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¿Te preguntaste qué pasaría si un día cualquiera tuvieras la decisión de tomar un tren que te lleve a un mundo fuera de vos mismo? ¿Y qué ocurriría si el viaje que se te propone es hacia tus propias profundidades? ¿Te preguntaste si el Amor es el resultado de una larga búsqueda o simplemente se manifiesta, aparece, Es? Los personajes de El viaje de la rosa te proponen estas alternativas, transitando por tonos y matices que van desde los cálidos colores otoñales a los vibrantes tintes primaverales. Juan Carlos y Tita fluctúan entre la tranquilidad de Chivilcoy en su centenario y el bullicio del arrabal porteño de los años 50. Lo de Ella es diferente, porque su recorrido no es por lugares y paisajes externos, recorre su propio territorio. Ella se anima a mirarse. El tango une historias y momentos en sus vidas y trasciende la mera música, para fundirse en los sentires y en la cotidianidad de los protagonistas. Los recorridos laberínticos presentan una contradicción permanente: la soledad. Una soledad que pendula entre la sensación acusiante de desamparo en compañía y la soledad compañera cómplice de aquellos momentos únicos de encuentro con uno mismo.
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Seitenzahl: 114
Veröffentlichungsjahr: 2019
Defrancesco, Sandra
El viaje de la rosa / Sandra Defrancesco. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-761-900-3
1. Novela. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Dedicada a la vida de
Tita y Juan Carlos
Agradecimientos
A Leandro Fabián Ibalo por convidarme el nombre de su obra plástica “El viaje de la rosa”
A los chivilcoyanos Cacho Gentile, Osvaldo Benitez, Alejandra Bottaro, Coca Galiani y Carlos Constanzo, que aportaron datos históricos, fotos y anécdotas valiosísimas para el desarrollo de la novela.
Prólogo
Cuando empecé a leer esta novela hay algo que me quedó en claro de inmediato: el gran manejo del lenguaje coloquial y los tiempos narrativos que tiene Sandra Defrancesco, teniendo en cuenta que se trata de su primera incursión en el género. La autora de Merlo es más conocida como poetisa, y quizás sea por esa misma razón que en sus renglones se respire un aire bucólico, de añoranza, donde las figuras retóricas se despliegan a lo largo y ancho de sus prosaicas líneas. El tango y las descripciones del arrabal argentino no me son ajenos (siendo un escritor uruguayo), aunque tampoco me siento en mi territorio; y quizá allí está su atractivo, cuando pienso con qué destreza nos introduce a un relato de época (hay una exquisita y sutil intra o inter–textualidad entre los dos relatos, entre lo clásico y lo moderno, entre el amor y la muerte) como si lo hubiese vivido ella misma en persona.
En su estilo literario está presente el existencialismo, romanticismo, modernismo y vanguardias; de a momentos evoca al mejor Cortázar o Borges con sus argentinismos, en todo sentido de la palabra (algo que encuentro enriquecedor para todo aquel que quiera conocer más sobre la cultura y la historia del país).
Bruno Salvo
Comienzo del viaje
–1–
Buenos Aires, 21 de septiembre de 1954, 5,50hs de la mañana, Juan Carlos se disponía a tomar el tren que lo llevaría de la estación de Once a la de Chivilcoy. Aún estaba oscuro, el sol tardaría en filtrarse por los edificios, si el gallo había cantado, nadie lo había escuchado en la gran ciudad.
—¡Pero la Puta Madre, quién me manda a mí a embarcarme en la idea de Beto!! ¡Más de cinco horas para meterme en un pueblito de mala muerte!
La mañana se presentaba particularmente fresca, de neblina espesa, aunque prometía ser un día tibio de inicio de primavera. Juan Carlos no estaba muy animado:
—¡No tengo ganas de ir!...Pero si me quedo voy a pensar en la desquiciada de Miriam., como un otario. Tres años tirados a la nada, en el balurdo de esta mina. ¡Yo no aprendo más!
Sentía que todo aquello que a sus veintiséis abriles tenía como seguro de repente se desmoronaba, lo invadía una profunda desolación, se sentía abatido, errante, desapasionado. Su mirada perdida, con un cigarrillo por única compañía. Ya no esperaba nada de la vida, que se había transformado, rutinaria y sombría, sin motivo.
El silbato anunció la última llamada para abordar el tren. Por unos instantes pensó que tan sólo subirse en él lo impulsaría a un cambio necesario, a voltear la página.
Si se hubiera demorado tan solo unos instantes hubiera emprendido la retirada; pero 6,00AM en punto, partió a destino. Entonces se dejó llevar por la tersura de un día apenas empezado. Se concentró en el ritmo del viejo fuelle del tren que como un bandoneón lo invitaba a concluir su tango.
Aspiró el aire frío que ingresaba por la ventanilla metálica y el vapor plomizo que emanaba de la locomotora.
Dormitó un rato y al despertar el campo de trigo fue la primera imagen…”demasiado calma para mi melancolía”, pensó.
