El soñador errante - Álex Fraile - E-Book

El soñador errante E-Book

Álex Fraile

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El mar y la literatura fueron las grandes pasiones de Pierre Loti, un autor tan inusual y prolífico que ha inoculado la pasión por las cosas del mundo a más de una generación de escritores y viajeros, y no solo en Francia. Excesivo, barroco, amante de los disfraces y la heterodoxia, su literatura es la huella de un talante neorromántico y una inquebrantable sed de libertad. Famoso y reconocido desde muy temprano, su experiencia en Japón, que relata en su novela Madama Crisantemo, fue inspiración semibiográfica de dos famosas óperas: la que lleva el mismo nombre, de André Messager, y Madame Butterfly, de Giacomo Puccini. Álex Fraile sucumbió a la admiración por este personaje superlativo; a veces provocador, otras, extravagante o cínico, pero siempre rendido a los encantos de lo desconocido. Desde hace años el autor de este relato ha ido visitando muchos de los lugares donde vivió el famoso escritor francés, ya sea China, Japón, Turquía, Senegal, Camboya, Birmania o Madrid y Andalucía, donde pasó su luna de miel, sin olvidar el país vascofrancés, donde murió. Escenarios revisitados con sus obras bajo el brazo, transformados irremediablemente por esa masa turística que Loti ya olió y despreció, pero que todavía conservan rincones y aromas tal como los percibió el marino Loti en un tiempo en el que el mundo aún parecía lejano y secreto.

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SOBRE EL AUTOR

ALEX FRAILE (Madrid, 1975)

Viajero por vocación y consultor de viajes, dedica su tiempo profesional al tercer sector. Es licenciado en Derecho y máster en Desarrollo Sostenible y Ayuda Humanitaria. Se ha formado como técnico en Simulacros de emergencias y Evaluación y coordinación de desastres y asuntos humanitarios en varios organismos internacionales y en países como Italia, Guatemala, Senegal, Ghana, Nigeria, Cabo Verde, República Centroafricana, Suecia y Panamá. El soñador errante. Tras los pasos de Pierre Loti supone su primera incursión en la literatura de viajes con un proyecto que le ha llevado durante años por todo el mundo siguiendo el rastro del escritor francés.

PIERRE LOTI (Rochefort, 1850 – Hendaya, 1923)

En Francia la moderna literatura de viajes tiene un padre indiscutible: Pierre Loti. Marino de profesión y escritor por vocación, recorrió el mundo dejando testimonio de ello en medio centenar de obras, ya sean novelas, relatos de viaje, teatro o pequeños ensayos. El reconocimiento le llegó relativamente pronto, pues a los 33 años fue nombrado miembro de la Academia Goncourt (1883) y, después, miembro de la Academia Francesa (1891). El premio de literatura de viajes más famoso de Francia lleva su nombre.

SOBRE EL LIBRO

El mar y la literatura fueron las grandes pasiones de Pierre Loti, un autor tan inusual y prolífico que ha inoculado la pasión por las cosas del mundo a más de una generación de escritores y viajeros, y no solo en Francia. Excesivo, barroco, amante de los disfraces y la heterodoxia, su literatura es la huella de un talante neorromántico y una inquebrantable sed de libertad. Famoso y reconocido desde muy temprano, su experiencia en Japón, que relata en su novela Madama Crisantemo, fue inspiración semibiográfica de dos famosas óperas: la que lleva el mismo nombre, de André Messager, y Madame Butterfly, de Giacomo Puccini.

Álex Fraile sucumbió a la admiración por este personaje superlativo; a veces provocador, otras, extravagante o cínico, pero siempre rendido a los encantos de lo desconocido. Desde hace años el autor de este relato ha ido visitando muchos de los lugares donde vivió el famoso escritor francés, ya sea China, Japón, Turquía, Senegal, Camboya, Birmania o Madrid y Andalucía, donde pasó su luna de miel, sin olvidar el país vascofrancés, donde murió. Escenarios revisitados con sus obras bajo el brazo, transformados irremediablemente por esa masa turística que Loti ya olió y despreció, pero que todavía conservan rincones y aromas tal como los percibió el marino Loti en un tiempo en el que el mundo aún parecía lejano y secreto.

Esas prisas para no dejar pasar la hora de la partida, esas despedidas con la incertidumbre del regreso… esa fue, en suma, toda mi vida.

PIERRE LOTI

El soñador errante

De viaje con Pierre Loti

Título de esta edición: El soñador errante. De viaje con Pierre Loti

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: febrero de 2019

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones, 2018

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del texto: Álex Fraile

© de las fotografías de los cuadernillos de interior y cubierta: Musées-municipaux Rochefort 17; retrato de Pierre Loti, grabado de Eugène-Michel-Joseph Abot de fecha desconocida (en pág. 10)

© de la maquetación y el diseño gráfico:

Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación y versión digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-24-4 | IBIC: WTL

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

EL SOÑADOR ERRANTE

DE VIAJE CON PIERRE LOTI

-

ÁLEX FRAILE

-

COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

n.° 14

ÍNDICE

A PROPÓSITO DE…

SUEÑOS DE INFANCIA

ENTRE DOS MUNDOS

PASIÓN AFRICANA

LA DORADA BIRMANIA

LAS DOS CARAS DE JAPÓN

DE LUNA DE MIEL

LA REBELIÓN BÓXER

CAMBOYA Y LAS TORRES DE CUATRO ROSTROS

ALMA VASCA

EPÍLOGO

CRONOLOGÍA

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

ÁLBUM

A Isabelita y a los ausentes, por invitarme a soñar.

