El último artefacto socialista - Robert Perišić - E-Book

El último artefacto socialista E-Book

Robert Perišić

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Beschreibung

El libro revelación de las letras balcánicas. La reapertura de una fábrica en la antigua Yugoslavia se convierte en un campo de batalla entre el deseo de prosperidad y la memoria colectiva. Un retrato mordaz de una sociedad que no ha cerrado sus heridas. Han pasado varios años desde que terminó la guerra de los Balcanes. Oleg y Nikola, un par de buscavidas al servicio del nuevo capitalismo, han llegado a N., una ciudad en la frontera con Bosnia y Herzegovina que parece haber sido olvidada por el mundo, para reabrir la antigua fábrica de turbinas. Con la ayuda de un antiguo ingeniero, Sobotka, intentarán ganarse el aprecio de la población local predicando el evangelio socialista yugoslavo de la «autogestión». Pero sus verdaderos objetivos se revelarán mucho más oscuros. Mientras cunde la desesperanza, Oleg y Nikola se mostrarán cada vez más incapaces de controlar a los trabajadores que, con la llegada de la «nueva prosperidad», sienten como se reviven viejas rencillas. Una subversiva sátira sobre el choque del sueño socialista y el capitalismo del siglo XXI. Una salvaje parodia del postcomunismo por parte de uno de los escritores más visionarios del continente. Una tragicomedia contada con gracia superlativa por Robert Perišić en una de las mejores novelas europeas de los últimos años, que fue adaptada en una exitosa serie de televisión. CRÍTICA «Las novelas de Robert Perišić están repletas de inteligencia e ironía, y nos muestran que la Croacia de posguerra no solo perdura, sino que importa.» —Jonathan Franzen «Esta inteligente y ambiciosa visión de las influencias del capitalismo en Europa del Este será perfecta para los admiradores de Umberto Eco.» —Publishers Weekly «Una aguda y subversiva novela de ideas que parece reflejar una época en la que las propias ideas están en bancarrota.» —Kirkus Review «En el conmovedor relato de Perišić, el borrado de Yugoslavia y de su experimento socialista sigue atormentando a su pueblo, ahora a la deriva en un vacío de posguerra» —The New York Times «El último artefacto socialista es una obra atemporal, apátrida, que invita a sus lectores a salir a la luz» —The New Republic «Perišić capta brillantemente el absurdo y el caos de una sociedad en transición. El libro está impregnado de un ethos poético punk: desafiante, anárquico, exuberante e irónico, perfecto para una historia sobre buscavidas, trabajadores, soñadores y mercenarios en la Croacia de la posguerra y la posverdad» —Miriam Toews «Una escritura siempre rica en detalles y atenta a las múltiples perspectivas de sus personajes... Una novela excepcionalmente atractiva.» —The Irish Times «Una lectura alucinante: una historia de crimen y heroísmo en las secuelas reales de una guerra racial totalmente blanca, contada con sabiduría, sofisticación y pasión.» —Nell Zink

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Seitenzahl: 626

Veröffentlichungsjahr: 2025

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PRIMERA PARTE

ÍNDICE DE PRODUCCIÓN INDUSTRIAL

I asked my father

I said, «Father, change my name»

The one I’m using now, it’s covered up

With fear and filth and cowardice and shame

Ah, but, lover, lover, lover, lover

Lover, lover, lover, come back to me

(L. Cohen)

1

La voz de la mujer se oía entrecortada.

—Cómo… nues… relación… no sé… he …nsado… de quién…

Las palabras emergían, luchaban por tomar aire, como una persona a punto de ahogarse entre las olas.

—Parece que entramos en una zona sin cobertura —dijo.

—…reces y desapa…

Miró el móvil. La raya más pequeña parpadeó y luego se desvaneció.

El todoterreno japonés tenía buenos amortiguadores, lo que le permitió echar una ojeada al periódico que había comprado a primera hora de la mañana en el quiosco de la frontera.

De vez en cuando le gustaba echar un vistazo a los periódicos de los países en transición. Había algo mágico en ellos, real e irreal. Memoria débil, razonamiento confuso, vestigios de una política muerta. Algo como los lugares señalados con flores de plástico o cruces en los arcenes de las carreteras provinciales.

Aquí y allá aparecía una casita humilde sin tejado, recubierta de la maleza que proliferaba desde la última guerra. En los muros calcinados todavía estaban las firmas de los devastadores, los símbolos, los nombres de las unidades, simplemente para presumir.

Pobrería que hacía saltar por los aires a otra pobrería. Pobrería que se vengaba de otra pobrería y pobrería que se volvía todavía más pobre.

Pobrería en espiral, pensó. Quizá incluso yo he contribuido a ella.

Pero ¿existía la palabra pobrería, o se la había inventado? No lograba recordarlo; llevaba su idioma por el mundo y hacía lo que quería con él.

Ante ellos se extendió de nuevo el valle excavado por la erosión, flanqueado por picos puntiagudos, y una pequeña ciudad encajonada, un municipio que habrían cruzado enseguida si no hubieran ido a paso de tortuga detrás de un autobús que echaba un humo grasiento y, al parecer, llevaba escolares a la ciudad.

En los asientos traseros del autobús un grupo de adolescentes jugaban al viejo juego: un orejudo miraba su todoterreno a través del cristal mugriento, alguien le daba un sopapo en la oreja, todos alzaban la mano y él tenía que acertar quién se lo había dado.

Una vez más, fracasó.

El orejudo miraba desconcertado las lunas tintadas y la matrícula extranjera mientras esperaba el siguiente golpe.

Oleg observaba desde el coche esos ojos aturdidos: los ojos de este pueblo, pensaba.

—Este autobús probablemente gime así desde los años ochenta.

—Igual que todo lo demás.

Mira por dónde, el orejudo por fin había acertado y ahora le tocaba dar sopapos a él.

Cambiaron de sitio, lo sustituyó uno lleno de granos.

El orejudo golpeó al granujiento —no, hombre, no, un poco más de paciencia— y enseguida lo pillaron.

—Te falta estrategia, colega —dijo, y Nikola lo miró—. No era a ti.

De nuevo le tocaba al orejudo recibir los pescozones. La frustración acumulada se le notaba en la cara y a Oleg le entraron ganas de señalarle de algún modo cuál de las manos le había dado, mejor no, pensó; de todos modos, no lo vería… Sin embargo, el chico, como si acabara de reparar en la matrícula extranjera, les sacaba la lengua mientras recibía golpes en las orejas, lo que resultaba hasta peligroso, ya que podía arrancarse de un mordisco este órgano de comunicación.

—Venga, adelanta al autobús, por favor.

—Línea continua. Y límite de velocidad.

El orejudo les señaló a sus compañeros el coche y la matrícula, y todos juntos les hicieron una suerte de saludo nacional suyo. Oleg podía imaginarse lo que gritaban mientras les hacían jeribeques.

—El orejudo ha identificado al enemigo exterior.

—¿Cómo?

—¡Venga, adelántalos, a la mierda los límites!

Siguieron adelante posponiendo la parada hasta llegar a un bar de carretera en la planta baja de una solitaria casa de dos pisos; en el letrero ponía STRADA.

Se sentaron dentro.

But I shot a man in Reno just to watch him die…

—Oye… Aquí alguien escucha a Johnny Cash.

—Pues parece que no hay nadie.

De alguna parte de detrás de la barra surgió por fin una muchacha flaca de pasos largos, con un cigarrillo en la boca.

—Hola, valientes, que Dios os guarde, alabado sea Jesús, salam aleikum… ¿Qué tomáis?

Ella se inclinó entre los dos, ajena al escote que enseñaba, y pasó un paño por la mesa. Mientras lo hacía, la larguísima ceniza del cigarrillo que sujetaba entre los labios cayó en la superficie que acababa de limpiar.

Se quitó el pitillo de la boca por un instante, se agachó un poquito y sopló la ceniza.

—¡Aaasíííí!

Al llevarles la bebida, dijo:

—¿Y adónde vais?

Oleg contestó que iban a la pequeña ciudad de N.

—Ah, ¿y qué vais hacer allí?

—Business.

