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Con un barco teatro que recorre el río Ohio durante el siglo XIX como telón de fondo, El Teatro Flotante es la emocionante historia de una costurera encantadoramente sincera e ingenua que, víctima de un chantaje, tendrá que ayudar a salvar a esclavos prófugos, poniendo en riesgo su libertad, su modo de vida y un nuevo amor. Cuando la joven costurera May Bedlow se queda sola y sin un centavo en un pueblo a las orillas del río Ohio, encontrará trabajo en el famoso Teatro Flotante de Hugo y Helena que navega llevando su espectáculo a ambas orillas del río. Su creatividad y su maestría con la aguja la hacen inmediatamente imprescindible y se convertirá en una más de la colorida troupe de artistas. Por primera vez en su vida May parece haber encontrado amigos y quizás algo más… Pero la frontera entre el Sur Confederado y el Norte libre está lleno de peligros... Para saldar una deuda que nunca podrá pagar, May se verá obligada a colaborar en el transporte secreto de pasajeros, cruzando el río al abrigo de la oscuridad de la noche... Una lectura cautivadora, inteligente e inolvidable. Kathleen Grissom, autora de The Kitchen House y Glory over Everything El Teatro Flotante es una novela llena de emoción y de atmósfera sobre la esclavitud, la traición y la redención, con una heroína inolvidable por su franqueza, y una trama tan rápida y llena de giros inesperados como el propio río.
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Seitenzahl: 623
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El teatro flotante
Título original: The Floating Theatre
© Martha Conway, 2017
© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Traducción del inglés de Eva Cruz García
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Calderónstudio
ISBN: 978-84-9139-185-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Nota de la autora
Para mi padre, Richard Conway, que recorrió conmigo el río Ohio.
25 de abril, 1838, Cincinnati, Ohio
Cuando el barco de vapor Moselle estalló en pedazos poco después de zarpar de su amarre de Cincinnati, yo estaba sentada entrecubiertas, en el camarote de las damas, cosiendo bolsitas de muselina rellenas de hojas de té y planeando cómo vengarme de mi prima Comfort por haberse reído de mí durante la cena.
Tenía muchas maneras de devolverle el golpe. A veces le colocaba unas cuantas pinzas en los puños del vestido, para que cuando se le hinchasen las muñecas, cosa que sucedía siempre que actuaba, tuviera después que cortar la tela para poder sacar los brazos. O echaba mano de las tijeras y le cortaba las cintas del corsé para que no pudiera atárselo tan prieto como a ella le gustaba, o le cosía una pequeña pluma de paloma en la espalda de algún vestido para que cuando caminara por el escenario el cálamo le rascara la piel.
Yo era la costurera de Comfort, su ayudante de vestuario y la encargada de prepararle el baúl. Y la que se ocupaba de otras cien cosas más. Ella era la Famosa Comfort Vertue. Ese era su nombre artístico.
Pero no era famosa, y no estaba emparentada con lord y lady Vertue, de Suffolk, como había afirmado en la cena. Comfort tenía casi treinta años, pero la edad que decía tener era la mía, veintidós. En los últimos seis meses las ofertas de papeles de ingenua habían empezado a escasear, pero ella no estaba aún dispuesta a pasar a los papeles de matriarca señorial o de viuda, puesto que esos papeles aparecían, como mucho, en segundo o tercer lugar en los carteles. Así que lo que hizo fue embarcarnos a las dos en el vapor Moselle a la caza, según dijo, de nuevas oportunidades.
Habíamos regañado por el tema en Pittsburgh. Yo quería que tomáramos un coche de línea para hacer el viaje por tierra a Nueva York, donde había más oportunidades. Pero Comfort ya había tenido bastante de Nueva York.
—No tenemos dinero suficiente para eso, Rana. Y además, tengo una oferta del Nuevo Teatro de San Luis. El director está montando una compañía.
Me sonrió. Era una mujer muy guapa, mi prima, con una melena de un rubio rojizo que todas las noches yo le rizaba con ayuda de paños, los ojos azules y limpios, y buenos dientes. Aunque tenía la nariz un poquitín torcida, llamaba la atención sobre el hoyuelo de su barbilla.
—¿Una oferta en firme? —le pregunté.
A ella le gustaba decir que me había rescatado después de la muerte de mi madre, pero eso no era verdad. Lo único que hizo fue reconocer una oportunidad. Como la oportunidad que ahora veía en San Luis. Allí nadie nos conocía. Ella podría tener veintidós años y estar empezando, en lugar de tener casi treinta y llevar ya tirando un tiempo. Y yo sería la que era siempre: su prima morena, la que cosía para ella y se mantenía bien apartada del escenario. Podía tener veintidós años también. Que era los que tenía.
Ya llevábamos seis días a bordo del Moselle, y la tarde que se hundió esperábamos que la travesía durase seis más. Durante la cena, Comfort y yo nos sentamos en una mesa grande cerca del centro del comedor con seis o siete pasajeros más, bien apretados contra el mantel blanco, todo salpicado de gotitas de salsa de carne, mientras unos hombres con chaquetas blancas sacaban bandejas de la cocina: pollo asado y frito, bacalao empanado, jamón de lata, pan caliente, melocotón en almíbar, pepinillos en vinagre y grandes fuentes de hierro con verduras al vapor. El comedor olía a carne asada y a trementina, y teníamos que hablar por encima del rugido sordo pero constante de las calderas. Para Comfort esto no era problema, puesto que ella era actriz profesional. Con una de las damas de nuestro grupo, la señora Flora Howard, una abolicionista de rostro colorado (yo, para mí, la llamaba Florida Howard), llevábamos ya unos días compartiendo mesa y mantel. Nos estaba contando una divertida historia sobre una mula, y supongo que yo debía de estar sonriendo porque otro miembro de nuestra mesa, el señor Thaddeus Mason, un actor, igual que Comfort, dijo de repente:
—¡Caramba, May! ¡Qué bonita sonrisa!
De inmediato sentí vergüenza y apreté los labios.
—Ahora mire lo que ha hecho —dijo la señora Howard—. Creo de verdad que nunca antes había visto los dientes de May.
—Una sonrisa tanto más seductora por lo rara que es —dijo Thaddeus con aquella voz de recitar poesía.
Thaddeus era un punto más bajito de lo normal y llevaba sus rubios rizos un poco largos, al estilo de un hombre más joven. Lo conocíamos del Teatro de la Calle Tres, donde Comfort estuvo un mes haciendo una función con él. La señora Flora Howard había estado de visita en casa de su hermano en Shippingport y ahora se marchaba a visitar a otro hermano en Vevay. Era una mujer de constitución recia que llevaba a diario largos collares de perlas y cadenas de plata encima del drapeado de sus vestidos de seda. En cada uno de sus vestidos se usaban muchos metros de tela, y yo me preguntaba si no se plantearía perder algo de peso aunque solo fuera por el gasto, pero Comfort me dijo que la señora Howard era una viuda rica con una gran casa hermosamente decorada en Cincinnati –Comfort siempre parece enterarse de ese tipo de cosas–, así que a lo mejor pensaría que eran kilos que ella se podía permitir.
Comfort ladeó la cabeza en dirección a la señora Howard y le lanzó la sonrisa infantil que sacaba a relucir sus hoyuelos; estaba acostumbrada a ser ella la que recibiera la atención y no le gustaba compartirla conmigo. Para el caso, tampoco a mí me gustaba acaparar parte alguna.
—Tiene usted un gran talento —le dijo a la señora Howard— si es capaz de hacer sonreír a mi prima. Y si es capaz de hacerle reír, bueno, entonces le daré un dólar. Creo que habré oído reír a May solo dos veces en toda mi vida.
