El tren de los locos - Patxi Irurzun - E-Book

El tren de los locos E-Book

Patxi Irurzun

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Beschreibung

En el verano de 1897, el anarquista italiano Michele Angiolillo asesina de tres disparos a Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Gobierno de España. El magnicidio tiene lugar en el aristocrático balneario de Santa Águeda, en Guipúzcoa, que tras el atentado cae en desgracia y apenas un año después se convierte en hospital psiquiátrico. Desde la mirada de Maurizia, trabajadora del establecimiento, asistimos primero a los años dorados del balneario (los bailes y paseos, las fiestas, la belle époque, en definitiva) y después al rocambolesco traslado en tren de pacientes desde los manicomios de Zaragoza y Valladolid. Son tres también los disparos que un año antes del asesinato de Cánovas recibe Xalbador, el novio de Maurizia, un joven pelotari que, tras recuperarse de las heridas, emprende la búsqueda de su misterioso atacante, al que persigue por varias ciudades: Xalbador formará en París parte de los apaches, las peligrosas bandas juveniles que aterrorizan la ciudad, frecuentará los bajos fondos de Barcelona, será fotógrafo de muertos y pornógrafo en Madrid... El tren de los locos es una nueva novela de aventuras e histórica del autor de Los dueños del viento, en la que esta vez convergen además otros géneros como la novela negra o la erótica, siempre con la inconfundible voz de Patxi Irurzun.

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Seitenzahl: 355

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El tren de los locos

© Francisco Javier Irurzun Ilundain, 2021

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-717-5

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

ÁNGELUS

I

II

III

TRES DISPAROS

I

II

III

IV

V

VI

PIEL DE PERRO

I

II

III

IV

V

VI

VII

DINAMITA Y TERROR

I

II

III

MAGNICIDIO

I

II

III

ANGIOLILLO

I

II

III

IV

V

RENDICIÓN

I

II

III

IV

APACHES DE PARÍS

I

II

III

LECHE DE BURRA

I

II

III

IV

EN EL DISTRITO QUINTO

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

EL TREN DE LOS LOCOS

I

II

III

IV

V

EL CONTRABANDISTA

I

II

III

IV

MEMENTO MORI

I

II

III

IV

V

EL CALZÓN DE CRISTO

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

Nota del autor

Agradecimientos

Bibliografía

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Y por mirar al cielo caigo en pozos profundos.

Charles Baudelaire

ÁNGELUS

 

 

 

 

I

 

 

 

 

 

Todo empezó una mañana de agosto de 1896, en el penúltimo de los veranos luminosos y ardientes de Santa Águeda.

Fue durante uno de los partidos en el frontón, junto a la vieja muralla, cuando un golpe de la pelota contra la chapa sonó como un disparo.

Xalbador, de pie junto a su novia, se sobresaltó, en un presagio fatal.

—¿Has visto, Boli? Ha fallado queriendo —le susurró después al oído—. Y no es la primera vez, se está dejando ganar.

Maurizia —Maurizia Bolinaga, ese era el nombre de la joven— se encogió de hombros. La verdad era que en aquel momento no hacía caso al juego, estaba preguntándose si esa mañana, antes de salir del balneario, había cerrado con llave el cuarto del petróleo, donde ya habían entrado a robar en alguna ocasión.

—¡Ha fallado queriendo! —repitió Xalbador, esta vez en voz alta, buscando apoyo entre los otros mozos y apostadores que se agolpaban y vociferaban junto a ellos.

Pero justo en ese momento las campanas de la iglesia repicaron, ahogando sus quejas.

Eran las doce del mediodía.

La hora del ángelus.

El partido se detuvo. Un cura se asomó entre el público y, a continuación, cruzó la plaza hacia los dos pelotaris. Mientras caminaba, con enérgicas zancadas, los hombres se descubrían las cabezas, como si temieran que el vuelo de su sotana pudiera arrebatarles las txapelas.

Eran corderos.

Corderos de Dios.

Xalbador, por el contrario, apretaba enrabietado la boina negra entre sus dedos, del mismo modo que habría estrangulado si pudiera a aquel inoportuno comehostias, como él y sus camaradas anarquistas llamaban a los sacerdotes.

Maurizia, al ver aquel gesto, las manos grandes, bonitas y crispadas de pelotari de su novio —él también había disputado esa mañana un partido—, sintió que un pequeño pez de colores chapoteaba entre sus muslos.

—El ángel del Señor anunció a María —inició el cura el rezo, de pie entre los dos jugadores.

Uno de ellos era Salsamendi, la joven promesa local; el otro, el que había fallado el tanto, aquel hombretón de Irún que también se llamaba Xalbador, Xalbador Olaetxea, al que apodaban Basati[1], y que, según contaban, podría haber sido el mejor jugador de cesta punta de toda Guipúzcoa si no fuera por su carácter altivo y pendenciero y por su afición al vino, las cartas y las mujeres.

—Y concibió por obra del Espíritu Santo —continuó el rebaño.

Sus voces se fueron diluyendo y convirtiendo en un zumbido, como una mosca que revoloteaba alrededor de una herida.

—Dios te salve María…

—Llena eres de gracia…

Así hasta que, apenas un segundo antes del tercer amén, Xalbador y Maurizia vieron por primera vez a aquel extranjero siniestro y esmirriado que cambiaría para siempre sus destinos y de quien, sin embargo, solo meses más tarde conocerían su nombre y algunas otras anómalas circunstancias de su vida, como su difalia, un capricho de la naturaleza que, decían, lo había condenado a nacer con dos penes.

 

[1]Basati: salvaje.

