El sueño del cíclope - Jerónimo Andreu - E-Book

El sueño del cíclope E-Book

Jerónimo Andreu

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Beschreibung

BIENVENIDOS AL VIENTRE DE LA ROCA Un thriller gibraltareño sobre drogas, mafias, espías y blanqueo de capitales. El expolicía gibraltareño Joseph Sanchez parece haber encontrado por fin el equilibrio: libre de sus demonios, pasea por Andalucía su cuerpo cubierto de tatuajes de hooligan, encantado con su nuevo empleo como agente de enlace del Servicio Secreto británico. Su capacidad para infiltrarse en cualquier ambiente —desde los bares donde se trafica con hachís a los despachos de abogados dedicados al blanqueo de capitales— ha atraído la atención del MI6, que decide encargarle una delicada misión: desmontar el entramado financiero de la emergente mafia moldava. Rodeado de su atípico grupo de colaboradores —con el joyero Abraham y el alcohólico Hawthorne a la cabeza— acometerá de inmediato la tarea, y todos sus viejos fantasmas —la niña Ibtisam, o Angela, la viuda a cuyo marido encarceló— tampoco tardarán en regresar... Mediante una trama basada en el crimen organizado y las nuevas tecnologías, Jerónimo Andreu ha logrado una novela negra de altos vuelos y bajos fondos, un thriller que viaja por las fronteras sociales, políticas e idiomáticas de esa plaza única que es el Campo de Gibraltar; un enclave singular que, como el atormentado protagonista de El sueño del cíclope, vive permanentemente escindido entre dos mundos dispares. «Gibraltar es un escenario que atravesó fugazmente las páginas de Ian Fleming y John le Carré, pero ahora se convierte en protagonista de las novelas de Jerónimo Andreu».  La Vanguardia «El personaje de Joseph Sanchez es un combustible muy potente. Y tanto él como el público están pidiendo ya sus nuevas aventuras».  El País «Personajes vivísimos, vistos con ojos de caricaturista, animan el Lejano Oeste peninsular imaginado por Jerónimo Andreu».  Justo Navarro, Babelia, El País «Hay que alegrarse de que de vez en cuando aparezca algún autor nuevo para renovar nuestro stock policiaco. Eso es lo que ocurre con Jerónimo Andreu». J. Ernesto Ayala-Dip

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ähnliche


 

Edición en formato digital: mayo de 2022

En cubierta: fotografía de © Findlay/Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Jerónimo Andreu Urioste, 2022

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19207-89-0

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Candela.

Para Héctor.

 

«Serena trata el pasado como tratan las moscas el cristal de una ventana: lo recorre arriba y abajo, se golpea contra él la cabeza, se agota tratando de encontrar en él alguna luz, sin darse cuenta de que la luz y el cristal son dos cosas distintas».

ENRIQUEDE HÉRIZ, Mentira

Introducción

El hombre se arremangó el jersey y tomó la temperatura del agua mojando un codo en la palangana con la misma delicadeza que si se dispusiera a bañar a un bebé. Luego abrió el saco que tenía sobre la mesa y extrajo de él a un gato recién nacido.

Levantó el animal hasta la altura de su cara y se detuvo un segundo a examinar los torpes pedaleos que daba en el aire, sus primeros pasos en el mundo. El gatito, ciego aún, le enseñó la lengua de lenteja.

El hombre suspiró y lo sumergió en el barreño. Con la palma posada sobre el cuerpecillo lo mantuvo apretado contra el fondo de plástico durante un minuto, tiempo suficiente para asegurarse de que no hubiera más pedaleos. A continuación sacó el cadáver y lo dejó sobre la mesa, como un trapo empapado en torno al que comenzó a crecer una mancha oscura de humedad. Luego alargó la mano y, con eficacia mecánica, extrajo del saco el siguiente gato de la camada. Esta vez no le dedicó ni una mirada. El más difícil era siempre el primero.

Justo en el momento en que volvía a meter el brazo en el agua, un violento chirrido en la puerta del garaje le hizo levantar la vista. Unas manos fuertes arrastraron el portón metálico y se asomó la cara de un individuo unos veinte años más joven.

—¡Don Matías, la Guardia Civil! —le gritó.

—Vámonos —respondió el hombre, con la voz ronca por culpa del rato que había permanecido en silencio.

Se apartó del barreño y corrieron hacia la portezuela trasera, pero antes de llegar ya la estaban golpeando desde fuera. Los dos hombres se detuvieron, conscientes de que los habían rodeado. Los guardias civiles entraron por las dos puertas al mismo tiempo, apuntándolos con las pistolas y gritándoles las órdenes habituales:

—¡Al suelo! ¡Las manos donde puedan verse!

No opusieron resistencia. El más joven resoplaba mientras se arrodillaba.

—Tranquilo —le chistó don Matías mientras los esposaban los primeros agentes, los más inquietos, los que se comportan siempre como perros de presa, derribando todo al entrar, repartiendo golpes.

Enmarcadas en el vano de la puerta, las siluetas de los dos guardias que dirigían la operación se recortaron contra la noche plagada de estrellas de la Axarquía malagueña. Uno era alto y de nuez prominente, con las tres barras rojas de cabo cosidas al hombro; el otro, un sargento, parecía construido en ladrillo, más bajo pero sólido y con la seguridad en los gestos que da vivir por encima en el escalafón.

—¿Dónde está la droga? —Se acercó hasta don Matías el sargento.

—Aquí no hay. —Lo miró este con sus ojos cargados de bolsas.

El guardia civil hizo un gesto a los agentes para que iniciaran el registro, comprobando a golpe de bota y culatas si alguna pared sonaba hueca, repasando si el cemento de las baldosas del suelo estaba fresco y desplazando los bancos de trabajo en busca de compartimentos secretos.

Don Matías sonrió. Era tan ancho de hombros como el sargento, con la piel aceitunada y los ojos de un verde marino, unos sesenta años y el pelo en sortijas que le descendían por el cuello.

—No vais a encontrar nada. Hay mucho narco dando soplos falsos para despistar.

