El viaje involuntario de un suicida por afición - einzlkind - E-Book

El viaje involuntario de un suicida por afición E-Book

einzlkind

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Beschreibung

A Harold le gusta suicidarse. Tiene la misma afición que su tocayo de Harold y Maude, una película estadounidense de los años 1970. Es lo único en lo que coinciden, pues Harold vive en Londres, tiene cuarenta y nueve años y acaba de perder su puesto de trabajo como vendedor de salchichas. Los jueves juega al bridge con tres señoras mayores. Una vida muy normal. Hasta que Melvin, de once años, llama a su puerta. Melvin busca a su padre, y Harold accede a acompañarle en un recorrido a través de Inglaterra e Irlanda, donde se encontrarán con Humphrey Bogart, Jonny Danger y Miss Pink Flamingo… Un delirante viaje en el que el lector irá de la mano de la más extraña pareja.

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Índice

Cubierta

Jueves

Viernes

Sábado

Domingo

Lunes

Martes

Miércoles

Jueves

Notas

Créditos

El viaje involuntario

de un suicida por afición

Para Katja

Jueves

1

Harold siempre había creído que, después de morir mamá, heredaría el chalé y podría ahorcarse en la entrada dos veces por semana. Nunca pensó más allá. Pero cuando murió mamá no había quien pagara las deudas y, si el tío Derringham no se hubiera enfrentado al papeleo con la valentía de un héroe, quién sabe qué habría sido de Harold. Por suerte, el tío Derringham consiguió poner a su nombre la casa de alquiler de Golborne Road y acoger a Harold en el bajo en unas condiciones bastante buenas. Entretanto, Harold ha aprendido a valorar la seguridad, la retirada y lo eterno. Alguna vez incluso la sintonía consigo mismo, además de con el mensaje de su delantal, en el que pone: «Me llamo Harold. ¿En qué puedo servirle?».

No es mucho lo que Harold puede hacer por sus semejantes. Tampoco éstos esperan gran cosa de él, y en un día como el de hoy el tiempo maltrata el buen humor de la gente, porque del cielo caen rayos que fulminan árboles. Sólo se oye lo que pasa. Verse no se ve absolutamente nada. No hay ventanas aquí abajo. Siempre ha sido así y, si se va a buscar algo bajo tierra, nadie espera encontrar nada distinto. La luz es artificial: inunda el pasillo desde el techo, se refleja y quiebra; en algunos rincones sólo brilla tenuemente, en otros deslumbra de forma sobrenatural. A los animales les da igual, ya no ven ninguna luz. Aunque el cerdo aún conserva los ojos. Brillan oscuros en su cabeza rosada. Tiene una pinta tan saludable que uno casi podría pensar que todavía vive, aunque sin cuerpo es imposible. Lo hay troceado, en filetes o picado. Todo tiene que tener buena pinta, fresca y con color intenso. Pero no debe brillar nunca, porque entonces los clientes no tendrían buenas vibraciones.

Al mediodía, Harold puede salir fuera siempre que le apetezca, durante la pausa. Por la puerta de los empleados, subiendo la escalera pequeña y cruzando después el patio de atrás, donde se pudre la basura en contenedores grises y el personal distrae el vicio echando humo. Cuando puede, Harold intenta evitar ese lugar, no tanto por los gatos vagabundos y las ratas que, si no se sienten observadas, salen deslizándose de todas las esquinas, rincones y agujeros para saciar su hambre en la mercancía putrefacta. Más bien lo evita por culpa del enemigo, que responde al nombre de Carol.

De la sección de lácteos.

Su mostrador está sólo a diez metros del de Harold en línea recta, y a veces lleva una cinta rosa en el pelo. Pero no es más que una forma de disimular, un intento de distraer la atención de su verdadero yo, de algo que no puede describirse con palabras y que está directamente relacionado con la experiencia del dolor. Cuando mira a Harold, su expresión dice claramente: «Asesina en serie». A veces también «Colona de asentamiento hebreo». Le mete miedo a Harold con eso. Como el primer día, cuando al saludarle le estrujó la mano y como quien echa un piropo le dijo: «Tú no sobrevives aquí ni una semana». Al principio, a Harold le sedujo la idea cruel de que Carol fuera atropellada por un camión de camino al trabajo. Pero ahora ya tiene claro que es mucho más probable que sea Carol la que atropelle al camión. Harold desconoce la razón por la que Carol muerde de semejante manera, sin soltar la presa. A lo mejor la violaron repetidamente cuando era niña, por su padre o por su hermano o por los dos. Y a lo mejor Harold se parece al padre o al hermano. Ella nunca se lo ha dicho.