—¡No me digas!, ¡esta sí que es buena!

—¿No me crees?

—Si es que en esa ciudad no hay nada. Soy de allí.

—¿Quieres volver a casa con nosotros?

—¿No ves que aquí tengo trabajo? —dijo dirigiéndose hacia la barra.

Él hizo como si echara un vistazo por el bar.

—Pues, la verdad, no veo mucho… ¿Cómo te llamas? Yo soy Oleg y él es Nikola.

—Yo soy Lipša, o sea, Bella. La más bella.

—¿Más bella que quién?

—Es mi nombre. ¿Qué tiene de gracioso?

—Nada, nada. Podrías darnos el número de alguna amiga allí. Necesitamos un guía.

Ella exhaló una bocanada de humo y lo miró de pies a cabeza.

—¿Quieres decir una escort?

—No, nosotros somos muchachos decentes —dijo Oleg—. Traemos capital extranjero.

—Entonces te voy a dar mi número. Cuando te pierdas en aquella gran urbe, llámame y yo te explico dónde estás.

Querían llegar a N. antes de que se hiciera de noche, así que apuraron las bebidas.

Ella fue hasta la caja, que era de esas a las que había que darles un golpe en el lateral.

—Tres cincuenta.

Oleg le dio un billete de veinte y se giró para irse.

—Quédate con el cambio.

Con la vuelta en la mano, ella gritó tras él:

—Pero, tío, es demasiada pasta.

Mientras Nikola arrancaba el coche, la chica los observaba desde la puerta con el cigarrillo entre los dientes, los brazos cruzados y las botas negras hasta la rodilla, debajo del rótulo de neón apagado, STRADA.

Unos metros más allá había un coche largo, tal vez un Volvo, cubierto de nieve y con uno de los neumáticos delanteros desinflado.

A través de los árboles sin hojas se vio un relámpago silencioso y nubes de color ceniza que se acercaban flotando desde el oeste.

—Una mujer maravillosa —dijo Oleg cuando se pusieron en marcha.

Nikola suspiró, como si estuviera pensando algo que no le apetecía explicar. Luego, a pesar de todo, replicó:

—Eso no es una mujer.

—¿Y qué si no?

—«Mujer» es un concepto serio.

Oleg estalló en risas. Se reía de todo corazón. Luego dijo:

—¡Eso es, así me gustas!

—¿Cómo?

—Desde que amaneció estabas sombrío. Con lo divertido que tú eres.

—Lo decía en serio.

—Lo sé.

Vaya mierda de conversación, pensó Nikola.

—Eres el mayor romántico que conozco.

Nikola quiso responder que no era ningún romántico. ¿Qué había de romántico en su vida? Y en realidad, ¿qué significaba ser un romántico?

¿Qué quería decir Oleg con eso? ¿Que era tonto, ñoño, o qué? Tal vez fuera realmente un romántico, pero de eso no se podía hablar con Oleg. No obstante, dijo:

—¿Qué hay de romántico en mi vida?

—Ni idea —dijo Oleg—, no he dicho que el romanticismo se pueda concretar.

—Ajá.

—Una vez, en Siberia, cerca de Tobolsk…

—¿Cerca de qué?

—Cerca de Tobolsk, quiero decir, allí nada está cerca, pero Tobolsk es lo más cercano…

—Gracias, me has sido de gran ayuda.

—¿No conoces Tobolsk? Donde Juraj Križanić publicó su gramática. Fíjate, en 1665.

—¡Como para saberlo!

—Yo he estado en Tobolsk y lo sé.

—¿Y cómo hemos llegado a este tema?

—No sé, estamos viajando a tomar por culo y eso me trajo a la memoria…

—¿Qué?

—Pues… lo que había empezado a decir cuando me interrumpiste, que allí cerca de Tobolsk, en aquella ciudad, en unos andurriales todavía peores que este, va un tipo y me dice, no te lo pierdas, que por un millón de dólares me podría conseguir una bomba.

—¿Qué tipo de bomba?

—Atómica.

Tropezaron con un bache bastante grande en el camino y dieron una ligera sacudida. Bordeaban el cauce del río, sobre el que se abría un precipicio. Caía una aguanieve etérea.

—¿Por un millón solo? —preguntó Nikola sujetando con fuerza el volante.

—Lo mismo le pregunté yo al tipo: «¿Por un millón solo?».—Exhaló el humo mirando abajo, a la orilla del río, a lo largo de la cual, como una suerte de muérdago, había innumerables bolsas de plástico enganchadas en los matorrales. Había esperado ver aquí una naturaleza intacta, y por eso contemplaba fijamente el panorama—. ¿Y sabes qué me dijo el tipo? —continuó, e hizo una pausa dramática.

—¿Qué?

—¡Ojo!, yo le digo: «¿Por un millón solo?». ¿Y sabes qué dice él?

—¡Dilo ya, ¿qué?!

—Me dice: «Sí. Es una bomba pequeña».

Oleg apagó el cigarrillo y encendió otro.

Al cabo de un rato Nikola preguntó:

—¿Crees que iba en serio?

—Joder, yo qué sé, no me paré a comprobarlo… Rusia era un puro caos… —Se quedó un poco pensativo—. O iba en serio o era una patraña. —Se rio.

—No me jodas, no le veo ninguna gracia.

—¿Qué quieres que te diga? No indagué más. Esa es mi gran aportación a la humanidad.

—Ya veo. Menudo héroe estás hecho.

—Oye, ¿te imaginas dónde habríamos ido a parar si les hubiera traído a estos genios de aquí una «bomba pequeña»?

Se rio de nuevo.

Al diablo con este sentido del humor suyo, pensó Nikola. Estaban pasando por un profundo desfiladero y solo las bolsas blancas en los matorrales relucían todavía al lado del río oscuro.

Entonces la carretera se dividió y empezaron a subir una larga pendiente.

