El señor Doubler y el arte de cultivar patatas - Seni Glaister - E-Book

El señor Doubler y el arte de cultivar patatas E-Book

Seni Glaister

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Beschreibung

Cocidas, en puré, asadas o fritas, el señor Doubler lo sabe todo sobre las patatas, pero no se puede decir lo mismo de las personas. Desde que perdió a su esposa vive solo en la granja Mirth y él está encantado. Las multitudes son para otras personas. La única compañía que necesita son sus patatas y la señora Millwood, su asistenta, que le visita todos los días. Así que cuando esta se pone enferma todo se desmorona para él, y el señor Doubler empieza a pensar que a lo mejor ha perdido su camino, ¿pero podrá la amabilidad de las personas extrañas hacer que salga de su burbuja? "Absolutamente encantadora". Marian Keyes "Divertido, sabio y encantador". Daily Mail "Tan dulce como un helado". Metro "Pura delicia —te hará reír y llorar a partes iguales—. Absolutamente cautivador". Veronica Henry, autora best seller del Sunday Times "Recuerda a Un hombre llamado Ove; esta historia dulce y emotiva es un amable relato sobre cómo encontrar tu sitio en la comunidad y además sus personajes hacen que sea absolutamente delicioso leer esta novela". Australian Women's Weekly

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Seitenzahl: 576

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Título español: El señor Doubler y el arte de cultivar patatas

Título original: Mr. Doubler Begins Again

© Seni Glaister 2019

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, María Porras Sánchez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Jelena Opaca - Bürosüd

Imagen de cubierta: Plainpicture

 

ISBN: 978-84-9139-381-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Penelope Glaister, madre inspiradora e indispensable

Y en recuerdo de:

 

Mary Ann Brailsford (1791-1852)

Marie Ann Smith (1800-1870)

John Clarke (1889-1980)

 

Y de todos los demás héroes olvidados de los huertos y los campos

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Doubler era el segundo productor de patatas del condado. Si bien su rival producía más patatas que él (por un margen significativo), a Doubler le traía sin cuidado. La motivación personal de Doubler no era la cantidad, sino la calidad, y el simple hecho de que su adversario poseyera más tierras que él tenía poco que ver con sus respectivas habilidades para cultivar patatas.

A diferencia de su rival, Doubler era todo un experto. Comprendía las patatas como nadie las había comprendido nunca. Esperaba comprender las patatas tan bien como John Clarke, otro grande de la patata. El señor Clarke, tristemente célebre productor de patatas y agricultor, era una inspiración para Doubler, y este buscaba su consejo a menudo, pues le formulaba preguntas en voz alta mientras recorría sus tierras y escuchaba sus respuestas en forma de susurros mientras trabajaba en sus notas, donde incluía los hallazgos del día. Aunque no habían llegado a conocerse y Clarke llevaba muerto varias décadas, Doubler encontraba un gran consuelo en sus conversaciones.

En los últimos tiempos, los experimentos de Doubler marchaban viento en popa y, como presentía que estaba a punto de hacerse un hueco en la historia del cultivo de la patata, siempre le acompañaba (a veces alojada en el corazón y otras en el estómago) una pequeña burbuja de emoción forjada por la esperanza. Doubler no era un hombre optimista por naturaleza, y saber que pronto podría ocupar un puesto entre los más influyentes productores de patatas de todos los tiempos le emocionaba y le sumía en un estado de excitación nerviosa, no exento de impaciencia y de inquietud.

Porque, para Doubler, su legado lo era todo.

Sin embargo, el legado de Doubler había atraído cierta atención indeseada. La amenaza más reciente había llamado a la puerta de su casa esa misma mañana. Había llegado en un sobre amarillo y llevaba su nombre impreso en una pegatina blanca, algo que sugería una profesionalidad siniestra por parte del remitente. Tampoco auguraba nada bueno que la amenaza hubiera sido precedida por otros dos sobres recibidos con anterioridad. Las tres cartas eran de Peele, el primer productor de patatas del condado, tres sobres que ahora yacían juntos en la oscuridad del cajón del aparador y que habían pasado de ser simple correspondencia a una campaña en toda regla. A Doubler le preocupaba esta situación y sopesaba cómo podía afectar a su éxito inminente mientras inspeccionaba sus tierras, nervioso.

Un viento brutal había concentrado el aire helado de todos los valles adyacentes y lo había depositado sin piedad sobre Mirth Farm, posibilitando que la temperatura fuera agradable en todas partes menos en el hogar de Doubler, situado en una colina. Sin embargo, a pesar de esto, Doubler no apretó el paso. De regreso a la casa de la finca, rodeó el perímetro del patio, se detuvo a comprobar el ángulo de la nueva cámara de vigilancia y los candados de cada uno de los graneros. Incluso en sus días más felices, cuando su mujer estaba con él, había sido un hombre cauto con predisposición nerviosa, pero ahora, a raíz de las amenazas recientes, sus inspecciones diarias en Mirth Farm habían alcanzado nuevas cotas de intensidad, y había incorporado a su rutina una multitud de comprobaciones adicionales que había interiorizado rápidamente, como si le hubieran acompañado durante tanto tiempo como las estaciones.

A pesar de su nerviosismo, las medidas recientes que había tomado para proteger Mirth Farm de su adversario le fortalecían, de manera que después de colgar el abrigo y el sombrero, se concentró de inmediato en el paquete que había llegado en el correo del día anterior con la esperanza de que el contenido contribuyese a reforzar sus defensas. Tal y como esperaba, el paquete contenía unos prismáticos nuevos que examinó con ojo crítico. Quitó la tapa de las lentes y volvió a colocarla en su sitio, repitiendo varias veces la operación, satisfecho con lo bien que encajaba. Se acomodó con decisión en el asiento situado junto a la ventana, y procuró reducir la frecuencia de su respiración durante unos instantes antes de llevarse su nuevo obsequio a los ojos.

Jugó despacio con la rueda de enfoque, desplazando poco a poco el objetivo a izquierda y derecha con movimientos diestros, cada vez más amplios, hasta distinguir, con una claridad brillante y cegadora, un pinzón en el comedero para aves que colgaba de una rama retorcida del manzano más cercano. Doubler se detuvo un instante para felicitarse por haber identificado el pájaro.

—¡Un pinzón! —exclamó sorprendido.

Hacía solo una semana, habría sido otro pajarillo cualquiera revoloteando antes de zamparse los frutos de sus setos. Este conocimiento recién adquirido, la identificación inequívoca, le provocaba una sensación de placer que no era capaz de determinar, pero lo obligó a detenerse en el pinzón unos segundos más. Enfocó los ojos brillantes del pájaro. Doubler estaba impresionado. Estos prismáticos eran muy superiores a su último par, y sin duda contribuirían a que su trabajo fuera más seguro. Enteramente satisfecho, dirigió la vista a la derecha y enfocó un objeto mucho más distante: el portón de acceso a Mirth Farm, al pie de la colina.

Doubler evocó el tacto del portón cuando levantó el pestillo y lo abrió por completo. Hubo un tiempo en el que lo abría y cerraba con regularidad, cuando apenas tenía preocupaciones. Había instalado el portón él mismo y siempre se había abierto con facilidad, sin chirriar ni presentar resistencia. Sin embargo, las idas y venidas se habían acabado para Doubler: ahora era un hombre de Mirth Farm en el sentido estricto.

