CAPÍTULO
I
—
La
Orilla
del
Río
El
topo se pasó la mañana trabajando a fondo, haciendo limpieza
general
de
primavera
en
su
casita.
Primero
con
escobas
y
luego
con
plumeros;
después, subido en
escaleras, taburetes,
peldaños y sillas, con una brocha y un
cubo
de agua de cal; y así hasta que acabó con polvo en la garganta y en
los
ojos, salpicaduras de
cal en su negro
pelaje, la espalda dolorida y los brazos
molidos.
La primavera bullía por encima de él, en el aire, y por debajo de
él,
en la tierra, y todo a
su alrededor,
impregnando su casita humilde y oscura,
con
su espíritu de sagrado descontento y anhelo. No es de extrañar,
pues, que
de repente tirase al
suelo la brocha, y
dijera: «¡Qué latazo!», y «¡A la porra!»,
y
además: «¡Se acabó la limpieza general!», y saliese disparado de
casa sin
acordarse siquiera de
ponerse la chaqueta.
De allá arriba algo le llamaba
imperiosamente
y se dirigió hacia el túnel empinado y pequeño que hacía las
veces del camino
empedrado que hay en las
viviendas de otros animales que
están
más cerca del sol y del aire. Así que rascó, arañó, escarbó y
arrebañó y
luego volvió a
arrebañar, escarbar, arañar
y rascar, sin dejar de mover las
patitas
al
tiempo
que
se
decía:
«Vamos,
¡arriba,
arriba!»,
hasta
que
al
fin,
¡pop!,
sacó
el
hocico
a
la
luz
del
sol
y
se
encontró
revolcándose
por
la
hierba
tibia
de
una
gran
pradera.
«¡Qué
gusto!», se dijo. «¡Esto es mejor que enjalbegar!». Le picaba el
sol
en la piel, brisas
suaves le acariciaban
la ardiente frente y, tras el encierro
subterráneo
en el que había vivido tanto tiempo, los cantos de los pájaros
felices
resonaban
en
su
oído
embotado
casi
como
un
grito.
Haciendo
cabriolas,
sintiendo la
alegría de vivir, gozando de la primavera, olvidándose de la
limpieza general, siguió
avanzando por la
pradera hasta que llegó al seto que
había
en
el
extremo
opuesto.
—¡Alto
ahí! —dijo un conejo viejo, que guardaba la entrada—. ¡Seis
peniques
por
el
privilegio
de
pasar
por
un
camino
particular!
En
un
periquete
el
impaciente
y
desdeñoso
Topo
lo
derribó
y
siguió
trotando a lo largo del
seto, chinchando
a los demás conejos que salieron a
toda
prisa
de
las
madrigueras
para
enterarse
del
motivo
del
alboroto.
—¡Salsa
de
cebolla!
¡Salsa
de
cebolla!
—les
gritó
burlonamente,
largándose
antes
de
que
se
les
pudiera
ocurrir
una
respuesta
totalmente
satisfactoria.
Entonces
todos
se
pusieron
a
refunfuñar:
—¡Qué
tonto
eres!
¿Por
qué
no
le
dijiste
que…?
—¡Vaya!¿Yporquénole
dijiste
tú
que…?
—¡Podrías
haberle
recordado
que…!
Y
así sucesivamente, como suele acontecer. Pero, por supuesto y como
siempre,
ya
era
demasiado
tarde.
Todo
parecía
demasiado
bueno
para
ser
cierto.
El
Topo
caminaba
sin
cesar,
de acá para allá, por los prados, recorriendo setos y
cruzando
matorrales para
encontrarse por
doquier que los pájaros hacían sus nidos, las flores estaban en
capullo y las hojas
despuntaban: todo el
mundo era feliz y se desarrollaba,
cada
uno en su quehacer. Y sin que la incómoda conciencia le remordiera
y le
susurrase: «¡A
enjalbegar!», sólo se daba
cuenta de lo divertido que resultaba
sentirse
el único bicho ocioso en medio de tanta gente ocupada. Después de
todo, lo mejor de las
vacaciones no es
tanto el descanso propio como el ver a
los
demás
atareados.