El sargento asintió irónicamente. Dos agentes entraron al garaje transportando unas escaleras bajo el brazo y comenzaron a desmontar las placas del falso techo. Otro apareció con un enorme mazo con el que fue metódicamente probando las distintas melodías que emitía cada palmo de suelo. En una loseta pareció encontrar una nota que le sedujo.

—Esto está hueco —anunció.

Sus compañeros se arremolinaron en torno a él, pero los apartó con un movimiento enérgico y levantó el mazo. Lo descargó sobre el suelo y la loseta se levantó por un extremo. Dos hombres la terminaron de sacar valiéndose de una palanca y la echaron a un lado, dejando al descubierto un hueco del tamaño de una boca de alcantarilla.

—Bajo yo —dijo el guardia de la maza mientras la cambiaba por una linterna.

Se sentó al borde del agujero y se dejó caer tras comprobar que el fondo quedaba a menos de dos metros. Lo siguieron tres agentes más.

—Parece vacío, pero vamos a mirar —anunciaron.

Durante largo rato no se los volvió a oír. Al principio los demás esperaron inmóviles a que les comunicaran novedades, pero terminaron regresando a sus tareas, desplazando muebles por el garaje y golpeando paredes al azar. Un cuarto de hora más tarde, los cuatro de la catacumba regresaron a la superficie cubiertos de polvo y con cara de disgusto.

—Se lo han llevado —anunciaron.

El abatimiento se contagió a todos los guardias. Los ojos de don Matías sonrieron cuando los dos jefes se reunieron en una esquina para hablar, cubriéndose la boca mientras cabeceaban como caballos.

En ese momento, un tercer hombre salió de la noche y se asomó a la puerta del garaje. Por la familiaridad con la que se acercó a los guardias parecía conocerlos, pero no vestía uniforme. Don Matías se dio cuenta de que tampoco lo recibían como uno de los suyos, sino con una abierta frialdad, como si les incomodara tenerlo por allí. Ese le pareció un detalle preocupante.

—Perdón por el retraso. ¿Cómo va la cosa? —saludó el recién llegado.

Los dos guardias se le acercaron con la intención de comentar los escasos resultados de la búsqueda. Se alejaron unos pasos para que no pudieran escucharlos. Don Matías se aferró a su sonrisa, dispuesto a mantener el optimismo. Con su hombro golpeó el de su cómplice para transmitirle su buen humor. Este le devolvió una mueca poco convencida. Andaba ya cerca de los cuarenta, pero aún no se había curtido, ni se curtiría en la vida. Si no fuera el marido de su hija, sabía que don Matías no le dejaría trabajar para él.

Los guardias y el extraño volvieron al garaje después de su conversación. Una vez que había abandonado el contraluz, el recién llegado llamaba la atención por sus rasgos extranjeros, con el pelo pajizo y las pestañas quemadas. Avanzó con decisión hacia los hombres esposados, pero se detuvo frente a la mesa al distinguir el gato muerto. En la palangana flotaba el segundo. Abrió el saco y encontró agitándose tres más, aún calientes tras el parto. Eran tan pequeños que no sabían maullar.

Se acuclilló ante don Matías, y este lo recibió con una mirada de suficiencia.

—¿Quiere un gato? —le preguntó desafiante.

El rubio negó con la cabeza. Repentinamente, don Matías pareció sentirse obligado a justificarse:

—Antes los mataba con toda tranquilidad. Ahora me he hecho viejo y cuesta más, pero alguien tiene que hacerlo.

El visitante se levantó. Parecía uno de esos vagabundos escandinavos que de vez en cuando quedan encallados en la Costa del Sol, siempre cubiertos de arena. Tenía la piel cuarteada, y del cuello de la cazadora le asomaba el rabo de un tatuaje.

—Yo sé dónde tienes la droga —le soltó a don Matías con un acento andaluz tan sorprendente como el anuncio que acababa de lanzar.

Don Matías levantó una ceja. Notó cómo su yerno se revolvía y tuvo ganas de golpearlo, en parte para exigirle discreción, pero también por desahogarse. El recién llegado no le dio tiempo: obligó al viejo a ponerse de pie agarrándolo por las esposas y, con la mano libre, cogió el saco lleno de gatos.

—Vamos —ordenó al sargento y al cabo, que se miraron con cierto fastidio por tener que andar a rebufo de aquel fulano.

Pese a todo, lo obedecieron y salieron del garaje mientras el resto de los agentes se quedaban con el yerno. La noche era plácida. Solo se oían los grillos y los ruidos provenientes del registro.

—Hemos mirado en el otro garaje también —informó el cabo espigado con un inconfundible deje gallego.

—¿Y qué habéis encontrado? —preguntó el rubio.

—Aparejos de pesca, dos motos de agua, boyas… Nada de droga.

De camino al coche patrulla cruzaron frente a un barquito colocado sobre un remolque.

—Te gusta pescar, ¿eh? —le preguntó el rubio a don Matías, que se encogió de hombros, cada vez más incómodo.

—A mí también —siguió—. En barco no, porque nunca me ha dado para un barco. Con la cañita en el espigón.

Subieron al coche. El sargento y el cabo delante, y el narco y el rubio detrás.

—Tenemos una lancha esperándonos en la playa —anunció este mientras colocaba el saco con los gatitos entre sus pies.

El sargento chascó la lengua sin poder contenerse más tiempo y envolvió con el brazo el cabecero de su asiento para girarse hacia atrás:

—A ver, yo entiendo que lo de la cooperación internacional está genial. Lo que no sé, y a lo mejor meto la pata, es por qué tienes que venir tú de Inglaterra a organizarnos la vida: a dirigir el registro, a encargar una lancha... Hablo sin mala intención, eh —puntualizó con evidente mala intención—. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

—Joseph. —Sonrió el rubio—. Y no estoy organizando nada. Este caso es vuestro y las detenciones son para vosotros: yo solo os paso una información que me ha llegado. Hablé con tu coronel, Santangracia, que estuvo destinado en Algeciras y nos conocemos desde entonces. Le conté lo que yo sabía y ha sido él quien lo ha arreglado con la comandancia. Lo de la lancha y todo. ¿No os ha avisado?

