El Umbral de la Memoria Perdida - Fernando Muro - E-Book

El Umbral de la Memoria Perdida E-Book

Fernando Muro

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Beschreibung

¿Qué fuera del esplendor de la gran Tenochtitlan, la ciudad donde los mexicas construyeron el centro del universo y fuera asombro de los conquistadores españoles, quienes entonces dominaban la esfera del poder y las ideas? ¿Qué pasó en la Gran Plaza Mexica después de su caída? ¿Cómo fue que la férrea voluntad de sus sobrevivientes, a pesar del exterminio y la destrucción, logró rescatar los más preciados símbolos de su cultura para que permanecieran intactos durante siglos? John Talbot, un arqueólogo inglés, y Juan Felipe, su amigo yucateco, evocan ya en la madurez de sus vidas un viejo pacto de juventud. A partir de ese momento se desencadena una aventura inspirada por un arquitecto mexicano cuyo idealismo lo lleva a codificar gráficamente los conocimientos y controvertidas creencias de un sacerdote católico, desatando la más electrizante búsqueda de la memoria de los aztecas en las profundidades de las catacumbas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Se trata de un texto inusual en el panorama de la literatura mexicana actual, hábilmente narrado por su autor, en el que el amor se pone a prueba ante la intriga y se entreteje a la muerte, la ambición, la traición y el deseo de sobrevivir a un acontecimiento donde la Ciudad de México se muestra como una ciudad vibrante que hace frente a una de las etapas más adversas de su historia. La novela recorre lugares y rincones de la ciudad en los que hace cinco siglos los creadores de una civilización singular debieron enfrentar la destrucción de los valores y símbolos de su cultura que, sin embargo, se resiste a ser una memoria olvidada. Los protagonistas trasponen el umbral entre dos épocas y dos concepciones cosmogónicas que nos plantean la eterna pregunta: ¿quiénes somos?

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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El Umbral de la Memoria Perdida (El Quinto Codex)

Primera edición 2015

De la presente edición:

D.R. © Fernando Muro Macías

ISBN ePub: 978-607-8450-23-7 (Bonilla Artigas Editores)

BonArt ediciones

BonArt ediciones es un sello de Bonilla Artigas Editores

Responsables en los procesos editoriales:

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial y de portada: Teresita Rodríguez Love

Hecho en México / Printed in Mexico

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

Con cariño,

para Ana Paula, Fernando, Emilio, Paulina y Alejandra

la nueva generación de mis ilusiones.

Índice

I. El preludio

II. Acatzin

III. El resurgimiento

IV. El encuentro

V. Chichen Itzá, Yucatán, México

VI. Centro Histórico de la Ciudad de México

VII. El Quinto Codex

VIII. La vida es un sueño

IX. Las criptas

X. El caracol de bronce

XI. Domingo, por la mañana

XII. Domingo, por la noche

XIII. Lunes

XIV. Martes

XV. Miércoles, Juan Felipe

XVI. Miércoles, Marcela

XVII. Miércoles, por la tarde

XVIII. Miércoles, hacia la media noche

XIX. Jueves

XX. La tragedia

XXI. El adiós

XXII. Los demonios de Marcela

XIII. La vecindad

XXIV. Melquiades

XXV. “El Maestro”

Epílogo

Sobre el autor

I. El preludio

En los caminos yacen dardos rotos,

los cabellos están esparcidos.

Destechadas están las casas,

enrojecidas tienen los muros.

Visión de los Vencidos.Manuscrito Indígena (1528)

Era el tiempo en donde todo acababa, el tiempo en donde todo nacía. Era el tiempo en donde nada estaba definido, el tiempo sin rumbo. El tiempo del caos antes de la creación. La génesis de una raza cósmica.

La mañana era fresca como todas las de principios de otoño en la cuenca de los cinco lagos. El sol resplandecía atravesando la incomparable transparencia del aire, que se mecía plácidamente como una suave brisa acariciando el paisaje. Sólo algunas difuminadas nubes matizaban el horizonte hacia Teotihuacan. Los imponentes volcanes dominaban el valle, como señores y dueños de los cinco lagos del valle del Anáhuac, que se mostraba como un espejo roto que sólo reflejaba imprecisos destellos de incertidumbre y desolación. Parecía que nada tuviera movimiento. Una inanimada atmósfera cubría la altiplanicie en donde reinó la dinastía de los once Tlatoque Mexicas, descendientes directos del primer tlatoani: Acamapichtli. Los presagios funestos se habían cumplido. ¿Serán estas sus consecuencias? Los antiguos dioses creadores del universo, creadores de vida, habían sido derrotados, y sus súbditos caídos por todo el Anáhuac esparcían el hedor a muerte que se disipaba lentamente del ambiente, pero no del corazón de los vencidos que se rebelaban ante la ignominia de su destino. Nadie puede contra los designios de los nuevos y poderosos dioses que, altivos en su victoria, reclaman las tierras y riquezas para su estirpe. Es el resultado de un colosal choque de creencias surgidas de la misma necesidad: imponer el dominio de sus dioses que testifiquen la identidad y el origen de su linaje. Lucha por un minúsculo espacio del universo en donde todos los dioses serán eternos, aun los caídos, en tanto perduren en la mente de sus fieles seguidores. Pero los vencedores siempre escriben con sangre el presente, para convertirlo en pasado glorioso y construir el texto de su historia contando sus hazañas, glorificando a sus héroes, imponiendo su visión, tratando de enterrar la colosal cosmovisión de un pueblo caído pero que existe en la memoria imborrable de sus proezas y en el pétreo y perpetuo testimonio de su grandeza.