En diez minutos Harold tiene que ir a ver a Mr. Hopkins. Carol lo sabe. Ha escrito más de 50 post-its, que están ahora pegados en el mostrador, en los armarios, en el fregadero, en hachas, cuchillos y tijeras. Mucha mierda. Mucha suerte. El tiempo todo lo cura. Ha dejado una foto metida en un sobre rosa junto a la báscula. Una instantánea en alta resolución y con los bordes borrosos que muestra a Carol rompiéndole el cuello a una paloma, aunque no puede apreciarse con claridad si la paloma estaba ya muerta de antemano. Lo más probable es que no fuera el caso.

Harold no tiene muy claro qué es lo que querrá de él Mr. Hopkins. A Mr. Hopkins normalmente no le suele gustar hablar con sus empleados. La última vez que le hizo subir para hablar con él fue hace siete años. Entonces había sido por unas irregularidades en la limpieza de los aseos de caballeros, que habían causado un revuelo enorme. Alguien había escrito con un rotulador negro en todas las puertas: «Aquí se digiere la mierda del sistema». Aunque Harold formaba parte del reducido círculo de los sospechosos, consiguió que Mr. Hopkins no le considerara una persona que se satisficiera con ese tipo de aventuras subversivas. Era algo en lo que Harold nunca había pensado. Ni en aventuras, ni en aseos de caballeros en general. Si estuviera en su mano, Harold lo eliminaría. Lo de pensar. Se limitaría a existir. Ni azar ni destino: daría completamente igual que al final criara malvas o pensamientos. Harold nunca había podido entender por qué podían llegar a ser tan importantes las asas doradas o el lacado en rojo burdeos, si de todas formas el ataúd es siempre de madera.

2

–Harold, ¿qué espera usted de la vida?

Mr. Hopkins es un hombre de escaso desarrollo y apetito enorme que se peina lo que le queda de pelo haciéndose la raya a la izquierda. Siempre parece un poco perdido detrás de su escritorio hecho a base de maderas de bosques poco comunes, pero ninguno de los empleados ha llegado nunca a concebir la idea de interpretar este hecho como un síntoma de debilidad. Sus ojos azules y acuosos siempre esperan algo, pero ahora ha enarcado las cejas de una forma muy poco natural y despierta en el observador, o sea en Harold, instintos de sumisión.

–La vida, Harold, la vida nos tiene preparadas tantas sorpresas. Muchas veces son los cambios, pequeños y grandes, los que conducen a la vida por el camino correcto. A veces no se entienden a la primera las oportunidades que surgen en el momento en que unas puertas se cierran mientras otras se abren.

Harold intenta concentrarse en seguir las palabras y aquello que significan. Una mujer de unos 40 años y una chica joven le miran fijamente desde el mueble que hay detrás del escritorio de Mr. Hopkins. Están enmarcadas en latón. No son ni guapas ni feas. Posan. Intentan sonreír, pero es probable que fuera demasiado temprano o que la leche se hubiera acabado.

–Ayer mismo me dijo mi mujer: Harry Hopkins, dijo, tienes que hacerte otro corte de pelo.

Una paloma anida en el alféizar de la ventana. Se escucha su arrullo a través del cristal doble de la ventana. Se limpia las alas. Curiosa, echa un vistazo al despacho, pero un leve trueno vuelve a dirigir su atención a lo lejos. Mr. Hopkins se retoca el nudo de la corbata, hojea sus papeles, busca algo. Lo encuentra, levanta de nuevo la vista. Comienza a llover y unas gotas enormes revientan contra los cristales.

–Iré al grano, querido Harold: ayer volvió usted a aparecer detrás de su mostrador completamente lleno de sangre de ternera y pretendía seguir despachando. Aunque parto de la base de que no se había tirado encima un cubo de sangre de ternera adrede, no debía usted haber seguido atendiendo en semejante estado bajo ningún concepto. ¡Primero se tendría que haber adecentado!

Harold no había tenido tiempo para pensar en ese tipo de cosas. El descanso ya había acabado. Y uno no se puede saltar los horarios, lo dicen claramente las reglas; está escrito en todos lados, en el comedor, en el tablón de anuncios, en el despacho de personal y en los vestuarios.

–He tenido que atender la llamada de una madre.

Oh.

–Va a hacer una reclamación.

Oh.

–Sus dos hijos, de siete y nueve años, han tenido que presenciarlo todo.

Oh.

–Ahora están en tratamiento psiquiátrico.

Oh.

–Dicho de forma educada, estaba muy, muy furiosa.

