía que era maravilloso. Queenie solía decir: «Santo cielo, estoy harta, ¡vamos a llamar a Bill! Seguro que él nos anima y, al menos, ¡es un caballero!». Y se ponía a marcar el número 4796 de Park. Lo hizo en ese momento y los demás se sentaron por ahí con las botellas de Watney.
—¿Hola? ¿Podría hablar con el señor Bowling, por favor? Si no es molestia.
Solo que, a veces, alguno de los otros inquilinos cogía el teléfono, en lugar de la criada, pensando que lo más probable era que fuese para él, y se ponía impertinente cuando no era así.
—Ha salido —decía quien fuese sin siquiera llamar a su puerta.
—¿Y sería usted tan amable de darle un mensaje cuando vuelva? De parte de Queenie Martin. Él ya me conoce. Nos encantaría que se pasara por aquí.
… Volviendo a tientas del Windsor Castle, el señor Bowling llegó al número 40 y se apresuró a subir a su habitación. Empezaba a sentirse bastante bien. El entrenamiento durante los bombardeos lo había dotado de una considerable lucidez, y luego tanto tiempo aburriéndose en el Servicio de Ambulancias, hasta que consiguió la invalidez por sus problemas de corazón, así que ahora le costaba mucho sentirse bien de verdad. Se dijo a sí mismo que estaba contento. Empezaba a sentirse soltero otra vez, a recordar lo que era vivir solo en una habitación alquilada, como en los viejos tiempos, cuando tanto lo odiaba. Los hombres se casaban para evitar la soledad y también para hacer el amor de forma regular, desde su punto de vista, más que por cualquier otra razón. A veces, si tenían suerte, por dinero. Si tenían suerte de verdad, se casaban por amor. Pero claro, unos tenían suerte y otros no. Encendió la luz y se sentó en el diván mientras pensaba: «Supongo que parezco buena gente, aquí sentado, un tipo más bien tranquilo y triste». Sonrió como habría sonreído si lo hubiera estado mirando alguien dispuesto a decir: «¡Pobre Bill! Tranquilo, no pasa nada». Empezó a sollozar. Lloró sobre sus gruesas manos. Había muchas razones para esas lágrimas, desde hacía mucho tiempo. Pensó: «No soy ningún pecador, en realidad. No más que cualquier otro. Estoy dispuesto a ayudar a la gente. Me uní pronto y de buena gana a los trabajos de guerra. En parte por el cambio, a todos nos gusta cambiar, y ya estaba harto de los seguros. Nunca pensé en esto otro, no en aquel momento. No hasta que esa bomba nos alcanzó de lleno y acabamos enterrados y ella empezó a gritar de aquella forma tan espantosa. Le tapé la boca con la mano, muy cerca de la nariz. Y vaya si se apagó rápido, como cuando una vela se queda sin aire. Solo fue asesinato si uno se pone quisquilloso. Había cosas peores. El chantaje era peor. La homosexualidad era peor. ¿Quién ha dicho que el asesinato fuese el único crimen capital? En la Antigüedad no era así. Te lapidaban por todo tipo de cosas. Pobre mujer, pero era una mula, una auténtica mula. Mira que era mula. Pobrecilla. Y, si no hubiera sido yo, podría haber sido el techo al derrumbarse. Quién sabe. En cualquier caso, es algo entre mi Dios y yo». Y se dijo: «Además, por primera vez, tengo un poco de dinero por hacer algo. ¡La indemnización! Ni siquiera se me había ocurrido».
La criada había corrido las cortinas rosas y tapado todas las ventanas para el oscurecimiento. Iba acercándose al piano cuando vio la nota debajo de la puerta. Queenie. Bien podía pasarse a verla. A lo mejor tenía ginebra. Volvió a coger su bombín y, sin perder ni un segundo, salió y se dirigió a la línea de metro de District Railway. Encontró a Queenie y a un montón de gente riendo a carcajadas —una representación completa de las Fuerzas Armadas, servicios de defensa militar y civil—, y casi no había sitio ni para respirar.
—¡Rediez! —exclamó con su tono de internado—. Aquí falta el aire. ¡Me voy a desmayar!
—¿Desmayarte? —repuso Queenie—. Toma, querido, ginebra. La he guardado para ti.
