El susurro de la nieve - Nicolás Obregón - E-Book

El susurro de la nieve E-Book

Nicolás Obregón

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Beschreibung

¿Cómo puede un asesino esconderse durante décadas en un pequeño pueblo donde todos parecen conocerse? Ha vuelto a ocurrir, una niña ha desaparecido en Nectar, un pueblo remoto de Pensilvania. En el lugar donde fue vista por última vez, se ha dejado un montículo de azúcar a modo de mensaje: «The Sugar Man» está de vuelta. La agente del FBI Dakota Finch deberá regresar a su pueblo natal para intentar averiguar quién es el asesino que desde hace décadas está evitando ser descubierto. No le será fácil llegar a la verdad con la cantidad de rumores y pistas falsas que corren por el pueblo. Finch deberá enfrentarse a sus propios prejuicios y pronto se dará cuenta de que deberá investigar en la Versammlung, una comunidad cercana tipo secta fundada hace más de dos siglos con los valores de un grupo religioso que huía de la persecución en Europa. El problema es que ingresar en ese grupo es muy complicado. ¿Logrará que confíen en ella lo suficiente como para compartir sus secretos?

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

21 De enero de 1998

Quince años después

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4

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26 De diciembre de 1997

6

26 De diciembre de 1997

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29 De diciembre de 1997

9

7 De enero de 1998

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12 De enero de 1998

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13 De enero de 1998

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Enero de 1998

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17 De enero de 1998

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17 De enero de 1998

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21 De enero de 1998

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Febrero de 1998

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2008

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Agradecimientos

Título original inglés: Te Sugar Man.

© del texto: Nicolás Obregón, 2025.

© de la traducción: Efrén del Valle Peñamil, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBDO581

ISBN: 978-84-1098-445-5

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

A MI ABUELA:

Je raconterai toujours tes histoires avec une joie reconnaissante sur mes lèvres,

sachant que tu te promènes dans tes bois éternels volant des roses dans le ciel.

Mira la obra de Dios; porque ¿quién podrá enderezar lo que él torció?

ECLESIASTÉS 7:13

21 DE ENERO DE 1998

Flora Riddell tenía dieciséis años el día que murió. El pueblo de Nectar había quedado sepultado bajo la nieve, las tiendas estaban llenas de guirnaldas de luces y la gente seguía deseándose feliz año nuevo a pesar de la sombría inminencia de febrero.

«... Una nube potencialmente dañina se cierne hoy sobre la Casa Blanca; la CNN ha confirmado que Kenneth Starr, el abogado de Whitewater, ha obtenido permiso para ampliar su investigación...».

La televisión de la cocina estaba puesta a todo volumen y Flora agitaba los pies junto a la isla, que tenía la madera abollada por años de patadas irreflexivas. Ignorando las noticias, que no hacían más que acrecentar el pavor que sentía en las entrañas, intentó concentrarse en tamizar la harina.

Esther Riddell llevaba a la pequeña Dolly apoyada en la cadera.

—Ed, ya entiendo que el dinero no crece en los árboles —gritó por teléfono, tratando de imponerse al volumen del televisor—. De hecho, entiendo casi todo lo que dices. Flora, ¿te has puesto ya con la harina?

—Sí, mamá.

—No me resoples, cariño... No, Ed, hablaba con tu hija. Parece que tienes la capacidad de atención de un crío... Ah, es broma. ¿No dices siempre que ya no gasto bromas?

Dolly le dedicó una risotada a su hermana mayor mientras se deslizaba por la cadera de su madre. Aunque el bebé era demasiado pequeño para entenderlo, estaban preparando una tarta de cumpleaños de Pesadilla antes de Navidad, con la cara de Jack Skellington hecha de crema de vainilla.

—Ed, yo solo digo que el tipo de interés no es desorbitado. Tus inversiones salieron bien y en esta cocina ya no se puede trabajar. En serio, creo que debería llamar a Milton Schneck...

Flora bebió un sorbo de Snapple y jugó en silencio al escondite con Dolly. No quería mancharse el pelo de harina, pero valía la pena ver su hermosa y bobalicona sonrisa.

La sonrisita del bebé era una de las pocas cosas que tranquilizaban a Flora últimamente.

—Eso es porque tú solo vienes a comer y no te pasas el día entero aquí —protestó Esther—. ¿Qué tiene de malo? Paneles de madera por todas partes, incluso en la puta nevera. Cortinas que ya parecerían anticuadas en esa ciudad volcánica italiana. Ya sabes a cuál me refiero. Sí, Pompeya...

«... Starr investigará nuevas acusaciones según las cuales el presidente Clinton tuvo una aventura con una antigua becaria de la Casa Blanca y la instó a mentir...».

—Luego está el papel pintado con motivos de rábanos morados. ¿Por qué, Edward? ¿Por qué existe? Nadie lo sabe. Pero, a partir de ahora, en esta casa no habrá estampados de rábanos... No, no he terminado.

«John King, corresponsal de CNN en la Casa Blanca, está siguiendo la noticia y entrará en directo desde allí. ¿John?...».

—No, no, no. Las luces empotradas fueron cosa tuya. Sí, lo fueron. Sí, lo fueron. Y lo único que hacen esas luces es recoger cadáveres de cochinillas... Edward, por el amor de Dios. ¡Si hasta se ven las siluetas por la noche! —Esther lanzó el mando a distancia—. Flora, cariño, ¿puedes poner otra cosa?

Flora cambió de canal. Un hombre sonriente estaba bromeando y llamaba zorra a la becaria. Ya había oído antes esas bromas. En la escuela. En el campamento de verano. Y ahora, en la Casa Blanca. Hubo un tiempo en que la idea de ser humillada de esa manera habría aterrorizado a Flora, pero ya no.

No desde Lester Lamb. Desde el estanque del Testing Pool. Ahora sabía lo que era tener problemas reales.

Aún conservaba en la nariz el recuerdo de su olor. Por la noche, oía el trago de agua, el claxon del coche y el posterior estallido de las burbujas.

Habían pasado varios días y aún no había noticias. Nadie había llamado a la puerta. No había sonado el teléfono. «Pero ¿un hombre así desaparece repentinamente? ¿Un hombre que tiene seguidores? Es cuestión de tiempo».

Con la respiración agitada, Flora pulsó el botón de silencio.

—Vaya, Ed. Siempre es más tarde, más tarde, más tarde. Hablando del tema: ¿A qué hora vuelves esta noche? Tengo Bleeding Lamb en una hora, reunión de emergencia.

Esther abrió la nevera y maldijo.

Flora empezó a tener palpitaciones. Esto podría funcionar.

—Flora, cariño...

—¿Sí, mamá?

—Necesito que vayas corriendo a Food-O-Rama. Habría jurado que quedaban huevos. Bueno, ya sabes cuáles me gustan. Y medio kilo de azúcar blanco. Vasos de fiesta. Ah, y una nectarina para Dolly. Coge la tarjeta cliente, si es que aún sirve para algo. Y date prisa en volver. Todavía estás castigada.

—Claro, mamá —respondió Flora intentando sonar despreocupada.

—Hay dinero en mi bolso. De hecho, coge el bolso entero... ¿Hola? Ed, y mi iglesia esta noche, ¿qué? Vale, nos vemos pronto. Las cochinillas te mandan recuerdos.

Esther colgó y lanzó un beso, pero era demasiado tarde. Su hija mayor ya había hecho una última mueca desde el umbral y Dolly seguía riéndose como si fuera lo mejor del mundo.

En el vestíbulo, Flora volvió la cabeza.

