El tejido de nuestras almas - K. M. Moronova - E-Book

El tejido de nuestras almas E-Book

K. M. Moronova

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Beschreibung

Ella quiere morir. Él se muere por vivir  Tengo veintiséis años y quiero morir. No es la primera vez que intento ponerle fin a todo, pero cuando despierto en una cama de hospital junto a mi hermano, sé que esta vez es diferente. Aceptar ingresar en Harlow Sanctum es mi única alternativa. Sus métodos son poco convencionales y tu compañero de habitación es tu opuesto.   Ahí conozco a Liam, un hombre de ojos crueles y sentido del humor oscuro. Él es el mío. Y, por alguna extraña razón, ambos parecemos orbitar hacia el otro. Como una pulsión enfermiza… más aún que nosotros.  Yo deseo morir, Liam ansía sentirse vivo.  ¿Pueden dos almas perdidas como nosotros sanarse mutuamente?    A VECES LA MENTE ES EL LUGAR MÁS OSCURO QUE PODEMOS HABITAR. 

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Seitenzahl: 382

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


Índice

Nota de la autora

Lista de reproducción

1. Wynn

2. Wynn

3. Wynn

4. Wynn

5. Liam

6. Wynn

7. Liam

8. Wynn

9. Wynn

10. Wynn

11. Wynn

12. Liam

13. Wynn

14. Wynn

15. Wynn

16. Liam

17. Wynn

18. Wynn

19. Wynn

20. Liam

21. Wynn

22. Liam

23. Wynn

24. Wynn

25. Liam

26. Wynn

27. Wynn

28. Liam

29. Wynn

30. Wynn

31. Liam

32. Liam

33. Liam

34. Wynn

35. Wynn

36. Wynn

37. Wynn

38. Liam

39. Wynn

40. Wynn

41. Liam

42. Wynn

43. Lanston

44. Wynn

45. Wynn

46. Wynn

Epílogo. Liam

Agradecimientos

AVISO DE CONTENIDO

Este libro puede contener escenas sensibles o perturbadoras para algunos lectores. Es un dark romance con suspense, por lo que su contenido solo es apto para adultos.

Si eres susceptible a las siguientes palabras, por favor, no sigas leyendo esta historia: enfermedad, psicopatía, locura, cordura, violencia física, escenas de sexo explícito, humor morboso, sexo con odio, degradación, sangre, suicidio y deseo de morir (en ocasiones explícito), autolesiones y pensamientos de autolesión (masoquismo, en ocasiones explícito), traumas por abuso psicológico durante la infancia, abuso emocional, escenas de muerte explícitas, sesiones de terapia traumáticas, fetiches relacionados con el dolor.

Por favor, ten en cuenta las advertencias de contenido antes de leer.

Titulo original inglés: The fabric of our souls.

© del texto: K. M. Moronova, 2023.

© de la traducción: Nerea Gilabert, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición: febrero de 2025.

REF.: OBDO459

ISBN: 978-84-1098-185-0

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Para las personas que están rotas y necesitan algo

oscuro, morboso y bello.

Nota de la autora

Este libro no es una obra de autoayuda. Todo es moralmente cuestionable y no está hecho para quienes no disfrutan con los libros de temática oscura. Es un libro que se mete de lleno en cuestiones relacionadas con las enfermedades mentales , siempre desde mi punto de vista. No todo el mundo vive de la misma forma la depresión o los pensamientos irracionales.

Este libro romantiza los centros de rehabilitación psiquiátrica y a los enfermos mentales que se enamoran. Trata sobre personajes con enfermedades mentales que están en un centro de rehabilitación inventado cuyo enfoque resulta poco convencional. Bakersville y Harlow Sanctum son lugares ficticios, no se basan en ubicaciones o instituciones reales.

Los personajes bromean sobre su condición y a veces le quitan importancia. Si eres susceptible a estos aspectos, no leas el libro. No pretendo ridiculizar la gravedad de sus enfermedades, sino transmitir mi propia perspectiva y experiencia en cuanto a la depresión y las enfermedades mentales.

Por favor, ten en cuenta esto antes de leer.

Lista de reproducción

«1-800-273-8255», Logic ft Alessia Cara, Khalid

«Hold on» (slow/reverb), Chord Overstreet

«Happiest year» (slow/reverb), Jaymes Young

«Dusk till dawn» (slow/reverb), Zayn & Sia

«Control», Zoe Wees

«Not about angels», Birdy.

«Slow dancing in a burning room», John Mayer

«The night we met», Lord Huron

«Never let me go», Florence and the machine

«Genius», LSD

«Thunderclouds», LSD

«London calling», Michael Giacchino

«Sirens», Fluerie

«9 crimes», Damien rice

«Seven devils», Florence

«For the damaged coda», Blonde Redhead

1

Wynn

Nací con un corazón defectuoso.

Literal y figuradamente.

Según la mayoría de mis seres queridos, siempre soy yo la mala de la película; una especie de ser despiadado y sin corazón, lo cual resulta irónico, ya que también padezco una enfermedad cardiaca que cualquier día de estos me matará. «Qué suerte la mía».

Si esto es lo que Dios entiende por crearnos a su imagen y semejanza, yo paso.

Me rindo.

La sangre brota y desciende hasta las yemas de mis dedos. Hace más frío de lo que pensaba. No es indoloro, como dicen algunos. No, duele mucho.

Las gotas rojas hacen ploc, ploc, ploc sobre las baldosas del suelo, lo cual dificulta la concentración. Y eso hace que me cueste más recordar los buenos momentos que se supone que tengo que ver en forma de flashback de un momento a otro.

Solo me vienen a la mente los malos: la gente odiosa y todas las cosas que han dicho. También las que he dicho yo.

Quien acuñó la frase «A palabras necias, oídos sordos» era un imbécil, ¿no te parece? Mis oídos escuchan perfectamente las palabras necias. Pero gracias por intentar que me sienta mal por no saber ignorarlas. Lo has conseguido.