El marido de Queenie estaba borracho y metido en la cama. Era un hombre aburridísimo que trabajaba en el Ministerio de Información. En eso, todos los que trabajaban con él se le parecían.
Había un par de gemelas, jovencitas, del Servicio Territorial Auxiliar. El señor Bowling se dijo: «¿Qué pensaría esta gente si lo supieran?». Y luego: «Tal vez se enteren pronto. Haré todo lo que pueda».
Pero quizá esa forma de verlo era cosa de la ginebra.
Antes de matar a su mujer, que en cierto modo no había sido una cosa premeditada, no mucho, el señor Bowling había llegado a tal punto de desesperación con la vida que se le había ocurrido la idea de cometer un asesinato y, más o menos, ponérselo relativamente fácil a la policía para que lo descubrieran y lo detuviesen. Era un pensamiento sincero y se le volvía a cruzar por la cabeza de vez en cuando, cuando le había dado a la ginebra. Con todo lo que había pasado desde que terminó los estudios, las amargas desilusiones y, sobre todo, la monotonía y la pobreza, y su espantoso matrimonio, a menudo había creído con toda honestidad que convertirse en objeto del interés público de esa forma sería mejor que morir en el anonimato y rendido espiritualmente. Su música no había conseguido darlo a conocer y Dios sabía cuánto había trabajado durante tantos años. ¿Por qué no causar sensación así? Por represión, sin duda. Y por hambre de sexo. Hambre espiritual. Por hambre sin más, también. La horca al menos acabaría con todo eso y sería mejor que el suicidio. Y ganar la apelación y que le cayeran veinte años, incluso eso sería mejor. Veinte años sin pagar alquiler y con todos los gastos cubiertos no estaban tan mal. Que se lo preguntaran a cualquiera que supiera de lo que hablaba en aquellos años de entreguerras. ¡Que se lo preguntaran! ¡Qué alegría esa nueva guerra después de la decepción de Múnich! «Por la paz», decían todos los carteles. ¡Qué puñetas, la misma retahíla de siempre, allá vamos otra vez! Y luego el 3 de septiembre. Y luego, al fin, las bombas. Aterrador, sí, pero emocionante. Un cambio. ¿Quién iba a esperar con ansia la paz y la agonía del frío y de la hambruna que nadie sabía cómo evitar?
Le dio un ataque de tos.
Soltó una blasfemia. Alguien golpeó airadamente la pared.
—Qué asco de vida —dijo. No podía uno ni toser en su propia casa.
De pronto cayó en la cuenta de que aquello apenas era una casa. Lo único que le había ayudado a soportar su matrimonio era el hecho de tener un hogar, la alfombra, una roja y bonita. Y entonces una bomba les da de lleno y todo se esfuma. Cuánto se alegró. Mientras tosía, en aquel momento, en medio del polvo y del caos, había pensado: bueno, gracias a Dios, un montón de recuerdos desagradables ya han desaparecido para siempre: fotografías, libros, adornos, y, efectivamente, incluso la maldita alfombra. ¡Al diablo con todo! Quedaron sepultados, juntos, en una especie de fosa negra, y ella empezó a gritarle en la oreja, y él le tendió la mano.
—¿Estás herida?
—¡No!
—Pues entonces deja de chillar. No estamos atrapados: ahí hay luz. ¡Es la calle! —Era la calle Fulham—. ¿Lo ves?
Pero gritaba como una loca.
Fue fácil hacer que parase.
La indemnización ascendía a mil libras.
No es de extrañar que uno empezase a tener ideas. ¿Y podría decirse que fue por el arte?
Iba de pub en pub y le gustaba decir: «Ahora llegaré a algo con mi música. ¡Se acabaron las preocupaciones! ¡Se acabó la monotonía! Y nadie podrá decir que no he dado nada por esta guerra. ¡Dos años en defensa civil! Una bomba alcanzó mi casa y se lo llevó todo por delante. Lo he perdido todo, amigo, pero no me quejo. ¡Volveré a levantarme! ¡Mírame!».