El sargento resopló con fastidio y posó las manos en el volante:

—Nos contó que eras un poco pesado, pero no tanto —dijo arrancando el coche, sin dar opción a que la charla se prolongara.

Joseph tampoco parecía ansioso por hablar. Permaneció en silencio mientras terminaron de recorrer el sendero que atraviesa los campos de cultivo en torno a la playa de Almayate. El coche se internó a trompicones en el último cordón de dunas y cañizos. Las marcas de neumáticos sobre la arena cenicienta revelaban el tráfico incesante de todoterrenos mucho mejor equipados para aquella tarea. Frenaron en cuanto tuvieron la orilla a la vista y descendieron con una coreografía de portazos. El ruido de los grillos había sido devorado por el embate de las olas. En el aire flotaba un olor a algas secas.

—Allí están. —Joseph señaló la lancha.

Los cuatro guardias civiles vestidos de neopreno que los estaban esperando mostraban un sorprendente buen humor para la misión que tenían asignada.

—Una noche cojonuda para darse un bañito. —Les tendió la mano el piloto de la embarcación.

—Perdón por sacaros de la cama —respondió Joseph.

El buzo de mayor edad suspiró con resignación:

—No es la hora más agradable para estas cosas, pero si no queda otra…

—Pues parece que no —dijo el gallego—. Si no encontramos la droga ya, el juez deja a los detenidos en la calle.

Sin más formalidades, cada hombre fue tomando la posición que le correspondía en el bote neumático. El buzo más joven lo empujó unos metros mar adentro antes de saltar al interior. Joseph le entregó al piloto unas instrucciones en una página de cuaderno.

—Estas son las coordenadas —le indicó.

El hombre las introdujo en el GPS y arrancó el fueraborda. Don Matías, con las manos esposadas entre las rodillas, era un hombre demudado. Mantenía la vista en el fondo de la embarcación, que continuó avanzando hacia la oscuridad.

Mientras la espuma del mar se montaba en torno a la hélice como nata en un cuenco, el piloto seguía sin apartar la vista de las indicaciones de la pantalla que los guiaba a través de la negrura. Cuando llegaron al punto indicado, apagó el motor. Los buzos se ajustaron las aletas y comprobaron las botellas de oxígeno.

—Aquí cubre veinte metros —dijo el primero.

El piloto asintió para dar su aprobación. El submarinista se colocó la máscara, se dejó caer de espaldas por la borda y un desagradable frío los salpicó a todos.

El segundo buzo lo siguió al instante, y el sargento aprovechó la pausa para encender un cigarrillo que brilló con un rojo maligno. Todos permanecieron inmóviles, dejándose mecer por las olas y los inquietantes murmullos del mar en las horas previas al amanecer, hasta que al cabo de cinco minutos emergió con un plop el primer globo aerostático. Después de él, con un suave borboteo, otra decena de burbujas amarillas fueron saliendo a flote.

Los ojos de don Matías se llenaron de espanto, como si quienes estuvieran regresando de las profundidades del mar fueran los miles de gatitos que había ahogado a lo largo de su vida. Indiferentes a su alucinación, los agentes comenzaron a izar a bordo los globos que habían encontrado los buzos y que, al ser activados, se llenaban de aire y emergían arrastrando los fardos de hachís escondidos en el fondo.

—Yo no tengo nada que ver con esto —farfulló don Matías sin que nadie le hubiera preguntado nada.

Joseph se sacó del chaquetón un DVD y se lo entregó al sargento:

—Aquí tenéis el vídeo con el desembarco hace dos noches. El barco desde el que se lanzan la droga con los globos es el mismo que tiene en su finca, el que hemos visto antes. Se distingue la matrícula, y se lo ve a él en cubierta.

—¿Quién lo grabó? —preguntó el sargento.

—Una colaboración ciudadana. Sin más preguntas. —Sonrió Joseph.

Don Matías volvió a hundir la cabeza, dejándose llevar por sus pesadillas. Pronto tuvieron una decena de fardos sobre la lancha. Todos estaban bien aislados y marcados con las iniciales de sus respectivos dueños: los traficantes que habían pagado un precio conjunto a los transportistas para que sacasen la droga de Marruecos, la dejaran descansando en el mar, a una distancia prudente de tierra, hasta encontrar el momento oportuno, y luego la desanclasen, la llevaran a la costa y se la entregaran a sus propietarios lejos de miradas indiscretas.

La medusa de paquetes y cabos era demasiado espesa para deshacerla, así que los guardias la ataron a la lancha y la arrastraron hasta la costa.

—Son profesionales —explicó el buzo veterano, secándose ya sobre la lancha—. Los globos hidrostáticos estaban listos para subir en cuanto les abrieran la válvula. Cada uno tira para arriba con doscientos kilos.

El gallego soltó una carcajada de alivio.

—Es la última operación que me quedaba, y estaba acojonado por fastidiarla y que me gafase el traslado.

—No, hombre —le dijo un buzo—. Ya ves qué éxito. Cuatro mil kilos.

—Pues sacamos esto y marcho corriendo de aquí —dijo el gallego— porque este ritmo no lo aguanto más.

—¿Adónde te vas? —preguntó el buzo.

—Cerquiña de casa, a Ponferrada. Dejo la Costa del Sol para los jóvenes.

El buzo lo felicitó:

—No hay comparación. A poner multas a las vacas.

Terminaron la tarea entre bromas. Cuando llegaron a la playa, una patrulla los esperaba con un todoterreno para arrastrar la droga fuera del agua. Mientras los buzos enganchaban los paquetes al remolque, un agente se acercó a Joseph con un teléfono móvil.

—Señor, el coronel Santangracia me pide que le enseñe esto —lo abordó.