No había llegado a esa situación gradualmente, no es que poco a poco se hubiera vuelto cada vez más solitario. En realidad, en el momento en que sus hijos se marcharon de casa, decidió que no volvería a abandonar Mirth Farm. Si uno nunca se marchaba, se había dicho, desaparecía la posibilidad de no regresar.

Doubler volvió a la realidad cuando vio que un coche se aproximaba por la carretera de acceso a la finca. Era la señora Millwood, cuya llegada esperaba, pero notó cómo se le tensaban los músculos y se le erizaba la piel de la nuca. El considerable peso de los prismáticos mitigaba su ansiedad y le reconfortaba mientras seguía con ellos la trayectoria del vehículo. Observó cada movimiento hasta que su visitante se apeó del cochecito rojo, abrió el portón de madera, avanzó con el vehículo y volvió a apearse para cerrar el portón tras ella.

Tan pronto como el vehículo entró en su propiedad, distinguió el número de matrícula y tomó nota del mismo en el margen del periódico, con la intención de transferirlo después al libro de registro que tenía pensado pedir para este propósito concreto. El coche avanzaba a buen ritmo colina arriba, desaparecía de la vista durante varios segundos para luego reaparecer tras cada curva. La subida a Mirth Farm era larga y lenta, y Doubler observó que la calidad del vehículo probablemente tuviera poco que ver con la velocidad a la que se aproximaba; si acaso, cuanto más rápido fuera el coche, más despacio avanzaría, ya que los conductores de coches veloces tendían a ponerse nerviosos con las rodadas, los baches y los cantos relucientes de pedernal que amenazaban las llantas a cada curva. Doubler se prometió que comenzaría a cronometrar cuánto invertía cada coche en el trayecto para probar su teoría. A decir verdad, no le gustaba dejar nada al azar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Nueve minutos más tarde, la señora Millwood entró sin anunciarse por la puerta de la cocina. Los sonidos que acompañaban su llegada nunca variaban, y Doubler prestó atención mientras ella colgaba sus llaves, se quitaba el abrigo, dejaba el bolso y se cambiaba el calzado de calle por otro de estar por casa. Farfulló ostensiblemente entre dientes al descubrir que el cubo de basura orgánica repleto de mondaduras de patata había rebosado sobre la antigua tabla de cortar de madera. La reprimenda fue a más mientras buscaba a Doubler, que se había colocado en posición de firmes.

—¡Señor Doubler! Ha vuelto a ensuciar la cocina de forma desmedida.

Doubler la observó mientras ella revoloteaba a su alrededor, sin parar de ordenar los montones, ahuecar, rozar y enderezar. «Si la señora Millwood fuera un pájaro, sería un reyezuelo», pensó él con alegría, mientras la veía afanarse con movimientos cortos.

—Está hecha un desastre, lo reconozco. Lo siento.

—Es un desastre porque usted la deja así. La disculpa es innecesaria, lo mejor sería empezar por evitar el desastre.

La señora Millwood acababa de arrastrar una silla de madera al extremo de la habitación, y un instante después ya se había subido a ella para colocar una pila de libros no leídos que habían aparecido misteriosamente en sus brazos. Doubler pensó que parecía que los colocaba, pero cuando inspeccionaba las estanterías después de que la mujer se marchaba, siempre estaban ordenados de cierta manera. Antes de que pudiera estudiar su metodología, ya se había bajado de las alturas y llevaba un plumero en la misma mano que hacía un momento sostenía libros.

—Ha estado otra vez con sus patatas, ya veo —dijo ella decepcionada.

—Mis patatas. Sí. Yo…

Doubler quería compartir sus preocupaciones de inmediato en lugar de esperar hasta la hora de la comida. Tenía demasiadas prioridades en conflicto rondándole la cabeza y necesitaba el pragmatismo de la señora Millwood para dotarlas de cierto orden. Se levantó de su asiento como para disponerse a zanjar aquel asunto, pero la sangre se le subió a la cabeza y se hizo un lío con las ideas mientras buscaba en vano las palabras que amenazaban con poner fin a una década y media de rutina por ponerse a charlar antes de que ella terminara las tareas domésticas. Cuando recuperó el hilo (un hilo del que, si se tiraba, acabaría por revelar su alma), ella se había marchado, dejando un rastro de polvo tras de sí.

Mientras se esforzaba por recuperar la compostura, oyó que la señora Millwood arrastraba la aspiradora por el piso de arriba y supo que la había perdido durante las dos horas siguientes.

Doubler se paseó por la cocina cabizbajo, fruto de la desazón provocada por la soledad. Notaba cómo el frío glacial de las gruesas losas de piedra se colaba a través de los calcetines hasta llegar a sus pies, pero se fueron caldeando a medida que se aproximaba a la cocina de leña y se detenía allí para entrar en calor. A su izquierda, sobre una ancha tabla de cortar de madera gastada y alisada por los cortes y restregones de un carnicero que hacía tiempo había pasado a mejor vida, había tres grandes cazuelas de estaño del tipo que habrían usado las cocineras victorianas para preparar chutney y mermelada en grandes cantidades. Cada cazuela estaba tapada con un paño cuadrado de muselina, y se dispuso a retirarlos para examinar el contenido. Ayudándose de un cucharón de madera para hurgar en la primera capa de patatas, les echó un vistazo con ojo crítico y luego fue en busca de la tablilla sujetapapeles correspondiente. Cada una sostenía un grueso fajo de folios escritos con la caligrafía inmaculada de Doubler. Con pulso firme había anotado a lápiz fechas, medidas, cifras y fórmulas, bocetos y diagramas que llenaban las páginas y que ya de por sí, sin necesidad de más interpretación, revelaban que el estudio tenía algo de maravilloso. Sin embargo, bajo la mirada experta de un especialista en el cultivo de la patata, las páginas mostraban la ambición de una vida entera, una investigación revolucionaria. El trabajo, acompañado de notas al pie y apéndices, ilustraba las esperanzas y los sueños de un hombre decidido a dejar su impronta, aunque consciente de que el tiempo corría en su contra.

Con un tenedor de acero, Doubler cató varias patatas de cada lote. Extrajo unas cuantas de la cazuela que menos le había gustado, las hirvió rápidamente en agua salada y las dejó apartadas para su almuerzo.

Complacido con los preparativos, se dispuso a tomar nota de sus hallazgos matutinos. Para tal fin, se sentó a la enorme mesa de madera —que en sus orígenes había sido de pino claro sin barnizar, aunque ahora presentaba tantos cercos de agua, tantas quemaduras de cacerolas hirviendo y había sido pulida tantas veces con cera, que había adquirido el tono y las vetas de la madera noble— y extendió sus papeles, consultando con frecuencia las páginas anteriores. Sus hallazgos encajaban con las conclusiones previas, y resultaba evidente que su investigación era irrefutable, pero le calmaba añadir más fechas, más información, más pruebas, mientras los días se hacían más largos, el suelo se descongelaba y la tierra se preparaba para el incremento de las temperaturas y la llegada de una nueva producción que confirmara sus pesquisas.

Doubler trabajó sin pausa durante una hora: tomó notas, rectificó y comprobó su trabajo y subrayó (otra vez) sus conclusiones. Sin ser interrumpido aún por la señora Millwood, se dispuso a hacer la segunda ronda por sus tierras, una rutina que llevaba a cabo cuatro veces al día sin falta. Se puso un jersey grueso, reconfortado por la calidez de la lana rasposa; después, se subió la cremallera del abrigo encerado y bajó las orejeras del gorro para impedir el paso del viento antes de abandonar el amparo de la casa de la finca.