Una exageración. Me desagradan las exageraciones.
—A veces me río —dije.
—Estoy seguro de que tiene usted una risa preciosa —interpuso Thaddeus—. A juego con su sonrisa.
Comfort frunció el ceño. Para ella, la atención de los demás suponía lo mismo que para mí coser un dobladillo perfectamente recto, y las dos estábamos dispuestas a esforzarnos mucho por conseguir lo que queríamos.
—Caramba, miren eso, ¿irá esa chica a cantar para nosotros? —preguntó en voz alta, cambiando de tema—. ¡Para mí que tengo razón! ¡Creo que si no canta no cena!
Me giré. Una mujer alta con un vestido rosa se preparaba para actuar, de pie sobre una pequeña tarima. A su lado, un hombre con un violín bajo la barbilla tocó algunas notas para captar nuestra atención, y cuando la sala se calló la señaló con el arco y dijo:
—¡Señoras y caballeros! La señorita Helena Cushing, del Teatro Flotante de Hugo y Helena.
Las puertas de cristal cerradas del comedor arrojaban una difusa luz de atardecer sobre su vestido rosa y su rostro precioso y delicado. Sobre nuestras cabezas los candelabros se mecieron al ajustar el barco ligeramente el rumbo, y entonces la señorita Cushing extendió los brazos y empezó a cantar:
«Brinda a mi salud solo con los ojos, y yo te prometeré los míos
O deja un beso en la copa y yo no pediré vino…».
Cantaba con compostura, relajada, en absoluto como si estuviera delante de cien desconocidos con servilletas remetidas por el cogote y tenedores a medio camino de la boca, sino más bien como alguien que estuviera sola en una habitación, dejando que se le enfriara el té mientras perseguía sus propios pensamientos hasta su lógico final. Cuando terminó hubo una educada ronda de aplausos y luego la gente empezó a tocar la campanilla para pedir más pan.
La señorita Cushing se giró hacia el violinista y empezó a hablarle con energía. En un instante su deliciosa quietud desapareció.
—Bueno, pues qué espanto —anunció la señora Howard.
Yo seguí su mirada hasta una mesa cercana, donde una dama entrada en años con un vestido verde oscuro era atendida por un chico negro.
—Se ha traído a su niño esclavo —dijo la señora Howard.
El chico estaba detrás de la silla de su ama con guantes blancos abotonados apretadamente en la muñeca y una corbatita marrón sobre una camisa blanca recién planchada. Yo me había criado en el Norte y solo había visto esclavos alguna que otra vez. Aunque la camisa claramente se la habían arreglado (la línea de los hombros no le estaba del todo bien), él, o alguna otra persona, se preocupaba mucho de mantenerla limpia.
Uno de los comensales de nuestra mesa, un hombre con grandes patillas y mostacho y un anillo con una esmeralda en el dedo pequeño, se inclinó hacia delante.
—En San Luis he oído que todos los esclavos hablan francés —comentó.
—Para ella es como una maleta —dijo la señora Howard en un tono muy alto e indignado—. Lo agarra y se lo lleva consigo sin más, a donde quiera que vaya. Alguien debería arrebatárselo ahora mismo y llevárselo a Canadá.
El hombre del anillo en el meñique frunció el ceño.
—Eso es robar; podrían colgarla por eso. Mire el hombre ese, Lovejoy, lo único que hizo fue publicar unos artículos antiesclavistas en su periódico y le incendiaron la imprenta con él dentro. O le pegaron un tiro, no recuerdo cómo fue.
Pero esto no hizo sino volver más insistente a la señora Howard.
—La esclavitud debe ser erradicada, y no mañana, sino hoy. Estoy segura de que todos los presentes en esta mesa están de acuerdo.
Por alguna razón sus ojos se posaron en mí. Al no obtener reacción alguna –yo no estaba segura de lo que ella quería–, su mirada viajó hasta Comfort.
—¿Usted qué opina, querida? —le preguntó, pero Comfort seguía mirando a la cantante.
—Oh, está claro que la voz que tiene es agradable —respondió—. Pero hoy en día hace falta saber un poco de todo. Con una voz agradable no basta. Pues no me pidieron a mí una vez en un teatro de Boston que bailara una jiga. ¡Una jiga! Y todos quieren a alguien que cante «Jump, Jim Crow». Sería capaz de matar a Tom Rice por poner eso por escrito. Le conozco, por supuesto. Actuamos juntos en Tarrytown. Le oyó la canción a un mozo de establos por detrás del teatro. Yo estaba en el escenario en ese momento.
Incierto. Más que una exageración: era una mentira. Me limpié las manos en una servilleta color café que ya parecía grasienta.
—May también estaba allí —prosiguió Comfort, lanzándome una mirada astuta, y vi que no había terminado de vacilarme—. Ella misma oyó al mozo de establos cantándola. Si hubiera sido más rápida, podría haber apuntado ella la canción primero y hacernos ganar una fortuna.
—¿No me diga? —dijo Thaddeus, sirviéndose otro trozo de bacalao. La comida del barco estaba incluida en el precio del pasaje.
—No —dije yo—. En realidad no. Tom Rice oyó la canción en Baltimore, no en Tarrytown. Y yo no estaba ni cerca.
Comfort rompió a reír.
—¡Ahí tiene, como le dije, señora Howard! ¡May es incapaz de decir una mentira! ¡Sencillamente incapaz!
Le lancé una mirada afilada. ¿Acaso había estado hablando de mí antes de que me sentara? Pero la señora Howard seguía fulminando con los ojos a la señora del niño esclavo.
—Jamás en su vida ha sido capaz de decir una mentira —prosiguió Comfort, dirigiéndose esta vez a toda la mesa—. Ni siquiera para decirte que le gusta tu sombrero aunque no le guste. Una vez la oí decirle a una novia en la mañana de su boda que seguro que el tiempo ese día no iba a mejorar en absoluto. Y a esa hora estaba solo lloviznando.
El hombre con la esmeralda en el meñique me miró de arriba abajo mientras seguía masticando la comida, como si yo fuera una curiosidad. Dentro de mí empezó a bullir una ira oscura.
—Y después, por supuesto, se comprobó que May tenía razón, se desencadenó una tormenta mientras estaban en la iglesia —siguió Comfort alegremente—. Y se perdieron su desayuno nupcial porque no se atrevían a salir por miedo a los relámpagos. Nos lo comimos nosotras, ¿verdad, May?
Sentí que me ardía la cara y que me ponía aún más colorada, y dejé el tenedor y el cuchillo cruzados cuidadosamente sobre mi plato. No quería hablar, no me gusta hablar en grupo, pero tuve que decir:
—No. No lo hicimos.
Comfort volvió a reír. Ahora tenía la atención de todo el mundo.
—¡Lo ven! No puede decir una mentira, ni siquiera para ayudarme a mí a salvar la cara, y eso que creo que yo soy la persona a la que más estima en todo este mundo.
La señora Howard, Thaddeus y el hombre con el anillo de esmeralda en el meñique se giraron a mirarme. Yo me pellizqué la muñeca, deseando que la conversación se diese por concluida. No me gustaba hablar en grupo, no me gustaba que me vacilaran y no me gustaba, por encima de todas las cosas, que todo el mundo me estuviese mirando. Este era mi castigo por sonreír.
—Sí que me tienes algo de estima, ¿verdad, Rana? —me vacilaba Comfort con su voz de coqueta.
Aparté la mirada. Estimo a mi prima, es verdad, pero en ese momento la odiaba.
