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Molly Michaels no pudo resistirse a la tentación de probarse el vestido de novia que alguien había donado a la asociación benéfica para la que trabajaba. Su gran sueño era vestirse de seda y satén… pero no que la cremallera se enganchase minutos antes de conocer a su nuevo jefe. Houston Whitford no pudo ignorar a una damisela en apuros vestida de novia… Siempre que ella supiera que estaba allí para trabajar y recaudar fondos, no para vivir una historia de amor.
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Seitenzahl: 163
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Cara Colter. Todos los derechos reservados. EL VESTIDO DE NOVIA, N.º 2385 - marzo 2011 Título original: Rescued in a Wedding Dress Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9844-7 Editor responsable: Luis Pugni
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MOLLY Michaels miró el contenido de la caja rectangular que alguien había dejado sobre su abarrotado escritorio. La caja contenía un vestido de novia.
Los donativos para las tres tiendas de ropa de segunda mano que la organización benéfica Segunda Oportunidad poseía en Nueva York a menudo acababan allí, en la oficina.
Pero era una cruel ironía que aquel donativo acabase precisamente sobre su escritorio.
–No quiero saber nada del amor –murmuró Molly firmemente, cerrando la caja–. Soy alérgica al amor. He aprendido la lección, se acabó.
Después de colgar su abrigo en el perchero de la diminuta oficina, volvió al escritorio. Y volvió a abrir la tapa de la caja, sólo unos centímetros. Pero luego la abrió un poquito más.
El vestido era de confección y parecía un sueño hecho de seda.
–La pasión duele –se recordó a sí misma.
Pero mientras lo decía metía la mano en la caja para tocar la seda del vestido…
Tampoco pasaría nada por mirar, pensó. Incluso podría ser un buen ejercicio para ella. Su relación con Chuck, su compromiso roto seis meses antes, eran cosas del pasado.
Además, seguramente el vestido sería feísimo. Mirarlo y no sentir nada… no, mejor aún, encontrarlo horrendo, sería una prueba de que había dejado atrás todas esas tonterías románticas.
Molly Michaels era una profesional absolutamente dedicada a su trabajo como Directora de Proyectos en Segunda Oportunidad. Un trabajo que consistía en seleccionar, implementar y mantener los programas de ayuda en los barrios pobres de Nueva York.
–Me encanta mi trabajo, estoy totalmente satisfecha –murmuró–. Totalmente. De modo que sacó el vestido de la caja y pasó una mano por la falda de seda.
Era ridículo; el romance convertido en vestido de novia. Etéreo como una nube, suave como un suspiro, las capas de seda llevaban diminutas perlas y florecitas cosidas al corpiño. La etiqueta, de un famoso diseñador, dejaba claro que alguien se había gastado una fortuna.
Y el hecho de que hubiera aparecido en la oficina era la demostración de que todos esos sueños románticos solían acabar mal. ¿Quién enviaría un vestido de novia, el mejor recuerdo de un día tan especial, a una organización benéfica si las cosas hubieran ido bien?
De modo que no sólo ella estaba desilusionada con el amor.
Al contrario, le pasaba a todo el mundo.
Aun así, a pesar de sus esfuerzos por convencerse de que tenía razón, no podía negar un cosquilleo en el estómago al mirar el vestido. Amor, almas gemelas, risas compartidas, largas conversaciones. No estar sola.
Molly se enfadó consigo misma por pensar eso, aunque fuera sólo un momento. Ella quería matar ese anhelo absurdo y lo más lógico sería volver a guardar el vestido en la caja y pedirle a la recepcionista, Tish, que lo enviase a alguna de las tiendas de la organización.
Desafortunadamente, Molly nunca había sido una persona muy lógica. Y tampoco le había pasado desapercibido que el vestido era de su talla.
Por impulso, decidió que la mejor manera de enfrentarse con sus sueños rotos era probárselo. Se enfrentaría con la novia que no sería nunca frente al espejo, pensó, y así recuperaría su convicción de que el amor no servía para nada.
