El vértigo de los suicidas - Rosa Huertas - E-Book

El vértigo de los suicidas E-Book

Rosa Huertas

0,0

Beschreibung

Cuando Sofía decide mudarse con su hijo a un nuevo domicilio tras su separación, no puede creerse su buena suerte: acaba de encontrar un precioso piso restaurado en pleno centro de la ciudad, decorado con exquisito gusto y muy asequible. Es perfecto para ella, allí podrá escribir tranquila y comenzar una nueva vida, que se augura feliz. Sin embargo, poco a poco sus rutinas en su nuevo hogar parecen enturbiarse: pronto su hijo se independiza y ella se queda sola con la única compañía, omnipresente, de Germán, su único vecino, que vive en el piso de arriba del antiguo edificio. Se trata de un hombre desaliñado, oscuro, turbio, que al principio la exaspera y luego hace que una difusa sensación de amenaza, de creciente pavor, se cierne sobre ella, hasta el punto de que Sofía comienza a sospechar si no tendría algo que ver con la muerte del anterior propietario de su piso, una muerte, a su vez, relacionada de una extraña manera con un suicidio ocurrido recientemente en su mismo barrio. Rosa Huertas, autora reconocida y premiadísima por su impresionante trayectoria como escritora infantil y juvenil, se estrena, con esta novela excelente, intimista, narrada con un dominio magistral de la primera persona y del manejo de la tensión narrativa, en el género negro. El vértigo de los suicidas da cuenta de su sensibilidad, de su visión única y de su querencia por la composición de caracteres únicos que se quedan con el lector, que le acompañan como esos amigos de los que no puedes dejar de estar pendiente.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 219

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Rosa Huertas nació en Madrid y es doctora en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia y profesora de educación secundaria y bachillerato de lengua castellana y literatura.

Antes de iniciarse en la literatura juvenil publicó varios libros de recopilaciones de cuentos, así como de cuestiones didácticas y de fomento de la creatividad, y como autora de libros infantiles y juveniles ha publicado más de veinte obras por las que ha merecido los más importantes galardones, como el Premio Hache de Literatura Juvenil 2011, el X Premio Alandar de Literatura Juvenil en 2010, el XIV Premio Anaya en 2017 y, en 2018, el Premio Azagal. También ha obtenido, en 2015, el Premio Ciudad de Cartagena de Novela Histórica.

En 2019 publicó su primera novela fuera del ámbito juvenil, Mujeres que leían. En 2021 vio la luz El tiempo que nos robaron, y en 2023 publicó la novela histórica Lazos de tinta.

El vértigo de los suicidas es su primera novela negra.

Cuando Sofía decide mudarse con su hijo a un nuevo domicilio tras su separación, no puede creerse su buena suerte: acaba de encontrar un precioso piso restaurado en pleno centro de la ciudad, decorado con exquisito gusto y muy asequible. Es perfecto para ella, allí podrá escribir tranquila y comenzar una nueva vida, que se augura feliz.

Sin embargo, poco a poco sus rutinas en su nuevo hogar parecen enturbiarse: pronto su hijo se independiza y ella se queda sola con la única compañía, omnipresente, de Germán, su único vecino, que vive en el piso de arriba del antiguo edificio. Se trata de un hombre desaliñado, oscuro, turbio, que al principio la exaspera y luego hace que una difusa sensación de amenaza, de creciente pavor, se cierne sobre ella, hasta el punto de que Sofía comienza a sospechar si no tendría algo que ver con la muerte del anterior propietario de su piso, una muerte, a su vez, relacionada de una extraña manera con un suicidio ocurrido recientemente en su mismo barrio.

Rosa Huertas, autora reconocida y premiadísima por su impresionante trayectoria como escritora infantil y juvenil, se estrena, con esta novela excelente, intimista, narrada con un dominio magistral de la primera persona y del manejo de la tensión narrativa, en el género negro. El vértigo de los suicidas da cuenta de su sensibilidad, de su visión única y de su querencia por la composición de caracteres únicos que se quedan con el lector, que le acompañan como esos amigos de los que no puedes dejar de estar pendiente.

El vértigo de los suicidas

El vértigo de los suicidas

ROSA HUERTAS

A mis compañeros de El Quinto Libro

que me empujan a escribir por la senda oscura

Primera edición: octubre de 2024

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ Torrent de l’Olla, 119, Local

08012 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2024, Rosa Huertas

© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S.L.