Siguió en la empresa y se pasaba por la oficina como de costumbre y era tan paciente como siempre con el señor Watson, su cliente más egocéntrico. El señor Watson lo deprimía muchísimo. Era un tipo gris con sombrero trilby marrón y actitud sombría. Creía que debíamos perder la guerra, pues según él ningún imperio tenía derecho a dominar durante más de mil años. Si no era un maldito pacifista, era solo, como él mismo reconocía, porque no tenía la entereza moral suficiente para enfrentarse a un tribunal. Lo único que le preocupaba era si su dinero estaba a salvo y si sus pertenencias estaban bien cubiertas por las pólizas de seguro. Nunca dejaba de pagar una prima, jamás se tomaba una copa y nunca iba con mujeres. Eso decía. Y qué forma de decirlo. Las mujeres eran una especie de comida, pero él nunca tenía hambre. Aunque había estado casado, ya podía uno imaginarse cómo debió de ser. Tal vez solo en Navidad, solo para animar a la pobre mujer.
El señor Watson también vivía en Fulham, en el número 10 de Peel Road, en una de las casas de una fila de casitas rojas. En la parte de atrás había una hilera de jardincillos, ahora ocupados sobre todo por patatas y repollos: economía de guerra. En Fulham las bombas habían derruido bastantes casas, de modo que Londres parecía una vieja sucia a la que le hubieran arrancado un puñado de dientes. Sonreía con una mueca, esperando a que el dentista volviera y le sacase unos cuantos más. Tal vez volviese o tal vez no, pero por lo pronto casi había olvidado su agonía. Los vecinos pensaban: «Sí, pero parece que vuelve a estar aseada. Más o menos». El señor Watson tenía una hija casada, la señora Heaton, que venía de Kingston unas dos veces al año. Llevaba pieles baratas y conducía un Baby Austin. El señor Bowling sentía mucha curiosidad, pues sabía que ella no recibiría ni un penique cuando el señor Watson muriera, aunque ella, ingenuamente, creía que iba a heredarlo todo. El señor Watson le había confiado a Bowling en una ocasión cuál era su última voluntad. El dinero iría a un refugio para perros. El señor Watson le había tenido mucho cariño a un spaniel que ya había muerto y no quería comprar otro, pero le gustaba visitar tiendas de cachorros y se paraba con todos los que se encontraba en los parques, con todos sin excepción, y preguntaba a los dueños por sus simpáticas costumbres. Así que sí tenía algo de humano, como todo el mundo si te esforzabas en buscarlo. Tras el funeral de su esposa en Fulham, y después de haber puesto sus asuntos en orden, de haber preparado y presentado sin ningún percance la reclamación por daños de guerra y de haber elegido su habitación amueblada en Notting Hill Gate, bien lejos de allí, el señor Bowling se sentó en su diván y se puso a pensar en el señor Watson. Pensó en lo horrible que era con el dinero. Era espantoso querer dinero solo para tenerlo guardado en el banco; para eso, mejor coleccionar cromos de los paquetes de cigarrillos: sería igual de útil para ti y para los demás. Un buen motivo se podía perdonar. La tacañería, no. Aquello era, se confesó a sí mismo, un poco como intentar buscar una razón para matar al señor Watson, pero había que admitir que se trataba de una elección justa y razonable. Si fuera un hombre feliz y generoso, a uno no se le ocurriría tramar nada en su contra (eso sería jugar sucio). Y había además otra buena razón: había huido de la ciudad cuando empezaron a llegar los «hunos» y volvió a hurtadillas cuando ya se habían ido. El tipo lo estaba pidiendo. Lo pedía a gritos. ¡Debía morir por el arte! Eso era lo que aportaría. Su muerte ayudaría a publicar un poco de buena música. Dejaría algo para la posteridad, después de todo.
Allí sentado, intentaba pensar en el dinero. No se le daba bien. Era demasiado artista, demasiado creativo, a decir verdad. El mero hecho de pensar en los seguros le daba escalofríos, pero algo había que hacer. Salario y comisiones, a eso se había reducido todo. «Bah, toco por ahí —era lo que les decía a sus amigos—. Algo me saco. ¿Y tú qué, viejo? ¿Tienes seguro de vida? ¿Por qué no vienes a vernos?». No es que ganara mucho, pero le daba para ir tirando. Apenas lo suficiente para emborracharse, sin embargo, y menos aún para mantener a una esposa. ¡Y qué decir de tener hijos! «No, señor, ¡ni hablar!».