Después de cenar, Comfort y la señora Howard salieron a dar un paseo por cubierta, y Thaddeus Mason acompañó al hombre con el anillo de esmeralda en el meñique a fumar puros. Yo me fui sola a la cabina de damas a coser y a planear mi venganza contra mi prima.
La cabina de damas era una sala grande y cuadrada con una decoración algo pobre en comparación con la de los hombres, a la que Comfort y yo nos habíamos asomado al subir a bordo. La nuestra tenía un par de ralas alfombras en el suelo y solo dos cuadros enmarcados, pero por lo menos no habían puesto escupideras. Ya había unas quince o veinte mujeres en la sala cuando entré yo, sentadas en sillas tapizadas de respaldo recto, en grupitos de tres o cuatro, todas ellas leyendo o hablando o cosiendo.
Encontré una silla vacía cerca de una ventana desde donde podía contemplar nuestro avance hacia el oeste. Como el río Ohio fluye desde Pittsburgh hasta encontrarse con el Misisipi en Cairo, Illinois, pasando entre medias por cuatro estados más, íbamos bastante deprisa a favor de la corriente y, al sentarme, empecé a oír el rítmico golpeteo de las ruedas de paletas revolviendo el agua.
Me coloqué el fino chal sobre las rodillas, que se me suelen enfriar, y procedí a sacar aguja e hilo y un ancho tarro de té. Estaba cosiendo bolsitas de té que luego vendía para sacarme un dinero extra, una invención que se me había ocurrido a mí sola: desmenuzaba hojas de té, medía lo que llevaba una taza, las metía dentro de un cuadrado de muselina absorbente y luego la cosía para cerrarla. En los descansos del teatro donde estuviera actuando Comfort solía pasearme con una caja llena, explicando a los espectadores que podían hundir las bolsitas en una taza de agua hirviendo para tomarse un té de forma cómoda e individual. Siempre ofrecía a los empresarios el diez por ciento de los beneficios, y me aseguraba de contar su parte hasta el último centavo, aunque, con la poca atención que me prestaban, hubiera sido fácil timarlos. Pero yo nunca los timaría porque timar es lo mismo que mentir.
Comfort tenía razón al decir que no sé mentir. No es por principio. Por razones que no sé explicar tengo una gran necesidad de hacer un relato de los hechos ajustado punto por punto. Y como no siempre comprendo lo que la gente quiere decir más allá de sus palabras, tal vez sea más honesta de lo necesario o incluso deseable. Mi madre solía atribuirlo a cierta pérdida auditiva en mi oído izquierdo. No era capaz de oír los tonos de fondo, me explicó, y por eso no podía captar lo que otras personas sí percibían de una conversación. Pongamos por caso, si una mujer me decía, por usar el ejemplo de Comfort, «no estoy segura de este nuevo sombrero que me he comprado», yo probablemente no adivinase que lo que ella quería era que le dijese que me gustaba. Yo, en cambio, intentaría darle un listado de lo que me parecían puntos a favor del sombrero y puntos en contra, para ayudarla a llegar a una conclusión. No sé por qué Comfort se ríe de mí cuando hago esto. Se trata sencillamente de quién soy, y ella lo sabe. ¿Por qué mentir sobre un sombrero?
Sin embargo, empujar una aguja para que entre y salga de un pequeño espacio siempre me calma, y según el barco viraba para detenerse en uno de los embarcaderos de las cercanías de Cincinnati, meciéndose suavemente hacia delante y hacia atrás al son del tamboreo de sus calderas, empecé a olvidar mi irritación con Comfort. Ya tenía experiencia de viajar en vapores y no me importaba el olor a madera mojada, humo de cigarro y carne asada en remotas comidas que empapaba todas las cabinas y las cubiertas, y disfrutaba de las vistas del río Ohio, con su larga hilera de sauces que se doblaban para bañar sus hojas en el agua. El río era la división natural entre el Norte y el Sur, con Ohio a un lado y Kentucky al otro. A lo largo de la orilla podían verse los destartalados cobertizos donde vivían los leñadores, y a un niño pequeño de tez pálida y azulada que vadeaba en el barro tirando de la correa de una vaca famélica. Levantó la mirada al pasar humeando el Moselle como si su único instrumento posible de redención fuera ese barco, y ahí estábamos, pasando de largo. Corté la punta del hilo con mis tijeras: otra bolsita de té terminada.
—Después de Chautauqua puede que tome las aguas en Malvern —dijo una de las señoras que tenía en frente con voz seca, como hecha de plumas.
Era la anciana de la cena, la que se había traído al niño esclavo, aunque el chico ya no estaba con ella. Permanecía sentada con las manos viejas y retorcidas en el regazo sobre la seda verde oscuro de su vestido, y un par de tirabuzones grises y brillantes le colgaban debajo de la cofia verde a juego. Mientras iba cortando más cuadrados de muselina escuché que el vapor del barco ascendía a un tono poco habitual mientras esperábamos que embarcaran nuevos pasajeros. Más tarde me enteraría de que el capitán del Moselle presumía demasiado de su embarcación, que recientemente había establecido el récord de viaje más rápido desde Pittsburg, y que en ese día concretamente quería vencer al vapor Tribune en una carrera hasta el siguiente embarcadero. Los nuevos pasajeros se subieron a nuestro barco ya atiborrado de gente; el capitán levantó el brazo y zarpamos, con la esperanza de recuperar el tiempo. Pero la rueda del Moselle no había dado ni una sola vuelta completa cuando las cuatro calderas estallaron al mismo tiempo, con un ruido de almacén de pólvora explotando entero de una sola vez.
Fue un sonido que a mí me pareció un golpe. Por un momento fue como si el aire mismo se hubiera cascado y abierto, y el barco trazó un giro agudo, haciendo que todas nos cayéramos de las sillas. Las lámparas de aceite sin encender se rompieron estrepitosamente contra el suelo y los candelabros del techo se balanceaban a lo loco, mientras todas las personas que había en la sala avanzaban a trompicones hacia el mamparo. Mi cara se restregó contra el vestido de alguien, y por un momento la anciana que quería ir a Malvern me mantuvo inmovilizada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con su vieja voz de plumas.
—¡Ha estallado! —exclamó alguien.
El barco frenó y se detuvo. Durante los primeros minutos lo único que cualquiera de nosotras pudo hacer fue intentar ponerse de pie y ayudar a las demás a levantarse también. Todo el mundo preguntaba lo mismo: «¿Está herida?». «No, ¿y usted?». La anciana que quería ir a Malvern se abrazaba el codo.
—¿Nos estamos hundiendo? —me preguntó. Y sin esperar respuesta dijo—: Debemos subir a cubierta antes de naufragar.
Parte de la cofia se le había caído hacia atrás y vi que sus brillantes tirabuzones grises eran falsos, estaban cosidos al interior de la cofia, y que su pelo real era débil y escaso. Aunque fácilmente podíamos ser quince personas en esa sala, después de la explosión mi mundo se encogió para incluir solamente a las dos o tres que tenía alrededor. Por la razón que fuera, la dama de Malvern y yo, y otra señora con su hija, decidimos que nuestra labor era ayudarnos las unas a las otras. El aire de la sala se estaba llenando de un humo peligroso y me dolían los oídos por el ruido de la explosión, pero me fijé en que las paredes seguían paralelas.
—¿Se ha incendiado el barco? —preguntó la madre.
—Subamos a cubierta —le dije—. Otros barcos tendrán que venir a ayudarnos.