Harold no está seguro del todo de si efectivamente habían sido los niños de siete y nueve años los que habían gritado «Guau, Jason», mientras le pedían un autógrafo. Como Harold no es Jason y ni siquiera sabe quién es Jason, les dio una rodaja de fiambre. Una a cada uno. Es algo que no sólo está permitido, sino que se desea explícitamente: es la filosofía de la empresa.

–Harold, ese tipo de episodios son intolerables en esta casa. Nuestros clientes se cuentan entre los miembros más selectos de la alta sociedad y nuestra sección de delicatessen se cuenta entre las más exquisitas de toda la ciudad. Nos jugamos nuestra reputación, y usted, sin lugar a dudas, ha vuelto a tensar la cuerda por enésima vez.

Mr. Hopkins deja la frase ahí, sin más. Harold no sabe bien qué ha querido decirle con todo ello, pero no parece que se trate de un aumento de sueldo. Hasta la referencia a la cuerda supuestamente tensa representa un enigma para Harold. Ese mes ha llegado tarde dos veces. Una fue por culpa del 23. La otra también. La sopa fermentada de pescado que apareció vertida en su mostrador fue un ataque enemigo. La culpable, desconocida hasta la fecha; aunque Harold tiene una ligera sospecha. También la rana viva que brincaba entre los muslitos de pollo y el estofado de ternera argentina, y a la que una persona aún por identificar le había grapado una corona de plástico en la cabeza, debe ser considerada como causa de fuerza mayor.

Harold tiene que dejar escapar un leve eructo, porque la comida anatola le golpea el estómago, y de paso intenta quitarse también de encima el aliento a ajo, pero fracasa. Mr. Hopkins se reclina y no da la impresión de estar relajado. La conversación toma derroteros que Harold ya es incapaz de seguir. Mira de reojo por la ventana, la lluvia cobra fuerza y tiende un velo gris sobre la ciudad.

–Harold, ¿cuánto tiempo hace que trabaja usted con nosotros? –Mr. Hopkins hojea de nuevo los expedientes que desordenan un poco su escritorio, los rasgos de su cara revelan sorpresa. Vuelve a levantar la vista–. Diecisiete años.

Diecisiete años, once meses, tres semanas, cuatro días y tres horas.

–Es mucho tiempo. ¿Ha pensado alguna vez en cambiar de aires?

Harold no se acuerda.

–Harold –Mr. Hopkins parece inquieto–, es hora de cambiar.

Oh.

Si Mr. Hopkins fuera Ingrid Bergman, Harold sería Humphrey Bogart pidiendo un cigarrillo. Es una pena que Harold no fume. Y Mr. Hopkins tampoco se parece en nada a Ingrid Bergman; por el momento al menos. La lluvia arrecia cada vez más, ahora las gotas golpean violentamente los cristales como si los quisiera reventar, como si no comprendieran que están excluidas, que aquí dentro no las quieren para nada. Probablemente porque mojan. A Mr. Hopkins no le interesa la lluvia. Da golpecitos en la mesa con el dedo índice derecho e intenta seguir el ritmo. No en vano en sus ratos libres es el batería de un grupo de Dixieland con el que casi toca en Nueva Orleans, si el promotor no hubiera sido encarcelado por conducta inmoral.

–Ahora mismo, como quien dice.

Oh.

Suena el teléfono. Mr. Hopkins descuelga enseguida el auricular.

–¿Sí?

Pausa.

–No.

Pausa.

–Sí.

Pausa.

–No.

Pausa.

–No.

Pausa.

–¡No!

Pausa.

–Sí.

Vuelve a colgar. Parece reflexionar, y no da la impresión de que la reflexión se cuente entre las ocupaciones favoritas de Mr. Hopkins.

–Está despedido.

Ahora Harold se habría marchado a casa encantado para tomarse una pastilla contra el dolor de cabeza.

–Ahora debería irse a casa y tomarse una pastilla contra el dolor de cabeza.

3

El autobús se ha vuelto a retrasar. El tráfico de Londres es un monstruo imprevisible al que no le importan los destinos de cada uno. Ni siquiera cuando el destino particular se llama Harold. La lluvia hace horas extra y, protegidos por la mampara de la parada, los que esperan se pegan unos a otros forzando una extraña intimidad. Bajo la marquesina hay espacio para veinte personas. Harold es la número veintiuno. Su paraguas no ha resistido las últimas rachas. Varias varillas se han partido, están colgando o erguidas contra el cielo, en cueros, un esqueleto, poco más. Le corren torrentes de agua cuello abajo, formando charcos en los zapatos, que a cada paso chapotean haciendo ruido. Pasarán días antes de que se sequen. El campo visual tiene como mucho un radio de diez metros y, aunque la tarde acaba de comenzar, la mayoría de los coches ha puesto en funcionamiento sus faros, otea como animales de presa las posibilidades de huida de sus ocupantes, que llenan de bocinazos las callejuelas para intentar salir de allí, lejos de allí. La parte trasera de un puesto de hamburguesas impregna las aceras con un olor a fritanga seductora, y Harold tiene que estornudar. Antes de que el pañuelo del bolsillo derecho del pantalón llegue a su nariz, se moja lo suficiente como para llenar una bañera si se escurriera. Está en paro. Una situación que hoy en día ya no es un pecado, sino más bien un problema de actualidad. ¿O no?