Para que Álex y Vega descubran su propio mundo.

A PROPÓSITO DE…

No hay mejor fragata que un libro para llevarnos a tierras lejanas.

EMILY DICKINSON

Una tarde de diciembre, en la lejana Camboya, tuve un presentimiento. Supe que algún día escribiría un libro sobre Pierre Loti. Semanas más tarde descubrí la obligación de dar cabida en esa historia a otro personaje de nombre Julien y apellido Viaud. ¿Y quién demonios era este personaje desdoblado?, ¿cómo entré en contacto con él? Cada cosa a su debido tiempo, pero desvelaremos a un soñador errante, un trotamundos y, sin lugar a dudas, uno de los grandes mitos de la literatura de viajes. Aunque de nacionalidad francesa, Turquía le robó el corazón y fue a orillas del Bósforo donde se enamoró locamente del país y se mimetizó con un pueblo al que llegó a comprender como pocos. Luchó para evitar el desmantelamiento del poder otomano de manos de las potencias occidentales y se esforzó por preservar los intereses de Turquía y mantener la esencia del país. Estambul, cuyo cielo está dominado por cúpulas y minaretes afilados, turbó su sensibilidad para siempre.

Y fue bien pronto, allá en Rochefort, una localidad apacible volcada al mar y a escasos kilómetros de la costa atlántica, donde Julien Viaud soñó con tierras desconocidas. Lo hizo ensimismado en lo que él bautizó como su «museo de niño», el interior de ese cuarto donde comenzó a fantasear con la exploración de lugares exóticos. Por entonces el propio enclave y las ganas de imitar a seres queridos empujaban a muchos jóvenes a elegir el oficio de marino. Julien no fue una excepción.

La elección no puede desligarse de su propia familia y, en gran medida, de la profunda admiración que siempre sintió hacia su hermano Gustave —de profesión marino— catorce años mayor. El mediano de los tres hermanos pronto se convirtió en un referente. Ejercía como médico de la marina y con apenas veintitrés años desembarcó en la isla de Tahití. El hecho de que Gustave le relatase con pasión sus viajes le incitó a buscar su propia vocación y estando de vacaciones con sus primos en Bretenoux, en la región de Occitania, el ya por entonces soñador Julien escribió a su hermano para informarle de su intención de postular, él también, a la Escuela Naval.

Por mi parte, echando la vista más atrás, puedo decir que descubrí a Pierre Loti en la etapa escolar, durante mi adolescencia, mediante la lectura de obras como Rarahu: El matrimonio de Loti o Voyages en Extrême-Orient… De todas formas, fue mi hermano mayor quien volvió a ponerme en contacto con Pierre Loti. Aprovechando que se encontraba en plena vuelta al mundo, decidí juntarme con él en Siem Riep con la intención de descubrir las ruinas de Angkor y recorrer después el país. Durante esos días Nico andaba inmerso en la lectura de una de las obras más emblemáticas del escritor francés: Peregrino de Angkor. Leer otra vez esa oda a la naturaleza fue una señal sutil para que esos días Loti se convirtiera en mi compinche de viaje. No sería el último. Sigilosamente la figura de Loti se cruzó en mi camino como cooperante. Un par de años después, imité a mi hermano, dejé el trabajo para recorrer mundo. Empecé a tener más claro que nunca que la acción humanitaria empezaba por uno mismo. Al regresar de mi particular periplo por el planeta, la idea de seguir viajando, aunque fuese a través de otra persona, tomó cuerpo. Esos meses empecé a leer con gran interés parte de la obra de Pierre Loti. Estaba decidido a lanzarme al vacío y escribir un libro sobre su vida siguiendo sus pasos. Ya con esa idea en la cabeza, aproveché un viaje de dos meses por el sudeste asiático y regresé a aquellos templos mágicos en medio de la selva donde reinaba la paz y raíces milenarias abrazaban las ruinas del imperio jemer.

Han pasado los años y su figura me ha acompañando hasta lugares tan dispares como el Rochefort de Le roman d’un enfant; la Estambul de Aziyadé; el Senegal, escenario que inspiró Le roman d’un spahi, la Birmania de Pagodas de oro; el Japón de Madama Crisantemo; la China de Los últimos días de Pekín; Camboya o el País Vasco francés de Ramuntcho, sin obviar rincones de Madrid o Andalucía.

Marino, escritor, académico, dibujante, fotógrafo, militar, diplomático… son algunas de las facetas que cultivó Julien Viaud/Pierre Loti a lo largo de sus setenta y tres años de vida. Una larga carrera al servicio de la marina francesa le llevó a navegar por medio mundo, siendo testigo privilegiado de numerosos acontecimientos históricos: el ocaso del sultanato en Turquía; la rebelión de los bóxers a principios del siglo xx en Pekín o la Primera Guerra Mundial son solo algunos ejemplos. Vida y obra estuvieron fuertemente conectadas: mientras trabajaba escribía, manteniendo casi hasta su muerte un Diario íntimo. Pocas figuras trascendieron tanto en la Francia de aquellas primeras décadas.