Le
parecía que su felicidad era completa cuando, a fuerza de vagar a
la
ventura, de repente
llegó al borde de un
río caudaloso. Nunca en su vida había
visto
un río, ese animal de cuerpo entero, reluciente y sinuoso que, en
alegre
persecución, atrapaba
las cosas con un
gorjeo y las volvía a soltar entre risas,
para
lanzarse de nuevo sobre otros compañeros de juego, que se liberaban
de
él
y
acababan
otra
vez
prisioneros
en
sus
manos.
Todo
temblaba
y
se
estremecía:
centelleos
y
destellos
y
chisporroteos,
susurros
y
remolinos,
chácharas y borboteos.
El Topo estaba
embrujado, hechizado, fascinado. Iba
trotando
por la orilla del río como lo hace uno cuando es muy pequeño y
camina
al
lado
de
un
hombre
que
lo
tiene
embelesado
con
relatos
apasionantes; y al fin,
agotado, se sentó
a su orilla mientras el río seguía
hablándole,
en
un
parlanchín
rosario
de
los
mejores
cuentos
del
mundo,
enviados
desde
el
corazón
de
la
tierra
para
que
se
los
repitan
al
fin
al
insaciable
mar.
Estando
allí sentado en la hierba mirando hacia la otra orilla, se fijó en
un
agujero oscuro que había
en aquel lado,
justo a ras del agua, y se puso a
imaginar
lo agradable que sería como morada para cualquier animalito poco
exigente que se le
antojase vivir en una
bombonera al borde del río, por
encima
del
nivel
del
agua
y
lejos
del
polvo
y
del
ruido.
Mientras
lo
contemplaba,
le pareció que en el fondo del agujero centelleaba algo pequeño
y brillante que luego
desaparecía y volvía
a centellear como una estrellita.
Pero
era improbable que una estrella se encontrara en tan extraño lugar;
y
aquello era demasiado
reluciente y pequeño
como para ser una luciérnaga.
Mientras
lo observaba, le hizo un guiño, con lo cual lo definió como un ojo;
luego, a su alrededor
fue apareciendo una
cara, como un marco alrededor de
un
cuadro.
Una
carita
marrón,
con
bigotes.
Una
cara
seria
y
redonda,
con
el
mismo
ojo
chispeante
que
le
había
llamado
la
atención.
Orejitas
bien
recortadas
y
pelo
espeso
y
sedoso.
¡Era
la
Rata
de
Agua!
Entonces
los
dos
animalitos
se
quedaron
mirándose
con
cautela.
—¡Hola,
Topo!
—dijo
la
Rata
de
Agua.
—¡Hola,
Rata!
—contestó
el
Topo.
—¿Te
gustaría
venir
hasta
aquí?
—preguntó
después
la
Rata.
—¡Ya!
Eso se dice enseguida —dijo el Topo algo malhumorado, pues
desconocía
el
río
y
la
vida
que
había
en
sus
orillas
y
sus
costumbres.
La Rata no dijo nada, pero se agachó y desató una
cuerda y tiró de
ella;
luego se subió ágilmente
a una
barquita que el Topo no había visto. Estaba
pintada
de azul por fuera y de blanco por dentro y era del tamaño justo
para
dos animales; al Topo le
robó el corazón,
aunque no entendía del todo para
qué
servía.
La
Rata cruzó el río remando a toda velocidad y amarró la barca. Luego
le
tendió
al
Topo
la
pata
delantera
y
éste
descendió
con
muchas
precauciones.
—¡Apóyate
aquí!,
—le
dijo—.
Y
ahora
¡salta,
rápido!
Y
el
Topo,
sorprendido
y
arrobado,
se
encontró
nada
menos
que
sentado
en
la
popa
de
una
barca
de
verdad.
—¡Qué
día más estupendo! —le dijo a la Rata mientras ésta desatracaba y
volvía a empuñar los
remos—. ¿Sabes? Nunca
en mi vida había montado en
barca.