Parecía que la voz me salía de los oídos y todo daba la impresión de tener la silueta marcada en negro: el marco de la puerta, el borde de los escalones. Todas intentábamos ya salir de la cabina y por el momento la gente seguía comportándose ordenadamente, aunque más tarde me encontré cardenales en el brazo de los que no supe dar razón, de color amarillo intenso y redondos como botones. En todo este tiempo ni me acordé de Comfort: así estaba de aturdida. Pensaba solo en mí misma, en la dama de Malvern y en la señora con la niña. Pero una vez que subimos a cubierta nos separamos, y no sé si al final las salvaron o no, si la anciana dama llegaría algún día a Malvern ni si la señora se ahogaría con su hija.
En cubierta el gentío que subía detrás de mí me empujó hasta la barandilla, y cuando por fin pude pararme y mirar a mi alrededor, vi que nuestra situación era aún más descorazonadora de lo que había imaginado. Teníamos todavía varias horas de luz por delante, eso era positivo. Pero la cubierta superior de la embarcación, por delante de las ruedas laterales, había estallado en mil pedazos. Cualquiera que hubiera tenido la mala fortuna de estar allí cuando explotaron las calderas habría muerto casi con toda seguridad, y vi una docena de cuerpos carbonizados flotando en el río. Por el momento no venían barcos a salvarnos, aunque el lugar donde me encontraba, en la cubierta inferior detrás de las ruedas, estaba abarrotado de gente con la mirada clavada en la orilla.
Busqué a mi prima entre la muchedumbre, pero a primera vista no di con ella. Un hombre que iba de uniforme intentaba dar órdenes: las damas aquí, los caballeros allí. Tenía un bigote como la paja mojada y un abrigo azul, y el rígido cuello de su camisa estaba salpicado de sangre. No estoy segura de que alguien le estuviera prestando atención. Era difícil saber a qué prestarle atención. Sin dirección, nos arrastraba la corriente, alejándonos más y más del embarcadero de Ohio. Kentucky, al otro lado del río, estaba aún más lejos. Una humareda seca, como de dinamita, se cernía sobre nosotros, y vi varios fuegos ardiendo en la proa del barco.
¿Cuánto tiempo podríamos permanecer a flote? Eso se preguntaban los pasajeros a voces, en tono asustado, y hubo muchos empujones porque todo el mundo pretendía retirarse lo más posible de la proa. Algunos de los heridos que habían caído al río intentaban volver a encaramarse a bordo y, al mirar hacia abajo, vi la mano quemada de un hombre, separada del cuerpo, en la estela que dejábamos.
Se me revolvió el estómago.
—¡Comfort! —grité.
La mano tenía un anillo con una esmeralda en el meñique.
—¡Comfort!
El hombre del uniforme azul dijo severamente:
—Mantenga la calma.
Tenía una voz de trueno y solo con hablar lograba que se oyera más lejos que mi grito. Un momento después el barco, que llevaba todo ese tiempo a la deriva hacia Kentucky, se detuvo abruptamente como si se hubiera enganchado con algo. Todo el mundo se dio media vuelta para ver qué era.
Por un momento, nada. Luego el barco se inclinó. Fue una inclinación leve, pero todos la notamos. Mientras me echaba hacia atrás de forma instintiva, como si mi cuerpo pudiera arreglar aquel desequilibrio, sentí, como un animal atrapado, la urgencia de escapar, de estar en otro sitio. En el lado del barco que daba a Kentucky la gente empezó a gritar, y en el lado que daba a Ohio hubo mucho movimiento y muchos empellones. Yo me agarraba con fuerza a la barandilla cada vez que una persona me empujaba intentando cruzar al otro lado, donde, como cualquiera podía ver, la situación no era mejor. Coloqué el oído malo hacia Kentucky y observé a la muchedumbre del lado de Ohio hincharse y palpitar como un corazón. Una fina línea de sudor me recorría la espina dorsal. Había sido un día tibio, pero, a causa de los incendios de proa, el aire estaba realmente caliente.
La gente empezó a entrar en pánico y a saltar al río. A unos pocos metros de mí un hombre se quitó la ropa y se arrojó al agua, con la cartera entre los dientes. Segundos más tarde una joven saltó tras él, completamente vestida. Nunca volvió a emerger a la superficie.
—¿Dov’é il mio papa?
Miré hacia abajo. Una niña con un vestido limpio, a cuadros marrones, elevaba sus ojos hacia mí. Era italiana, y debió de tomarme por italiana. Me ha sucedido otras veces: tengo el pelo y los ojos negros. Me fijé en las finas costuras donde al vestido le habían sacado el dobladillo, y en que había un zurcido a punto de cruz cerca del hombro. Comfort había estado en dos operetas italianas, así que pude contestarle: «Non so». No lo sé. La niña tenía ocho o nueve años y juntaba las manos por delante del cuerpo como un suplicante o alguien que estuviera rezando.
A mi derecha oí otra fuerte zambullida: una persona más que se tiraba al agua. Además de los cuerpos quemados de la explosión inicial, el río estaba ahora salpicado de una segunda andanada de cadáveres: mujeres insensatas, como la que acababa de ver saltando al agua hacía un momento, que no habían tenido en cuenta sus botas ni sus pesados vestidos, con mangas en forma de chuleta flotando a ambos lados de sus cuerpos, y los carnosos brazos y piernas escondidos bajo varas y varas de tela empapada: a rayas, burdeos, a cuadros, unas cuantas telas escocesas, unos colores más visibles que otros. También había hombres ahogados, algunos de ellos boca arriba. El agua cercana al barco estaba atestada de personas tanto vivas como muertas, aunque la cubierta no parecía menos poblada que antes. ¿Dónde estaban las barcazas que debían recogernos? Lo único que podía ver era una fila de almacenes frente a la orilla y, tras ellos, las altas chimeneas de las fábricas. Aunque el río Ohio tiene más de mil quinientos kilómetros de longitud, en su parte más ancha mide solo kilómetro y medio, y nosotros estábamos más o menos en la mitad. Unos cuantos hombres de la orilla se habían metido en el agua vadeando, e intentaban ayudar al primer grupo de personas que había empezado a nadar hacia la orilla, pero seguía sin verse ningún barco.
Todos y cada uno de nosotros moriríamos o sobreviviríamos solos; eso ya lo había comprendido. Una mujer, a unos pocos pasos de mí, se puso a chillar, y el ruido fue como un cristal que se quebrara dentro de mi oído. La mitad delantera del barco, que seguía en parte en llamas, se inclinaba hacia el agua en sacudidas pequeñas y erráticas. En un cuarto de hora nos habríamos sumergido completamente, pero fue el chillido lo que me sirvió finalmente de acicate para la acción. La niñita italiana me escudriñaba la cara como diciendo «¿y ahora qué?».
Busqué a Comfort otra vez, volví a gritar su nombre, pero era inútil: había demasiada gente, y yo no podía pensar con claridad. Cuando bajé la mirada vi que seguía teniendo en la mano el par de tijeras de tela que había estado usando cuando explotaron las calderas. ¿Llevaba todo ese tiempo sosteniéndolas? Ni las sentía entre los dedos.
Sabía una frase más en italiano. «Io mi chiamo May», dije. Y luego, en inglés: «¿Tú cómo te llamas?».
—Mi chiamo Giulia.
—Bien —le dije—. De acuerdo, Giulia. Mira. Tengo aquí unas tijeras, ¿las ves? Voy a quitarte el vestido con ellas. No tenemos tiempo para desabrochar todos esos botones. Tenemos que quitarnos la ropa cortándola con las tijeras para que el peso no nos ahogue.