Podría parecer simple, pero su obra es en realidad compleja. Una de sus habilidades es la capacidad para describir el entorno, así como el lirismo de su prosa, en la que prima más el escenario que la intriga de las situaciones propiamente dichas. Esa maestría en la ambientación, en la creación de atmósferas envolventes, es lo que contribuye a que nos encariñemos con los lugares, como le sucedió al pintor Paul Gauguin quien, inspirado por los relatos de Loti sobre Haití, se instaló en la Polinesia.

Imbricadas ambas, personalidad y escritura están impregnadas de sensibilidad. Viajaba al extranjero en busca de nuevas sensaciones y en el fondo cada una de sus novelas representa una inmersión en un país, en su cultura y sus gentes. Su desapego por la época que le tocó vivir, su miedo al progreso y sus inagotables ganas de viajar le convirtieron en un verdadero «peregrino del planeta». Sin embargo, en el fondo, nunca dejó de sentirse un extranjero en tierras extrañas, al igual que, si nos referimos a su propio universo, no dejó de ser un verso suelto ajeno a los convencionalismos de su tiempo. Tanto su fobia a la muerte, como su renuncia a envejecer marcaron también su singular personalidad. Julien Viaud nació a principios de 1850 en el seno de una familia acomodada de Rochefort. El padre, en tanto que Secretario Jefe del Ayuntamiento, fue acusado de malversación de caudales públicos y este hecho, unido a la dolorosa muerte un año antes de su hermano, dejó una profunda huella en Julien. No solo había perdido un referente, sino que su modo de vida cambió por completo: la familia tuvo que afrontar graves problemas económicos y se vio obligada a alquilar una parte de la casa. También la cuestión religiosa se sumó a esa profunda crisis de sus años tempranos. Criado en un entorno protestante, asiduo a los oficios dominicales, la muerte de su hermano Gustave, en el fondo, le hizo perder la fe. A lo largo de su vida no dejó de sentirse protestante por respeto a su madre, pero coqueteó con otras creencias. Viajó a Tierra Santa pero no encontró en ella la inspiración divina. En Turquía abrazó el islam, pero más por su pasión por esa cultura, que por un impulso religioso. Sin embargo, fuera del credo que fuera, sus escritos evidencian una gran dosis de espiritualidad y mística.

Su vida sentimental, reconocida y no reconocida, le marcó sobremanera. A lo largo de sus periplos se enamoró de varias mujeres, aunque ninguna le influyó tanto como Aziyadé. Paseó furtivamente con ella por Estambul y a orillas del Cuerno de Oro quedó deslumbrado por la personalidad de las mujeres otomanas. Japón o Tahití también fueron escenarios de aventuras reales y noveladas con jóvenes como Madama Crisantemo o Rarahu. En octubre de 1886, y a los pocos meses de conocerla, se casó con Blanche Franc de Ferrière, quien más tarde le dio su primer hijo: Samuel Loti-Viaud. No será el último, pero sí el único legítimo porque años después una chica vasca, Cruz Gainza, se convirtió en su amante y con ella mantuvo una segunda familia a la que instaló a escondidas en un suburbio de Rochefort. De la relación con Crucita nacieron otros tres hijos, sin embargo, a pesar de su paternidad, la orientación sexual de Loti siempre fue un enigma. Cuestión menor salvo por el hecho de que en aquella época sumida en convencionalismos la tolerancia no abundaba. La homosexualidad se esboza sutilmente en escritos como Aziyadé, Mon frère Yves o Pescador de Islandia.

Loti nunca dejó de ser un provocador en perpetua puesta en escena de sí mismo. Se conservan abundantes retratos en los que gustaba de posar con trajes de faraón, o al estilo oriental o portando el fez turco, evidenciando un espíritu libre revestido de grandes dosis de ironía y una no disimulada inocencia infantil. Usaba cosméticos, perfumes, polvos… cualquier truco resultaba válido para alimentar el deseo más que obsesivo por rejuvenecer.

Criado en un ambiente burgués, pasó al ostracismo cuando su padre fue acusado de malversación, pero, con la ayuda de su profesión de marino, su enorme ambición y la fama lograda gracias a la literatura, pudo recuperar su estatus social. En él se codeaba con amistades relumbrantes: divas del teatro como Sarah Bernhardt, sultanes o monarcas como Pomaré de Tahití, Isabel de Rumanía y Natalia de Serbia y gustaba de celebrar esplendorosas fiestas en su residencia de Rochefort recreando la nostalgia de épocas pasadas.

Este libro responde a la voluntad de navegar por los mares agitados de un personaje enormemente sensible, melancólico, que no dejaba indiferente a nadie; un marino sin tregua, pionero en Francia de la moderna literatura de viajes. Mejores escritores los hay, pero personajes tan completos o pioneros en su época no tanto.

Todo empezó en Rochefort, un rincón de naturaleza marítima, enclavado cerca de la desembocadura del río Charente.

SUEÑOS DE INFANCIA

Soñar es la actividad estética más antigua.

JORGE LUIS BORGES

«¡Bordeaux!». (Burdeos) El conductor del autobús anunció la llegada a esta localidad del sudoeste francés. La ciudad aún dormía ajena al vaivén de turistas que pronto recorrerían el puerto de la Luna o el esplendoroso casco histórico.

La noche se evaporaba. En una hora el sol iluminaría de oro el puente de Piedra. Vencí las ganas de redescubrir la capital de Nueva Aquitania y caminé hacia la gare Bordeaux-Saint Jean. Ahí empezaría mi verdadero viaje. Al entrar en la estación, mientras observaba el panel de información que presidía el vestíbulo principal, todo parecía cobrar sentido. De repente recordé los momentos vividos en Marmande o Saint-Vivien-de-Monségur. Los campamentos de verano, dieron paso a visitas de trabajo a Mérignac, a excursiones con mi hermano y los amigos por las playas de Las Landas o a estancias en el País Vasco Francés.