—¿Qué?
—le gritó la Rata boquiabierta—. Nunca en tu… Que nunca
has…
¡Bueno!
¿Me
quieres
decir
entonces
qué
has
estado
haciendo?
—¿Así
que
es
tan
agradable?
—se
atrevió
a
preguntar
el
Topo,
de
antemano
dispuesto
a
creérselo,
mientras
se
recostaba
en
el
asiento
y
observaba
los
cojines,
los
remos,
las
chumaceras
y
demás
accesorios
fascinantes,
sintiendo
el
suave
balanceo
de
la
barca.
—¿Agradable?
No existe cosa igual —dijo la Rata muy solemne mientras
se echaba hacia delante
para meter el remo—. Créeme, amiguito,
no hay nada,
absolutamente nada, que
valga ni la mitad de lo que significa trajinar con la
barca. Bogando, sin
más… —continuó ensimismada—, navegar… en
barca…
bogar…
—¡Mira
ahí
delante,
Ratita!
Ya
era demasiado tarde. La barca chocó de pleno contra la orilla. La
soñadora
y
jubilosa
barquera
se
cayó
al
fondo
de
la
barca
con
las
patas
por
el
aire.
—…
bogar
en
barca
o
enredar
con
ella
—continuó
la
Rata
como
si
tal
cosa,
recomponiéndose con una risita agradable—. Da igual estar dentro
que
fuera. Lo demás importa
poco y éste es su
encanto. Lo mismo da marcharte
que
quedarte, llegar a tu destino o a cualquier otro lugar, o no llegar
a ningún
sitio, porque siempre
estás ocupado y
nunca haces nada especial; y aunque lo
hagas,
siempre tienes algo más que hacer, y lo puedes hacer si quieres,
aunque
es preferible que no lo
hagas. ¡Fíjate!
Si no tienes nada previsto para esta
mañana,
¿qué
te
parece
si
nos
vamos
juntos
a
pasar
el
día
río
abajo?
Al
Topo le rebullían los dedos de pura alegría, hinchó el pecho con un
suspiro
de
satisfacción
y
se
recostó
encantado
en
los
mullidos
cojines.
—¡Menudo
día
me
estoy
pasando!
—dijo—.
¡Vamos
ya!
—¡Oye,
espérate
un
momento!
—dijo
la
Rata.
Anudó
la amarra a una argolla que había en su embarcadero, trepó a su
agujero y, al cabo de un
ratito, volvió a
salir tambaleándose bajo el peso de
una
enorme
cesta
de
mimbre
con
el
almuerzo.
—¡Póntela
debajo de los pies! —le dijo al Topo, al tiempo que echaba la
cesta
a
la
barca.
Luego
desató
la
amarra
y
volvió
a
empuñar
los
remos.
—¿Qué
hay
dentro?
—preguntó
el
Topo
picado
de
curiosidad.
—Pues,
pollo
frío
—replicó
la
Rata
brevemente—,
lenguaenfiambrejamónternerafríapepinillosensaladapanecillosberrospátécervez
—¡Ay,
para,
para!
—gritó
el
Topo
embelesado—.
¡Es
demasiado!
—¿Tú
crees? —preguntó la Rata muy seria—. Es lo que suelo llevar en
estas excursioncitas;
pero los demás
animales dicen que soy un bicho tacaño y
que
calculo
muy
por
lo
bajo.
El
Topo no oía ni una palabra de lo que la Rata decía. Absorto en la
vida
nueva que iba
descubriendo, ebrio con el
resplandor y el chapoteo de las
ondas,
los aromas, los sonidos y el sol, había metido una pata en el agua
y se
dejaba
llevar
por
sus
emociones.
La
Rata
de
Agua,
que
era
una
buenaza,
siguió
remando
sin
molestarle
para
nada.
—¡Cuánto
me gusta tu ropa, chico! —le dijo al cabo de media hora más o
menos—. Me voy a comprar
un esmoquin de
terciopelo negro uno de estos
días,
en
cuanto
pueda.