Eché otro vistazo a la orilla del río. Yo había cruzado a nado el río Tiffin, cerca de la casa de mi infancia, en muchas ocasiones, y era más o menos igual de ancho que el recorrido que nos separaba ahora de la orilla. Mi madre me enseñó a nadar, y lo hacía mejor que cualquiera, incluso que Comfort. Cuando nadaba, todo el ruido del mundo se retiraba y yo me quedaba a solas con la sensación del agua como seda contra mi piel. Esa sensación me gustaba. Pensé que podría hacerlo.
Los ojos de Giulia estaban húmedos de miedo, pero no lloró. Y aunque abrió la boca para poner la lengua entre los labios, no hizo ruido alguno cuando empecé a cortarle el vestido, desde el cuellito en pico hacia abajo. El ruido a nuestro alrededor era cada vez más fuerte, había lamentos y gritos, y un grupo de mujeres se había arrodillado, apoyando la frente contra la barandilla, y estaban rezando en voz alta. De vez en cuando aparecían volando por cubierta cenizas al rojo vivo de los fuegos de proa, que nos quemaban las manos y la cara. Por miedo a ellas no me atrevía a respirar profundamente. Cuando terminé de cortar el vestido de la niña, empecé a cortar el mío.
Cuando ya las dos vestíamos solo nuestras combinaciones de muselina, cogí el reloj de bolsillo de mi padre, que solía llevar colgado del cuello con una cadena de plata y lo remetí bajo la tela. Luego busqué un sitio desde donde fuera fácil acceder al agua. Si saltábamos, descenderíamos considerablemente antes de volver a subir, y tal vez Giulia entrase en pánico. Había otras personas bajando por el lado cercano al muelle, apoyaban los pies en los alféizares de las ventanas, a continuación en la celosía, luego en el borde embarrado del casco. Y después de buscar una manera mejor y no encontrarla, yo hice lo mismo, con la niña aferrada a mi cuello.
El único hermano de mi madre se ahogó cuando ella era una niña, y por esa razón se aseguró de que yo aprendiera a nadar a una edad muy temprana. Vivíamos cerca de un pequeño pueblo a orillas del río Tiffin, a unas cincuenta millas al sudeste de Toledo. Nuestra propiedad estaba situada sobre un terreno elevado por encima de la orilla del río, pero, con todo, cuando el Tiffin tenía crecidas nos inundaba, a nosotros y a todos los demás vecinos, cada cinco o seis años hasta que por fin se reunieron fondos para construir unos diques. Cuando tenía seis años, el río se llevó uno de nuestros establos. Aún recuerdo la imagen de sus maderas hinchadas y astilladas, apoyadas contra un par de árboles cubiertos de barro, en el lugar a donde lo llevó la corriente, a más de media milla de donde había sido construido.
Me encantaba nadar. Me gustaba sentir la leve presión del agua como una cáscara de huevo en torno a mí, y me gustaba estar a cierta distancia del resto de la gente. Mi madre me ataba un lazo rojo en la cabeza para poder vigilar mis progresos. Siempre llevaba un vestido azul desteñido cruzado con dos ataduras de tela en lugar de botones (era el vestido con el que hacía la limpieza) y se sentaba en el viejo tronco de un castaño en la zona más baja de la orilla para observarme.
El río discurría por detrás de nuestra casa y había castaños blancos que crecían casi hasta el borde del agua, así que probablemente sintiera que tenía privacidad suficiente para ponerse ese vestido. A mi madre le preocupaba bastante la privacidad, lo mismo que la prontitud en los quehaceres domésticos y la regularidad en los libros de cuentas. Le gustaba que estuviera todo ordenado con pulcritud y organizado con eficiencia. «Es mi lado alemán», solía decir. Era una modista excelente, y sus costuras y dobladillos eran más rectos que los de nadie, aunque, al contrario que yo, ella nunca usó cinta de medir. Recuerdo que me enseñaba dónde se estaba torciendo un poco la bastilla que yo estuviera cosiendo solo con tocarla. Me hacía tocarla a mí también, como si la desalineación pudiera entenderse mejor al tacto. Entonces me decía que lo descosiera y empezara otra vez.
Yo quería descoserlo. Quería que mis dobladillos fueran tan rectos como los suyos. No sé si heredé mis sentimientos de ella o si los aprendí, pero siempre obtuve un gran placer de las líneas rectas y ordenadas, y de los dobladillos parejos. Cuando me hice más mayor, mi capacidad como costurera se convirtió en motivo de orgullo para mi madre, algo que enseñarle a las visitas.
«May hizo esto con solo seis años», decía, pasando un vestido a cuadros que le había hecho a una muñeca. «Aprendió a coser ojales sin preguntarle nada a nadie».
Lo que no le decía a la gente, lo que tal vez ni siquiera ella supiera, era cómo elevaba ligeramente las cejas cada vez que yo le hacía una pregunta, como si le pareciera raro que yo no conociera ya la respuesta. Esto tenía menos que ver con su confianza en mis habilidades que con su desconocimiento general sobre lo que los niños aprenden por su cuenta y lo que una ha de enseñarles. Mi madre tenía cuarenta años cuando yo nací, y creo que nunca superó del todo la sorpresa de tenerme. A mi padre le quedaba un mes para cumplir cincuenta y cinco. Llevaban casi veinte años casados, y cualquier pensamiento que pudieran haber tenido sobre tener niños debía de haber quedado atrás hacía mucho tiempo cuando descubrieron que yo estaba en camino. Mi padre criaba vacas; murió cuando yo tenía once años. Para cuando cumplí cuatro años su pelo ya era completamente blanco, y cuando cumplí nueve, caminaba con bastón. Tenía una sola broma conmigo, que era decirme, si hacía algo de forma descuidada, que si lo repetía me mandaría de vuelta a trabajar en la fábrica de cristal. Luego sonreía y me pellizcaba suavemente el brazo para demostrar que estaba bromeando.
El padre de mi madre era de Alemania, y de él heredó la costumbre de beber un vaso de sidra potente todas las noches después de cenar. Luego venía a mi dormitorio y se sentaba en mi cama. «Buenas noches, May. Que Dios sea contigo», decía. Algunas veces lo decía en alemán, y yo me preguntaba si eso era lo que sus padres le decían a ella de niña. Entendía que la sidra que bebía todas las noches en el pesado vaso amarillo de su padre, con el cristal empañado por los años, era su modo de honrar el pasado, y que sentarse en mi cama y decirme esas palabras (el único momento, que yo recuerde, en que mencionaba a Dios) era su manera de decirme que me quería.
Aparte de esto, no era de mostrar mucha emoción. Vestía siempre de azul oscuro o de marrón y se movía con rapidez, muy erguida, y con una concentrada determinación desde el momento en que se despertaba hasta el vaso de sidra de la noche. Uno de sus intereses era el precio del arrabio, y guardaba un librito en el delantal donde registraba todos los días las fluctuaciones en su cotización. Yo tenía la creencia de que era propietaria de acciones de arrabio, y esa creencia se vio confirmada cuando ella murió.
Mi padre cuidaba de los animales y de las edificaciones de la granja, y construía y reparaba las ligeras ruedas de madera para el queso. Mi madre dirigía a las dos lecheras que ordeñaban a nuestras vacas, y también asumió la tarea de enseñarles a nadar a ellas. Y cuando Comfort y su madre se trasladaron al pueblecito que había cerca de nuestra granja en el verano que yo cumplí nueve años, a Comfort se le dijo que también ella tendría que aprender a nadar.
Fue la primera vez que nos vimos. Yo estaba llegando a la casa después de haber visitado a las vacas –algo que hacía todas las mañanas– y la vi junto a la puerta de atrás con mi madre y otra mujer que parecía una versión más vieja, más flaca y más infeliz de mi madre.
«May, ven a conocer a tu prima y a tu tía», me dijo mi madre a voces.