—Le suivant s’il vous plaît —exclamó la taquillera con su dulce acento bordelés.

—Perdón. Estaba en las nubes. Un billete simple en el próximo tren para Rochefort.

En una hora partiría hacia la ciudad que vio nacer a Julien Viaud un 14 de enero de 1850 y pronto estaría siguiendo sus pasos. El paisaje transcurría entre viñedos y el sol iluminaba con gracia las parras, formando sombras al paso del tren. A cada parada subían pasajeros. Unos con ropa de playa, otros con sus bicicletas. Todos con la sonrisa propia de aquel que se dispone a disfrutar de una tranquila jornada estival junto a la costa atlántica.

—Prochain arrêt: Rochefort —rezaba el cartel luminoso del vagón.

No tenía tiempo que perder. Soplaba la brisa y algunos veleros se deslizaban con suavidad por el Charente, posiblemente rumbo al océano Atlántico. Mientras caminaba junto al curso del río comprendí la fascinación que desde pequeño experimentó Loti por el mar.

No fue casualidad que Colbert, ministro de Luis XIV, eligiese esta localidad para cumplir los deseos de su patrón. El rey Sol soñaba con reinar tanto sobre la tierra como sobre el mar. El astillero de Rochefort pronto se transformó en símbolo del poder de Francia y en uno de los puertos de guerra más bellos de Europa. Conocido como el «Versalles del mar», de ahí salieron más de quinientos barcos que surcaron las aguas del mundo entero sirviendo a prestigiosas expediciones de naturalistas, científicos o aventureros.

Antes de continuar paré a descansar en la explanada que rodea la Corderie Royale. A mi lado ya no había familias paseando en bicicleta, ni rastros de turistas. De repente tuve la sensación de vivir en otra época, aquella en que en ese edificio se elaboraban cordajes o se construían y se reparaban las embarcaciones más sofisticadas. Al abrir los ojos, escuché otra vez el suave acento del sur de Francia. Seguía en Rochefort. Una pareja hablaba con ilusión de los festejos en honor al Hermione. Justamente a final de ese mes de agosto una replica del famoso navío, que utilizó el marqués de La Fayette para alcanzar América durante la guerra de la Independencia, regresaría al puerto tras una travesía conmemorativa hacia Estados Unidos.

Hace noventa años que las actividades cesaron en el arsenal marítimo y ya no se fabricaban barcos. La Corderie Royale alberga el Centro Internacional del Mar y a su entrada hallé una librería, concebida como si fuera parte de un navío. Abandoné la tienda, cargado de nuevos libros de Loti, convencido de que algún día acabaría esta aventura literaria, y también arrepentido por no vencer mi timidez con la librera.

Caminé junto al río Charente como tantas veces hiciera el pequeño Julien. Al llegar al muelle del Hermione me detuve pensativo, quizás ese punto fue, en su día, el inicio de viajes inolvidables, ¿de aventuras de otra era? Unos cuantos metros más allá quedé prendado por el simbolismo de la puerta del Sol, pues se decía que la ciudad entera franqueaba ese portón monumental mañana y tarde. A su lado se encontraba la place de Galissonnière, antigua sede del Hôtel de la Marquise d’Amblimont, la cual albergó, hasta el cierre del Arsenal, los servicios del puerto. Cuando nuestro protagonista se convirtió en escritor de prestigio y una vez nombrado teniente de navío de segunda clase, el almirante le ofreció el cargo de secretario de la oficina del Mayor General. Más tarde, allá por 1883, ocupó el puesto de suboficial. Rochefort, a lo largo de su carrera militar, nunca dejó de ser su puerto de amarre.

Su ciudad transmitía sosiego. Principios de agosto, buen tiempo, la proximidad de la costa, el aire jovial de sus habitantes. Caminando por la plaza Triviers me topé con el propio Loti. Los milagros no existen y se trataba naturalmente de un busto del autor tallado en bronce que, desde 1950, aprovechando el centenario de su nacimiento, daba la bienvenida a los transeúntes. Vestido con uniforme de oficial de marina, sobre la proa de un barco, Loti parecía observarme con cierta indiferencia. La mirada perdida, pose desafiante e incluso chulesca. Alrededor suyo descansaban unas llamativas inscripciones en mármol y las referencias resultaban obvias: algunos de sus principales títulos estaban cincelados sobre la piedra, Aziyadé, El matrimonio de Loti, Le roman d’un Spahi, Mon frère Yves, Pescador de Islandia, Madama Crisantemo… Sentado en un banco frente al monumento, saqué de la mochila el viejo ejemplar de Le roman d’un enfant y leí algunas páginas. Los recuerdos de Loti se volvieron aún más reveladores: «A lo largo de mi vida, me hubiera impresionado menos, sin duda, la fantasmagoría cambiante del mundo, si no hubiera iniciado mi primera etapa en un ambiente casi incoloro, en el rincón más tranquilo de la más ordinaria de las pequeñas ciudades...»1.