Tras comprobar que no la veía nadie, se metió en el bolsillo trasero la bolsita de pastillas que llevaba escondida en el zapato. Después cogió su discman Sony y se pasó la correa del bolso de su madre por el pecho. Mientras se miraba en el espejo se preguntó cómo la vería el mundo. Esperaba que más mayor de lo que aparentaba, aunque su cara de niña decía lo contrario. «¿Quizás alguien con un secreto? ¿Un oscuro secreto?».

Fuera, Snow Shoe Lane era un lodazal negro. Los árboles desnudos seguían envueltos en bombillas de colores y aún no habían retirado las viejas pancartas del final de la feria. Las casas eran de estilo colonial neerlandés, con tablillas azules y verdes, y a Flora siempre le recordaban Horror en Amityville.

Echó un vistazo a las ventanas y decidió guardar las pastillas en el bolso de su madre. Fue entonces cuando lo vio.

El papel. El mismo papel con membrete de Bleeding Lamb Pentecostal.

En él, una sola línea en negro:

SÉ LO QUE HICISTE.

Instintivamente, Flora guardó la nota y volvió a mirar a su alrededor.

«¿Alguien le envió esto a mamá? No puede ser. Ella nunca hace nada malo. Mierda, a lo mejor es para mí. ¿Lo saben? Pero ¿cómo iba a adivinar alguien que cogería el bolso?».

Fuera cual fuera la verdad, la nota solo logró avivar más el pavor que sentía en el estómago. Flora se puso los auriculares y pulsó play. Como siempre, empezó a sonar «Gypsy», de Fleetwood Mac. Respiró hondo e intentó animarse.

Flora bajó a toda prisa por Snow Shoe y enfiló la calle principal. Esta poseía una belleza anticuada. Había macetas de flores colgando de las farolas y viejos anuncios de posguerra en las paredes de ladrillo que todavía publicitaban rímel en crema y caramelos de menta milagrosos. Luego giró a la derecha, bajo las coronas navideñas muertas que colgaban de los semáforos. En una parada de autobús de una ruta que ya no funcionaba, un viejo cartel de Titanic prometía: «Próximamente».

Rumbo al sur, pasó por delante de la cremería, el ortodontista y el estudio fotográfico de papá. Mientras caminaba, Flora no perdía de vista a los seguidores de Bleeding Lamb, pero llovía un poco y no había casi nadie.

La esquina del ayuntamiento era la excepción: un pequeño grupo de chicos de Versammlung estaban vendiendo los últimos pasteles de melocotón y vino de diente de león de la temporada. Vestían de negro, las chicas con delantales blancos y Kappen en la cabeza. Con sus caballos y sus rostros serios, parecían pioneros perdidos de un vídeo de la clase de Historia.

La chica de pelo frondoso y pecas gritó:

—¡Pasteles sabrosos! —Rebecca Frey tenía un acento muy marcado cuando hablaba en inglés—. ¡Vino fuerte, buenos precios!

Cruzaron una mirada cómplice y excesivamente larga, pero Flora negó con la cabeza.

—A lo mejor la próxima vez.

Tras recorrer varias manzanas hacia el sur, dobló por Kinzua Avenue.

Pequeños montones de nieve se agolpaban alrededor de las farolas inertes, y la maleza asomaba en los solares vacíos hasta llegar al parque de caravanas al que mamá siempre amenazaba con mudarse cada vez que papá tenía un mal año.

Estaba medio abandonado —televisores rotos, sofás, neumáticos reventados—, más chatarrería que hogar, pero Flora ya había llegado a la esquina de Dakota.

Entre náuseas, pensó en qué diría. «Actúa con naturalidad... Sí, claro. Signifique eso lo que signifique».

Flora hurgó por impulso dentro del bolso de su madre en busca de un bolígrafo, pero solo tenía la extraña nota donde poder escribir. «A la mierda». Le dio la vuelta y garabateó:

¡Feliz cumpleaños, pringada! Que tengas un día fantástico. P. D.: Adondequiera que vayas, yo iré contigo.

Metió la nota en la bolsa de pastillas, respiró hondo y dio media vuelta.

Dakota Finch estaba sentada en los escalones de su caravana. Llevaba puesto un forro polar gris con media cremallera y unas zapatillas de skate raídas, y parecía triste —como siempre últimamente—, con la mirada perdida.

Flora se detuvo al pie de la escalera y se irguió, esperando no tener harina en el pelo.

—Hola, pringada.

—Eh.

La desganada respuesta de Dakota dejó a la vista el diente roto sobre el que nunca había dado explicación alguna.

—¿Pasando el rato?

—Sí. Bonito discman.

—Es un regalo de Navidad. ¿Quieres escucharlo?

—Claro.

Flora limpió cuidadosamente los auriculares y se los ofreció como si fueran un recién nacido. Dakota se puso uno e hizo una mueca.

—Vaya, Stevie Nicks. Menuda sorpresa.

—Claro —sonrió Flora—. Y cuando tengamos gato, lo llamaremos Fleetwood Cat.

—Pringada.

—Que te den por culo. —Le dio una patada a un guijarro—. ¿Cómo estás? ¿Sigues enferma?

Dakota se encogió de hombros.

—Ya me encuentro mejor. En fin... ¿adónde vas?

—Al Food-O-Rama. Vente.

—No puedo. Tengo planes.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama?

—Qué graciosa.

Flora buscó algo para llenar el silencio.

—Mamá está de los nervios porque mañana es el cumpleaños de mi hermana y necesita huevos para la tarta. Menudo tostón. ¿Seguro que no quieres venir?

—Mira. —Dakota se quitó el auricular—. De todos modos, me iré pronto.... Puede que estar juntas no sea muy buena idea.

—Bueno, en primer lugar, que te jodan. Y, en segundo lugar... —Flora le lanzó la bolsita de pastillas—, no pensarías que iba a olvidarme de tu cumpleaños, ¿verdad? El mejor MDMA del condado de Catoonah.

—¡Joder!

Dakota miró a su alrededor y escondió la bolsa debajo de la chaqueta.

—No te agobies, guapita —dijo Flora con una sonrisa.

—Hostia, Flo, esto es un montón de éxtasis. ¿De dónde lo has sacado?

Flora se moría de ganas de hablarle de aquella noche, del miedo que la invadía desde entonces, de las extrañas notas que encontraba constantemente. Pero sabía que era imposible.

—No quiero hablar del tema, ¿vale? Tú, quédate con la bolsa.

—No hacía falta. Lo sabes, ¿verdad? —Dakota bajó un escalón—. Si quiero algo, lo consigo yo misma.

—Somos amigas, de modo que sí, hacía falta.

—Flora, debes tener más cuidado. Por aquí hay gente muy chunga...

—¿Y me lo dices precisamente a mí? Mira, no tengo mucho tiempo. Solo quería felicitarte y darte eso. He pensado que podríamos venderlo. Ahora mismo necesitas un poco de dinero extra.

Dakota le dedicó una sonrisa triste.

—¿Qué he hecho yo para merecer una amiga como tú?

—No te pongas sentimental. —Flora le devolvió una sonrisa triste—. ¿Adónde irás?

—Tengo un tío en Detroit. Ya veré cuando llegue.

—No sabía que tenías familia allí.

—No es un tío de sangre. —Dakota suspiró—. Mira, Flo, siempre me has cuidado, y no lo olvidaré, pero...

—Pero ¿qué?

—No sé, a lo mejor ha llegado el momento de que lo dejemos, ¿no crees?

—No, no creo. Y una mierda. —Se sentó a su lado—. Déjame solucionar unas cosas aquí y luego iré a Detroit. Ya se nos ocurrirá algo.

—Flora...

—No hay más, porque tengo muy claro que no me quedaré aquí sola.

Dakota hinchó las mejillas.

—De acuerdo.

—¿De acuerdo? ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—No sé qué quieres oír, Flo.