II

 

 

 

 

 

Debía de haber estado todo el rato a sus espaldas, sin que se diesen cuenta, tal vez escuchando su conversación, tal vez incluso viendo cómo con disimulo Maurizia introducía la mano en uno de los bolsillos del pantalón de su novio y con las uñas, que esa misma mañana había pintado de rojo sangre, le acariciaba la ingle a través de un descosido. Se abrió paso, de hecho, entre Xalbador y ella, con un empujón. Luego, corrió de aquella extraña manera, balanceándose como un chimpancé, hasta llegar a donde estaba el otro Xalbador, Basati, quien ya volvía a incorporarse al juego, y al que comenzó a recriminar a gritos algo en una lengua desconocida.

Lo hizo de una manera que hubiese resultado cómica —dando saltitos alrededor del corpulento pelotari, que le sacaba medio cuerpo— si no hubiera sido porque este lo apartaba molesto cada vez que se acercaba y porque finalmente le propinó un violento empujón que dio con sus huesos en el suelo.

—¡Que me dejes en paz, me cago en Dios! —pudieron oír todos jurar a Basati.

Se hizo un silencio sepulcral. Las palabras del pelotari eran dos veces blasfemas, pues se escucharon cuando todavía perduraba el eco monótono del ángelus y algunos aún casi no habían acabado de santiguarse.

En cuanto al extranjero, al que todos aseguraron más tarde no haber visto nunca hasta entonces en Mondragón, tirado de bruces en mitad de la plaza, parecía un muñeco de trapo. El extravagante sombrero de ala ancha con el que se cubría, tocado con una pluma de colores, había volado unos metros más allá, como un pájaro enfermo. Sus cabellos se descubrieron ralos y lacios, con el color de la primera orina de la mañana. Era delgado y bajo, casi como un niño. Pero había algo a la vez en él que atemorizaba, que lo volvía tan viejo como la violencia y el dolor, que lo convertía en una especie de animal salvaje, peligroso e imprevisible. Parecía imposible, de hecho, que un cuerpo tan enclenque fuera capaz de despedir aquella energía, aquel odio tan intenso que brotó de sus ojos al incorporarse y clavarlos en los de Basati.

Después, el extranjero recogió su sombrero, le sacudió el polvo y desapareció entre el público, de nuevo con aquel trote extraño y simiesco.

 

III

 

 

 

 

 

Una vez que el extranjero salió del frontón, un murmullo volvió a elevarse entre quienes miraban el partido, esta vez convertido en una oración profana, que cortó de nuevo Basati con otro juramento.

—¡Saca ya! —apremió después incómodo a su contrincante, el joven Salsamendi, al que arrojó la pelota con un vehemente bote que hizo que a este se le escurriera entre las manos.

Salsamendi tuvo que corretear nervioso tras ella para recogerla, y se mostró inseguro cuando reanudó el juego, con un saque flojo que Basati cortó al aire, en un gancho al que imprimió todo el peso y la fuerza de su cuerpo. La pelota salió despedida de su cesta como un cañonazo, y al estrellarse contra el frontón hizo saltar algunas esquirlas de piedra.

Salsamendi no pudo hacer nada para restarla.

Entre el público se elevó un grito de admiración, que se repitió cuando en el saque siguiente Basati consiguió que la pelota se quedara clavada en el guante de mimbre del joven pelotari.

Las voces de los apostadores y los aplausos volvieron a adueñarse de la plaza. Basati volvía a ser el de siempre. Los tantos que ganó, uno tras otro, hasta el final del partido, fueron un auténtico recital: más saques vertiginosos, pero también reveses, dejadas, pelotazos rasos que se estrellaban un milímetro por encima de la chapa… El joven Salsamendi se convirtió en un pelele, al que un inspirado e iracundo Basati vapuleaba a su antojo y humillaba hasta hacerle llorar, sin que nadie se apiadara de él.

Todos jaleaban al campeón.

Y ya nadie parecía recordar el incidente durante el ángelus.

Sin embargo, cuando Basati remató el último tanto y Xalbador abrazó exultante a Maurizia —al hacerlo, entre sus piernas una culebra de agua se desenredó inquieta sobre el vientre de la muchacha—, esta, por encima de su hombro, distinguió de nuevo a lo lejos la figura esmirriada y siniestra del extranjero.

Estaba sentado en lo alto de la muralla, con sus pequeñas piernas colgando en el aire y, como si de un niño jugando se tratara, los dedos pulgar e índice de su mano derecha dibujaban una pistola, con la que apuntó a Basati y le disparó tres veces, tres balas tan imaginarias como premonitorias.

TRES DISPAROS

 

 

 

 

I

 

 

 

 

 

ZOO HUMANO

PIGMEOS FURIOSOS QUE ATACAN AL VISITANTE

LAS SIAMESAS PATAGÓNICAS

Y UNA HOTENTOTE DE NALGAS OCEÁNICAS

 

Maurizia leyó sorprendida el cartel que había junto a una pequeña carpa de circo, instalada en las inmediaciones de la plaza de toros, a las afueras del pueblo.

Tras los partidos de pelota, Xalbador y ella habían decidido dar un paseo. Las calles bullían de animación. Era domingo y esa tarde había corrida. Desde Vitoria y San Sebastián habían comenzado a llegar las diligencias, con los aficionados y con los últimos bañistas de la temporada, que se confundían con los vecinos de Mondragón y con los baserritarrak[2] que bajaban desde los caseríos de los alrededores a disfrutar del día de fiesta.