Joseph cogió el teléfono y observó la fotografía en la pantalla. Era Conor Whelan, gestor del gimnasio Muscle’s de Marbella y responsable de la seguridad personal de Ron Keane, jefe de la mafia irlandesa en España. La enorme cabeza afeitada del matón descansaba contra la ventanilla de un coche como si estuviera echando una siesta en el arcén a mitad de un largo viaje por carretera. Pero no dormía. Estaba maniatado en el asiento delantero, con el rostro amoratado por los golpes y un agujero en el pecho bajo el que la camiseta se volvía un babero rojo.

—Lo han encontrado a diez kilómetros de aquí —dijo el agente— dentro del mismo coche que se lo llevó de Marbella.

Joseph asintió y le devolvió el teléfono. Levantó la vista. A la luz del amanecer, el aspecto de aquella playa era aún más inhóspito: estrecha e inundada de ramas secas arrastradas por los temporales del otoño. En ese momento se acercaron el sargento y el cabo.

—Es él, ¿verdad? —preguntó el cabo, que también había recibido la foto en su teléfono.

—Sí —confirmó Joseph la identidad de Whelan, secuestrado la noche antes por un grupo de encapuchados mientras cenaba en una terraza del paseo marítimo de Marbella.

Todo apuntaba a que el asesinato había sido obra de sus rivales, la familia Lyall, vecinos de Dublín y competidores también en la Costa del Sol por la hegemonía del hachís que engrasaba los negocios de tráfico de armas en toda Europa.

—Pues menos mal que nos hemos dado prisa, antes de que se corra la voz.

—O no. —Se incorporó a la conversación el sargento—. Podíamos haber esperado unos días y detenerlos a todos mientras sacaban la droga del agua.

Joseph lo miró. El cuello musculado del guardia estaba coronado por una cabeza desproporcionadamente pequeña, con una nariz aplastada que hacía pensar en un cráneo de esqueleto atornillado a un cuerpo de culturista. La impresión quedaba reforzada por un pelo extremadamente corto que arrancaba muy atrás en la frente, y unas gafas de espejo que el sargento se había colocado con la salida del sol y que perfectamente podrían estar ocultando dos cuencas oculares vacías.

Joseph se encogió de hombros:

—Dos familias de la mafia irlandesa peleándose por un cargamento de hachís, cada una asociada a una organización de narcotraficantes españoles, un secuestro a tiros, y el secuestrado que aparece torturado en un coche, pistoleros buscando la droga por toda Andalucía, posibles represalias… No sé cuáles son las prioridades de la Guardia Civil, pero yo diría que lo más prudente era encontrar la droga rapidito.

El sargento no respondió. El rencor se adivinaba tras sus gafas de sol. Un viento desagradable comenzaba a levantar la arena.

—Tengo que coger un avión en dos horas —dijo Joseph—. El coronel dijo que me podríais acercar al aeropuerto.

El gallego miró de reojo al sargento. Este relajó la mandíbula.

—Vale. Tenemos que ir a Málaga de todas maneras.

Los tres hombres volvieron al mismo coche en el que habían llegado a la playa, que bullía ahora por la actividad policial. Los agentes cargaban los fardos de droga, mientras don Matías esperaba esposado contra otro todoterreno, con los ojos perdidos en el mar.

Joseph se sentó en el asiento trasero y se desperezó.

El cabo gallego se abrochó el cinturón de copiloto:

—Tú en el avión podrás echarte una siesta. A nosotros nos queda todo el papeleo.

—No me gusta mucho el avión.

—Tan malo no será, digo yo, si andas todo el día yendo y viniendo de Londres hasta aquí.

Joseph respondió con una sonrisa burlona:

—¿De dónde crees que vengo yo?

El guardia pareció confuso, como si le asustara haber soltado una impertinencia:

—Inglés, ¿no? Bueno, o de Escocia o algo parecido.

Joseph sacudió la cabeza.

—Soy más de aquí que vosotros. De Gibraltar. Me apellido Sanchez, Joseph Sanchez.

—¿Lo dices en serio? —Se giró el cabo.

Joseph se fijó en el sargento, que no había hecho un solo gesto desde que arrancó el coche. Estaba seguro de que él sí había comprobado su identidad. El coronel Santangracia tampoco se caracterizaba por su discreción. En los años durante los que colaboraron en La Línea, cuando Joseph trabajaba para la Royal Police gibraltareña, Santangracia había dejado claro que le gustaba ser el primero en anunciar las novedades, anotándose todos los tantos con periodistas y políticos. Así se construye una carrera.

—Sí —confirmó—. Soy llanito. Y de los que prefieren no alejarse del Peñón.

—¿Entonces, por qué coges ahora el avión?

Joseph resopló resignado.

—Una mala jugada que me han hecho. Tengo que ir de turismo a Londres, pero hacía años que no pasaba por allí.

En cincuenta minutos el coche se detuvo frente al cartel de salidas del aeropuerto de Málaga-Costa del Sol.

Joseph abrió su portezuela, pero antes de descender, recordó algo.

—Un segundo —dijo, y se sacó de entre los pies la bolsa de esparto—. Espero que os gusten los gatos —se despidió dejándola sobre el que había sido su asiento.

El sargento miró el saco con fastidio. Antes de que pudieran decir nada, Joseph ya se había perdido dentro de la terminal.

—Menudo personaje —bufó el guardia mientras hacía girar el volante para reincorporarse a la circulación.

—¿Pero quién es exactamente? —preguntó el gallego mientras recogía el saco y se lo colocaba sobre las piernas.

—Tampoco te creas que lo sé muy bien. —El sargento se tomó una pausa, organizando la información desordenada que le había llegado sobre Joseph—. Un antiguo policía de Gibraltar, pero lo echaron de allí. Bebía y era un broncas. Luego dicen que se metió a contrabandista de tabaco, pasando cartones por la Verja. Y después se hizo medio detective, buscando a guiris que se pierden por aquí, líos de drogas... No sé, pero en el Campo de Gibraltar está metido en todos los saraos. De ahí conoce al coronel.

—¿Son amigos?

—Amigos no sé, pero el jefe dice que le ha echado el cable un puñado de veces. Él sabrá lo que hace, pero yo no me fío de un tío así.