¿Cómo podía ella creer esas tonterías? ¿Por qué las continuas broncas entre sus padres, su inevitable divorcio y los matrimonios de su madre no la habían preparado para la vida real? No, en lugar de convertirla en una descreída, su triste infancia había hecho que anhelase todo eso.
Y ese anhelo había sido tan fuerte como para hacer que ignorase la vocecita que le advertía contra Chuck. Al principio no, claro. Al principio todo había sido maravilloso. Pero pronto había empezado a pillarlo en pequeñas mentiras, citas a las que no acudía…
Lo había perdonado diciéndose a sí misma que estaba enamorada y que una persona enamorada debía perdonar. Pero había perdonado demasiados retrasos, demasiadas faltas de consideración, su mal humor, la falta de entusiasmo por las cosas que a ella le gustaban. Incluso había logrado minimizar el hecho de que el anillo de compromiso tenía un diamante vergonzantemente pequeño y que sus esfuerzos por buscar una fecha para la boda se encontraban siempre con alguna excusa.
En otras palabras, estaba tan emocionada con su fantasía del amor que había excusado y tolerado un comportamiento que, visto ahora, era inaceptable.
Y estaba ansiosa por demostrarse a sí misma que un vestido como aquél ya no tenía ningún poder sobre ella. Ninguno. Sus días de ser romántica hasta el punto de ser patética habían terminado.
Molly Michaels era una mujer nueva, una mujer que podía probarse un precioso vestido de novia y reírse de lo que significaba: bebés, una cunita al lado de la cama, correr tras los niños por la playa, abrazar a su pareja frente a una chimenea encendida, el hombre de sus sueños diciéndole palabras de amor.
–El hombre de los sueños, desde luego –murmuró–. Porque en la vida real no existe un hombre así.
No era fácil ponerse el vestido y eso debería haberla hecho desistir, pero estaba más decidida que nunca; un curioso paralelismo con su relación rota.
Cuanto más difícil era la relación con Chuck, más intentaba ella que funcionase.
Por fin encontró el hueco para sacar la cabeza, pero se le enganchó el pelo en una de las perlitas y cuando por fin consiguió soltarlo el destino hizo un esfuerzo más por convencerla de que detuviese aquella estupidez: el vestido no estaba diseñado para que se lo pusiera una persona sola.
Aun así, después de haber llegado tan lejos, contorsionándose como una artista de circo, Molly consiguió abrocharlo, aunque en el proceso sufrió un tirón en el hombro.
Con el vestido puesto y abrochado al fin, respiró profundamente y se volvió para mirarse en el espejo que colgaba de la puerta.
Cerrando los ojos, le dijo adiós a la tonta romántica y luego, respirando profundamente, los volvió a abrir.
Y entonces sintió que su intento de convertirse en una cínica se disolvía con la consistencia de un terrón de azúcar en una taza de leche caliente. De hecho, todo se disolvió: la oficina, los proyectos que tenía que estudiar, los sonidos del East Village al otro lado de la ventana…
Había esperado que su fantasía romántica quedase reducida a cenizas al verse al espejo. Sería sólo ella, demasiado alta, demasiado delgada; la pelirroja y pálida Molly Michaels con un vestido de novia. No cambiada por el vestido. No completada por el vestido.
Pero delante de ella había una princesa.
El moño que solía llevar se había deshecho durante la pelea con el vestido y su pelo rojo caía como una cascada sobre los hombros. Su piel no parecía pálida y aburrida en contraste con la blanca seda sino de porcelana. Y sus ojos brillaban como un campo irlandés en primavera.
El corte del vestido le había parecido virginal antes de ponérselo. Ahora podía ver que el escote era un pecado y que la rica seda se pegaba a sus curvas dándole un aspecto sensual, tentador.
–Esto no es lo que yo esperaba –murmuró.
Se ordenó a sí misma quitarse el vestido inmediatamente, pero en lugar de hacerlo empezó a posar frente al espejo.
–Habría sido una novia preciosa –dijo, suspirando.
Enfadada consigo misma, y con su debilidad, echó una mano hacia atrás para desabrochar la cremallera, pero se había enganchado.