—¡PASEN Y VEAN! —gritaba a la puerta de la carpa un hombre alto, de bigotes amarillos y puntas engomadas, vestido con chistera y una raída levita roja con los botones desdorados.

—¡RAROS, LOCOS, DESFIGURADOS!…

A Maurizia le hubiera gustado entrar a la carpa, pero supo, un segundo antes de que su novio Xalbador abriera la boca, lo que este iba a decir:

—¡Maldito explotador!

Así que tiró de él, alejándolo de allí.

—Anda, gruñón, vámonos a tomar el vermú.

—¿El vermú? Vaya, pareces una de esas señoronas tuyas del balneario —se rio Xalbador.

Ella se colgó orgullosa de su brazo. Todavía iba vestido con el traje de pelotari: la ceñida camiseta marinera, el pantalón milrayas y las relucientes alpargatas blancas.

Estaba muy guapo con esa ropa, que lo hacía además destacar y diferenciarse de los cerrajeros, los caseros o los trabajadores del ferrocarril con los que se cruzaban, todos con sus trajes negros.

Todos iguales e intercambiables.

Del mismo modo, Maurizia notaba cómo también a ella la observaban las caseras y las otras mujeres del pueblo, que se paseaban con sus delantales impolutos, en los que se marcaban claramente los pliegues sin planchar, para que quedara bien claro que los habían sacado del cajón y desdoblado esa mañana de domingo y no eran los mismos que usaban los días de labor. Podía ver cómo miraban de reojo, con una chispa envidiosa y acomplejada en la mirada, su vestido de organdí blanco y seda rosa, que ella misma había cosido pacientemente durante el invierno, imitando los que las bañistas habían lucido la temporada anterior por los jardines de Santa Águeda.

—¡PASEN! ¡PASEN Y VEAN EL ZOO HUMANO DEL DOCTOR VAN HALEN! —insistía el bigotudo.

Xalbador se revolvió, furioso primero; luego, más contenido, dijo:

—Sí, vámonos de aquí, Boliche. Antes de que sea yo el que monte el espectáculo.

Regresaron, pues, al centro del pueblo y se sentaron a tomar un sorbete en un elegante café, cuya terraza quedaba frente al parador desde el cual partían los carruajes hacia el balneario. Podían ver a los mozos cargar los grandes baúles, sin duda repletos de vestidos, sombreros, bañadores, polisones, abanicos, zapatos… Y a los viajeros sacudirse incómodos el polvo del camino y estirar, como si fueran gatos persas, sus cuerpos aristocráticos y entumecidos.

Mientras lo hacían, Maurizia imaginaba bajo la ropa de las mujeres sus apretados corsés, con las afiladas barbas de ballena y los ajustados cordones, o, en el caso de los hombres, sus calzoncillos largos de lana.

Sin duda, para ser rico había que sufrir de vez en cuando. Los pobres, por el contrario, sufrían a todas horas, incluso si se concedían algún capricho:

—¡No podemos permitírnoslo! —protestó Maurizia, cuando Xalbador, tras apurar su sorbete, dijo que iba a pedir algo para comer.

—Claro que sí, mujer, me han dado una buena bolsa por el partido. Y esta noche me pagan también la cena y la fonda —la intentó tranquilizar.

Él también había llegado esa mañana desde Vitoria en una de las diligencias, junto con una cuadrilla de pelotaris, y se iría a la mañana siguiente con ellos a jugar otro partido en algún pueblo en fiestas, como había hecho durante esos meses de agosto y julio. Había conocido a Maurizia el verano anterior, cuando entró a trabajar como fontanero en el balneario. Era un oficial mañoso y bien considerado en el gremio, pero ese verano había decidido probar suerte con la cesta.

—Aunque también podemos echar la siesta en Santa Águeda, para recordar viejos tiempos —susurró el joven e impetuoso pelotari al oído de la muchacha.

Ella sintió cómo un escalofrío le recorría la mitad del cuerpo y cómo el brazo y el muslo de ese costado se le ponían en piel de gallina.

—¡Pero antes hay que llenar la panza! —dijo Xalbador, cuando el camarero les sirvió el primer plato.

Comieron y bebieron vino y después tomaron café y anís y finalmente Xalbador pidió la cuenta.

Luego dieron otro paseo. Las piernas les pesaban como animales recién sacrificados, por cuyas venas todavía circulaba la sangre caliente.

Volvieron a acercarse a la plaza de toros. El sol caía sobre el arrabal a estocadas. La pequeña carpa del zoo humano estaba ahora cerrada. Tras ella, vieron a los pigmeos furiosos compartiendo cigarrillos con la giganta africana, que había derramado generosamente sus nalgas oceánicas sobre la hierba amarilla.

—¡Y además de explotador, farsante! —refunfuñó de nuevo Xalbador, señalando a las siamesas patagónicas, a las cuales Van Halen hacía aparecer en el espectáculo con una misma camisa.

Se suponía que sus cuerpos permanecían unidos bajo ella. Ahora, sin embargo, se habían dividido de manera milagrosa en dos y correteaban alegremente, alejándose por un momento de la mirada inquisidora del doctor.

Este dormitaba en una silla destartalada, a cuya sombra respiraba agazapado un bulto, un animal, tal vez un niño.

—Anda, déjalo. —Maurizia volvió a tirar del brazo de su novio, apartándolo hacia la plaza de toros, en cuyas inmediaciones merodeaban varios grupos de curiosos y maletillas que esperaban la llegada de los matadores.

Pero todavía era pronto y la pareja, aburrida, regresó sobre sus pasos, que los condujeron de manera ineludible al camino que llevaba hasta el barrio de Gesalibar, en el que se levantaba el balneario.