El 31 llega a la parada mascullando gruñidos, las puertas se abren chirriando y la turba expectante arrastra a Harold dentro del autobús. Intenta sacar de la cartera su tarjeta Oyster, pero el conductor le dice que no con un gesto cansado. Gotas de sudor le recorren la frente a raudales y la turba que entra ahora le empuja, abriéndose camino entre las filas de cuerpos. Cada paso se ve acompañado de gruñidos y siseos, nadie ofrece su asiento, y mucho menos los primeros en llegar que, después de haber luchado con ahínco por conseguir un sitio, no muestran más que desprecio por los advenedizos. Gran desprecio.

No hay quien piense en conseguir un asiento, a no ser que sea en plena imaginación febril. El aire es denso como el plomo y la humedad potencia el vaho hormonal. Cuando el autobús vuelve a ponerse en marcha, sacude los cuerpos y un sudor húmedo se reparte por las filas de quienes no se han agarrado, que borran definitivamente de sus vidas el más ligero atisbo de bonhomía.

–Ahora sí que me gustaría ser un terrorista suicida –murmura una mujer joven que está de pie junto a Harold, vestida con chaqueta de chándal de franela gris y una gorra de lana roja. Pero no lleva encima ninguna bomba, ni tan siquiera un cuchillo de cocina, aunque sí un aro en la nariz.

«Próxima parada: Pembridge Road.»

El ambiente se tensa aún más en cada curva. Nadie habla, por el simple hecho de que no caben palabras en esta lata de sardinas con ruedas llena de gente, cuyo color de piel ha adoptado el gris del tiempo. Las subidas y bajadas del autobús se convierten en una declaración de guerra, un campo de minas de sensaciones, un paso en falso y se acabó. Vanessa yace medio desnuda en el regazo de un hombre mayor y elogia sus atributos con el subtítulo: «Ahora toca darlo todo». Cuando el hombre mayor se da cuenta de que la joven terrorista suicida le está taladrando con su mirada gélida, da la vuelta al Daily Mirror: «Chico de 16 años causa una matanza en un comedor escolar».

Harold intenta mirarse los zapatos. Menos de tres años, ante marrón. Las costuras que sobresalen están ya algo gastadas, sí, pero el resto está muy digno.

«Próxima parada: Chepstow Road.»

En la parte de atrás un bebé saca sus dientes a berridos y tiene suerte de que el infanticidio esté prohibido por ley. «Pero ¿por qué?», cuestiona una pegatina verde junto al martillo de emergencia. Bloques de casas pasan volando en medio de la densa lluvia. Una imagen desenfocada en el recuerdo, todo fluye, no queda nada, sólo este cambio permanente.

En el fondo la mañana había empezado de una forma bastante agradable. No se le había resbalado la cuchilla de afeitar, el café presentaba un equilibrio perfecto entre agua y grano, y el rottweiler de Mr. Rooney estaba en cama con un cólico de estómago. Harold era un torrente de buen humor e incluso casi habría llegado a sonreír.

«¿Tiene algún problema con las drogas?», pregunta una pegatina amarilla con letras negras y un número de teléfono abajo a la derecha. La verdad es que no.

«Próxima parada: Westbourne Park.»

Bajar. ¿Bajar? En teoría era imposible que el autobús se hubiera llenado todavía más en los siguientes diez minutos. En la práctica, sí. Doscientos metros más. Harold mira a izquierda y derecha. Está de pie, a medio camino entre dos puertas. No hay un camino más corto que otro. No hay camino alguno. Cien metros más. Cada nueva parada significa un paseo extra de diez minutos. ¿Y qué ocurrirá si sólo puede salir al final del trayecto? Cincuenta metros más. No hay vida más allá de la muerte pero, si la hubiera, Harold se pediría tener alas. El autobús se detiene y las puertas se abren. En ese momento, a escasos dos metros de Harold, empieza a moverse un hombre con una barriga del tamaño de una lavadora que abre un pasillo entre la multitud como si se tratara de una unidad rusa de antidisturbios. En un golpe de lucidez, Harold se convierte en su sombra y se sorprende cuando de repente se ve en la acera pudiendo respirar de nuevo. La lluvia le recibe como si fuera un viejo amigo: toda atenciones y un poco torpe por la euforia. Harold despliega los restos de su paraguas, en cinco minutos está de nuevo en casa y, con un poco de suerte, aún habrá tejado sobre el pequeño edificio de Golborne Road. Pero uno nunca sabe.