Me llamo Wynn Coldfox. Tengo veintiséis años y me quiero morir.

Sí, me quiero morir.

Ya está, ya lo he dicho.

¿Cambia algo?

¿Le sorprende a alguien? ¿Quizá a la gente que en el fondo lo sabía, pero seguía llamándome cosas como «mala pécora», «zorra patética» o «monstruo»?

La respuesta es no, probablemente no, o tal vez un poquito.

A veces, la oscuridad que llevo dentro piensa que esto es lo que siempre han querido: que me rinda.

Pues bueno, bienvenidos a este ridículo espectáculo.

Por fin se cierra el telón.

Nunca habrá forma de explicar por qué soy así. Es algo que se sufre de lleno y en solitario. Un agujero profundo en tu interior que nunca se cierra, no importa con qué intentes taparlo ni con qué hilo intentes coserlo; se vuelve a abrir y te escuece. Es una salida de emergencia a la espera de que alguien se extravíe.

Mi médico dice que es porque tengo un desequilibrio químico en el cerebro, y, joder, es probable que tenga razón. Sin embargo, eso no alivia la sensación de vacío que asola todo mi ser; una sensación cruda, nada química y muy real. Las pastillas no ayudan, nunca han ayudado, y ningún psicólogo parece entender por qué estoy tan hecha mierda.

Creen que finjo o algo así. Que especulen tanto como les venga en gana.

Clavo la vista en el techo de la habitación del hospital para evitar mirar a mi hermano. Llevo despierta al menos una hora y ninguno de los dos ha abierto la boca.

—¿Por qué? —pregunta James al fin, con las manos entrelazadas y los nudillos blancos por la fuerza. Lleva un traje azul marino elegante. Y caro. El reloj negro de la muñeca también es nuevo. ¿Un regalo de una nueva novia? ¿Un regalo que se ha hecho él mismo como recompensa por tener tanto éxito? No me molesto en preguntar.

—James, no. —Respiro hondo mientras me incorporo en la cama y lo miro con reticencia.

—¿Por qué no puedes… dejar de ser así? —Mi hermano se pasa la mano por el rostro cansado. Sus ojos marrones están cargados de dolor y rabia.

Ni que yo hubiese elegido ser así.

—He intentado explicártelo muchas veces, James. No lo entiendes. Nunca lo vas a entender —murmuro con desgana. Antes me enfadaba cuando me hacía estas preguntas. Pero, por suerte para los que no lo han vivido en sus carnes, es un sentimiento difícil de comprender.

James me mira con el ceño fruncido. Apoya los codos sobre las rodillas, vuelve a entrelazar los dedos y se los aprieta contra los labios en una postura pensativa mientras me observa desde la esquina de la habitación, como si yo fuera un animal que se ha portado mal. Niega con la cabeza y se queda mirando la ventana durante unos minutos en silencio, reclinándose en esa silla azul tan hortera que tiene pinta de ser bastante vieja e incómoda. Me encorvo en la cama y aprieto las sábanas con los puños sin apartar los ojos de él para no tener que mirarme las muñecas. Me duelen, pero, si no miro, no tendré que enfrentarme a la desagradable realidad. La evasión siempre ha sido mi mecanismo de supervivencia. Si no lo pienso, no existe. Puedo seguir adelante con mi día.

Aprieto los dientes e intento disipar la tensión entre nosotros.

—No hacía falta que vinieras hasta aquí.

James odia los hospitales. Supongo que es por varios motivos: los enfermeros sobrexplotados, las habitaciones grises y sombrías, las cortinas monótonas e incoloras que cubren las minúsculas ventanas, el olor, las muertes que parecen perdurar entre estas paredes…

Para ser más exactos, odia los hospitales desde que murió mamá.

Se levanta y se acerca al cabecero de la cama. Se me hunde el alma cuando me doy cuenta de que está llorando. Nunca lo había visto llorar, ni una sola vez. James Coldfox es un hombre duro que esconde sus sentimientos y no muestra debilidad. Se encerró entre muros de cemento hace mucho mucho tiempo. Pero ahora le tiembla la barbilla y me agarra la mano con suavidad mientras sus lágrimas caen sobre mi piel.

Desvío la mirada hacia el suelo gris y aburrido de esta habitación tan enfermiza. No soporto mirarle a los ojos. Sé que lo que he hecho está mal, pero es que estoy muy cansada. ¿Cómo le explico que quiero dormir para siempre? Ya sea en un lecho de flores o en una puta urna, me da igual, en cualquier sitio menos aquí.

Siento que algo me quema por dentro. Y duele.

Solo quiero dejar de sufrir.

Debería haber construido unos muros de cemento como los suyos. He probado a ser vulnerable y a repartir amor como una tonta. A menudo me pregunto si mi vida sería diferente de no haberlo hecho. Ahora mis muros son impenetrables: nadie entra ni sale, tampoco yo.

Las manos de James son cálidas. Agarra la mía con cariño mientras murmura:

—¿Es por el trabajo? ¿Es porque has vuelto a romper con el gilipollas ese de Salem? ¿Qué es lo que hace que prefieras morir? —Niega con la cabeza y mantiene la mirada baja. Al ver que no respondo, continúa con voz temblorosa—: Te quiero, Wynn. Mucho. Muchísimo. Quiero que lo sepas, ¿vale? Eres lo único que me queda en este mundo.

El trabajo es una mierda, sí. Mejor no le digo que acabo de dejar el tercero que he tenido este año.

Las oficinas corporativas son un nido de suicidas. Te meten en un cubículo del tamaño de un retrete y esperan que prosperes. «Puedes poner alguna plantita y fotos de tu familia, si quieres». Te pasas el día oyendo a la gente toser y viendo sus miradas perdidas. De vez en cuando te enteras de que fulanito de tal por fin se jubila después de dedicar toda su vida a una empresa que lo sustituirá al cabo de dos semanas.