Flora quería oír que la echaría de menos cuando se fuera. Quería oír que a veces pensaba en el día que se retaron a besarse en el sótano de Seth Switzer. Incluso quería confesarle que había roto los huevos de su madre para poder ir a verla. Pero esas palabras requerían un valor del que ella carecía.

—Olvídalo. Solo quería felicitarte. —Se levantó—. En fin, nos vemos.

—Por supuesto. —Dakota sonrió de repente—. Porque, pase lo que pase, vayamos adonde vayamos, siempre seremos mejores amigas.

—Cierto. —Flora sonrió—. A lo mejor podemos quedar mañana. Sería chachi.

—Vale. No te dejes del discman.

—Puedes quedártelo unos días. Ah, y hay una nota en la bolsita. Léela más tarde.

Aturdida, Flora se dirigió a la tienda.

Una vez más, Dakota había hablado de poner fin a su amistad, pero tampoco había descartado la posibilidad de que Flora se fuera con ella a Detroit. Siempre mejores amigas. Eso había dicho.

La euforia de esas palabras en su pecho luchaba con el pavor que últimamente se había instalado en su estómago.

La lluvia arreció cuando Flora llegaba al aparcamiento vacío de Food-O-Rama. Una pancarta medio descolgada anunciaba su cierre definitivo aquel mismo día. COMPRE AHORA O GUARDE SUS AHORROS PARA SIEMPRE. Como de costumbre, el puesto improvisado se encontraba a diez metros de la entrada. En una mesa plegable había pilas de libros, protegidos por dos frágiles paraguas. Uno de los libros miraba hacia fuera y la sobrecubierta negra mostraba una ilustración jacobina de un hombre barbudo fumando en pipa. En letra antigua, el título rezaba: El brujo de Nectar: Corrupción, maldiciones y un asesino imitador. Junto a él, una tarjeta plastificada decía: «¡Compre uno y llévese dos gratis!». Detrás del puesto, un hombre alto y regordete la saludó con la mano, y Flora se acercó a él, maldiciendo.

—¡Hombre! —El lado funcional del rostro de Ira Pike expresó alegría—. ¡La resplandeciente señorita Riddell!

—Hola, señor Pike.

—Ahora no estamos en clase. Puedes llamarme Ira. —Esbozó una media sonrisa—. ¿Todo bien?

Por un lado, Ira Pike era normal, pero tenía el otro lado de la cara muy hundido desde que un caballo de exhibición lo pisoteó cuando era niño. O al menos eso era lo que él contaba.

—¡Bien! Voy con un poco de retraso. ¿Cómo va el negocio?

El hombre se volteó la coleta.

—Viento en popa, como puedes comprobar.

—Vaya, lo siento.

—Lo lógico sería que los nectaritas quisieran conocer su pasado. —Cogió un ejemplar de su libro, y al hacerlo, dejó a la vista una camiseta de Expediente X—. Al menos su verdadero pasado, pero...

—Solo les interesan el fútbol americano y los finales felices, ¿verdad?

—Exactamente. La mayoría de ellos no tienen ni idea de que ahí fuera hay alguien que está copiando los actos de un brujo de hace tres siglos. Son como borregos, Flora. Mientras tengan la boca llena de hierba, no les interesa lo que se esconde en la oscuridad.

—Eso parece. En fin. Lo siento, pero tengo que irme, señor Pike.

—Ira. Y no tan rápido. —Abrió un ejemplar del libro y escribió unas líneas en su interior—. Toma. Algo para mantener la cabeza seca.

Flora le dio las gracias, metió el libro en el bolso de su madre y fue corriendo a la tienda. Dentro no había un alma. Estaba tan ensimismada reproduciendo mentalmente la conversación con Dakota que tuvo que dar tres vueltas para encontrar los huevos.

Se regañó a sí misma por decir tonterías como «chachi». Por otro lado, su valentía había hecho posible aquella conversación. «Si no hubiera engañado a mamá para que me enviara a por huevos o no hubiera conseguido esas pastillas, nunca habría visto esa sonrisa. Dios, podría morir por esa sonrisa desdentada».

—Bueno, como se suele decir —abrió un cartón y les habló a los huevos con un ridículo acento francés—, paga haser una togtilla hay que gompeg unos cuantos... huevos.

Sin dejar de reírse, Flora cogió vasos, azúcar, una nectarina, y fue a la caja.

—Hola, cielo —dijo la joven cajera rubia con una sonrisa.

—¿Cómo van las cosas, Carmella?

—Podría ser peor. Es el último día. Luego iremos al cine. Si Sam llega algún día, claro.

—Tarde como siempre, ¿eh? ¿Qué vais a ver?

—Una de Denzel Washington sobre el diablo. ¿Cómo está la señora Riddell?

—Bien, como siempre. Preocupada por cosas importantes como las cortinas, y si valdrán los puntos en Food-O-Friendo cuando abran.

—Aparentemente, Market Basket dijo que los aceptará. Si es que llegan a abrir. Pero... —Se colocó bien las horquillas con forma de mariposa—. ¿Cómo está el atractivo señor Riddell?

—Vomito. Está bien. Oye, Carm, ¿tú sabes cómo se dice «huevos» en francés?

—Ni idea, cariño.

Por megafonía anunciaron que la tienda cerraría en cinco minutos y a continuación sonó el himno nacional. Flora se despidió de Carmella y recogió sus puntos. Con la bolsa de la compra apoyada en la cadera, se dirigió rápidamente a la salida y las puertas se abrieron con un susurro.

Fuera, Ira Pike había recogido sus cosas y se había marchado. Llovía a cántaros y la luz prácticamente había desaparecido. La oscuridad se cernía muy temprano sobre aquella montaña.

Sin motivo alguno, la tristeza se apoderó de Flora. En el fondo sabía que Dakota no la esperaría en Detroit y se imaginó todas las cosas que nunca haría con ella: bailes, películas, vacaciones. Aquella ciudad, aquel cuerpo, todo le recordaba lo que nunca sería.

—De todas formas, tengo problemas más importantes —se reprendió a sí misma—, porque, tarde o temprano, alguien vendrá a preguntar por Lester Lamb, y entonces, mis sentimientos no importarán una mierda.

Pero, a pesar del miedo, en el horizonte —con la última luz del sol, más allá de la lluvia—, los abedules proyectaban un resplandor plateado. Y, por encima de ellos, el crepúsculo luchaba valientemente contra la oscuridad.

«O puede que no llame nadie a la puerta. Puede que el mundo se olvide de él...».

Algo en aquellos colores desafiantes colmó a Flora de una inexplicable esperanza en el futuro. La hizo imaginarse un día en que las cosas podrían ser diferentes, y viviría en una gran ciudad, lejos de allí. Entonces quizá la llevasen en coche a algún sitio y podría hacer cosas que nunca le contaría a nadie. Y allí, Lester Lamb no tendría relevancia alguna en su mundo.

Flora corrió hacia la lluvia, chillando y apretando la compra contra su pecho.

Para ahorrar tiempo, Flora había decidido atajar por el antiguo barrio industrial. Se encontraba frente a la azucarera abandonada cuando un Camaro rojo cereza se detuvo a su lado y el ocupante bajó la ventanilla.

Sam Salinas llevaba una camisa de leñador remangada hasta los bíceps. Tenía unas facciones duras, pero su sonrisa era cálida. Salvo por el verde de sus tatuajes y su pelo oscuro, era de color caramelo, tostado por años de luz solar que se colaba a través de los parabrisas del camión.

—¿Qué haces aquí, ángel?

—Hola, Sam. Iba a casa.

—Sube. Está lloviendo mucho.

—¿No has quedado con Carmella y ya llegas tarde?

—Eso es.

Miró el reloj e hizo como si alguien lo ahorcara con una soga.