4

Un nudo corredizo es bastante menos difícil de hacer de lo que parece. Los no profesionales cometen el primer error ya al elegir la soga. Una soga demasiado fina se clava enseguida en la piel. Una soga demasiado gruesa no queda bien. Harold es un profesional y su soga es de gama alta: la compra exclusivamente en la tienda de McCormick, género escocés de calidad que aún busca por todo el reino algo que se le pueda igualar. Se ha cambiado de ropa en un abrir y cerrar de ojos porque los charcos en la escalera no están permitidos. Incluso se ha comido sólo la mitad del sándwich de atún que suele tomarse con un vaso de leche después del trabajo. El estómago no le pedía más, el espíritu mucho menos todavía. La intranquilidad tiene sus peajes, y hay que pagarlos.

–Hola, Harold, ¿qué tal? –pregunta Abraham Sinclair mientras trepa con las muletas los dos primeros escalones en dirección a su apartamento del primer piso. Abraham Sinclair tiene 84 años. Está casi ciego, por lo que queda excusado. Podría haberse dado el caso de que Harold hubiera estado simplemente cambiando la bombilla, el uso que se les da a las de la escalera es extraordinariamente alto: algún problema eléctrico, aunque Harold de eso no entiende mucho; desde niño la electricidad ha sido para él todo un misterio. Pero Abraham Sinclair se gira de repente. Se ha acordado de algo. Algo inusual, y decide comunicarlo.

–Ayer me masturbé dos veces. Como norma general sólo me masturbo una vez al mes, pero en la tele reponían Dallas. Con Pamela Ewing. No sé cómo se llama de verdad Pamela Ewing, pero eso en realidad no importa. Lo importante es que se ducha –sin esperar una respuesta, acomete el resto de escalones. Ni diez minutos después Harold oye llegar a Abraham Sinclair a la puerta de su piso y conseguir meter la llave en la cerradura al segundo intento.

Harold ya casi no contempla la posibilidad de contar con un público más exigente, cuando de repente se vuelve a abrir el portal. Es Mrs. Cardigan, del segundo. Ha salido a la compra y a la altura del buzón entreabierto de la familia Frymont se ha dado cuenta de que se ha confundido de lista. Mira hacia arriba y le dice:

–Ay, Harold, ¿podría usted descolgarse un segundo y ayudar a una señora mayor?

Él no le dedica ni una mirada. No importa que sea una de sus compañeras de bridge. Harold se cuelga como mucho una vez al mes, siempre en la primera quincena. Nunca los martes, invariablemente antes de las 21:00. No cree que sea mucho pedir un poco de tacto. ¿O sí? Un último estertor: el momento inmediatamente anterior a la pérdida de conocimiento, cuando el oxígeno ya no puede abrirse paso, cuando la visión empieza a nublarse y todo se apaga.

–Harold, cuando haya terminado de colgarse, arréglese usted; hemos quedado dentro de dos horas en casa de Emma Merrythought para jugar al bridge. No vaya a llegar tarde de nuevo –Harold sólo ha llegado tarde una vez. Y fue por culpa de los homosexuales que se estaban manifestando en Abbey Road. Qué reivindicaban exactamente es algo que resultaba imposible de deducir sin demasiado esfuerzo. El 21 tuvo que dar un rodeo por toda la ciudad, porque el conductor no era capaz de leer los carteles que anunciaban los desvíos. No había razón para hacerle crítica alguna, porque era nuevo, recién llegado de Pakistán, y allí es más que probable que no haya carteles de desvío. Pero aún hoy Mrs. Cardigan le guarda rencor a Harold por ese retraso: había sido precisamente ella la que lo había introducido en su círculo de bridge y no cabe ninguna duda de que ella es la responsable absoluta de todo lo que él haga.

Suena el timbre del portal.

Mrs. Cardigan, que sigue en la entrada, abre la puerta. Es la sustituta de Mr. Best, el cartero. Una chica joven, mediada la veintena, con una cola de caballo rubia y unos ojos verdes que brillan cristalinos como canicas.

Grita.

Grita con todas sus fuerzas. Y deja caer al suelo las cartas que en realidad tendrían que haber aterrizado en los buzones. Y eso que no había escuchado el último estertor. Harold lo repite: una reacción muy normal, una respuesta lógica ante tanto entusiasmo. Mrs. Cardigan se queda mirando sorprendida a la joven y le pregunta:

–Pero ¿qué le ocurre?