Oleg se sumió en sus pensamientos, en aquella extraña noche en el hotel cerca de Tobolsk, donde acabó con una morena guapísima, que parecía una india americana y hablaba ruso y que había aparecido de repente a su lado en la barra de la sórdida disco. No sabía si era puta o no, él no la había encargado; sin embargo, eso no significaba que no lo hubieran hecho otros, porque los tipos con los que trataba tenían sus formas de hospitalidad, a veces singulares. Le contó disparates, dijo que era capitán de barco —el mar estaba muy lejos y, encima, congelado—, dijo que era de Krems, en Austria, aunque esa ciudad también se hallaba muy lejos del mar, pero a ella nada de aquello la molestó: o era una prostituta que le habían colocado, o él le resultaba divertido, o le creía, se dijo. Lo miraba como si estuviera loquita por él, tal vez incluso con la mirada de un enamoramiento ingenuo, que hasta podría haber sido real, ya que ardía en deseos de marcharse de aquel mundo a otro mundo que él representaba y que ella contemplaba con ojos amorosos. Oleg pensaba en ello mientras tomaba un vodka tras otro y le hablaba de los mares por los que había navegado, las velas de los barcos y una aventura que había vivido en una isla tropical, aprovechando para insertar el argumento de la película Motín a bordo, que se había inspirado en un acontecimiento real, aunque él se basaba exclusivamente en la película, y le daba detalles de las indígenas de aquella isla, que eran tan guapas como ella, y fue entonces cuando se desvió de la trama y empezó a hablarle de las ventajas de aquella cultura que, según dijo, no condenaba el amor libre, pues se trataba de un mundo muy distinto, un mundo que él había conocido y del que ahora formaba parte, y se preguntaba a la vez si ella le creía o solo estaba fingiendo, pero, con el paso de las horas, después de todos aquellos vodkas, ya casi no le importaba, así que acabaron en aquel hotel y follaron maravillosamente a pesar de que él no llevaba encima preservativos, no se pudo resistir. Además, había dado por hecho (aún no estaba del todo convencido de que no fuera puta) que ella tendría condones, pero tampoco tenía. Continuaron bebiendo del minibar y ella, según lo recordaba, dijo que era de origen mansi, o algo así, una etnia de allá arriba, por lo que él también le reveló su verdadera identidad; al oírlo, ella se sobresaltó y le dijo que tenía un hijo con un compatriota suyo, y luego pronunció la palabra «Mantier», y él pensó primero que era el nombre, o tal vez el apellido, de su antiguo novio. «Mantier, Mantier»,repetía ella como si tuviera que entenderlo, y al final comprendió que se trataba de Monter, una empresa que tenía una sede por allí. No fastidies, solo conocía el nombre de la empresa… Probablemente le tomaba el pelo. Probablemente era una prostituta que se inventaba historias tontas igual que él se inventaba historias para ella. ¿O tal vez era una puta muy romántica, que olvidaba su condición de puta e, igual que había hecho con él, se había follado a un compatriota suyo que tenía un nombre complicado para su oído y solo había memorizado el nombre de la empresa? O era tan estúpida que lo suyo ni siquiera podía considerarse estupidez, sino un concepto distinto de la vida, como en la película de la que él le había hablado; de hecho, empezó a sentirse un poco como uno de los marineros del film, un papel opuesto al que desempeñaba en la vida real, y esa sensación le gustó tanto que podría haberse enamorado de ella, y —de hecho— le hizo el amor otra vez, como un hombre perdidamente enamorado. Pero, demonios, qué se suponía que debía hacer con esa pasión por una prostituta, o una prostituta romántica, o un ser de otro mundo que tenía un hijo con un Mantier, en una ciudad donde le habían ofrecido una bomba atómica, y donde tal vez por eso se había emborrachado tanto que no sabía quién era ella y quién la había enviado para que se acostara con él, y si la había mandado alguien, o quizá estaba loca, porque en un momento, cuando ya estaban muy borrachos —se habían bebido todo el minibar—, ella lo abrazaba y lloraba, diciéndole que era el amor de su vida y que sabía que se marcharía, que la abandonaría, y que no era justo y que se lo pensara una vez más, que reflexionara un poco y entonces vería, vería lo que era correcto, pero él estaba ya tan ebrio que no podía pensar, solo sonreía y asentía, probablemente lloraba también él, sí, sí, probablemente, y encima llevaba toda la noche con la «bomba pequeña» en la cabeza, aquella «bomba pequeña»que por fin decidió no mencionarle a nadie, a pesar de que le habían dicho que tenía que relatarlo todo, transmitir siempre cualquier oferta, y se lo habían dicho en un tono muy serio, so pena de sufrir severas consecuencias. Nikola no tiene ni idea cuando dice «menudo héroe estás hecho»;sin embargo, no tiene sentido explicárselo, y tampoco contarle que a la mañana siguiente, mientras ella dormía, había recogido sus cosas y desaparecido, dejándole algo de dinero, mucho si resultaba que era una puta, y no tanto si al final no lo era, incluso si era una puta loca que había olvidado que era puta, pero él no sabía nada, y le daba miedo comprobarlo sobrio, igual que le daba miedo comprobar lo de la bomba pequeña, de modo que pagó la habitación y, viendo que el recepcionista enseguida descolgaba el teléfono, se precipitó hacia un taxi delante del hotel y le dijo que lo llevara a toda velocidad hasta Tobolsk, presa de un pánico tal vez sobredimensionado, y sin tener claro de qué huía, pero huía.

2

Tejados rojizos descoloridos y una hilera de edificios cúbicos en una planicie, al pie de una montaña que se alza hacia la niebla como una gran mano que pide la salvación. Un puente de hierro chirriante, nieve enlodada en la acera estrecha, un hombre encorvado con la bolsa de un centro comercial cuyo peso lo arrastra todavía más hacia abajo. Un balancín vacío en medio de un parque deshojado, al lado un hombre con un perro, los mira como una novedad. Quizá conoce todos los coches de la ciudad, piensa Oleg.

Luego una pequeña plaza por la que pasa la carretera y un revoltijo de banderas en el edificio de dos plantas del ayuntamiento, y tres jovenzuelos delante del bar, encogidos de frío en sus cazadoras, con las manos en los bolsillos, tramando algo. De repente Oleg tiene la impresión de conocerlos, como si viera la reposición de una serie de televisión antigua con ojos nuevos.

No podía borrar los recuerdos: había crecido en un lugar como aquel.

Conocía los patrones de esa vida. En aquel ambiente, afloraban en él sensaciones familiares.

La sensación de estar alejado de todo y, no obstante, encerrado.

Tanta naturaleza, y para nada.

Quedarse tirado, esa es la palabra. Estar en ningún lugar, y estar atrapado.

Me habría vuelto loco, pensó Oleg, si no me hubiera marchado de allí. Luego se dijo: no, en realidad, habría tenido cuidado y habría evitado la locura. Habría rebajado mis expectativas, habría tragado con la mierda y me habría enamorado de una idiota.

Bueno, no de una idiota, de una muchacha guapa que ejercería un efecto terapéutico sobre mí.

A lo lejos se divisaba el esqueleto de la fábrica. En un terreno que se elevaba poco a poco hacia la montaña, la planta industrial parecía una fortaleza abandonada de otra época.

Le vino a la mente el socialismo en desarrollo en provincias, en la región donde había crecido. De repente vio a los suyos en casa a finales de los setenta: inquietos por la «situación», siguiendo los síntomas, los pequeños indicios en la televisión. ¿Cómo estarían las cosas en la capital?

¿Cómo está la salud del presidente? Era —recuerda bien la sensación— casi imposible imaginarse su muerte.

Es ridículo, pero aquello les había parecido el fin del mundo.

Luego llegó el verdadero fin del mundo.

Se detuvieron delante de la casa que habían alquilado por teléfono diez días atrás; un emigrante que trabajaba en Alemania había construido la mansión con la que siempre había soñado.

Algunas personas sueñan con sus casas y, en estos casos, los arquitectos solo pueden estropear la idea.

La casa estaba llena de tejaditos puntiagudos con alguna que otra cúpula y arcos y balcones redondos, balaustradas de columnitas blancas con pequeños leones en las esquinas y un portón con mando a distancia que se abría a un camino parcheado.

Oleg la miró absorto y pensó que tenía el aspecto de ser la casa de una bruja muy moderna. Luego dijo:

—Este será nuestro castillo de cuento.

El hombre que los había recibido, hermano del emigrante, comentó:

—Vaya, muy bien dicho.

La casa daba a una gasolinera turquesa que hacía guardia junto a la carretera principal.

—Está abierta hasta medianoche —dijo el anfitrión—. Es el único lugar en cien kilómetros a la redonda donde puedes repostar hasta tan tarde.

—Estupendo —dijo Oleg—. ¿Es allí donde se reúnen los jóvenes?

El hermano del emigrante se le quedó mirando con cara de estar preguntándose cómo lo sabía, y dijo:

—Más o menos. Son los de los escúteres. Pero no hacen mucho ruido.

Aunque querían pagar el alquiler en el acto, el anfitrión insistió en que lo hicieran después de tomarse una copita de aguardiente, como era costumbre, y los invitó a un licor casero de membrillo en su casa, prácticamente enfrente de la otra, algo más pequeña, donde, en un comedor con paredes revestidas de madera, se sentaron a una mesa maciza redonda de fabricación muy reciente. Un niño que untaba pan con margarina no respondió al saludo de los invitados, solo les echó un vistazo desde abajo, de reojo, como si ya hubiera oído cosas malas sobre ellos, y luego se escabulló para ir a jugar al fútbol con un amigo de cabeza descubierta en un prado junto a la carretera: pequeñas porterías con dos piedras. El out estaba en la nieve congelada.

Nikola los observaba por la ventana, veía el vaho que salía de sus bocas a la luz invernal, se sentía lejano, separado de todo aquello, y la angustia trepó rauda de las tripas a la cabeza y lo agarró por el cuello.

Se fue al aseo, rebuscó en los bolsillos y se tomó un Xanax.

El espejo tenía un marco dorado.

La puerta no crujió a su regreso.

Oleg preguntó al anfitrión si conocía a alguno de los ingenieros de la antigua fábrica, y este mencionó a Sobotka: no sabía exactamente dónde vivía, pero dijo que se lo podrían encontrar por la ciudad.