—Tranquilo, iré andando.

—Como quieras, cariño.

Sam le guiñó un ojo y el Camaro se alejó rugiendo.

Flora calculó que le faltaba más o menos un cuarto de hora para llegar a casa. Ya había tardado demasiado y mamá se enfadaría, pero estaba temblando.

Tras contorsionar el cuerpo a través de la valla de alambre, Flora se abrió paso entre la maleza hasta la fábrica abandonada, que se alzaba como un acorazado hundido en un mar de pinos. El viento silbaba al entrar por las ventanas rotas y los cuervos graznaban desde el viejo letrero de madera.

AZUCARERA DEL CONDADO DE CATOONAH

— ¡El corazón palpitante de Nectar!

Haciendo una peineta a los cuervos, se refugió bajo una marquesina. La lluvia azotaba el viejo hierro y el olor a sangre se mezclaba con el hormigón empapado.

Pero, en medio del fuerte susurro de la tormenta que se avecinaba, Flora se quedó inmóvil. Había oído algo.

¿Era música?

Entrecerrando los ojos para protegerse del aguacero, vio un Subaru rojo merlot. Estaba en un antiguo aparcamiento de empleados, medio oculto por las sombras y con las ventanillas empañadas por la condensación.

«¿Qué hace eso aquí?».

Incapaz de contenerse, Flora fue hacia allí, apretando la bolsa de la compra contra el pecho. En el interior del coche sonaba la radio. Conocía la canción: «We Belong Together», de Ritchie Valens. Pero ya estaba lo bastante cerca para oír los gemidos. A Flora se le atoraron las palabras en la garganta. No podía respirar.

Aun así, se acercó.

En el asiento trasero del coche, unos peluches le sonreían desaforadamente y delante había dos personas.

Ahuecando sus manos temblorosas, Flora miró a través del cristal y vio a la mujer con la cabeza en el regazo del hombre, moviéndose arriba y abajo. Entonces vio el rostro de él retorciéndose de placer.

El grito de Flora hizo que los cuervos salieran en desbandada hacia el cielo nocturno.

Quince años después

0

—Atención a todas las unidades: por favor, atentos a un Ford Taurus blanco hueso de 2010. Sin matrícula, posibles desperfectos en el guardabarros trasero. Visto por última vez en dirección sur, en Kennedy con Plum. Un varón. Apellido: Maloney. Nombre de pila: Ivan. Metro noventa, noventa kilos. Cicatrices en la barbilla. Cargos pendientes por agresión sexual a un menor. Es probable que el sospechoso viaje con un varón de catorce años en situación de riesgo.

Al volante, la agente Dakota Finch profirió una maldición. Estaba cansada y hambrienta, y su rango estaba muy por encima de todo aquello, pero un Ford Taurus blanco acababa de saltarse una señal de stop delante de ella y todas las unidades significaba «todas».

—Centralita... —dijo tras empuñar la radio—. Aquí 611. Finch, Homicidios. Taurus posiblemente avistado en dirección este por Potawatomi y Plum. La matrícula es MAL048. He iniciado la persecución.

—MAL048. Potawatomi y Plum. Te copio, 611.

Finch engulló unas pastillas de color melocotón y aceleró. Con veinte miligramos de Visprozan en la sangre, circuló entre la vida nocturna de Detroit, un turbio coral de trabajadoras y yonquis del fentanilo, ojos de náufrago por todas partes. Pero los ojos de Finch eran los de un cazador y estaban clavados en su presa.

En Cherry volvió a ver el Taurus. Blanco hueso. De 2010. Circulando con sospechosa lentitud. Sin embargo, no se apreciaban daños en el guardabarros trasero. ¿Podía no ser él?

En cualquier caso, no lo haría parar todavía. Cherry conectaba con la rampa de salida de la autopista, y eso podría exponerla a una colisión trasera.

En lugar de eso, siguió al Taurus unas cuantas manzanas más. Cuando la carretera se niveló, giró por Duquesne, una cánula vacía de hormigón, chatarra e industria muerta donde la carretera se ensanchaba en tres carriles.

Entonces, Finch encendió la sirena y tiñó la calle de azul discoteca.

No hubo reacción.

Tocó la bocina para llamar su atención.

Pasaron unos segundos.

Por fin, las luces de freno y el intermitente derecho.

El Taurus se detuvo junto a un club de striptease abandonado. No había tráfico en ninguna dirección. No había testigos, tan solo oscuridad.

¿Había elegido ese lugar a propósito?

Solo había una forma de averiguarlo.

Finch se detuvo detrás de él y puso las largas para cegarlo.

—Hacía mucho tiempo que no me ocupaba de algo así... —Cogió la radio—. 611, estoy en Cherry con Duquesne, cerca del viejo Boob Bungalow. Confirmado: el Taurus se ha detenido.

—611. Cherry con Duquesne, te copio.

Cuando abrió la puerta, el frío la azotó la cara. Los trenes de carga chirriaban a lo lejos y el río Detroit era un cuchillo gélido en la distancia. Más arriba, las columnas de humo de las fábricas se elevaban como si la ciudad hubiera sido torpedeada.

Finch cerró la puerta suavemente; no tenía sentido anunciarse. La cámara que llevaba en el chaleco antibalas estaba activada y su arma cargada. Las luces largas le brindarían cobertura si el conductor estaba siguiendo sus movimientos por el retrovisor. Aun así, le latía el corazón con fuerza.

Recordó las palabras de su instructor en la academia: «El día que creas que se trata de una simple parada de tráfico, será el día que recibas un balazo en el cerebro».

Al llegar a la parte trasera del Taurus, Finch respiró hondo y observó el maletero, que estaba bien cerrado. En el asiento trasero no había nadie.

Cuando se detuvo justo detrás del pilar B, vio el aliento del conductor saliendo por la ventanilla, que ya estaba bajada. El hombre tenía las manos en el volante.

Era buena señal, o señal de que no era la primera vez que se veía en una situación semejante.

—Señor —dijo Finch con la mano en el arma—. ¿Es usted Ivan Maloney?

—Sí —respondió él con claridad.

—Soy la investigadora Finch y le he dado el alto porque se ha saltado una señal de stop unas manzanas más atrás. Necesito que salga despacio y con las manos en alto.

Maloney se bajó del coche con los brazos levantados y sin ninguna expresión en su rostro lleno de cicatrices. En una mano sostenía un llavero, y en la otra, la cartera. Medía un metro noventa y pesaba noventa kilos. Iba bien peinado y llevaba la camisa planchada. Si no fuera por las cicatrices, habría podido pasar por un vendedor de biblias.

—611, ¿confirma 10-4?

—Afirmativo. Parada en curso. Permanezca a la espera.

Maloney agitó la cartera.

—¿Quiere mi licencia, agente?

—He dicho «investigadora». ¿Qué hay en el maletero?

El hombre frunció el ceño.

—Pero se supone que debe pedirme la documentación.

—Y usted responder a mis preguntas. El maletero.

—Solo llevo mis cosas —respondió, bajando las manos.

—¡Eh! —Finch desenfundó la pistola y apuntó—. Las manos arriba. Vamos.

—¿Usted quiere echar un vistazo? —preguntó, pasándose la lengua por los labios—. En cambio, yo estoy viendo el abismo en su interior.

—Manos arriba. Ahora mismo.

—¿Alguna vez ha retozado en su propia oscuridad? Por su mirada, yo creo que sí. Es la única forma de belleza en este abismo.

—Déjese de Schopenhauers de todo a cien. —Le quitó el seguro a la pistola—. Entrelace los dedos detrás de la cabeza y arrodíllese lentamente.

—No hay oscuridad en ese maletero, solo luz. —Esbozó una sonrisa—. La oscuridad está aquí fuera, y usted está en ella, conmigo. Usted vive en ella...