—Perdona
—dijo
el
Topo,
esforzándose
en
volver
a
la
realidad—.
Pensarás que soy un
maleducado, pero todo esto es tan nuevo para
mí. Así
que…
¡esto…
es…
un
río!
—El
río
—le
corrigió
la
Rata.
—¿Y
realmente tú vives junto al río? ¡Qué buena vida! —Junto a él y con
él, sobre él y dentro de
él-dijo la Rata—.
Para mí es como un hermano y una
hermana,
tías y demás familia, y mi comida y bebida y (naturalmente) mi
lavabo. Es mi mundo y no
deseo ningún
otro. Lo que el río no contiene, no
vale
la pena poseerlo, y lo que él no conoce, no merece la pena que se
conozca. ¡Ay, Señor! ¡Lo
bien que nos lo
hemos pasado juntos! Tanto en
invierno
como
en
verano,
en
primavera
como
en
otoño,
siempre
resulta
divertido y emocionante. Lo mismo si vienen las crecidas de
febrero, y
las
bodegas y sótanos
rebosan de un
líquido que no me sirve de nada, y las aguas
turbias pasan por delante de la ventana de mi dormitorio
principal; como
cuando todo remite,
dejando atrás trozos
de barro que huelen a bizcocho de
frutas,
y las algas y los hierbajos atascan los canales, y puedo pasar el
rato
caminando
por
la
mayor
parte
de
su
lecho
en
busca
de
comida
fresca
y
recogiendo
cosas
que
la
gente
descuidada
ha
dejado
caer
de
sus
barcas.
—¿Y
no te aburres a veces? —se atrevió a preguntar el Topo—. Sólo tú y
el
río,
sin
nadie
más
con
quien
cruzar
una
palabra.
—Nadie
más
con
quien…
Bueno,
tengamos
la
cuenta
en
paz
—dijo
la
Rata
con
indulgencia—. Eres nuevo aquí y no entiendes de esto, claro. Hoy en
día
vive tanta gente en las
orillas, que
muchos tienen que mudarse. ¡Vamos, que
ya
no es como antes! Hay nutrias, martines pescadores, somorgujos,
pollas de
agua,
que
se
pasan
el
día
por
allí
y
siempre
se
empeñan
en
que
hagas
algo.
¡Como
si
uno
no
tuviera
asuntos
propios
que
atender!
—¿Qué
hay allí? —preguntó el Topo, señalando con la pata un fondo de
árboles
que
ponían
un
marco
oscuro
a
las
vegas
de
un
lado
del
río.
—¿Aquello?
¡Ah, pues el Bosque Salvaje! —dijo la Rata secamente—. La
gente
de
las
orillas
no
vamos
mucho
por
allí.
—¿No
son…,
no
son
muy
simpáticos
los
de
allí?
—dijo
el
Topo
un
pizquito
nervioso.
—Bueno…
—contestó la Rata—, verás. Las ardillas están bien. Y los
conejos… depende, porque
entre los conejos
hay de todo. Y además está el
Tejón,
por supuesto. Vive en el mismísimo corazón del bosque y no
cambiaría
su morada aunque le
pagasen por ello. ¡Tan
simpático el Tejón! Nadie se mete
con
él.
Más
les
vale
—añadió,
en
tono
significativo.
—¿Por
qué? ¿A quién se le iba a ocurrir meterse con él? —preguntó el
Topo.
—Bueno…
claro…
hay…
hay
otros
—explicó
la
Rata
con
cierto
titubeo
—.
Comadrejas…
y
armiños…
y
zorros
y
otros
animales
por
el
estilo.
Están
bien,
hasta
cierto
punto…
yo
me
llevo
bien
con
ellos…
siempre
nos
saludamos cuando nos
vemos, y tal… pero a veces se descontrolan, para qué
vamos a negarlo, y
entonces… bueno, no te puedes fiar de ellos,
eso es lo que
pasa.
El
Topo sabía sobradamente que el insistir, o tan siquiera el aludir a
posibles
problemas
futuros,
va
contra
la
etiqueta
animal;
así
que
dejó
el
tema.