Aunque no le gustaba lo que acababa de descubrir sobre sí misma, que esas nociones románticas parecían estar grabadas a fuego en su corazón y no había manera de borrarlas, no era capaz de rasgar el vestido para librarse de él.
Intentó quitárselo sin desabrochar la cremallera, pero era demasiado ajustado y, además, su pelo volvió a engancharse en las perlitas.
Era como si el vestido, y sus ideas románticas, estuvieran diciéndole que no iba a librarse por mucho que quisiera.
Entonces sonó el teléfono. Dos veces. Las dos llamadas de Vivían Saint Pierre, conocida por todos como «la señorita Viv», la querida fundadora de Segunda Oportunidad.
La señorita Viv y ella eran siempre las primeras en llegar a la oficina y, en lugar de contestar, Molly salió de su despacho para pedirla ayuda.
La señorita Viv sabría inmediatamente por qué se había probado el vestido y luego, mientras bajaba la cremallera, le diría algo consolador.
A la señorita Viv nunca le había gustado Chuck Howard. Cuando llegó a la oficina ese día, seis meses antes, sin el anillo de compromiso, se había limitado a asentir con la cabeza.
–Me alegro de que te hayas librado de ese sinvergüenza.
Y eso antes de que Molly le contase que su cuenta corriente estaba tan vacía como su dedo.
Ésa era exactamente la pragmática visión que necesitaba cuando un vestido como aquél intentaba cargarse todo lo que había aprendido de su compromiso roto.
Con suerte, haberse quedado enganchada en el vestido de novia no sería más que una broma.
Decidida a tomárselo así, Molly entró en el despacho canturreando la Marcha nupcial.
Pero al ver la expresión de la señorita Viv, dejó de canturrear. Porque no parecía divertida, parecía horrorizada.
Y cuando miró hacia su izquierda supo por qué.
A pesar de ser muy temprano, la señorita Viv no estaba sola.
Había un hombre sentado frente a su escritorio. No, no sólo un hombre, el tipo de hombre con el que soñaban todas las mujeres.
No era sólo guapo, era guapísimo. Pelo oscuro y espeso, labios firmes, una mandíbula fuerte con hoyito incluido, una nariz salvada de la perfección por estar ligeramente torcida y con una cicatriz casi invisible sobre el puente… Aunque precisamente por eso resultaba aún más atractiva.
El aire de seguridad, de éxito, que transmitía se destacaba por el traje de chaqueta italiano, la camisa color marfil y la corbata de seda en tonos grises.
El conjunto podría parecer muy conservador si no fuera porque hacía juego con el color de sus ojos. Y el corte del traje enfatizaba más que esconder su físico atlético.
El poder que transmitía estaba, además, en el brillo de sus ojos. A pesar de su aspecto educado, el brillo de esos ojos grises la hacía pensar en un pistolero.
De hecho, ése era exactamente el color de sus ojos: gris metal, como el de una pistola.
A pesar del traje italiano, de los zapatos Berluti y del Rolex de oro que llevaba en la muñeca, era el tipo de hombre que se sentaba de espaldas a la pared y frente a la puerta. Siempre en guardia.
Si el edificio se incendiase o el barco se hundiera, aquél sería el hombre del que todos dependerían. Aquél sería el hombre al que ella siguiera.
Una conclusión absurda ya que estaba recientemente comprometida a depender sólo de sí misma, a agarrarse a su carrera y a sus compañeros de trabajo para salvarse de la soledad. El periquito que tenía en casa, el último de una larga lista de animales abandonados, también ayudaba un poco.
Y, por supuesto, aquel hombre tan atractivo que había aparecido en el despacho de su jefa a esas horas un lunes por la mañana era, como el vestido, una prueba de fuego para su compromiso de ser independiente. Un examen para demostrar que era capaz de separar la realidad de los sueños.
Con la imagen que proyectaba, una total seguridad y una sexualidad abrumadora, probablemente más de una mujer se habría hecho ilusiones de un final feliz con él. Pero si su dedo anular, y la expresión con la que miraba el vestido, eran una indicación, el extraño no tenía la menor intención de buscar un final feliz.
