El tren de las almas - María Dolores Martínez - E-Book

El tren de las almas E-Book

María Dolores Martínez

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Beschreibung

Una increíble historia de terror y suspenso en la cual un grupo de amigos se reencuentran en su pueblo natal, después de muchos años, y deciden encontrarse en la noche de las tres noches, en la estación por la que se rumora pasa el tren de las almas. En esta estación, por años, han ocurrido muchos suicidios, y se cree que hay presencias fantasmales en ella. Este grupo de amigos está por comprobarlo. Allí deberán enfrentar sus miedos y todos sus problemas.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Diseño de carátula

Alan Rodríguez

Diagramación

Claudia Milena Vargas López

Imágenes de carátula

Mia Stendal/ShutterstockISBN DIGITAL 978-958-30-6991-8

ISBN IMPRESO 978-958-30-6838-6Prohibida su reproducción total o parcialpor cualquier medio sin permiso del Editor.Hecho en Colombia - Made in Colombia

22 de diciembre de 2022

Lanochedelastresnoches

Todo el mundo en Espuelas sabía que estaba prohibido ir a la Estación de los Muertos la noche de las tres noches, aunque ya nadie iba nunca allí. Aquel había sido el destino favorito de los que un buen día decidían acabar con su vida. Cada pueblo tenía su lugar maldito. En algunos, los habitantes se suicidaban saltando de un puente; en otros, colgándose de las oliveras; en Espuelas, los que no se resignaban a vivir y tenían el valor de morirse a voluntad y porque sí, peregrinaban hasta la vieja estación, esperaban a que pasara el tren de su muerte, y se lanzaban a las vías con la esperanza de que les arrollase hasta el alma. Fueron muchos los embrujados que sucumbieron al encanto de lanzarse al abismo, pero no tantos como aquella vez que los espuelanos bautizaron como «el año del prodigio», en 1950, cuando prácticamente todas las semanas acudía un parroquiano a tirarse al tren. El problema llegó a ser tan grave, que el alcalde publicó un bando prohibiendo a los habitantes de Espuelas suicidarse; fue necesario poner a un vigilante para que refrenara a los que acudían con el anhelo de abrazarse a la locomotora. El espantasuicidas no daba abasto. Lo ponían todo perdido de picadillo humano, paraban y retrasaban el tráfico ferroviario; las labores de recuperación de los desperdicios eran una porquería, y, por si fuera poco, algunos no tenían ni la decencia de dejar una nota explicando su dolor. Los gacetilleros de la época bautizaron el lugar como la Estación de los Muertos. Acudían cada día decenas de curiosos que aspiraban a ver cómo se arrojaban los desdichados; los más pudientes, incluso, se llevaban la cámara de fotos, con la macabra aspiración de poder inmortalizar el momento. Tanta era la desesperación de la gente, que tuvieron que prohibir que se tocaran las campanas a muerto, para que los espuelanos no se volvieran locos de angustia, y no les diera por imitaraquella «moda de tirarse al tren», como el padre Gesualdo solía decir en las misas. Las autoridades, hartas de retrasos y molestias, convinieron que lo mejor era desviar el tráfico, y parece que la cosa funcionó, porque ya no se mataban tantos. La estación más cercana estaba a diez kilómetros, y por lo visto la pereza podía más que el ansia de morir. Además, que matarse en el pueblo de al lado no tenía la misma gracia.

Bárbara fue la primera en llegar. La estación de Espuelas aguardaba a sus invitados en silencio. Los raíles aplaudieron por dentro de los hierros. Se sentó a esperar a sus amigos en el desvencijado banco del andén. Hacía prácticamente quince años que no había vuelto a ver a ninguno de ellos, aunque siempre se las habían apañado para seguirse la pista. Jackson, Marian, Tony y Juan. Sobre todo Juan... Suspiró profundamente al pensar en él. Qué extraño, le faltaba el aire cada vez que su mente dibujaba su rostro.

Jamás pensó que lograría volver a reunirlos a todos, y menos aún la noche de las tres noches. Todo el mundo sabía que el 22 de diciembre estaba prohibido ir a la Estación de los Muertos, porque esa noche pasaba por allí el tren de las almas. Los que se habían atrevido a hacerlo lo habían pagado caro. Eso decían los viejos de Espuelas, amparándose en la leyenda; como la de un fulano que, según decían, cometió el error de acudir a la Estación de los Muertos la noche de las tres noches, y regresó ido, hablando insensateces, con la mirada perdida en otro mundo del que jamás lograría regresar. Decía que había subido al tren de las almas. Nadie le creyó. Todo el mundo sabía que si subías al maldito tren, ya no podías bajar. Pero él decía que sí se podía, que había un modo. Lo internaron en el manicomio de la provincia a babear con los oligofrénicos. Murió una semana más tarde de un ataque al corazón, mascullando no sé qué historias de espíritus. Y como se acaba el barro antes que los cerdos, aún hubo otros que tuvieron las santas tripas de atreverse a subir a la vieja estación abandonada la noche de las tres noches, como aquella pareja de novios que se fugó porque sus padres no les dejaban estar juntos, y de los que nadie volvió a saber las señas de sus huesos.

