El suicidio del creador - Héctor Peña Fernández - E-Book

El suicidio del creador E-Book

Héctor Peña Fernández

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Beschreibung

Esta obra no posee intención alguna de alterar sus creencias. Carece de investigación, y es por eso que no cuenta ni pretende contar con fundamentos que avalen a su filosofía solamente literaria.La historia no pretende ser aceptada como una opción a creer, ya que es simplemente una novela, en la que mi imaginación se permitió volar al inicio de los tiempos.Para moldear el relato, creé dioses, titanes y universos, como también recurrí a nombres ya conocidos para darle un toque mundano a la historia. Bajo ningún concepto traté de imponer una verdad, ya que estoy convencido de que, en caso de existir alguna, yo no la conozco y ni siquiera soy capaz de poder imaginarla. Discrepo con aquellos que explican lo que ignoran, y tal vez de eso sí se trate el porqué de mi razón.Agregar otra posibilidad a un infinito de hipótesis, tratando de relatarla de una manera algo pensada, pero con la intención de resaltar las barbaridades que pretenden imponer religiones tan antiguas como la hipocresía misma.Trato de expresar mi relativamente alta disconformidad con las religiones existentes, e intento expresarles por qué no inducen en mí una emoción positiva.Jamás intentaría imponer una mentira, sólo quiero contarles un cuento, pero, por otra parte, creo ciertamente en que debemos dejar de quitarnos responsabilidades escudándonos cobardemente en seres superiores. Debemos tomar a bien nuestro posible poder, y tratar de materializarlo mediante nuestra decisión seguida de acciones. Tal vez eso sí he tratado de expresar en mi relato, ya que estoy absolutamente convencido de que creer en un dios que pueda llegar a brindarnos su ayuda divina, activa irremediablemente nuestra mediocridad ante la adversidad, dejando la solución de los problemas que nosotros tenemos que afrontar, a un ser inexistente, o ajeno absoluto, en el mejor de los casos, a nuestra necesidad personal.En mi novela, intento invertir la situación. Trato de proponer la posibilidad de que sea el supremo quien necesite de nosotros. La idea puede parecer soberbia, pero si me permiten contarles mi ficción, notarán que nada tiene que ver con la soberbia, sino, por el contrario, descubrirán que disiento con ella desde su ególatra esencia.En nosotros crece el destino, y son nuestros presentes quienes lo forjan. Dejemos de culpar a lo que nos excede, y entendamos que solo somos dueños totales de nuestro decidir.Exigir un cambio ajeno es más sencillo que intentar uno propio, pero, a la vez, nuestra exigencia escapa a nuestra posibilidad real. Difícilmente podemos accionar nuestro propio cambio, y eso hace de lo anterior un absurdo que ni siquiera deja lugar al humor más ácido. La diferencia entre la utopía de lo primero y la posibilidad de lo segundo, es que nosotros podemos, aunque sea difícil, modificar nuestro propio proceder. Eso, a mi humilde entender, marca la diferencia entre lo posible y lo irracional.Existen dos infinitos. El externo, que nos supera; y el interno, que debemos dominar. Ambicionar la posibilidad de generar un cambio exterior sin estar dispuestos a uno interno, solo puede llevarnos a la frustración in esquiva, accionada por nuestros inevitables fracasos. Tratar de mejorar en nuestro interior, es una opción verdadera de nuestra posibilidad, y puede lograr un cambio exterior consecuente. Tal vez sea esta la forma de modificar un destino que, aunque parezca inalterable, es nada más que nuestro decidir plasmado en la futura y consecuente realidad. Creer en elevados nos despoja de responsabilidades intransferibles, y eso no hace más que profundizar nuestras miserias.No minimicemos nuestro poder, ya no tenemos tiempo para continuar siendo mediocres. Yo estoy comenzando a creer en mí, y sé que ustedes son tan capaces como yo para lograr su único y personal crecimiento.