El aire estaba en calma, como suspendido en el ambiente, un fenómeno exclusivo del mes de febrero que él adoraba. Había pasado la grada recientemente y la tierra color chocolate brillaba bajo el sol pálido del invierno, mientras que el agua de lluvia se había acumulado en los surcos resplandecientes creando un bello paisaje a rayas hasta donde alcanzaba la vista. Hoy había pájaros nuevos planeando sobre los campos en grandes bandadas marrones; eran de mayor tamaño que las golondrinas, que sí era capaz de distinguir con facilidad, pero imposibles de identificar bajo su mirada inexperta. Se juró que llevaría los prismáticos la próxima vez que repitiera el circuito. Aunque no los había comprado para el avistamiento de aves, de repente sentía la necesidad de saber quiénes eran estos recién llegados, convencido de que una semana antes no estaban allí.

Caminaba despacio, bordeando las lindes del campo, siguiendo los setos torcidos, espesos e impenetrables a pesar de la falta de hojas nuevas. Se dirigió a uno de los dos puntos más altos de la finca, un altozano desde el que se divisaba toda la zona norte. Desde allí podía recorrer con la vista cada parcela y compararla con su registro mental. En esta época del año había poco que reseñar, aunque dentro de un mes, cuando el riesgo de las heladas más fuertes hubiera pasado, estudiaría el terreno minuciosamente para elegir el momento óptimo para la siembra. El invierno le daba el respiro necesario para preparar la tierra y mantener la maquinaria ya que, por el momento, bastaba con supervisar los campos, dar las gracias a la tierra y honrarla, pues contribuía a sentar los cimientos del buen hacer que le dispensaría en los próximos meses.

Después de recorrer el perímetro completo de la parcela de mayor tamaño, subió por la pendiente, encajando sus pasos a las subidas y bajadas de uno de los surcos, midiendo mentalmente la extensión del terreno solo por el mero hecho de que tal actividad le reconfortaba. A lo largo de las estaciones, la tierra aumentaba y menguaba en altura y potencial a medida que los cultivos crecían y se marchitaban; que la cosecha fuera un éxito o un fracaso dependía de la combinación alquímica de ciencia, habilidad y magia, pero la naturaleza, que siempre tenía la última palabra, se imponía con omnipotencia. Aunque la fortaleza de las plantas dependiera de muchos factores, el perímetro del terreno nunca cambiaba. Teniendo en cuenta que su paso era siempre igual de firme, la cuenta debía salir siempre idéntica, y así había sido desde que había comprado la finca, casi cuarenta años atrás.

Cuando dobló la esquina para acceder al patio, con la casa delante de él una vez más, volvió a comprobar las cerraduras de las puertas de los graneros. Por la finca había repartidos varios garajes y otros cobertizos, pero estos tres eran los que más placer le proporcionaban y más estrés le causaban. Al fin y al cabo, estas edificaciones contenían su legado.

Cada granero estaba cerrado a cal y canto con unas pesadas cadenas colocadas entre los barrotes de acero. Levantó la vista para comprobar el ángulo de la cámara y se saludó con un gesto un tanto preocupado, que luego vería en el monitor. Doubler había albergado la esperanza de que la cámara le diera seguridad, pero también había descubierto que le hacía compañía, y sentía un extraño placer al observarse cuando revisaba las grabaciones por la noche.

Doubler no inspeccionaría los dos graneros más grandes hasta que se hiciera de noche. Le gustaba que todo lo que contenían estuviera a oscuras, por eso no abría nunca las puertas durante el día. Sin embargo, advertía el cosquilleo de la vida abriéndose camino al pasar por allí, y casi podía oír los brotes rompiendo la piel de la cosecha del año anterior. El crecimiento podría ser minúsculo en esta época del año, pero si se multiplicaba por miles de patatas alineadas en estantes de madera, casi se podía notar en las inmediaciones el efecto de toda esa energía concentrada. O, al menos, eso le gustaba pensar a Doubler.

El tercer cobertizo, aunque inactivo en esta época del año, era el más valioso para Doubler. Si hubiera podido envolverlo en cadenas como un paquete gigante, lo habría hecho. En lugar de eso, se contentaba con las medidas que había instalado.

Echó un vistazo a su alrededor, asegurándose de que nadie lo viera mientras introducía el código de seguridad en el panel situado junto a la puerta para acceder a su almacén secreto. Se coló en su interior y cerró la puerta tras de sí. Tras inspirar hondo, se tomó un momento para disfrutar del aroma único que flotaba en el ambiente largo tiempo después de que el tubérculo se hubiera utilizado. Sí, una nariz entrenada distinguiría el olor a patata, pero también ese fuerte olor a limpio, a sabia y miel que cubría los restos. Pasarían varias semanas antes de que este almacén volviera a la vida, y a Doubler le encantaba verlo tan vacío y prometedor en invierno. Inspiró varias veces para saborear el aroma antes de encender una luz tenue e inspeccionar los grandes alambiques de cobre con sus fantásticos tubos, embudos y manómetros. A pesar de la escasa iluminación, el metal resplandecía.

—Buenos días —susurró con un deje de respeto en la voz. Para un lego en la materia, este artilugio debía parecer bastante misterioso, sobrecogedor incluso; para Doubler, sin embargo, cada pieza estaba llena de sentido.

El aparato ya estaba allí cuando había comprado la finca con su mujer, Marie. Lo había descubierto unas semanas después de instalarse, cuando comenzó a separar los montones de maquinaria herrumbrosa que el anterior granjero había dejado (el hombre había muerto súbitamente, quince años antes de lo que cualquiera se habría esperado, pero, aunque hubiera estado sobre aviso, Doubler dudaba de que hubiera ordenado ese montón de proyectos fallidos).

Cuando descubrió una pila de piezas metálicas tras los brazos de un tractor, varias empacadoras y unos sacos podridos de pienso, reconoció el tono verdoso del óxido de cobre y supo que tendría algún valor si encontraba al chatarrero adecuado. Pero entonces, cuando comenzó a separar concienzudamente el grano de la paja, comprobó que era un viejo alambique de los que se usaban para destilar vodka, y para olvidarse de las tribulaciones de la paternidad y de una esposa a la que siempre había decepcionado, se decidió a investigar el artilugio a fondo. Al principio había hecho una chapuza, colocando una pieza aquí y una pieza allá, preguntándose vagamente si alguna vez acabaría de restaurarlo como Dios manda, cuando, en un arranque de inspiración que no supo de dónde había salido, se vio impulsado a desmontar todo el dispositivo. Colocó las piezas de los componentes en el suelo antes de desarmarlas, las limpió y reparó, reemplazó juntas y válvulas, y luego ensambló la estructura completa, participando del proceso con la destreza de un mecánico y la paciencia de un fabricante de órganos.

Ahora conocía la maquinaria de memoria, estaba familiarizado con sus crujidos y sus cambios de humor, y sabía cómo ponerla a punto a la perfección, tratándola con el respeto que una pieza de ingeniería tan antigua merecía. Doubler era plenamente consciente de que las técnicas modernas habían superado con creces a su viejo trasto, pero precisamente el resultado que se obtenía con él contenía imperfecciones idiosincráticas propias de su naturaleza que provocaban que el producto final artesano fuera tan único y deseable; en su sótano descansaban en ese momento varias botellas del mismo.