—¡Bárbara! —la llamó Marian.

Bárbara la vio bajar del coche. Llevaba bajo el brazo su viejo tablero ouija.

—¡Todavía lo tienes! —exclamó Bárbara señalando el tablero con la mirada.

—Pero, bueno, ¿a quién te alegras más de ver, al tablero o a mí?

—A ti, a ti... —La abrazó—. Además, ¿desde cuándo ese trasto nos ha servido para contactar con nada?

Cuando tenían catorce años hicieron una sesión de espiritismo alrededor de aquel mismo tablero ouija. Lo más fuerte que se atrevieron a preguntar era qué cuestiones iban a salir en el examen de ciencias, y si el Caballero Afrodita de Piscis de la serie los Caballeros del Zodiaco iba a volver a resucitar de nuevo tras morir a manos de Radamanthys de Wyvern. El vaso se fue moviendo indicando los temas que saldrían en el examen, y señalando que el Caballero Piscis volvería a ser resucitado, esta vez por la diosa Atenea.

—Eso es imposible... Qué mierda de ouija. ¿Cómo va a revivirlo Atenea después de todas las veces que Afrodita de Piscis ha intentado cargársela? —dijo Tony aquella tarde de lluvia.

Tras pronunciar aquellas palabras el vaso salió despedido y se estrelló contra la pared del salón. Tony se meó en los pantalones. Se fueron a casa sin comentar lo sucedido. Ninguno dijo nada, ni siquiera cuando el día del examen salieron exactamente las preguntas que la ouija había dicho, ni cuando emitieron el capítulo en el que Atenea revivió a Afrodita de Piscis para destruir junto a los otros caballeros el oro del muro de los lamentos. Después de aquello pasaron un tiempo sin querer acercarse al juego de las letras.

—¿Y Jackson? —preguntó Marian, y lo preguntaba porque ellos dos eran los inseparables, o como solía decir doña Refugio, la abuela de Marian, «adonde va el cubo va la soga, y, hale, así es como tienes que ir en la vida con alguien si quieres sacar agua del aljibe».Doña Refugio, como mucha gente, pensaba que aquellos dos «tenían algo». El padre de Bárbara estaba convencido de que su hija se encamaba con Jackson porque «entre un hombre y una mujer no puede haber otro tipo de relación». Pero Bárbara y Jackson eran solamente amigos.

—Quedó en venir con Juan —contestó Bárbara, subiéndose el cuello de la cazadora hasta las orejas.

—Juan, Juan, Juan...

—Nos vimos anoche en el Biruji... —Bárbara resopló. No sabía si quería seguir hablando de él.

—¿Qué tal lo has encontrado?

—Igual de estúpido siempre.

—¿Estás segura de que va a venir? ¿Te acuerdas cuando nos dejó tiradas en Alicante y nos tocó volver en taxi? ¿O cuando le organizamos aquella fiesta sorpresa de cumpleaños y no apareció?

Marian sacó una polvera del bolso, y empezó a retocarse el ma­quillaje.

Bárbara miró los raíles.

—Y Rebeca nada, ¿no?

—Rebeca se olvidó de nosotros hace tiempo.

—Unas se olvidaron antes que otras, ¿no?

Bárbara se giró hacia ella, picada por el comentario. Hizo ademán de decir algo pero Marian la interrumpió.

—¡Mira! Ahí llega Tony.

A lo lejos, la silueta de un hombre larguirucho y de rostro enjuto asomó entre las sombras.

—Joder —susurró Marian—. Si me lo encuentro a las tres de la mañana en una esquina, salgo corriendo.

—Lo que hacen las drogas... Con lo guapo que era... —dijo Bárbara.

—Y pensar que ese tío fue mi primer novio...

—¿Está muy enganchado? —preguntó Bárbara.

—Cuando salgo a patrullar está siempre en el puente con los mismos pringaos —contestó.

Bárbara se quedó pensando un rato. La Nochevieja del 97 había sido la última que habían pasado todos juntos. Tony había traído uno de esos ácidos «doble gota» que te llevaban a otro mundo.