–2–
Me sentí a un costado de mí misma
Marginada de mí
Exiliada de mí
para ser otra
Hice mi alma a un lado
para ser nada
El entorno me moldeó
me dijo cómo
me dijo cuando
para ser copia
Mis vacíos rellené
de falsa calma
segura, inerte calma
Transcurrieron días, meses, años
no siendo
por miedo
por afán
por cobardía
compartiendo con otras nadas mi nada
falseando realidades
calcando siluetas de momentos simulados
soñados por otros
Alejandra deambulaba de local en local del centro comercial de su ciudad.
Nada la representaba. Ni los zapatos “ortopédicos”, todos idénticos, de símil cuero, esos que si les agarra una lluvia se deshacen. Ni los vestidos amorfos, ni los jeans para “anoréxicas”.
Las filas interminables para ver una peli, el pochoclo y la bebida Cola obligada, la hamburguesa de dudoso origen, las seudo papas fritas. Nada combinaba con su persona.
Pero ella estaba ahí, como lo había estado la semana anterior y lo estaría la semana siguiente.
Llevaba cinco años de esa vida. Demasiado tiempo, o al menos suficiente para estar encerrada en un matrimonio sin amor, sin sorpresa, sin pasión ni proyectos compartidos; más que lo previsible y sospechado: la familia, el auto, la crianza, el ir del trabajo a casa, de la casa al trabajo y que la tarea muera allí. Para que no se mezcle con la vida hogareña que consistía en comida chatarra, televisión y juegos de computadora; el alquiler de películas los fines de semana, ahorro para las vacaciones en la costa (en familia), salida al shopping, los encuentros con parejas amigas que acompasaban los tiempos de tener hijos y vacaciones, para tener de qué hablar, como una búsqueda de pertenecer a esa seguridad enquistada y necesaria de la vida adulta.
“¿Siempre contesta por vos? ¿O fue solo hoy? No puedo reconocerte Ale”
Esa pregunta de su amiga Ana resonaba en su mente, como lo haría la declaración de su esposo:
“¡Basta! ¡Me tenés harto! ¿Sabés lo que daría estar al lado de una mujer que no piense?...a los hombres no nos gustan las minas que analizan todo, ¡entendelo!”
Todo esto era sinónimo de muerte para Alejandra, se sentía en una cárcel. Encerrada entre pautas androcéntricas, teocéntricas y patriarcales, y una predicción asfixiante de lo que debía ser su futuro, con su rol bien preestablecido; límites y techos generados por una sociedad a la que ella iba despreciando de forma creciente.
Esa tarde, al llegar a su casa, se sentó junto a la ventana, como lo había hecho la tarde anterior, como lo haría la siguiente. Esa misma abertura que la transportaba al exterior solo con el pensamiento. El cielo gris que esperaba la lluvia. La atmósfera baja y asfixiante. Le costaba respirar hondo. Paralizada frente a su propia imagen reflejada en el vidrio.
Si fuese primavera, no la hubiera sentido, ni el aroma a jazmín y madreselvas de su jardín la hubiera despabilado.
–3–
Era la primera vez que viajaba a estos lados. La estación de trenes de Chivilcoy se hallaba del lado Norte. Dos araucarias centenarias la escoltaban. A metros, la Plaza España, la escuela normal. A cinco cuadras la casa de Beto.
Llegó pasado el mediodía. El aroma a torrejas y pan casero invadía la cuadra.
Al muchacho lo había conocido en los baños termales de Epecuén, unos meses atrás y se hicieron amigos, a pesar de la distancia. Se sintió en su casa pero no en su barrio. Acostumbrado al movimiento de la ciudad porteña, tanta quietud lo hundía aún más en sus pensamientos.
Después del almuerzo salió a la vereda, un poco más animado, aunque sin saber cómo “matar el tiempo”. Humedeció sus labios y encendió un nuevo cigarrillo e inevitablemente volvió a sumergirse en su acostumbrado pesimismo.
Su pasividad se acompasaba con la de la cuadra. Fijó su mirada en el Almacén de la esquina que aún estaba abierto…y la vio cruzar.
Parecía asomar de un cuadro de Renoir. Rostro bucólico y redondo, curvas maravillosas, andar paciente, mirada soñada.
Salió del Almacén con pocos paquetes
— ¿Quién es ella?,– preguntó sin vacilar a Beto.
— Tita, una de mis vecinas, todas ellas son mis amigas, son cinco hermanas. Mirá ahí se cruza Evelia
— No, Tita,… ¡ella es!
— ¿Quién es? ¿La conocés?
— No, no,… ¿cómo la voy a conocer? …pensaba en voz alta. No me hagas caso.
— ¿Pero qué pasa amigo? Con esa percha ¡no me vas a decir que estás solo! ¿No tenías novia? ¿Qué pasó con Miriam?
— ¡No me hables de esa mina!, está loca. Con aires de bacana. No se da cuenta que soy un laburante que la yuga. Está detrás de los brillos.