La carretera había sido abierta medio siglo atrás, cuando la reina Isabel II tomó las aguas en Santa Águeda, que se encontraba a cuatro kilómetros del centro de Mondragón.

Tardaron casi dos horas en recorrer esa distancia. De vez en cuando escuchaban acercarse algún carruaje y Maurizia corría a esconderse tras alguno de los chopos que vigilaban como guardias reales el camino.

—No quiero que los clientes me vean y que después vayan con habladurías a nadie —explicaba.

Y Xalbador no protestaba, se dejaba arrastrar, pues en cada una de esas ocasiones abrazaba tras los árboles a Maurizia y ella lo besaba y las lenguas de los dos hablaban en silencio del verano anterior, en el que hicieron el amor en el balneario como locos, como animales, hasta desollarse las pieles y curar sus heridas con saliva y con el flujo inagotable de sus sexos.

 

[2]Baserritarrak: caseros, quienes viven y trabajan en los caseríos (baserriak).

II

 

 

 

 

 

El balneario apareció, al fin, tras una curva. Era un edificio grande, desapasionado y funcional, con la fachada de arenisca pintada de amarillo. Parecía un convento o un hospital —de hecho, había sido banco de sangre durante las últimas guerras carlistas—, y olía, ya desde lejos, como esos lugares. Solo la gran cantidad de ventanas, con su alegre carpintería, pintada de azul, evocaba las fiestas y espectáculos, las tertulias, los enamoramientos, las cientos de joviales historias que cada verano acontecían tras ellas, y que a pesar de todo tampoco podían sacudirse el poso de tristeza que acompañaba siempre a un establecimiento como aquel, en el que la enfermedad —la gota, el reuma, la aerofagia— revoloteaba sobre todas sus estancias y quienes las frecuentaban.

Atravesaron el jardín, desierto en aquellas horas de siesta y moscas. La escalera imperial de la entrada, por el contrario, parecía un hormiguero. Por ella subían y bajaban mozos, bañeros y aurigas, ayudando a los encopetados bañistas a montar en las calesas que los llevarían hasta la plaza de toros. A pesar del ajetreo, algunos de los trabajadores reconocieron a Xalbador y se detuvieron a saludarlo.

Maurizia aprovechó para escurrirse hasta el cuarto del petróleo.

Sabía muy bien dónde encontraría más tarde a su novio.

Cuando llegó hasta el pequeño almacén vio aliviada que la puerta estaba cerrada. Abrió con llave, de todos modos, y comprobó que todos los barriles, lámparas y quinqués permanecieran intactos.

Nada de cuanto sucedía en Santa Águeda escapaba al control de Maurizia.

Al salir, la sobresaltó una mujer agachada en el suelo, fregando el pasillo.

—Señorita Maurizia, pero ¿hoy no era su día de fiesta?

—Sí, pero Xalbador, mi novio, se ha empeñado en venir a hacer una visita —se excusó.

Y casi al mismo tiempo pensó que ella, la jefa de intendencia del balneario, no tenía por qué dar explicaciones.

—Hay que cambiar el agua. Huele mal. —Señaló autoritaria el barreño en el que la mujer mojaba el trapo para fregar.

—Sí, señorita Maurizia —contestó esta.

Maurizia se arrepintió también de inmediato de su injusto reproche. La mujer tal vez se había tomado demasiadas confianzas, pero no era cierto que el agua con la que estaba fregando estuviera sucia. En realidad, Maurizia estaba enfadada consigo misma, porque creía que había bajado la guardia y permitido que aflorara su nerviosismo y una excitación que, de todos modos, tampoco conseguía dominar.

Se alejó dando un rodeo por el tramo del pasillo que todavía no estaba mojado; en parte para no pisar el suelo recién fregado y disculparse de algún modo con la mujer; y en parte para que esta no sospechara hacia dónde se dirigía: un pequeño y estrecho hueco, encajonado entre dos habitaciones, en el que guardaba los libros de cuentas donde anotaba concienzudamente todo: el número de toallas limpias y sucias; las botellas de champán almacenadas y las que los clientes bebían cada noche; los pagos hechos a los músicos, el mago o las cupletistas…

Xalbador todavía no había llegado a su «despacho», como ella llamaba a aquel cubículo. Decidió esperarlo dentro. La recibió el olor familiar y ferruginoso de las tuberías que se enmarañaban en el techo. Había sido una buena idea ubicar allí su despacho y convertirlo además en el lugar para sus citas, pues no resultaba raro que Xalbador pasara de vez en cuando a revisar los conductos, en ese corazón de hierro desde el que las cañerías bombeaban el agua corriente a las habitaciones de los huéspedes.

Al cerrar la puerta tras de sí, antes de prender un fósforo y con él la lámpara, Maurizia distinguió en la oscuridad el delgadísimo rayo de luz que se proyectaba desde una de las paredes y, no pudo resistirse, se acercó al agujerito desde el que provenía. Lo hizo con el mismo cosquilleo mórbido y culpable en el bajo vientre de las otras veces, pero también por pura inercia, pues en realidad no esperaba encontrar a esas horas a nadie al otro lado.

El orificio en la pared, apenas del tamaño de un botón, estaba cubierto desde el otro lado con un espejo, pero coincidía casualmente con una muesca en el azogue que lo hacía pasar desapercibido.

Para su sorpresa, al arrimar la pupila vio al huésped de la habitación, tumbado sobre la cama. Había supuesto que, como los demás, habría dejado su habitación para ir a los toros, en Mondragón. Pero no, allá estaba, y no parecía que tuviera mucha intención de prepararse para salir: desnudo, flaquísimo, con la cabeza reposada en la almohada, se masturbaba plácidamente.