Sin que seamos conscientes, a veces, desde el primer segundo de nuestra existencia las cartas están echadas. Nos corresponde desenvolvernos lo mejor que podamos e ir marcando nuestro propio camino. El que fuera oficial de marina y escritor de prestigio nació en el seno de una familia acomodada de Rochefort, rodeado de bastantes mujeres: sus abuelas, sus tías, su madre y su hermana Marie. Todos los seres humanos poseemos la capacidad de imaginar el futuro, la tentadora capacidad de fantasear, pero Julien aprovechó con creces la oportunidad. Todo empezó con apenas diez años en un pequeño cuarto de la casa familiar situada en el número 141 de la rue Saint-Pierre. Sus padres le cedieron un pequeño desván en el segundo piso y ahí fue instalando su museo de infancia o, como simplemente decía, mon musée. En ese altillo pasaba las horas ordenando las conchas que recogía en las playas vecinas. Su tío abuelo Henri, antiguo cirujano de la marina, le animaba a aumentar la colección y le hablaba de países para él extraños como Senegal o Guinea Conakry. Poco a poco contribuyó a cultivar en Julien una fascinación por la naturaleza en sí misma, y por el planeta. Cada vez que visitaba la casa familiar le regalaba nuevos objetos. El pequeño ordenaba cada pieza, catalogándolas de manera minuciosa. Esos tesoros venían de los lugares más recónditos del planeta o de fondos marinos. De forma inconsciente se refugiaba en su propio mundo, pero una figura sobresalía ya por encima del resto: la de su hermano mayor Gustave que, cuando Julien apenas tenía ocho años, partió en su primera campaña como cirujano de la marina. Por entonces la relación entre ellos no era tan estrecha, en parte debido a los catorce años de diferencia, pero todo cambió a medida que se acercaba la fecha de salida y ese momento habría de señalar el inicio de un vínculo eterno. La víspera de la salida de Gustave rumbo a Tahití le regaló un valioso tesoro, el único libro que de verdad amó de adolescente y que le despertaba curiosidad: Voyage en Polynésie.

Las noticias de Gustave llegaban de tanto en tanto al domicilio de los Viaud. Esas cartas contenían descripciones sugerentes de lugares remotos e invitaban a soñar. Julien se imaginaba caminando por Tahití, paseando entre montañas abruptas, por el valle de Fataüa, o descansando en cascadas rodeadas de alfombras de helechos… Gustave, por entonces, no era consciente de la seducción que provocaban sus escritos en el benjamín de la familia.

Un buen día su hermano le sugirió que podría dedicarse a la ingeniería dada su facilidad con las matemáticas. Su destino parecía marcado, al menos a ojos de su familia. Tras años de ausencia, Gustave regresó de la Polinesia. El ansiado reencuentro resultó efímero ya que su hermano recibió la orden de partir a Extremo Oriente. En el momento de una nueva despedida, a la postre definitiva, su madre, entristecida, se dirigió a Julien: «¡Gracias a Dios, al menos te conservamos a ti!»2. Pero otra cosa le rondaba por la cabeza: ya había decidido convertirse él también en marino, si bien aún se lo callaba por falta de valor. No habló de ello hasta los trece años, cuando compartió su decisión con Gustave y no había marcha atrás. En breve, la carta suscribiendo su pacto con la marina partiría hacia Poulo Condore, una pequeña isla de la actual Vietnam. Julien sintió que el mundo se abría ante él.

Un domingo a mediados de abril, allá por 1865, Julien regresó a casa con su madre tras asistir a la misa en el templo protestante. Al llegar, su tía abuela Victorine les esperaba con la mirada desencajada y al instante la tía abuela Berthe irrumpió en escena agitada, como si la tierra se derrumbase bajo ella. Minutos después el padre apareció con un sobre en la mano: su hermano Gustave había muerto de anemia tropical en el barco que le traía de regreso a Francia. La terrible noticia perforó el corazón de la familia. En ese instante comprendió que la vida a veces ofrecía sorpresas macabras, aunque provinieran de lugares soñados. Dos cartas escritas allende los mares daban fe de ello. La primera redactada por el cura de la expedición que veló a su hermano moribundo. La segunda resultó si cabe más conmovedora: Gustave quiso emplear las últimas gotas de energía en despedirse de sus seres queridos: «Gracias a Dios, al menos puedo escribiros, y eso supone un enorme consuelo que compensa un poco lo espantoso que es morir lejos de vosotros. Muero de anemia, es mi culpa. He permanecido un mes de más en Poulo Condor. Cuando llegué a Saigón se ha hecho lo que se ha podido, hemos pensado que el aire de mar me sentaría bien, pero es muy tarde. Ese mismo aire es el que me está matando…»3.

La misiva del capellán del Alphée entraba en detalles: su hermano falleció el 10 de marzo de 1865 a las tres de la tarde. Dos días antes de la llegada de la expedición a Ceilán. «Vuestro hijo me ha pedido que os diga el lugar exacto donde ha sido sumergido. Es en el golfo de Bengala, a 6º 11’ de latitud norte y 84º 48’ longitud este»4. El destino de muchos marinos no era otro que ser arrojado a las profundidades del océano.

Loti siempre estuvo profundamente ligado a sus raíces. La casa donde nació nunca dejó de ocupar un rincón privilegiado en su corazón. Como todas las viviendas de la zona disponía de un patio trasero al cual se accedía por un largo pasaje envuelto en aromas a jazmín. Al volver de sus paseos estivales encontraba sentadas a sus mujeres: la madre, la abuela, las tías. Con apenas ocho años atrapó una escarlatina que le dejó una temporada postrado en la cama. El día que por fin salió a la calle descubrió que Gustave le había construido un estanque al fondo de su querido patio, a la sombra de un ciruelo. Ese regalo le trasladó a un mundo fantástico: el agua corría entre piedras alineadas y capas de musgo y había pececitos, cuevas, e incluso una cascada. Ese rincón se convirtió para siempre en su territorio seguro. Ahí encontraba consuelo en el recuerdo de su hermano. Por lejos que viajara con los años siempre llevó en su memoria a su ciudad natal y a la casa familiar del nº141.