Mientras se sentaba, Nikola se dio cuenta de que había olvidado secarse el sudor de la frente. Se lo secó.

En la mesa había dos copitas de aguardiente vacías y una llena, la suya; toda la luz caía sobre ellas, y el hermano del emigrante lo escrutó con mirada de médico o, mejor, de mecánico («¿Qué es lo que falla aquí?»).

Nikola apuró su copita, a lo que Oleg dijo:

—¡Gracias por el aguardiente, magnífico! Pero tenemos que seguir.

Callejeaba despacio por el casco antiguo, sin alargar el paso.

Las ciudades pequeñas puedes destrozarlas con un paso más largo; es algo que sientes y, sin darte cuenta, empiezas a acortar tus pasos cada vez más hasta que casi te quedas parado. Y así caminaba por la calle adoquinada donde habían chocado sin muchas ganas dos viejos imperios, como si ambos hubieran estado al límite de sus fuerzas: llegaron hasta allí, lejos de su casa, y se preguntaron para qué todo este camino. Luego tuvieron que seguir allí, solo por la presencia del otro imperio, y se quedaron estancados, igual que dos carneros sobre una pasarela, durante años, siglos, moviéndose a veces un poco, paso atrás, paso adelante, restregando cuerpo contra cuerpo como dos pesos pesados cuando se abrazan en un clinch y esperan el gong, casi haciéndose amigos en su terrible cansancio.

—Vamos, Niks, ya está bien de tanto mirar, ni que fuera París…

—Ya voy…

—Conducir te ha cansado, ¿no?

—Desde luego.

Una ciudad pequeña tiene su propia lógica de miradas, cada transeúnte se lo recordaba; en una urbe grande las miradas flotan, deambulan, chispean, mientras que aquí la mirada controla el espacio, resplandece como las luces largas de un coche. Cada hombre con el que se encontraban, chapoteando en la nieve derretida, tenía la necesidad de examinarlos; y todos, sin falta, los miraban a los ojos, como si comprobaran algo.

Esta inspección parecía normal, nadie intentaba disimularla.

A Nikola le irritaba, habría querido sacudirse esas miradas como un perro se sacude el agua.

Oleg pensaba que en este escrutinio también había algo irrespetuoso: por lo visto, no parecemos lo suficientemente peligrosos.

Sí, pensó, habría que tenerlo en cuenta; él ya se había movido por semejantes callejones en compañía de hombres frente a los que todo el mundo bajaba la vista.

Por un momento sintió el deseo de marcharse de allí y no volver nunca más, pero sabía que no debería mencionárselo a Nikola. Lo miró: sus cejas parecían haberse relajado.

—Comida, bebida, mujeres.

—¿Qué?

—Tenemos que pensar en eso —dijo Oleg con optimismo. Al ver el cartel RESTAURANT HAIDUCI, se frotó las manos—. ¡Ah…, por fin!

Entraron en un interior de los años ochenta muy bien conservado, se sentaron en un reservado.

Al identificarlo como un comensal de importación, el camarero le recomendó a Oleg con insistencia el pescado, cosa que lo ofendió un poco.

—Mejor, dime, ¿de dónde salen todas esas bolsas de plástico a orillas del río? ¿Es que alguien las ha tirado allí aposta?

—No sé qué decirle —abrió los brazos y prosiguió—, los imbéciles de río arriba han instalado los vertederos donde no debían, este otoño hubo una inundación y…

—¿Y no hay nadie para limpiarlo?

—Hummm —El camarero parecía asombrado por la pregunta—. ¿Como quién?

Ya no volvió a mencionarles el pescado.

La carne, por otra parte, era excelente.

De paso inquirieron por Sobotka, sin averiguar nada.

Luego preguntaron en dos tiendas de artesanía, acurrucadas una junto a la otra, que habían sobrevivido a la industrialización y ahora estaban allí como tristes vencedoras. Una trabajaba con cobre, vendía cuencos labrados. La otra vendía solo babuchas de colores muy vivos, con mucho estampado, blandas y cálidas. Tantas babuchas en la tienda daban calor nada más entrar.

—Por lo visto, aquí a la gente le gustan las babuchas —dijo Oleg.

—Cierto —asintió Nikola, y salió.

Ni el babuchero ni el calderero estaban seguros de quién era el ingeniero al que Oleg buscaba. Tal vez pregunto a la gente equivocada, pensó Oleg al salir; artesanos e ingenieros son dos civilizaciones distintas.

—Me costaba respirar entre todas aquellas babuchas —dijo Nikola.

—¡De acuerdo, pero implícate un poco!

Nikola pensaba que estaba completamente implicado. Mientras esperaba en la calzada de adoquines, ya había inspeccionado los alrededores y dijo:

—¿Y si preguntamos a aquellos de allí?

Delante de una tienda de comestibles había cinco o seis hombres bien abrigados que se pasaban una botella. Al mismo tiempo lanzaban miradas a los recién llegados. Encima de ellos, un farol se apagaba y se encendía.

Oleg se les acercó y preguntó por el ingeniero Sobotka, y ellos enseguida empezaron a hablar todos a la vez, no los entendía muy bien: o era un dialecto o estaban demasiado borrachos… Tan solo un larguirucho con rostro melancólico, que parecía sobrio, dijo cuando los demás callaron:

—He trabajado con él. Pero no sé dónde vive. ¿Tienes un pitillo?

Nikola sacó el paquete y repartió varios cigarrillos.

—Lo necesitamos por trabajo, si lo veis… —dijo Oleg.

Pensó que le iban pedir dinero para otra botella, pero no lo hicieron.

—Quizá tenía que haberles comprado una botella, ¿no? —le dijo a Nikola cuando se alejaron.

Nikola se encogió de hombros.

Oleg volvió y entró en la tienda, salió con una botella y se la dio al melancólico. Este se lo quedó mirando sin decir nada y, sin embargo, la aceptó.

Al regresar con Nikola, Oleg dijo:

—Relaciones públicas.

Entonces se toparon con un viejo cartero, menudo y flacucho, que hablaba alto y claro, como si diera el parte: dijo que se llamaba Vitan Šaracen, que lo llamaban «V. Š. Correos» o también «Su Correo», que era lo que le decía al destinatario, pero eso no le parecía serio. «¡Para abreviar, pueden llamarme Correos!», dijo, como si de este modo hubieran establecido una relación oficial; luego añadió que le podían preguntar lo que quisieran, que él lo seguía todo con una mirada objetiva, que desde hacía treinta años no había tomado ni una gota de alcohol, porque «el correo es el correo», dijo, aunque ellos no estaban seguros de entenderlo, y, antes de que llegaran a preguntarle algo, él quiso saber si también en su país habían desaparecido las cartas o si era solo allí, y si regresaría el analfabetismo o eso era cosa de su pueblo, y si era normal que las cartas no las recogiera la única persona que las recibía o solo ocurría allí, y si ellos sabían adónde habían llegado, y si tenían o no tenían alguna pregunta. Nikola lo contemplaba con las cejas arqueadas, y Oleg le dijo con tono resuelto:

—¡Buscamos al ingeniero Sobotka, que ha trabajado en la fábrica de turbinas, y lo necesitamos con urgencia!

Después de la palabra «urgencia», el cartero miró a Oleg como si por fin hubiera encontrado a un interlocutor digno de respeto y los orientó con todo lujo de detalles, de modo que, después de dar tumbos en el todoterreno por una carretera pésima, encontraron al ingeniero a unos cinco o seis kilómetros fuera de N., en un lugar donde se alzaban dos edificios y varios barracones, dentro de una choza que servía de bar, con una barra que parecía el mostrador de una tienda. Allí la gente se sentaba a mesas con manteles de cuadros, olía a aguardiente, había también latas de Coca-Cola y Fanta en el estante, pero parecía que servían más bien de decoración. Una bombilla desnuda iluminaba el espacio. Por algún extraño motivo, en la pared colgaba un póster de Metallica, que tal vez pretendía aportar un matiz de modernidad al lugar, o quizá les recordaba a la industria abandonada…

—¿Conoce al ingeniero Sobotka? —preguntó Nikola desde la puerta a la señora mayor con delantal que servía las mesas.