Tony levantó el brazo a modo de saludo. Le vieron llegar con su chupa de cuero, su pelo negro enmarañado y sus pantalones ajados con cadenas.

—¡Ya está aquí el rey de la fiesta! —dijo dando un par de brincos circenses.

Se abrazaron efusivamente. Bárbara notó que abrazar a Tony era abrazar el aire, un hatillo de huesos y no más.

—Voy al coche por el equipo.

Marian sabía que se refería al kit cazafantasmas de Bárbara. Detectores de presencia, medidores de campo electromagnético, estación de meteorología, grabadoras, cámaras y todo el arsenal propio de un investigador paranormal. A ella le gustaban esas cosas, y eso que era científica, bióloga marina para ser exactos.

—¿De qué va lo de esta noche, Marian? Bárbara me ha contado no sé qué chorrada paranormal de las suyas.

—Ya... Lo importante es que vamos a estar todos juntos. ¡Como antes! —Marian sonrió con visos de disculpa.

—Joder, se me ocurren mil sitios mejores que este. ¡Se me están helando las pelotas!

—Pero si a ti te encantan los trenes. Quedar en una estación ferroviaria tiene que ser algo así como la cita de tus sueños.

—La cita de mis sueños siempre has sido tú.

Marian desvió la mirada.

—Oye... —se corrigió Tony—. Sentí mucho lo de Vicente. Me habría gustado ir al entierro pero...

—Tranquilo.

Marian se frotó las manos. El frío se estaba apoderando de la estación, conquistando los raíles, extendiendo sus brazos de escarcha y plantando la bandera del escalofrío en los andenes tristes. Miró al cielo y, justo entonces, vio una estrella fugaz cruzando la bóveda celeste. Quiso pedir un deseo, pero no se le ocurrió ninguno, porque el suyo era un imposible. Su marido había muerto hacía varios años, y ni la más poderosa de las estrellas fugaces podría devolverle la vida.

Bárbara regresó con la mochila a cuestas. Se oyeron unos ruidos. Procedían del interior de la estación abandonada.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Voy a ver—contestó Marian, encaminándose hacia los ventanales rotos. Alumbró a través de los cristales.

—Ahí parece que se mueve algo —dijo Tony.

Marian alumbró con la linterna hacia el lugar donde el índice de Tony apuntaba.

—Es el Jeep de Juan —informó Bárbara.

Se aproximaron hacia el vehículo con paso lento, guiados por Marian, que iba alumbrando el camino de tierra por el que cruzó un escarabajo que andaba paseando su parsimonia. Lo dejó cruzar. Apuntó con el haz de luz al interior del todoterreno. No había nadie dentro.

Los arbustos se agitaron. Bárbara sintió un brinco en el corazón, y soltó un grito tan grande, que hasta los perros perdieron el aullido.

—Pero ¿qué haces ahí?

Era Juan. Parecía desorientado.

Todavía tardó en contestar.

—Estaba... Meando... Que ya no puede uno ni mear tranquilo, joder.

Tony y Marian se deshicieron en besos y abrazos con Juan. Hacía mucho tiempo que no le veían.

—Bandido... Cuántos años...

En lo que a Juan se refería, si las cosas podían solucionarse sin que mediase contacto físico, mejor que mejor. No hacía falta toquetearse tanto.

—¿No venía Jackson contigo? —preguntó Bárbara.

—No... No contesta las llamadas —respondió.

—¿No pensaríais empezar sin mí? ¡Saca una cerveza, Juan! —Era la voz inconfundible de Jackson, emergiendo de entre las sombras.

Juan obedeció, aturdido.

—¡Jackson! ¿Dónde te habías metido? —Bárbara volvió a la tierra. Tenía que aprender a no apurarse tanto si quería llegar a vieja.

Marian lo abrazó.

—¡Estás igual!

Le escrutó el semblante entre las sombras, con aquellos ojos que ponía cuando no estaba segura de si lo que observaba era real. Hacía tiempo que no se veían.

—Señora agente, lléveme esposado a donde usted quiera... —Juntó las muñecas y resopló mirándola de arriba abajo—. ¡Estás estupenda! No como estos, que parece que acaban de volver de la guerra. —Señaló a Juan y Tony—. Rebeca pasando, ¿no? —Miró a Bárbara—. Bueno, ella se lo pierde. —Se encogió de hombros.

—¡Así que esta noche pasa el tren de las almas! Aunque yo te digo una cosa, Bárbara, como pase, yo me cago, ¿eh? —Jackson destapó una Heineken con gesto dicharachero.

—¿Quién quiere alucinar? —intervino Tony, sacando del bolsillo de su chaqueta una bolsa de plástico llena de pastillas y cartoncitos de colores.