–El... hombre... ese... la soga... ay, Dios...

–Pero ¡si sólo es Harold!

Pero ¿qué quiere decir «¡si sólo es Harold!»? Harold repite una vez más el último estertor, pero timbrándolo con un poco de indignación. La joven vuelve a gritar. Tiene una voz aguda preciosa, que le pone a uno la piel de gallina porque percute directamente en el sistema nervioso central. Mrs. Cardigan se siente un poco incómoda. No le gusta que haya ningún tipo de ruido, cuestión de principios. Da un paso hacia la cartera y se queda mirándola, furiosa. La cartera comete el error de ignorar la advertencia y vuelve a gritar. Hecho lo cual, Mrs. Cardigan agarra a la joven por la nariz y tira de ella para acercarla a su metro sesenta de altura, como mucho.

–Querida niña, si hay algo que no permitimos en esta casa, son los carteros que, en vez de introducir las cartas en los buzones dispuestos a tal efecto, se dedican a gritar como si fueran a arrancarles las uñas una a una. Ya le he dicho que es Harold. ¡Sólo se está entrenando! Pórtese bien, vuelva a coger las cartas y haga su trabajo. ¿Hay correo para mí? Cardigan, Mrs. Cardigan.

5

Cuando hace diecisiete años Harold se mudó a la casa de medio pelo de Golborne Road, la mata de lilas de la ventana de la cocina no era más que un toque de color. Pero a estas alturas, al llegar la primavera se traga todos los rayos de sol y despliega sus ramas hacia arriba, hasta el primer piso, donde Abraham Sinclair está siempre viendo Dallas. Es una zona tranquila, casi de clase media, con una cuota de extranjeros ligeramente por encima de la media, por lo que en los días de calor el aroma agridulce de la carne de cordero se extiende por calles y jardines, poniendo en riesgo la capacidad de respirar de los más débiles. En verano, los niños del vecindario juegan en los caminos asfaltados al fútbol o al vandalismo y en invierno hay días en los que las farolas están encendidas todo el día: si no sería imposible que nadie diera con el camino de vuelta a casa. El Aston Martin negro, el orgullo de todo el barrio, es de Lenny Ferguson. Como tiene plaza de aparcamiento propia delante de Paul’s Pharmacy, se ve enseguida junto a la boca de incendio roja. Nadie sabe exactamente a qué se dedica Lenny Ferguson, pero seguro que tiene que ver con la compra-venta, porque siempre saluda a Harold con las mismas palabras:

–Hachís, tripis, cacahuetes flipantes.

Mrs. Cardigan no aprecia mucho a Lenny Ferguson, dice que tiene un perfil poco claro. Igual que Hijam Annani, el dueño del pequeño imperio de verduras que hay tres casas más allá y cuya balanza se equivoca siempre en unos 100 gramos, sobre todo si son boletus. Para Harold este dato no tiene demasiada importancia, ya que con ocho años casi se muere de una intoxicación por culpa de unas setas y por eso, a pesar de todos los parabienes que recibe el empleo de la técnica, no es capaz de vincular el proceso de vaciamiento del estómago con ningún tipo de sensaciones positivas.

En principio el barrio parece relativamente seguro, salvo cuando las bandas juveniles sacan sus pitbulls de paseo o cuando el primer ministro viene de visita. Como hace cuatro años, cuando la fase más activa de la campaña electoral entraba en su recta final y acordonaron toda la zona para uso exclusivo de las limusinas oscuras y los equipos de televisión, y un helicóptero daba vueltas por encima de los tejados y Mrs. Cardigan se puso su mejor vestido y había kebab con ensalada. Vino gente de todas partes. Horas antes ya había peleas por los mejores sitios, para agitar banderitas y conseguir tocar al primer ministro, sentir el poder por una vez, para seguir contándoselo a los nietos cincuenta años después. Y hubo alborozo cuando llegó el momento crucial y el primer ministro se bajó de la limusina y cubrió una parte del camino a pie para que le regalaran flores, dar la mano, estar muy cerca del pueblo.

