El Virrey en la arboleda - Marcelo Luis Mermoz - E-Book

El Virrey en la arboleda E-Book

Marcelo Luis Mermoz

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Beschreibung

Cansado de arrastrar un apellido tristemente célebre, Norberto Sobremonte decide seguir los pasos de su ancestro y descubre que el Virrey ha estado recluído durante un tiempo en una lejana localidad bonaerense. Decidido a seguir sus pasos y hacer algo con su vida, toma una apresurada decisión que traerá funestas consecuencias a su vida.

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Seitenzahl: 358

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Mermoz, Marcelo Luis

El virrey en la Arboleda / Marcelo Luis Mermoz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2018.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-761-580-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina –Printed in Argentina

Dedicatoria:A Walter G. T., periodista y amigo que dejó este mundo de forma temprana y abrupta. Dejó un vacío en las tardes de cafés compartidos.

Me hubiera gustado conocerlo mucho más del breve espacio de tiempo que tuvimos, pero entiendo que fue el suficientecomo para dejar huella en mis inquietudes.

Un abrazo estés donde estés.

Marcelo.

PARTE I

El Documento Balvanera

“... la libertad es algo que no debiera perderse por decisión propia.

Es como un suicidio...”.

Inscripción hallada en la tumba de un hombre común con las iniciales: “AS” en una lápida del cementerio correspondiente al poblado bonaerense de “La Arboleda”

1.

... el apellido es una marca. Una impronta. Me atrevería a decir que es una hoja de ruta donde el portador recibe una posta y la transfiere.

No es una carrera; es un derrotero. Uno hace lo que tiene que hacer en el transcurso de la vida, pero lo hace con lo que lleva a cuestas: las capacidades y las habilidades innatas, las potencialidades y las marcas que trae de nacimiento; allí es donde entra el apellido. Es cierto que mucho depende de uno, pero el apellido marca de dónde viene uno y quién sostiene ese linaje. Está signado por todos aquellos que pasaron antes que uno, así se trate de un único día en este mundo. No hay forma de evadirse de eso, créanme. Al respecto creo que yo estoy acá sentado por esta circunstancia.

Siempre me tuve por un tipo arriesgado (tal vez atolondrado sería más ajustado) y ahora, de alguna manera,soy víctima de mi propia encarnadura; de mi incapacidad para sobrellevar esta rúbrica. Me encuentro aquí sentado, escribiendo, solo para calmar mi angustia. No obstante, no todos estarán de acuerdo conmigo. Los gurúes de la iluminación, los popes del autoconocimiento, los maestros de la meditación y demás personalidades de la vida espiritual seguramente van a opinar que uno se hace camino al andar. Yo creo, de verdad, que la perra suerte de portar este “ilustre” apellido me empujó y no supe muy bien cómo salir de esta encrucijada. Estaba tranquilo en mi frustración, hasta queme crucé con mi amigo Arturo Pérez Pratt y disfrutamos de la buena compañía y una charla amena después de dos décadas sin vernos. Mentiría si no digo que, como resultado de su influencia, me obsesioné en la maldita empresa que inicié de manera inocente, yesta terminó por asfixiarme como si se tratara de una soga que se enrosca en la garganta sin darse uno cuenta de ello. La obsesión, entonces, se convirtió en “la” razón de mi existencia.

Dicho de otro modo, debía intentar dar con el camino de mi vida y no tuve mejor ideaque buscarlo en relación con el malhadado apellido que porto en cuestión:Sobremonte...

Así narraba el autor la razón de su infortunio, en un párrafo escrito en la ajada libreta que mi madre guardaba en un cajón de su sillón, sito en Saavedra 237, 3.ro A.

Cuando falleció me vi en la funesta tarea de vender la propiedad, y para entregarla, debí sobreponerme a mi dolor y limpiar el apartamento de todas las huellas de su pasada existencia. Tras el aciago día de su partida, con 73 años a cuestas y producto de un paro cardiorrespiratorio en su cuerpo carcomido por la diabetes, no volví a pisar el solar hasta la entrega del inmueble; dado que cada vez que llegaba a la avenida Rivadavia esquina Saavedra, un nudo atravesaba mi garganta y corría mis pasos del lugar dejando para más adelante la difícil tarea de desarmar su casa.

Las semanas fueron pasando y se tornaron meses y estos últimos se acumularon como las hojas de un calendario. Una extraña circunstancia fue el hecho que pude visitar, sin mucho esfuerzo, la piedra que custodia hoy su nicho (y el de mi padre) en el cementerio de la Chacarita. Creo que se trata de la galería número 20; nicho 20.480. Pero fui incapaz de ingresar a su domicilio, por el lapso de tiempo mencionado, donde cientos de veces me senté a compartir un café con ella y charlar acerca de sus anhelos y dolencias.