Tras completar su inspección, Doubler apagó la luz y cerró la puerta tras él, después de tirar dos veces del pomo para asegurarse de que quedaba bien cerrada. Mientras regresaba al patio, levantó la vista en dirección al sol, que ahora se aproximaba a la esquina de la pared de la cocina, y se apresuró a entrar, consciente de que había invertido satisfactoriamente el tiempo hasta la hora de comer, cuando, por fin, podría compartir sus preocupaciones con la señora Millwood.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Mientras la señora Millwood se afanaba en la cocina preparando la tetera para los dos y poniendo los platos en la mesa ya ordenada de la cocina, Doubler se preparó el almuerzo. De la oscuridad de la despensa sacó un par de chalotas tras comprobar su dureza con el pulgar y el índice, después de tantos meses.

—Superan a su prima la cebolla —declaró ante la señora Millwood, que lo observó cortar los bulbos en daditos con una mirada de desconfianza que él advirtió mientras trabajaba—. ¡Mire esto! ¡Qué delicia! —Los bulbos resplandecían con un blanco iridiscente y notaba los trozos crujir bajo el cuchillo. Los echó en una sartén y los ablandó durante unos segundos en mantequilla antes de añadir las patatas y aplastarlas hábilmente con la parte redondeada de un tenedor—. ¡No hay que hacerlas puré, ya sabe, solo chafarlas! —respondió alegremente a una pregunta que no le habían hecho.

Tras sazonarlas con el pimentero dos veces con sendos movimientos de muñeca, se llevó el plato humeante a la mesa.

La señora Millwood estaba abriendo su táper y sacando los sándwiches que preparaba todos los días en un sinfín de variedades.

—Lo que le vendría bien ahí, señor Doubler —dijo señalando el plato con un gesto de la cabeza—, es un buen trozo de queso cheddar fundido.

—¿Cheddar? ¿Fundido? Dios santo, no, señora Millwood. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Para darle un poco de sabor, ya sabe. O vitaminas. No se puede vivir solo de patatas.

Sabía que era una frase provocadora, pero no pretendía provocar, el comentario era producto de una preocupación genuina y constante por su alimentación.

—Ay, señora Millwood. No creo que deba ponerla al corriente de los beneficios de la patata británica, ¿verdad? Sabe tan bien como yo que la patata produce más proteínas por acre al día que el arroz o el trigo.

—Pero no pienso comerme un acre de patatas, señor Doubler. Solo quiero que mi almuerzo sea sabroso. Sabroso y saludable.

—¡No me venga con alimentos saludables! El valor biológico de la proteína de la patata es superior al del trigo, el maíz, los guisantes o las judías. Las patatas son tan buenas para usted como la leche, y nadie negará que la leche sea beneficiosa para la salud, ¿o sí?

—Conozco perfectamente bien los beneficios de la patata británica. —Y así era. La noche anterior había ilustrado sobre esta cuestión a las damas de su grupo de punto, que habían mostrado su asombro ante la información, el nivel de conocimientos de la señora Millwood y lo persuasivo y pasional de su defensa—. Pero un poco de cheddar fundido para darle sabor le vendría de perlas.

Doubler dejó el tenedor y miró con seriedad a su compañera de almuerzo.

—Señora Millwood. El calor es lo peor que le puede pasar a un queso cheddar. Todo lo que conseguiría sería extraerle la grasa y destruir el sabor. Si alguien se toma la molestia de hacer un cheddar decente, solo hay una manera de comérselo.

En ese momento, fue a la despensa y trajo un paquete grande envuelto a conciencia en papel encerado y atado con cordel.

—Permítame que se lo muestre —declaró con movimientos exagerados sin apartar la vista de su público—. El cheddar se sirve en tabla de madera. Nada de cerámica ni porcelana. Esa es la primera regla —dijo con firmeza colocando el cheddar envuelto en el centro de una tabla de cortar de madera—. Los aceites y sabores naturales de la madera son absorbidos por el queso y lo dotan de una particularidad que no puede replicarse por otros medios. Segundo, la madera es porosa. No crea una barrera impenetrable frente al queso, de modo que le permite respirar.

La señora Millwood parecía contener la respiración.

—Dejar que el queso respire es otra regla. De lo contrario, suda y eso no es bueno. Un cheddar sudoroso es lo peor —dijo Doubler desenvolviendo el paquete con cuidado.

La señora Millwood negó con la cabeza con solemnidad.

—Siguiente regla. —Levantó el dedo índice para llevar la cuenta, y de pronto fue consciente de que en realidad había muchas reglas que atañían al cheddar y de que probablemente necesitaría anotarlas—. Solo un corte, señora Millwood, o, en cualquier caso, cuantos menos cortes, mejor. —Utilizó una navaja para hacer una incisión diagonal en la parte más estrecha hasta que pudo partirlo con los dedos—. El cheddar es un queso para los dedos: una auténtica experiencia sensorial. Se respira, se toca y se saborea. El tacto es la parte que uno no se puede perder. Al tocarlo con los dedos, prepara su cerebro para lo que viene a continuación. No es ninguna sorpresa. Mi cerebro se prepara para el intenso sabor del cheddar porque mis dedos lo han probado antes que la boca. ¿Lo ve?

La señora Millwood lo observaba atenta mientras sostenía el sándwich distraídamente, con el ceño fruncido.

—Entonces, se hace un corte con el cuchillo y se rompe con los dedos para vivir la experiencia completa. Se puede tomar con una manzana; probablemente la reineta Cox’s Orange sea la idónea, pero no soy ningún pedante, señora Millwood. Y chutney. Hay que buscar un chutney dulce o algo lo bastante seco y agrio. Le prepararía una degustación con dos de mis recomendaciones, pero el chutney es algo muy personal, es cuestión de gustos. Cualquier cosa menos pepinillo: la salmuera competiría con un buen cheddar en lugar de complementarlo. Las competiciones en el plato sobran. Lo que uno busca es armonía. Armonía y tono. Piénselo como si fuera una composición musical y usted fuese la directora de orquesta.

La señora Millwood se quedó mirando su sándwich y lo probó con cautela.

—¿Calentarlo? No. No fundiría un buen cheddar ni aunque hiciera frío. Es un desperdicio total.

—Siento haber hablado. —La señora Millwood le dio un buen mordisco desafiante a su sándwich, negándose a sentirse avergonzada por su queso cortado a cuchillo en finas lonchas, acompañado de jamón de supermercado, mostaza, pepinillo, pimiento y lechuga—. Riquísimo —dijo tomando un bocado aún más grande. Y después de rebajar el sándwich con un trago generoso de té añadió—: Pensé que así alegraría su almuerzo.

—Bueno, sí. No estoy en contra de añadir un poco de queso a las patatas, pero no en este contexto, y nunca con cheddar. Hay muchísimos quesos que se pirrarían porque los fundieran. Incluiría casi toda la familia de los quesos de cabra en esa categoría —dijo descartando toda la variedad con un gesto de la mano—, pero no me interesa añadirle sabor. Estoy trabajando, señora Millwood, y lo que quiero probar es la patata.

—¿Está satisfecho con las patatas de hoy?

—¡Oh, sí, sí! Estoy encantadísimo. Se han portado magníficamente. Hay pocas novedades, y eso es positivo. Los datos se confirman. —Doubler bajó la voz un poco para añadir en tono conspirador—: En cuanto los expertos, nuestros amigos extranjeros, certifiquen mi hallazgo, se acabó.

La señora Millwood lo miró con atención.

—¿Se acabó su investigación? ¿Se acabaron sus patatas? ¿Qué es lo que se acabó? —La voz de la señora Millwood dejaba traslucir la preocupación. Ya lo conocía la última vez que algo se acabó y ese algo casi terminó con su vida.