Descendía por una de las vías principales de Rochefort y al girar por la avenida La Fayette encontré lo que buscaba. Me encontraba en la rue Pierre Loti. Busqué el número 141. La casa del escritor, propiedad desde 1969 del ayuntamiento, se convirtió hace ya más de cuarenta años en museo; aunque, cerrada al público por reforma, me limité a observar el exterior. La infancia de Julien tuvo que ser agradable ahí, si bien con sombras: la marcha de su hermana Marie una vez casada, el anuncio de la inesperada muerte de Gustave, las acusaciones infundadas hacia su padre por apropiación de caudales públicos... Con los años, convertido ya en escritor famoso bajo el seudónimo de Loti, pudo salir al rescate de los suyos.

A la mañana siguiente acudí al hotel Hèbre de Saint-Clément. El espacio cultural albergaba Loti. Le voyage rêvé, una exposición en 3D que permitía recorrer al detalle la casa del escritor. Entré en la sala como quien entra en un laberinto, sin pista alguna. En la planta baja visité el salón rojo, la antigua sala familiar decorada con retratos suyos o de su hermano Gustave; después el azul, presidido por un piano de cola de caoba y la sala renacentista. Era fácil imaginar a Loti disfrazado dando la bienvenida a los numerosos y distinguidos invitados que acudían a sus célebres fiestas. Más arriba, la habitación monacal compartiendo planta con la sala gótica, ubicada en el antiguo taller de su hermana Marie. En el segundo piso se encontraban lugares muy ligados a la infancia de Julien, como la habitación de sus abuelas, «les aïeules»; el despacho de Gustave o su museo de infancia, donde empezó a fantasear con grandes viajes. Ya de mayor, en ese último nivel, fue acondicionando una habitación árabe o un salón turco para sentirse cerca de su querida Estambul. Aquel lugar desprendía magia y de repente me vi dentro de una mezquita, por imposible que parezca. No faltaba el menor detalle: las columnas estilizadas, los pilares sobre los cuales surgían arcos de herradura por encima de suelos decorados con tapices de colores entre paredes de azulejos.

«No he hablado suficientemente de esta Limoise, que fue la responsable de mi iniciación a las cosas de la naturaleza. Toda mi infancia está íntimamente relacionada con este pequeño rincón del mundo»5. Tras leer esta cita decidí encontrar ese lugar situado en Échillais. Llevaba apenas unos días en Rochefort pero ya me había enamorado de la ciudad. Los primeros rayos iluminaban las marismas y los muy madrugadores ya se hacían notar. Una pareja izaba con gracia las velas de su barco, varios pedaleaban bordeando la Charente e incluso algunos pescadores tentaban su suerte subidos en las carrelets, esas cabañas tan típicas de la zona. Esa mañana de verano experimenté la agradable sensación de pertenencia a un territorio. La Charente, «el arroyo más hermoso del mundo» se había apoderado de mí. Un par de kilómetros después llegué al final de la senda. Ya no llamaban la atención los barcos, ni el color de las plantas herbáceas, ni los correlimos, el protagonismo lo acaparaba el puente Transbordador, una obra maestra de la arquitectura en hierro que se elevaba altivo a más de cincuenta metros y que, desde principios del siglo XX, sirve para atravesar el río.

Durante la infancia de Julien este puente no existía, por lo que cruzaba a la orilla en una chalana. Esa zona, conocida como Les Chaumes, tenía para él cierto aire melancólico. Cada miércoles se encontraba con su amiga Lucette para recorrer juntos los últimos kilómetros rumbo a la Limoise. Imaginé la alegría de esos dos amigos de infancia y la imagen de Lucette me vino a la cabeza. Caminé en dirección de Échillais. Estaba en un rinconcito del sudoeste francés y parecía un pueblecito como muchos otros: la oficina de la Poste, la boulangerie y el gran icono de estos sitios:

—Bonjour —dije al entrar en el café-tabac.

En ese momento unas cuantas personas me devolvieron amablemente el saludo mientras susurraban entre sí: «mais c’est qui ce gars?». ¡Tal cual!, mientras me miraban sorprendidos, preguntándose quién sería ese tipo. En estos rincones todos se conocen y yo no resultaba una cara familiar. El camarero interrumpió su crucigrama para servirme un café. Sentado junto a la ventana me sentí un échillaisien y hasta me entró la tentación de rellenar la Loto, leer el Sudouest o fumar un Gitanes.

Nada más salir de Échillais giré a la izquierda rumbo a los bosques de la Limoise. El sol brillaba ya sin misericordia. Continué caminando buscando la sombra de las copas de los robles que tantas veces vieron pasar a Julien y a su inseparable hermana Lucette. Un par de kilómetros después paré delante de un abrevadero. La estructura tenía un cartel esclarecedor: «Puits Pierre Loti». No pude evitarlo. Saqué el ejemplar de Prime jeunesse y a medida que iba leyendo esos paisajes me resultaban familiares:

«¡La Limoise!... Ese nombre por sí solo despierta en mí todo un mundo de ideas. Se trata de bosques de robles antiguos, una vegetación sin igual concebida para aliviar el calor de las tardes de verano.