Printed in Spain

ISBN: 978-84-19615-99-2

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

1

Cuando compré la casa, no sospechaba que el miedo se escondía en el piso de arriba.

Necesitaba con urgencia un lugar donde empezar de nuevo, donde rehacer mi vida, donde refugiarme. Me bastaba con un agujero y una mesa donde escribir. La literatura me había atrapado en su caverna, me había dado alas para volar y me había convertido en Ícaro. Era una fiel amiga tramposa: no podía abandonarla, porque si dejaba de escribir me volvería loca. Pero la literatura no da para excesos ni para lujos. El casero me subió el precio del alquiler y me exigió una cifra insultante. Por esa cantidad y con los ahorros de años me aventuré en busca de un piso para comprar. Mi hijo se merecía que yo pusiera los pies en la tierra y abandonase la provisionalidad de una vida sumida en la ficción. Una vez escuché que los artistas somos negados para solucionar los problemas cotidianos y me sentí identificada.

La primera vez que entré en el portal y descubrí que no tenía ascensor y debía subir a pie hasta el tercero, pensé que no iba a merecer la pena el esfuerzo. Un hombre joven me abrió la puerta, su rostro mostraba una tristeza evidente que no me pasó desapercibida. No era un vendedor de agencia, se apreciaba enseguida porque no se dedicó a contarme las lindezas de la vivienda. Bastaba con mirar, con ver la luz que salía de cada ventana. La casa era preciosa: decorada con gusto, moderna, luminosa, con muebles recién comprados, llena de armarios: preparada para ser estrenada. En la habitación principal, había una enorme mesa de cristal junto a la ventana. Me vi escribiendo allí, con la luz entrando a raudales, aunque en ese momento hasta las historias habían huido de mi vida. No había nada que contar, salvo mi propio fracaso.

Llevaba semanas viendo cuchitriles oscuros y minúsculos por los que pedían cantidades desorbitadas y aquel piso era el lugar donde cualquiera querría vivir. Enseguida pensé en Miguel, le encantaría porque estaba pensado para alguien joven.

—¿Podrías esperar un rato? —le pregunté—. Me gustaría que lo viese mi hijo.

Creo que le conté mi vida: el ultimátum del casero, la urgencia por encontrar algo, la necesidad de que mi hijo estuviese conforme para tenerlo cerca… Luego me enteré de que mis palabras influyeron en la venta: nadie más vio el piso porque los dueños supieron que era para mí.

El hombre me dijo que se llamaba Lucas y aceptó en aguardar a Miguel, no debía de tener prisa. Corrí a casa y lo desperté:

—Tienes que ver un piso, aquí al lado.

Se levantó soñoliento, era septiembre y aún no había comenzado el curso, no le dejé ni pararse a desayunar. Miguel no quería abandonar el barrio, por eso no podía irme muy lejos de allí o lo perdería. Y eso era lo último que deseaba. Me agarraba a mi hijo como una tabla de salvación, la única persona que seguiría ahí, siempre, aunque el mundo se detuviera.

Como intuí, el piso le fascinó: la luz, los muebles, los vinilos en las paredes, el blanco impoluto, la juventud en cada detalle. Lucas nos dijo que no se llevarían nada, alguna lámpara quizá, el microondas, pero el resto entraba en el precio.

—Aún no podemos venderlo, tendrás que esperar unos meses —me dijo Lucas con voz apagada—. El piso es de mis padres. Era de mi hermano, pero tuvo un accidente.

No quise interpretar las palabras de Lucas. ¿Qué intentaba decir con lo del accidente? ¿Que no podía subir esas escaleras? La realidad era mucho más cruel, pero en ese momento preferí no saberla. Luego, descubrí qué se escondía detrás de sus palabras y era una historia desoladora.

Salimos del piso, emocionados, era perfecto para Miguel y entraba dentro de lo que yo podía pagar. Levanté la vista y vi a Lucas observándonos desde la ventana del tercero. Ese mismo día, desaparecieron las fotos de la página donde se anunciaba porque deseaba que fuese para nosotros.