Salem no es más que un gilipollas con el que me acostaba de vez en cuando. Y el sexo no es que fuera gran cosa. Me engañó con otra. Me la sudó. Ahí terminó la historia con ese imbécil.

Supongo que ser lo único que le queda a James debería ser motivo suficiente para intentar mejorar. Lo que pasa es que ya lo he intentado. Muchas veces, pero la tristeza no desaparece. No logro encontrar la luz durante las noches en las que me visita la oscuridad.

—Quiero que hablemos sobre la posibilidad de que ingreses en un centro. —Agacha la cabeza mientras habla y mi corazón da un vuelco.

—¿Quieres meterme en un puto manicomio? —Intento apartar la mano, pero él me sujeta con firmeza. Levanto la mirada hacia sus ojos y mi ira se disipa nada más ver la pena que irradia su alma—. Perdón… Puede que sea una buena opción. —Me aprieto la frente con la mano libre para aliviar el dolor de cabeza que me araña el cráneo—. Estoy muy cansada, James.

Se sienta a mi lado y niega con la cabeza.

—No es culpa tuya que estés así… Hemos pasado por esto muchas veces, Wynn, pero ¿sabes qué? —Levanta la voz y se sienta más recto. Un destello enfermizo de esperanza le invade los ojos—. Este centro psiquiátrico va a ayudarte. Tienen el mayor índice de éxito en curar a gente como tú.

«Curar a gente como tú. Gente. Como. Tú».

Mi mente es una plaga que hay que erradicar, y la gente como yo está condenada a perseguir esa misteriosa cura.

¿Seguiré siendo la misma cuando me cure?

Bueno, si es que me curo.

Asiento, deseosa de cambiar de tema y hablar de algo menos deprimente, del tiempo, por ejemplo. Lo que sea con tal de pasar a otra cosa, incluso me sirve el trabajo corporativo del que James está tan contento. Cualquiera puede ver que su alma se está marchitando lentamente. Eso es lo que el mundo nos hace, ¿no? Machacar, machacar y machacar durante más de cuarenta horas a la semana para acabar plantado en medio del supermercado, preocupado por si puedes o no permitirte lo que llevas en el carrito.

Aunque supongo que a él le va mucho mejor que a mí. Puede que ni siquiera se preocupe por este tipo de cosas.

—Por cierto, ¿cómo va ese ascenso? ¿Crees que te lo van a dar al final?

—Mi jefe me dijo que contara con ello, que me ascenderán el mes que viene y…

—Oye, tío, el horario de visitas ha terminado. Lo siento, pero tienes que marcharte —lo interrumpe un enfermero mientras entra con una bolsa de suero y unas toallas blancas. Tiene el pelo negro y un corte que le favorece, la mandíbula marcada y unos ojos de un atractivo tono azul.

Es guapo, pero hay algo en la forma en que me mira que no me termina de cuadrar. No es lástima, que es lo que suelo ver en la cara del personal médico. Su expresión es fría, amarga y quizá un poco curiosa.

James lo mira y pone los ojos en blanco, pero a mí me sonríe.

—Volveré mañana. Me quedo en el hostal de enfrente por si necesitas algo, ¿vale?

Le hago un gesto con la mano para quitarle importancia.

—No te preocupes. Dudo que me dejen hacer nada aquí dentro —respondo a modo de broma, pero a James no le hace ni pizca de gracia. El enfermero, en cambio, se ríe mientras baja las persianas y deja las toallas en la mesita que hay bajo la ventana.

James y yo giramos la cabeza hacia él. Yo estoy sorprendida, pero mi hermano está cabreado.

—¿Acabas de mofarte del estado de mi hermana? ¡Está enferma, imbécil! —grita mientras lo arrincona en una esquina de la habitación. Casi me caigo de la cama al intentar detenerlo.

—¡Basta! ¡He hecho una broma y se ha reído, no es culpa suya! —le suplico a mi hermano.

James lo agarra de la bata con los puños y mira la placa identificativa.

—Bueno, que sepas que pienso presentar una queja a primera hora de la mañana, enfermero Hull. —Le suelta, se disculpa conmigo y se despide antes de salir enfadado hacia el mostrador de recepción, en vez de hacia la salida.

Estupendo. Ahora me siento como una idiota.

El enfermero Hull se ríe en voz baja mientras me coloca la bolsa de suero. Cuando por fin me atrevo a mirarlo, la lámpara de la mesilla le ilumina el rostro desde abajo y veo que sus ojos azules me miran. Trago aire cuando nuestras miradas se cruzan. Es guapo que te cagas. Parece mentira que sea enfermero. Tiene pinta de ser cualquier cosa menos alguien inteligente y servicial.

Lleva una camiseta negra de manga larga debajo de la bata, supongo que para esconder los tatuajes. Lo sospecho por las espinas que le asoman por la muñeca. También lleva un pendiente negro en la oreja y, justo detrás, un tatuaje del número romano ii.

—Perdón por lo de mi hermano, no debería haber hecho esa broma. Estoy enferma y él ha venido desde lejos para estar aquí conmigo.

Me permito al fin desviar la mirada hacia mis muñecas vendadas. Me siento culpable, pero en ningún momento he tenido ganas de llorar. No me parece triste. Mi enfermedad me hace desear cosas oscuras, que es precisamente el motivo por el que James quiere meterme en un centro psiquiátrico. Y sé que lo normal sería sentir tristeza, pero no es mi caso.

Ya no.

¿Qué tipo de enfermedad anula tus emociones? No es justo.

El enfermero Hull vuelve a centrarse en la vía y me dedica una sonrisa cruel.