El vuelo raso del águila real, aquella ave majestuosa que inicia el mito de Tenochtitlan, la que posó altiva en el pequeño islote que dio comienzo a la grandeza Mexica, podía apreciar la magnitud del desastre. Por toda la cuenca de los lagos, desde Chalco y Xochimilco en el sur, hasta Texcoco en el oriente y Zumpango y Xaltocan hacia el norte, reinaba la desolación y el desamparo. El islote, convertido por los Tenochas en la imponente Tenochtitlan, había caído en desgracia. Se había convertido en el centro geográfico y moral del desastre. Ahora era un pueblo profanado por el conquistador europeo. Sus moradores lloraban a sus muertos cercenados por el filo de la espada, mutilados por el estruendo del cañón y rendidos por el arma más temible: la muerte lenta e implacable, invento de los nuevos dioses, infligida por purulentos bubones que desfiguraban las caras de niños, mujeres, varones y ancianos, haciendo para algunos impuro y tortuoso el camino al inframundo, y para otros, los que cayeron en la lucha, divino y glorioso en los niveles celestes. El temor de sus dioses por el contagio del veneno esparcido por otros dioses socavaba su autoridad y marginaba a sus súbditos, volviéndolos parias en su propia tierra, donde ahora el desconcierto reinaba en el alma de un pueblo sin mañana. La confusión de los dioses, la confusión del tiempo que se termina. ¿Y ahora qué? ¿Quién reinará? ¿Estas nuevas y victoriosas deidades deberán ser nuestra guía? Sólo un dios puede derrotar a otro dios ¿Será el advenimiento de un nuevo sol? ¿Una nueva hecatombe como las que precedieron a las cuatro anteriores para dar paso al Quinto Sol que hoy declina? ¿Esta nueva calamidad, producto de la colisión de dos cosmovisiones, es el principio de un nuevo destino? Todo era caos como en el principio, donde nada era posible, y sin embargo era el inicio de todo lo nuevo. Sólo faltaba tiempo. ¿No habrá futuro para los vivos? Cuando la memoria de los vivos muera, sólo quedará el mito: el mito de los dioses caídos. Pero para ellos, para todos los vencidos, queda una pregunta en el corazón roto de los mexicas: ¿quién gobernará el universo?

Su centro ceremonial, todavía humeante por la cruenta batalla, empezaba a desmoronarse piedra por piedra. Los palacios de Moctezuma y Axayácatl eran ahora teas humeantes que iluminaban el paso de los conquistadores. Su historia y su grandeza sería destruida templo por templo, borrada, inhumada en el mismo suelo que los mexicas construyeron palmo a palmo hurtando el vital espacio a las aguas que los rodeaban. Ellos construyeron con sus manos, por mandato divino, el centro del universo. El vuelo del ave presenciaba la hecatombe de edificios, cuerpos y almas que nunca volverían a existir. Nunca como en sus tiempos de esplendor. La blancura de sus mansiones, sus techos de fina hechura estaban destruidos. Cientos de canoas a la deriva poblaban el lago, y se mecían al garete bajo el impulso de la suave brisa. Por sus plazas y tianguis, donde con gran algarabía se ofrecían mercaderías de los cuatro rumbos del universo, ahora, a manera de póstumo sacrificio ofrecido a sus dioses, en sus explanadas y templos, como muestra de su lealtad, corría la sangre derramada en la batalla, impregnada en la tierra que los vio nacer, y teñida indeleblemente en la piedra que dio forma a su esplendor.

II. Acatzin

Eso es de los dioses de este pueblo;

dejad las cosas como plumasy otras

que no sean de oro, y el oro tomáoslo

e yo os daré todo lo que yo tenga.

Andrés de Tapia, Motecuhzoma

Acatzin abrió los ojos sobresaltado, y se quedo inmóvil en un instante que pasó de la confusión a la certeza, lo suficiente para darse cuenta de que estaba vivo. Tenía que estar seguro de que no era un estado de su mente alterada y transfigurada por la presencia de la muerte. Tenía que estar seguro de que no era una ilusión producto de su estado de agonía, que le hiciera soñar que estaba completamente vivo estando tan cerca de la muerte. Se levantó pesadamente, con suma precaución, como temiendo provocar al dolor que le taladró la razón y el sufrimiento de cada uno de sus huesos. La fiebre y la desolación lo abrasó por semanas desde que la maligna enfermedad contraída por el influjo de los nuevos dioses lo había incomunicado del mundo. Un mundo que había formado respetando los mandatos de sus dioses y señores, y que ahora se desmoronaba en una inicua vorágine de destrucción y muerte.

Su propósito era permanecer inerte hasta que la muerte anunciada por las bubas le llegara implacablemente. Él contempló el deceso de sus seres más amados, él recogió sus cuerpos inermes salpicados por las punzantes erupciones escarlatas herrando la frescura de sus cuerpos, que morían con la lentitud y el inexorable desenlace de un ocaso de verano. Cuando empezaron a brotarle las primeras pústulas en la cara comprendió que correría la misma suerte, la misma fatalidad infligida por la crueldad de los dioses invasores. Por eso se fue lejos, a morir de cara a sus dioses, en el Xitle, donde sólo ellos presenciaran su deceso. Pero el oscuro viaje a los nueve escaños para llegar a mictlan quedó aplazado por obra de los dioses creadores. Algo lo puso alerta: una orden divina que le urgía a levantarse, así como el toque del caracol le arengaba a prepararse para una gran batalla. Armado de valor y de una extraña energía, dirigiría él solo la más feroz de las batallas, la última batalla: la batalla por no perecer ante la más abyecta arma del invasor. Algo le ordenó levantarse y seguir en la lucha, olvidando sus dolencias, que misteriosamente desaparecían mientras aumentaba su euforia. Sin saberlo a ciencia cierta, Acatzin presentía por qué aún no estaba muerto. Aunque nadie ni nada pudo ayudarlo a salvar a su familia, ni siquiera las emanaciones de copal ofrecidas a Xipe Tótec pudieron salvar a su más amada, ni a sus hijos, que habían sucumbido al terrible azote de los encarnadas pústulas que devastaban los callpulis sin miramientos de rango o valentía. Nadie podía con la terrible arma de los nuevos dioses. Sin embargo, sabía que algo sobrenatural le había concedido nuevamente el don de la vida. Prevalecer era derrotar el arma más mortal del enemigo, un don otorgado por los dioses vencidos que se negaban a sucumbir. Su precio: cumplir el mandato de las divinidades, retribuir el favor de la vida desempeñando una labor que las perpetuara.