–Lo siento –se disculpó Molly cuando pudo encontrar su voz–. Pensé que estaba sola, señorita Viv.
–Y vas vestida de novia –dijo ella.
Normalmente imaginativa, a Molly no se le ocurría una sola razón para explicar su presencia y mucho menos ese atuendo.
–Se me ha enganchado la cremallera, pero me las arreglaré. Perdón…
Estaba intentando salir del despacho cuando el desconocido se dirigió a ella:
–¿Se le ha enganchado el pelo en la cremallera?
Su voz era tan sensual como la seda del vestido y Molly sintió que le ardían las mejillas.
–Un poco, pero no importa –respondió, levantando la barbilla en un gesto de orgullo. Claro que lo único que consiguió con eso fue recibir un tirón en el cuero cabelludo.
El hombre se levantó de la silla con la gracia de un atleta. Y a toda velocidad porque estaba delante de ella antes de que Molly hubiera podido darse la vuelta.
Lo inteligente sería salir corriendo, pero se quedó donde estaba, inmóvil, como si sus pies estuvieran clavados al suelo.
Y el mundo pareció detenerse un momento. Era como si la frenética actividad de la ciudad cesase de repente; los sonidos se disiparon y la señorita Viv desapareció como por arte de magia.
Como si estuviera acostumbrado a rescatar a damiselas en apuros, el extraño levantó el cuello del vestido con una mano y con la otra soltó el mechón de pelo que estaba enganchado.
Molly tuvo que tragar saliva cuando el roce de sus dedos hizo que se derritiera cierto sitio que había esperado se convirtiera en hielo para siempre.
El momento duró una eternidad y no lo suficiente. Su proximidad le robaba el aliento, pero debía estar respirando porque le llegaba su aroma. Un aroma poderoso, masculino, una mezcla de cara colonia masculina, jabón y camisa recién planchada.
Estaban tan cerca que podía ver sus facciones con toda claridad y se maravilló al ver la cicatriz en el puente de su nariz, el brillo de sus ojos grises. Él, sin embargo, estaba totalmente concentrado en apartar su pelo de la perla que lo mantenía cautivo.
Aparentemente, no lo afectaba en absoluto verla en aquella situación, no lo afectaba para nada su proximidad…
Sonrió cuando por fin soltó el mechón de pelo y Molly sintió que se hundía en esas pupilas grises, de repente iluminadas por el sol.
–¿Dice que la cremallera se ha atascado?
Oh, no. ¿Lo había dicho? No lo recordaba siquiera. Pero, sin pensar, se dio la vuelta para ofrecerle su espalda y se quedó esperando. Eso sería lo que hiciera el novio en la noche de bodas, pensó entonces… y justo en ese momento el extraño la tocó.
Molly sintió el roce de su mano en el cuello. Sus sentidos estaban tan alerta que oyó el crujido de la cremallera, registró la dura textura de sus dedos.
Parecía un hombre muy serio, un banquero tal vez, un benefactor millonario. Pero no había nada en sus manos que sugiriese una vida cómoda tras un escritorio. Por alguna razón se le ocurrió que eran las manos de alguien que usaba cuerdas, que escalaba montañas. Un pirata… sí, eso era, un pirata.
Cuando bajó la cremallera del todo sintió la caricia del aire fresco en la espalda y luego, aunque no volvió la cabeza, una ola de calor. ¿Su mirada?
Molly tuvo que luchar contra un ataque de pánico que le pedía que saliera corriendo.
–Ya está –dijo él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón.
–Gracias –murmuró ella, haciendo un esfuerzo para que su voz sonara más o menos serena–. Siento mucho haber interrumpido.
–No te preocupes –dijo la señorita Viv, cuya presencia Molly había olvidado por completo–. Te llamé a tu oficina porque quería presentarte al señor Whitford. Yo me voy de vacaciones y él se quedará al mando.
Molly miró de uno a otro, perpleja.
–Houston Whitford, Molly Michaels –los presentó la señorita Viv.