—¿Y
más
allá
del
Bosque
Salvaje?
—preguntó—.
Aquello
que
se
ve
de
un
azul
desvaído, donde parece que hay unas colinas, ¿o tal vez me
equivoco? Y
algo
semejante
al
humo
de
las
ciudades,
¿o
serán
las
nubes
que
se
mueven?
—Más
allá del Bosque Salvaje está el Ancho Mundo —dijo la Rata—, y
eso es algo que nos trae
sin cuidado, a ti
y a mí. Nunca estuve allí, ni pienso
estarlo,
y
tú
tampoco,
si
tienes
algo
de
sentido
común.
Y,
por
favor,
no
vuelvas
ni siquiera a
mencionarlo. ¡Bueno!
Pues ya hemos llegado al remanso donde
vamos
a
almorzar.
Salieron
de la corriente principal y se metieron por lo que en un principio
parecía
un
laguito
incrustado
en
la
tierra.
Verdes
céspedes
bajaban
en
pendiente hacia ambas
orillas, raigones oscuros como serpientes relucían por
debajo de la superficie
del agua mansa, y enfrente de ellos el
flujo plateado y
la
espumosa
cascada
de
una
presa,
junto
con
una
incansable
y
chorreante
rueda de moler, que
sostenía a su vez un molino de tejas
grises, llenaba el aire
con un
sedante murmullo de sonidos sordos y apagados, pero entre los que,
a
ratos,
se
dejaban
oír
algunas
vocecillas
agudas
y
alegres.
Era
algo
tan
hermoso
que
el
Topo,
alzando
las
patas
delanteras,
sólo
acertaba
a
musitar:
—¡Ay,
madre
mía,
pero
madre
mía!
La
Rata llevó la barca hasta la orilla, la amarró, ayudó a bajarse al
Topo,
que aún no se las
amañaba muy bien, y sacó
la cesta de la merienda. El Topo
le
rogó
que
le
hiciera
el
favor
de
dejarle
preparar
las
cosas
a
él
solito;
y
la
Rata
accedió
encantada, para poderse tumbar a sus anchas en la hierba a
descansar,
mientras su amigo,
entusiasmado, sacudía
el mantel y lo extendía, sacaba uno
por
uno
todos
los
paquetes
misteriosos
y
colocaba
su
contenido
muy
ordenadamente,
mientras seguía musitando: «¡Ay, madre mía!» ante cada
nuevo
descubrimiento.
Cuando
todo
estuvo
listo,
la
Rata
dijo:
—¡Anda,
ataca, hombre! —Y el Topo obedeció con mucho gusto, porque
se había puesto de
limpieza general
aquella mañana muy temprano, como es
debido,
sin
hacer
un
alto
ni
para
comer
ni
para
beber.
—¿Qué
miras? —le dijo luego la Rata, cuando habían matado bastante el
gusanillo del hambre y
los ojos del Topo
pudieron apartarse un poco del
mantel.
—Miro
—dijo el Topo— una hilera de burbujas que van moviéndose por
la
superficie
del
agua.
Es
una
cosa
muy
rara.
—¿Burbujas? ¡Eh! —dijo la Rata, dando un grito de
alegría a modo de
invitación.
Por
encima de la pendiente apareció un hocico ancho y reluciente, y la
Nutria
se
izó
sacudiéndose
el
agua
de
su
abrigo
de
piel.
—¡Glotones! —les dijo, acercándose a la cesta de
la merienda—. ¿Por qué
no
me
invitaste,
Ratita?
—Ha sido algo improvisado —le explicó la Rata—. A
propósito, éste es mi
amigo,
el
señor
Topo.
—Encantada
de
conocerle
—dijo
la
Nutria,
y
los
dos
animalitos
se
hicieron
amigos.
—¡Qué
jaleo
hay
por
todas
partes!
—añadió
la
Nutria—.