Mrs. Cardigan también le habría dado gustosa la mano, aunque a sus espaldas lo describiera como un paleto con menos clase que una lata de sardinas. Se había puesto carmín, un poco más de lo normal, y un clavel blanco en su pelo cano recogido en un moño. Pero el primer ministro tuvo que pararse justo delante del salón de peluquería de Bradley, donde Lenny Ferguson se había colocado en primera línea haciendo un uso discutible de su cuerpo, al ver llegar el momento idóneo para dar a conocer a las masas su negocio, pequeño pero floreciente, y poder llegar a nuevos grupos de clientes potenciales. Lenny Ferguson, asesor de inversiones en la industria de los estimulantes, gran maestro flash de las mercancías más finas traídas de Holanda, Nepal y Afganistán, políglota, Gucci, Dolce & Gabbana. Ante sus ojos miopes surgía una clientela con capacidad de compra que llamaba a su puerta por la mañana, por la tarde, por la noche; todo era un incesante ir y venir de gente. Como en el zoo. Y él, Lenny Ferguson, era la gran atracción, el Bill Gates de los orangutanes. Daba a conocer su eslogan flotando en un nebuloso futuro color de rosa, pero al primer ministro no parecieron interesarle lo más mínimo sus cacahuetes flipantes, sino más bien al contrario. Desconcertado, dirigió la mirada a sus asesores, quienes a su vez soltaron las correas de las fuerzas de seguridad, quienes a su vez quitaron a Lenny Ferguson bruscamente de en medio, lo que provocó un pequeño tumulto. Y Lenny Ferguson, un guerrero que se debía a su amo, golpeó una y otra vez con la nariz los nudillos de aquellos tipos enormes vestidos de negro. Los fotógrafos no cabían en sí de gozo, y al día siguiente no fue el primer ministro quien ocupaba la primera página del Sun, sino Lenny Ferguson, tirado contra las vallas de seguridad con la nariz ensangrentada y el ojo izquierdo ya un poco hinchado pero capaz de mirar todavía a la cámara con la sonrisa del vencedor. El titular rezaba: «¡Bienvenido al frente patrio!».

Desde aquel día no ha vuelto a haber más visitas de políticos al barrio, circunstancia que Harold se toma con cierto alivio: desde niño las masas y el ruido le han resultado siempre incómodos, y a día de hoy la sensación no ha variado un ápice. El ser humano le resulta ya de por sí muy pesado, pero si además es en grupo de más de tres personas le causa un malestar que no es capaz de ubicar con precisión: en la zona del estómago, entre hígado y bazo quizá. Y si bebiera alcohol se emborracharía hasta las trancas antes de meterse en un autobús o de salir a hacer un recado. Pero no bebe alcohol desde que le obligaron a beber en una fiesta de la empresa y, de camino a casa, se fue chocando con cada farola que encontraba, se tropezó con dos bocas de incendio y, cuando por fin llegó a casa con un retraso de tres horas, vomitó tantas veces que después le parecía un milagro seguir siquiera con vida.

Ésta puede que sea a grandes rasgos la razón por la que Harold no estaba aquel día de humor para una partida de bridge. Pero no tiene la más mínima importancia, dado que Harold nunca está de humor para una partida de bridge. Harold fue llamado a filas cuando hace un año Walter Mayhew abandonó el grupo al morir y no pudieron reclutar ningún sustituto adecuado en el selecto círculo de amistades del ilustre trío formado por Mrs. Davenpot, Mrs. Merrythought y Mrs. Cardigan. En los mejores momentos, toleran a Harold como una solución provisional; en los peores, como un castigo de Dios. Y eso que Harold sabe perfectamente que el bridge es un juego que tiene que ver con los naipes, por mucho que hasta la fecha la estrategia, los palos y la forma de contar le sigan pareciendo un misterio comparable al Antiguo Testamento, que hojeó por obligación en sus años mozos y del que sólo le queda como recuerdo Ezequiel, enturbiándole la conciencia, sobre todo los domingos.

La imagen que le devuelve el espejo del baño pide a gritos una ducha. El pelo debe recuperar de nuevo su raya y la camisa tiene que ser cambiada por una nueva. ¿Blanca o azul? Harold tiene cuatro camisas blancas y cuatro azules, que compra desde hace más de veinte años en Herb. Moda de caballeros, una pequeña tienda de Warwick Street, en la que, hasta la fecha, todavía no ha coincidido con ningún otro cliente. La camisa verde que le regaló una vez Mrs. Cardigan por su cumpleaños sólo se la pone para los entierros. No sabe bien por qué, pero así es la cosa. La moda no es para Harold más que una palabra que sale en los periódicos y cuyas concreciones visuales no le motivan demasiado, sino que más bien le confunden, dejándole perplejo cuando cada cinco años su traje de pana es calificado de elegante y la gente le toma durante unos meses por un intelectual de espíritu abierto.

En diez minutos empieza la partida, esta vez en casa de Mrs. Merrythought, dos bloques más allá, principal izquierda. Es difícil no acertar, pues en la ventana de la cocina que da a la calle hay un ángel que brilla día y noche. Hasta cuando saltan los plomos, porque el ángel se alimenta con pilas de doce voltios.