Lo reconoció. Era un diputado a Cortes, del Partido Conservador, famoso por sus soflamas y sus artículos en los periódicos contra la relajación de las costumbres y la moral.

—¡Oh! —se le escapó a Maurizia un leve respingo, pues un instante después descubrió que el hombre no estaba solo y que quien lo acompañaba no era su mujer, sino la de otro de los huéspedes.

—Vaya, vaya, así que me voy a quedar sin ir a los toros, pero no sin ver al picador —la oyó coquetear.

Y vio cómo su rollizo cuerpo se interponía entre su ojo y la grotesca visión del hombre acariciándose.

La mujer iba vestida con un déshabillé de seda negro, con ribetes, y bajo el mismo unos pololos malvas y un corsé del mismo color que si bien no conseguía, era imposible que pudiera reducir la abultada cintura, alzaba considerablemente sus pechos caudalosos, cuyo nacimiento arrancaba casi desde la elegante cinta, también negra, con la que se adornaba el cuello.

La vio acercarse bamboleante y provocadora al borde la cama.

—Estás preciosa —dijo el hombre, masturbándose cada vez con más ímpetu.

Su pene, encajado bajo las costillas pegadas a la piel y el escurrido estómago, se veía enorme, como una anormalidad, una especie de bestia con vida independiente de aquella anatomía huesuda y enclenque.

—Pues aún no ha llegado lo mejor, señor diputado —dijo ella.

Y se desprendió primero del déshabillé y después del corsé, cuyos cordones arrancó de un tirón, consiguiendo de ese modo que sus generosas carnes se derramaran como un gran cuenco de leche, mientras el señor diputado se relamía el pomposo bigote, igual que un gato hambriento.

Dio este entonces un salto felino desde la cama y por un momento Maurizia perdió de vista a la pareja.

Cuando volvieron a aparecer ella caminaba a cuatro patas, con el hombre subido a horcajadas en su espalda y azotándole con una fusta las monumentales y lechosas nalgas, entre las carcajadas de ambos.

A Maurizia le hubiera gustado ver cómo progresaba aquella escena, del mismo modo que al mediodía le hubiera gustado visitar el zoo humano del doctor Van Halen.

Pero justo en ese momento alguien llamó a la puerta del despacho, con un repique de nudillos que reconoció de inmediato y que le trajo a la memoria algunos gozosos recuerdos del verano anterior.

 

III

 

 

 

 

 

Fue en esa misma habitación, al otro lado de la pared, donde, el verano anterior, Xalbador y Maurizia pasaron por primera vez una noche juntos.

Y el mismísimo don Antonio Cánovas del Castillo, el presidente del Consejo de Ministros, quien, sin saberlo, lo propició.

Para cuando Cánovas llegó, a mediados de agosto, a alojarse en Santa Águeda, la pareja ya llevaba tonteando unas semanas por los pasillos, los huecos de escalera y los jardines del balneario.

A Maurizia le gustaba el atrevimiento del nuevo y joven fontanero, que bromeaba o coqueteaba con ella cada vez que se cruzaban, y que después, casi sin que ella se diese cuenta, comenzó a agarrarla de la mano, o a rodearle la cintura, hasta que un día, por sorpresa, la atrajo con fuerza hacia sí y la besó en la boca.

No fueron, sin embargo, sus besos, que sabían a aguardiente, tabaco y anginas, los que la enamoraron, sino sus manos. Sus grandes manos de pelotari, en las que cabía su cabeza —le gustaba que él hundiese los dedos con aquella desesperación en su cabellera negra— o cada uno de sus rotundos pechos, que siempre la habían avergonzado, pero que él abarcaba con naturalidad y apetito, como si recogiera la fruta de un árbol, y que conseguía con ese gesto reducir al tamaño de dos manzanas.

—¡Esas manos, que luego van al pan! —Intentaba zafarse de todos modos Maurizia en algunas ocasiones, pues temía que alguien los viera y que don Carlos, don Ramón o doña Fabiana, los catolicísimos dueños del balneario, pudieran enterarse, poniendo en peligro, en efecto, el pan que ella ganaba con su trabajo.

En otras ocasiones, por el contrario, no podía evitar abandonarse despreocupadamente al deseo, y fue de esa manera como un día, en uno de los gabinetes de baño, un huésped sorprendió a los dos jóvenes en una situación algo más que comprometida.

—Tranquilos, tranquilos, no pasa nada —intentó calmarlos el intruso, mientras ellos intentaban taparse las vergüenzas.

Maurizia sabía quién era: uno de aquellos periodistas madrileños que solían merodear por el balneario cuando Cánovas se hospedaba en él. A ella no le gustaban. Siempre andaban entrometiéndose en todo. Aquel hombre, por ejemplo, no debería estar allí a aquellas horas, en las que los baños todavía no estaban abiertos para los clientes.

—Si vosotros me echáis una mano yo os prometo no solo no contar nada sino además ayudaros para que acabéis en condiciones lo que estabais haciendo —dijo.

Maurizia y Xalbador se miraron estupefactos. ¿Qué era lo que les estaba proponiendo exactamente?

—No, no, no es lo que pensáis —aclaró él—. Soy fotógrafo. Fernando de Arteaga. Semanario ilustrado Nuevo Mundo. Madrid —telegrafió, tendiéndoles la mano, que no tardó en retirar al darse cuenta de la inconveniencia de ese gesto en un momento tan pegajoso como aquel—. Me han encargado hacer una foto al presidente. Algo original, fresco… —continuó, de todos modos—. Y qué mejor que un retrato íntimo de don Antonio en la bañera; claro que difícilmente podré contar con su colaboración. Pero quizás con la vuestra sí. Al menos si queréis que haga como que no he visto nada. ¿Qué os parece?