Comfort ya era adulta, al menos para mí, porque tenía dieciséis años y una belleza despampanante, mientras que yo tenía nueve años y seguía creciendo torpemente. Ella y su madre habían estado viviendo en Europa con el padrastro de Comfort, que era holandés, y jugador, cosa que significaba que se mudaban constantemente de una ciudad a otra. Murió tras caerse de un caballo a altas horas de la noche, borracho, y después de aquello la tía Ann subió a los escenarios durante unos años, haciendo los papeles de dama mayor que Comfort terminaría despreciando. Pero la tía Ann había abandonado ya esa vida y se trasladaba a América para estar cerca de su hermana.
«Comfort, ¿sabes nadar?», preguntó mi madre aquel primer día. Se quedaron con nosotras todo el verano, y luego alquilaron habitaciones en el cercano pueblo de Oxbow para el otoño. Mi tía Ann consideraba que esto le daría a Comfort «más oportunidades» que vivir en una granja lechera. La oportunidad tuvo siempre mucha importancia para ambas, tal vez como consecuencia de la naturaleza jugadora de sus primeros años.
«Un poco», le respondió Comfort, mirándome y guiñando un ojo.
Por la razón que fuera ese guiño me emocionó mucho.
«Yo te enseñaré», dijo mi madre.
Mientras cruzaba despacio el río Ohio sujetando a Giulia, sin embargo, no podía pensar en Comfort. Solo podía pensar en la orilla: ¿cómo estaba de lejos?, ¿podría alcanzarla?, ¿podría mantener agarrada a la niña? Solo después me recordé a mí misma que mi madre le había enseñado a nadar a Comfort, con la esperanza de que esto quisiera decir que estaba viva.
Con un brazo cruzado por encima del estrecho contorno de Giulia y por debajo de su brazo, fui nadando como un perrito muy despacio en dirección norte hacia Ohio. Solo tengo un vago recuerdo de ese chapuzón al atardecer: la sensación del pelo mojado de Giulia pegado contra mi cuello, la visión de dos hombres en el agua aferrados al cadáver de una mula, y los gritos de los que se estaban ahogando a nuestro alrededor. También, aunque es posible que esto lo haya soñado más tarde en alguna de mis pesadillas, recuerdo ver jirones de una tela sedosa flotando junto a mí en el agua. Al principio pensé que eran las bolsitas de té que había estado cosiendo en el barco, pero luego me di cuenta de que eran trocitos de piel quemada.
Tuve que parar unas cuentas veces para descansar y mantenerme a flote pateando el agua. Después de la primera vez, Giulia comprendió lo que yo estaba haciendo y, agarrándome por el hombro, se puso a hacer la tijera con las piernas a mi lado, las dos de cara a la orilla. El agua estaba fría y la ligera corriente nos empujaba en dirección contraria a donde nosotras queríamos ir. Patear el agua me permitía descansar los brazos y los pulmones, pero me provocaba frío, y en cuanto podía me ponía otra vez en marcha, indicándoselo a Giulia con un apretón en el brazo.
Su cuerpo delgado y apenas vestido era un saco largo y pesado, que se hacía cada vez más difícil de arrastrar cuanto más nadaba. El agua resbaladiza me toqueteaba la piel y empujaba contra mí, y yo intentaba no pensar en lo que había nadando por debajo de nosotras: los peces gato bigotudos que había visto sacar a los pescadores de entre las rocas cuando el vapor avanzaba cerca de ellas. El brazo izquierdo se me fue durmiendo y parecía que se endurecía alrededor del cuerpecillo de Giulia, mientras que mi brazo derecho nos impulsaba hacia delante poco a poco.
Nuestro progreso parecía imposiblemente lento, pero cuando por fin mi pie dio con el lecho del río, sentí un alivio que fue como un sollozo en la tripa, y entonces ya no recuerdo nada más hasta que Giulia y yo estuvimos sentadas una al lado de la otra sobre unos periódicos que alguien había extendido sobre un tronco seco en el banco del río.
Pero incluso allí, por costumbre o por buscar calor, la seguí abrazando, y ella apretaba su pequeño cuerpo contra mí. Una mujer nos dio mantas y otra apuntó nuestros nombres. Mi alivio se convirtió en una especie de agotamiento pasmado, y me puse a contemplar el río que acabábamos de cruzar a nado como si necesitara, aunque fuera desde allí, darle sentido. Evidentemente no había sentido alguno que darle. Con el oído bueno seguía oyendo a la gente que gritaba pidiendo ayuda.
Giulia movía la cabeza mojada de lado a lado mirando a todos los hombres que pasaban cerca de nosotras mientras el sol caía tras el horizonte. Por fin había barquitas y balsas recogiendo a los nadadores, pero había más gente pidiendo socorro que embarcaciones para socorrerlos. Busqué a Comfort con la mirada en el agua, pero estaba demasiado lejos como para distinguir las facciones de nadie, y el agotamiento me mantenía quieta en el sitio. No sentía los brazos ni las piernas, y mi respiración era como la de un animalillo jadeando quedamente dentro de mi pecho.
De repente Giulia gritó «¡Papá!» con una voz extrañamente fuerte y profunda para una niña tan pequeña, y pareció brincar con un solo movimiento que la levantó del leño y la propulsó directamente a los brazos de un hombre.
El hombre iba descalzo y sin sombrero y llevaba solo calzoncillos largos empapados debajo de la manta. No era muy alto e iba encorvado, pero tenía la misma nariz que Giulia y algo de su porte. No podía negarse que fueran familia, y sentí, como siento ahora, que era una especie de milagro que los dos consiguieran salir con vida del Moselle, teniendo en cuenta que tantos no lo lograron. El padre de Giulia la envolvió en sus brazos mojados, y yo sentí que el aire frío entraba en el espacio debajo de mi brazo donde hasta hacía un momento la había estado consolando. Los observé abrazarse y llorar. Él sollozaba abiertamente, algo que nunca antes había visto hacer a un hombre.
Cuando Giulia le condujo hasta mí, él dijo algo en italiano con voz quebrada. Paró, lloró otro poco y luego volvió a empezar. Le escuché, sin entender una palabra, e intenté mirarle a los ojos, como mi madre me recordaba siempre que debía hacer. Me alegraba que estuvieran vivos y me alegraba que se hubieran encontrado el uno al otro, pero su atención me hacía sentir abochornada. Cuando terminó de hablar, Giulia me abrazó y yo me dejé abrazar, intentando no ponerme rígida. Cuando me soltó, me relajé, y luego observé atentamente su cara, para poderla recordar. Debí de capturar una buena imagen de ella en mi mente porque me ha vuelto a menudo más tarde en sueños, pero en mis pesadillas no sonríe, sino que está asustada.
—Grazie, grazie, che il buon Dio con voi —me gritó el padre de Giulia mientras se alejaban.
Los miré hasta que la cabecita de Giulia se convirtió solo en un punto en la distancia. Luego desapareció. El encendedor empezó a encender las farolas de la ribera del río y cuando dirigí la vista sobre el agua otra vez vi que estaba manchada con los violetas profundos y los azules del ocaso. El aire fresco de la noche parecía soplar desde lo alto del pueblo y desde abajo, del río, al mismo tiempo, y me envolví en la manta apretándomela más alrededor de los hombros, y me puse de pie.
Tenía que encontrar a Comfort. Llevaba el vestido color chartreuse. Llevaba en el pelo su adorno preferido, un pájaro de plata con un ojo turquesa. Intenté recordar otros detalles. Pero aunque anduve a trompicones, descalza, por la porquería de la orilla, mirando todas las caras con las me cruzaba y todas las caras de los muertos anegados que sacaban del río, no la pude encontrar.