El hambre y la sed lo abrasaban. Tocó el comal frío y el ocote ahumado por antiguas y extintas brasas. En un morral colgado había algunas tortillas de maíz, endurecidas por los días de vigilia que pasó esperando la muerte. Las partió en pequeños trozos y las empezó a engullir lentamente. Algunas legumbres secas y un poco de amaranto le dieron alimento y fortaleza, descubrió la verde vaina de un chilli y se la llevó a la boca con avidez. Su lengua reconoció la familiar mordida del picante, que le hizo reaccionar. Buscando calmar la irritación de su boca que le confirmaba el despertar pleno de sus sentidos, llegó hasta la jícara de barro. Su cara desfigurada por la viruela se reflejó en el espejo de agua. Tomo un sorbo, lavó su cara lacerada y la enjugó con su manto de algodón, sintiendo el paliativo de su frescura. Salió del jacal lentamente, y de pronto tuvo a sus pies la grandiosa extensión del Valle del Anáhuac. Las faldas del Xitle, antiguo volcán extinguido, eran la zona boscosa del valle que subía por la empinada ladera desde donde se contemplaban los lagos que formaban un único e inmenso cuerpo de agua. Ahí, años atrás, en la sagrada soledad del Xitle, decidió construir un sencillo jacal con paredes de piedra negra y techo de ramas y paja. Tenía ante sus ojos el familiar panorama en donde había pasado días gloriosos con sus dos hijos e Itzi, su fiel y virtuosa compañera, que honraba a los dioses de su callpuli con humeantes ofrendas de copal. Era un especie de lugar secreto, lejos de su callpuli, en donde experimentaba la comunión con sus dioses. Ahí enseñaba a sus pequeños hijos a ser buenos mexicas, y les transmitía las enseñanzas de su padre, que a pesar de no ser de sangre noble tuvo el honor de estudiar en el Calmécac por su inigualable valentía como guerrero y su destreza como mentor en el arte de capturar prisioneros destinados al sacrificio ceremonial. Posteriormente su padre pasó a formar parte del séquito de oficiantes en las ceremonias que marcaban los días del año adivinatorio, y que sólo podían entender los iniciados que estudiaban en las aulas del Calmécac.

Acatzin era un constructor que trabajaba el tezontle, el basalto y la piedra con reconocida maestría, lo que le permitió conocer palmo a palmo el diseño de calzadas, acequias, canales, diques y acueductos que formaron la ciudad más sorprendente de Mesoamérica. Él era un soldado del urbanismo, e integraba ese legendario grupo de gigantes que participaron en las diferentes etapas constructivas del asentamiento mexica en el centro del mítico lago. Ellos dominaron con ingenio y maestría el agua que los rodeaba, y depositaron puño a puño la tierra que faltaba, ofreciendo por generaciones sus vidas a la titánica labor de darle un lugar a sus dioses y fundar en ese precario espacio el centro del universo: la gran Tenochtitlan. Bajó sintiendo en sus sandalias los burdos escalones que él mismo talló en la negra y porosa piedra volcánica, y tomó el sendero que a fuerza de caminarlo había marcado la pendiente que serpenteaba por la abrupta ladera del volcán. Entre arbustos y matorrales, los pastizales brotaban como amarillentos penachos, matizando las negras e intrincadas formaciones rocosas. Vadeó las nopaleras y las cortantes piedras volcánicas, y al cabo de un rato se detuvo súbitamente como si alguna extraña voz se lo ordenara. Desde las alturas dirigió la mirada hacia el noreste, como si una aguja magnetizada orientara su destino, y sintió esa especial energía que nunca había experimentado. Apenas distinguió el promontorio ahora cubierto por la vegetación y los inmemoriales ríos de lava petrificada del Xitle. Pero ahí estaba lo que buscaba: la energía brotando en toda su circunferencia. Se encaminó hacia el rumbo de Cuicuilco. Sólo él y su febril sueño sabían por qué encaminaba sus pasos hacia aquel desolado paraje. Ese era el lugar donde hacía más de dos milenios sus pobladores construyeron un centro ceremonial, y levantaron un gran basamento circular con cuatro conos truncados superpuestos, y en su parte superior dos adoratorios. Ancestros de las civilizaciones de la cuenca, que conocieron el esplendor antes que Tenochtitlan y Teotihuacan. Pero un día el Xitle despertó intempestivamente y sólo la terrible erupción y el implacable paso de la lava pudo desterrar a sus habitantes hacia otros horizontes, abandonando sus templos por la imperiosa furia del volcán.

El paso era ligero, a pesar de sus días de vigilia, debido a sus ansias por llegar a su destino, en donde contadas casas de pocos habitantes trabajaban la piedra volcánica. Su entusiasmo y una alterada urgencia por encontrar su destino lograron que la jornada de camino le acercara al pequeño caserío pasado el mediodía. Los contados habitantes en las inmediaciones de la antigua y abandonada “pirámide” de Cuicuilco se asentaban eventualmente en la zona para elaborar utensilios, armas de obsidiana y piedras labradas para la construcción. El abandono era completo en los precarios jacales que quedaban en pie, y sólo el olor a muerte rondaba en sus maltrechas habitaciones. Acatzin recorrió cada una de ellas, hasta encontrar al único morador del asentamiento. Era un rústico jacal de muros de piedra volcánica con techo de ramas y follaje, que sólo podía dar cabida a una pequeña familia . En ella estaba postrado en su estera de paja tejida, vistiendo sólo su taparrabo de algodón y exhibiendo en su cuerpo semidesnudo las aberrantes bubas que lo herraban con sus indelebles marcas. Acatzin llego hasta él y se sentó en cuclillas en una de las orillas del petate tendido en el piso de tierra. Con actitud paciente, sin pronunciar una palabra, con delicadeza, como si temiera hacer algún ruido que agobiara más la precaria situación del único habitante que languidecía en su lecho de muerte, el indígena postrado parecía no tomar en cuenta la cercanía de su visitante. Tal vez creyó que venía a acompañarlo en su camino al inframundo, preparándolo para su viaje a los nueve escaños para bajar a las tinieblas de Mictlan, y luego desaparecer para siempre. Pasaron unos momentos de incertidumbre, hasta que Acatzin empezó a hablar con palabras de autoridad y ceremonia. Al cabo de un rato sus palabras lograron que el indio postrado se sentara en la misma posición que su visitante, para escuchar con más atención y respeto. Cuando Acatzin terminó de hablar, el otro comprendió que no era tiempo de morir, que también era emplazado a cumplir una tarea ineludible. Sin mediar orden alguna, ambos se incorporaron y dirigieron sus pasos rumbo a Xochimilco, en donde la visión de Acatzin llevaba al inexorable encuentro con varios elegidos que se levantaban de su lecho para aplazar la muerte.