Parecía que el mundo se enderezaba un poco, no quise preocuparme por la idea de vivir allí sola, encerrada entre esas cuatro paredes sin compañía, cada vez que mi hijo se fuese con su padre. Evité pensar en las noches de oscuridad y silencio, en el miedo que llevaba de serie desde la infancia. Ya habría tiempo de luchar para superarlo.

Una semana después, me volví a citar con los dueños para cerrar el trato, la decisión estaba tomada. Esta vez estarían en la vivienda Lucas y sus padres. Aquella tarde supe la verdad: Felipe había fallecido en un accidente de moto unos meses antes, en enero, y había dejado el piso recién reformado, sin estrenar. La madre no lo había visto aún, las dos recorrimos juntas las habitaciones que Felipe había decorado y que jamás llegaría a habitar. Una corriente de afecto me acercó a aquella mujer devastada y parecía que era yo quien la acompañaba a visitar el piso en venta.

Entonces descubrí detalles de una delicadeza extrema, de esos que hacen una casa más acogedora: luces en el armario, altillos inmensos, cortinas diseñadas a juego, dobles ventanas que no dejan pasar ni un ruido… Y me pareció un milagro que todo aquello fuese para mí.

No era capaz de imaginar el dolor de aquella madre, que llevaba al cuello el retrato de su hijo, y que veía por primera vez el piso en el que el chico había puesto tanta ilusión. Me pareció una mujer asombrosa, rota pero entera, una heroína desconsolada que se mantenía en pie. Y nos gustamos. Por eso me hizo un ofrecimiento que se unió al prodigio:

—Si te viene bien, te lo dejamos todo.

En ese todo entraban las lámparas, el microondas, los platos, los vasos y los utensilios de cocina sin estrenar. No iba a tener que comprar ni un tenedor, ni un cazo. Podría trasladarme en cuanto me diesen las llaves. Su generosidad me conmovió, nunca se lo agradecí bastante. Fueron desprendidos en medio del dolor más tremendo. Me regalaban la libertad total, la posibilidad de iniciar una nueva vida sin tener que pensar en los detalles cotidianos, sin más preocupación que coger la maleta y llegar a mi nueva casa.

Un par de meses después, ya estaba viviendo en aquel piso luminoso desde donde se veía el mundo a mis pies. Pensaba en Felipe, era como si él hubiese diseñado su casa para mí, solo se me ocurría darle las gracias, allí donde estuviera. Por eso preferí no cambiar nada, dejarlo como él habría querido. No moví ni un mueble y aquella maravillosa mesa de cristal que Felipe compró para que yo escribiera se convirtió en mi lugar favorito, donde nacerían mis nuevas novelas, y me sentí más feliz que nunca.

2

Pedí a Lucas que hiciésemos una reunión de vecinos, su hermano era el presidente de una comunidad de cuatro viviendas y un taller, y habría que aclarar la nueva situación. El edificio, minúsculo entre dos enormes bloques, sufría una peculiar situación, más que peculiar resultaría temible; aunque no se hizo evidente hasta un tiempo después.

Convoqué a los vecinos en la que ya era mi casa, fue una reunión tensa y extraña. Apareció un hombre delgado, de bigotillo escueto, en representación del propietario del taller. En realidad, solo compartía con el resto del edificio la fachada y una puerta de emergencias que daba a la entrada, aunque debía pagar unos pequeños gastos de comunidad. Lucas se sentó frente a mí y parecía igual de triste pero más inquieto que en otras ocasiones, debía de lastimarle pisar la casa de su hermano, contemplar los muebles que había elegido y que jamás podría disfrutar. La ausencia de Felipe se hacía tan evidente en la casa que le resultaría doloroso traspasar la puerta. Aquella fue su última visita al piso.

Cuando apareció el vecino de arriba, el rostro de Lucas se desencajó. Noté que evitaba mirarlo y ni siquiera se saludaron. Se llamaba Germán y enseguida vi que se creía el dueño del edificio. Era un tipo enjuto, de piel cetrina y voz grave de fumador, que exhalaba un olor desagradable a tabaco y suciedad. Tenía el rostro ovalado y llevaba unas gafas muy usadas y pasadas de moda. Era el dueño del cuarto piso, pero el primero y el segundo pertenecían a dos hermanos suyos que no vivían en la ciudad y que los alquilaban a estudiantes que iban y venían y él actuaba en representación de ellos. Tres votos de cuatro para cualquier decisión.