Entonces se dio cuenta de que tenía un zapato desatado y se agachó para atárselo, lo que —después de que todos se hubieran fijado en él— dio la impresión de que se había desplomado.

Oleg seguía en la puerta, y los cuellos se giraron en su dirección: debajo del humo, a la luz blanquecina, sintió un ligero miedo ante el tufo del antro, pensó que iba demasiado bien vestido, afeitado, ciertamente con ojeras oscuras y un poco inflado, pero pulcro, qué palabra inesperada, pulcro, vaya, era fácil ser pulcro aquí… Sí, lo notaba, la piel de su cara era suave para los criterios locales, se sintió blando, demasiado blando ante las miradas y las barbas secas y ásperas; al final comprendió que no podía seguir acobardado en el umbral y pasó dentro, consciente de que, como inversor, debía adentrarse en ese agujero.

Habría que pintar esto, podría ser un óleo sobre lienzo del posrealismo socialista, La llegada del inversor, pensó mientras entraba como si subiera a un podio, con su abrigo largo de cachemir, su bufanda negra y el gorro de piel en la mano. Avanzó como si entrara en un edificio que pensara comprar. Inspeccionó el techo, examinó los rincones grasientos por el humo, contempló luego a los parroquianos con un ligero asentimiento de cabeza, como si se meciera hacia delante con una suave expresión de aprobación, justo como si hubiera entrado en el vestuario sudoroso, maloliente, de su nuevo equipo, él, el nuevo entrenador, el milagrero que convertiría a este puñado de miserables en un equipo ganador, que los obligaría a jugar de nuevo; así entró, como un inversor, un personaje nebuloso con el que tal vez habían soñado y tal vez no, pues probablemente habían pensado que nunca aparecería nadie; en cualquier caso, no había mucha esperanza desde que el Estado les había cancelado la línea de ferrocarril subvencionada, y tampoco el autobús pasaba con frecuencia.

—¿Está aquí Sobotka, el ingeniero? —preguntó en voz alta.

Un hombre corpulento y un poco encorvado se levantó sin mucha prisa y se le acercó. Ya tenía canas y su cara rubicunda indicaba que antaño había sido rubio.

—Sobotka —dijo—. ¿Qué necesitan?

—He oído que usted fue el ingeniero principal de la fábrica.

—Uno de los principales —dijo.

Oleg lo observó.

Gracias a los largos años que había pasado codeándose con mentirosos de todo tipo, tenía buen ojo para las caras: los embusteros llevaban una capa protectora en el rostro y un tenue velo en los ojos, eran caras turbias, con una mirada que supuestamente te observaba, pero resguardada en una parte oculta, como si ya protegiera su comisión en el negocio. Otro tipo de personajes eran los que no te miraban: estos no te daban falsas esperanzas. Abiertamente, como Sobotka, miraban solo los hombres honrados y los asesinos, aunque el ingeniero no tenía la chispa casi lúdica que Oleg había percibido en los asesinos.

Todo esto no se podía captar más que en los primeros segundos, después era cada vez más difícil.

«Las palabras proferidas enturbian la vista»,solía decir cuando explicaba su filosofía de la primera impresión.

—Queremos relanzar la producción en la fábrica —dijo Oleg—. Nos gustaría saber si es factible.

El ingeniero Sobotka dio una calada a su cigarrillo, mirando fijamente a Oleg con los ojos entornados. Una muestra manifiesta de sospecha. Deporte popular que solo practicaban ya los viejos y los borrachos.

—Me está tomando el pelo… —El ingeniero, al parecer, había bebido bastante.

—No hemos venido hasta aquí para bromear —dijo Oleg—. Nos pilla muy a trasmano.

3

—¿Cómo funcionaba la fábrica antes? —preguntó mientras el coche giraba en la nieve enlodada.

—Pues… teníamos mercado mientras no había mercado… Ya saben, en el socialismo. Luego, cuando llegó el mercado, nosotros dejamos de tener mercado. ¿Cómo explicarlo?

Oleg esperó a que la pregunta se evaporara junto con el alcohol. Apretó el botón y abrió un poquito la ventanilla trasera.

—Me refería a cómo funcionaba desde el punto de vista de la organización —preguntó con el tono del que tiene claro su objetivo.

Había estado dándole vueltas y una vez más repasó las opciones. En primer lugar, ni él ni Nikola sabían nada del trabajo. En segundo lugar, debían actuar con rapidez. Y esos dos elementos no encajaban bien.

Además, en el asiento trasero estaba el tercer elemento: ese hombre sabía cómo se hacía. Con él, el primero y el segundo entraban en combinación. Oleg lo contempló por el retrovisor. Abrió aún más la ventanilla trasera. Llegó de fuera el aroma frío de las coníferas; necesito ese perfume, se dijo.

—¿La organización? Pues era como era… —Sobotka sonrió en medio de la corriente de aire—. Eso que dicen, autogestión de la clase trabajadora, así se llamaba, ¿no?

—¿Y trabajaban? ¿O reinaba el desorden, como dicen? —preguntó Oleg.

Sobotka calló un instante, como si quisiera llenarse de aire puro, y luego dijo:

—Pues se trabajaba lo normal. A decir verdad, yo no sé cómo se trabaja hoy, porque desde entonces no he vuelto trabajar… Me refiero a que no he hecho nada en la especialidad.

—Bueno, mi plan es que la fábrica empiece a funcionar lo antes posible, que se repare lo que haga falta, que me digan el material que necesitan, que me lo pongan por escrito. Haremos las mismas turbinas.

¿Las mismas? Mientras se mecía en el todoterreno japonés, Sobotka pensó que había entrado en una máquina del tiempo con dos espectros que la manipulaban. Sentado atrás, no le veía la cara a Oleg. El otro había bajado la cabeza y seguramente se había adormilado. Llevaban puestos los cinturones, lo que era una prueba fehaciente de que se trataba de forasteros.

—Dígame, ¿podría relanzar la producción? ¿Organizarlo todo?

—Ejem… Si tuviera todo lo necesario…

Mientras respiraba el aire que entraba por la ventanilla, con el que iba recuperando la sobriedad, en el interior de Sobotka seguía resonando: las mismas turbinas. Son unos ignorantes. Está todo obsoleto. ¿Los ahuyentaría si se lo dijera? En lugar de eso, subrayó prudentemente:

—En fin, yo antes trabajaba con el otro sistema, el antiguo.

Me importa un comino su sistema, a Oleg casi se le escapó de la boca, pero dijo:

—En lo que a mí respecta, puede usted trabajar a su manera, con el nuevo o con el viejo sistema, como si quieren autogestionarse entre ustedes… Mi tarea es la financiación y vender el producto. La suya, la organización.

No se ha enterado de nada, pensó Sobotka.

Oleg prosiguió:

—Lo más sencillo es que ustedes hagan lo que saben hacer. Nikola será el director, solo para tener cierto control. No intervendremos mucho, tienen libertad. Es decir, autoorganización, pero la fábrica tendrá que empezar a funcionar enseguida. De lo contrario, procederemos de otro modo.

—Bueno, me han cogido por sorpresa… —Sobotka suspiró—. Haré todo lo que pueda.

Eso es lo que quería oír, pensó Oleg.

Sobotka contempló a los dos hombres de delante y miró a su alrededor buscando la cámara oculta. Si estuviera más sobrio, podría evaluar mejor la situación. A ver, ellos querían darle un empleo… Pero hacía veinte años que no trabajaba, incluso con las turbinas de entonces tendría problemas. Estos estaban en la luna.

Oleg subió la ventanilla trasera.

—¿En qué estado se halla la fábrica por dentro?

—Lo principal debería seguir allí. Cuando se iba a cerrar, se rumoreó que iban a vender las máquinas, así que las anclamos.

—¿Cómo?

—Enterramos la base y vertimos hormigón.

—¡Bien hecho! —Oleg se giró un poco—. Y luego, ¿no ocurrió nada?

—Durante la guerra, se decía que Ragan se iba a quedar con la fábrica. Un mafioso de otra ciudad. Así que nadie quiso tocar nada… Pero seguro que él no ha sabido qué hacer con todo aquello. También el Estado anunció algo, y al final nada. Por cierto…, ¿por qué invierten ustedes aquí?