—Bueno, a mí me ha hecho gracia. Al menos como espectador que no es ajeno al hecho de estar enfermo. Tener hermanos implica cargar con imbéciles sobreprotectores. Todos estamos dispuestos a hacer cualquier cosa por nuestros hermanos.

Levanto una ceja y lo miro mientras rodea la cama para ir al otro lado. De camino, coge las toallas de la mesita.

—Eres un enfermero raro —murmuro echándome hacia atrás para poder tumbarme. Los medicamentos me agotan y me marean. Quizá mañana pueda maquillarme un poco y volver a sentirme como una persona.

Se ríe. El sonido de su voz grave me pone la carne de gallina.

—¿Eso crees? Tomo nota. Señorita Coldfox, ¿verdad? ¿Wynn Coldfox? —Se inclina y me mira fijamente con los ojos entrecerrados. La oscuridad acecha tras esa mirada y una sensación inquietante me inunda las tripas. Dios, es un pibón.

—¿No deberías saber el nombre de los pacientes antes de entrar en la habitación? —le pregunto arrugando el ceño con recelo. No encaja bien en este papel. Me pregunto cuántas quejas habrá recibido desde que trabaja aquí.

Habrá que añadir la de mi hermano a esa creciente lista.

Deja las toallas en el armario y se echa el pelo hacia atrás. Su piel morena es un poco más oscura que la mía, pero no mucho. Me muerdo el labio inferior para acallar los horribles pensamientos sobre sus brazos y su pecho firme que mi mente, inducida por las drogas, no para de reproducir.

—Ya sabía que eras tú. Solo estaba intentando sacarte tema para charlar un rato —dice con indiferencia antes de apagar el televisor, que lleva todo el día emitiendo el mismo aburrido programa de los noventa.

Asiento y no me molesto en dedicarle una sonrisa falsa.

—Se te da fatal sacar tema, enfermero Hull.

Me mira con una mueca, sopesando algo antes de acercarse. Con la cara a escasos centímetros de la mía, susurra:

—¿Sabes guardar secretos?

Se me acelera la respiración por la sorpresa. Es increíblemente guapo, pero tiene un aire cruel que me desboca el corazón.

—Supongo que sí.

Sonríe y tira de la placa identificativa que lleva en el pecho.

—No soy el enfermero Hull. He tomado prestada su bata.

Su expresión de diversión es inquietante. Entrecierro los ojos.

—¿Qué coño…? ¿Por qué?

Se encoge de hombros y se dirige hacia la puerta. Le da al interruptor de la luz y la lámpara de mi mesilla se apaga.

—Así no recibo quejas de gente como tu hermano —contesta sonriendo mientras sale y cierra la puerta con cuidado.

Me quedo a oscuras en la habitación, mirando el techo de pladur con una sonrisa tonta, preguntándome quién demonios era ese chico.

Y si es posible que vuelva a verlo.

2

Wynn

James deja un vaso de café de máquina en la bandeja de plástico que hay junto a mi cama. Ni siquiera me importa que no sea de calidad, solo quiero notar el sabor de ese líquido amargo cuanto antes.

—Cuidado, te vas a quemar la mano si se derrama —refunfuña.

Son las ocho de la mañana y nadie le ha pedido que venga tan temprano. Aun así, significa mucho que haya reservado este tiempo para mí. Aunque me haya despertado y haya abierto las cortinas sin avisar, lo cual casi me deja ciega.

Saca el portátil y empieza a teclear. Es habitual que su jefe le deje trabajar desde casa, así que irse de Colorado y volar hasta Montana tampoco ha sido un esfuerzo tan grande para él. A veces pienso que lo que realmente le gusta a James es trabajar, viajar y llevar traje, incluso hoy lo lleva puesto, a pesar de que las únicas personas a las que va a ver seremos el personal del hospital y yo.

De todos modos, me siento fatal. Obviamente la cosa no tenía que acabar así. Esperaba no tener que vivir «el después». Eso no quita que lo sienta por mi compañera de piso, que ahora se niega a dirigirme la palabra, y por mi hermano, que ahora tiene que lidiar con su hermana pequeña, a pesar de que ya es una adulta.

El café es insípido, pero mi alma revive un poco mientras bebo ese líquido calentito. Observo un rato a James mientras teclea, añorando mi portátil y preguntándome en qué debía de estar trabajando la noche que decidí morir. ¿Acaso importa? Aún no lo tengo muy claro.

Obviamente, no volveré a esa vida. Lo único que me depara ahora el destino es el centro psiquiátrico.

Desvío la mirada hacia la mesilla de noche. Hay un anillo negro junto a la lámpara. Qué raro, ayer no estaba ahí. Dejo el vaso de papel y cojo el anillo. Está frío y tiene un acabado mate, pero no es nada del otro mundo; no tiene grabados ni marcas.

Me recuerda a las cosas que mi madre me dejaba en la mesilla de noche cuando era pequeña.

Me traía cristales de sus viajes de trabajo. Los recuerdos de esos cristales y de las historias que me contaba me consumen durante unos instantes antes de que una presencia oscura y amenazante me los arrebate. Mi madre era una mujer irascible y cruel.

Todo el mundo esperaba que yo fuera una especie de prodigio en el colegio. «Quizá ahí fue cuando caí enferma por primera vez», reflexiono mientras paso el pulgar por el borde liso del anillo.

—¿Has traído tú esto? —le pregunto a James enseñándoselo. Levanta la vista un segundo y niega con la cabeza antes de volver a centrarse en la pantalla.

¿Habrá sido el enfermero de anoche? Miro hacia la puerta. No es que tenga prohibido salir de la habitación ni nada por el estilo. Me levanto de la cama y pongo los pies en el suelo helado. El frío de las baldosas grises me atraviesa los calcetines y llega hasta la planta de los pies, me froto los brazos para contrarrestar un escalofrío.