—Ni se te ocurra ponerme una cosa de esas en la bebida —advirtió Bárbara.

Estaba muy molesta. No creía que lo más recomendable en una investigación paranormal fuera drogarse.

—¡Pásame una! — dijo Jackson señalando con la mirada el paquetito de golosinas psicodélicas de Tony.

—¡Jackson! —se quejó Bárbara con un tono que pretendía ser reprobatorio, pero que en realidad escondía un chiste—. ¡Que hemos venido en misión paranormal!

—Que sí, mujer, pero habrá que celebrar el reencuentro también, ¿no?, que tú y yo nos vemos casi todos los días, pero con estos hacía tiempo que no nos juntábamos, y de Juan ya... ni hablamos. Ya se me había empezado a olvidar tu cara... —dijo, mirándole con ojos de comadreja.

El rostro de Juan luchó unos instantes contra el azoramiento que aquellas palabras, por algún motivo, le produjeron.

Tony se acordó de la primera vez que le dio un ácido a Bárbara. Ella se lo estuvo pidiendo durante semanas. Se había drogado miles de veces con otras sustancias, como el éxtasis, pero nunca había probado el LSD. Cuando al fin se lo dio, aquella última nochevieja que pasaron juntos, Bárbara se echó a la boca el minúsculo cartoncito impregnado con doble gota. Esperó, esperó, y desesperó, como solía pasarle con todo en esta vida, por su bendita impaciencia, y tras bostezar varias veces y quejarse hasta la saciedad con aquello de «Esto a mí no me hace nada», Tony le pidió que abriese la boca y le echó otro cartón plegadito de aquellos. Bárbara supo lo que era alucinar; el viaje por el reino de baldosas amarillas le duró dos días. Los monstruos la dejaron exhausta.

El frío iba conquistando terreno en la Estación de los Muertos. Tony se puso un ácido en la lengua. No necesitaba la aprobación de nadie para alucinar en colores. Era el único que seguía drogándose, como si todavía fueran al instituto y hubiera que desfasar hasta reventar la luna. Marian había tratado en el pasado de convencer a los otros para hablar con él seriamente; hacerle ver que tenía un problema. Pero nadie se atrevió a ponerle el cascabel al gato, y al final se fueron distanciando. Marian se hizo policía, y se casó; Bárbara estudió ciencias del mar, y se fue a explorar los océanos; Juan se licenció en antropología, y acabó dando clases en la universidad de Yale; Jackson se involucró en el mundo de los negocios, y Tony se quedó a solas con sus fantasías animadas.

Al filo de la media noche, Tony repartió otra ronda de cervezas. Los botellines verdes tintinearon en la oscuridad. Bárbara se quedó mirando la suya: parecía una pócima mágica. Después miró a sus amigos, y se dejó llenar por la alegre sensación de estar todos juntos, como antes... Faltaba Rebeca, pero fue imposible convencerla para que fuera a la Estación de los Muertos la noche de las tres noches. Jackson tenía razón, ella se lo perdía...

Una punzada extraña se instaló en su pecho antes de echarse la botella a la boca. Estaba segura de que aquella iba a ser una noche especial.

Viajeros,altren

Faltaba un minuto para la medianoche. El helor de la madrugada se transformó en una cárcel de temblores. Sus respiraciones salieron al paso del vaho abotargado y espeso, dibujando hálitos de humo. Empezó a nevar. Marian supo, en ese preciso instante, que algo raro estaba pasando, no porque la nieve fuera algo extraño, sino porque nunca había visto nevar en Espuelas. Era la segunda vez en la noche que no estaba segura de sus ojos. Tony se preguntó si era el único que estaba viendo nevar o si acaso aquella visión encantada era un regalo del ácido.

—¡Está nevando! —Jackson estaba dando saltos de alegría. Cogió a Bárbara en brazos, y la levantó en el aire—. ¡Mira! ¡Mira!

Juan se limpió las gafas.

—Yo me tengo que ir —dijo—. No me encuentro bien.

Bárbara le arrojó una mirada de tiburón asesino. ¿A qué venían aquellas repentinas prisas?

Las campanas de la iglesia empezaron a dar las doce.

—¡Qué bonito! —Jackson estaba eufórico.

Tony no era capaz de distinguir la nieve del agua que caía desde el año 96. Por él, como si empezaban a llover dientes del cielo. Le habría parecido de lo más normal. Así le iba. Juan y Bárbara se sostuvieron la mirada. ¿Estaban oyendo lo que estaban oyendo?

—¡Chssst! ¿Habéis oído eso? —preguntó Bárbara.

Juan afinó el oído. Parecía el silbido de un tren.