En su nueva habitación del número 40, pensaba: «Si Watson firmara una póliza en la que pusiera que, en caso de que estire la pata, me deja a mí unos cuantos miles, merecería la pena cargárselo. Esa es la clave».
Sí, pero ¿cómo conseguirlo? ¿Una falsificación? No, eso sería juego sucio; uno no era un delincuente.
Pensó: «Un bote de cola. ¿Y si pego la póliza que él creería estar firmando sobre la real, dejando solo el espacio para la firma? Así firmaría la que me interesa a mí y el vapor de la tetera haría el resto. ¡Diantre, sí! Creo que funcionaría. ¿O se daría cuenta?».
Se quitó los zapatos de dos patadas y se recostó. «No lo sé», pensaba.
La historia del señor Bowling apenas llegaba a ser una historia en realidad, hasta tal punto que para ilustrarla se necesitaría un ciclorama. Era más una pintoresca mezcolanza de gente en sitios desastrados. De haber tenido un hogar, habría sido una historia dickensiana, pero ese hogar fue, sobre todo, una sucesión de habitaciones alquiladas y algún que otro piso. Sir Hugh Walpole escribía sobre duquesas y bailes y casas señoriales, sobre las colinas y los lagos de Cumberland. El señor Bowling se había relacionado con gente de alcurnia una vez, pero la vida lo había alejado de aquello cuando era niño y lo situó, a falta de una descripción mejor, con los modernos, aunque no los modernos de Noël Coward. No bebían cócteles, sino cerveza —o sidra de barril cuando se veían muy apurados—, y se dejaban caer por las casas de Hammersmith ya bien servidos de cualquiera de las dos cosas o de vino barato aderezado con metanol. Nada de pisos como palacios y cada vez menos trajes de etiqueta. No iban al teatro. Iban a los pubs y a conciertos, engañaban o seducían a las caseras y fueron los que importaban cuando Inglaterra entró en guerra. Conocían las oficinas de empleo y los hospitales militares mejor que la mayoría. No tenían influencia ni contactos a los que recurrir y se decían unos a otros: «Creo que están contratando gente por cuatro libras a la semana. ¿Por qué no nos pasamos a ver? Sé que no es lo tuyo, pero será mejor que esto». Entonces ibas y el tipo que había allí era buena gente, pero veía que eras un caballero y se avergonzaba un poco. Mucho se temía que era un trabajo sucio y duro. «Verá, no hay puestos de oficina. Están todos cubiertos». En la oficina de empleo pensaban que un actor, un escritor o un músico temporalmente necesitado de dinero solo podía encajar en un puesto de oficina, y no había ninguno. «¿Conduciría una camioneta de reparto de Sainsbury’s? —preguntaban a veces—. Aunque no creo que sea lo suyo. Supongo que no lo contratarían». Y ni siquiera podías cobrar el paro porque no habías estado un mínimo de seis meses como trabajador asalariado. Tenías que hacer cola con la escoria de la tierra (cosa que nunca hacías) e ir a la parroquia. Muy apetecible. Pero ¡qué diferencia cuando el mismo Gobierno que te humillaba de esa forma decidía ir a la guerra! «Ahora somos puñeteros héroes. —El señor Bowling se reía de buena gana con Queenie cuando hablaban de ello—. Ya no hay nada demasiado bueno para nosotros, ¿eh?». Se lo tomaba con buen humor. Del mismo modo, cuando presentó su reclamación por daños de guerra, se dio cuenta, con cierta conmoción, de que había perdido todas sus composiciones musicales, el trabajo acumulado de años y años.
—Vaya, tenía hasta un disparate que escribí en la escuela, cuando tocaba el órgano en la iglesia —se lamentó entre risas—. Lo he perdido todo… Pero, cielo santo, ¿cuánto puedo decir que valían? Jamás publiqué nada, ni clásico ni moderno. No valen más que el papel donde están escritas. ¡Para la campaña de salvación! Mire —decidió, en un arranque de extravagancia—, le regalo el trabajo de toda una vida a mi país, no voy a reclamar nada por ello. Y, si eso no es patriotismo, ¡no sé qué lo será!