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Seitenzahl: 166

Veröffentlichungsjahr: 2014

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El suicidio del Creador

Héctor Hernán Peña Fernandez

Editorial Autores de Argentina

Peña Hernández, Héctor Hernán     El suicidio del creador. Tiempos de inicio. - 1a ed. - Don Torcuato : Autores de Argentina, 2014.         E-Book.     ISBN 978-987-711-123-1               1. Narrativa Argentina. 2.  Novela. I. Título     CDD A863 Editorial Autores de Argentina Maquetado digital: Marina Di Ciocchis www.autoresdeargentina.com Mail: [email protected]    

Índice

IntroducciónCapítulo ICapítulo IICapítulo IIICapítulo IVCapítulo VCapítulo VICapítulo VIICapítulo VIIICapítulo IXCapítulo XCapítulo XICapítulo XIICapítulo XIIICapítulo XIVCapítulo XVCapítulo XVICapítulo XVIICapítulo XVIIICapítulo XIXCapítulo XXCapítulo XXICapítulo XXIICapítulo XXIIICapítulo XXIVCapítulo XXV

Este libro está dedicado a Héctor Fernández de Miguel. El merecedor de mi dedicatoria no es mi abuelo, ya que los roles abuelo nieto solo nos tocaron en suerte, la dedicatoria está hecha para quien decidió además ser mi amigo. Le dedico esta obra a quien me contó innumerables historias y me ayudó a descubrir que los sueños se pueden y se deben materializar con acciones. Tú me enseñaste a entender que yo podía ser lo que deseara, y que el mundo no es de quienes transitan los caminos, sino de quienes los realizan. Junto a ti comprendí que quien mucho hace, mucho falla, pero también mucho acierta. 

Es bueno ser tu nieto, pero no se compara con la condición de ser tu amigo.  Fuiste tu quien me obsequio el titulo de esta historia, y  es por eso que en cada palabra que le proporcioné al relato, estuviste presente.

3

Introducción

Esta obra no posee intención alguna de alterar sus creencias. Carece de investigación, y es por eso que no cuenta ni pretende contar con fundamentos que avalen a su filosofía solamente literaria.

La historia no pretende ser aceptada como una opción a creer, ya que es simplemente una novela, en la que mi imaginación se permitió volar al inicio de los tiempos.

Para moldear el relato, creé dioses, titanes y universos, como también recurrí a nombres ya conocidos para darle un toque mundano a la historia. Bajo ningún concepto traté de imponer una verdad, ya que estoy convencido de que, en caso de existir alguna, yo no la conozco y ni siquiera soy capaz de poder imaginarla. Discrepo con aquellos que explican lo que ignoran, y tal vez de eso sí se trate el porqué de mi razón.

Agregar otra posibilidad a un infinito de hipótesis, tratando de relatarla de una manera algo pensada, pero con la intención de resaltar las barbaridades que pretenden imponer religiones tan antiguas como la hipocresía misma.

Trato de expresar mi relativamente alta disconformidad con las religiones existentes, e intento expresarles por qué no inducen en mí una emoción positiva.

Jamás intentaría imponer una mentira, sólo quiero contarles un cuento, pero, por otra parte, creo ciertamente en que debemos dejar de quitarnos responsabilidades escudándonos cobardemente en seres superiores. Debemos tomar a bien nuestro posible poder, y tratar de materializarlo mediante nuestra decisión seguida de acciones. Tal vez eso sí he tratado de expresar en mi relato, ya que estoy absolutamente convencido de que creer en un dios que pueda llegar a brindarnos su ayuda divina, activa irremediablemente nuestra mediocridad ante la adversidad, dejando la solución de los problemas que nosotros tenemos que afrontar, a un ser inexistente, o ajeno absoluto, en el mejor de los casos, a nuestra necesidad personal.

En mi novela, intento invertir la situación. Trato de proponer la posibilidad de que sea el supremo quien necesite de nosotros. La idea puede parecer soberbia, pero si me permiten contarles mi ficción, notarán que nada tiene que ver con la soberbia, sino, por el contrario, descubrirán que disiento con ella desde su ególatra esencia.

En nosotros crece el destino, y son nuestros presentes quienes lo forjan. Dejemos de culpar a lo que nos excede, y entendamos que solo somos dueños totales de nuestro decidir.

