El sueño maravilloso - Barbara Cartland - E-Book

El sueño maravilloso E-Book

Barbara Cartland

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Beschreibung

Claudia Anderson nunca hubiera imaginado que su padre, el actor Walter Wilton, fallecido junto a su esposa en el incendio de un teatro, fuera realmente un noble escocés. Una vez conocida su verdadera identidad por la boca de su madrina, Claudia viaja con ella hasta España, pero por el camino, antes de llegar a su destino, la dama muere en un accidente. Claudia, se vio sola y sin dinero. Encadenada en una posada española, la muchacha conoció al Marqués de Datchford y acepta un plan desesperado para poder salir de su apuro. Ella se hará pasar por la esposa del espléndido Marqués de Datchford, para salvarlo de una alianza organizada por su anfitrión español y ambos se trasladaron a Sevilla. El Marqués cree que Claudia siendo la hija de un aclamado actor, es capaz de interpretar el papel de una dama de calidad. ¡Lo que el apuesto compañero no puede sospechar, es que la encantadora huérfana es de noble nacimiento y allí cuando menos lo esperaban, nacía el amor, pero las circunstancias iban a obligar a Claudia a tener que escapar del Marqués! ¡Pero el verdadero amor siempre prevalecerá, y los verdaderos corazones se rinden siempre a su feliz destino!

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Seitenzahl: 145

Veröffentlichungsjahr: 2019

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EL SUEÑO MARAVILLOSO

Barbara Cartland

Barbara Cartland Ebooks Ltd

Esta Edição © 2019

Título Original: “The Wonderful Dream”

Direitos Reservados - Cartland Promotions 2019

CAPÍTULO I

«Qué haré?» Claudia se hizo la pregunta por enésima vez, hasta que la misma pareció repetirse como un eco en sus labios.

—¿Qué haré?

Había pensado, cuando sus progenitores murieron al derrumbarse el teatro donde su padre actuaba, que todo su mundo había terminado.

Entonces, una vez más, el destino le había propinado un terrible golpe sobre el que ella no tenía control alguno.

Sus padres habían ido al teatro.

Ella se quedó en casa, aun cuando se trataba del reestreno de Hamlet.

Claudia estaba resfriada.

—Te llevaré otra noche, queridita— prometió su madre.

Ella jamás había permitido que Claudia contemplase las funciones tras las bambalinas del teatro.

Su padre había tomado la determinación de que ni ella ni su madre tuvieran nada que ver con los actores y actrices con quienes él trabajaba.

Eso siempre le pareció a Claudia un poco extraño.

Pero como estaba acostumbrada a obedecer a Wálter Wilton, como se le conocía profesionalmente, no protestó.

Su madre le explicó, cuando era pequeña, que él deseaba mantener su vida de actor completamente separada de la de esposo y padre.

—Tú sabes, querida— le dijo, cariñosa—, que tu padre es famoso dentro del mundillo teatral y la gente forma mucha algarabía a su alrededor. Cuando viene a casa, sólo desea ser él mismo, así que nosotros debemos hacerlo que él desea y cuidarlo con amor.

No cabía duda de que ése era el cuidado que Wálter Wilton recibía de su esposa. Claudia sabía que su madre aguardaba cada noche el sonido de las pisadas de los caballos fuera de la puerta.

Entonces, solía correr ansiosa escaleras abajo y esperaba a su esposo para acompañarlo al interior.

Su padre cerraba la puerta, tomaba a su esposa en sus brazos y la besaba interminablemente.

Era casi como si hubiera temido que ella no se encontrara en casa a su regreso.

Claudia solía pensar que ninguna otra pareja podría ser más feliz ni estar más enamorada.

Se sentaban, tomados de la mano, en el sofá.

Se hablaban el uno al otro, por encima de la mesa del comedor, de una forma en que cada palabra parecía una caricia.

Ninguna muchacha, pensó, podría tener un padre más apuesto ni una madre más bella.

Walter Wilton había sido hijo del director de un excelente colegio para niños.