—¡Pero las chicas de Buenos Aires no se van a comparar! Ellas están a otro ritmo; no debe faltarte compañía.
— Tener acompañantes no es lo mismo que hallar tu compañera. No te confundas. Acompañantes tengo las que yo desee, pero aún no hallé a mi compañera.
Almacén con libreta
El almacén de la esquina era el de Don Gentile. Como todo almacén de esta época, más que un comercio donde adquirir alimentos y muchísimos elementos indispensables para la vida doméstica, era, por sobre todas las cosas, el lugar de encuentro de los vecinos. Allí se podían intercambiar recetas, remedios caseros, chismes, ideas, afectos. El almacén de don Gentile te invitaba a pasar un buen rato. Se trataba de un espacio donde se respiraba un aroma a especias, mezclado con olor a embutidos recién traídos del campo. Donde la palabra alcanzaba y era garantía suficiente. Donde los más chicos tardaban más porque debían ceder el lugar al más grande y el más grande tardaba más porque tenía otros tiempos y más también para contar. Un lugar donde Don Carlos, el papá de Tita, todas las tardes, “de pinta”, se dirigía a comprar la fruta lustrada por el mismo almacenero, quién además le daba charla, antes de dirigirse con su traje y sombrero al Club Social, donde el póker y los amigos lo esperaban.
Ese 21 de septiembre, el almacenero abrió su negocio temprano y como de costumbre acomodó los frascos meticulosamente. Tocó la virgencita que tenía ubicada a la derecha de su mostrador, se persignó y recién ahí, hecho el ritual, dio comienzo a la tarea. La familia de Tita, como todas las demás, tenía una hoja en la libreta del almacenero–amigo; aquí la yapa se daba todos los días, en especial a los clientes permanentes. Esa tarde, Tita aprovechó para comprar algo dulce para su sobrina que vendría de visita. Don Gentile abrió la lata (con vidrio redondo por donde se podían ver las galletitas bien ordenadas), colocó un paquete de papel madera sobre la balanza y con una pinza las fue colocando en él. Cuando llegó al peso indicado agregó algunas más diciendo: “estas van de yapa”.
Volvió a su casa contenta junto a Evelia que le hizo compañía, llevando esas “masitas” frescas y sabrosas, y, por supuesto, con algunas más de regalo.
–4–
Soy
Una poesía en borrador
recién empezada
Una hoja en blanco
sin ideas
Un espejo roto
Una copa vacía
Una mente agotada
de pensamientos en desuso
Un corazón blando
maleable
sumergible
Un cuerpo escurridizo
a los caprichos del mundo
Soy en relación a otro
con quien pueda manifestarme
Soy un cofre inexplorado
una incógnita
una ecuación no resuelta
Soy semilla sin germinar
porque hasta aquí fui muy poco
Fui creaciones ajenas a mí
Fui una pieza funcional
Fui objeto
Fui fetiche
Fui una idea
Fui todo aquello que detestas
Fui pocas veces yo…
solo de a ratos y a escondidas
Porque Soy todo aquello que este mundo aborrece
Soy la antítesis de lo admisible
Soy terrorista de las formas
Soy lo que rechazas pero por dentro anhelas
Mi alma busca el suelo propicio donde afincarse:
para Ser
Del matrimonio rescataba algunos momentos, pero la mayor parte del tiempo había tenido la sensación de haber estado adormecida. Como estar construyendo una historia diseñada por otros.
Le había pasado algo semejante con su profesión. De niña soñaba con viajar, ser astronauta, conquistar algún espacio más allá del propio, pero eligió ser maestra. Quizás ni lo eligió, solo optó por la imitación de su hermana mayor, quien parecía haber trazado por ella las líneas que debían transitarse en la vida. Desde el ritual de casarse pura y casta, pasando por las virtudes de una buena esposa y culminando con los quehaceres de una noble maestra de primaria. Todo esto percibido por Alejandra como mandato, no porque fuera así su hermana, sino que al ser la mayor la percibía como la voz autorizada y el modelo a seguir.
Entonces Alejandra trató de ser impecable con la imitación, tomando sus propias inclinaciones como absurdas y lejanas.
Procuró ser una alumna intachable y estudiar magisterio como su hermana.
Al terminar su carrera ya estaba de novia y dispuesta a casarse de blanco merecido, tal como lo habían hecho sus predecesoras.
Para Alejandra estaba todo predeterminado, aunque esa predeterminación pocos años más tarde se constituyera en su propia prisión.
Ya habían transcurrido cinco años de hastío. Nada la sorprendía, se sentía fea, demasiado pasiva, demasiado conducida y decidió comenzar a manejar. Compró con su ingreso un auto viejo, cortó su cabello y comenzó un nuevo ciclo escolar. Ese verano no habían viajado por las vacaciones, ella esperaba ansiosa que culminaran los días de ocio improductivo. Y al regreso a la escuela donde dictaba clases lo conoció. Sus ojos la impactaron, fue una atracción recíproca. Él también era maestro.