La búsqueda y la práctica de leva se extendió bordeando la cuenca sur del lago, se repitió en Tepepan, Acozpa, Coapan, Culhuacán hasta llegar a Iztapalapan y sus alrededores. En aquellos parajes se fueron incorporando todos los que en su lecho de muerte se levantaban al conjuro de Acatzin, que actuaba como el demiurgo de sus dioses. El cortejo aumentó hasta llegar a varias docenas de indígenas picados por la viruela, sobrevivientes y vencedores en la lucha contra los conquistadores y su insospechada e inconsciente arma biológica.

Al tercer día de que Acatzin se levantó de su lecho de muerte, y realizara su insólito reclutamiento, un abigarrado y sombrío grupo de sobrevivientes caminaba hacia el norte por la calzada de Iztapalapa, en una absurda marcha hacia el centro ceremonial mexica en donde sus enemigos se enseñoreaban acribillando y cercenando los cuerpos de los pocos rebeldes combatientes que no rendían sus armas, ignorando aún la captura de su tlatoani Cuauhtémoc en las inmediaciones de Tlatelolco.

El grupo de Acatzin se formó por grupos apresurados y espontáneos que llegaron por el ramal de Coyoacán, y otros por el de Iztapalapa. Se reunieron en la confluencia con el fuerte de Xólotl, en donde la victoria había relajado la guardia de los extenuados conquistadores y sus aliados. Como los vieron inermes y famélicos, los dejaron caminar rumbo al norte donde se reconstruían los puentes de la calzada, que los mexicas destruyeron en su heroico intento por evitar el acceso a los sitiadores que asediaban a los menguados defensores del centro ceremonial. El gran Capitán Español había ordenado que todos los sobrevivientes nativos de Tenochtitlan se concentraran en Tlatelolco, dando en exclusividad a los conquistadores y los altos dignatarios de sus aliados la parte central y ceremonial de la gran ciudad, hacia donde se dirigían los resueltos y desafiantes reclutas de Acatzin. El grupo caminaba con desparpajo, retando la furia y el poder del nuevo orden que se dedicaba a saquear las infortunadas viviendas de los conquistados, y empezaba a derruir los templos y palacios mexicas para conformar un yermo en donde levantarían los suyos. Se acercaron por la Calzada de Iztapalapa hasta las cercanías de la puerta sur, que daba acceso al terraplén escalonado que delimitaba el gran centro ceremonial de Tenochtitlan. Los escasos soldados españoles que resguardaban la entrada se dieron cuenta del extraño cortejo que se acercaba resueltamente hacia ellos. Reaccionaron dando la alarma con sendos disparos de arcabuz y voces de alerta, sin lograr intimidar el avance de la marcha de los desfigurados mexicas, que se acercaban paso a paso a la espaciosa Puerta de las Águilas. Antes de llegar al umbral del simbólico acceso hacia el centro del universo mexica, soldados a caballo blandiendo sus espadas y alabarderos cruzando sus lanzas bloqueaban la entrada, mientras perros mastines controlados por largas cadenas les cerraban el paso con roncos y furiosos ladridos.

Un capitán español les salió al paso, escoltado por cuatro arcabuceros y varios aliados indígenas del reino de Tlaxcala, que se pararon atónitos al contemplar a los inermes mexicas, desfigurados por profundas y recientes cicatrices, que lucían como insignias de su victoria inmunológica ante la muerte escarlata. Acatzin salió al frente con el humilde gesto de capitular ante el enemigo y ofrecer con estudiada y maliciosa docilidad sus habilidades de constructor y poner al servicio del Gran Capitán su experiencia como urbanista y la incondicional mano de obra de su leva. Habló largamente ante los tlaxcaltecas, que transmitían sus propósitos a los impacientes soldados que no acababan por entender el porqué de tan generoso ofrecimiento. Sin embargo, sabían que habían aceptado la derrota y su rendición era total e incondicional, por lo que lo interpretaron como un gesto de sumisión. Una sumisión que nunca antes fue declarada, una paz siempre rechazada, aun en los momentos en los que la victoria de los conquistadores era inminente... ¿Pero por qué todos estos picados de viruela se ofrecían con humildad y cuál era el significado o la razón de su supervivencia?

El sistemático proceso de los conquistadores para destruir símbolos físicos, morales y culturales en el centro ceremonial, sede política y cosmogónica del imperio azteca, había iniciado. Al Gran Capitán extremeño le urgía borrar de su mente y su conciencia la seductora presencia de una visión cosmogónica tan convincente como la que él profesaba, vencida materialmente pero ideológicamente poderosa, impresionante en su práctica pero depurada en su planteamiento cosmogónico y coherente con el entorno natural, el cual habían dominado con maestría. Ese sistema de ideas era peligroso para la fe de los vencedores. Le urgía hurtar al mundo, en un arrebato de candidez, las pruebas que lo inculparan de haber destruido a un pueblo sorprendentemente civilizado, pero diferente a la arrogante visión de los victoriosos. Quería justificar cuanto antes los horrores de su conquista. Ahora quería mostrarse como héroe, ofreciendo el inevitable proceso de mestizaje. Y como siervo de sus creencias, erigir con los despojos de los vencidos templos para su Dios triunfante. Tratando de arrancar de la memoria del mundo, la grandeza de una civilización irrepetible.