—Tenemos un plan de desarrollo.

Después de una pausa, Sobotka dijo:

—Nuestras turbinas, saben…, en fin, las de ahora, cómo explicarlo… son más pequeñas. Hay que… modernizarlo todo. Y quizá necesitarían a alguien más joven, que esté más al día.

—Le honra decirlo. ¡Pero vamos a fabricar las mismas turbinas! Tipo 83-N, ¿no es así?

Sobotka contuvo la respiración.

—Veo que sabes de lo que hablas. —Pasó al tuteo de forma inconsciente, porque, aunque desde el principio se había llevado una sorpresa, esto último le había causado tal asombro que lo anterior ya no le parecía sorprendente. Quedaba muy poca gente que todavía supiera cosas así.

¿83-N? Hasta él mismo casi lo había olvidado, porque ellos llamaban a cada turbina por un apodo, no por el nombre técnico.

83-N. Se acuerda de que al principio la llamaban ochenta-troika, y luego, para abreviar, la ochtroika. Cuando Gorbachov salió con lo de la perestroika, alguien saltó: «¡Nos ha copiado, como Edison a Tesla!». Quizá era un sinsentido, pero les gustaba repetir la ocurrencia.

—Vayamos mañana a visitar las instalaciones. ¿A las diez?

Dejaron a Sobotka delante de su casa. Cuando se bajó dando un portazo con la puerta trasera, Nikola se despabiló y, a la luz de los faros del coche, mientras daban la vuelta, vio unas criaturas increíbles en el jardín del ingeniero.

—¿Qué son esos gremlins?

—¿Qué? —Oleg ya había dado la vuelta al coche.

—Ya no se ven.

—¿Los gremlins?

—No gremlins-gremlins… Algo raro.

—Vale, Niks, duérmete.

Sobotka tuvo que hacer varios intentos de meter la llave en la cerradura hasta que lo consiguió. Cuando se despertara por la mañana, pensó, no se acordaría de nada de aquello.

A la mañana siguiente hacía frío, el aire era cortante.

Oleg fumaba en la terraza y contemplaba el pueblo.

Un hombre con bolsas caminaba por la nieve recién caída en la carretera y llevaba a un gran perro negro sujeto con la correa. El hombre cargaba con muchas bolsas grandes y pequeñas; demasiadas.

El hombre de las bolsas le hablaba al perro como si fuera un niño desobediente.

Luego, de repente, gritó algo al aire.

Enseguida se puso a correr con el perro, divirtiéndose con el animal. No obstante, yo no sé si el perro se divierte o no, piensa Oleg. Porque el hombre de las bolsas está loco, y el perro quizá no lo esté.

Oleg sigue arriba, fumando, y todo lo que ve son impresiones en la punta de la lengua, y diríase que está pensando, o que se está haciendo una idea (si fuera un personaje literario), pero el pensamiento es muy inestable, igual que la idea, por lo que lo traducimos, se dice a sí mismo, en frases un poco forzadas, según la regla del sujeto y su acción, que es un mecanismo gramatical relacionado solo hasta cierto punto con el mundo, y yo en realidad no pienso con frases claras, son impresiones en la punta de la lengua.

Entraron en la fábrica. Olor a polvo. Sonido ululante a través de las ventanas rotas, más arriba un batir de alas que se marchan.

Contra la pared, un montón de nieve helada caída por los huecos sin cristal. La luz invernal de la mañana se colaba desde el exterior, penumbra. Las telarañas colgaban del techo y se extendían de una columna a otra, como una red para trapecistas. En esa luz turbia, a través del polvo en suspensión en el frío atroz, a Oleg le pareció que los ojos del ingeniero se habían empañado. Desvió la vista y se detuvo, dejando que Sobotka fuera delante. Sobotka habría preferido estar solo: para blasfemar, gritar, hablar con los fantasmas. Le parecía que se iba a encontrar a sí mismo sin canas, con melena y patillas, a sí mismo conduciendo con aire fanfarrón un Fiat 125 de fabricación polaca, con su hermosa mujer, y un bebé —que tendría una vida mejor que la suya, o eso creía—, y la sonrisa indolente del joven triunfador al que todo le va bien, la sonrisa que algunos tachaban de arrogante. Mientras apartaba las telarañas alrededor de la máquina, que antaño habían importado de Japón, y al tiempo que intentaba poner fin a un ataque de tos, Sobotka cerró los ojos y, aunque era el ruido del poso de sus pulmones, tuvo la impresión de estar oyendo el zumbido de las máquinas y de estar viendo a la gente de entonces.

El zumbido de las máquinas titila en el oído interior.

Contempla el aparato que tiene delante y ve al viejo Bigotes que manejaba la «japonesa»; Bigotes, que hacía mucho tiempo lo había instruido en el oficio: «Despacio, no tenemos prisa; lo importante es que esté bien hecho, no deprisa».

Ve a Slavko, con la bata azul y el bolígrafo y el buscapolos en el bolsillo superior.

Y a Arman, el mecánico cerrajero, cuyo juramento favorito era «Me cago en el globo terráqueo».

Todas estas caras de repente, detenidas junto con las máquinas.

Ve al antiguo director, Veber, que bufaba cada vez que se encontraban: lo consideraba un niño mimado, como a toda su generación. Ese hombre siempre con el traje gris, el poder gris del Partido, así lo percibía.

Se acordó del gran conflicto con él en los años ochenta, cuando Sobotka era uno de los organizadores de la huelga.

El director lo consideró «la traición de sus propios hijos».

—¡Ustedes me están volviendo la espalda! ¡Yo he construido esta fábrica! —gritaba en la asamblea de trabajadores.

—¡Pero ahora hay inflación y los salarios no suben!

—Las cosas están en manos de los de arriba… El Estado ha pedido ayuda al FMI, ¿saben lo que eso significa?

Sobotka y el resto lograron que el comité de trabajadores votara a favor de la huelga, y estuvieron tres semanas parados. Sobotka alentaba a los hombres, hablaba mucho. Llegó la televisión, había reportajes en el informativo diario. Se sentía como un héroe del sindicato polaco Solidaridad, ellos eran su modelo: el electricista bigotudo, Lech Wałęsa, y todos los demás.

Los embargaba una euforia extraña, no dormían mucho.

Mira hacia la puerta que da a la administración y ve la silueta de Zelda, con la que se lio en la época de la huelga; le vinieron a la mente sus muslos y sintió una presión en las ingles que lo desconcertó, casi se tambaleó y luego se quedó inmóvil.

Se dio la vuelta.

Un aleteo arriba: un pájaro oscuro se había escondido. Dio un par de vueltas quebradas, nerviosas, por la nave y salió volando por una ventana sin cristales.

Oleg se había quedado detrás, en la zona diáfana, fumando. Su ayudante, ¿cómo se llamaba?, tenía las manos en los bolsillos y miraba a lo alto. No había que mencionarles nada de eso, lo sabía. Hacía décadas que muchos se jactaban de su disidencia en el socialismo y él hacía años que callaba al respecto. Pero en vano: todos los que querían emplearlo al final se acordaban de que había sido el huelguista principal, el que había agitado a los trabajadores. ¿A quién le hacía falta un disidente como él?

Sin embargo, en aquella época habían triunfado, se hablaba de ellos en el Gobierno de la República, y se atendieron sus reivindicaciones. Se acuerda bien de que el antiguo director lo llamó al despacho y, al entrar Sobotka, se levantó y dijo: «Parece que te va mejor que a mí. ¿Quieres quedarte con mi puesto?».

En aquel entonces contó esta historia muchas veces. Era una buena anécdota.

Omitía, no obstante, la sensación con la que salió de aquella entrevista.

4

Mientras esperaba, Veber daba sorbitos de una botella de aguardiente en la que alguien había escrito con rotulador «aguardiente para el alma». Como era ateo, pensó, quizá había querido tomarle el pelo la persona que hacía mucho le había regalado esa botella triangular en cuyo interior flotaba un ramillete de hierbas. Veber la acababa de abrir como si celebrara algo.