Parece
que
a
todo
el mundo se le ha
ocurrido venir hoy al
río. Me acerqué a este remanso para
buscar
un poco de paz, y me tropiezo de narices con vosotros. Perdón, no
quise
decir
eso,
creedme.
Entonces
oyeron un crujido a sus espaldas, y por detrás del seto cargado
aún con las hojas del
año anterior,
apareció una cabeza a rayas sobre unos
anchos
hombros.
—¡Acércate,
viejo
Tejón!
—gritó
la
Rata.
El
Tejón
avanzó
uno
o
dos
pasos;
luego
gruñó:
—¡Ejem!
Tenemos
visita.
Y
dándose
la
vuelta,
desapareció
de
la
vista.
—Es
una reacción típica de él —dijo desilusionada la Rata—. ¡No le
gusta
alternar! Pues hoy ya
no le volvemos a
ver. Bueno, y dinos, ¿quién ha venido
hoy
al
río?
—Pues
para
empezar,
el
Sapo
—contestó
la
Nutria—.
Acaba
de
estrenar
su
yola.
Lleva
ropa
nueva.
¡Todo
nuevo!
Los
dos
animalitos
se
miraron
y
se
echaron
a
reír.
—Al
principio,
sólo
le
gustaba
la
vela
—dijo
la
Rata—.
Cuando
se
hartó
de ello, le dio por ir en batea. Sólo le gustaba la batea,
todos los
días y a todas
horas. ¡Y en menudos
líos se metía! El año pasado se le antojó el barco-
vivienda, y todos
tuvimos que ir a pasar unos días en su
barco-vivienda, y
hacer como si nos
gustara. Decía que se iba a pasar el resto de su vida en un
barco-vivienda.
Siempre
le
pasa
lo
mismo,
haga
lo
que
haga;
se
harta
de
ello,
y
empieza
con
otra
cosa.
—Es
un buen muchacho —dijo la Nutria muy pensativa—, pero le falta
estabilidad…
¡sobre
todo
en
barco!
Desde donde estaban sentados podían divisar, por
detrás de la isla que
los
separaba de ella, la
corriente
principal del río y en aquel momento apareció
una
yola;
el
barquero
—una
figura
pequeña
y
regordeta—
trabajaba
muy
duro,
aunque salpicaba y se
balanceaba de lo
lindo. La Rata se levantó y lo llamó,
pero
el Sapo —que era el barquero— meneó la cabeza y prosiguió remando
con
empeño,
sin
hacer
caso.
—Como
siga
balanceándose
así,
se
va
a
caer
al
agua
—dijo
la
Rata
mientras
se
sentaba
de
nuevo.
—Ya
lo creo que sí —se rio la Nutria—. ¿Os he contado alguna vez lo que
les
pasó
al
Sapo
y
al
esclusero?
Pues
esto
fue
lo
que
pasó:
el
Sapo…
Una
Efímera
errante
revoloteaba
a
contra
corriente
de
esa
manera
embriagadora
que
tienen
las
jóvenes
Efímeras
cuando
descubren
la
vida.
Hubo
un
remolino
de
agua,
un
«¡glup!»,
y
la
Efímera
desapareció.
También
desapareció
la
Nutria.
El
Topo bajó la mirada. Aún resonaba en sus oídos la voz de la Nutria,
pero
el
césped
donde
había
estado
sentada
se
hallaba
vacío.
Y
no
había
ninguna
Nutria
a
la
vista.
Pero
de
nuevo
apareció
la
hilera
de
burbujas
en
la
superficie
del
río.
La Rata se puso a canturrear, y el Topo se acordó
de que la etiqueta
animal
prohibía cualquier
comentario
sobre la repentina desaparición de un amigo en
cualquier
momento,
por
cualquier
razón,
o
aun
sin
razón
alguna.
—En fin —dijo la Rata—. Va siendo hora de que nos
vayamos. ¿A quién le
apetece
recoger
la
merienda?
Ella
no
parecía
demasiado
entusiasmada
con
el
proyecto.
—¡Anda,
déjame
a
mí!
—dijo
el
Topo.