—Hombre, un poco cara de toxo sí que tenía.

—La cara me da igual. Lo que me preocupa es que todo el mundo sabe que habla con los irlandeses. Con la mafia. ¿Cómo te crees que se enteró de esto? De ahí sacó el vídeo.

—¿En serio trabaja para ellos? —preguntó atónito el cabo.

—No sé si llega a trabajar para ellos, pero está claro que saca tajada de los líos que se traen. Tú sabes mejor que yo para quién curra la banda del Matías: para la familia de los Lyall. Así que hoy, gracias al tío este, los Keane se han cobrado el soldado que les mataron anoche.

—¿Y qué gana este metiéndose en ese lío?

—Ni idea. Esto de los espías es muy raro.

—¿Espía?

—Eso se dice también. —Se le escapó una carcajada—. Que los ingleses lo usan de espía. Por eso no he abierto la boca en toda la noche. No quiero que me saque nada.

—Pues ya podías haberme avisado.

—Te estaba vigilando, a ver si se te escapaba algo.

—Ya, pero por si acaso.

Frente a la pesadumbre que por instantes iba apocando al cabo, el sargento parecía haberse sacudido toda la tensión acumulada.

—¿Queda algún bicho vivo? —Señaló la bolsa de los gatos—. A lo mejor le puedo llevar uno a mi hija. Pero tendremos que parar a comprarles de comer. Nos los ha colado el puto guiri.

I

El taxi se detuvo frente a Vauxhall Cross. Joseph descendió y contempló el edificio que se levantaba ante él, aquella pirámide truncada con incrustaciones de piedra turquesa que alguien había abandonado a los pies del Támesis.

—¿Ve lo que quería decir? —le preguntó el taxista con un cerrado acento londinense.

—Creo que sí —concedió Joseph, también sin disimular su deje llanito, responsable de que siempre le dieran un par de vueltas más de lo necesario.

Cuando le pidió en el aeropuerto que lo llevara hasta el 85 Albert Embankment en Vauxhall, el conductor le había respondido crípticamente:

—¿A las torres Ceaucescu?

En ese momento Joseph no había entendido la broma local, pero al bajar del auto se le hizo evidente, incluso si a él la visión de aquel adefesio le evocaba, más que un palacio comunista, un spa para dioses jubilados.

El taxista se marchó con una risotada, y Joseph se encontró solo frente a la sede del mítico MI6, el Secret Intelligence Service.

A lo largo de sus años en la Royal Gibraltar Police, Joseph había tenido demasiado trato con los servicios de seguridad como para que las fantasías sobre el espionaje británico le siguieran impresionando, pero los relatos escuchados durante la infancia siempre continuaban dando guerra desde alguna gruta perdida dentro de la fosa abisal de la memoria. Y entre las historias que llevaban el glorioso sello del MI6 había algunas tan inolvidables como las andanzas de los agentes que defendieron Gibraltar contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, la traición de los cinco de Cambridge y, por supuesto, las notas firmadas en tinta verde por C, the Chief, el impasible director de la agencia.

Levemente impresionado por aquellos referentes, Joseph cruzó el arco de metales de la entrada, se identificó y anunció que tenía una cita con recursos humanos. Un bedel lo acompañó en ascensor hasta la tercera planta. Allí una secretaria vestida de rojo lo hizo pasar a una sala de espera que parecía cincuenta años anterior a la construcción del propio edificio. El suelo era de linóleo, las paredes estaban forradas en madera y un paragüero de cerámica con un paraguas solitario rimaba a la perfección con el cielo gris que se asomaba tras las cortinas de los ventanales.

Tras dejarlo unos minutos contemplando el muro de nubes, la secretaria de rojo regresó a buscarlo. La mujer lo estudió por encima del marco de sus gafas.

—Puede pasar —le dijo, guiándolo hasta una estancia con la puerta acolchada en cuero.

Un hombre cercano a los sesenta años vestido de tweed lo esperaba con los brazos cruzados y apoyado sobre su mesa. Joseph reconoció al clásico producto elitista de Oxbridge.

—Póngase cómodo. —Le señaló una silla.

Joseph obedeció. El despacho estaba decorado a base de piezas de arte colonial. Las paredes lucían máscaras de ébano con penachos de plumas, y en las estanterías se apelotonaban tantas tallas africanas como libros que llevaban décadas sin ser consultados.

—Señor Sanchez, un placer. —Le estrechó la mano el funcionario, evitando decir su nombre para indicarle a Joseph que era a él a quien le correspondía estar al tanto de con quién hablaba—. ¿Viene a menudo por Londres desde su soleada España?

—Mis padres me trajeron una vez de pequeño. Luego estuve de paso cuando me mandaron a la Universidad de Hull.

—Entiendo. —Sonrió el reclutador sin evitar parecer despectivo—. Asumo entonces que no conocía nuestras instalaciones.

—En absoluto.

—Bueno, para nuestra desgracia producen una impresión duradera, así que no creo que las olvide. Hay quien las llama «Babilonia en el Támesis» por su parecido con un zigurat; otros, «el templo maya», «Legoland», «las torres Ceaucescu»... El arquitecto quería una estructura imponente para recordarles a los ciudadanos el poder del Estado, pero, si nos preguntan a los que trabajamos aquí, nos verá escépticos con la idea de que los servicios secretos deban alojarse en el edificio más llamativo de Londres. Se vivía más tranquilo cuando nuestra sede era un caserón anónimo, pero en los tiempos que corren esa discreción ya no es posible, y este monstruo compensa su fealdad con todos los avances en seguridad: ventanas blindadas, inhibidores de frecuencia... Me parece una buena idea, porque yo mismo desearía bombardearlo cada vez que lo veo. Si le interesa, la secretaria puede hacerle una visita más tarde. Tenemos de todo, hasta una piscina climatizada.

—No soy muy de piscina.