A la mañana siguiente muy temprano el Ayuntamiento de Cincinnati encargó a veintiún hombres la recuperación de los cuerpos que quedaban en el río. Algunos hombres recortaron los arbolillos y arbustos que llegaban hasta el agua para ensanchar la orilla, mientras otros sacaban los cuerpos y los colocaban en sábanas en el suelo, boca arriba, con trozos de tela de sus ropas u otros efectos personales al lado para ayudar en su identificación. Cuando volví a la ribera habían montado una gran carpa sobre los cuerpos para protegerlos del sol: para ser abril hacía un tiempo desacostumbradamente cálido.
Los cadáveres estaban desplegados con los pies señalando al río como una acusación, y tenían la ropa manchada de barro y de sangre. La mujer que iba delante de mí, la señora Alma Stoke, con el rostro hinchado de tanto llorar, se pinzó la nariz con los dedos mientras miraba las caras infladas. La noche anterior, a la señora Stoke y a mí nos habían dado alojamiento en la casa de un inspector de aduana llamado Nedel. La señora Stoke estaba buscando a su marido y tres hijos.
Cuando llegamos a la última fila de la carpa, un hombre con el emblema de la ciudad en la chaqueta nos dijo:
—Hay más en la morgue, de los que sacaron ayer.
Se trataba de un edificio de ladrillo amarillo de una planta, a unas pocas cuadras. Se había formado una cola en la puerta y nos dejaban pasar en grupos de cinco. Aquí los cuerpos parecían tener más dignidad, estaban levantados del suelo y dispuestos sobre unas mesas bajas con una sábana que les tapaba hasta el cuello y los habían peinado. El suelo y la mitad inferior de las paredes estaban cubiertos de baldosas azul petróleo, y en el centro había un desagüe.
Comfort no estaba entre quienes ocupaban las mesas, pero la señora Stoke encontró a su marido y a dos de sus hijos. Antes de ese momento los cinco de nuestro grupo manteníamos el silencio, pero entonces, de repente, sus alaridos llenaron la sala, resonando contra el suelo. Giré el oído bueno para alejarlo del ruido y me descubrí mirando fijamente un mostrador de metal con etiquetas sin marcar de las que se cuelgan del dedo del pie, agujas y material de sutura, una sierra para huesos y otros utensilios del oficio. La bilis me subió a la garganta. Empezaba a sentirme desesperada.
De vuelta afuera, en la acera, un chico con una jarra marrón me dio medio vaso de agua aunque yo no tenía ni un centavo para pagarle. La gente llegaba y se reunía portando carteles: «Busco: una niña, vestido gris, medias amarillas, se llama Anna Weaver» y «John y Edward Sunbury se alojan en West Circle 2 y buscan a su madre» y «¡Frank Jewett! Estoy viva y me quedo en Cross Street, en casa de la señora Vernon, en la esquina». A mi lado pasaba un flujo constante de caballos arrastrando carros con nombres de compañías pintados en los lados, y me quedé allí parada mirándolos largo rato, sin saber qué hacer a continuación. Ella sabe nadar, me recordaba a mí misma, pero en ese momento la ansiedad me estaba ya poniendo enferma.
—Bueno, bueno, pero si tenemos aquí a la chica de la efímera sonrisa.
Me giré para ver a un hombre que caminaba hacia mí con una melena rubia y rizada que le llegaba a los hombros: el señor Thaddeus Mason. Tenía el brazo izquierdo en un cabestrillo hecho con un suave algodón negro punteado con motas irregulares, como el cielo nocturno en una noche muy clara, siempre que las estrellas fueran verde claro y no blancas. Sostenía un tarro de mermelada en la mano herida, y una cuchara en la otra.
Me inundó una cálida sensación de alivio.
—¡Señor Mason! —exclamé.
—Thaddeus —me corrigió, conduciéndome a un banco en la sombra—. Querida, ¡estaba preocupado por ti!
Pude adivinar que no me había dedicado ni un solo pensamiento hasta el instante actual en el que me había visto, pero me daba lo mismo, solo me alegraba estar hablando con alguien a quien conocía.
Thaddeus lamió la cuchara y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. A pesar de ser actor y no ser rico, Thaddeus siempre iba bien vestido. Ese día llevaba una chaqueta verde oscuro con una ancha corbata a rayas y pantalones en tono claro; sin duda era ropa prestada, pero así y todo parecía hecha a medida para él. Cuando le pregunté qué le había pasado en el brazo me dijo:
—Me lo torcí un poco en la caída, nada grave. Pero tú, ¿qué noticias tienes de tu hermosa prima? Por favor dime que estás aquí esperándola, que solo ha ido a enviar una carta o a recoger un cheque.
No sé por qué los actores están siempre yendo a la oficina de correos a ver si les ha llegado dinero: mi experiencia es que o les pagan en el momento en persona o no les pagan nunca. Dos jóvenes se nos acercaron paseando del brazo, con cuidado de mantenerse lejos de los cerdos, que en Cincinnati deambulan libremente por las calles. Una de las mujeres tenía el pelo del mismo rubio rojizo que Comfort, y de repente sentí que las lágrimas brotaban de mis ojos.
—Tengo miedo de que esté muerta —dije.
Thaddeus respondió con voz amable.
—Oh, querida mía.
Yo clavé los ojos en el regazo. Pero cuando tomó mis dedos entre los suyos, parpadeé para deshacerme de las lágrimas y me concentré en sacar la mano de ahí. Para mi sorpresa, Thaddeus soltó una carcajada y cambió de actitud.
—Tú no eres de las que aceptan mucha compasión, ¿verdad? —me preguntó, y por una vez su tono sonaba auténtico—. Escucha, están imprimiendo el diario ahora. Apuesto a que con toda esta confusión a Comfort no se le ocurrió dar su nombre anoche. Me voy a acercar un momento a la redacción del periódico a ver qué puedo averiguar. Ten —me dijo, extrayendo el tarro de mermelada del cabestrillo—. Confitura de cerezas amargas.
La cuchara no me la dejó, pero en cualquier caso yo no tenía hambre. Le observé bajando la calle a grandes zancadas, con su habitual actitud confiada. Cuando le conocí, Thaddeus me pareció un hombre oportunista cuyas mejores oportunidades habían pasado ya. Por mucha melena rubia que luciese, se estaba haciendo viejo; tenía arruguitas alrededor de los ojos, y líneas de la risa en las comisuras de la boca. Pero seguía siendo atractivo, y si sus perspectivas le preocupaban, nunca lo dejó entrever. Tenía una manera de mirar directamente a una mujer, como si fuese capaz de vislumbrar su yo escondido y le gustase. Yo le había visto mirar así a Comfort cada vez que quería algo de ella. Un préstamos monetario, normalmente.
Se me hizo muy largo el tiempo hasta que volvió, pero lo hizo con un periódico doblado en la mano buena, y una ancha sonrisa.
—Ahí tienes —me dijo, abriéndolo para que yo lo pudiera ver.
En la página había tres columnas de nombres impresos en negrita: Muertos, Desaparecidos, Salvados. El nombre de Comfort estaba justo debajo del de la señora Flora Howard en la categoría Salvados. La letra era muy pequeña, pero no había confusión posible.
Comfort Vertue. Por supuesto que se salvaría: ¿cómo pude dudarlo? Mientras sostenía el largo papel me percaté de que me temblaban los dedos, y la página se dobló hacia atrás con la brisa.
—Pero ¿dónde podría estar? —pregunté. Rebusqué una explicación en mi mente—. ¿Con la señora Howard?