Soltó una simpática carcajada y el funcionario casi pareció admirarlo; al principio no le había gustado su aspecto, como le pasaba a mucha gente.
—Muy bien, señor —le dijo—. ¿Esto es todo, entonces?
—Sí. La casa era alquilada. No se me ocurre nada más que no esté en la lista. En total, suma la bonita cantidad de cuatrocientas setenta y ocho libras. Y no le engaño —lo desafió.
No había hecho trampa en absoluto. Ya se lo habían advertido: «No están pagando el valor íntegro, ya sabes. Yo lo inflaría un poco. Después de todo, piensa que tendrás que esperar hasta después de la guerra (¡unos veinte años!)».
Tremendas carcajadas.
Cuando le escribieron ofreciéndole dos tercios de lo que había reclamado, aceptó de inmediato, a pesar de que suponía una auténtica pérdida y, también, la pérdida de su música. ¡Qué más daba! Tendría unas trescientas libras que esperar con impaciencia cuando acabase la puñetera guerra, si ganábamos, claro, y si sobrevivía a los bombardeos nocturnos. Era suficiente, y uno nunca había sido quisquilloso. No en cuestión de dinero. Era la idea general de una holgada seguridad, sin más pobreza, lo que anhelaba. Quería algo realmente sólido. Se acabó lo de perder el tiempo. Un hogar decente de verdad, una casita independiente tal vez, pero en la ciudad, por supuesto (que se quedase otro lo de cazar, pescar y disparar); una casita de aire rural en el barrio de Knightsbridge o en el de Belgravia, sí, en Belgravia (lo que quedaba de él), o, si no, un piso bien respetable. Ese era el camino.
Tumbado en su diván, mientras urdía la desaparición del señor Watson, intentaba calcular cuánto dinero debía conseguir antes de dejar aquel juego. En verdad sería más fácil ocuparse de una o dos de sus viejas clientas, que eran crédulas y a menudo se prendaban de él, además de estar forradas. Pero no volvería a matar a una mujer. Había sido espantoso; uno nunca pensaba en los detalles más desagradables. Watson era un cliente algo taimado, cosa que era más bien un acicate y lo hacía un acto más deportivo. Conseguir que firmase la puñetera póliza ya sería bastante difícil, pero además tenía que pensar en la gente de la oficina. Tendría que matar a Watson el mismo día, o en todo caso al día siguiente, antes de que los compañeros anotaran y verificaran los datos. Sin embargo, ¿qué iban a decir?, ¿«Eres un tipo afortunado, ¿eh, Bowling? Menudo golpe de suerte»? Ya, no iba a ser tan fácil, ¿verdad? Aunque había muchos primos por ahí, en la oficina no eran tontos, y el señor Watson no era ningún ingenuo. Si estuviera bebiendo ginebra, curiosamente, Bowling habría pensado: «¿Y qué más da, de todas formas? Si me pillan, ¡me han pillado! ¿Qué importa? Preferiría que me juzgaran en el tribunal de Old Bailey. ¡La verdad es que sí!». Se oía a sí mismo repitiendo aquello con la ginebra imaginaria en la mano y se preguntaba por qué y si era lo que pensaba en realidad. Los hombres son seres extraños, se dijo. Y lo susurró en la habitación vacía:
—Los hombres son seres extraños. —Luego siguió murmurando—: ¿Cuánto dinero necesitaré para hacer que la vida merezca la pena, para publicar mis composiciones? Esas cosas se consiguen si puedes tentar a la gente adecuada con una bolsa de oro. ¿A cuántos tendré que matar?
No lo tenía claro. Pensó que lo mejor sería intentar hacerse con diez mil libras, pero parecía una cantidad desmesurada cuando estabas más acostumbrado a los billetes de diez chelines. El dinero lo aburría y nunca pensaba mucho en ello. Los detalles también lo aburrían. Debería ser fácil para la policía, se dijo. Si no pueden pillarme a mí, nunca pillarán a nadie. Se olvidó del dinero y de los detalles del asesinato de Watson y de pronto pensó: «Rediez, ¿me acordaré de todas mis composiciones? Menudo trabajo, tener que escribirlas otra vez. Ya no tengo tanta energía como antes». El señor Bowling tenía treinta y siete años. El día que mató al señor Watson en Fulham cumplió los treinta y ocho. En casa de Queenie esa misma noche, cuando ella le preguntó cómo había pasado su cumpleaños, estalló en carcajadas, pero Queenie observó que tenía las manos sudorosas.