Pensé que sería fácil: Felipe había dejado pagado el importe de la comunidad de un año completo, ahí estaba el recibo del banco, entre otros papeles que apenas revisé. Había sido el presidente de la comunidad de vecinos a pesar de no haberse instalado aún en el piso y a mí no me apetecía heredar el cargo. Soy una cobarde, siempre he evitado las responsabilidades, y Germán se ofreció enseguida a ocupar ese puesto.

Lucas se pasó la reunión sin decir palabra y frotándose las manos con nerviosismo. Procuré que acabásemos pronto, tomé nota de todo en un acta y quedó decidido que Germán sería el presidente. El tipo empezó a darme ya mala espina, así que pedí ser yo la vicepresidenta, a lo que no se negó. Pensaría que sería fácil manipular a una mujer, además cometí el error de mostrarme débil. Enseguida dijo que él se encargaría de buscar a alguien que realizase la limpieza de la escalera. Sugerí la necesidad de pintarla, pero Germán comentó que antes debía hablarlo con sus hermanos.

En cuanto dimos por terminada la reunión, me entretuve en conversar con el hombre del taller. En ese momento, Germán dijo a Lucas algo que no llegué a escuchar, este se puso en pie e hizo amago de darle un puñetazo en la cara. La rabia y la desesperación se reflejaban en el rostro congestionado de Lucas, que luchaba por evitar una reacción violenta.

—No te atrevas a hablar de mi hermano —dijo con voz crispada.

Lucas ni siquiera se despidió de mí y salió corriendo escaleras abajo. El otro apenas se inmutó, más bien parecía contento con la situación que había provocado. No era difícil intuir que prefería mi presencia en aquella casa que la del anterior inquilino, que se había erigido en presidente de la comunidad por encima de él. Tardé en comprender que Felipe tomó una decisión inteligente mientras que yo me dejaba llevar por la desidia y la cobardía.

Seguro que en los labios del vecino se dibujó una sonrisa perversa que no supe reconocer. Era la única inquilina de aquel edificio, en compañía de un hombre que me pareció oscuro desde el primer momento, pero entonces preferí pensar en la mesa de cristal y en las novelas que escribiría frente al enorme ventanal.

3

Los primeros meses transcurrieron con placidez. Me acostumbré con facilidad a mi nuevo domicilio, donde todo era sencillo, se podía trabajar sin ruidos. Por las noches me costaba dormir, sola en aquella cama inmensa, pero siempre había sido insomne y durante los meses de invierno el frío me ayudó a conciliar el sueño. Mi hijo había elegido dormir más a menudo en su habitación de siempre, en casa de su padre, donde había estudiado desde niño.

Escribí con cierta alegría, la escritura me aliviaba pero al tiempo me encerraba en mi propio mundo y fui abandonando a mis escasas amistades. Cuando salía, continuaba con la impresión de que ocupaba por un rato la vida de los otros, no la mía propia. La vida verdadera se encontraba sobre la mesa de cristal, donde escribía sin parar y olvidaba la soledad y el miedo. Como no me faltaba actividad, no eché de menos la compañía de los amigos. Viajé mucho para hacer presentaciones y encuentros con lectores y mis libros se vendieron bien.

Miguel se sentía tan cómodo que organizó varias fiestas con sus amigos para fardar de piso juvenil. Fueron buenos tiempos, con la presencia constante de mi hijo y su alegría desbordándose por las paredes. No veía las alas que le iban creciendo, sus ganas de volar, lejos de mí, que aumentaban con el paso de los meses. Hasta que un día me confesó su deseo de solicitar una beca para estudiar al otro lado del mundo.

Con Germán apenas me cruzaba por las escaleras. Comprobé que, a pesar de que su vivienda estaba en el cuarto, siempre entraba en el segundo. Deduje que su hermano le dejaba vivir allí porque el piso estaba reformado y no tendría estudiantes alojados. El primero también se encontraba vacío, solo éramos dos los habitantes del edificio. El vecino parecía escabullirse cuando pretendía hablar con él y me costó convencerlo para que pintásemos la escalera, que se veía sucia y agrietada. Me aseguró que él se encargaría y me dio la impresión de que deseaba ganarse un dinero extra ejerciendo de pintor. No me opuse, me daba igual quien la pintase con tal de que se hiciera y no cobrase un precio abusivo. El presupuesto me pareció adecuado y le pagué mi parte en metálico, no vi ninguna factura. Era evidente que Germán no trabajaba, alguna vez llamé a su puerta a una hora avanzada de la mañana y me abrió como si acabara de despertarse. Un olor repulsivo salía por la puerta de su casa, aunque solo abriese una rendija.