Como consecuencia, recibió una magnífica educación y ganó, incluso, una beca para Cambridge.

Allí fue uno de los estudiantes que se caracterizó por su vocación teatral.

Durante aquella época, se montaron dos obras de Shakespeare, con Walter en el papel principal.

Los padres de los alumnos y mucha otra gente acudían a verlas.

Una noche, el dueño de dos teatros del West End londinense se encontraba entre el público.

Y le impresionó el notable talento de Walter como actor.

A partir de ese momento, su futuro estuvo asegurado.

Se convirtió, con el paso de los años, en el intérprete de Shakespeare más importante de los escenarios londinenses. La gente acudía en tropel a verlo. No sólo porque sus actuaciones eran soberbias, sino también porque era muy apuesto.

—Parece un joven Adonis— solían decir las mujeres al salir del teatro.

Y volvían una y otra vez.

Walter, sin embargo, pronto se dio cuenta de que su carrera como actor no le aseguraba un lugar en la alta sociedad.

Ni tampoco en el mundo de su padre.

Anderson era el verdadero apellido de Walter y su padre le explicó, bastante incómodo, que no era bien recibido en la escuela los días de graduación.

—-Te admiran bajo los reflectores, querido muchacho —le había dicho—, pero los padres no desean que sus hijos, y mucho menos sus hijas, se mezclen con la gente del teatro.

Walter no pudo contener la risa, pero se sintió un poco humillado.

Así las cosas, al enamorarse de la bellísima madre de Claudia, decidió que ésta no debería ser contaminada por la vida que él llevaba en su mundo teatral.

Claudia fue enviada a una costosa escuela de Kensington.

La directora ni siquiera sabía que era la hija de Walter Wilton.

En ese caso, Claudia Anderson no habría sido aceptado como alumna en aquel centro pedagógico.

Su padre le había explicado lo importante que era que se le considerara solamente como la hija de un matrimonio normal y corriente.

Le advirtió que jamás debía hablar respecto a él con nadie, por mucha amistad que le uniera a alguien.

—Resulta raro, mamá. Las otras chicas hablan de sus padres y yo no puedo mencionar al mío.

—Sólo di que, con frecuencia, está ausente de casa —le indicó su madre.

Con los años, Claudia comprendió por qué debía ser tan discreta.

A la vez, se le hacía imposible no admirar a su padre y admitir que, en el escenario, era impresionante.

Cuando interpretaba su papel, todo el público se sumía en arrobado silencio.

Noche tras noche, le aplaudían y lo hacían salir a agradecer las ovaciones varias veces antes de echarse definitivamente el telón.

Entonces se produjo el desastre.

Walter Wilton actuaba en uno de los más antiguos teatros de Londres.

Se hallaba éste en el área de Drydy Lañe.

Después del incendio que lo destruyó, toda la prensa comentó que debió preverse el peligroso estado en que se encontraba la construcción.

Perder a sus padres de esa forma tan terrible fue para Cluadia como recibir un golpe en la cabeza.

Le era imposible pensar con claridad.

Se encontraba en la casita de Chelsea, cuidándose el resfriado.

Preparaba para su madre una bebida de limón y miel, para evitar que también se resfriara, cuando escuchó que llamaban con fuerza a la puerta.

Como estaba sola, ella misma acudió a abrir.

Habían enviado del teatro a un hombre para comunicarle que su padre no volvería.

Hablaba de forma casi incoherente, ya que también estaba muy impresionado por lo sucedido.

El propietario del teatro había logrado salvarse.

Y pensó que debía comunicar de inmediato a la casa de Walter Wilton la muerte de éste.

Lo que nadie sabía en ese momento era que la madre de Claudia se encontraba entre el público.

Al principio, Claudia mantuvo la esperanza de que su madre hubiera sobrevivido.

Finalmente, por los periódicos, se enteró de la triste verdad.

Los titulares eran tan halagadores, pensó, que su padre se habría sentido orgulloso de ellos.