Se asomaron a la vía. Vieron una luz circular amarillenta agrandándose por el sendero de hierros. Un cargamento de chispazos centelleantes y ardientes, seguido por una corte de estridencias y silbidos, presagiaba la venida de una máquina preñada de fraguas. La locomotora fue disminuyendo la marcha con gran estrépito, más todavía en la silenciosa soledad de la noche. El tren arrojaba resuellos de cansancio, como un caballo que acabara de correr una larga distancia a galope luchando contra el viento.

—No puede ser... No puede ser... —Juan no dejaba de repetir aquellas palabras—. Aquí ya no paran los trenes...

—¡Jackson! —le llamó Bárbara—. ¡Ven aquí!

—¡Feliz Año Nuevo!

Jackson se abrazó a ella sin dejar de dar saltos de alegría. Ya no sabía ni lo que decía. ¿Qué feliz año ni qué ocho cuartos? Iba muy drogado. Tony no se quedaba atrás.

Así fue como cruzaron el umbral de la medianoche aquel fatídico 22 de diciembre: sin dar crédito, y con la séptima ronda de cervezas en la mano.

El enigmático tren se detuvo en el apeadero, exhalando vapores. El rosario de carruajes respiraba, arrojaba vahos infernales y rezumaba humaredas de anhelos. Las entrañas de la máquina crujieron. Era un tren antiguo, de los que los muchachos sólo habían visto en las películas y los museos, con sus chimeneas humeantes y orgullosas. Las puertas de los vagones se abrieron de par en par desplegando su luz como una alfombra luminosa sobre la escalinata. Jackson, Bárbara y Juan se quedaron sin aliento.

Tony sucumbió al hechizo de aquella visión. Caminó hasta al andén con paso lento pero decidido. Juan le vio pasar a su lado. Iba directo al vagón.

—¿Adónde vas, desgraciado? —El antropólogo trató de impedirle que subiera.

—¿Vosotros también lo veis? —dijo Tony, con aquella sonrisa de ojos achinados. Le encantaban los trenes.

Bárbara apeló a una lógica extrañamente simple. Si Tony estaba bajo los efectos de una droga alucinógena, y estaba viendo aquel tren, era porque todos estaban drogados.

—¿Qué mierda me has puesto en la bebida, Tony? —Lo agarró de las solapas—. ¡Cuántas veces te tengo que decir que no me gustan estas bromas!

—Toda la vida queriendo vivir un encuentro con lo sobrenatural y cuando lo tiene se cree que está alucinando. Pobrecilla.

—¡No digas tonterías! —interrumpió Juan—. Esto no tiene nada de sobrenatural. Debe ser un tren turístico de esos.

—¡Tenéis que ver esto! —Tony se había subido al tren y les estaba llamando desde el interior iluminado del vagón—. ¡Marian! ¡Ven!

Marian dudó unos instantes, pero su rostro se encendió con un matiz de emoción nada más asomarse al interior.

—¡No subáis! ¿Adónde vais? ¡Bajad! —Los ruegos de Juan eran inú­tiles.

—¡La leche de gallina! ¡Venid a ver esto! —oyeron decir a Marian.

Jackson cogió a Bárbara de la mano. Se acercaron con cautela. Juan les seguía de cerca, receloso y molesto. ¿Por qué tenía que cogerla de la mano?

—Jackson, si este fuera...

Jackson acabó la frase:

—El tren de las almas —dijo Jackson.

—¡Qué tontería! No hay ningún...

—¿Estamos todos tontos, Juan? —interrumpió Bárbara—. ¿Es que no lo ves?

—¡Sí que lo veo! ¡Claro que lo veo! Por eso no puede ser el tren de las almas.

Jackson subió al vagón, y tendió la mano a Bárbara para ayudarla a subir.

—¡No creo que...! —gritó Juan.

Pero Jackson ya la había subido con él. Se oyó un silbido infernal. Juan sabía lo que significaba. La locomotora afinó sus resortes. Sonó la campana, y el coche hizo una tosca oscilación adelante y hacia atrás, y luego de atrás adelante. El monstruo de acero negro reanudó la marcha con impostado disimulo, y reptó serpenteando por los raíles, arrojando pitidos estruendosos.

—¡Bárbara!

La caldera se puso a tono. Otro silbido más. Fue entonces cuando se dio cuenta de que las luces frontales eran ¿candiles de aceite? ¿Lámparas de acetileno? Juan había visto antes alguna locomotora de vapor en rutas turísticas, pero aquel engendro metálico del diablo le estaba poniendo la carne de gallina. Las ruedas cogieron ritmo. El tren estaba dejando la estación con sus amigos dentro. Pero ¿en qué estaban pensando? ¿Por qué no bajaban? Corrió por el andén.