—¿Adónde vas? —James deja de teclear y me mira con el ceño fruncido. De tanto hacerlo, dentro de unos años le van a salir un montón de arrugas.

—Voy a estirar las piernas. Vuelvo dentro de veinte minutos —murmuro mientras me pongo las zapatillas blancas del hospital y voy hacia la puerta. James refunfuña, pero el sonido del teclado vuelve a inundar la habitación, lo cual significa que tengo vía libre.

Es hora de buscar a ese enfermero. Tal vez aproveche para ir a la cafetería y comerme un bocadillo. Quiero algo que no sea un maldito pudin.

Los hospitales son deprimentes.

Los ancianos caminan con la ayuda de los profesionales sanitarios y los familiares de los pacientes, o bien están esperando malas noticias, o bien ya las han recibido. Los sollozos llenan el vestíbulo de la tercera planta, y es una puta mierda. Odio caminar por esta ala.

Intento ignorar los sonidos y me concentro en encontrar al hombre misterioso de anoche. Algunos de los enfermeros me resultan familiares. Deben de haberme asistido los primeros días después de despertar.

Esos días suelen ser bastante borrosos.

—Hola, ¿podría ayudarme? Busco a, eh…, el enfermero Hull —le digo a la recepcionista sentada en el mostrador circular que hay en el centro del vestíbulo. Hay tres sillas más a su lado para otros miembros del personal. Pone cara de pocos amigos y tiene pinta de que le vendría bien una dosis extra de café.

—¿Hull? Está fuera toda la semana. —Me vuelve a mirar, esta vez con ojos de disconformidad.

Me fijo en el collar que lleva: un colgante en forma de cruz que reposa sobre la base de su cuello. Sí, supongo que no debe de verme con muy buenos ojos. Mi pelo rosa pálido y los tatuajes tampoco creo que ayuden.

—Gracias —respondo con la sonrisa más falsa que soy capaz de esbozar antes de seguir andando por el pasillo opuesto al mío.

Tiene que estar por aquí. ¿Seguro que es enfermero?

Me paso la mañana caminando sin rumbo y no encuentro más que gente enferma y trabajadores cansados. Ni rastro del enfermero Hull en este puto lugar. James viene a buscarme al cabo de una hora y me encuentra en la cafetería, compartiendo unas patatas fritas con una agradable mujer.

—¿Tienes idea de cuánto rato llevo buscándote?

Levanto la vista y me encojo de hombros.

—Me ha entrado hambre. ¿Quieres? —Le ofrezco una patata frita y frunce el ceño como si se fuera a acabar el mundo—. Por Dios, me basta con que digas que no. No hace falta poner esa cara.

Me meto una patata frita cubierta de queso en la boca. Tiene esa mirada que me indica que va en serio, y yo no estoy de humor para discutir. Le doy las gracias a la señora por las patatas (no me he molestado en memorizar su nombre) y vuelvo a mi habitación con James.

Casi doy un salto cuando veo que nos espera un médico de aspecto lúgubre. Parece decrépito, lleva unas gafas del año de la pera y tiene una expresión de mala hostia que acentúa todas las arrugas de su cara.

Le doy un codazo a James.

—Ves, así vas a acabar si sigues frunciendo tanto el ceño.

Reprime la mueca que sé que está asomándole por los labios y arruga las cejas de todos modos.

—Wynn, este es el doctor Prestin. Va a evaluarte para ver si puedes internarte en Harlow Sanctum.

El doctor Prestin me tiende la mano y yo se la estrecho con una sonrisa tensa. Tiene las manos tan frías como su horrible sonrisa. Huele a caramelos de menta, y no de los buenos. Se me eriza el vello de los brazos y se me retuerce el estómago.

—Encantada de conocerle. —Me esfuerzo en pronunciar esas palabras mientras retiro la mano y la cubro con la manga de mi mullido jersey. Ojalá tuviera desinfectante para limpiarme.

Sus ojos marrones y apagados me analizan desde detrás de las gafas.

—Un placer, señorita Coldfox. ¿Cree que la sugerencia de su hermano es una buena opción? Tengo curiosidad por conocer su opinión sobre la rehabilitación.

James me mira con unos ojos que rezuman culpa, pero soy yo quien debería sentirse fatal. Soy una adulta, joder. Mi hermano no debería tener que asumir esta carga.

—Sí. No estoy bien. No espero que lo entienda, pero el caso es que no quiero vivir. Todo es una mierda, no tengo ambiciones, nada me importa… Yo no importo. —Digo esto último en voz baja antes de reafirmarme y ponerme más erguida—. Pero quiero que eso cambie.

—Comprendo. —El doctor Prestin anota algo en su libreta, la cierra al terminar y me evalúa una vez más con su temible mirada—. Bueno, teniendo en cuenta su historial y las entrevistas con el señor Coldfox y con usted, creo que lo mejor sería que recibiera asistencia a tiempo completo en nuestras instalaciones. Me aseguraré de tener todo el papeleo listo en la recepción para que mañana pueda firmarlo nada más llegar.

Abro los ojos de par en par. ¿Me ingresan mañana? Pensé que podría pasar un poco más de tiempo con James fuera del hospital, pero supongo que tiene sentido. Le tocaría estar pendiente de mí todo el rato y tiene ascensos de los que preocuparse.

El doctor Prestin sale con James al pasillo mientras hablan de las instalaciones del centro y de la duración de mi tratamiento. ¿Cómo vamos a pagar todo esto? Puede que ese doctor sea espeluznante, pero lleva el traje más caro que he visto en mi vida. Al dejar el trabajo, me quedé sin seguro. No quiero ni pensar en el dinero ahora mismo.

Suelto un largo suspiro y dejo caer los hombros en señal de derrota. ¿Qué sentido tiene todo esto? Soy un completo desperdicio. Lo único que aporto a los demás es dolor. Si no fuera tan inútil, ya habría logrado dejar de existir.