En esos días, después de la victoria, la mano de obra para la transformación de Tenochtitlan era un recurso, además de escaso, peligroso. Todos eran enemigos, aunque vencidos, podía resurgir la legendaria vocación guerrera de los protegidos de su dios emblemático: Huitzilopochtli.

Acatzin y su grupo esperaron tres días con sus noches, viviendo a las puertas del centro ceremonial con los escasos víveres que algunos asombrados tlaxcaltecas les acercaban al amparo de la noche y lejos de la soldadesca española que subestimaba su presencia. Pero no había respuesta de los conquistadores, que seguramente esperaban pacientemente su inminente muerte por la infección. Pero la muerte nunca llegó para los osados cacarizos, que no renunciaban a su extraño comportamiento. El cuarto día se apreció una comitiva que les abrió el paso y asumió la aceptación de su ofrecimiento. Fueron llevados al mismo centro en donde los conquistadores se esforzaban por concretar la destrucción del Templo Mayor, derrumbando con gran estrépito los adoratorios de Tláloc y Huitzilopchtli. Con premeditada intención, Acatzin y su grupo de cacarizos se asignaron la tarea, sin que nadie se opusiera, de despejar el lado poniente de la gran plaza, desde la explanada del juego de pelota hasta el templo de Quetzalcóatl hacia el sur, muy cerca del Templo del Sol. Acatzin conocía mejor que nadie las fuerzas y debilidades del suelo del otrora islote sagrado, convertido en la gran metrópoli de Tenochtitlan. Él iba a decidir, con la intercesión de sus dioses, el lugar exacto en donde los conquistadores construirían un templo a su Dios, con la venia de los propios. Nadie se unió a ellos, nadie vigilaba sus movimientos... Eran libres en su ingrata pero ineludible tarea de destruir lo que ellos habían hecho con sudor y las encallecidas manos de generaciones de esforzados mexicas.

Más tarde, en el frío de la noche, Acatzin les habló por primera vez de su sueño divino. Les aseguró con vehemencia que ellos estarían vivos a pesar de las llagas que pronto desaparecerían, dejando cicatrices que los distinguirían como los únicos guerreros que vencieron las armas de los dioses que llegaron del sol. Pero el poder otorgado por los Tezcatlipocas y Quetzalcóatl tenía un designio: cosechar todos los objetos y símbolos producto de tributos o creados por la habilidad y sensibilidad de sus propias manos, para luego ocultarlos a los ojos de sus conquistadores: ofrendas, restos de sus ancestros, códices, oro, plata , jade, esmeraldas y rubíes, plumas, vasijas, cofres, corales marinos, ónix, obsidiana, ídolos y sobre todo los restos de sus Tlatoque, incluyendo los restos del malogrado Moctezuma. Conformarían la colección más sorprendente y representativa de su historia y sus logros. Cerrarían canales, drenarían acueductos, cubrirían cámaras y recintos, y construirían muros subterráneos para resguardar de la codicia del invasor los símbolos de su cultura. Ocultarían, sin ser observados, al amparo del horror a sus cuerpos lacerados, la evidencia de su grandeza.

Ayudad a nuestros señores,

los que tienen armas de metal,

destruyen la ciudad,

destruyen la mexicanidad,

ea, esforzáos.1

Bajo el sol ardiente o a luz de luna, se movían laboriosamente como insectos que, en programada formación, llevaban su colecta del día con la que llenaban sus nichos para satisfacer los apetitos de sus dioses. Mientras, en otras áreas cercanas del centro ceremonial, el Templo Mayor era sistemáticamente destruido por insólitas explosiones. En la parte poniente al Templo, hacia el palacio de Axayácatl, entre el Templo del Sol y un templo circular dedicado a Ehécatl, Acatzin y sus cacarizos practicaban una disfrazada devastación en la superficie, ordenada y sistemáticamente programada por los conquistadores. Al mismo tiempo, en el subsuelo, alzaban un insospechado museo para encubrir una construcción de escondrijos en donde depositarían los inapreciables tesoros que ahora se encontraban en manos de sus conquistadores o en el abandono de la hecatombe. Su deber era rescatarlos y volver a ofrendar a sus dioses, usando como escudo el arma arrebatada a sus conquistadores: el miedo al contagio del terrible virus, que Acatzin y su mínima hueste, por mediación divina, habían vencido en insólita contienda por la vida. Se movían como seres invisibles, intangibles por la venturosa discriminación de sus captores, que sólo divisaban desde lejos la presteza de sus movimientos. La diligencia y los apreciables avances por conformar un terraplén y futuros cimientos, en breve servirían para construir una primera catedral de limitadas dimensiones simbólicas, para, con el paso del tiempo, deslumbrar a la Nueva España y al mundo conocido con una gran Catedral que se erigiría como símbolo de la cristiandad y el colonialismo.

Acatzin llegó a formar parte de los concejos que se creaban para decidir la naciente urbanización de la Nueva España. Nadie como él conocía la inestable conformación de su suelo anteriormente rodeado por las aguas del lago. Las primeras construcciones de los invasores serían levantadas en las partes firmes, en donde ahora y por poco tiempo se elevaban majestuosos los símbolos del universo azteca. El conocimiento de estos terrenos le confería a Acatzin una autoridad y autonomía indiscutibles ante los constructores europeos para decidir el trazo y ubicación de la arquitectura y urbanización de una nueva y naciente región del universo, que el Gran Capitán llamaría Nueva España. Pero lo hacía con el dolor de ver cómo su centro ceremonial era arrasado por sus propias manos, sobreponiéndose a lo inevitable. Deslindó terrenos propicios para la construcción sin que los constructores europeos, comandados por su Gran Capitán, recelaran de las verdaderas intenciones que el “sumiso” cacarizo tenía para salvaguardar sus valores culturales. Acatzin intuyó que con el tiempo este templo para los nuevos dioses, sin conocer su estructura, rivalizaría en tamaño y altura con el Templo Mayor y su orientación opuesta a la de los dioses caídos.