—¡Bárbara! ¡Bárbara! —Jamás nadie había gritado su nombre con tanta desesperación.

Pero Bárbara no le oía, o no quería oírle. Corrió como no había corrido desde los días en los que estaba en el equipo de atletismo de la universidad. No sabía qué estaba haciendo ni por qué, pero en aquel momento parecía que era lo que debía hacer: correr detrás de Bárbara. Se asió a la barra del vagón, enganchándose de un brinco a la puerta. Podría haber sido el último salto de su vida, y, de hecho, quizás lo era, pero Jackson le agarró del brazo, y lo arrastró hacia dentro. Se oyó un último silbido abismal. Las palomas alzaron el vuelo del espanto. Un arrullo de silencio sobrecogedor envolvió la vieja estación. Podía oírse el estornudo de una oruga a tres kilómetros. Los raíles se tragaron el tren interminable en el túnel infinito de la noche. Los copos de nieve acabaron derritiéndose, los relojes volvieron a su hora, las estrellas discutieron sus asuntos, y una brisa húmeda barrió el andén como si nada.

21 de diciembre de 2016

Ella y Él

Juan entró en el Biruji y se sentó en el rincón de siempre. Hacía tanto frío en la calle que el bar se le antojó un útero cálido y acogedor, a pesar del nombre. Se llamaba Escarcha y Biruji, y era la clase de sitio que un padre no quería que pisara su hija, ni una hija quería que su padre se enterase de que lo había pisado al volver a casa rozando la madrugada. Por eso nadie iba, y todos iban, y aquí paz y después gloria. Flotaba una especie de niebla en el ambiente, navegando entre círculos de humo y risas tontas. Juan miró a su alrededor. Todo seguía igual: la colección de aromas etílicos siempre dispuestos a brindar consuelo; la barra a falta de confesionario; los tonos ocres de las paredes gastadas y desconchadas por las esquinas, y una estantería con miles de discos de los años setenta y ochenta.

Quiso suspirar, pero no pudo. La realidad le aplastó con toda su alma: acababa de volver a Espuelas, y ya quería irse.

Sacó la cajetilla metálica del bolsillo de su chaqueta, y cogió un Marlboro tan largo como su angustia. Se limpió las gafas antes de encendérselo. Sonaba Cause you are young de C.C. Catch. Pascual se acercó a tomarle nota.

—¿Te has perdido?

Juan se hizo el loco. Miró alrededor. Estaba buscando a alguien.

Pascual se desesperó.

—¿Una caña?

—Sí, y una hamburguesa especial con patatas. ¿Has visto a Jackson por aquí?

—Sí, a Michael Jackson la última vez que lo vi fue en la tele, y todavía estaba vivo el hombre... —contestó dándose la vuelta.

Pascual era posiblemente el tipo más insolente de la comarca. Sabía que no se refería a ese Jackson, sino al otro, a su amigo, aquel al que todos llamaban Jackson porque era fan del rey del pop, y además se le daba un aire, con aquellos caracoles negros surcando sus cabellos. Guardaba todas las entradas de los conciertos a los que había ido, tenía la discografía completa, conservaba las pegatinas, pósteres y calendarios que había ido coleccionando desde los ochenta, y cuando Michael Jackson murió, se deprimió tanto que no salió de casa en tres días.

Para cuando Bárbara llegó, C.C. Catch había dado paso al Live to tell de Madonna. Juan sabía que a ella le encantaba esa canción. Lo sabía casi todo de ella; y ella lo quería saber todo de él, pero no sabía nada.

—¡Pascual! —Era la tercera vez que Bárbara lo llamaba.

—Vendrá cuando no le llames —dijo Juan, dándole una patata salpicada de kétchup.

—Me muero de hambre.

—Ten.

Juan deslizó el plato sobre la superficie de la mesa hacia ella. Bárbara se registró los bolsillos.

—Creo que he dejado la cartera en casa —dijo, palpándose los bolsillos de los vaqueros.

Juan suspiró. Algún día, Bárbara iba a dejarse los pies en la zapatería. Había cosas que nunca cambiaban.

—Yo te invito. —Sintió un placer secreto al decirle que pagaba él, como siempre que ella se dejaba invitar.

—¿Has visto a Jackson? —le preguntó.

—No ha aparecido.

—¿Vas a pedir algo? —interrumpió Pascual.

—Lo mismo que él. —Señaló el plato de Juan. Pascual resopló con hastío, y se fue a pasar el pedido.

—Luego volveré a llamarlo —dijo Juan, revisó el teléfono—. Pero los mensajes le han llegado.