—Le he dado una orden. Última oportunidad, imbécil.

—Así es. —Sonrió con aire de satisfacción—. Compruébelo usted misma.

—611, adelante.

—Centralita, espere un segundo...

El hombre pulsó el llavero y el maletero se abrió. Dentro, Finch vio una lona manchada de barro, palas y una bolsa de cal viva. Y sangre.

Pero era la fracción de segundo que Maloney necesitaba para echar a correr, dejando atrás el viejo club de striptease en dirección a los arbustos y el parque industrial.

—Centralita... —anunció Finch entre jadeos—, 10-13. Tenemos un fugitivo. Identificación positiva. Posible 09-01.

—La copio, 611. Posible homicidio. Envío a la caballería.

El aire frío condensaba la respiración entrecortada de Finch, pero ahora no tenía miedo, tan solo hambre, la vieja hambre canina de cazar a la serpiente, de destrozarla.

Más adelante se alzaba una planta química que escupía humo blanco por las chimeneas, y entonaba el réquiem metálico de la agitación y el bombeo de las necesidades nocturnas de Estados Unidos. Cerca de allí, un tren de mercancías cruzó un paso a nivel, cuya señal traqueteó de pánico, acompañando el estertor de toda una industria.

Finch llegó a la valla metálica, trepó demasiado rápido y cayó con fuerza. Entonces, Maloney se abalanzó sobre ella por detrás y, antes de que pudiera disparar, le dio un puñetazo que la alcanzó en la barbilla y el labio inferior.

La bala impactó en la rótula y el hombre se dobló.

Finch cayó de espaldas contra la valla y se encorvó hacia delante para recobrar el aliento. Por lo demás, reinaba el silencio. Maloney parpadeaba sin cesar y empezó a ponerse pálido.

—¿Dónde está el chico? —gruñó Finch.

Ahora, el dolor se impuso a la conmoción, y Maloney empezó a llamar a Dios a voz en grito. Algo dentro de Finch cedió. Incapaz de encontrar alguna razón que se lo impidiera, apagó la cámara corporal.

—Por favor —gimió él—, necesito ayuda...

—¿El chico está muerto? —Finch sacó la porra extensible del cinturón—. Conteste.

—Dios, por favor...

—Lo mató, ¿verdad?

—El corazón que no puede amar... —Maloney cerró los ojos—... debe odiar con furia.

—En eso estamos de acuerdo —respondió Finch blandiendo la porra, ya desplegada.

Finch caminaba por su piso, que antaño había sido un almacén. Con las luces apagadas, e intentaba distinguir algunas formas de entre aquel cóctel de oscuridad y luz desvaída proveniente de la calle. En el fregadero se amontonaban cartones de comida para llevar y los archivadores estaban hasta los topes de expedientes. Los papeles del divorcio seguían pegados a la nevera con un imán de un restaurante chino, y había dejado la porra, ahora ya limpia, encima de la mesa de la cocina.

Se tomó otros quince miligramos de Visprozan. Sin esa somnolienta y cálida desconexión estaba perdida.

Finch podía ver Detroit a través de la ventana. Chimeneas y fábricas muertas hacía mucho tiempo. Vías en desuso cual frías venas. Todo se extendía como un perro sarnoso bajo un manto de oscuridad.

Y justo en ese momento, un coche que le resultaba familiar se detuvo junto a la señal de calle sin salida.

Clic, clic, clic.

Finch se acercó al interfono.

Es hora de dar la cara.

—¿Sí?

—Soy yo.

Le abrió la puerta al teniente Bill Moreno y escuchó sus pasos, cada vez más claros.

Moreno pasó por su lado y fue directamente a la cocina.

Tiró una caja de comida para llevar sobre la encimera y se sentó al lado de la porra, como si apenas unas horas antes no le hubiera abierto la cabeza a un hombre y se la hubiera dejado como una mandarina.

A sus casi sesenta años, Moreno era un hombre larguirucho de movimientos lentos y ojos rápidos. Tenía la piel de color ganache, excepto en las mejillas, que adquirían un brillo rojizo cuando se ponía iracundo.

Finch fue hacia él. Clic, clic, clic.

—Jefe.

—Te he traído un poco de banh-mi. Te olvidas de comer, Dakota.

—Ya, gracias, pero imagino que no estás aquí por temas nutricionales.

—Imaginas bien. Podría permitirme perder un agente de tráfico, o incluso a diez, pero ando falto de cerebros y necesito el tuyo.

—Pasó por delante, Bill. ¿Qué se suponía que debía hacer?

—No te pongas impertinente, chica. Esta noche no.

—Oye, sé que estás enfadado...

—¿Enfadado? Prueba con algo un poco más excesivo. Eso se te da bien.

Finch se encogió de hombros.

—Me atacó. Temí por mi vida.

—¿A cuántos chalados piensas abrirles la cabeza hasta que mates a uno? Dakota, esto no es la puta Gotham. Ya llevabas dos advertencias, joder.

—Y en tu época, esas advertencias habrían sido medallas, ¿no?

—Para ser tan inteligente, a veces pareces tonta. —Sacudió la cabeza, se acercó a la cafetera y sirvió dos tazas—. Sabes que la ciudad tiene ganas de quemar policías desde antes de los disturbios. Y, aun sabiéndolo, has cometido esta gilipollez.

—Ya te lo he dicho, Bill. Pasó justo a mi lado.

—¿Sí? Pues acabo de hablar con Asuntos Internos. Por lo visto te acusan de incumplir el protocolo de la cámara corporal y de emplear una fuerza excesiva que constituiría delito. Ese gilipollas de Maloney está con respiración asistida. Ya puedes rezar para que no la palme.

Finch bebió un sorbo de café.

—¿Debo mentir y decir que lo siento?

—A él no, pero a mí sí, porque los de Asuntos Internos van a por ti, Dakota. Entiendes lo que eso significa, ¿verdad? La ciudad dice que eres una asesina.

—Así que Maloney es la víctima. Eso cuéntaselo al chico al que ha enterrado esta noche.

—No eres juez y jurado.

—Alguien tendrá que serlo. Se pondrá una corbata, pisoteará leyes que no entiende y Maloney saldrá en quince años, diez si alega que oía voces y...

—La ley es así, chica, y lo que has hecho tú esta noche es lo contrario. —Dejó la taza en el suelo con demasiada fuerza y respiró hondo—. Supongo que he sido muy tonto al venir aquí esperando obtener una disculpa.

—Bill —dijo Finch, acercándose a él de nuevo—, lo que siento es haberte metido en un jaleo. No te lo mereces, pero vayamos al grano: se saltó un semáforo, huyó de la escena y me atacó, nada menos que después de haber matado a un niño. Yo solo me defendí.

—Apagaste la cámara corporal.

—Se acabó la batería, o resbalé, o lo que sea. Le darán bombo y habrá artículos de opinión, de acuerdo, pero, al final, los hechos son los hechos. Así que si has venido para que te pida perdón, ya lo he hecho. Y si has venido a despedirme...

—No. —Suspiró—. No sacrificas a tu caballo más rápido porque haya soltado una coz.

—Estupendo. Entonces, déjame dormir un poco y luego seguiré trabajando en mis casos. Capearemos el temporal.

—No puedes seguir en Homicidios.

—¿Me estás degradando?

—Te estoy protegiendo. Irás a un pueblecito de montaña situado a unas horas de aquí. Acaban de encontrar a una mujer sin identificar y el asunto les viene un poco grande. La han descubierto hace solo media hora. De hecho, es de tu zona, de Nectar.

—Bill...