—La verdad es que yo tampoco —respondió el funcionario al comentario levemente impertinente—. Pero como supongo que no habrá cogido un avión para hablar de nuestras preferencias deportivas, permítame que comience. El discurso que les damos a los nuevos es tan aburrido como se puede imaginar: «Querido, esta es una oportunidad única de formar parte de un equipo dinámico y multidisciplinar dentro de una organización estable y con enorme tradición».

El reclutador hizo una pausa teatral que utilizó para humedecerse los labios, buscando la complicidad de Joseph.

—Ese el guion obligatorio para los candidatos que llegan a esta fase, pero en el caso de una persona con tanta experiencia como usted creo que podemos pasar a algo más directo. Después del periodo de prueba que ha completado durante los últimos meses, en el MI6 estamos interesados en formalizar nuestra relación ofreciéndole un puesto de agente de enlace. Querríamos que trabajara en España a las órdenes de un agente principal que dirigiría sus intervenciones desde Londres. No sé si está al tanto de las particularidades del MI6.

—Desde que trabajé en la Royal Police de Gibraltar he colaborado muchas veces con el MI5 —respondió Joseph.

El funcionario guiñó el ojo como el presentador que escucha la respuesta errónea de un concursante impetuoso.

—Sé que conoce esa ala de los servicios de inteligencia —retomó la palabra—, pero somos muy distintos de nuestros colegas del MI5. Discúlpeme que resulte demasiado tajante, pero le aseguro que una organización y otra representan el día y la noche. No solo porque ellos se centren en el trabajo en el interior de Reino Unido mientras que nosotros lo hacemos en el extranjero; se trata, por encima de todo, de una filosofía distinta. Digamos que ellos son una prolongación de los cuerpos policiales. Aunque no les guste admitirlo, son policías. Mientras tanto, nosotros nos dedicamos a obtener información y a analizarla. Somos espías, analistas de inteligencia, o como quiera llamarlo. No desembarcamos en los casos a patadas, igual que si fuéramos boinas verdes, porque ya hay equipos especiales en la policía y el ejército que se dedican a eso. Nuestros agentes se distinguen por su capacidad para operar de forma muy discreta en ambientes hostiles. Puede que el trabajo en el MI5 sea mejor para mantenerse en forma, con músculos tonificados y esas cosas, pero le aseguro que el nuestro está a otro nivel intelectual. Lo único que les envidio es su sede, el Thames House —suspiró—, unas oficinas perfectamente anodinas.

Después de unas pocas frases, Joseph no necesitaba mucha más información para ubicar a su reclutador. Ya tenía claro que era uno de esos servidores públicos que cada mañana hacían gárgaras frente al espejo sintiéndose orgullosos por formar parte de un imperio. El hombre retomó impulso y continuó:

—Hace años que en el MI6, o el Servicio de Inteligencia Secreta, o simplemente el SIS, nos ha tocado acostumbrarnos al cambio. Desde el fin de la Guerra Fría hemos dejado de obsesionarnos con la amenaza soviética para abrirnos a una gama mucho más rica de paranoias que abarcan desde el terrorismo islamista al espionaje industrial, pasando por la guerra biológica y el cibercrimen. Entre tanto, todo el mundo sabe que nos hemos dado un par de batacazos, sobre todo con la pifia de Irak y las armas de destrucción masiva, pero también tenemos unas cuantas medallas que colgarnos. Lo importante es que la esencia del trabajo no ha cambiado. Básicamente nos dedicamos al negocio de las relaciones humanas. Necesitamos gente inteligente, capaz de sacar información de personas que en la mayoría de los casos también son inteligentes, o al menos creen serlo. Buscamos conocimientos que sean importantes para nuestra seguridad, para nuestras empresas y nuestra forma de vivir.

Joseph no parpadeó.

—Y no le voy a mentir. —Carraspeó el funcionario para indicar que se disponía a mencionar un asunto espinoso—. Para nosotros ha pesado mucho que la persona que lo recomendara fuese el agente Patterson.

Joseph sabía que aquel nombre iba a salir en la conversación, pero haberlo anticipado no le evitó sentirse mal. Apenas había conocido a Patterson durante la misión para la que lo enviaron a Gibraltar el año anterior; sin embargo, le dolió que lo mataran en una emboscada casi infantil, de la que él tenía que haberse dado cuenta. Paradójicamente, también entendía que esa muerte era la causa de que el SIS se hubiera decidido a fichar a una persona que conociese realmente el Peñón, en lugar de seguir recurriendo a paracaidistas que no sabían moverse en un escenario recorrido por tantas ambigüedades.

—Así es.

—Era un agente con un futuro brillante —dijo el director con un aire trascendente que le desagradó— y nos dio unos informes inmejorables de usted.

Joseph no fue capaz de añadir nada más. La muerte de Patterson le seguía escociendo, pero lo realmente insoportable era recordar que junto a él asesinaron a María, alias Pippa Hampton, y que ella sí estaba bajo su responsabilidad. Le habían contratado para que la custodiase, y en los diez minutos en que la dejó con Patterson, el policía que debía escoltarlos les disparó a traición para que la chica no revelase todo lo que podía revelar sobre la corrupción gibraltareña.

—Sé que Patterson le propuso colaborar con nosotros —cortó el funcionario sus lúgubres pensamientos—. Lo que no sé es si tuvo tiempo de adelantarle lo que implicaría el puesto. Para resumirlo, podría decirse que un agente de enlace es un agente no oficial, una antena ubicada fuera de Reino Unido.

—Un soplón.

—Eso sería simplificar demasiado su trabajo —esquivó el director la impertinencia—. El enlace debe actuar como informante, por supuesto, pero sus funciones son más amplias. Usted estará bajo la supervisión de nuestro agente McPhail, que dirigirá desde aquí sus movimientos. Si quiere, ahora podemos pasar a hacerle una visita: está a dos despachos de aquí. O quizá prefiera no tener ningún contacto personal: esa es la opción que solemos recomendar por razones de seguridad. En cualquier caso, a partir de hoy tendrá la obligación de reportarle cada uno de sus pasos, y contar con su autorización para dar los siguientes. Además, a ese trabajo de investigador se le añaden otros de apoyo logístico, ya sea para casos que estén siendo coordinados por McPhail o por otros agentes que necesiten asistencia en España cuando tengan que desplazarse allí. Serían tareas poco atractivas para usted pero muy importantes para nuestra logística: poner a disposición de los agentes cuentas bancarias para que oculten fondos, facilitarles un alojamiento sobre el terreno, introducirse en ambientes locales en los que nuestro personal tendría dificultades para desenvolverse...