Decían:

MURIO WALTER WILTON EL ACTOR MÁS GRANDE DE TODOS LOS TIEMPOS FALLECIÓ AL DERRUMBARSE EL TEATRO WALTER WILTON, UNA PÉRDIDA PARA INGLATERRA Y PARA EL MUNDO ¿CÓMO PUDO SUCEDER ESTO A WALTER WILTON?

Se los leyó a Kitty, la mujer de servicio que acudía a ayudar todos los días y le llevaba los periódicos.

Kitty lloraba como una Magdalena.

—¿Cómo pudo ocurrirle eso a ellos, señorita Claudia? —preguntó—. ¡No es justo que mueran así!

Era lo mismo que Claudia sentía.

Y leyó aquellos informes y otros muchos.

Según ellos, su padre estaba representando el papel de Hamlet en forma más brillante de lo que nunca antes lo hiciera ningún otro actor.

Salía por décima vez a agradecer la ovación.

Todo el público aplaudía interminablemente.

De pronto, se escuchó un tronido y la techumbre del escenario se desplomó.

Una de las vigas golpeó a Walter Wilton en la cabeza.

La gente gritó al ver surgir humo.

No sólo de la parte posterior del escenario, sino también de un lateral de la sala. Era allí, se enteró después Claudia, donde se encontraba el palco que ocupaba su madre.

Pareció sofocada por el humo antes de que el fuego fuera controlado.

Más tarde se encontró su cadáver, carbonizado hasta el punto de ser irreconocible. Más de cincuenta personas perdieron la vida aquella noche en el desastre.

Muchos más sufrieron quemaduras graves y muy diversas heridas.

Fue una tragedia que conmovió a todo el país.

Prácticamente, todo el mundo teatral acudió al sepelio.

Nadie se fijó en Claudia, que permaneció aislada tras tanta gente.

Le asombraron las ingentes cantidades de flores que se colocaron sobre la tumba de sus padres.

Le habría gustado dar las gracias a cuantas personas las habían enviado.

Pero sabía que su padre y su madre no lo aprobarían.

Se habría revelado lo que siempre se mantuvo en secreto, y era esto que él tenía una hija.

Claudia se enteró por los periódicos que incluso los informativos habían ignorado hasta entonces que él estuviera casado.

Cuando entrevistaban a Walter en su camerino, jamás mencionaba éste su vida privada.

Claudia advirtió que se referían a su madre solamente como Janet Wilton.

Tenía poco o nada que decir de ella.

«Es lo que papá deseaba», pensó.

Pero no podía evitar preguntarse qué haría ella ahora.

Al día siguiente del entierro, Claudia se sentó ante el escritorio de su padre para intentar averiguar de cuánto dinero disponía.

Encontró su chequera, pero no pudo hallar ningún saldo.

Cuando se anunció la fecha del funeral, supuso que algún abogado se presentaría al mismo, y éste podría decirle si su padre había hecho testamento. Era algo que nunca pensó que fuera necesario.

Su padre era todavía un hombre bastante joven, y dada su apostura y virilidad, era imposible pensar en su muerte.

«Debió hacer algún arreglo económico para proteger a mamá», se dijo Claudia.

Continuó buscando en los cajones, uno por uno.

Estaba segura de que encontraría algo que le sirviera de ayuda.

Siempre había sabido que su padre se comportaba muy generosamente con sus compañeros más necesitados.

Su madre se lo reprochaba una y otra vez.

—No habrás regalado todo tu dinero, ¿verdad, querido?

—No todo, preciosa mía— solía responder su padre—, sin embargo el pobre viejo Henry estaba en un apuro y no podía dejarlo irse del teatro con las manos vacías. Sé que no tiene ninguna oportunidad de conseguir otro papel.

—Es culpa suya— repuso la madre de Claudia—, después de todo, me contaste que estaba bebido la noche de tu homenaje. Ningún empresario se arriesga a que un actor con un papel importante se comporte así.

—Lo sé, lo sé— admitía Walter Wilton—, pero, aun así, siento lástima por él, ya que no tiene a nadie como tú que lo proteja.