—Nos han pedido ayuda. O vas o estás fuera. Fin de la conversación. —Moreno se dirigió hacia la puerta—. El vuelo sale en dos horas, así que empieza a hacer la maleta. Puedes dormir en el avión. Y, por el amor de Dios, quítate ese cristal de las botas. El puto chirrido me está volviendo loco.

La puerta se cerró de golpe y Finch se la quedó mirando.

Encontrar al Hombre de Azúcar fue la razón por la que se hizo policía muchos años atrás, cuando algo así parecía posible. Durante mucho tiempo estuvo obsesionada con atraparlo. Soñaba con ello.

Pero nunca había reaparecido.

Con el paso de los años, lenta pero inexorablemente, sus primeras intenciones se fueron desvaneciendo a medida que las maquinaciones del Departamento de Homicidios de Detroit —y su vida descarriada— las iban sustituyendo.

Volver a Nectar ahora, después de tantos años... Dakota no era capaz de discernir sus sentimientos, y eso la preocupaba. Ella solo era radicalmente clara con respecto a lo que quería.

Sentada al borde del colchón, apoyó el pie en la rodilla para desatarse la bota.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que lo que tenía en la suela no era un cristal.

Con la ayuda de un lápiz, sacó dos dientes, los tiró por la ventana y se metió en la cama. Antes de cerrar los ojos, echó un vistazo a la mesilla. El viejo discman de Flora estaba cubierto de polvo.

Finch introdujo la mano bajo la camisa y recorrió con los dedos la palabra que tenía grabada en las costillas: SILENCIO. Durante años, solo había sido una cicatriz blanca y brillante y la piel estaba dormida, pero ahora le picaba, como si el pasado percibiera su regreso.

Ahora entendía lo que sentía: pavor.

1

Era un vuelo regional, más un pequeño autobús aéreo que un avión. Para cuando alcanzara la altitud de crucero, ya tendría que empezar a descender. «Igual que mi culo», pensó Finch.

La cabina temblaba violentamente. A lo lejos se estaba formando una tormenta y los truenos rodaban como el cráneo de un niño en el maletero de un coche.

Mientras masticaba el banh-mi frío, miró por la ventana. Un millar de ciudades del Cinturón del Óxido brillaban tenuemente en la oscuridad. Más allá, a través de los nubarrones, aparecieron las montañas Catoonah, una columna vertebral rota en una tumba poco profunda.

El piloto anunció el descenso y deseó a todos los pasajeros un espeluznante Halloween. Al hacer una bola con el envoltorio del banh-mi, Finch oyó un crujido y rescató una galleta de la fortuna.

Sacó un papelito de la oblea:

Ningún hombre puede cruzar dos veces el mismo río, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos.

HERÁCLITO

El aeropuerto del condado de Catoonah era un simple hangar solitario en medio de la nada. La única valla publicitaria le pedía el voto estadounidense que Dios le había otorgado: ¿cansado de huevos podridos? vote por melvin neeley.

Allí reinaba el silencio, salvo por el viento que silbaba entre los pinos. Más arriba, la luna era la última ascua de una hoguera apagada hacía tiempo.

—En Kansas ya no... —susurró Finch para sus adentros.

Unos faros hendieron la oscuridad.

Al darse la vuelta, vio un coche de la policía de Nectar en medio de la negrura y se abrió la puerta del pasajero. El sheriff tenía algo más de treinta años y era corpulento, con sonrisa de pueblerino y el pelo rubio, necesitado de un buen corte.

—Usted debe de ser la agente Finch. Bienvenida a Nectar. Soy Jesse Sullivan. —Se levantó el sombrero como un cowboy—. El alcalde Cochran la está esperando.

Finch metió el equipaje en el maletero y subió al coche.

—Para mí siempre será el sheriff Cochran.

—Sí, me han dicho que es usted de aquí. —Puso el vehículo en marcha—. ¿Lo conoce?

—Nos hemos tratado alguna vez.

—Bueno, viendo que usted y yo básicamente somos compañeros, puede llamarme Jesse.

Condujeron montaña arriba por la Ruta 6. Más abajo se extendía un manto de arces azucareros y cicutas. A pesar de que era finales de octubre, allí arriba los árboles estaban llenos de nieve.

En cuanto la carretera se allanó y más tarde se adentró en el siguiente valle, Finch empezó a ver las cosas con claridad: campos llenos de viejos cañones, granjas lecheras y huertos.

Podía oír la voz de Flora. «Toda esa basura idealizada de la guerra civil, los pioneros felices, bla, bla, bla. ¿Qué hay de todas las mujeres a las que ahogaron? ¿Qué hay de todos los indígenas a los que echaron? O algo peor».

Su fugaz sonrisa quedó cauterizada por los carteles.

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Finch apartó la mirada.

—¿Qué tal el viaje, agente?

Sullivan la miró por el espejo.

—Extremadamente glamuroso.

—Conque policía de Detroit, ¿eh? Ni me imagino la cantidad de casos que llevará. Pagaría por ver eso en la tele. —El motor chisporroteó y el sheriff le dio un golpe al salpicadero—. Pedazo de chatarra. La sirena se estropeó la primera semana y casi tengo que gritar yo mismo por la ventanilla...

Sullivan frenó en seco cuando una cierva cruzó la carretera perseguida por un hombre con un arco compuesto. Estaba demacrado, vestía ropa de camuflaje raída y llevaba el pelo largo y una barba negra poblada.

—¡Joder, Ray! —gritó Sullivan—. ¿Qué dijimos sobre la caza nocturna?

El hombre se volvió hacia ellos y miró a Finch con los ojos desorbitados. Llevaba un cigarrillo colgando de los labios, y murmuró algo entre dientes durante un segundo. Luego retomó la persecución adentrándose en el bosque, en dirección al lago Sweetness. A Finch le sonaba de algo.

—Feliz Halloween, ¿eh? Ese es Roadkill Ray. —Sullivan negó con la cabeza—. Está chiflado, aunque imagino que ya se había dado cuenta.

Ella se encogió de hombros.

—Me fui de aquí hace mucho tiempo.

—Qué suerte. —Le dedicó una sonrisa tímida—. ¿Cuánto hace que es policía?

—Jesse, el coche es viejo pero no funciona con aire. Seguirá funcionando igual si deja de hablar.

—No se muerde usted la lengua —comentó entre risas—. Eso me gusta. Por aquí damos mil rodeos antes de decir las cosas. Los policías de pueblo siempre están en campaña de reelección, como ya sabe. Soy más político que agente de la ley. La semana pasada, un tío se quejó porque no le sonreí. Hablo en serio. Ahora me paso el día sonriendo, como si fuera azafato de un concurso.

Sullivan la miró para comprobar si le había arrancado una sonrisa.

No lo había conseguido.

Bienvenido a NECTAR

Población aprox. 1867 habs.

¡En Nectar todo es magnífico!

Hogar de los Hornets

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Mientras estaban parados en el semáforo, Finch podía divisar buena parte de la calle principal de Nectar: Merle’s Diner; el antiguo estudio fotográfico del padre de Flora, vendido hacía tiempo; pegatinas de los Nectar Hornets y de Rick Santorum; y, por todas partes, decoraciones de Halloween.

Aquel lugar era un pueblo anticuado que se aferraba a la interestatal como si de lo contrario fuera a precipitarse en el abismo. En su día era bonito, deseable, pero los años lo habían deteriorado. La construcción de nuevas carreteras le había restado importancia. Los niños habían crecido y se iban. Finch incluida.

Para ella, la familiaridad era como un dolor de estómago.

Respiró hondo antes de levantar la vista hacia el cartel de la iglesia luterana, intacto después de tantos años.

TRAED A FLORA A CASA

La comisaría de Nectar era un pintoresco edificio de ladrillo rojo, que antaño había sido la estación ferroviaria del pueblo. El interior parecía una desvencijada sucursal bancaria de la época de Reagan. Escritorios desgastados, moqueta raída y mapas anticuados en las paredes.