Exigir un cambio ajeno es más sencillo que intentar uno propio, pero, a la vez, nuestra exigencia escapa a nuestra posibilidad real. Difícilmente podemos accionar nuestro propio cambio, y eso hace de lo anterior un absurdo que ni siquiera deja lugar al humor más ácido. La diferencia entre la utopía de lo primero y la posibilidad de lo segundo, es que nosotros podemos, aunque sea difícil, modificar nuestro propio proceder. Eso, a mi humilde entender, marca la diferencia entre lo posible y lo irracional.

Existen dos infinitos. El externo, que nos supera; y el interno, que debemos dominar. Ambicionar la posibilidad de generar un cambio exterior sin estar dispuestos a uno interno, solo puede llevarnos a la frustración in esquiva, accionada por nuestros inevitables fracasos. Tratar de mejorar en nuestro interior, es una opción verdadera de nuestra posibilidad, y puede lograr un cambio exterior consecuente. Tal vez sea esta la forma de modificar un destino que, aunque parezca inalterable, es nada más que nuestro decidir plasmado en la futura y consecuente realidad. Creer en elevados nos despoja de responsabilidades intransferibles, y eso no hace más que profundizar nuestras miserias.

No minimicemos nuestro poder, ya no tenemos tiempo para continuar siendo mediocres. Yo estoy comenzando a creer en mí, y sé que ustedes son tan capaces como yo para lograr su único y personal crecimiento. Somos uno a uno formando un todo, y aunque solo juntos somos absolutamente capaces de crear un futuro que nos llene de orgullo y dignidad, no debemos prescindir de una global mejora conjunta. Esperarla para accionar la nuestra, solo provocaría una inacción terriblemente nefasta.

Estoy convencido de lo que escribo, y sé que todos somos capaces de dejarles a nuestros hijos un mundo mejor que el que nosotros recibimos.

Todo llega en su momento, y es por eso que debemos aprender a esperar el futuro, aprovechando nuestro presente. Las situaciones solo se nos presentan cuando estamos preparados para afrontar las dificultades y con la capacidad suficiente para aprovechar las venturas. Estoy absolutamente convencido de esto, y es por eso que espero jamás encontrar un problema que me supere, o una felicidad que no logre disfrutar. Sería un desperdicio, sería un absoluto absurdo. Por ejemplo, sepan que muchas veces pensé en escribir este libro, y no es casual el hecho de que lo haya empezado a mis treinta y cuatro años, cuando ya dominaba a medias las posibilidades de mi sentir. Esta obra confronta el pensar con el sentir, y esa disputa demanda incansablemente la exploración de ambas condiciones. Pasé muchos años pensando en lo que hoy escribo, pero sólo ahora que el amor llenó mi vida, soy capaz de intentar comparar ambos poderes. Este libro no solo expresa lo que pienso, sino que también deja ver al desnudo la contienda que desarrolla con lo que siento. Gracias a Pamela, el amor de mi vida, y también gracias a Camila, a Catalina, y a María Luz, que, aun sin conocer su rostro, forma con sus hermanas el sentido de mi existencia. Logré nivelar medianamente la batalla que en mí se desarrolla. Este libro no solo expresa mi razón, sino que también trata, al menos, de explicar mis inexplicables sentimientos.

4

Capítulo I

Los amigos compartían, tranquilos, unas copas de un añejo vino tinto. Ocurría en una pintoresca cantina, situada a los pies de la cordillera de los Andes.

En la lejanía, la imponencia de las montañas expresaba, con su silencio, la soberbia magnitud de la creación. Los aromas del licor y el café, ofrecían en su combinación un complemento magnífico para el paisaje. Observar el frío desde un cálido lugar, brindaba además una sensación de seguridad que, generosa, proporcionaba la rústica cantina.

Ninguna nube se veía en el firmamento como para amenazar la calma del otoño, que con esta paz parecía ser eterno.

Tres colibríes proporcionaban, con sus maniobras, un espectáculo que distraía a un inquieto niño. El pequeño los observaba desde una ventana algo empañada por su respirar contra el vidrio, y lo obligaba a pararse en puntas de pies para alcanzar a verlos. Los simpáticos pajaritos parecían aprovechar al máximo el néctar de las pocas flores que aún burlaban al clima de la nueva estación. El sol, apenas tibio; resaltaban a sus magníficos colores tan cambiantes en sus brillos.