No había nada que su madre pudiera decir después de aquello, pensó Claudia. Excepto, como era su costumbre, demostrar a su padre sin palabras cuánto lo adoraba.

Si el pobre viejo Henry necesitaba dinero, siempre había, cuando menos, una docena de otros como él.

Y Claudia estaba segura de que también había mujeres que lloraban en el hombro de su padre, porque sabían que él las ayudaría. Muchos actores dependían de sus ganancias exclusivas, ya que Walter Wilton solía compartir el dinero que recibía con los demás participantes en la obra de turno.

—Tu padre siempre piensa en los demás— le había dicho a Claudia su madre una docena de veces—, y aun cuando no deseo que sea diferente, significa que tú y yo tenemos que escatimar y ahorrar cuanto podamos.

Claudia no podía recordar un momento de su vida en que sus padres no hubieran sido inmensamente felices.

La casa, aunque pequeña, estaba llena de amor.

Cuando Walter Wilton no se encontraba trabajando, solían salir al campo y hospedarse en alguna posada pequeña, pero cómoda.

Caminaban por la campiña y jugaban al escondite con ella en los bosques.

Su madre le contaba cuentos de las hadas y de duendes alegando que vivían allí.

Así se convirtieron en los compañeros de Claudia.

Fue ya más crecida cuando pensó en lo extraño que era que, aun disponiendo de una muy agradable casita, jamás recibían visitas.

Las únicas ocasiones en que su padre había recibido a alguien, éste procedía del teatro.

Solían comentar algún nuevo papel para él.

Pero, siempre, su madre y ella permanecían en el dormitorio hasta que el visitante se marchaba.

—¿Por qué no podemos conocer a las visitas de papá?— había preguntado Claudia cuando todavía era pequeña.

—Porque tu padre desea tenernos sólo para él— respondió su madre—, cuando seas mayor, lo entenderás.

Claudia creció, pero no lo había entendido.

Todavía lo consideraba extraño.

Conforme se hacía más y más famoso, su padre empezó a recibir invitaciones para muchas fiestas, a las que jamás llevaba a su madre.

—¿No te importa quedarte en casa, mamá?— había preguntado Claudia una vez.

—No, queridita, es la verdad. Tu padre mantiene separados los dos mundos en que se mueve, y yo me siento completamente satisfecha con el que se compone de sólo tú y yo.

No cabía duda de que su madre decía la verdad.

No obstante, Claudia, cuando salió de la escuela, pensó con un poco de tristeza que le gustaría, al regresar a casa, asistir a alguna de las fiestas en las que su padre era el invitado de honor.

No sólo eran fiestas ofrecidas por gente del teatro.

Con frecuencia, eran organizadas por lores, Condes, marqueses y duques.

Fue entonces cuando Claudia descubrió que los aristócratas que festejaban a su padre tampoco llevaban a sus esposas a las fiestas que daban para él.

En cambio, sí asistían a ellas atractivas actrices de otros teatros.

Claudia había advertido que a las pocas chicas que se hicieron sus amigas en la escuela jamás les permitieron asistir a un teatro del West End.

Ocasionalmente, las llevaban a la ópera o a un concierto, si eran considerados adecuados para ellas.

Incluso, las obras de Shakespeare se consideraban demasiado fuertes para una joven que, en pocos años más, sería una debutante social.

Después del sepelio, sentada sola en su casa, Claudia comprendió que no tenía amistades.

Cuando estaba en la escuela, al menos, había salido a tomar el té una o dos veces con algunas de sus amigas.

Sin embargo, su madre no la había alentado a aceptar tales invitaciones, puesto que no podía corresponder a ellas.

Y Claudia protestaba:

—¿Por qué no, mamá? ¿Por qué no pueden venir cuando papá actúa en alguna función matinal?

Su madre le respondió:

—Porque si lo hicieran, queridita, alguien podría enterarse, tarde o temprano, de que Walter Wilton es tu padre. Y, en ese caso, ya no sería posible tu asistencia a la escuela.

—¿Cómo podría alguien pensar que papá es como esos ignorantes actores de los que me has hablado?— preguntó Claudia, indignada.