Observó el papel, todavía en la máquina de escribir, en el que por la mañana había tecleado su solicitud de jubilación. Lo miraba como si le diera miedo sacarlo de la máquina, dejándolo que se marinara como si fuera esa hierba en la botella que seguro que era medicinal.

Volvió a pensar en la huelga. En que percibían que él era del otro bando. Había perdido el vínculo con ellos. En realidad, pensaba, había perdido el vínculo consigo mismo y la manera en la que antaño veía su papel cuando reflexionaba sobre el futuro.

Era el fin de la historia. Ahí estaba escrito, mirándolo a la cara.

Había que apurar el asunto hasta el final, sacar el papel con un gesto contundente, igual que cuando uno se arranca una tirita.

Cuando Sobotka entró en el despacho, Veber se levantó y dijo:

—Qué hermoso bigote. Lo lleva igual el polaco, ¿no?

—Un bigote es un bigote.

—Bueno, parece que te va mejor que a mí. ¿Quieres quedarte con mi puesto?

Había algo en esas palabras que dibujó una sonrisa en la cara de Sobotka.

—No. ¿Cómo iba a dirigir la huelga, entonces?

—Pues sí, sería poco oportuno. Yo soy un viejo revolucionario y, ya ves, no puedo liderar una huelga.

Veber solía comportarse de manera más formal, por lo que Sobotka se dio cuenta enseguida de que había bebido.

Se habían sentado uno enfrente del otro.

—Qué le vamos a hacer —continuó Veber—, luchamos por un Estado obrero y ahora hay que dirigirlo.

—Creía que estaba usted en contra de la huelga.

—Yo también organicé huelgas. Entonces me tocó la guerra, y, mira, la ganamos. La victoria es bien jodida, ya lo verás.

—Usted llegó al poder después de la victoria. A mí el poder no me interesa.

—Muy bien que haces.

Sobotka advirtió el tono irónico y no dijo nada.

—Pero ese es el problema.

—¿Qué problema?

—Pues que tú no quieres el poder y a mí me has apartado de él, me has quitado de en medio. El problema es a quién vas a poner en el poder.

—No se inquiete.

Este idiota, encima, me está tomando el pelo, pensó Veber.

—No, si yo me jubilo… ¡Brindemos por ti!

Sobotka comprendió por fin que de verdad lo había «apartado» y se sintió un poco incómodo cuando Veber alzó el vaso para brindar.

—Esto no era contra usted personalmente.

Brindaron.

—Tú has conseguido que aumenten los salarios, yo no. ¿Para qué sirvo entonces? Avísame en cuanto encuentres a alguien que me sustituya. No quiero que os envíen a uno que no entienda nada.

Sobotka sintió que Veber lo estaba atrayendo hacia un terreno peligroso. «Quieres mi puesto… Avísame…»

—Yo no formo parte del sistema, de modo que no soy quien decide —dijo Sobotka.

—¡No me jodas! Ahora tienes que asumir la responsabilidad. ¿Crees que los de arriba lo van a resolver? ¿Eh? ¡Pues ya crees en el sistema más que yo! —Sobotka esbozó una sonrisa irónica—. Tú piensas: «Nos hemos rebelado y… vendrá papá y lo solucionará todo». Pero yo sé que no hay nadie. Te toca a ti mover ficha.

—A mí no me interesa su sillón, ni la política —cortó Sobotka, lo que significaba que no quería ingresar en el partido, aunque no hacía falta que lo subrayara.

—Ah, tú crees que ir a la huelga no es política. Cuando yo hacía huelgas, no pensaba como tú.

Veber volvió a servir aguardiente en los dos vasos. A Sobotka no le apetecía beber más.

—Debería irme.

—¿Y adónde vas a ir? ¿Tienes algún plan? Dime, ¿cuál es tu plan, Wałęsa?

Sobotka cogió su vaso, se lo tomó de un trago, encendió un cigarrillo sin preguntar y dijo:

—Vale, yo también voy a ser franco. No puede perdonarme la huelga y ahora quiere mangonearme.

—Solo te pregunto cuál es tu plan.

—Si tuviera un plan —dijo Sobotka—, quizá me estaría jugando el pellejo.

—Oye, en nuestro país no se arresta a nadie por una huelga. Esto no es Rusia y, por suerte, tampoco Albania.

—Es que, si tuviera un «plan», sería algo serio.

—Ah, ¿te da miedo decirlo? —Veber frunció el ceño. Se sirvió otro aguardiente.

—Yo no he dicho eso.

—¿No? ¿Te da miedo pensar y por eso no tienes un plan? O… estás esperando a ver qué pasa, como todos los jóvenes.

—Y si es así, ¡ustedes tienen la culpa! —replicó Sobotka, consciente de que estaba rozando el límite—. ¿Quién le ha preguntado algo a mi generación? Gobiernan ustedes —se le escapó el tono irónico—, los viejos revolucionarios.

—Tienes razón.

Sobotka lo miró desde abajo; estaba tenso por las palabras que había pronunciado y esperaba otra respuesta.

—Pero las cosas cambian, como estás viendo —prosiguió Veber—, así que autogestiona a tu modo. Seguro que lo harás mejor.

—Esto ya está zanjado —le espetó Sobotka.

—Bueno, venga, limitémonos a beber y callar.

El viejo fue hasta el gramófono que Sobotka acababa de advertir en un rincón del despacho y puso un disco. Ruido estridente del disco, un clásico, orquesta. Muy alto.

Sobotka tomó un trago de su vasito.

Reparó en Veber, que alzaba el suyo como si mirara desde muy lejos.

No se imaginaba que Veber escuchara este tipo de música. Era un drama antiguo, como una travesía marina: cuerdas, trompetas, timbales y cuernos. También Veber encendió un pitillo.

El humo se expandía perezoso por el despacho, la música hacía el espacio más grande, más profundo, quizá más sombrío. El viejo contemplaba la máquina de escribir, ahora ya con la cara relajada; las mejillas se le alargaban, como si adoptara el papel de un anciano jefe indio. Volvió a servir aguardiente y a Sobotka, ensordecido por la música, le pareció que toda la escena se ralentizaba como si estuvieran bajo el agua.

—Espartaco.

El ritmo de la música se aceleró hasta convertirse en una suerte de danza saltarina en la que Sobotka imaginaba mujeres, solo mujeres.

Salió de aquel despacho caldeado por el aguardiente, caminaba por los pasillos cual Edipo, pensando: «Lo he quitado de en medio». Él, Sobotka, había quitado de en medio a un pope del Partido que parecía ser eterno, y todo lo había hecho, podría decirse, con suma facilidad.

Impulsado por el aguardiente, en lugar de limitarse a pasar junto a la oficina de Zelda, entró. Ella se puso de pie y lo miró en silencio, como si tuviera miedo de llamar la atención: él no debería presentarse así, aquella no era solo su oficina, por suerte su compañera no estaba allí, pero qué está haciendo, cierra la puerta con llave y se acerca, se mueve veloz, como un animal, y la abraza, no deberían hacer eso, sin embargo, él lo hace y ella lo mira asustada por sobrepasar los límites imaginados, no protesta, no dice nada, él es sigiloso, solo oye su respiración.

Solo oye su respiración mientras hacen el amor en el parqué, y de repente empieza a sonar el teléfono, suena y suena sin cesar durante un rato terriblemente largo, en sus oídos, en todo su cuerpo, y se detiene un instante para volver a sonar, y se detiene de nuevo, seguro que el director la necesita, solo él puede ser tan insistente, pero a ella ya no le importa, ni siquiera desea que pare el timbre.

Todo quedó en silencio.

De repente él paró y se sentó en el suelo.

Ella lo miró:

—¿Qué pasa? —Al cabo de unos segundos recordó dónde estaban.

Cuando se incorporó y se alisó la falda, dijo como para sí misma:

—¡No me fastidies!

Él seguía sentado en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás, como si estuviera sentado al sol, con el cabello dorado y una expresión en la cara colmada de un extraño vacío.

Mientras se encaminaba a abrir la puerta, le dijo:

—Hemos ido demasiado lejos.