Joseph clavó la vista en el pañuelo que asomaba por el bolsillo de la chaqueta del funcionario. Hablar de «dificultades para desenvolverse en ambientes locales» era una forma delicada de decir que quizá los estirados del SIS fueran capaces de pasar desapercibidos en el consejo de una compañía petrolera, pero nunca de hablar con el dependiente de una gasolinera sin levantar sospechas.

El hombre continuó:

—Insisto en este punto porque quiero que le quede claro que en el MI6 se trabaja en equipo, por mucho que su tarea diaria sea una labor solitaria. Usted es un tipo al que resulta difícil de imaginar en una fiesta de oficina; me parece bien: ese es su carácter, y la iniciativa es una cualidad que se agradece en los agentes de enlace. No le pedimos que cambie su naturaleza, pero tenga claro que no puede meter la pata, porque se arriesga a dejar expuestos a sus compañeros.

—Entiendo —dijo Joseph.

—Normalmente el reclutamiento es un proceso que dura seis meses. Incluye entrevistas, perfiles psicológicos, un examen obligatorio para todos los empleados del Gobierno… El punto final es un campus en el que los candidatos compiten en análisis de datos, juegos de roles y resolución de casos prácticos.

—No voy a hacer nada de eso —cortó Joseph al reclutador. Haciendo gala de la infinita paleta de expresiones que manejan los servidores británicos, este sustituyó su aire de cordial sarcasmo por uno de discreto fastidio.

—Nadie aquí pensaba que usted fuera a hacer esas pruebas. Únicamente le informo de su existencia para que entienda todo lo que esperamos de un nuevo recluta y, sobre todo, que la presión es un componente importante del trabajo.

—Ok. Puedo vivir con eso.

—Me alegra saberlo. ¿Y hay algo para lo que se vea incapacitado? Quiero decir: ¿hay algo que le impida trabajar en el MI6?

—No.

—¿Tiene familia?

Menos capacitado que su interlocutor en el arte del autocontrol, Joseph hizo un esfuerzo por no responder con un mordisco. No le cabía duda de que conocían su expediente personal. Alcohólico. Viudo. Causa de la muerte: sobredosis de barbitúricos.

—No —se limitó a responder.

—Bueno, en cualquier caso sabe que no puede ir contando por ahí a lo que se dedica. En los servicios secretos tenemos prohibido compartir casi nada, y eso pesa en la moral, también en la colectiva. En los últimos años, por culpa del contexto internacional, la agencia ha pasado una crisis de autoestima. Ahora queremos darle una vuelta a esa situación. Necesitamos menos dinosaurios en plantilla y más gente que empuje: mujeres, minorías étnicas, jóvenes con conocimientos informáticos...

—La informática tampoco es uno de mis puntos fuertes —interrumpió Joseph.

El funcionario alzó la mano conciliador:

—Lo sabemos, pero usted tiene otras virtudes. Quizá la más importante sea su capacidad para moverse igual entre españoles que entre británicos.

Ahora el reclutador pareció dudar, pero terminó lanzándose:

—Y no es solo eso. Mírese. —Señaló a Joseph con la mano extendida, casi sonriendo de admiración al repasar sus vaqueros desgastados, una parka sin forma, y una camisa de pequeños cuadros verdes y azules que nunca había visto la plancha—. La mayoría de los candidatos que se sientan en su silla llegan con el traje y la corbata de su padre. Puede que usted no sepa programación, pero, por muy difícil que resulte desencriptar una base de datos, lo más complicado sigue siendo conseguirla: convencer a alguien de que te la dé, o quitársela con tus propias manos. —Hizo el gesto de tirar hacia sí de un objeto imaginario—. No se nos ponen al alcance muchos agentes con un perfil tan… operativo como el suyo.

Joseph dejó escapar un suspiro cargado de escepticismo.

—Hablo en serio —continuó el director—. Su expediente es muy atractivo. Ha trabajado diez años como jefe de escolta del Chief Minister de Gibraltar. Gracias a eso, está al tanto de cómo funciona el Gobierno por dentro. También sabemos que ama a su país, aunque no lo reconocería jamás: su principal colaboración con el MI5, hace cinco años, consistió en desmontar una red de agentes corruptos de la Royal Police, y por eso le expulsaron. Pagó usted un precio muy alto por un acto de lealtad. Para nosotros es imprescindible tener un hombre con raíces en la Roca. Han sido demasiados años fiándonos de enlaces ocasionales o de la OTAN. Ahora tememos que Gibraltar pueda habérsenos escapado sin darnos cuenta. Hace cuarenta años, los gastos de nuestro Ministerio de Defensa representaban el sesenta por ciento del presupuesto del Peñón, y ahora no llegan al seis. Necesitamos reforzar nuestra influencia. Nuestros centros de escucha allí son fundamentales para controlar África, tenemos campos de operaciones con los americanos, un astillero militar y un cuartel de los tres Ejércitos, pero carecemos de músculo para saber qué ocurre en la calle. Hemos perdido la agilidad.

El reclutador parecía frustrado después de su exposición.

—Piénselo. Un trabajo así no es fácil de encontrar hoy en día.

—No tengo nada que pensar. Si estoy aquí es porque ya he tomado la decisión —dijo Joseph.

El funcionario asintió, pero antes de continuar hablando colocó las palabras en su boca igual que si fueran una incómoda pastilla que se disponía a tragar, dejando patente que cerrar el fichaje de Joseph había supuesto solo la primera parte de su reunión, y que en ese momento empezaba lo importante.