Las manos le sudaban siempre que algo lo conmovía o lo alteraba de verdad; no era grave. Los nervios, podría decirse. El día de su boda le habían sudado y también su primer día en el internado. Cuando murió su padre, una semana antes de su decimocuarto cumpleaños, las manos le sudaban mientras pensaba en la mala suerte que tenía: ahora estaba atrapado con su madrastra, que lo detestaba. Había dos clases de madrastras —cosa que la gente tendía a olvidar—: la mujer de éxito rotundo y la sádica y cruel. La suya era de estas últimas; de lo contrario, no la habría criticado por detestarlo. Bueno, en realidad se detestaban el uno al otro, aunque mostraban una tolerancia cortés muy forzada. Su padre había sido un hombre despistado, como lo seguía siendo el hijo, y no había hecho testamento, de modo que su madrastra se apropió de todo. Era una mujer «de ideas» y dejó que siguiera con su educación en el internado, pero lo despachó a vivir de manera definitiva con una pariente que tenía una casa cerca de la escuela. Esta última no era mala persona, pero sí aficionada a la botella. Él prefería aquello mil veces antes que quedarse con su madrastra. El mayor inconveniente, y muy cruel, fue la separación forzosa de su hermana: estaban muy unidos y era el único afecto verdadero de su vida, tanto entonces como ahora. Ella se escapó de casa, se casó y murió al dar a luz, pero aún era tan real para él como si siguiese bailando en este sórdido mundo, sobre todo cuando hacía un intento por interpretar el Claro de luna. Ella se le aparecía junto al piano, muy cerca, y él sonreía con tristeza y le hablaba. Cualquiera que entrase en ese momento pensaría que estaba loco. En la escuela pensaban que estaba loco. Le daba por hacer cosas extrañas, aunque en realidad era para intentar ganarse a la gente; tenía lo que llamaban complejo de inferioridad, un nombre absurdo pero útil que significaba que lo habían tratado a patadas de pequeño, física o psicológicamente, y que aún no había recuperado la confianza; tal vez no la recuperaría hasta los cuarenta o más años, o quizá nunca. Un tipo así, por supuesto, necesitaba ayuda. Necesitaba amor. De nada servía mofarse de ello (eso solo demostraba tu puñetera ignorancia). En fin, ¿qué era peor, eso o tener complejo de superioridad? El primero iba bastante bien con la creación artística —podías trabajar sin descanso en la oscuridad del anonimato, sin público y, con el tiempo, tal vez conseguir lo que querías y emerger para descubrir que el complejo había desaparecido—; el segundo encajaba con los actores y los políticos, necesitabas todo el ego y la vanidad que pudieras gestionar y que el cielo te amparase si entonces no lograbas salirte con la tuya. En la escuela él estaba dispuesto a hacer todo aquello a lo que los otros chicos lo desafiasen, como trepar a la torre o pasar arrastrándose junto al dormitorio del director de la residencia para llamar a la puerta de la criada y gemir: «¡Uuuuuuuu!», como un fantasma. Cuando esta gritaba y a él lo pillaban y lo azotaban con la vara, mostraba orgulloso las señales y se reía a carcajadas. Tenía la cabeza bastante grande, como un renacuajo, y la cara rosácea. Los demás lo admiraban, en cierto sentido: tenía agallas, era generoso cuando tenía algo con lo que ser generoso, pero no les «caía bien». No se echó ni un solo amigo. Casi siempre se le podía ver sentado, con una revista, sonriendo a un lado y a otro con la esperanza de ver si ese día conseguía algo de aceptación o no. Era un inútil en matemáticas, se le daba bien el francés, era valiente en el boxeo, en natación y en gimnasia, un buen corredor de larga distancia y, curiosamente, religioso. A su profesor de Música le cayó en gracia, pero era complicado porque el tipo tenía la peculiar costumbre de sobar a los chicos. Era peligroso estar allí arriba con los fuelles. «Bowling —le gustaba decir—, es usted un buen chico. Me gusta. Debería aprender a tocar el órgano». Y eso hizo, con natural agilidad y ataques de risa tonta cuando le hacía una caricia o le daba un beso. Era todo tan absurdo… Compuso un solo para órgano que interpretó en la ceremonia de entrega de premios, un momento único en su vida. Aquel día sonreía a todo el mundo, triunfante, y oyó a Colton Major, un joven escuálido al que siempre había odiado, decirle a su madre:
—Ese es Bowling. Lo ha compuesto él. ¡Ya te lo había dicho, mamá! Es un tipo bastante decente.