La presentación parecía ridículamente formal considerando el grado de intimidad que acababan de compartir.
Aun así, se sintió obligada a ofrecerle su mano.
¿Houston Whitford estaba a cargo de Segunda Oportunidad? ¿Cómo podía ser? Ella siempre se quedaba a cargo cuando su jefa tenía que ir de viaje.
¿Y la señorita Viv se iba de vacaciones, pero no se lo había dicho a nadie? Qué raro. Segunda Oportunidad era como una familia… mucho mejor que su verdadera familia en realidad.
–Va a haber algunos cambios –dijo ella entonces–. Y nadie está más cualificado para hacerlos que el señor Whitford. Tengo la certeza de que Segunda Oportunidad va a florecer bajo su mando, así que estoy encantada de pasarle las riendas.
¿La señorita Viv dejaba Segunda Oportunidad?
La sensación de que el mundo se hundía bajo sus pies aumentó cuando Houston Whitford estrechó su mano.
Aquel hombre no era el tipo de persona que trabajaba en una organización benéfica. Su traje decía algo que contradecían sus manos; que estaba acostumbrado al mundo de las altas finanzas. Y lo único «alto» en Segunda Oportunidad era la satisfacción que sentían los que trabajaban allí, la sensación de estar haciendo algo por los demás. El traje que llevaba debía costar el presupuesto mensual de la organización, pensó. Houston Whitford no pegaba nada con el ambiente informal y más bien desastrado
Allí había algo que no cuadraba. Y estaba segura de que los cambios seguían a un hombre así como la lluvia seguía a la tormenta de truenos.
«Molly», le había dicho su padre un día antes de marcharse de casa, «me temo que va a haber algunos cambios».
Y ella era alérgica a los cambios desde entonces. Ella quería que su mundo siguiera como hasta aquel momento y ese deseo había aumentado después de su fracaso con Chuck. Desde entonces, Segunda Oportunidad había sido más su refugio que nunca.
–¿Qué tipo de cambios? –le preguntó, intentando disimular su nerviosismo.
–El señor Whitford te lo contará… cuando te hayas puesto un atuendo más apropiado –contestó la señorita Viv, mirando su reloj–. Ay, Dios mío, tengo que tomar un avión. Me voy a un spa en Arizona, cariño.
–¿Se marcha a un spa en Arizona y no se lo ha dicho a nadie?
–La oportunidad apareció de repente –contestó la señorita Viv, con una sonrisa en los labios–. Un regalo inesperado de un amigo.
Molly intentó alegrarse por ella. Nadie merecía una sorpresa maravillosa más que su jefa.
–¿Durante cuánto tiempo?
La verdad era que no se alegraba en absoluto de su buena fortuna. Cambios repentinos. Ella odiaba los cambios repentinos incluso más que los de la variedad normal.
–Dos semanas.
¿Dos semanas? Aquello era ridículo. La gente iba a un spa durante unas horas, un par de días como máximo. Nunca durante dos semanas.
–¿Y cuando regrese todo volverá a la normalidad?
La señorita Viv soltó una carcajada.
–Cariño, ¿qué es normal?
¿Qué era normal? Normal era lo que ella quería. Nunca había tenido una familia normal. Su compromiso con Chuck no había sido normal. Era como si llevase toda su vida buscando algo normal y sin encontrarlo. Ni siquiera sus mascotas eran normales.
Su vida había estado poblada de animales que nadie más quería: un perro con tres patas, un gato que no sabía maullar. Lo que tenía en casa en aquel momento era un periquito sin plumas.
–He estado pensando en retirarme… ¿y quién sabe? Cuando pasen las dos semanas ya veré lo que hago.
Molly hubiera querido protestar, decirle que no la había avisado, que no podía retirarse así, de repente. A ella le gustaban las agendas, los calendarios que estaban marcados con meses de antelación.
Si la señorita Viv se retiraba, ¿Houston Whitford estaría a cargo de Segunda Oportunidad para siempre?
No se le ocurría una manera de preguntar sin mostrar el pánico que eso le producía.