El olor empezó a invadir el portal. Al principio lo achaqué a la falta de limpieza. A pesar de que Germán aseguraba que una limpiadora contratada por él acudía cada quince días, yo solo percibía polvo y suciedad en la escalera. Hasta que me planté y, a pesar de que no pareció gustarle la idea, accedió a que yo me encargase de buscar a otra persona que hiciera el trabajo. Sospechaba que el dinero se lo quedaba y que era él mismo quien, de vez en cuando, pasaba la fregona con desgana, hasta que dejó de hacerlo. A partir de ese momento me saludaba con menos amabilidad.

Una noche que llegué tarde y él entró detrás de mí, noté que se balanceaba y parecía a punto de perder el equilibrio. Me llamó y me detuve a cierta distancia.

—¡Qué guapa estás esta noche! —me dijo con voz de trapo.

Me asusté, porque empezó a subir como si me persiguiera. Me excusé y subí corriendo a casa con el corazón desbocado. No fui capaz de responderle o de mandarle a la mierda. En el fondo, podía haberlo lanzado escaleras abajo solo con empujarlo un poco. Muchas veces, cuando mi odio hacia él se volvió visceral, pensé en la oportunidad que había desaprovechado.

Luego debió de avergonzarse porque siguió eludiéndome, aunque cuando necesitaba dinero me lo pedía de la cuenta de la comunidad, que estaba a nombre de ambos, argumentando que lo había hablado con sus hermanos y estaban de acuerdo. Sabía que mentía, pero no quería enfrentarme con él, era una cobarde. Si le llevaba la contraria, me llamaba ignorante con tono de burla:

—¿Y tú tienes estudios?

Yo no me atrevía a responder, me sentía indefensa: sola en el edificio con aquel hombre despreciable, incapaz de plantarle cara y asustada hasta de mí misma.

4

Era tan aburrido vigilar a aquel tipo, que estaba a punto de dormirse dentro del coche. Desde el principio supo que ese trabajo suyo, que parecía tan emocionante y novelesco, no era más que un conjunto de horas de tedio absoluto disimuladas bajo un nombre cinematográfico. Nadie lo engañó, lo comprobó desde que comenzó a preparase, desde las clases iniciales, desde que resolvió su primer caso, que dicho así suena interesante, pero que fue algo tan simple como conseguir unas fotos comprometedoras de un tipo que se acostaba con una mujer que no era la suya. Patético. No es que odiara ser detective, sino que cada vez se le hacían más tediosas las largas horas de espera, apostado en una esquina o encerrado en el coche sin perder de vista un portal, como en ese momento. En nada se parecía la realidad a lo que se contaba en las novelas policiacas que tan de moda estaban, le gustaba leerlas aunque sabía que la verdad era muy distinta. No conocía a ningún detective que usara gabardina ni que se perdiera por los bajos fondos bebiendo bourbon ni que fuera un amargado con un pasado oscuro. Eso solo pasaba en los libros, aunque él disfrutaba leyendo historias de tipos desarraigados que resuelven casos escabrosos, con tramas tan rebuscadas que a veces le daban risa. Le parecían novelas de humor macabro. ¿Quién se podía creer que un asesino en serie se iba a entretener tanto dibujando figuras extrañas en los cadáveres de sus víctimas o dejando objetos en forma de pistas al lado de los muertos?

En el fondo, él era un tipo tranquilo y trabajar para una aseguradora le permitía pagar la hipoteca todos los meses, pues siempre había casos que resolver, aunque a veces echara de menos algo más de acción.

Cuando conoció a Viki, su mujer, logró deslumbrarla aludiendo a su profesión.

—Soy detective privado.

Aquella frase le bastó para llevársela a la cama el mismo día que se vieron por primera vez. Luego, ella se empeñó en acompañarlo en alguno de sus casos. Afortunadamente, para entonces ya se habían enamorado sin remedio y su relación era bastante sólida como para superar el desencanto de ella:

—Este trabajo es más aburrido que el mío, tiene más emoción cuidar niños en una guardería. Creo que no te voy a escoltar muchas más veces.