6

Cuando Mrs. Merrythought abre la puerta, recibe a Harold con un «dios santo». Se da media vuelta y se marcha otra vez hacia la habitación de la que ha salido. El segundo felpudo dentro de la casa es en realidad mucho más importante que el primero fuera de la casa. Harold lo sabe y se limpia los zapatos en el «Bienvenido». Cuelga el abrigo en el perchero que, de madera maciza y tratado con laca, parece más una reliquia que un objeto útil. Ahora Harold sólo tiene que mover los pies. Andar, hacia delante, aunque lo que le espere al final sea un futuro incierto y en el que puede pasar de todo, como, por ejemplo, que un avión de pasajeros se estrelle contra la casa porque un pelícano haya calculado mal y ya no vuelva a amanecer.

El largo pasillo está decorado con fotografías de los últimos cincuenta años. Todas muestran a Mrs. Merrythought tomando café. En la más grande, la de los años sesenta, a la izquierda y encima de la mesita del teléfono, lleva rulos y se parece un poco a Grace Kelly. Por lo menos eso es lo que le susurró al oído en un momento romántico un admirador ya fiambre: desde entonces esa foto también está iluminada día y noche con el alumbrado que se merece.

El último paso hacia el cuartel general de la diversión siempre le resulta a Harold un poco difícil. Es como si unos italianos con gafas de sol negras y manos toscas le hubiesen colocado en los pies bloques de cemento. En el centro de la sala de estar, rojo borgoña, hay una mesa redonda con cuatro sillas, una de las cuales está aún libre. En las otras hay sentadas tres señoras de edad avanzada, pacíficamente: es la falsa impresión que despiertan, como si entre ellas hubiera una relación cordial. Una araña de cristal eléctrica enmarca con su luz brillante la mesa de juego, sobre la que hay dispuestas bebidas calientes y pastas de fabricación casera sobre un trabajo de ganchillo fino. Las cartas ya están repartidas. Harold se sienta en la silla libre. Mrs. Cardigan hace un gesto casi imperceptible con la cabeza, enfrascada en una conversación con Mrs. Davenport.

–Ahora cultivo mini-pepinillos.

–Creía que eran mini-pimientos.

–Eso lo dejé.

–¿Por qué?

–No se pueden cultivar las dos cosas a la vez. Hay que decidir. O mini-pepinos o mini-pimientos. Como cultivadora una adquiere ciertas responsabilidades.

–¿Respecto a quién?

–Al cultivo.

–¿Hay leyes que lo regulen?

–No hacen falta. Es una cuestión de honor.

–Menuda responsabilidad la tuya.

–Me compensa.

–Deben de saber fenomenal.

–Yo hablaría de delicatessen. Harold, ocho de tréboles.

–Un drama –interviene brevemente Mrs. Merrythought. Mrs. Merrythought es la mayor de la partida. Una superviviente de la primera hornada, a la que todos señalan abiertamente como la próxima en morir. Las apuestas están doce a uno. En el caso de Lenny Ferguson pueden llegar a estar catorce a uno, pero allí hay a veces problemas de cobro.

–Harold, ¿ya conoce usted al nuevo inquilino? –pregunta Mrs. Cardigan mientras juguetea con el broche dorado de su blusa. Un broche que debía representar una mariposa y que heredó de su madre, de ascendencia alemana, hecho a mano en los años treinta del milenio pasado. Auténtica artesanía, y sin cruz gamada.

–¿Tenéis un nuevo vecino? –pregunta Mrs. Davenport.

–Un chico y una mujer. Madre soltera, padre desconocido. Ella trabaja en publicidad, pelo largo negro, piel limpia, palidez aceptable, en general parece que se cuida.

–¿Talla?

–Treinta y seis.

–¿Y el chico?

–Habla de una forma un poco rara. Harold, nueve de picas.

–Un drama –interviene brevemente Mrs. Merrythought. Mrs. Cardigan observa los pequeños caramelitos de color ámbar que tiene en la cuchara. Los pone bajo la lámpara, los huele con precaución y los rechaza, enderezándose.

–Querida, el azúcar cande no es precisamente de Winterbottom.

–¿Tiene novio?

–Es un aspecto que aún no he conseguido averiguar. A pesar de que tiene cierto atractivo.

–¿Medias de malla?

–También.

–¿Carmín?

–Rojo bérgamo.

–¿Qué edad tiene el chico?

–No había visto hasta ahora ningún chico de 11 años que aparente tanto tener ocho.

–¿Sabe hablar?

–Asegura ser un genio.

–Igual que mi marido.

–¿El fontanero?

–El gerente de la mayor empresa de ámbito nacional dedicada a la instalación de accesorios para el radiador.