Más tarde, en broma, cogió al esmirriado de Colton por el cuello, entre los arbustos, y le dio media vuelta a aquel escuálido cuerpecillo. Fue fácil. Le tapó la boca con la mano, muy cerca de la nariz, y se divirtió oyendo sus gritos ahogados. Eran más como gruñidos de cerdo. La cara se le iba amoratando y al final se le puso un poco negra. Sería mejor soltarlo.
Colton se quedó allí, jadeando e intentando respirar.
—Eres un… puerco, Bowling —dijo con voz entrecortada.
—Puede que sí.
—¿Por qué has hecho eso?
—No sé. Porque se acaba el trimestre. ¡O por otra razón igual de insustancial!
—Eres un bicho raro. Y un canalla. Podrías haberme matado.
—¿Y qué?
—¡Habría sido un asesinato!
—Bueno, hay cosas peores que el asesinato, Colton. Como hacer trampas. O menospreciar a tus padres. Cosas así.
—No volveré a dirigirte la palabra —decidió Colton aún jadeante—. Durante el tiempo que nos queda aquí.
Bowling estalló en carcajadas.
En la cama, aquella noche, estaba en el banco de los acusados. Sonreía con confianza y los miembros del jurado lo miraban y pensaban: «No es culpable. ¿Acaso no se ve que es un caballero?».
Al juez también le caía bien.
Pero las pruebas estaban en su contra y, aunque el juez y él habían ido a la misma escuela (era el señor Juez Colton), este se puso el birrete negro y lo sentenció a la horca. No importaba mucho. Todo el mundo sabía que él no era el típico criminal y, cuando llegara la hora y no hubiese indulto, aún podía venir Angel a despedirse, pues ella lo amaba.
Angel tenía una preciosa melena rubia y carácter afable. Era demasiado hermosa para tocarla, incluso aunque estuvieras casado con ella. Solo podías sentarte a sus pies y no te atrevías más que a acariciarla como a un gato.
Angel iba al instituto que había subiendo la calle. Los chicos se asomaban por encima del muro y le decían cosas. Tenía el pelo largo y dorado y llevaba un palo de lacrosse y un vestido de gimnasia azul. Un día él la siguió hasta su casa, pero era demasiado maravillosa para hablarle. Él estaba demasiado asustado. Era mucho más seguro hablar con Dios. Así que caminó los tres kilómetros de vuelta y se metió en la iglesia a rezar. Le daba miedo rezar sentado en los bancos, por si alguno de sus compañeros pensaba que era un santurrón, así que subió a la tribuna del órgano y fingió que se preparaba para tocar, cosa que no podría hacer, en cualquier caso, a menos que alguien accionara los fuelles. Creía que Dios era real, una persona de verdad, y que lamentaba tener que hacer que la gente pasara aquí setenta años más o menos —menos si lo merecías— como una especie de castigo indescifrable. A pesar de toda la belleza y la felicidad que podía encontrarse en la tierra, nunca fue capaz de ver que la muerte era algo cruel; ¿cómo podía ser otra cosa salvo un auténtico descanso del trabajo duro y las preocupaciones, las guerras y penurias? Y aun así había gente que le tenía miedo a la muerte. Lo cierto era que él no la temía y veía detrás de todo aquello una especie de plan inmenso que nuestras cortas mentes no estaban capacitadas para imaginar. Había alguna muy buena razón para el sufrimiento y la miseria que probablemente nunca conoceríamos; tal vez no debíamos conocerla. Solo debíamos apañárnoslas como mejor nos pareciese e intentar no agotarnos demasiado en poco tiempo. Pronto entendió que el amor era la clave; el matrimonio, lo más cercano a la felicidad mientras estuviéramos aquí. Y encarnó esta idea en Angel, la chiquilla del otro lado de aquel muro. Allí arriba, en la iglesia, se alegró de no haber dicho ni pensado nunca cosas groseras de ella, como sí hacían los otros chicos, y rezó por tener a su lado a alguien así. Estaba sediento de amor, amor espiritual, y amar a Dios no parecía suficiente. Uno quería una melena femenina, larga y dorada, que acariciar. Él ni siquiera había tenido una madre a la que amar. Había muerto muy pronto. «Al verte a ti, supongo», bromeó su madrastra una vez; una broma que le dolió, como era su intención. Creció preocupado por su aspecto, intentando convencerse de que no estaba mal. Pero se lo temía: «¡Me temo que nadie me amará!». Por eso sonreía y se reía tanto, con la esperanza de que la gente pensara que era agradable.