Con trabajo arduo y sistemático, algunos tramos del canal principal fueron desecados, formando extensas galerías subterráneas de mampostería. Largas cápsulas herméticas en donde serían colocados los tesoros que ahora eran botín y que deberían ser arrebatados de la codicia del invasor. Este acervo sería depositado en vasijas y cofres de piedra, como respetuosas ofrendas a sus dioses, reyes y señores, y a sus seres queridos caídos en la batalla, que ahora habitaban en la geografía central del universo, en las profundidades de Mictlan o en los altos cielos de Omeyocan, esperando su redención para ser devueltos a un nuevo proceso de la vida. La memoria de los mexicas sería enterrada con la estricta ceremonia e importancia, distribuyendo su colocación con intencionada secuencia de contar su historia, una biblioteca en donde se leería en acervos de piedras polícromas, oro, plata , turquesas, plumas, alfarería y códices en donde asentaron con precisión la sabiduría de su vida cotidiana y la grandeza de su pensamiento universal.

La conformación del terraplén ordenado por el Gran Capitán era cada día más urgente. La suerte de Tenochtitlan estaba echada y algunos de sus templos serían usados como material para la cimentación y estructura de las nuevas construcciones coloniales. Pero Acatzin y su grupo habían estructurado con gran habilidad un plan para rescatar los símbolos de su cultura, construyendo una tumba a su civilización con sus propios restos. Sería, en su derrota, la más grande victoria para un pueblo vencido. La noche y la luz de luna eran sus cómplices para la recolección ordenada por sus dioses. Mimetizados por el conjuro de Coyolxauhqui y el señor de la noche, los objetos sagrados o ceremoniales eran sustraídos de las mismas barbas de sus barbados opresores. Como serpientes se deslizaban por los orificios más intrincados, por los escarpados terraplenes de sus templos o por los recintos y recámaras más vigiladas. Hurgando en el fondo del lago y de los canales encontraban piezas abandonadas por el miedo y la prisa en la huida de aquella noche, la más triste del conquistador. También sustraían de los cofres, que almacenaban el botín de los vencedores en los aposentos de palacios semiderruidos, alhajas de oro y jade, utensilios ceremoniales de obsidiana y ónix, figuras antropomorfas de sus deidades que recolectaban con veneración y que presurosos colocaban en su huacalli de carrizo. Corrían como sombras por las orillas de los canales, agazapados en las laderas de las calzadas o bajo los pilotes de los puentes. A pie o en pequeñas canoas se desplazaban llevando su preciosa carga, que luego era depositada en alguna urna dispuesta dentro de esas cámaras que Acatizin y sus cacarizos habían construido con fervorosa diligencia. Por la mañana, con sólo algunas horas de sueño, se levantaban con presteza para reanudar los trabajos que a la postre servirían a los nuevos constructores para dar cimientos a una nueva arquitectura que nunca sería del todo cristiana en sus templos, ni del todo española en sus palacios. Acatzin y sus constructores, con su engañoso comportamiento, les estaban señalando a los conquistadores dónde deberían levantar su templo que sirviera de tumba a la cultura mexica. En ese lugar ellos levantaron los templos consagrados a sus dioses y ellos los derrumbaran y ellos mismos levantarían un nuevo templo consagrado a otro Dios, que paradójicamente sirviera de impensado mausoleo a la memoria sumergida de sus dioses, que serían inhumados en el subsuelo mexicano.

Aquella noche reinaba la calma en el campamento cercano al palacio de Axayácatl. Sobre la explanada del juego de pelota, sólo algunas humeantes fogatas indicaban la presencia de sus invisibles moradores, que permanecían alertas al llamado de Acatzin. Parece que los dioses estaban satisfechos: su mandato divino se había cumplido. Sus tesoros inhumados en la oscuridad del centro del universo hablarían no sólo de sus habilidades como artesanos, sino también de la visión de su relato mítico para explicar su existencia y la armonía con la naturaleza, así como Hutzilopochtli, su dios tutelar, que los guió hasta el centro del universo ordenando la fundación y expansión de una gran ciudad en donde se realizaran proezas nunca vistas por morador alguno en el vasto valle del Anáhuac. Ahora como una terrible paradoja, que sólo puede concebirse en la mente de los dioses. Ellos ordenan conservar su grandeza ocultando lo que sus súbditos construyeron con obediencia.

Acatzin los reunió esa noche al amparo del silencio y el cansancio de la jornada. Los tocó en la frente y su brazo izquierdo, simbolizando el yelmo y la rodela, los ungió uno a uno ceremoniosamente con un tinte azul, en una expresiva representación de que habían sido tocados por Huitzilopochtli, convertidos en Caballeros Águila, investidos con el más alto rango de un guerrero mexica. Asignó a cada uno un rumbo del universo en donde sembrar la simiente biológica de su legado otorgado por los dioses. En silencio se dispersaron como siluetas azules bajo la sombra plateada de la más hermosa luna jamás vista en el altiplano azteca, dejando la leyenda a vencidos y vencedores el enigma de Acatzin, que sin razón aparente construyó para sus conquistadores un terraplén para sus nuevas alegorías, entre la explanada del Juego de Pelota, el templo de Ehécatl y el palacio de Axayácatal. Ahora, bajo el subsuelo, yacen los restos simbólicos de Tenochtitlan, y sobre ellos, en poco tiempo, los conquistadores formarán un código de nuevos símbolos cuando construyan su gran catedral sobre el suelo mexica. Jamás volverán. Jamás serían vistos por rumbo alguno. Jamás códice alguno cantará las hazañas de Acatzin y sus cacarizos. En ningún tiempo de todos los soles venideros sería descubierto el engaño de colaborar con los conquistadores. Ninguno de los nuevos hombres que llegaron de oriente para imponer a su Dios sabrían de su legado sumergido. Acatzin y sus cacarizos llevarían por siempre ese secreto. Morirían con el injusto estigma de la traición, que les perseguirá eternamente, pero su secreto sólo sería revelado a los de su estirpe.