En otro rincón de la cantina, un gato siamés jugaba siguiéndole la cola a un viejo y peludo perro. Éste no prestaba atención al pequeño felino, y enseñaba, sereno, su lengua a los presentes, mientras aprovechaba al máximo el calor que le brindaba una vieja estufa a leña.

La moza, una atractiva muchacha, parecía disfrutar de su tarea y, simpáticamente, les explicaba a los concurrentes cómo llegar a esos lugares mágicos que la cordillera ofrecía en ese encantado rincón del mundo. Les contaba acerca de caminos y senderos, de paisajes, de lugares increíbles. Ella misma, no hacía mucho tiempo había estado sentada en una de esas mesas, pero la atracción que el lugar le había provocado, la obligó dejar de ser una turista, y, feliz, se convirtió en una de las tantas personas sentenciadas a tener que apreciar ese paisaje por el resto de sus vidas. Atrás había dejado la gran ciudad, y en ella a sus antiguas ambiciones tal vez sin tanto sentido.

Nadie prestaba atención al tenaz segundero, y éste, sin pecar de egocéntrico, continuaba implacable su tarea. Daba vueltas en el viejo y olvidado reloj de pared, ese que colgaba en el rústico muro de madera de ciprés, pareciendo más un adorno que un medidor preciso del tiempo. El relajo de los concurrentes a la cantina, hacía de sus agujas unas piezas invisibles. Él, sin embargo, sabía expresar que no todos lo habían olvidado. Eso a lo que sin detenerse medía jamás lo hizo, y ya hacía mucho lo había despojado de su brillo.

A lo lejos, las siluetas de dos jotes confundían a unos observadores. Éstos los miraban llenos de fascinación, pensando ingenuamente que se trataba de cóndores.

Los amigos disfrutaban del vaciar de sus copas, y una nueva botella, aún llena, les brindaba generosa mucho tiempo para una charla que contenía un conjunto de temas tan variados como intrascendentes.

Con el correr de los sorbos, el paisaje los llevó a conversar sobre el origen de los tiempos, y sus opuestas creencias trajeron un dejo de discordia a aquel lugar mágico.

—¡No! —exclamó, de pronto, Tobías, con un grito que causó un impacto en todo el salón.

—No te exaltes —le sugirió Valentino, tratando de calmarlo—. Solo es una hipótesis, pero he dado vueltas y vueltas para encontrar otra opción y no la concibo.

—No todo debe tener un lado racional —le dijo el ofuscado amigo—. El mundo tiene sus cosas, pero es hermoso. Existe el amor, la música, el arte. Hay, además, lugares increíbles, sólo observa a tu alrededor, ¿cómo puedes mirar este increíble paisaje y no creer que dios exista?

—Sólo trato de explicarte el porqué de mi incomprensión a tanta miseria e injusticia. No puedo comprender la posibilidad de un dios coexistiendo con la torpeza de lo cotidiano, ni con los desastres naturales que rompen continuamente con la belleza y la magia, esa que me muestras y relacionas infundadamente con tu fe. ¿Dónde encuentras la relación entre la vida real, y la perfección de tu dios?

—¡Eres intolerable! —le dijo el religioso amigo, al comprender que desconocía la respuesta de tan mutilante pregunta.

—No te encierres en la imposición de tus creencias. Permítete pensar, y así podrás sacar tus propias conclusiones. Nadie puede pedirte que tapes, con una infundada fe, aquello que no pueden explicarte.

—Soy creyente, y mi fe proviene de lo que aprendí. Leí la Biblia, y sé que debo mi vida al creador Dios Todopoderoso. Es por eso que no puedo permitirte tal herejía —le contestó, acorralado, Tobías.

El tono de la conversación siguió subiendo, provocando que la gente a su alrededor comenzara a inquietarse. Los dos amigos defendían sus posturas, y poco a poco sus diferencias comenzaron a herir los sentimientos de ambos con tal intensidad que la ira empezó a inundar zonas antes ocupadas por el afecto. Los amigos comenzaron a desaparecer, y sus cuerpos fueron usurpados por la total irracionalidad de los contrincantes despiadados. La charla era ya una discusión nociva, y los demás concurrentes de la cantina los observaban incómodos.