—Me parece que te voy a poner la cara del revés de un bofetón —saltó Xalbador.

—Espera, espera. —Se interpuso Maurizia entre los dos hombres—. ¿Qué quiere usted decir?

—Eso está mucho mejor. Un poco de sensatez. Porque además podría recompensaros. Podría, por ejemplo, cederos una noche mi habitación.

—Pero… ¿qué quiere que hagamos? —preguntó Maurizia.

—Es fácil. He observado que el presidente toma un baño todos los días a la misma hora, ahí. —Señaló una bañera de mármol jaspeado—. Y que desde el cuarto de al lado se puede trepar y colarse hasta este. —Señaló un murete a sus espaldas, que se cortaba un metro antes de llegar al techo; un poco más adelante se levantaba otro muro de baldosas, con un pequeño recodo que daba acceso a una de las duchas escocesas y que también señaló el fotógrafo—. Ahí podría esconderme y hacer la foto. Pero necesito vuestra ayuda. La tuya —señaló ahora a Maurizia— para entrar en el baño contiguo; y la tuya, muchacho, para que me despejes el camino aquí dentro: Cánovas coloca siempre varias sillas alrededor de la pileta, que me quitan la luz. Tendrías que retirarlas.

—¡Pero yo no soy bañero! —protestó Xalbador.

—Ya lo sé, eres fontanero, mejor todavía, así puedes cambiar las rutinas del presidente sin despertar sospechas. Puedes, por ejemplo, entrar y decir que hay un grifo que no funciona bien, o que el agua caliente se ha estropeado…

—¿Y qué hay de la habitación? —recapacitó el joven.

—En cuanto haga la foto me iré pitando para Madrid. Diré que al día siguiente salgo temprano y dejaré pagada la cuenta. Así que esa noche mi habitación estará vacía. Toda para vosotros.

Xalbador y Maurizia volvieron a mirarse.

—¿Qué te parece, Boli? —preguntó él.

Su tono de voz delataba que el fotógrafo —o más bien la idea de ver a Maurizia completamente desnuda y saborear a sus anchas los frutos de su cuerpo— lo había convencido. Pero ella dudaba y miraba de reojo al periodista con un destello de recelo y enojo. Estaba claro que los estaba chantajeando. Y que los había estado espiando. Además, lo que proponía era muy arriesgado. Maurizia había vivido en el balneario desde que era una niña. No conocía otro mundo que no fuera aquel. ¿Adónde iría si algo salía mal y los descubrían? La despedirían. Claro que también lo harían si aquel hombre contaba lo que había visto. Y se convertiría inmediatamente, a los ojos de todos, en una mujerzuela. En una desvergonzada. En una puta. Lo era ya, en realidad, a los de aquel tipo, que quería comprarla, pagar sus servicios con una miserable noche de hotel.

—Tengo que pensarlo —dijo.

Pero en realidad ya lo había decidido.

¿Qué otra cosa podía hacer?

Así pues, al día siguiente ayudó al hombre a entrar al gabinete contiguo, cargado con su extraña cámara fotográfica (una pequeña caja con asa, forrada de piel, y un agujero como un ojo escrutador en una de sus paredes, bajo el cual se podía leer: Kodak). Incluso le consiguió una escalera, por la que este trepó y se coló en la ducha de Cánovas. Mientras tanto, al otro lado, Xalbador ya se las había arreglado, alegando que tenía que revisar una tubería —«Será solo un minuto, don Antonio»—, para retirar las sillas que rodeaban la bañera de mármol, e incluso para recolocar el reloj de arena que marcaba la duración recomendada del baño sobre una repisa, junto a la grifería. De esa manera obligaba al presidente a colocarse de cara a ese reloj y en el ángulo deseado por el fotógrafo, que le daba disimuladamente indicaciones, asomando la cabeza de vez en cuando tras el murete de la ducha.

Cánovas, sin embargo, se demoró en entrar a la pileta. Los médicos del balneario aconsejaban tomar aquel baño a temperatura ambiente, unos veinticinco grados, así que fue introduciendo primero un pie, retirándolo después, luego el otro, después una pierna, más tarde sumergiéndose hasta la cintura —y dando un respingo y un ridículo grito, cuando el agua le alcanzó los genitales—, removiéndose nervioso y bufando cuando por fin le cubrió todo el cuerpo, salvo la cabeza…

Finalmente se fue relajando e incluso pareció por un momento quedar adormilado.

Fue en ese momento cuando el fotógrafo apretó el botón de su cámara.

Tres veces.

Tres disparos.

El presidente del Consejo de Ministros entreabrió entonces los ojos.

—¡Pues esto ya está! —disimuló Xalbador, golpeando con una llave una cañería.

Y recogió sus herramientas con gran escándalo, permitiendo de ese modo que el fotógrafo pudiera volver a escalar el murete sin ser oído.

Todo, en fin, transcurrió según lo previsto.

Y esa misma noche Xalbador y Maurizia se acostaron en la habitación contigua a aquella en la que ahora ella se encontraba.

Fue la primera vez que pasaron la noche juntos y, sin embargo, Maurizia no recordaba con precisión, más allá del temblor que sintió cuando las manos de Xalbador desnudaron su cuerpo y lo recorrieron con avidez, otros detalles, pues estos se confundían con las decenas de escaramuzas amorosas de la pareja en aquel tórrido verano de 1895 en Santa Águeda. No podía olvidar, por el contrario, ni dejaría nunca a lo largo de toda su vida de hacerlo, una frase que Xalbador pronunció, ya casi al amanecer, cuando descansaban los dos tumbados sobre la cama, mirando exhaustos al techo.