Doubler advirtió su preocupación y se dispuso a asegurarle que su motivación, sus ganas de vivir y su apetito por la investigación no se habían terminado.

—Creo que nunca me desvincularé del todo de las patatas. Las llevo en la sangre. ¿En qué otra cosa iba a ocupar mi mente si las patatas no llenaran cada instante de mi vida laboral? Pero con el análisis detallado sí, creo que he acabado con eso. No veo que haya margen de mejora ni preguntas sin respuesta. Una vez que reciba la validación, supondrá el fin de un largo periodo de trabajo duro. Si estoy en lo cierto y reconocen formalmente mi investigación, entonces supongo que tendré que pensar en otro proyecto, o dedicar los años que me quedan a procurar que mi trabajo se conserve debidamente para que puedan disfrutarlo las generaciones venideras. Será el momento más significativo de mi vida, de eso no hay duda. Evidentemente, todavía estoy esperando la notificación oficial del instituto y, como podrá comprobar, la espera no me está resultando nada fácil. —Suspiró pesadamente, socavando toda pretensión de confianza de la que acababa de hacer gala.

La señora Millwood sabía tan bien como él que no llevaba bien la espera. Ella también esperaba las noticias con impaciencia. Después de todo, desde que él le había revelado su descubrimiento, ella había contribuido sustancialmente a que tomara esta iniciativa que esperaban que culminara con la confirmación científica que él tanto ansiaba. Ella había investigado a fondo las opciones disponibles; sin traicionar ninguna de sus confidencias, se había dejado aconsejar en materia legal, en temas de copyright, patentes y asesoramiento científico, y en muchos aspectos estas consultas habían sido tan meticulosas y esmeradas como los esfuerzos del propio Doubler.

La situación, tal y como ella le había explicado con cautela durante un almuerzo, era la siguiente: durante las décadas que él había dedicado a cultivar patatas, la agricultura había avanzado y lo había dejado atrás. Por lo visto, la ciencia de las patatas estaba en manos de los grandes productores, aquellos que podían beneficiarse más a nivel comercial si mejoraban significativamente el proceso. Los grandes productores de patatas prefritas para horno estaban a la cabeza de las labores de investigación y desarrollo, y también las cadenas de comida rápida tenían un interés considerable en las plagas.

—¡Quién habría pensado que las patatas de horno tenían tanto poder, señor Doubler! —había exclamado ella, antes de continuar con sus lúgubres pesquisas.

A pesar de su significativa producción, Doubler no había cerrado tratos con estos socios comerciales y nunca había colaborado con ellos. Del mismo modo, gracias al feliz descubrimiento durante su limpieza meticulosa del granero, Doubler se metió discretamente en el negocio del vodka, pero nunca a gran escala. Así, aunque él era un colaborador muy apreciado y respetado, la industria del vodka se movía por sus propias regulaciones y la legislación específica presentaba todo un desafío. Doubler no era lo bastante importante ni para aquellos que financiaban la investigación ni para los grupos de presión que defendían a los grandes productores de patata, y desde luego era insignificante para las compañías de bebidas. Doubler no se movía en los círculos adecuados.

La señora Millwood había investigado a conciencia y pronto descubrió, alarmada, los dobleces de la vida corporativa. Había invertido mucho tiempo en hablar con algunas cabezas pensantes de la abogacía y todas le habían recomendado que no se precipitara al compartir los hallazgos de su amigo anónimo hasta que encontrasen un socio con mucho dinero que les ofreciera garantías científicas. Debía andarse con cuidado y saber por dónde pisaba, ya que algún peón sin escrúpulos en la cadena de suministro podría quedarse su investigación y atribuírsela, o restar importancia a sus hallazgos sin pensárselo dos veces. Tal y como había declarado una de esas cabezas pensantes:

—Como se huelan lo que está tramando en su finca, los peces gordos se lo merendarán y escupirán los huesos.

Por este motivo, un día durante el almuerzo le presentó a Doubler una solución que llevaría algo más de tiempo, pero que presentaría su trabajo ante los expertos más respetados y cualificados.

Y, así, después de mucho investigar, la solución de la señora Millwood fue buscar la certificación no partidista del Instituto para la Investigación y Desarrollo de la Patata del Norte de la India. Ahora esperaban respuesta de esta ilustre institución.

—Bien, echemos un vistazo. —La señora Millwood hurgó en su bolso en busca de un pequeño diario de cuero y lo hojeó—. Enviamos el paquete justo después de Navidad, ¿verdad? Aquí lo tenemos. El veintisiete. Hay que tener en cuenta los retrasos habituales con las vacaciones y esas cosas, pero, aun así, han pasado seis semanas.

Doubler parecía sombrío.

—Pero seis semanas no es tanto tiempo si nos detenemos a pensarlo. Va por vía terrestre, no por correo aéreo, y no sé cómo funcionará su servicio postal. Démosles cuatro semanas, ¿de acuerdo? Y luego necesitarán algo de tiempo para procesarlo… ¿dos semanas? No queremos que vayan con prisas. ¿Cuatro entonces? Cuatro semanas para hacer un trabajo impecable. Y queremos que hagan un trabajo impecable, ¿no es así? Y luego otras cuatro semanas para el correo de vuelta. Creo, señor Doubler, que su inquietud es prematura. Opino que, si no ha sabido nada de ellos a principios de abril, podría empezar a plantearse que ha habido un problema.

—¿Qué clase de problema? —En el ceño fruncido de Doubler se concentraban toda una serie de temores indefinidos.

—Retrasos en el servicio postal. Error administrativo por su parte. Traspapelado en la oficina de correos de destino. Y también hay que considerar el aspecto técnico. Consideran que su trabajo no es importante. Creen que sus conclusiones son erróneas. No creen que sea merecedor de una respuesta.

Doubler se sintió alarmado ante cada posibilidad, aunque era la suma de todas (¿por qué iba a fallar en un aspecto si podía fallar en todos?) la que hacía que le diera vueltas la cabeza.

La señora Millwood le sonrió para calmarlo.

—¿No sabe lo inútil que resulta preocuparse por esas cosas? No nos podemos preocupar por aquello que escapa a nuestro control. Tiene su finca. Tiene sus patatas. Ha hecho descubrimientos, señor Doubler. Y se los reconocerán.

Al ver que sus palabras no causaban gran impacto, la señora Millwood sacó un arma más poderosa de su arsenal.

—¿Cree que el señor Clarke se vino abajo ante el primer obstáculo?

Doubler lo meditó. Se imaginó a su gran héroe trabajando a la luz de una vela, anotando sus propios hallazgos con un lápiz minúsculo. Pensó en todas las generaciones de patatas que debía haber cultivado sin ningún propósito, solo por el deseo ferviente de mejorar la especie para beneficio de todos. Pensó en el logro que esto representaba para un hombre sin formación alguna. Doubler se avergonzó.

—No, claro que no. El señor Clarke superó todos los obstáculos.

La señora Millwood se rio para sus adentros.

—Lo hizo, ¿verdad? Y mírese, avergonzado y con la cabeza gacha, y eso que aún no ha sufrido ningún revés.

—Tiene usted razón, como siempre. Y, a diferencia de mí, el pobre señor Clarke no contó con ningún modelo a seguir. Pero, señora Millwood, usted entiende mi preocupación, ¿verdad? Esta es la obra de mi vida. Yo también he hecho sacrificios sobre la marcha y necesito saber que mi esfuerzo significa algo, que mi propósito no ha sido en vano. Quiero mi legado.