Pero lo que tenga que ser será.

No puedo cambiar el pasado. Solo puedo intentar sanar.

Abro la ventana y me dejo caer en una de las sillas que hay junto a la mesita, mirando el cielo mientras el sol se pone tras los edificios de la ciudad. Las hojas de los árboles tienen un color naranja y rojizo muy vivo. Se nota en el aire que es otoño y el viento va acompañado del aroma de la lluvia fresca.

Cierro los ojos e intento disfrutar del momento. Este es el primer día del resto de mi vida, de mi segunda oportunidad, de mi nuevo comienzo.

Voy a sanar sí o sí. No queda otra.

—Todo muere en otoño. Es bonito, ¿verdad?

Ahogo un grito y me incorporo al oír la voz grave del enfermero Hull. Está de pie junto a la ventana, apoyado en el alféizar, mirándome. Sus ojos azules parecen tranquilos e inquisitivos. Me pongo de pie en cuestión de segundos y me pregunto cuánto tiempo lleva mirándome.

—¿Quién eres, en realidad? —le pregunto con total seriedad. Lleva una sudadera con capucha negra con una calavera gris bordada en el lado izquierdo y pantalones de chándal grises, un atuendo no muy de enfermero—. ¿Eres enfermero siquiera? —Arrugo el ceño mientras la preocupación se apodera de mí. ¿Por qué ha vuelto? Ayer me cambió la vía… El miedo me invade ante ese pensamiento.

Mira hacia la ventana con desinterés.

—¿Acaso importa?

Quiero contestar que claro que importa, pero me paro a pensar en su pregunta. ¿Me habrá oído hablar con el doctor Prestin?

—Supongo que no —murmuro hundiéndome de nuevo en la silla que James ha estado ocupando estos últimos días—. Aun así, me gustaría saber tu nombre, al menos.

Apoya el codo en el alféizar, se lleva la mano a la barbilla y me mira. Los rayos anaranjados del sol le iluminan las mejillas y sus ojos brillan como un fuego helado.

—Me llamo Liam.

Liam… Es fácil perderse en él. Esa sudadera negra le queda perfecta y deja entrever unos brazos musculosos. Bajo la mirada hacia su entrepierna. Venga ya, lleva un pantalón de chándal gris, no se me puede culpar por fijarme en su paquete.

Al fin y al cabo, el otoño es la temporada de los pantalones de chándal grises por excelencia.

—Bueno, ¿por qué lo hiciste? —Su voz profunda me hace volver en mí y descubro una sonrisa condenatoria en sus labios. Suena curioso y burlón, para nada compasivo.

Subo los pies al asiento y me acerco las rodillas al pecho, rodeándolas con los brazos y apoyando la cabeza en las manos.

«Cómo no. Todo el mundo quiere saber por qué».

¿Cuántas veces voy a tener que repetir lo mismo a diferentes personas?

—¿Acaso importa? —respondo para devolvérsela, y él esboza una sonrisa diabólica.

Me agarra la muñeca y contengo la respiración cuando levanta la manga y deja al descubierto las vendas manchadas. Me pasa el pulgar por la piel, aún tierna, y un calor me sube por el pecho. Nuestras miradas se cruzan. Hay tensión en el ambiente. Su sonrisa torcida me hace estremecer y un escalofrío me recorre las venas. Mira con anhelo la sangre seca y siente deseo al ver mi mueca de dolor.

—Creo que la próxima vez deberías esperar —añade con frialdad mientras sigue rozándome la herida.

Estoy demasiado aturdida para hacer otra cosa que no sea mirarlo desconcertada. Estoy hipnotizada por todo lo que rodea a Liam, sobre todo por la oscuridad que alberga en su interior. Y es que, ¿quién coño toca a alguien así? ¿Y por qué la parte más enferma y depravada de mí se siente atraída hacia esa oscuridad?

—¿Esperar a qué? —Me estoy quedando sin aire; mi siguiente aliento depende de lo que diga a continuación.

Se arrodilla frente a mí, saca una piedrecita del bolsillo y me la pone en la palma de la mano. Es lisa y negra. ¿Ónice?

—A cualquier cosa. A alguien o algo, a lo que sea. Espera a que llegue un demonio como yo si es necesario.

Entrecierro los ojos y miro a Liam. Está como una puta cabra.

—No te conozco, no creo que…

Se ríe y me tapa la boca con la mano. Su olor me invade; su colonia huele a tierra, a madera.

—No me has dejado terminar. —Retira la mano—. Deberías esperar, no hace falta que sea a algo en concreto. Solo digo que esperes a dejar de sentir el peso del mundo sobre tus hombros. Espera a que el temblor que te sacude el cráneo se desvanezca y se esconda en las profundidades de tu ser. Espera a que salga el sol y la luz te haga sentir un poco menos irrelevante.

Nos miramos fijamente y en silencio durante unos instantes. Me he quedado sin palabras porque lo que ha dicho ha hecho que el muro de mi mente se resquebraje. Hace años que no lloro, y no siento las lágrimas asomarse ahora tampoco, pero sus palabras calan más hondo de lo que lo han hecho otras desde hace mucho tiempo.

Es casi… como si lo entendiera.

—¿Y si esperar no funciona? —susurro.

Liam me sonríe. Su presencia es como un bosque inquietante. Quiero quedarme un rato y sentarme tranquilamente en ese lúgubre paisaje.

—Puedes avisarme y yo te abrazaré hasta que la oscuridad desaparezca.

¿Por qué actúa como si se preocupara por mí?

—¿Por qué me ofreces algo así? ¿Qué más te da si vivo o muero? —Lo miro con el ceño fruncido. La vulnerabilidad me oprime el corazón.

Entrecierra los ojos y esa sonrisa burlona vuelve a sus labios.