La Limoise, tierra muy saintongeaise, muy bucólica, casi druídica, que debe ser igual que como era hace dos mil años.

La Limoise, incluso tiene su propia fragancia, el perfume de las especias que respiramos en todas partes. ¡La Limoise!»6.

Envuelto en la más absoluta tranquilidad, los aromas que tanto cautivaron a Julien se hacían notar. Un profundo olor a tomillo se entremezclaba con la hierbaluna. ¿Cómo sería esa casa de campo? Antes de que me diera tiempo a levantarme una mujer me saludó.

—Supongo que buscas la Limoise —me dijo con su sensual acento.

—Sí. Viajo por la zona siguiendo las huellas de Pierre Loti.

Satisfecha, tal vez, por mi respuesta, sonrió mostrándome el camino. En ocasiones los destinos se cruzan. Eso fue lo que pensé mientras me despedía. Ese encuentro sutil pudo cambiar muchas cosas, pero desde luego no cambió nada. Seguí la ruta hasta que a mi derecha vi un muro de piedra. Había llegado. El musgo que se esparcía a lo largo de la pared daba al lugar un aire melancólico, sin embargo, la fachada y el jardín delantero recordaban las casas de campo señoriales de mediados del siglo XVIII, principios del XIX.

La finca no está abierta al público porque es propiedad privada. Permanecí fuera unos segundos cuando un señor se asomó por la ventana de la cocina para saludarme. Resultó ser el marido de la actual dueña. A pesar de su amabilidad, tras hablar con él unos minutos me alejé. Preferí recordar las descripciones de Loti e imaginar con su ayuda el clima de tranquilidad que se respiraba en el interior de esas paredes. Los jueves, antes de regresar de nuevo a Rochefort, Julien tenía la costumbre de trepar sobre el muro que rodeaba la finca. Permanecía bastante tiempo ahí a horcajadas. Las matas de hiedra subiéndole hasta los hombros, las moscas y los saltamontes susurrando a su alrededor. Desde lo alto, como si se tratase de un observatorio, contemplaba el paisaje, los mismos horizontes que aún conservan ese misterio desconocido. La región, algo solitaria, que se veía desde lo alto de esa pared parecía continuar indefinidamente. Por entonces Julien ya sabía que más allá existían otros lugares, otras culturas, otras ciudades y allí sentado, dirigiendo la palma de la mano a las partes más salvajes y lejanas de los alrededores, fantaseaba con países extravagantes.

Durante sus estancias en la Limoise solía alojarse en el primer piso. Un buen día de julio, antes del irrevocable regreso a la ciudad, fisgoneó en la biblioteca estilo Luis XV de su habitación. Rodeado de libros de otro siglo ojeó un grueso cuaderno: «De mediodía a las cuatro de la tarde de 1813, a 110 grados de longitud y 15 grados de latitud austral (entre los trópicos y, por tanto, en las proximidades del Grand Océano), hacía buen tiempo, hermosa mar, suave brisa del sudeste, en el cielo varias de estas pequeñas nubes blancas denominadas “colas de gato” y al costado del buque, se veían varias doradas...»7. En sus manos tenía un diario de a bordo perteneciente a un viejo capitán desaparecido tiempo atrás. Esas descripciones de cielos y mares infinitos le hacían sentir un deseo incontenible por viajar.

Siguiendo las huellas de Pierre Loti parecía inevitable que mi camino me condujese frente al mar, junto a la agreste costa atlántica. La isla de Oléron y sus playas proporcionó a Loti una sensación de inmensidad y esos horizontes, sin duda, le impulsaron a recorrer mundo, pero por entonces carecía de alas viviendo rodeado de mujeres, extremadamente protegido: «La isla, es decir la isla de Oléron, era el país de mi madre, y el de ellas, que habían abandonado una veintena de años antes de mi nacimiento, para establecerse aquí en el continente. Es curioso el encanto que tenían para mí esta isla y las cosas que de ahí procedían»8.

En Oléron vivían modestamente sus tres tías y las visitas a esa «isla de los perfumes» tenían para Julien distintas evocaciones, pues la placidez se entremezclaba con una impresión de otros tiempos. Eran orígenes que marcaron la infancia de Julien y le hacían sentir orgulloso de su pasado huguenot9. Oléron representaba también el contacto con el mar, por eso se sentía a sus anchas en esa región de espacios abiertos, de inabarcables playas de arena y de pescadores honestos.

Viajar ahí desde Rochefort, en aquellos años, constituía una aventura. Hacía falta subirse a un vehículo algo rústico y después navegar expuesto a la brisa del oeste en barcas a vela, por eso viajar a Oléron era hacerlo a territorios de lo exótico. Lo comprobó cuando pasó unos días con sus hermanos en La Brée les Bains, una recóndita aldea de pescadores.

Mucho han cambiado las cosas desde entonces. Un puente conecta el continente con la isla y esas comodidades, junto al encanto del lugar, hacen que ese rincón con alma propia sea frecuentado por vecinos de la zona y numerosos turistas. Aprovechando mi visita veraniega acudí a La Cotinière, el puerto de pesca de Saint-Pierre. A esa hora continuaba el ballet incesante de coloridos barcos que volvían de faenar. Los descendientes de esos pescadores evocados por Julien serían, probablemente, los encargados de surtir a los restaurantes de la zona de productos frescos: sepia, langostinos, lubinas, lenguados, rape, rayas… Bajo la bendición de una brisa marina abandoné el puerto para dirigirme a la plage de la Ménounière. En el fondo, Oléron conservaba el aire intimista de siglos pasados. Algunos niños correteaban ante la mirada perdida de sus padres, una pareja jugaba a la pala, un matrimonio pescaba y, sí, observé unos cuantos bañistas.