Cuando Finch entró, estaba amaneciendo.

En la gran pizarra blanca de la comisaría había fotos de mujeres jóvenes. Junto a ellas, algunos cadáveres desnudos. Alrededor de la pizarra, un puñado de patrulleros se reían, uno de ellos con una máscara de hombre lobo.

—Y entonces, el mexicano dice: «No, señor, yo no emocional. Pasa siempre con espray pimienta».

Se oyeron unas carcajadas.

—Eh, Kucharski. ¿Alguna vez has hecho el turno de día? Se llama trabajo, te encantaría.

—Que os den por culo. Esta noche he escrito dos advertencias por licencias caducadas. Dos. Contadlas.

Finch no reconoció a la nueva generación, pero el olor a policía no había cambiado en quince años. Comida precocinada, axilas sudorosas y lejía perdiendo su batalla nocturna. El hedor, el tono y el lugar en sí la devolvieron a 1998, a la desaparición de Flora.

Finch echó un vistazo a la sala de entrevistas B, un déjà vu mareante e indeseado. «Dakota, piénsalo bien. Es muy importante, cariño. ¿Recuerdas algo más? ¿Cualquier cosa?».

Le hicieron revivir aquel día una y otra vez.

En aquel momento creía que, si les contaba algo, atraparían al asesino y eso les daría paz a los Riddell.

La decepción en sus caras era evidente. Como si ella no supiera ya que era culpa suya. Pero les había contado todo lo que podía. Absolutamente todo.

Excepto una cosa.

—Caballeros —anunció Jesse Sullivan—, presten atención.

Por los gruñidos que soltaron, Finch supo de inmediato que aquellos hombres no lo respetaban.

—Como saben, el alcalde Cochran pidió ayuda fuera del condado para el caso de la mujer sin identificar. Esta es la agente Dakota Finch, enviada desde Detroit. Tiene mucha experiencia en homicidios. Puede que algunos la conozcan, porque se crio en Nectar. Dicho esto, ahora que se celebrará la primera feria desde 1998, todos saben lo importante que es obtener resultados lo más rápido posible. Así que, por favor, ofrézcanle toda la ayuda posible a la agente Finch.

Se volvieron todos hacia ella, media docena de ojos curiosos a la par que insulsos. Se fijaron en los moratones de aquel rostro serio, en la holgura del polo del Departamento de Homicidios de Detroit y en el tatuaje que llevaba en el antebrazo, la cara de una mujer dormida, con la boca cerrada y moscas revoloteando a su alrededor. Finch sabía que estaban preguntándose cómo alguien tan de ciudad podía ser originaria de aquel lugar.

Asintió sin mucho convencimiento y recibió algunos gruñidos a modo de respuesta.

Sullivan le sonrió.

—Voy a ver un momento al alcalde.

Los agentes volvieron a sus bromas.

—Skaggs, ¿te has enterado de que habrá un puesto de genealogía en la feria?

—¿Y...?

—A lo mejor descubres que eres italiano. Eso explicaría por qué eres un puto enano.

—Qué rastrero, Kucharski. Sabes que se me cortó el crecimiento cuando era niño. Tu madre me daba una galleta cada vez que me la follaba.

Cuando Finch pasó junto a ellos, dejaron de reír y se la quedaron mirando.

—¿Qué coño miráis? —les espetó.

Hubo más risitas.

Finch entró en el despacho de Sullivan y cerró la puerta con demasiada fuerza.

El alcalde Quayle Cochran levantó la cabeza.

Era diminuto y tenía la tez roja, como William H. Macy con un buen traje y un mal bigote.

—Dakota. —Le tendió la mano con una sonrisa de Fox News—. Cuánto tiempo. Me alegro de que haya venido.

—Ya, bueno. —Finch pasó junto a él—. Tampoco es que tuviera elección.

Cochran se sentó frente a la mesa de Sullivan, encima de la cual había un casco de los Steelers firmado por Rocky Bleier y un trozo de piedra de la Torre Norte en un estuche conmemorativo.

—¿Ha conocido a los chicos?

—Un grupo encantador.

—Son buenos trabajadores, aunque un poco folloneros. En fin. ¿Le apetece un café o...?

—Han encontrado un cadáver. Pongámonos manos a la obra.

—De acuerdo. —Cochran suspiró—. Es incómodo, pero sabemos que el caso de Flora Riddell era algo personal para usted, y que la investigación no fue como... podría haber ido. Fuimos muy duros con usted...

—Da igual.

—Claro. El teniente Moreno dice que es usted su mejor agente. Su historial habla por sí solo. Solo quiero que sepa que cualquier cosa que necesite, la haremos realidad.

—Aclaremos esto, Quayle. No quiero estar aquí. Y usted tampoco me quiere aquí. Así que, cuanto antes empecemos, mejor.

—Entendido.

—Bien. ¿Qué se sabe de la desconocida? ¿En qué estado se encuentra?

Sullivan hizo una mueca.

—Nadie sabe gran cosa de ella.

2

Speedy’s Mountain Truck Plaza era la parada de camiones más concurrida de los cinco condados. Construida en el lugar que antaño ocupaba una explotación forestal, se encontraba a las afueras del pueblo, muy cerca del recinto ferial. Con la feria a punto de comenzar, el cadáver adquiriría todo el protagonismo. «No me extraña que Cochran esté sudando sangre solo de pensarlo», se dijo.

Finch sabía que a lo largo del día la desconocida se convertiría en el único tema de conversación en Nectar. Y no tardaría en susurrarse un nombre: el Hombre de Azúcar.

Hacía años que Finch no pensaba en él. Había pasado el tiempo suficiente para que el discman que tenía junto a la cama se convirtiera en un simple objeto. Pero ahora estaba volviendo el recuerdo de su antigua obsesión, como un cuerpo abotargado que por fin salía a la superficie. Aunque solo era una sombra, el Hombre de Azúcar la proyectaba largamente sobre Nectar.

Algunos decían que simplemente era un hombre que se había visto atacado por un momento de locura. Otros lo imaginaban como un monstruo que vivía para beberse las últimas lágrimas de los niños. Finch sabía que la realidad no tendría nada que ver. No podía evitar preguntarse, como había hecho tantas veces, si seguía en Nectar, escondido bajo la piel de un hombre cualquiera, disfrutando en secreto de la leyenda que había creado, o si estaría a un millón de kilómetros de allí, después de haber conseguido lo que necesitaba, como una abeja satisfecha volando para siempre.

La Ruta 6 salía de Nectar y bordeaba Lakeshore Drive. Un cartel descolorido mostraba a Lester Lamb, el predicador desaparecido, con su aspecto real y una reproducción de cómo sería pasados los años:

DESAPARECIDO DESDE ENERO DE 1998

LESTER LAEL LAMB — HOMBRE DE DIOS

Si sabe algo, POR FAVOR,

llame a la Oficina del Sheriff de Nectar

Como tantas otras veces a lo largo de los años, la desaparición de Lamb atormentaba a Finch. Se había producido poco después de la muerte de Flora. En un pueblo donde no había ocurrido gran cosa desde el siglo xvii, era difícil asimilar una desaparición y un asesinato con pocos días de diferencia. «¿Su desaparición podía estar relacionada con la muerte de la chica? La madre de Flora era seguidora de Bleeding Lamb. ¿Era esa la conexión? ¿Y la nota que le había entregado Flora, escrita en un papel con el membrete del grupo?».

Callejones sin salida. Callejones sin salida.

El coche patrulla de Sullivan se detuvo en Speedy’s Mountain Truck Plaza, que tenía dos entradas. Dos mundos separados por una valla metálica, uno para los conductores normales que necesitaban gasolina, ir al baño y comer, y el otro para camioneros.