—Porque es mucho más divertido contemplar cómo algo se retuerce de dolor que simplemente verlo morir, Wynn. Me avisarás, ¿a que sí? —Me tiende la mano con el meñique extendido. Lo considero por un momento antes de decidir seguirle el juego, a pesar de no saber muy bien de qué va la cosa.

Tiene un anillo negro en casi todos los dedos. Algunos son mate; otros, brillantes. Los mates son idénticos al anillo que encontré anoche en la mesilla. El dorso de su mano está repleto de tatuajes hechos con líneas simples que recorren los tendones como si sus venas fueran ramas.

Esta «promesa» no significa nada y, de todas formas, mañana me voy a la seudocárcel. Así que ¿por qué no disfrutar de un día de cuento de hadas un poco oscuro?

—Vale, lo haré. —Encajo mi meñique con el suyo y, con la otra mano, agarro el anillo que me ha dejado—. ¿De qué va esto de la piedra?

Mira con nostalgia mi puño. Me pregunto si el ónice significa mucho para él, dado que tiene tantos.

—Es ónice. Se dice que ahuyenta las penas. Ya me dirás si te funciona, a mí no me sirvió de mucho.

La piedra se calienta en mi mano al saber el significado que tiene para él. No tengo ni idea de si es cierto o no; hasta donde yo sé, no es más que un pedrusco, pero la mente es poderosa. La esperanza de que pueda ahuyentar el dolor es más de lo que he tenido desde hace mucho tiempo.

—¿Crees que… puede curarme?

Ladea la cabeza y se le oscurecen los ojos al murmurar:

—No.

—¿Qué cojones haces tú aquí?

James está en la puerta y se nota que está cabreado.

Liam da un respingo y una sonrisa nerviosa se le dibuja en el rostro. Me guiña un ojo antes de meterse las manos en el bolsillo de la sudadera y dirigirse hacia James para poder salir.

—Ya me iba, tío. Hasta luego, Wynn. —Levanta la mano para decirme adiós y sus anillos oscuros destellan.

Intento grabar en mi mente todo detalle sobre él, porque no estoy segura de que el destino nos vuelva a unir.

Vuelvo a mirar la piedra que me ha dado y no puedo evitar sonreír. «Mentiroso, todos esos anillos que llevas son de ónice». Sigue aferrado a la esperanza de que también ahuyenten su pena.

3

Wynn

James se acerca con su Cadillac de cristales tintados a la zona del hospital donde los pacientes esperan a que los recojan. Se ha esforzado mucho para llegar donde está y me incomoda un poco no saber cuánto dinero le va a costar mi ingreso en el centro psiquiátrico, por no hablar de las facturas del hospital, de las cuales también va a hacerse cargo.

Hoy llueve a cántaros. El fresco aroma del mundo aletargado y el repiqueteo de las gotas en el suelo calman mi ansiedad. Mientras el todoterreno da la vuelta a la rotonda, yo espero de pie bajo una marquesina con uno de los auxiliares.

James sale para darle las gracias al hombre y yo me meto en el asiento del copiloto. Suena música country. Frunzo el ceño al oírla y bajo el volumen antes de que mi hermano vuelva a subirse. Deja mi mochila en el asiento trasero y cierra la puerta con demasiada fuerza, lo cual me indica que tiene prisa.

—¿Una mañana larga? —le pregunto después de que se abroche el cinturón.

Toqueteo la manga de mi enorme jersey gris con el pulgar y el índice; un tic nervioso que debería controlar.

Se pasa la mano por el pelo mojado para echárselo hacia atrás y suelta una risa irónica.

—Decir eso sería un eufemismo. He tenido que hacer putos malabares para aplazar todas las reuniones que tenía hoy. Tendré que conectarme un momento cuando lleguemos a Harlow, pero no debería llevarme más de treinta minutos. Luego haremos todo el papeleo lo más rápido posible, y así podré llegar al avión que me lleve de vuelta a casa.

—No soy un perro que vas a dejar en la perrera, puedo encargarme yo sola del papeleo. No hace falta que te quedes si tienes prisa. —Intento que no se me note la decepción, pero cuesta. Se comporta como mamá antes de morir, fingiendo que el trabajo es más importante que cualquier otra cosa en la vida, como si nunca fuera a palmarla.

Me mira con ojos sorprendidos y un poco esperanzados.

—¿En serio? Me harías un favor, la verdad.

—Sí, de todas formas, es cosa mía. Te agradezco que hayas venido. No era necesario, pero te lo agradezco. —Me hundo un poco en el asiento y me concentro en los campos y los edificios que se asoman en la distancia.

Harlow Sanctum se alza imponente y solitario en medio de unos vastos campos oscurecidos bajo el cielo nublado. Montana es un buen lugar para estar enfermo. El tiempo es una mierda, los inviernos son largos y las montañas te atraen hacia ellas. Alguna vez he oído hablar del mal de las montañas, que aparece cuando las grandes altitudes te joden el cerebro y acabas deprimido.

Parte de la estrategia de marketing de Harlow es que está situado en el noroeste del estado, en la zona de menor altitud.

«Genial, en medio de la nada».

Compruebo el móvil y no me sorprende ver que no hay cobertura. No pasa nada, tampoco es que vaya a recibir ningún mensaje. Estoy deseando desconectar de las redes sociales durante un tiempo. No tengo amigos que me vayan a echar de menos.

La lluvia apenas ha cesado desde que hemos salido del hospital hace más de una hora. El pueblo más cercano es Bakersville, que tiene una bonita calle principal por la que hemos pasado de camino aquí. Ya hay decoración colgando de las farolas y folletos que anuncian el Festival de Otoño, una celebración que hacen el fin de semana de Halloween para despedir el verano.