—Estaba desnudo, indefenso… Habría sido tan fácil matarlo —murmuró.

Y después, como si la sangre llamara a la sangre, se giró hacia ella, con una nueva erección asomando entre sus piernas y mordisqueó voraz las manzanas de sus pechos.

 

IV

 

 

 

 

 

Xalbador volvió a llamar a la puerta del «despacho» utilizando la contraseña acordada.

Cuando Maurizia abrió se abalanzó sobre ella, la agarró por la cintura, intentó besarla…

—¡Espera, espera! —Lo separó Maurizia, al tiempo que se llevaba el dedo índice a los labios.

Después señaló el agujerito en la pared.

Xalbador compuso un gesto de desagrado e impaciencia.

—¿Pero todavía sigues con eso?

—Tú mira, no seas tonto —insistió ella.

El joven se acercó a la pared con desgana.

—Vaya —susurró, no obstante, cuando pegó el ojo al agujero.

Y ya no se separó de este en un buen rato. Ni siquiera cuando Maurizia se agachó a su lado y comenzó a acariciarle los testículos, a través de los cuales, como si fueran dos pequeñas bolas de adivinación, podía imaginar qué sucedía al otro lado.

Al otro lado, el diputado había descabalgado a la mujer y se había vuelto a tumbar de espaldas sobre la cama, donde también se dejó caer ella; al hacerlo, el cuerpecillo del hombre, escupido por el colchón, pareció levitar durante un segundo y cayó después, dándose la vuelta, encima de su amante, atraído por una fuerza invisible y centrípeta.

Entre sus manos sostenía una cajita de rapé, de la cual extrajo unas pizcas que espolvoreó sobre la piel blanca de ella y después aspiró enérgicamente por la nariz.

Repitió la acción varias veces, y en diferentes partes del cuerpo de la mujer. Cada vez que lo hacía se provocaba un estornudo terrible, cuyo espasmo aprovechaba para penetrarla. Ella recibía sus embestidas abrazándolo y gritando de placer, con unos gorgoritos que se asemejaban a los de una cantante de ópera.

Con cada acometida el cuerpo del diputado parecía empequeñecerse más y más, era engullido por aquella planta carnívora, desaparecía en su interior, se perdía a través de sus conductos, los recorría igual que un leucocito o una bacteria, la bacteria del adulterio, el leucocito del ardor, se dejaba mecer por los flujos y humores de su amada, los paladeaba, los libaba, muerto de sed y de deseo…

Así hasta que un nuevo estornudo lo escupió fuera, empapado en sudor y sales vaginales, y la pequeña muerte lo hizo yacer sobre el colchón, mientras ella a su lado entonaba una aguda y sostenida carcajada, en un finale apoteósico.

Solo entonces Xalbador se apartó de la pared y, tras un final igualmente feliz, cayó de rodillas junto a Maurizia:

—Qué cochina eres, Boliche. Te he echado tanto de menos —dijo.

 

V

 

 

 

 

 

—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó Maurizia, horas después.

En el aire del cubículo flotaba el olor denso del sexo agostado, que se confundía con el hedor a huevos podridos característico del agua medicinal de Santa Águeda.

—No lo sé, Boli, a mí aún me quedan unos cuantos partidos este verano. Pero te seguiré escribiendo.

—Me gustan mucho tus cartas.

—No están mal para alguien que no ha ido a la escuela, la verdad.

—¿Quién te enseñó a leer?

—Los camaradas.

—¿Los anarquistas? Vaya, me alegra saber que no solo se dedican a poner bombas.

—Si te refieres al atentado de la procesión del Corpus, no fueron ellos. ¡Es una patraña! —replicó él enojado—. Y, además, hay armas mucho más peligrosas que la dinamita o la pólvora. Como el analfabetismo. Y están en manos de los burgueses. La cultura y la educación son las mejores maneras de desarmar al enemigo.

Xalbador comenzó a vestirse. Había prometido cenar en la fonda, junto a los demás pelotaris, y eran ya casi las ocho de la tarde.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Alguna vez podremos estar juntos, sin tener que escondernos como si fuéramos delincuentes?

—Claro que sí, Boliche. Este verano estoy ahorrando mucho dinero.

—De todas maneras ya sabes que aquí siempre tendríamos trabajo, y un techo. Los patrones han preguntado por ti varias veces.

—Los patrones…

—¿Por qué los odias de esa manera, Xalbador?

—Patrones, jueces, reyes, militares, diputados… Es a ellos a quienes me refiero cuando hablo del enemigo, Boli. Envían a los pobres a morir a Cuba o a Filipinas y después vienen aquí, al balneario, a lavarse las manos sucias de sangre con agua y azufre. Como demonios. No soportaría verlos todos los días, ni sus fiestas, sus risas…

—Pero yo tampoco soportaría vivir lejos de Santa Águeda.

Xalbador colocó su mano en la nuca de Maurizia y acarició con la punta de los dedos su pelo negro.

—No te preocupes, todo se arreglará —dijo.

Y la besó en la boca.

Maurizia advirtió en la saliva del joven pelotari el sabor de la sangre.

 

VI

 

 

 

 

 

En la fonda Xalbador comió mucho y bebió poco. Estaba agotado. Los últimos rayos de sol se colaban por las ventanas como rescoldos y las risas de los comensales sonaban ya apagadas, eran solo despojos de aquel día de fiesta que moría en una incipiente resaca.