Aquella misma mañana, en la place Gambetta, los astros se alinearon de mi lado. Decidí entrar en la casita blanca que hacía las veces de oficina de turismo sin más intención que coger un mapa que me sirviese de referencia para visitar Saint-Pierre d’Oléron. Junto a la puerta un anuncio escrito en una pizarra verde acaparó mi atención.

—Visite guidée. Sur la trace de Pierre Loti. 10 h. (Visita guiada : Tras los pasos de Pierre Loti. 10 h.)

Sin dudar ni un segundo saqué el tique. Caminando por la peatonal rue République se respiraba un aroma a pasado. A ambos lados de la calle se alzaban las casas de pueblo a dos alturas, con sus fachadas blancas y contraventanas alargadas. Se sucedían las tiendas de antigüedades, los cafés, las librerías. Cuando estaba a punto de renunciar e ir a mi ritmo, vi a lo lejos al guía esperando junto al santuario de Saint-Pierre. No era de extrañar que hubiera muchas iglesias en toda la isla ya que por temor a que fuera el fin del mundo durante los siglos XI y XII los fieles hicieron cuantiosas donaciones al clero. Esa iglesia llamaba la atención por su imponente campanario hexagonal que parecía no tener fin. Pronto comprendí su importancia como referente del pueblo, testigo de las guerras de las religiones, baliza para los navíos…

¿Pero dónde estaba la huella de Loti, la del joven Julien? Cerca, muy cerca. En el número 55 de la rue République, en lo que hoy en día es el restaurante Le P'tit Bouchon, antes existió una hostería donde, ya adulto, se alojaba cuando venía a la isla. Los recuerdos le perseguían de tal modo que dormía ahí y no en la casa de sus antepasados, a pesar de haberla recomprado. Al rato llegamos a la place Camille Mémain con la Lanterne des morts, el farol de los muertos. Este imponente monumento servía para conmemorar a los difuntos y simbolizaba la inmortalidad del alma. Los huguenots, tras la prohibición de la libertad de credo, estuvieron condenados a rezar en casas particulares e incluso en granjas. La promulgación del edicto de Nantes hizo que se construyesen los primeros templos de l’église reformée, (la iglesia reformada). Pero ni por esas. Las persecuciones continuaron y los antepasados de Loti fueron sus víctimas.

Toda su vida estuvo ligada a este santuario. De pequeño iba con sus tías, de adulto intercedió para evitar la demolición promovida por la escasa asistencia de feligreses. Si bien coqueteó con otras religiones —sobre todo con el islam— por respeto a su madre, y seguramente a sus antepasados, siguió siendo protestante hasta el final de sus días. Y, de hecho, hasta ahí fue transportado el féretro de Pierre Loti al morir.

Caminando entre las callejuelas de Saint-Pierre d’Oléron encontré lo que buscaba. La casa del siglo XVIII frente a la que me encontraba se parecía a otra cualquiera, pero esos muros fueron testigo de la riqueza, y también de la miseria, de su familia huguenot. Hubo que vender la propiedad y fue en una casita humilde del vecindario donde pasaba a saludar a sus tías abuelas. Cada vez que iba al barrio los vecinos salían a saludarle ataviados con su vestimenta insular. Viticultores, salineros, antiguos empleados de la familia…, rodeado de todos ellos se sentía feliz, pero, hacia el final de la tarde, siempre volvía a la antigua casa familiar. Los propietarios le dejaban vagar a su aire por el jardín cercado por muros, a la sombra de bojes centenarios que rodeaban el sendero y ahí permanecía pensativo recordando a sus antepasados y su mala suerte.

Se trataba de una simple fachada, pero permanecí unos instantes ante el número 19 de la rue Pierre Loti. Con el éxito literario se animó a comprar la casa familiar bautizándola como la «Maison des aïeules». Una losa de piedra dejaba claro la relevancia de ese lugar: «En el jardín de la casa de las abuelas descansa Pierre Loti bajo la hiedra y los laureles». Pidió de adulto ser enterrado en ese jardín, pero una señal indicaba que «según las últimas voluntades de Pierre Loti no hay visitas». No quería desfiles sobre su tumba, hasta el punto de que solo una decena de personas, elegidas por su hijo Samuel, tenían el privilegio de atravesar el jardín y encontrar consuelo ante sus restos.

Escasos metros después volví a comprobar la impronta dejada por nuestro protagonista en Saint-Pierre. Al entrar en la antigua plaza de la gendarmería respiré una fragancia a lavanda, pero también a un tiempo pretérito. La figura de Loti estaba presente a modo de busto en bronce. La inscripción del monumento testimoniaba los lazos de unión que tejió entre pueblos tan opuestos como podían ser Turquía y Francia: «Pierre Loti, amigo de la Turquía, estambulí de corazón, nos une en Saint-Pierre d’Oléron, bajo las alas de la solidaridad, de la amistad y la tolerancia. Síntesis de Occidente y de Oriente, con toda la amistad de los habitantes de Eyüp».