Sin embargo, Viki colaboró en unos cuantos seguimientos; al principio, con cierto entusiasmo, y después, con progresivo fastidio, hasta que se quedó embarazada y logró así la excusa perfecta para no ejercer de detective ocasional.

—Como comprenderás, en mi estado…

Seguir a ese tipo le estaba resultando insoportable: aquella mañana se había levantado con ardor de estómago y la hernia de hiato le estaba amargando la tarde. Maldijo el momento en que decidió beberse aquel refresco con burbujas, sabiendo que no le sentaban bien. El calor apretaba dentro del vehículo, a pesar de que hacía semanas que ya no era verano, y le pudo la sed. Con ese dolor, la peor postura posible era la que él llevaba adoptando desde hacía dos interminables horas. Sentado, le oprimía el pecho como si fuese a darle un infarto. El médico le había explicado que el dolor era semejante, pero el suyo no revestía ninguna gravedad, solo la molestia intermitente. Si al menos pudiera ponerse de pie; pero se exponía a ser descubierto.

Esperaría a que el hombre llegase a su casa, en el sexto B del número 37, y lo fotografiaría ágil y saludable para demostrar que la baja que disfrutaba desde hacía cuatro meses no era más que una burda patraña para cobrar sin trabajar. Ese era el encargo de la empresa: demostrar que el empelado mentía para justificar un despido procedente. No se le daba mal, unos cuantos habitantes de aquella ciudad se habían quedado en paro merced a su eficiencia como detective rastreador de defraudadores. Quizá algunos de ellos no se lo merecieran, quién sabe: padres que necesitaban cuidar a sus hijos enfermos, mujeres que deseaban escapar de una vida indeseable o empelados acosados por sus jefes que intentaban huir del angustioso día a día. Prefería no pensarlo, solo lo hacía por dinero, porque él también tenía una familia que cuidar, una hipoteca que pagar, una vida aburrida que mantener. Aquella tarde, todo se le aparecía envuelto en tedio.

Pero el hombre al que vigilaba le regaló una sorpresa. Esperaba verlo llegar andando o corriendo para saltarse el semáforo rojo. Pero lo vio descender de un coche de alta gama, que no tenía el día anterior. Lo aparcó en prohibido y se bajó con prisa y aspecto alegre. Al cerrar la portezuela, se detuvo a mirar el nuevo auto: reluciente, de un color gris metalizado que le permitía reflejarse en la carrocería. Pasó la mano sobre el capó, como si lo acariciara, y sonrió satisfecho. Vestía un pantalón vaquero y una llamativa camisa con motivos florales. Incluso le pareció que silbaba una canción de moda al pasar junto al coche. Era extraño, sospechoso, que ese tipo se hubiese comprado un Audi último modelo, su sueldo no debía de permitírselo. Quizá solo fuese prestado.

Era evidente que no había motivos para esa baja laboral: no estaba enfermo, solo lo fingía para no ir a trabajar. Hizo las fotos, perfectas, y lo grabó en vídeo como si la víctima hubiese posado para la ocasión. Asunto resuelto, ya podía marcharse a casa de una vez. La hernia le atizó un buen latigazo, tanto que casi se quedó sin aliento. Cuando el tipo ya había entrado en el portal, el detective salió del coche para ponerse de pie y amagar así aquel intenso dolor.

—¡Mierda! —resopló.

Apoyado en el coche, intentó respirar hondo y calmarse. Si no cesaba esa opresión, no podría sentarse en el coche y largarse de allí. Otras veces se le había pasado antes, el hecho de haber permanecido tanto tiempo sin incorporarse le había sentado fatal. Se juró no probar un refresco con burbujas jamás en su vida. Ni siquiera llevaba encima una de esas pastillas que le aliviaban y no veía ninguna farmacia por los alrededores.

Un golpe seco lo sobresaltó, como un saco que estallase a su lado. Se giró para comprobar que, a escasos metros, yacía el cuerpo inerte de un hombre desmadejado, como un muñeco de trapo. Tardó un par de segundos en reconocer la camisa de flores. A la altura de la cabeza se abría una rosa roja que iba aumentando de tamaño. La sangre era un charco que amenazaba con engullirle, los ojos fijos del cadáver lo miraban sin compasión.

5