Solo, sin rumbo, sin encontrar un lugar en su destruido universo, Acatzin vagó por la cuenca de los cinco lagos sin propósito fijo, esperando una última consigna. Cruzó el lago en una frágil canoa hasta muy al norte de Texcoco, evitando la cercanía de Tenochtitlan. Su aparente, afanoso y errático transitar por la cuenca norte del lago obedecía a cumplir el último designio de los dioses: un encuentro en la ciudad donde había nacido el Quinto Sol y ahora sólo era habitada por los dioses. Atracó su frágil canoa en un paraje desolado, y bajó en la orilla con la seguridad de que era el lugar indicado. Cerca de ahí, esperó en cuclillas a la sombra de un árbol frondoso e inusitado cuyas puntas de las ramas tocaban el limo húmedo de la playa. Sin duda algo inusual para las márgenes norte del lago, en donde la salinidad del agua sólo permitía el desarrollo de tules y matorrales.

El sol anunciaba el mediodía cayendo vertical sobre las mansas aguas del extenso lago. Una docena de asustados chichicuilotes volaron ruidosamente para asentarse en el cieno de un charco cercano, donde empezaban a picotear la superficie en busca de larvas y caracolillos. Súbitamente, y con inusitado brío, se escuchó el musical golpeteo de las cañas de los tules que se batían para dar paso a un espigado indígena con atavíos de la nobleza tolteca. Con ágiles movimientos llegó hasta donde se encontraba Acatzin esbozado por las ramas del frondoso árbol. Se paró frente a él que, inmutable, permanecía sentado mientras el personaje le mostraba sus respetos con palabras sólo reservadas a los príncipes aztecas, y le indicaba con ademanes el camino que debían seguir para encontrarse con su destino. Acatzin se incorporó y siguió los pasos de su inesperado guía.

Caminaron en silencio y sin descanso por los senderos que los llevaron a la ciudad sagrada. La mítica ciudad abandonada y habitada ahora sólo por los dioses: Teotihuacan, “lugar donde nacen los dioses”, espacio sagrado en el que los dioses se congregaron para crear el tiempo del Quinto Sol, y en donde Quetzalcóatl se sacrificó para que el sol naciera por el este y se moviera hacia el oeste, otorgando a los hombres el presente más preciado: el ciclo vital del universo. Entraron con el sol de la tarde cruzando la ciudadela y su gran plataforma cubierta, apenas delineada por los implacables efectos de la vegetación y el polvo de los tiempos, pero ambos sabían que algún día los dioses harían resurgir su grandeza y emergería de su oculto retiro el templo de la Serpiente Emplumada, con sus altares y adoratorios. Algún día ellos manifestarán el significado universal del extenso complejo arquitectónico teotihuacano. A pesar de que sus templos y palacios estaban cubiertos por siglos de vegetación, siguieron por el inconfundible trazo llano y recto de la Calle de los Muertos, escoltados por las impresionantes pirámides que ahora destacaban como verdes montañas sagradas surgiendo entre la maleza. A su derecha, la monumental Pirámide del Sol los hizo sentirse pequeños y mortales al comprender la grandeza de los dioses que levantaron una obra tan colosal. Siguieron su camino por la Calle de los Muertos, hasta donde la Pirámide de la Luna marcaba el final de su recta trayectoria y el arribo al predestinado plan que los dioses le tenían reservado. Frente a la formidable pirámide convertida en montaña sagrada por el paso de los siglos, sobre la plazoleta, se avivaba una fogata con el viento impulsado por los últimos rayos de El Sol, que dejaría en poco tiempo la soberanía de la noche a La Luna, y continuar el eterno y cotidiano duelo de los dos astros por conquistar la supremacía de la vida .

En la soledad del paraje iluminado por el reflejo de la fogata, resplandecía con alucinante y anacrónica belleza, finamente ataviada con ornamentos de princesa tolteca, una joven mujer engalanada con sus más ricos vestidos, y que lucía un collar de conchas con incrustaciones de piedras verdes y pendientes de oro labrado. Esperaba a los solitarios caminantes que se aproximaban asombrados ante la indescriptible visión que tenían ante ellos. Acatzin quiso acudir a su acompañante para pedir un explicación de la imagen que tenía ante sus ojos, pero se había desvanecido confundiéndose con el humo blanco de la fogata. Se dio cuenta de que ahora estaba sin tutela alguna. Solo y confundido en aquel paraje sagrado y solitario, invocó a los cuatro creadores de la vida. Acatzin esperó la respuesta frente a la princesa, que había sido distinguida y eximida de su sino fatal: el sacrificio a los dioses. Los mismos que ahora reclamaban su vida para unirla a la del héroe, cerrando el eterno círculo de la vida para formar una estirpe inagotable, y ahuyentando así el conjuro de la ignominia de la extinción y el olvido de su raza. Acatzin y la princesa se perdieron en la oscuridad del tiempo con la promesa de sus dioses de que siempre habría un nuevo sol que resurja para cobijar a sus hijos predilectos.

La grandeza del pasado quedó enterrada por Acatzin y sus cacarizos. Sólo el porvenir podría exhumar la memoria custodiada por siglos de sombras, en la profundidad del centro del Universo Azteca, apartada de la incomprensión, la destrucción y la codicia que interrumpió la singularidad irrepetible de una civilización extraordinaria, y que sólo es conocida por la subjetividad de sus conquistadores y la incuestionable verdad de sus vestigios. Mientras no se manifieste un mejor futuro, el “Secreto de Acatzin” sólo sería conocido por su estirpe, inagotable, pura y eterna.