—Hola —decía siempre con una gran sonrisa. Se frotaba las manos despacio—. ¡Me alegro de verle! Caramba, ¿no?
La gente o se avergonzaba de él o le resultaba cargante.
—Buenos días, señor Bowling. ¿Cómo está usted?
Haciendo énfasis en el «usted».
Excepto Queenie. Ella era distinta.
Queenie detestaba a los mojigatos. Había estado con muchos hombres e incluso se atrevió a romper la barrera racial. Y te mandaba al infierno si sacabas ese tema. Decía que era tan reprochable como la doctrina de la raza de los nazis. La humanidad era lo importante. Todos éramos carne y huesos, y o bien la carne y los huesos estaban bastante bien, o estaban bastante mal y, en el último caso, uno debía hacer algo al respecto por las personas. Ella andaba necesitada de dinero cuando era adolescente y contestó a un anuncio de solicitud de amistad. «Y he sido amigable desde entonces —te desafiaba—. ¿Y qué?». Le gustaba guiñarte el ojo. «Al final, tropecé con algo de dinero regular y me casé con él. ¿Y qué? ¿Mi corazón no está donde debe?».
Bowling no se cruzó con Queenie y con su gente hasta que tenía unos treinta años. Lo había pasado bastante mal hasta entonces. Dejó el internado con las manos literalmente vacías. La Gran Guerra —así se llamaba entonces— había terminado y llegaba la amarga paz del desempleo.
¿Trabajo? No había trabajo. A menos que fueras peón industrial o abacero u operario de mecanizado.
La única y remota posibilidad para un caballero era un espanto denominado «representante comercial».
Cuando se vio desesperado, se puso a buscar algo de aquello. ¿Y escribir música? «No me hagáis reír —le decía a todo el mundo—. Eso depende de a quién conoces, no de lo que sabes hacer». Era un pianista bastante bueno, pero los agentes ni siquiera lo recibían. ¡Como para vender nada!
«Es inútil —pensaba, andrajoso y hambriento—. ¿Para esto ha servido toda mi educación?».
Ojalá se hubiera colocado como aprendiz en un taller en lugar de ir tantos años a la escuela. Para arreglar pinchazos y cosas así.
Le echó un vistazo al Morning Post. No había nada. Sí, sí había: estaba la sección de «representantes comerciales». Aspiradoras. Revistas especializadas. Guías de viaje para amas de casa. Te cerraban la puerta en las narices (en Margate, Sheffield, Maidstone o Tunbridge Wells). Lo entendías. No ibas a sacar comida de aquello, ni ropa, ni cerveza, ni cigarrillos, ni belleza, ni mujeres.
La vida era un completo infierno. Solo los que habían pasado por ello sabían hasta qué punto eso era el infierno en la tierra para un hombre educado, con sentido del humor, sentido de la paciencia y sentido de Dios, que es como decir sentido de valentía. Y un artista, además, cuya mente y cuyo corazón respondían a los acordes secretos de la buena música.
Se tumbaría en divanes andrajosos y pensaría en ello. Intentaría reírse.
—De nada sirve sucumbir, rediez. De nada en absoluto. ¿Acaso no lo sabes? ¿Verdad que no?
Conoció a Queenie en un pub