Y
por
supuesto,
la
Rata
le
dejó.
El
recoger
la
merienda
no
era
tan
apasionante
como
el
prepararla.
Nunca
lo
es. Pero el Topo estaba
dispuesto a
disfrutar de todo; aunque justo cuando
había
acabado de rellenar la cesta y la había atado para que quedase bien
segura vio un plato allí
plantado en medio
del césped; y cuando lo hubo
guardado,
la Rata señaló con el dedo un tenedor que nadie parecía haber
visto,
y por último, ¡oh, no!,
el tarro de
mostaza, sobre el cual había estado sentado
sin
darse
cuenta.
Pero
acabó
de
recoger
sin
demasiada
irritación.
El
sol
de
la
tarde
se
empezaba
a
poner
mientras
la
soñadora
Rata
remaba
tranquilamente
hacia
casa,
musitando
poemas
y
sin
prestar
demasiada
atención
al Topo. Pero el Topo
estaba saciado de
comida, satisfacción y orgullo, y en
aquella
barca
se
sentía
como
en
su
propia
casa
(o
por
lo
menos,
eso
le
parecía),
y
además
empezó
a
ponerse
nervioso.
Y
por
fin
dijo:
—… ¡Ratita, por favor, déjame remar a mí! La Rata
meneó la cabeza
sonriendo.
—Aún
no, amiguito —le dijo—; espera a que te dé algunas lecciones. No
es
tan
fácil
como
parece.
El Topo se quedó callado un rato, pero empezó a
sentir envidia de la
Rata,
que remaba con tanta
fuerza y
tranquilidad, y la envidia le susurraba que él
también podía hacerlo de aquella manera. Se levantó y empuñó
los remos
tan
de repente que la Rata,
que estaba
contemplando el agua y musitando sus
poemas,
se
cayó
de
espaldas
con
las
patas
por
el
aire
por
segunda
vez,
mientras
el
Topo
vencedor
se
sentaba
en
su
sitio
y
agarraba
los
remos
con
toda
confianza.
—¡Para,
estúpido! —le gritó la Rata desde el fondo de la barca—. ¡No
sabes
remar!
¡Vamos
a
volcar!
El
Topo echó los remos hacia atrás y los empujó con fuerza hacia el
agua.
Pero éstos sólo rozaron
la superficie: sus
patas volaron por encima de su
cabeza,
y se cayó encima de la pobre Rata. Asustado, se agarró al borde de
la
barca,
y
de
repente…
¡Plaf!
La
barca
volcó,
y
el
Topo
se
encontró
chapoteando en el río. ¡Dios mío, qué fría estaba el agua, y
qué mojada!
¡Y
cómo
resonaba
en
los
oídos
a
medida
que
se
iba
hundiendo!
¡Y
qué
reconfortante y bueno le
parecía el sol
cuando lograba salir hasta la superficie,
tosiendo
y balbuceando! ¡Y qué horrible desesperación le entraba cuando
sentía
que
se
hundía
de
nuevo!
De
repente,
una
pata
lo
agarró
con
fuerza
por
el
pellejo
de
la
nuca.
Era
la
Rata
que
se
reía…
El
Topó
sentía
su
risa
recorriéndole el brazo
hasta la punta de
las uñas, y de allí al cuello, al cuello
del
propio
Topo.
La
Rata empuñó un remo y se lo metió al Topo debajo del brazo; luego
hizo
lo
mismo
del
otro
lado,
y,
nadando
detrás
de
él,
fue
empujando
al
indefenso animalito
hasta
la orilla, lo sacó del agua, y lo sentó en el césped; el
pobre
Topo
estaba
hecho
una
piltrafa,
agotado
y
calado
hasta
los
huesos.
Cuando
la Rata le hubo frotado un poco y escurrido el agua de su lomo, le
dijo:
—¡Bueno,
muchacho! Sube y baja corriendo por el sendero de sirga hasta
que estés seco y hayas
entrado en calor,
mientras yo intento recuperar la cesta
de
la
merienda.