—La mujer se jactó de tener una casa grande. —Thaddeus me sonrió. A plena luz del sol parecía aún más viejo—. Ahora tenemos la oportunidad de comprobarlo.
La señora Flora Howard no había exagerado respecto de su casa, que era una inmensa construcción de piedra color arena de tres plantas con un torreón redondo a la izquierda. El conductor del carruaje (Thaddeus le convenció de que no nos cobrara la carrera, al ser «víctimas del Moselle, ya sabe») nos dejó en la esquina, y fuimos caminando hasta la casa entre setos podados con precisión que flanqueaban el camino de entrada como reposabrazos. Al aproximarnos a la puerta sentí que mi corazón daba dos golpes muy fuertes contra las costillas, y luego adoptaba un ritmo más rápido.
Thaddeus llamó con el gran llamador de bronce. Un momento después, el hombre más negro que yo hubiera visto jamás abrió la puerta. Lucía un traje marrón y una camisa blanca impecables, y sus ojos se dirigieron directamente al dobladillo de mi falda, que yo sabía que me quedaba corta.
—Venimos a ver a la señora Howard —dijo Thaddeus. Le dio nuestros nombres y le explicó que habíamos estado todos juntos a bordo del Moselle—. Y a la señorita Comfort Vertue, si estuviera aquí.
—¿Está aquí? —pregunté yo.
El hombre mantuvo la mano en la puerta. La chaqueta de su traje estaba tan bien planchada que parecía que la habían cortado de una plancha de madera de caoba y no de tela, y yo tuve ganas de decirle que tanto mi chal, que estaba visiblemente zurcido, como mi vestido tan corto, eran prestados.
—¿Podemos entrar? —preguntó Thaddeus.
El hombre aún no respondió. Cerró la puerta.
A Thaddeus se le subieron algo los colores a la cara.
—¡Bueno! —exclamó, metiendo la barbilla.
El silencio de aquel hombre me había sorprendido a mí también, pero cuando mencioné a Comfort, no me había devuelto una expresión del todo vacía, así que eso me daba esperanzas.
Después de unos momentos el hombre volvió a abrir la puerta y dio un paso a un lado para dejarnos entrar al recibidor, que era muy amplio, casi una habitación en sí mismo. Contra la pared a nuestra izquierda había un largo sofá de madera pintado de negro, y encima de él colgaban tres cuadros enmarcados formando una línea precisa. La señora Howard estaba entrando en el recibidor, pasándose un pañuelo por la nuca.
—No sé por qué se sintieron obligados a venir en persona cuando con una nota habría bastado de sobra —dijo.
Me tomó la mano por un breve instante antes de dejarla caer. Llevaba un vestido gris pálido con largas cadenas de plata encima, de una de ellas colgaba una botellita de perfume.
—Señora Howard —dijo Thaddeus—. ¡Qué alegría verla viva y en buena forma!
—Sí, sí, han sido unos días bastante extraordinarios, y debo devolver el cumplido, faltaría más, qué alegría verlos a ambos, y demás. Pero me imagino que han venido ustedes a preguntar por Comfort. Pensé que tendríamos al menos un día o dos para recuperarnos primero, pero aquí están ya ustedes. Bueno, qué más da, supongo que es natural. —Me dirigió una mirada con el ceño fruncido.
—¿Entonces Comfort está aquí? ¿Está bien? —pregunté.
—Pues claro que está aquí, ¿no es eso evidente por lo que estoy diciendo? Se dio un golpe feo en la cabeza, pero el doctor Penrod la ha visto dos veces y ha declarado que no corre ningún peligro; bueno, a veces estos médicos son optimistas en exceso, pero me aventuro a decir que tiene razón siempre que reciba los cuidados apropiados, de los que soy más que capaz teniendo en cuenta que ejercí de enfermera del señor Howard a lo largo de su última enfermedad durante más de un año, y aquello era un caso difícil, se lo aseguro. —Hizo una pausa para volver a fruncirme el ceño.
—Un caso muy difícil —dije, porque pensé que estaba esperando una respuesta por mi parte—, teniendo en cuenta que terminó en muerte. —Última enfermedad, eso había dicho.
Su cara se puso muy roja y yo me acordé del mote privado que me había inventado para ella: Florida.
—Bueno, Comfort no está tan mal como él, ¡claro que no! Y no fue culpa mía que el señor Howard… Nadie podría decir que yo no hiciera todo lo que estaba en mi mano. Y tengo exactamente el mismo cuidado con Comfort.
Siguió hablando sin pausa y sin conducirnos fuera del recibidor. Me hizo recordar a una robusta cantante de ópera que había conocido una vez, capaz de hablar por encima de cualquiera y que además tenía muy mal aliento; pero la señora Howard olía a menta y a violetas. Sus dos dientes inferiores crecían hacia dentro uno contra otro, y me descubrí observándolos fijamente mientras ella hablaba.
—… y el remero se giró al oír el grito y golpeó a Comfort con el remo. Casi se hubiera vuelto a caer al agua de no ser por mí. ¡Y luego cuando reñí a aquel hombre tuvo el descaro de recordarnos que acababa de salvarnos la vida! —relataba unas aventuras que yo quería conocer de boca de Comfort.
—Me gustaría verla —dije, pero la señora Howard no me prestó atención alguna, quizá ni siquiera me oyera.
—Afortunadamente, Donaldson estaba esperando en el río con el carruaje, vino en cuanto supo lo que había ocurrido, que fue bastante pronto, en ese sentido es magnífico, y vinimos a casa a toda prisa, donde nos estaba esperando el doctor Penrod, pensando que yo podría necesitar alguna atención. Le pago la escuela a su hijo, saben, le han mandado de vuelta a Inglaterra para eso, las matemáticas y las ciencias las dan mejor allí.
—Tiene usted que dejarme ver a Comfort —intervine, y cuando la señora Howard siguió hablando dije en voy muy alta—: Señora Howard, perdóneme, pero voy a ir subiendo las escaleras. —Eso la detuvo.
—¡Oh, no! ¡No, no! —Hasta dio un paso de lado, bloqueándome el camino—. No debe molestarla, ahora no, ¡acabo de conseguir que se quede dormida!
—Habla usted de mi prima como si fuera un bebé. —Eché una mirada a Thaddeus, que lucía una sonrisa divertida. Eso me enfadó todavía más.
—Solo necesita dormir y buenos cuidados; estará perfectamente. ¿Por qué no me toma la palabra en este tema? Sé lo que me hago. Y en cualquier caso, está dormida. ¡Donaldson!
El negro apareció con una bandeja de té laqueada. La colocó con cuidado sobre la mesa junto al sofá de madera y luego giró una de las asas de una taza para que se alineara con la dirección en la que estaba la otra.
Thaddeus se agachó a echar un ojo.
—Mmm. ¿Eso es tarta de jengibre?
—No se moleste en preguntarle nada, no puede hablar —dijo la señora Howard de Donaldson sin apenas dirigirle una mirada al hombre—. Y ahora tengo que irme, el doctor Penrod me está esperando en la cocina y quiero hacerle una consulta. Después de eso, tengo que ir a la botica. Pueden dejar una nota para Comfort si quieren. Espero que mañana pueda incorporarse… Le diré que estuvieron ustedes aquí. —Se giró hacia la cocina y me di cuenta de que pretendía que tomáramos el té en el recibidor.
—Lo que quiere es quedarse a Comfort para ella sola —dijo Thaddeus en voz baja.
—¿Qué quieres decir? —Thaddeus se limitó a sonreír otra vez de esa manera irritante tan suya—. Yo soy su prima —dije, y él se encogió de hombros.