La pequeña mesa de pino que en un principio sirvió de apoyo para las copas de los amigos, pareció cambiar su función por la de un muro a punto de quebrarse ante la furia de aquellos que ya difícilmente contenía.

Todo parecía presagiar un desenlace sin retorno, pero de pronto la pequeña brisa se convirtió en una violenta ventisca. Los altos eucaliptos trataban de frenar sin suerte al repentino capricho de la naturaleza enloquecida. Pero ésta, con su viento los movía a su total antojo. Esos frondosos gigantes que hasta hacía solo unos instantes llenaban de sombra el jardín, parecían incapaces de mantenerse en pie. Un viejo cartel de madera, que ya casi no mostraba el nombre de la cantina en su desgastada pintura, colgaba como aterrado de las viejas cadenas, y las nubes lejanas se acercaron deprisa. La naturaleza pareció participar con su bravura de la discusión de los ingratos, y a lo lejos increíblemente comenzaron a escucharse los ecos de una gran tormenta.

El olor a lluvia que el viento traía, se fusionó al del café caliente y el licor. Las luces del salón comenzaron abruptamente a tornarse necesarias, ante la repentina oscuridad que el ahora nublado cielo les ofrecía mezquino. El pequeño niño no dudó en buscar los seguros brazos de su madre, la cual tampoco vaciló en cobijarlo. Dos palomas torcazas maniobraban con todas sus fuerzas para avanzar contra el repentino temporal, mientras todos parecieron olvidar la absurda discusión.

La majestuosa naturaleza tardó muy poco en convertirse en la protagonista única del momento, y, en total silencio, los estremecidos presentes observaban el cielo cada vez más oscuro. Las montañas lejanas comenzaron a desaparecer entre una nube de tierra. El viento y su fuerza brindaron entonces un paisaje sorprendentemente distinto, del que hasta hacía solo unos minutos todos disfrutaban tranquilos.

Un ensordecedor trueno se escuchó de pronto, y segundos más tarde un anciano entró en la cantina.

Parecía salido de una película de leyendas. Su pelo y su barba blanca, remarcaban sus cansados ojos marrones, y su cuerpo delgado se movía calmo pero seguro.

Miró detenidamente a los confundidos presentes y, luego de realizar un saludo general, se sentó tranquilo en la mesa contigua a la de los despiadados contrincantes.

—¿Qué se va servir? —le preguntó cordialmente la moza, sin notar aún que la tormenta había desaparecido.

El cielo celeste reinaba nuevamente en el soberbio paisaje, otra vez, increíblemente calmo.

—Si es posible agua pura, en un vaso grande y bien frío —le contestó el anciano.

Miró entonces a la vieja mesa, y un dejo de nostalgia salió de su interior en forma de suspiro. Acarició su gastada cubierta, la que con el transcurso del tiempo dejaba ver ya al desnudo la textura de sus betas. Las reiteradas manos de barniz, conservaban antiguas escrituras de pasados concurrentes, y el anciano acariciaba cada una de las remarcadas letras sonriendo. Hasta parecía conocer el momento del nacimiento de las mismas.

Los lugareños lo observaban confundidos. El extraño hombre no vestía como turista, y no recordaban haberlo visto anteriormente.

Todos se preguntaban sobre la extraña llegada de aquel anciano, pero solo la simpática moza trató de desentrañar el misterio.

—¿De dónde viene? —le preguntó desde su intriga.

—De lejos —le respondió el anciano rápidamente, sin satisfacer ni en lo más mínimo la general duda. Luego miró por la ventana y dejó inconscientemente escapar en un susurro un pensamiento guardado en su alma—: De demasiado lejos para haber estado tan cerca.

Tobías, que no lo escuchó, lo miró triste, pensando que el anciano no podía pagar más que su pedido, le ofreció amable un café caliente.

El anciano lo miró lleno de satisfacción, y en su mirada anidó tanta gratitud que su respuesta pareció equívoca; pues, seguro, le dijo:

—Muchas gracias, pero no, se lo agradezco sinceramente. Vengo desde donde no podría imaginarse por un buen vaso de agua. Hace mucho que anhelo poder beberla, alguien dijo alguna vez que era néctar para dioses.