III. El resurgimiento

Allí donde están las casas esmeralda,

allí donde están las casas de pluma de Quetzal,

es donde reinas tú, Moctecuzomatzin

Canto Nahua

El bullicio en las proximidades del aeropuerto era el cotidiano. El amarillo séquito de taxis participaba activamente en el interminable deporte de moverse en el tiempo y el espacio, cuyo marcador era mostrado en el tablero de “Llegadas y Salidas”. En el interior, los viajeros distribuidos en las mesas de atención de las aerolíneas, a lo largo del amplio corredor, parecían ser los mismos de siempre: enseres inamovibles del pletórico inmueble metropolitano. Se podía identificar a los que partían de los que llegaban: los primeros, tensos y agobiados por exigencias de su horario; los segundos, sonrientes y angustiados, tratando de encontrar a la persona que había jurado esperarlos entre el maremágnum humano de una de las ciudades más populosas del mundo.

Los pasajeros del vuelo de Iberia, procedente de Madrid, se acercaban en ordenada fila a los módulos de migración. El más alto de todos, vestido impecablemente de chaqueta azul marino y pantalón café oscuro, se adelantó mostrando al oficial de migración su pasaporte inglés. Esperó pacientemente el interminable escrutinio en las hojas del pasaporte, seguido por la sesión de sellos y la habitual frase de beneplácito de quien era admitido en el país:

−Bienvenido a la Ciudad de México.

−Gracias −contestó él en español.

Caminó sin prisa, dirigiéndose sin titubeos hacia la revisión aduanal, que pasó sin contratiempos. Con parsimonioso andar, sin la angustia de encontrar a alguien que lo esperase, tomó la puerta de llegada de los pasajeros de vuelos internacionales procedentes de Europa. La noche era tibia, agradable como todas las noches de verano en la capital mexicana. “Sensual”, diría el inglés, acostumbrado a las heladas noches londinenses. Abordó el taxi junto con su austero maletín de piel y un cilindro de plástico negro sostenido por una correa que colgaba sobre su hombro izquierdo.

−A la plaza principal −dijo en buen español.

−¿Al Zócalo, míster? −preguntó el chofer refiriéndose a la Plaza de la Constitución, por el nombre coloquial con el que todos los habitantes de la Ciudad de México, conocen la plaza principal del centro histórico.

−Sí, por favor −respondió con un leve acento extranjero que traicionaba la correcta pronunciación de su español.

Colocó su escaso equipaje en el asiento trasero y se acomodó junto al chofer, quien de inmediato intentó charlar con su cliente. El flemático pasajero, que sólo contestaba con monosílabos, se distraía mirando las luces que dejaba a su paso y escuchaba el bullicio de las inconfundibles voces y sonidos de una ciudad que día a día era inventada y descubierta por sus pobladores. A pesar de eso, observó que la ciudad conservaba su terca fisonomía, que transitaba del colonialismo al modernismo. Se sentía asombrado por la perenne e implacable transformación de una ciudad que, creando modernidad, destruía costumbres, tradiciones e imágenes citadinas, pero que seguía siendo el centro del nacionalismo de un pueblo que, después de su choque con el viejo mundo, formó una identidad propia que mantiene vigente después de casi cinco siglos de cambios.

John F. Talbot recordaba como un vago sueño sus anteriores estancias en la capital azteca. Por alguna razón inexplicable, y con encontradas emociones, añoraba las andanzas de un joven e irresponsable pasante de antropología, cuyas largas estancias veraniegas en la ciudad sólo le habían dejado recuerdos anodinos de una época intelectualmente insustancial. No era comprensible para él, desde su nueva perspectiva existencial, que habiendo permanecido en esta enigmática ciudad por largos períodos no hubiera sacado de sus entrañas conocimientos invaluables de una de las áreas citadinas más sorprendentes del mundo, con asentamientos humanos milenarios, cuyos vestigios yacen por donde miles de personan transitan cotidiana y despreocupadamente, pisando encima de las baldosas de su desgracia y sobre los vestigios de su grandeza. “Soy un apasionado de los mayas”,­ se decía justificando su indiferencia juvenil a la gran Tenochtitlan. Pero tal vez fue debido a su época de inmadurez y su aversión a los compromisos intelectuales. En aquellos tiempos, el verse suelto en un país sin la rigidez europea le proporcionaba un libertinaje desobligado. Además, México convertía en riqueza las miserable becas del gobierno inglés, que se reconstruía de la ruina después de la Segunda Guerra Mundial. Era la revancha que le había ofrecido la vida después de que le negó vivir a plenitud la edad de la ilusión, en donde una máscara antigás era el cotidiano juguete infantil, y cuando el aturdir de la alarma que anunciaba un inminente bombardeo lo llevaba a correr hacia el entrañable regazo de su abuela. El despertar a la vida lo tomó de sorpresa dentro de un espacio y un tiempo sin promisión, que compartía con niños de su edad que vivían su misma desesperanza. Sobrellevó sus once años como un imberbe soldado, con los sentimientos de angustia y soledad dentro de algo parecido a una trinchera en el frente de batalla. Sentado en el frío suelo de los refugios londinenses y rodeado de la obligada oscuridad, esperaba que se apagara el aullido de la alarma que le indicaba que podía continuar con su vida de niño. El miedo y la muerte eran parte de un absurdo juego cotidiano. Él era el hijo mayor de una familia cuyos padres habían muerto a causa de la guerra: su padre en el frente de batalla y su madre en el bombardeo de un hospital cercano a las costas de Dover. Desde entonces, junto a su hermana, refugiaron su orfandad en la fortaleza y el amor de su abuela, que sólo podía prometerles, como regalo cotidiano, la vida de un nuevo día. Su casa en las orillas de Londres había sido declarada inhabitable cuando una bomba estalló muy cerca y, con el horror reflejado en sus rostros, lograron salir antes de que colapsara. Todo lo perdieron. Sólo John abrazaba un viejo paraguas negro que había pertenecido a su padre, que rescató en su huida y que ahora sería su único patrimonio. Eso marcó en su existencia la visión pragmática del sentido de la vida: sólo el presente existe, sólo el despertar por la mañana puede ser la única y verdadera promesa cumplida.