A la mañana siguiente había, además, que madrugar, de modo que se retiró temprano a su habitación.

Esta se encontraba en el último piso y apenas quedaba ya luz en la escalera. Encendió un mixto[3]. Los escalones crujían a cada paso y a su alrededor se proyectaban sombras siniestras.

Entró en la habitación. Olía a muerto. Abrió la ventana, y corrió una brisa engañosa, que no tardó en convertirse en el aliento sofocante de una noche de agosto.

Se desnudó. En la silla en la que dejó la ropa, junto a la cama, descansaban su cesta de pelotari y un viejo ejemplar amarilleado de El Combate. Tensó algunos mimbres de la cesta e intentó después leer unas líneas del periódico:

 

La guerra de clases ha comenzado. ¡La sangre de los obreros de Montjuic pide venganza! ¿Quién podrá dudar ya que los tigres que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los obreros no somos un rebaño. ¡Al terror blanco responderemos con el terror rojo! Es preferible la muerte a la miseria.

 

No pudo seguir. Los ojos se le cerraban, nublados por el cansancio.

Dejó, pues, el periódico sobre la ropa, sopló la vela y se giró sobre la almohada. En apenas un minuto se quedó profundamente dormido.

Lo despertó, de madrugada, un violento golpe en la puerta.

—¿Xalbador? —escuchó a sus espaldas una voz extraña.

—Sí, ¿qué ocurre? —Se dio la vuelta, todavía adormilado.

Y en medio de la oscuridad, de repente, distinguió un fogonazo, al que acompañó una fuerte detonación.

Notó primero un impacto y luego un profundo escozor en el costado y comprendió que le habían disparado.

¿Pero quién, por qué?

Recortada en la puerta distinguió la figura de alguien que podía haber sido un niño, si no fuera por aquella voz.

—¡Traidor!

Lo vio apuntar de nuevo y se protegió con la almohada.

Sonó otro disparo.

La bala reventó la almohada y a su alrededor revolotearon un montón de plumas.

Intentó arremeter en medio de la confusión contra su atacante, pero un fuerte pinchazo en el abdomen le impidió levantarse.

El hombre lo encañonó otra vez.

Fue entonces cuando Xalbador reparó en el extraño sombrero que cubría su cabeza.

El otro también lo reconoció.

Un gesto aterrorizado paralizó su rostro.

Y solo un instante después de apretar el gatillo por tercera vez, levantó la pistola, consciente de su equivocación, de tal modo que la bala se dirigió al techo.

—¿Dónde está? ¡Xalbador Olaetxea! ¿Dónde está Basati? —Recorrió después nervioso la habitación.

Fuera, en la escalera, se escuchó crujir alguna puerta y resplandeció tímidamente un quinqué.

El hombre de la pistola se asomó, volvió a entrar en la habitación, masculló algunas palabras que parecían maldiciones, dudó durante unos segundos y, finalmente, cuando comenzaron a escucharse gritos en el hueco de la escalera, corrió hasta la ventana y se descolgó por ella con gran agilidad.

Como un chimpancé.

Fue lo último que vio Xalbador, antes de que la boca y la cabeza se le inundaran de sangre; antes de perder el conocimiento y de tener la certeza de que continuaría con vida, pero también de que esta, a partir de entonces, sería otra, diferente, peor; una vida equivocada en la que lo atormentaría siempre el recuerdo de esos últimos días felices y soleados; esos días de juventud que morían envueltos en la pólvora y la confusión de aquella noche fatal.

[3] Mixto: cerilla, generalmente larga, que se usaba para alumbrar durante un rato estancias, portales, escaleras…

PIEL DE PERRO

 

 

 

 

I

 

 

 

 

 

Xalbador botó con fuerza la pelota. El restallido recorrió en un eco inquietante la galería vacía por la que en verano paseaban despreocupados, entre risas y cortejos, los bañistas.

Volvió a arrojarla contra el suelo. Al hacerlo sintió un pinchazo en el costado y un halo blanco salió de su boca. Miró las costuras de la pelota y se acordó de sus cicatrices. Había pasado ya más de medio año desde que le dispararan y todavía notaba en la piel el calor de la pólvora y el gusto infernal de la sangre en el cielo del paladar.

Botó la pelota por tercera vez.

Cada pelota tenía su propio latido, su voz propia. Xalbador solía envolver el núcleo —un corazón de madera de haya— con una maraña de hilos de lana de oveja y con recortes de periódicos —prensa y propaganda anarquista, casi siempre—. Cada una de aquellas pelotas llevaba también, de esa manera, pegada a su piel el recuerdo de un compañero muerto o torturado, la promesa de una revolución o una venganza pendientes. Había oído, por ejemplo, que en un partido en Alduides un famoso jugador de chistera[4] había matado de un pelotazo a un gendarme. Y sabía con certeza que había sido, que solo podía haber sido, una de sus pelotas.

Llegaban a buscarlas a Santa Águeda desde los frontones de Francia; o desde el Jai-Alai de San Sebastián, a cuyos partidos de cesta punta solía acudir la familia real.

—¿Cuál es el secreto? —le preguntaban.

Pero él no contestaba, no les revelaba, por ejemplo, que recubría y cosía las pelotas con piel de perro, como se hacía antiguamente, para que no tuvieran poros.

Solo sonreía desdeñoso.

Y se alejaba cojeando.

 

[4] Chistera: modalidad de la pelota vasca, equivalente a la cesta punta. Chistera es como se denomina también a la propia cesta.