Llegados de todos los rincones del país, había un sinfín de hombres que cargaban con miles de kilómetros de soledad a sus espaldas. Y a través de ellos fluía el gran río del comercio estadounidense: carne, lejía, recambios de automóvil, leche, melaza, gorras de Make America Great Again y fertilizantes. Speedy’s sostenía ese ecosistema y proporcionaba otro secundario: traficantes, proxenetas y trabajadoras sexuales.

Al entrar, Sullivan pasó por delante de innumerables camiones, hilera tras hilera, como un almacén móvil sin techo. Muchos camioneros no habían quitado aún los carteles de la noche anterior, en los que rechazaban cualquier «servicio».

Entonces vieron el perímetro policial. Tim Burr, apoyado en una pila de tortitas que le llegaban al pecho, miró hacia abajo. Años atrás, alguien había pintarrajeado la mascota de Speedy’s:

VOTA SÍ A LA ENMIENDA 4. SINDICALÍZATE YA.

DERECHOS PARA LOS CONDUCTORES.

¡A LA MIERDA QUAYLE COCHRAN!

Detrás del perímetro policial habían instalado una voluminosa tienda de campaña con las palabras «Centro de Mando Móvil de la Policía de Nectar» estampadas.

En su interior, Finch se puso un traje forense a prueba de desgarros, unos cubrezapatos y unos guantes de nitrilo.

Una vez fuera, Sullivan señaló un punto.

—Pasada la valla, colina abajo. Siga las balizas. Hay un pequeño estanque allí...

—Lo conozco.

Finch se dirigió a la abertura de la valla, pasó con cuidado y bajó por un corto y fangoso camino que cruzaba el bosque, flanqueado por unas balizas ya gastadas.

Al fondo, Testing Pool, un feo estanque rodeado de pinos. Finch sintió como si la astilla de un recuerdo se le clavara bajo la piel: Flora vadeando el agua en verano, rodeándose a sí misma con los brazos mientras caminaban por el bosque en invierno. Durante los años transcurridos desde la marcha de Finch, habían instalado un banco en memoria de Flora. Lo habían construido junto a la orilla, sin tener en cuenta los caminos, el acceso o si alguien querría pasar un rato en aquel lugar solitario. La pequeña placa decía: brote en la tierra, flor en el cielo.

Respirando con dificultad y aturdida por el Visprozan, se agarró al banco para mantener el equilibrio.

Conocer todo aquello la abrumaba. En sus pesadillas, había vuelto muchas veces a aquel lugar. Pero bajo la lluvia fría y triste se dio cuenta de que había subestimado lo que sintió la noche anterior en Detroit. No era miedo. Era pavor.

«Contrólate, Dakota».

Finch inhaló con fuerza y abrió los ojos. El estanque era lamentable, y mucho más pequeño de lo que recordaba. En la otra orilla había una triste lona azul, como la tienda abandonada de una vidente.

Se acercó a ella. Dentro se percibía un olor a barro y a lluvia estancada.

La desconocida miraba hacia el horizonte, con los labios casi tocando el agua. Pero solo quedaba la mitad inferior de la cabeza. La mitad superior, la cara, había sido destruida. En su lugar, una fondue de carne, sangre y huesos.

«Numerosas lesiones». Finch se agachó. «Muy probablemente de escopeta».

Por las salpicaduras de sangre pudo intuir desde dónde había disparado el asesino. Pero no había pisadas en el barro; puede que las hubiera borrado la lluvia. Si había habido señales de lucha en las inmediaciones, también habían desaparecido.

Finch recordó su formación: «Ilumina la escena del crimen con una linterna. Las nuevas sombras pueden revelar pruebas».

Apuntando con el haz a toda la zona, buscó algún rastro de un asesino: cartuchos de escopeta usados, condones, colillas, armas o cualquier cosa que contuviera ADN.

Pero solo había barro.

Centró su atención en la desconocida. Su esbelto cuerpo estaba desnudo, y tenía los hombros y la espalda blancos como la harina. El pelo rojo encrespado era el único color apreciable, como si el otoño creciera de su cuero cabelludo. Se lo habían cortado recientemente, pero mal. «¿Quién eres?».

Observo la ubicación del cuerpo.

No se veía desde la parada de camiones, a no ser que te acercaras a la valla, pero no podía decirse que lo hubieran escondido bien, sobre todo a la luz del día. Si el asesino quería ocultar su trabajo, lo había hecho a medias.

«No intentó esconderte... O no tuvo tiempo. Entonces, ¿por qué te trajo aquí?».

A pesar de que le faltaba la cara, Finch calculó que la desconocida tendría unos veinticinco o treinta años. Salvo por los daños causados por la escopeta, su piel no presentaba imperfecciones evidentes.

«Espera un segundo...».

Evitando causar más daños al tejido diezmado, Finch giró suavemente la barbilla de la chica para observar lo que había sido su cara. Aunque estaba destrozada de la nariz para arriba, pudo distinguir algo. Lo que quedaba de la boca pecosa estaba abierto, ceniciento, ligeramente caído, y no había ni un solo diente en su interior.

—Qué raro.

Al bajar un poco la linterna, Finch lo vio.

En la garganta de la joven desconocida, había un collar de marcas rojas.

Y debajo de las uñas, sangre. Jirones de piel.

—Te estranguló y te resististe... Pero te disparó una vez muerta. ¿Por qué?

Con las manos enguantadas, Finch examinó cada centímetro restante del cuerpo en busca de cualquier rastro del asesino. Palpó los huesos bajo la carne fría. Buscó en las muñecas, los genitales, los muslos, la boca, cualquier parte que un hombre pudiera desear.

Pero, en la cara, lo único que destacaba era la garganta de la desconocida, un único foco de violencia, un enrojecimiento que estaba adquiriendo un tono púrpura.

Cerca de allí, un suave crujido.

Finch se volvió hacia el ruido, escudriñando la arboleda con la mano en la funda de la pistola.

«¿Un animal? ¿Nieve caída de una rama?».

La figura de un hombre apareció en la oscuridad grisácea del bosque.

«Es él. Ha vuelto».

—¿Agente Finch? —dijo un hombre bien vestido.

Ella dejó escapar un suspiro imperceptiblemente y apartó la mano de la pistola.

—Sí. ¿Quién quiere saberlo?

—Hanlon Hopkin, forense. —Entrecerró sus ojos azules al sonreír mientras se alisaba una barba de tejón—. ¿Es usted de Pittsburgh? ¿De Erie?

—Detroit.

—Ah. ¡Vamos, Wolverines!

Sonriendo, el forense le tendió una mano enguantada.

—Encantada de conocerle, Hanlon.

Hopkin señaló el cuerpo.

—Un verdadero desastre, ¿eh?

—Sí.

—El alcalde Cochran me ha enviado por si necesitaba una segunda opinión.

—Normalmente me apaño con la mía.

El hombre se rio de nuevo.

—Lo respeto, pero, si vuelvo ahora, quedaré como un zoquete. Ya que estoy aquí...

Finch se encogió de hombros.

—Veo daños masivos en los tejidos, dos disparos. Yo apostaría por una escopeta. Por la coloración, diría que los daños fueron post mortem. Hay guata en las heridas.

—Balística tardará un poco en averiguar el calibre, pero parece que los disparos se realizaron desde unos tres metros. La guata parece bastante normal. No veo ningún cartucho por aquí.

—Sí. Por lo que veo, el asesino no es tonto del todo.

Hopkin asintió.

—Tendría que echarle un vistazo en Olmstead, pero yo creo que la guata se compró en una tienda y era de uso común. Puede que la comprara en Walmart.