—Es difícil de explicar —respondió su madre—, mas el caso es que teatro y sociedad no se mezclan. Por lo tanto, mi amor, debes rechazar esa invitación que acabas de recibir de la hija de Lady Letchmore y decir que tus padres te llevarán al campo ese día.

A regañadientes, porque deseaba ir a la reunión, Claudia hizo lo que se le ordenaba.

Ya a solas, se percató de que no sólo había perdido a sus padres.

Todo el mundo, desde que se trató de una niña, había terminado.

«¿Qué voy a hacer...? ¿Qué voy a hacer?», se preguntó.

Ya avanzada aquella tarde, Claudia oyó que llamaban a la puerta.

Kitty se había ido a casa antes del almuerzo.

Claudia todavía andaba rebuscando en el escritorio de su padre.

Corrió hacia la puerta, preguntándose quién sería el visitante.

Al abrir… asombrada, se enfrentó a un elegante sirviente. Detrás del mismo observó un carruaje tirado por dos caballos conducidos por un cochero de sombrero de copa, el cual sostenía las riendas.

Al verla aparecer, el sirviente, sin mediar palabra alguna, bajó la escalera y abrió la portezuela del vehículo.

Una elegante dama de edad, ataviada con un sombrero adornado con plumas, descendió del coche.

Caminó con lentitud hacia donde Claudia permanecía muy quieta.

—¿Eres Claudia?— preguntó.

Un tanto aturdida por la sorpresa, Claudia le hizo una pequeña reverencia.

—Sí, señora— respondió como le enseñara su madre—, así me llamo.

—Soy tu madrina— dijo la dama mientras penetraba en la casa.

Pasaron uno o dos segundos antes- de que Claudia reaccionara.

Entonces, la condujo al saloncito contiguo al vestíbulo.

Después pensó que habría sido mejor llevarla a la sala principal, la cual se hallaba en el primer piso.

Pero por el momento le era difícil pensar en otra cosa que no fuera la elegancia de la dama.

Parecía imposible que tuviera una madrina de la que jamás había oído hablar.

El pequeño salón estaba amueblado con comodidad, pero Claudia observó que su visitante lo revisaba con actitud crítica.

Acto seguido, la dama dijo:

—Déjame que te mire, criatura.

Claudia permaneció de pie frente a ella y preguntó:

—¿Es usted... realmente... mi madrina? Nunca me lo comentaron.

La dama se río.

—Supongo que no debería sorprenderme de que no te lo dijeran. Soy Lady Bressley y te tuve en mis brazos mientras te bautizaban.

Al terminar de hablar, Lady Bressley se sentó en un sillón.

Tras ello, prosiguió diciendo:

—Te pareces mucho a tu madre ¡Ella era una de las mujeres más bellas que jamás he conocido!

—¿Usted… se enteró… de lo que le sucedió?— preguntó Claudia, titubeante.

—Lo leí en los periódicos— respondió Lady Bressley—, y así fue como te he encontrado. Uno de ellos citaba la dirección de esta casa.

Debió tratarse de uno de los periódicos que ella no había leído, pensó Claudia.

Y se preguntó si habría más gente que acudiría a visitarla.

Entonces, Lady Bressley preguntó:

—¿Qué harás ahora que tu madre ha muerto?

—No... lo sé. He buscado entre los papeles de mi padre para averiguar si hay algo de dinero. Pero, aunque encontré su chequera, no he visto ningún saldo bancario.

—No me sorprende. Ese hombre debió ganar mucho dinero, mas creo que, como todos los de su clase, no ahorró un solo penique.

Había un cierto tono despectivo en la voz de Lady Bressley que molestó a Claudia.

Sin embargo, pensó que sería un error decir algo en defensa de su padre.

—¿Estás aquí sola?— preguntó Lady Bressley.

—Sí— respondió Claudia—, y es muy atemorizante no tener a mis padres conmigo.

—Lo entiendo. Y supongo que ahora, como madrina tuya, constituyes parte de mi responsabilidad.