Se levantó y se acercó a la ventana para mirar a través de ella, y tras quitar parte del vaho, observó cómo los últimos rayos de sol del invierno caldeaban los campos.

—Cuando me muera, señora Millwood, este trabajo será todo lo que quede de mí. Mis patatas son mi legado. Les he dedicado cada minuto de mi vida, y mis días más productivos ya han quedado atrás. Quiero dejar una impronta. Quiero demostrarle al mundo que ha merecido la pena. Quiero morir sabiendo que he marcado la diferencia. ¿Es demasiado pedir? ¿Estoy siendo muy codicioso?

La señora Millwood reflexionó con calma antes de responder.

—No es codicioso, pero quizá sí un poco impaciente. Usted tiene salud, señor Doubler, y lo que es más, dispone de mucho tiempo para marcar la diferencia. Debería considerarse afortunado.

Hizo una pausa y Doubler, concentrado en la vista, no reparó en la sombra de temor que asomó a los ojos de la señora Millwood. Entonces, se giró hacia ella y la miró inquisitivamente, a la espera de que siguiera hablando. Ella movió la cabeza con gesto triste y una sonrisa decidida en el rostro, y continuó en una dirección ligeramente diferente al primer razonamiento:

—No todos tenemos la oportunidad de hacer algo relevante, señor Doubler, debería estar orgulloso de todo lo que ha conseguido hasta ahora. ¿Y quién le dice que ha terminado ya con la obra de su vida? Eso solo el tiempo lo dirá. Verá que esperar al cartero es una nadería en comparación. Los hay que sufren considerablemente más por menos de un legado, señor Doubler.

La señora Millwood se dispuso a dar buena cuenta de su Granny Smith con gran entusiasmo y Doubler, agradecido una vez más por su enorme sabiduría y acostumbrado a que la asistenta tuviera mucho más instinto que él para las cosas de la vida, decidió no hacer ningún comentario acerca de la variedad de manzana que estaba comiendo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

El primer domingo de cada mes, la única hija de Doubler, Camilla, acudía a visitar Mirth Farm con su familia. La costumbre se venía repitiendo desde hacía años. Camilla había comenzado a hacerlo después de tener hijos, como si tuviera la capacidad de enseñarle a su padre el procedimiento correcto para mantener unida a una familia. Con uno o dos almuerzos sentó precedente, un par más hicieron de él una tradición, y a partir de entonces Camilla empezó a hacer alarde de ello con tal diligencia y orgullo que parecía que se hubiera colgado una medalla a la hija más devota.

—Es maravilloso saber que mis hijos forman parte de la vida de papá —le decía a su hermano, Julian, sin molestarse en ocultar una superioridad casi agresiva que muy rara vez podía exhibir ante él.

Por el contrario, Julian, el único hijo varón de Doubler, experimentaba sentimientos encontrados respecto a su papel en la familia. Él asociaba tanto la familia como Mirth Farm a la niñez y, ahora que era un adulto con responsabilidades adultas, su principal preocupación durante los fines de semana consistía en encargarse, guardando las distancias, de su costosa exmujer y de satisfacer los gustos igualmente caros de sus dos hijos, que no tenían el más mínimo interés en una finca de patatas tras haber vivido la clase de infancia que prefiere el césped al campo. Aunque le hubieran rogado ir a visitar al abuelo, Julian habría encontrado cualquier excusa para evitarlo. En Mirth Farm no había escapatoria posible a la paternidad y Julian se sentía expuesto. La vida en su casa era radicalmente distinta, pues proporcionaba un sinnúmero de distracciones y barreras que permitían a los niños y su padre coexistir sin tener que enfrentarse a la enormidad de los defectos del otro.

Hasta el momento, la implicación de Julian en la educación de sus hijos le había proporcionado pocos placeres más allá de la satisfacción de hacer números en el libro de contabilidad que llevaba en la cabeza. Sin embargo, sus responsabilidades filiales representaban una pesada carga sobre sus hombros, ya de por sí caídos, y lo notaba especialmente cuando se encontraba bajo el escrutinio de su padre y su hermana. No acababa de entender la necesidad de Camilla de imitar el comportamiento de una familia convencional de manera tan habitual, pero tampoco se fiaba de su propia respuesta emocional si intentaba cambiar o influir en ese patrón.

Camilla, no obstante, tenía muy claro cómo debían vivir estas ocasiones sus vástagos y, a pesar de que su infancia no había cumplido con la mayoría de las obligaciones que a ella le gustaba asociar con la institución de la familia, insistía en imponer sus necesidades a las de todos ellos. Se aseguraba de que Julian y sus hijos se sumaran a la visita al menos cuatro veces al año, y este domingo era una de esas ocasiones prescriptivas en las que el hijo de Doubler, su hija y sus cuatro nietos visitaban juntos Mirth Farm.

Durante sus muchos años de aislamiento voluntario, Doubler había aprendido a transitar el estrecho margen que separa el estar solo de sentirse solo. Lo primero, lo buscaba; lo segundo, le acechaba. No obstante, siempre tuvo la certeza de que prefería estar solo a que su familia se presentara de esa manera. Si Marie no se hubiera ido así, las cosas seguramente habrían sido diferentes. Su mujer y él habían criado juntos a sus hijos, y no le cabía duda de que, como abuelo, habría cumplido con la tarea como otro compromiso compartido. Sin embargo, no se había convertido en padre soltero por decisión propia, con la doble carga de deberes que implicaba, y evitaba cualquier contacto con los nietos por miedo a no cumplir con las expectativas por partida doble. Le molestaba profundamente la presión adicional que le había impuesto el seísmo tras la marcha de su esposa.

De todas maneras, a Doubler le gustaba estar solo. Disfrutaba del silencio, y su intelecto necesitaba pocos estímulos aparte de los que le proporcionaban sus patatas, su sótano bien surtido y su almuerzo diario con la señora Millwood. A decir verdad, había acabado por sentir pánico frente a estos momentos familiares, pero sabía que, cuanta más normalidad fuera capaz de aparentar, antes lo dejarían tranquilo para que siguiera a lo suyo un mes más. Esto también significaba interactuar lo mejor que podía, fingir interés en quienes le rodeaban, evitar los temas que solían causar conflicto y no permitir bajo ningún concepto que su familia se enterase de que había elegido pasar la vida como un ermitaño.

Julian no estaba demasiado interesado en las idas y venidas de su padre, y Doubler lo sabía. Sin embargo, si Camilla supiera lo mucho que se había apartado de la sociedad y que tenía intención de continuar indefinidamente así, entonces la decepcionaría todavía más. Al parecer, el engaño urdido por Doubler había dado resultado, ya que su hija se había creído a pies juntillas que su padre se encontraba «todo lo bien que uno puede esperar dadas las circunstancias».

Una de las grandes puestas en escena de Doubler para dar la impresión de estabilidad y lucidez era la preparación de un almuerzo dominical perfecto. Cada vez le producía mayor placer cocinar bien, y estas visitas le ofrecían la oportunidad de poner sus conocimientos en práctica. Era capaz de hacer un asado para ocho personas sin que ninguna de ellas reparase en la pericia necesaria. Para las visitas, el almuerzo se reducía a bandejas de comida bien caliente saliendo de la cocina de leña a la una en punto, sin apenas percatarse de ninguna de las decisiones determinantes que diferenciaban un buen almuerzo de domingo de uno excelente. Su truco era tenerlo todo listo mucho antes de que llegara nadie; preparaba hasta la salsa. Lo único que tenía que hacer mientras su familia se reunía en la cocina molestándolo con detalles de sus vidas insignificantes era sacar la ternera del horno, meter los púdines de Yorkshire y darle un último toque a la salsa agregando los jugos de la carne mientras la ternera reposaba antes de cortarla.