—Jackson anda siempre en mil cosas.

Jackson era su mejor amigo, y, a diferencia de lo que le ocurría con Juan, podía decir que lo sabía todo de él, porque se habían pasado la vida entre confidencias a media luz. Cuando Jackson y ella eran pequeños, se subían al tejado a contarse todas las cosas importantes al abrigo de las estrellas. A veces, a Bárbara le parecía que la vida se les había pasado allí, con las tejas a los pies y el corazón colgando de la Vía Láctea. La casa de Jackson siempre estaba destartalada, porque sus padres nunca estaban, y cuando estaban, tenían otras cosas más trascendentales que hacer que ponerse a limpiar los cristales, como leer un libro a luz de las velas, plantar unas lechugas, darles de comer a las tortugas del estanque, visualizar unos símbolos de reiki o drogarse. Eran hippies de pelos al viento, ropas de lino y tatuajes desgastados, aunque hacía muchos años que ya no había tortugas en el estanque, ni estanque.

—Bueno, ¿y qué tal todo por Estados Unidos? ¿Cómo va tu vida de profesor de antropología en una de las universidades más prestigiosas del mundo? —preguntó Bárbara.

—Como en las películas —dijo Juan, aunque en realidad no quería decirle eso. Quería decirle que desde que había regresado a Espuelas no había podido dejar de pensar en ella, que había notado que se había dejado el pelo más largo, cosa que le sentaba de maravilla, y algo más, aunque no podía precisarlo.

—Ya —asintió Bárbara. Sabía que no le iba a sacar muchas más palabras. Juan no era muy proclive a hablar de sí mismo—. Ya he hablado con los otros —cambió de tercio, intentando aparentar normalidad, aunque por dentro sentía ganas de abofetearle, porque Juan había vuelto tras más de dos años de ausencia como si nada. ¿Por qué no había contestado a sus mensajes durante todo este tiempo?—. Mañana a las once estaremos todos allí.

Habían quedado en verse al día siguiente en la vieja estación de tren abandonada, porque a Bárbara no se le había ocurrido otra excusa mejor para volver a reunirlos a todos que la de ir a ver si era verdad que pasaba el tren de las almas a medianoche. Juan aceptó acudir a aquella excursión paranormal únicamente por discutir con Bárbara, un ejercicio que siempre le había parecido estimulante, a pesar de que jamás se habían puesto de acuerdo ni para caminar juntos por la misma acera. Eran como dos espejos colocados el uno frente al otro, atrapados por el misterio de un reflejo invisible pero envolvente que parecía hacerles gravitar siempre a cierta distancia, no fuera a ser que se estrellasen contra el sol del contrario. Un día, sin saber cómo ni por qué, se encontraron soñando en secreto el uno con el otro. Fue necesario construir unas cajas blindadas en las que guardar sus pobres corazones, para que ella no supiera nunca que él la deseaba; para que él no supiera jamás que ella se moría de amor por él. Se amaban, seguramente, más de lo que nadie se había amado jamás, pero su amor estaba prohibido, porque un pétalo no podía enamorarse del viento que lo arrancaba de su flor.

—He estado leyendo sobre el tren ese. —Juan acarició el borde del botellín de su cerveza.

Un halo de tímida ilusión se posó en el rostro de Bárbara.

—Una historia completamente absurda —añadió—. No sé cómo has podido convencer a los otros para lo de mañana. Vamos a pillar una neumonía por tus extravagancias. A quién se le ocurre, en pleno diciembre...

Bárbara sintió una punzada de decepción en el corazón, pero no se rindió.

—¿Y esto? —Sacó de la mochila unas fotocopias de artículos publicados en la revista municipal de fiestas y se los puso encima de la mesa.

Juan pegó un trago, y miró a la pared, al póster enmarcado de la gira de los Rolling Stones. Bárbara tenía muy estudiado ese gesto en el que él le desviaba la mirada y ponía sus ojos en otra parte, pero cuanto más lo examinaba, más incógnitas le surgían. ¿Se hacía el interesante? ¿Mostraba aquella actitud una velada indiferencia? ¿Simple timidez? Al cabo de unos instantes, él por fin se dignó a echarle un vistazo a los papeles. Tenía que admitir que en el fondo le gustaban, o más bien le entretenían, todas aquellas ideas exóticas de Bárbara, y a veces hasta se dejaba contagiar por sus locuras, siempre inflamadas por un aire juvenil, como si estuvieran viviendo en una novela de Los Cinco, tuvieran doce años, y al volver a casa fueran a mandarse mensajes por walkie-talkie. Pero no, ya no tenían doce años, y aquellas tonterías estaban empezando a pasarse de la raya.