De
modo
que
el
pobre
Topo,
que
se
sentía
tan
empapado
como
avergonzado,
se puso a correr hasta que estuvo casi seco; mientras tanto, la
Rata se zambullía de
nuevo, rescataba la
barca, le daba la vuelta y empujaba
lentamente
hacia la orilla su flotante propiedad. Luego se volvió a zambullir
y
rescató
sin
dificultad
la
cesta
de
la
merienda.
Cuando
todo estuvo listo por segunda vez, el Topo, agotado, se acomodó
en
la
popa
de
la
barca,
y
dijo
en
voz
baja
y
llena
de
emoción:
—Ratita,
mi generosa amiga, ¡cuánto siento el haberme portado de una
manera tan tonta y
desagradecida! ¡Qué
horror! Cuando pienso que podíamos
haber
perdido
una
cesta
tan
preciosa…
Reconozco
que
me
he
portado
como
un
estúpido, pero por
favor te pido que me
perdones y te olvides de lo que ha
ocurrido,
y
que
todo
sea
como
antes.
—¡No
te
preocupes,
muchacho!
—contestó
con
buen
humor
la
Rata—.
¡Cómo
le
va
a
importar
mojarse
a
una
Rata
de
Agua!
A
menudo estoy más tiempo dentro del agua que fuera de ella. No
pienses
más en ello. Y además,
yo creo que
tendrías que venir a pasar conmigo una
temporadita.
Es
una
casa
muy
sencilla,
¡no
como
la
Mansión
del
Sapo!
Aunque tú aún no has
visto la Mansión. Pero,
en fin, espero que estés a gusto
en
ella.
Y
te
enseñaré
a
remar,
y
a
nadar,
y
muy
pronto
te
las
apañarás
en
el
río
tan
bien
como
cualquiera
de
nosotros.
El
Topo se sintió tan conmovido por estas palabras que no supo qué
contestar, y se enjugó
unas lágrimas con
el dorso de la pata. La Rata tuvo la
delicadeza
de mirar hacia otro lado. El Topo se reanimó y encontró fuerzas
para contestar a dos
pollas de agua que
estaban cotilleando sobre su aspecto
tan
calamitoso.
Cuando
llegaron
a
casa,
la
Rata
encendió
un
hermoso
fuego
en
la chimenea del salón,
y colocó al Topo
en un sillón frente a ella, después de
prestarle
una
bata
y
unas
zapatillas,
y
le
estuvo
contando
historias
del
río
hasta
la
hora de cenar. Y para un animal de tierra como era el Topo,
aquellas
historias
eran
apasionantes.
Eran
historias
de
presas,
de
inundaciones
repentinas,
de
lucios
saltarines
y
de
barcos
de
vapor
que
tiraban
botellas
vacías
—o, por lo menos, las botellas caían desde los
barcos, así que parecía
lógico
que
fuesen
ellos
quienes
las
tiraban—,
historias
de
garzas,
y
de
lo
curiosas
que
eran
cuando se les hablaba; y de aventuras en los desagües, y de pescas
nocturnas con la Nutria,
o de excursiones
muy lejos con el Tejón. La cena fue
de
lo más entretenida; pero muy pronto, el generoso anfitrión tuvo que
meter
en la cama al pobre
Topo, que se caía de
sueño. La Rata le dejó la habitación
principal,
en el piso de arriba. Y el Topo apoyó la cabeza en la almohada
pensando con alegría que
su nuevo amigo,
el río, lamía el alféizar de la
ventana.
Para
el
liberado
Topo,
éste
no
fue
más
que
el
primero
de
muchos
días
felices, cada cual más largo y lleno de interés a
medida que el verano
iba
avanzando. Aprendió a
nadar y a
remar, y conoció la alegría del agua; y con el
oído pegado a los tallos de los juncos, escuchaba de vez en
cuando lo
que el
viento
susurraba
sin
cesar
entre
ellos.
CAPÍTULO
II
—
Por
los
caminos
de
Dios
—Ratita,
¿me harías un favor? —dijo de repente el Topo una mañana de
verano.