En cuanto a la siguiente generación (la «f3», como a él le gustaba llamarla de broma), apenas si le interesaban sus nietos. Le fascinaba ver qué genes suyos se habían perpetuado en ellos (si es que había alguno), pero eso podía observarlo de reojo mientras se afanaba en la cocina. Tal y como había aprendido, el problema con los humanos era que sus ciclos vitales eran demasiado largos para que la genética tuviera un peso significativo. Cuando los rasgos débiles o indeseados de un especimen se hacían del todo visibles, era probable que este ya se hubiera reproducido también.

Sospechaba que Marie, si todavía estuviera con ellos, habría sido una abuela buena y activa, interesada por los progresos escolares de sus nietos, sus actividades extraescolares, los dientes caídos, los nuevos cortes de pelo o los pequeños triunfos que todo el mundo creía necesario comentar, pero que a Doubler le parecían aburridísimos. Marie habría sido una abuela excelente, por eso Doubler no rehuía del todo sus obligaciones, sino que asentía y escuchaba e incluso hacía algún que otro comentario de vez en cuando, fingiendo interés lo mejor que podía. Lo que trataba de observar en sus nietos era algo que pudiera atraer su atención. Un indicio de mejora genética que implicara que no se convertirían en la encarnación aburrida de sus padres.

A los hijos de Julian, nacidos con la misma porción generosa de ADN que sus primos, ya los habían echado a perder con una educación exclusiva. Aunque todavía eran pequeños, eran altivos, como su padre, y a falta de una vida familiar estable, pronto aprenderían a utilizar la culpa de su progenitor en beneficio propio. A eso les enseñaba su educación de colegio privado, a identificar la debilidad en los adultos y sacarle partido. Esta tendencia les ayudaba a conseguir cosas caras como viajes al extranjero para ver partidos de críquet o para esquiar, dispositivos electrónicos y una forma de comportarse, como si se lo merecieran todo, que les garantizaría una carrera profesional exitosa en el futuro.

Por su parte, los hijos de Camilla eran algo más pequeños y era difícil saber en quiénes se convertirían en los años venideros. Doubler tenía algunas esperanzas puestas en ellos, pero esperaba que le mostraran sus cualidades como el cazador espera que el perro de caza le traiga su presa. No le gustaban lo suficiente como para intentar sacar de ellos lo mejor o para tratar de influir en las personas en las que se convertirían.

Ese día se presentaron con el habitual revuelo de abrigos y botas de agua tiradas en mitad de la cocina mientras Doubler, que se enorgullecía de mantener su casa mínimamente arreglada durante los fines de semana, iba tras ellos ordenándolo todo a la vez que le daba los toques finales al almuerzo.

Cuando se sentaron a comer, Camilla les sonrió a todos con benevolencia.

—¡Qué ocasión tan especial! —dijo igual que hacía siempre—. Lo más importante es estar juntos como una familia unida, ¿no creéis?

Su marido, un hombre traslúcido de labios finos con una mueca perpetua en su rostro, murmuró un asentimiento, mientras Julian reprendía a sus hijos malcriados, que se inclinaban sobre la mesa para coger más patatas con las manos. Tras la regañina, se reclinaron en las sillas, enfurruñados, compartiendo esa camaradería tan especial que une a los hermanos en el odio hacia sus padres.

Doubler trinchaba el asado con un cuchillo de acero grande que atravesaba la carne como si fuera mantequilla y le facilitaba la tarea. Camilla servía las verduras mientras Julian inspeccionaba la habitación, valorando y tasándolo todo.

—Entonces, papá, ¿has sabido algo de Peele últimamente?

Doubler se detuvo con el cuchillo suspendido en el aire. Después de una pausa de varios segundos, continuó trinchando mientras observaba con gran placer cómo fluía la sangre del cuarto de ternera.

Con el fin de buscarse un escenario más grande donde él fuera el protagonista, Julian se balanceaba sobre las patas traseras de la silla, una costumbre que Doubler encontraba alarmante. Observó a su hijo atentamente mientras Julian preguntaba con un educado interés fingido:

—He oído que estaba planteándose comprar tu finca.

—¿Dónde has oído eso? —dijo Doubler trinchando la ternera con un movimiento experto.

—Ya sabes, por ahí. No me acuerdo. Habrá sido en el club de golf. Los dos somos socios. A los golfistas les gusta la cháchara —dijo Julian con una mueca.

Doubler se dirigió a la ternera, no a su hijo.

—No tengo ningún contacto con Peele.

—Ah, ¿no? Pero se oye por ahí que está comprando todas las fincas habidas y por haber. Por lo visto se ha hecho con todo el condado.

Doubler se encogió de hombros.

—Peele me interesa muy poco.

—Supongo que esa no es mala táctica. Cuanto más tiempo te resistas, más valioso será para él este sitio. Pero no lo dejes demasiado. Llegará un momento en el que no sea práctico tener una finca en medio de sus terrenos. En este momento, este sitio es valioso para él. Pero habrá un punto de inflexión y dejará de tener valor para nadie más.

—Mi finca no está en mitad de sus terrenos. Sus terrenos rodean los míos. Y lo que él tenga o deje de tener a mí me da igual con tal de que me deje en paz.

—Pero ¿te dejará en paz alguna vez? Lo dudo. Desde luego, ahora que ha visto el premio gordo, no. Esta sería la joya de su corona. —A Julian le brillaban los ojos solo con pensarlo.

—¿Patatas? —les preguntó Doubler a los niños repartidos por la mesa. Removió con ganas la salsa antes de sentarse a contemplar aquella excepcional ternera en su punto ante él—. Ya te lo he dicho. No tengo interés en Peele.

Julian observó a su padre por encima de las gafas.

—Bueno, papá, si alguna vez necesitas que te eche una mano para emprender las negociaciones, estaré encantado de ayudarte. No tiene que ser fácil ocuparse de este sitio solo, y ya no es lo mismo, ¿verdad?, desde que mamá… —dudó antes de terminar la frase— no está.

Camilla dejó escapar un bufido de exasperación antes de increpar a su hermano con un gimoteo.

—Julian, no sé por qué siempre tienes que sacar temas conflictivos cuando estamos pasando un tiempo precioso juntos. ¿Por qué no hablamos de cosas positivas?

Julian contestó con voz tranquila, con la actitud de alguien que come al aire libre y sabe que es mejor quedarse quieto cuando una avispa le molesta.

—No creo que una oferta especulativa por parte de un agricultor vecino forrado sea algo negativo precisamente, ¿no crees? Este sitio está hecho un asco… míralo. Por Dios, si hasta hay hielo en las ventanas.

Aunque era cierto que quedaba algún resto de escarcha en las ventanas después de la fuerte helada de la noche anterior, la casa estaba calentita. El fuego se encontraba encendido y caldeaba bien; además, la luz tenía esa calidez que solo la llama es capaz de arrojar.

—Es acogedora —dijo Camilla buscando la aprobación de su padre—. Además, fue nuestro hogar, aquí fue donde crecimos. No sé cómo puedes ser tan poco sentimental, Julian. No sé tú, pero yo quiero que mis hijos conozcan esto, que sientan que forman parte de ello. Aquí tenemos muchos recuerdos.