Miro inexpresiva los muros de piedra gris del sanatorio. Este lugar se parece a los castillos de Irlanda que visité hace años con James. Las enredaderas se aferran a los ladrillos. Las piedras están empapadas por una lluvia incesante. Unas elegantes jardineras negras llenas de caléndulas naranjas y amarillas bordean la enorme entrada, cuatro a cada lado. Una gran lámpara de araña cuelga del centro del porche. James detiene el coche justo debajo y yo contemplo los grandes ventanales que enmarcan la puerta principal.

Parece sacado de un cuento.

En cuanto James aparca, no perdemos tiempo en coger mi mochila y correr hacia las enormes puertas. Son negras y modernas, se nota que se han añadido con posterioridad a la estructura original, pero encajan a la perfección.

—Vamos, que se me hace tarde. —James mira el reloj obsesivamente mientras abro una de ellas.

Un aroma almizclado invade mis sentidos cuando atravesamos el umbral y entramos en el vestíbulo. El suelo tiene tres alturas y las baldosas de mármol negro se extienden por toda la estancia y por los numerosos pasillos a ambos lados. Unos pilares de madera desgastada a los que no les vendría mal una mano de barniz enmarcan la imponente sala. De los techos cuelgan enormes lámparas de araña.

La estancia está tranquila. Hay una anciana de baja estatura sentada en el mostrador de recepción. Lleva unas gafas gruesas que apenas logran mantenerse en su sitio; están aferradas al extremo de su estrecha nariz. Tiene el pelo rizado y corto. Me recuerda a mi antigua profesora de piano, con la diferencia de que las arrugas de esta señora claramente son causadas por sonreír mucho, no por andar con el ceño fruncido todo el día, como era el caso de la bruja esa de mi pasado.

Me entra el miedo. Este sitio se parece mucho a un hotel de lujo, excepto porque es deprimente. Paredes grises, suelos negros, todo lo demás gris. Puede que solo sea cosa de mi cabeza, que ya va condicionada porque sabe que este no es un sitio al que ir de vacaciones. Soy consciente de que la gente que vive aquí está enferma.

Aquí los fantasmas somos nosotros.

Uno podría pensar que estos lugares deberían ser un poco más alegres. Que quizá deberían tener un póster con una cara sonriente en la zona de recepción o algo que no fuera blanco, negro o gris. Le doy un codazo a James.

—Me imaginaba paredes de cristal a prueba de balas y gente con camisas de fuerza.

Mi hermano me mira confundido y me deja la mochila a los pies.

—No, claro que no. No estás loca como tal. Esto es un centro de rehabilitación psiquiátrica; uno bastante caro, además.

Alzo una ceja.

—¿No podíamos permitirnos algo mejor? —bromeo.

James suelta una risa sarcástica mientras me da palmadas en la espalda, como si acabara de contar el chiste más gracioso del mundo, y eso me provoca un escalofrío.

—Tengo que irme. Te llamaré este fin de semana, ¿vale? Si necesitas algo, mándame un mensaje. Tu moto ya está aquí y he metido el resto de tus cosas en un almacén que hay en Bakersville. —Me da un fuerte abrazo—. Te quiero, vas a ponerte bien.

Sonrío contra su hombro sin molestarme en preguntar cómo ha conseguido gestionar el traslado de todas mis cosas en tan poco tiempo, incluida yo. Es eficiente cuando se trata de este tipo de asuntos, de empaquetar a la gente y sus cosas y moverlas de un lado a otro como si fueran migajas. Es lo que hizo con mamá; es lo que está haciendo conmigo. Sé que en el fondo tiene buenas intenciones, que intenta que todo sea más sencillo y fácil para mí, pero no puedo evitar preguntarme si quizá me sentiría menos desechable si dejase que hubiera un poco más de desorden.

—Sí, lo intentaré.

Se despide y veo como esa puerta tan ridículamente grande se cierra con un sonido siniestro. Me quedo sola y abandonada en aquel lugar desconocido. Vuelvo a mirar el móvil y sigo sin cobertura. Supongo que la propia institución ofrece conexión wifi.

Gruño, vuelvo a meterme el móvil en el bolsillo y respiro hondo.

«Puedo hacerlo».

Mis nervios están a flor de piel y preferiría estar en cualquier otro sitio. Me trago el nudo que tengo en la garganta y vuelvo a mirar el mostrador de recepción. La ancianita me observa con sus gafas, bastante sucias, y me cuesta muchísimo no ofrecerle un paño y pedirle que las limpie.

Trato de mantener mi expresión a raya y no hacer ninguna mueca.

—Hola. —Me esfuerzo en esbozar una sonrisa incómoda. Me inclino y cojo la mochila antes de acercarme a ella.

De cerca es aún más menuda. Huele a moho y a gato, una mezcla tan desagradable como suena. Voy arrugando cada vez más el ceño a medida que van pasando los segundos y yo sigo ahí plantada con la sonrisa falsa. ¿No me ha oído?

—Vengo a registrarme —murmuro frotándome la nuca y mirando hacia la puerta. Quizá no sea demasiado tarde para salir corriendo de aquí.

El sonido del papel deslizándose por el mostrador hace que vuelva a dirigir la mirada hacia ella. Coloca lentamente un bolígrafo sobre la pequeña pila de papeles y da unos golpecitos en una línea de la parte inferior.

No me molesto en leerlos. Firmo con mi nombre y se los devuelvo. Confío en que James ya lo haya revisado todo antes. Aún no sé muy bien en qué consiste su trabajo, pero estoy segura de que gira en torno a contratos y a detectar cosas escritas entre líneas. A mi hermano no se le escapa nada. La mujer se limita a asentir y a pulsar varias veces un botón del escritorio antes de girarse y archivar mis papeles en el armario que tiene detrás. En la placa pone que su nombre es «Sra. Abett».

Se me borra la sonrisa en cuanto gira la silla de espaldas a mí. Suelto un largo suspiro. Este sitio ya me parece una mierda. Si todo el mundo es tan encantador como la señora Abett, dudo que aguante más de una semana.