Al levantarse la contempló y, por un instante, cruzó una frase por su cabeza: «Vámonos juntos a alguna parte».

Sabía que no era una buena frase, pero daba igual, la pronunció.

Zelda arqueó las cejas y le señaló la puerta, y cuando él salió, ella se sentó y durante un tiempo se estuvo repitiendo a sí misma, como si le hablara a una persona mayor: «Venga, cálmate».

Su compañera Hanka entró en la oficina —a Zelda le pareció que lo sabía, quizá se había encontrado con Sobotka en el pasillo, o incluso había intentado pasar cuando estaba cerrado con llave— y le dijo:

—Ay, querida Zelda, ¿cómo crees tú que va a terminar todo esto?

—No tengo ni idea.

—Bah, eres joven, tienes la suerte de que puedes marcharte.

—¿Adónde irías tú?

—¿Yo? En tu lugar me iría a Hollywood, con Richard Gere.

Las dos se echaron a reír.

Zelda había venido de la gran ciudad, solo hacía seis meses que estaba allí; al tener una aventura con ella, a Sobotka se le había abierto un mundo desconocido: todo se había vuelto impreciso, atractivamente impreciso. Quizá incluso el hecho de que se hubiera implicado en la huelga con tanta vehemencia tenía algo que ver con ella: una nueva personalidad había aflorado en él y esa personalidad quería mostrarse. Negaba su vida como había sido hasta entonces y era un sentimiento liberador, como una suerte de avalancha de luz, pero ahora, al alejarse de la oficina, sintió que ya no sabía con exactitud dónde estaba. Todo iba más deprisa, el mundo ante él se había diluido en un instante, se había purificado, como si hubiera pasado una enorme quitanieves; sin embargo, Veber había preguntado «¿tienes algún plan?», y esa pregunta resonaba en sus oídos junto con la música y la imagen del humo que flotaba por el despacho, con el olor del aguardiente, el olor de Zelda y la sensación de que había salido a un claro desconocido y de que no sabía dónde detenerse.

Ese mismo día, al llegar a casa, hizo el amor también con su mujer, Zlata.

Más tarde se enteró de que entonces concibieron a su hija pequeña, lo que al final lo reconcilió con su matrimonio.

Nunca pudo explicarse aquel día.

No encontró a nadie que sustituyera a Veber. ¿Cómo iba a encontrar a un director contra el que irían y volverían a hacer huelga cuando fuera necesario?

Después pensó mucho en ello. ¿Qué se debería haber hecho? Como si el anciano, en su última partida, hubiera tirado las cartas para vengarse imponiéndole esta carga.

Más tarde sintió una vaga responsabilidad por todo lo que sucedió a continuación. ¿Se habían sentido así los obreros de Solidaridad? Sobotka siguió luego a Lech Wałęsa, lo veía en la televisión cuando era presidente de Polonia, e intentaba entender qué había hecho Wałęsa, salvo derribar el socialismo, el comunismo o lo que fuera.

Yo no quería ser director, y él se convirtió en presidente, él sabrá lo que quiere, pensaba Sobotka. Con el tiempo, tuvo la impresión de que ni Wałęsa sabía lo que quería ni tampoco él, Sobotka, un pez chico que, después de la huelga, el momento de su vida en el que se había sentido mejor, empezó a percibirse cada vez más pequeño, convirtiéndose casi en plancton.

Quedaba el recuerdo de que una vez había sido parte de algo importante en la fábrica. Pero ese recuerdo ya no podía explicarse.

Muchas veces había oído que lo alababan por haber derribado el comunismo. Durante la guerra, esto le consiguió cierta inmunidad, sabía utilizarlo y a algunos canallas les decía: «¿Dónde estabas tú cuando yo derribé el comunismo? ¿Dónde estabas cuando me perseguía la policía secreta?».

Así lograba que todos se callaran.

Era cierto, en varias ocasiones lo habían convocado a entrevistas para interrogarlo; él se mostraba indolente y taciturno, así que pasaron a otra táctica y aparecían como por casualidad en la barra de los bares, creyendo que después de unas cervezas se volvería locuaz; a su manera repugnante, trataban de acercarse a él usando un tono amistoso, en particular un tipo torpe, al que apodaba Tocho, que tenía la misión de vigilarlo.

—Sobotka, ¿eres católico?

—Por nacimiento…

—¿Y crees?

—Pues… de vez en cuando.

—Ja, ja, ja. «De vez en cuando». Bravo. Podrías ser miembro del Partido.

—No hay prisa.

—¿Y tu mujer es alemana?

—En parte.

—Su apellido de soltera es alemán.

—Oiga, qué bien informado está. Aunque ¿quizá es judío?

—¡No me jodas! ¿En serio?

—Investíguelo.

—¿No serás un sindicalista católico, como el polaco ese?

—Mi mujer es ortodoxa, si tanto le interesa.

—Me tomas por idiota.

—Pero qué sindicalista católico, hombre, ¿no ha visto la composición étnica en esta zona?

—Pues claro, por eso me extraña.

—Y a mí también me extrañaría.

—Pues eso, lo que yo decía…

Estas situaciones lo chafaban. No le gustaban. No le gustaba que lo interrogaran. Por otro lado, su mujer, Zlata, solía decir: «Esto les costará caro a las niñas», porque en aquel momento todo el mundo creía todavía que el sistema duraría para siempre.

Unos meses después de la huelga llegó un directorcillo, un «tecnócrata», como decían, un supuesto experto que ni siquiera se mudó a la ciudad, sino que lo traían y lo llevaban en coche oficial. Volvieron a organizar después otra huelga, pero probablemente ya se había producido el hartazgo: todos los días se veían huelgas en la televisión, el sistema entero estaba a punto de declararse en huelga y ya la suya no causaba sensación.

Tampoco el Tocho le daba la tabarra; a saber en qué andaban metidos.

A veces veía a Veber en la calle, se saludaban desde lejos, y en una ocasión en que casi chocan al salir de la panadería, Sobotka tuvo que pararse. Sabía que el viejo iba a darle el sermón; sin embargo, le sorprendió la forma en que lo hizo: «El Partido está lleno de imbéciles y los trabajadores son tontos. Pero, mira, el Estado todavía pertenece oficialmente a los trabajadores, así que tienes que aprovecharlo. ¿Por qué no os hacéis cargo de la fábrica? No sabrían qué hacer con vosotros».

Veber hablaba con un tono de confianza. A Sobotka le extrañó la familiaridad, porque nunca habían sido afines. Bueno, me trata como si fuese su heredero, pensó. En fin, se le ha ido un poco la cabeza.

—Ya, ya, ¿y cómo lo haría usted?

—Reúnes a todos los que tienen conciencia de clase y os lanzáis…

A Sobotka le hizo gracia el viejo discurso del Partido:

—¿Y adónde vamos, nos echamos al monte?

El anciano se ofendió y al marcharse le dijo:

—Tú ríete. Pelea habrá seguro. La cuestión es de qué lado estarás tú.

Sobotka pensó que el viejo podía decir lo que quisiera porque tenía la inmunidad de ser un antiguo partisano, mientras que él nunca osaría hablar así.

Decidió seguirlo.

—¿Qué pelea?

El viejo se dio la vuelta y, como si regañara a un mal alumno, dijo:

—¿No lo sabes ya? Cuando los obreros no luchan por sí mismos, los empujan a que luchen entre ellos.

Cuando se enteró de que su mujer estaba embarazada, Zelda le dijo:

—No es que me hayas tomado el pelo, sino que no tienes huevos.

Se fue en su Citroën Dyane naranja y nunca más volvió a verla.

El mundo se le volvió a cerrar y, pese a ello, él tiró para adelante.

Nació su hija, pataleaba mucho. Quizá no era una imagen seria, sin embargo, la recordaba así.

Con su primera hija, Jasmina, había sido muy responsable, pero con Viktorija, cuyo nombre había elegido él, solo se reía. Había oído que eso sucedía con los hijos pequeños, que uno ya se había relajado, aunque tal vez, en su caso, la risa fuera su vía de escape, junto con el sutil y habitual olor a alcohol. A Zlata no le gustaba nada.