Julian parecía poco impresionado por ese razonamiento mientras repasaba mentalmente su catálogo de recuerdos. La edad adulta puede tener un efecto extraño en la niñez cuando se mira en retrospectiva. Camilla y él habían compartido exactamente las mismas experiencias y, sin embargo, estas tenían unas connotaciones diferentes. Julian lo veía más claro que el agua. Su madre había estado allí y ya no estaba. Cualquier recuerdo de las alegrías pasadas había desaparecido con ella.

—La tierra es valiosa, Camilla. Estás siendo muy ingenua. ¿Quién sabe lo que podría suceder en el futuro? La vía del tren podría arruinar por completo el valor de estas propiedades. Creo que hay una oferta válida sobre la mesa, y lo más sensato sería que papá la considerara.

Doubler se irguió y dijo con voz clara y decidida:

—Os agradecería que no hablarais de mí como si yo no estuviera presente. No voy a vender la casa, no voy a vender la finca y permaneceré aquí hasta el día en que me muera. Por favor, no habléis de asuntos que no os conciernen, sobre todo si vuestra conversación amenaza con fastidiar la carne.

Pero todo esto lo dijo para sí. En realidad, empezó a comer en silencio.

—Una comida espectacular, papá. Bien hecho. Tu almuerzo de los domingos es el mejor —dijo Camilla con una sonrisa triste.

—Lo que más me gustan son las patatas —añadió una vocecita a su derecha.

Doubler examinó al niño, el menor de Camilla, con un renovado interés.

—Ah, ¿no me digas? ¿Y eso por qué?

—Porque están crujientes —dijo con seriedad—. Y porque están esponjosas. —Escrutó la patata pinchada en el tenedor—. Están crujientes y esponjosas al mismo tiempo.

—Vaya, jovencito, tienes potencial. Precisamente por eso son buenas.

Doubler sonrió de tal manera que parecía un abuelo y se sentía como tal. El niño, a su vez, envalentonado por la calidez de su abuelo, continuó:

—Las de mamá están aceitosas. Y un poco blandengues. A veces también le quedan duras.

—Querido, eso es de mala educación —dijo Camilla—. Darren, dile a Benj que es de mala educación.

—Eso es de mala educación, Benj. A tu madre no le salen tan buenas las patatas porque no tenemos una cocina de leña. Tu abuelo tiene una cocina de leña, por eso las patatas le salen mejor —dijo Darren, sin levantar la vista del plato.

A Doubler le cogió por sorpresa esta información. Le sorprendía que su yerno tuviera tanto que decir sobre el tema. Lástima que estuviera equivocado.

—La cocina de leña no ha cocinado las patatas, yo las he cocinado. Lo único que hace falta es una fuente de calor potente. Se pueden preparar unas buenas patatas asadas con casi todos los hornos, incluso con aquellos que no mantienen una temperatura constante, siempre y cuando pongas un poco de empeño. La preparación lo es todo. Necesitas cocerlas algo antes para asegurarte de que no se quedan duras por el centro. Es importante que la capa externa de la patata comience a resquebrajarse para que absorba algo de la grasa con la que la estás cocinando. Saltéalas bien en la sartén una vez pasadas por el colador, así te asegurarás de que estén crujientes. La grasa también es importante. Yo uso la de ganso.

—Qué asco —dijo una voz a la izquierda de Doubler, perteneciente al hijo mayor de Julian.

El más pequeño reprimió una risita.

Doubler continuó.

—Asarlas es fácil siempre que hayas salteado las patatas previamente cocidas en grasa muy caliente. Es imposible equivocarse. También hay que sazonarlas bien. El sazonamiento siempre es importante.

—No sé por qué nunca me has enseñado a preparar patatas asadas, papá, ya que las mías son tan inferiores. —Visiblemente molesta, Camilla dirigió el comentario a su marido.

—Porque os presentáis aquí a la hora de comer. Si quieres ver cómo preparo el asado, tendrías que venir a las nueve de la mañana.

—Eso es cierto, pero ¿y cuando era adolescente? Entonces habría sido de mayor utilidad. Así no me habría pasado media vida cocinando patatas asquerosas para mi familia. —Una vez más, Camilla hizo el comentario mientras miraba a su marido.

—Tu madre era quien cocinaba —dijo Doubler categóricamente.

Camilla bajó la vista al plato y continuó comiendo. Julian, sin ningún interés por las patatas o por su preparación, continuó como si nada.

—Las tierras de labranza se cotizan al alza. Cincuenta mil libras la hectárea tirando por lo alto, pero con este enclave estratégico podría valer mucho más que eso. Y la casa tiene una planta estupenda; un constructor podría pagarte una suma considerable Podría merecer la pena solicitar un permiso de obras ya. Aunque solo fuera por eso, Peele podría subir la oferta.

Doubler evitó a su hijo y miró por la ventana. En esta época del año se divisaban kilómetros a la redonda, a pesar del cristal helado. En verano, las glicinas que envolvían la casa tapaban la vista, con las nuevas ramas rivalizando con la madreselva y las rosas entrelazadas. El follaje resguardaba la estancia, filtrando los rayos de luz que se colaban por la ventana, eso y las gruesas losas le proporcionaba un ambiente fresco a la habitación. Doubler adoraba la vista. Adoraba la habitación, cálida y llena de humo en invierno; fresca y sombreada en verano. No era un hombre materialista, era un hombre de la tierra, aunque se preguntaba si se podía amar más una casa de lo que él lo hacía.

Camilla también echó una buena ojeada a su alrededor.

—Tu asistenta sigue haciendo un buen trabajo; esto está impoluto.

Doubler notó una sensación cálida en el corazón. «¡La señora Millwood!», pensó para sí, pero dejó de pensar en ella al instante. Este no era lugar para ella, ellos tenían ya su mesa para dos.

—Mmm —dijo sin querer comprometerse.

—¿Sigue trabajando aquí a jornada completa? —observó Julian haciendo el cálculo del gasto mentalmente—. Me parece un lujo excesivo, papá. Si vivieras en un sitio más pequeño, no necesitarías tanta ayuda. Tendrías menos preocupaciones en esta etapa de tu vida.

—¿Alguien quiere repetir? —dijo Doubler a los comensales.

—En serio, papá, deberías salir de tu agujero. Las oportunidades se van tan rápido como llegan. Piensa en cómo te las arreglarás en cinco o diez años. Las cosas no se van a poner más fáciles.

Doubler no se sentía viejo. Notaba el paso de los años, pero le parecían una bendición. Conocía bien su cuerpo y se entendía perfectamente con él. Le proporcionaba el alimento que necesitaba —ni mucho, ni poco— y lo mantenía en buen funcionamiento. A cambio, este nunca le había fallado. Doubler sentía que el respeto mutuo que compartían cuerpo y mente podría mantenerse indefinidamente. No obstante, cuando su hijo estaba presente, se sentía de manera distinta. No es que se sintiera mayor, sino mucho más inseguro. Julian lo hacía sentirse inestable, y la impaciencia que este mostraba hacia su padre si tardaba en levantarse o si se tomaba un instante para reflexionar antes de hablar daba pie a un desprecio y una hostilidad tan evidentes que Doubler había acabado por dudar de su cuerpo y de su mente.

—No soy viejo —replicó. «Pero, Dios mío, qué cansado me tienes», dijo para sus adentros.