Al oír la respuesta, ambos amigos lo miraron sorprendidos, entonces el anciano los miró también a ellos, diciéndoles:

—Continúen tranquilos con su discusión. Sinceramente me simpatizaría mucho poder escucharla.

Ambos volvieron a mirarlo atónitos, pues el longevo no pudo de ninguna manera haberlos oído anteriormente.

—¿A qué discusión se refiere? —le preguntó Valentino.

—Me refiero a esa discusión tan absurda, en la cual usted desecha sin ningún sentido la posibilidad de que Dios exista, mientras su amigo afirma, desde una incomprensible fe que le impusieron a fuerza de sinsentidos, que es Él quien tiene las riendas de este universo —le respondió el extraño—. Son dos posiciones demasiado exageradas, y las discuten desde la ignorancia del saber. No deberían dejar que su pensar se antepusiera a sus sentimientos. Guerras entre hermanos se han gestado por pensamientos menos opuestos a los de ustedes.

Valentino soltó, al oírlo, una desencajada carcajada, y luego le dijo:

—Bueno, creo que es usted un poco exagerado —tratándolo soberbiamente, como para cortar el diálogo.

La moza trajo el agua, y el anciano la levantó en su vaso gestando un brindis. Entonces, dijo con voz firme:

—Deberían beber más agua para mantener sus bocas ocupadas. Ésta no solo hidratará de vida a sus cuerpos, además los mantendrá callados, y así podrán ocultar su vasta ignorancia. Para entender a Dios no deberíais pensarlo, ya que Él sólo vive en sus sentimientos.

—Cada uno es libre de pensar como le plazca. Además, ¿quién puede estar seguro de que estoy equivocado? —le contestó Valentino, bastante molesto por el irónico insulto del extraño anciano.

—Tú piensa lo que puedas. Pero al menos entiende que sin certezas no puedes defender soberbiamente tu postura. Hipótesis pueden existir infinitas, pero verdad solo hay una.

—¿Debo suponer acaso que conoces la verdad? —le preguntó Tobías, con un tono que resaltaba la ironía de su pregunta. Presionaba, a través de la misma, al anciano a una respuesta que seguramente lo ridiculizaría.

—Nadie puede conocer la totalidad de la verdad, solo sé de una historia que generó muchísimas verdades, y éstas son tantas que generaron un infinito de mentiras e inventos —le respondió el extraño.

Evadió correctamente a la presión de la tramposa pregunta, y confundió profundamente a la mayoría de los presentes. Todos seguían ya la conversación desde sus mesas, el extraño anciano había logrado acaparar la total atención de la concurrencia.

Intrigado, Tobías le pidió que se la contase. Suponía que el anciano era un creyente religioso, y que reafirmaría su postura ridiculizando a su amigo no creyente. El longevo los miró con sus viejos ojos, que parecían cansados de tanto ver. Se paró lentamente, y llevó despacio su silla hasta la mesa de los hombres. Se sentó lentamente, sosteniendo, tembloroso, el vaso de agua entre sus arrugadas manos. Los demás presentes también acercaron sus sillas. Nadie quería dejar de oír lo que el anciano pretendía contarles.

Miró a ambos amigos a los ojos, y les dijo desde su certeza:

—Esta historia es más antigua que el agua de este vaso. Por ese entonces, los dioses del Ser existían solo en el infinito sin lugar. Éste era simple, no constaba de odio ni felicidad, ya que la omnipotencia de los altísimos no dejaba posibilidad para las sensaciones. Todo era dominado por la razón, y el perdón no tenía posibilidad ante la ausencia de la impensada culpa. La muerte era solo una leyenda, un mito inalcanzable, debido a la inexistencia de la vida. El vacío llenaba el universo sin lugar. Pasado, presente y futuro, no eran más que uno a la disposición eterna del siempre. El tiempo no existía en ese infinito, ya que solo contaba con el transcurso del pensar.

—Qué hipótesis tan descabellada —exclamó Tobías, levantándose de la mesa—. Nada tiene sentido.