—Sería algún tren secreto del gobierno, cosas de la guerra, contrabando o vete tú a saber —divagó Juan.

—Pero el tren fantasma se aparece de verdad. Hay multitud de testimonios que...

—¿De verdad te crees esas sandeces? ¡Por favor, Bárbara! ¡Tú eres bióloga marina, una mujer de ciencia!

Bárbara se sintió desarmada y, tras un breve instante, volvió a la carga.

Juan dejó de escucharla mientras ella parloteaba trayendo a la mesa datos, nombres, fechas, lugares y sucesos inexplicables. La pared de los Rolling Stones era demasiado pequeña para aguantar el peso de tanta basura sobrenatural. Lo que más le costaba entender era cómo una mujer­­ tan inteligente podía creer en esas cosas. Y él sabía que ella tampoco se las creía, pero se las quería creer, ¡deseaba que fueran ciertas! Y eso, tal vez, era lo más triste, que Bárbara necesitaba creer en algo que la sacara de este mundo, tal vez de sí misma, pero ¿por qué?

Juan se pidió otra cerveza. A veces le exasperaba la lentitud con la que Bárbara se bebía la suya. Acababan de poner los Greatest Hits de Queen a petición de uno de los parroquianos, y Pascual, insólitamente, le había concedido el capricho. «Empty spaces, what are we living for. Abandoned places, I guess we know the score. On and on, does anybody know what we are looking for?»

La voz de Bárbara se distorsionaba por momentos en los oídos de Juan. Las dimensiones del local estaban cambiando y todo parecía dar vueltas. Vio llegar a Pascual con una hamburguesa, pero era como si estuviera viendo un fantasma. Al cabo de unos instantes, Bárbara estaba hablando de otra cosa. El tiempo parecía haber dado un salto.

—Lo que más me gusta de este sitio es la música —Bárbara se quedó ensimismada unos instantes.

Juan miró alrededor, confundido.

Bárbara se quedó mirando la superficie de la mesa, absorta en sus pensamientos ¿Y él? ¿En qué mundo vivía? «Another hero, another mindless crime behind the curtain, in the pantomine, hold the line... Does anybody want to take it anymore?». ¿Y por qué le daba tanto miedo preguntarle? Por un momento, allí, sentada frente a Juan, sintió algo parecido a la felicidad, y después, un escalofrío sin nombre.

Sufre todo lo que puedas

Juan llegó a casa con el recuerdo de Bárbara bailando en su corazón. Entró en su cuarto, encendió la lámpara de su pequeño escritorio, conectó la calefacción y se puso el pijama. Sacó la carpeta en la que guardaba toda la información que había ido recogiendo sobre trenes y otros medios de transporte fantasma desde que a Bárbara se le metieron en la cabeza esas locuras. El pueblo la estaba volviendo tarumba. Tenía que ser eso. Ese era el problema: Espuelas. Lo que a Bárbara le hacía falta era salir de allí, y, si ella quisiera, él podría llevarla al fin del mundo; pero ella no... ella no... No.

Se acordó de los días de Yale. Echaba de menos New Haven y Nueva York. Podía comprar un billete de avión y decir adiós a Espuelas; volver a la universidad, recuperar su carrera ascendente, el respeto de sus colegas, la admiración de sus alumnos... Pero ¿a quién pretendía engañar? Todo se había ido al garete. Él era un antropólogo de historial brillante al que le esperaban todavía muchos éxitos por conquistar. Pero su pasión por el trabajo le había jugado una mala pasada, y ahora pagaba las consecuencias. La culpa era de aquellos malditos rituales amazónicos en los que participó durante su última expedición. No debió beberse aquellos mejunjes. Nada volvió a ser igual después de aquello.

Echó un vistazo a los papeles que Bárbara le había proporcionado. El tren de las almas aparecía la noche de las tres noches, el 22 de diciembre, y, al llegar a su destino, todos los relojes se pararon. Los recortes de prensa eran vagos y hacían referencia a cuentos de viejos.

Un estornino despistado se estrelló contra la ventana de su habitación haciendo que Juan se sobresaltase. Bajó a la cocina a hacerse una infusión de lúpulo y valeriana. Últimamente estaba de los nervios, y algo más... Debía descansar y tirar todos aquellos papeles a la basura. ¿Qué le habían dicho los médicos en Estados Unidos? Que reposara, que no trabajase, que no leyera ni un solo párrafo si el contenido implicaba acumular más y más información en su ya de por sí saturada mollera. Le habían llegado incluso a prohibir leer el National Geographic. Ni Time, ni Newsweek