—Me alegro de escuchar eso. Porque tenemos ciertas urgencias. Por supuesto, estamos satisfechos con las operaciones de prueba que ha hecho para nosotros, pero, después de esas escaramuzas de narcos y persecuciones, ha llegado el momento de subir un poco el listón. Me refiero a tratar asuntos que de verdad afecten a la seguridad nacional. Tenemos una primera petición, y digamos que entra dentro de su especialidad, porque no requiere infiltrarse ni labores de alto espionaje. Necesitamos únicamente que investigue esta red —dijo alargándole una carpeta que tenía sobre la mesa, oportunamente enterrada entre figuritas de marfil y lapiceros—. En los últimos meses se nos ha presentado un problema con la presencia de la mafia moldava en Reino Unido. Las primeras noticias que llegaron a nuestra policía se referían a actividades delictivas comunes: robos en casas y secuestros relacionados con deudas; pero su actividad ha ido diversificándose, y ahora tenemos la certeza de que hay un grupo en concreto, la familia Proca, que se dedica a introducir la mayoría de las armas que circulan por nuestras calles. Son increíblemente violentos y han estado implicados en varios ajustes de cuentas en Londres, Manchester y Newcastle. Pero lo que nos preocupa es que en las dos últimas redadas contra grupos yihadistas hemos encontrado fusiles automáticos y explosivos que han entrado en el país a través de ellos. Por lo tanto, se trata de un asunto que rebasa las competencias de la policía y nos implica a nosotros. Hasta ahora han sido capaces de detener a uno o dos de sus lugartenientes, pero de inmediato surge quien tome el relevo, porque la fuente de dinero y de distribución se mantiene estable por mucho que arresten a su gente en la calle. Sin embargo, desde que el MI6 se ha sumado a la investigación, hemos encontrado un punto débil en su aparato financiero. Tenemos indicios de que limpian el dinero en criptomoneda, en bitcoins. Nuestros servicios han encontrado un rastro que relaciona la cuenta que utilizan para comprar y vender la criptomoneda con un movimiento bancario que se hizo la semana pasada desde España, concretamente en una localidad cercana a su querido Gibraltar, La Línea de la Concepción —pronunció dubitativo—. Es la única pista que tenemos, y necesitamos que usted se ocupe de ella. Todos los detalles están en la carpeta que le acabo de entregar. El problema es que no podemos intervenir por medio de las vías oficiales porque no hay motivos sólidos para una investigación conjunta: estamos seguros de que la organización que opera con esa cuenta en España es la misma que mueve el dinero de los moldavos, porque la ruta informática que usa es casi idéntica, pero no hay indicios suficientes como para que la policía española lance una investigación de inmediato. Hemos compartido con ellos lo que tenemos y sabemos que tardarán en evaluarlo. Nosotros no podemos esperar: necesitamos intervenir antes de que los moldavos vuelvan a hacerse invisibles. Su misión consiste en encontrar a la persona que está blanqueando el dinero que llega a esa cuenta bancaria y sacar de ella todas las pruebas posibles para armar un caso contra los Proca. ¿Cómo le suena?

Joseph bufó:

—A chino.

—No se preocupe: usted solo tiene que centrarse en el trabajo de calle y McPhail le irá guiando desde aquí. En su equipo ya tiene todos los informáticos del mundo. No son malos chicos, solo un poco... raritos. Los llamamos los Mutantes, porque a veces parece que prefieren irse a la cama con sus ordenadores que tener contacto humano.

Joseph se rascó una ceja.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo en todo? —preguntó el reclutador—. Voy a ir firmando los papeles. La secretaria le ayudará con el resto.

El director se sentó y garabateó con ligereza varios documentos.

—Recuerde que no nos gustan los aventureros —le dijo entregándoselos—, pero no se crea que el trabajo carece de peligros. Puede destrozarle. —Y en ese momento clavó sobre Joseph unos ojos como diminutas bayonetas que lo sorprendieron con la guardia baja—. Saber que alguien murió o fue a la cárcel por culpa de los errores de uno es un peso que no le deseo a nadie. Puede que no sean unas palabras de bienvenida muy agradables, pero prefiero que lo considere antes de que no haya vuelta atrás.

Joseph cogió con suavidad los papeles que le ofrecía. Sintió como si le estuvieran invitando a hacer una confesión.

—Creo que podré resistir —respondió finalmente.

El hombre torció el labio como si le diera pena escuchar esa respuesta y dejó que los documentos pasaran a manos de Joseph. Luego pulsó un botón de su teléfono y se oyó la voz solícita de la secretaria.

—Por favor, Lisa, ocúpese de los trámites del señor Sanchez.

El zumbido del interfono se extinguió con el siseo de una cerilla al caer en un vaso de agua.

—¿Hay algo más que tenga que saber? —preguntó Joseph.

—Sí. No importa lo que pase: aunque le descubran, niéguelo. No les dé nada.

Joseph asintió y se dirigió hacia la puerta. En el momento en que iba a salir, el funcionario lo llamó una vez más y señaló la ventana, aunque no se refiriese al paisaje que se veía desde allí, sino a su propio edificio.

—Si le parece feo, tendría que verlo cuando iluminan la fachada de rosa el día contra el cáncer. Entonces nos convertimos en una teta gigante.

Joseph cerró la puerta con suavidad. La secretaria de rojo lo estaba esperando de pie, los tacones juntos y las palmas de las manos extendidas para recoger los folios.

La mujer le sonrió con una intensidad de la que parecía que era incapaz hacía unos minutos. Las cosas parecían distintas ahora que Joseph era parte de la casa.

—Le voy a llevar ahora con el jefe de recursos humanos. Él formalizará todo.

—¿El caballero con quien acabo de hablar no se ocupa de recursos humanos? —preguntó extrañado Joseph.

La mujer lo miró con los ojos muy abiertos. Luego dejó escapar una carcajada cómplice:

—Está usted bromeando. El humor español es fantástico.

Joseph se detuvo a comprobar los documentos antes de entregárselos a la mujer. Todos estaban firmados con una gran C en tinta verde.

II