No voy a repasar, ahora, el currículo de mi mentora; básteme decir que entre otras cosas fue: obviamente madre; profesora de inglés, de historia y geografía; estudiante de latín y griego, y artista consumada.

Muchas veces me pregunté si habrá visto algo en mí que pudiera, tal vez, hacerla sentir orgullosa. Lo de ella fue una carrera por la vida. En cambio, a mí, rara vez me gusta ir más de prisa que un buen paso. Pero esta historia no es sobre mí, ni siquiera tiene algo que ver con ella; sino con el personaje que dio vida al manuscrito y que encontré aquella tarde cuando finalmente entré a su casa y me propuse dejarla ir de una vez y para siempre.

Desconozco qué relación guardaba el mencionado autor con mi madre. Viuda desde hacía tiempo, mi padre falleció siendo yo muy joven en una explosión de una planta química donde trabajaba envasando aerosoles, cuando yo contaba apenas doce abriles y algo más. Desde entonces, no le he conocido pareja alguna ni otro hombre se ha acercado para cortejarla. Solía decir que “...un hombre es más que suficiente como experiencia para una vida”. Nunca supe si lo decía con nostalgia, o con algo diferente a ello.

Alguna vez le he oído decir algo acerca de un trabajo práctico que debía presentar, en los días previos a su muerte. Fue leyendo algunas de sus notas escritas a lápiz y en un cuaderno ajado de tapa blanda color celeste que recuerdo haber pensado, entonces, cuan raro me resultó verlo sobre la mesa. Los elementos de librería no faltaban en su escritorio y, junto con los libros, constituían una debilidad suya que, si bien me resultaba agradable, era difícil de entender, desde mi punto de vista. En realidad, los hobbies suelen darnos esa perspectiva de la vida desde el tiempo libre. La vida tiene algo más que responsabilidades y es el recreo donde la mente se relaja. El mencionado cuaderno tenía de nombre “Tamborcito” en la tapa ylucía la figura algo infantil de un niño marchando, mientras golpea la membrana del instrumento en cuestión. Hojeando distraído el anotador, creí entrever los trazos de su puño y letra, como si ella hubiera tomado notas de algún personaje, o hubiera desgrabado una cinta de audio que, como no podía ser de otra manera, no encontré entre sus cosas. En otras ocasiones aparecía una escritura desconocida donde los trazos de esas letras: bajas, redondeadas y cuidadosas,contrastaban con las alargadas, estilizadas y elegantes de mi madre. No podía ponerme de acuerdo acerca de este punto, porque no cabía duda de que la letra E, al menos, era de su autoría. En fin, que la duda aún persiste y permítanme hacer a un lado esta disquisición sin objetivo, ya que no es, tampoco, el nudo de esta historia.

2.

Como mencioné, un poco más arriba, me era difícil tomar la decisión de desarmar su casa; sobre todo porque era un poco como ir deshojando los pétalos de una rosa, hasta que al final, y parafraseando a Umberto Eco, “... de la rosa, lo único que queda es el nombre”.

Ahora bien, toda historia tiene un principio, y todo principio un relato, así es que: ¿cómo fue que estoy acá, sentado escribiendo esto?

Como dije: comenzó con una muerte y también, con la necesidad de dinero, que me obligó a poner en venta el inmueble y que, seguramente de haberlo conservado, todavía estaría allí disfrutando de la vida que llevaba, si a vivir una vida chata y vacía se le puede llamar “disfrutar”. Pedí unos días en el trabajo a fin de vaciar su contenido y finalmente entregarlo. Tirar todo aquello que jamás quiso tirar, y regalar aquello que quería conservar como ridícula burla del destino. Comenzó, también, con la firme convicción de que, a mis cincuenta y cuatro años, me estaba volviendo irremediablemente viejo; y digo esto porque, el día que debía vaciarla, no registraba el lugar dondeguardaba las llaves de su casa.

Maldije mi escasa memoria y comencé a revolver los rincones donde podría haberlas dejado. Era algo insólito no haber constatado antes el paradero del llavero, sobre todo si se tiene en cuenta que me tomé unos días en el trabajo para resolver mis temas; de manera tal que el tiempo era llamativamente escaso. La oferta me había llegado por mail de la inmobiliaria Arcos, y no me pareció un monto para desaprovechar, ya que vivir en la Argentina suele ser una experiencia “no apta para cardíacos”. Esto quiere decir, ni más ni menos, que la recesión avanzaba a paso firme y en la dirección contraria a la dinámica de mi sueldo. En ese momento, ocupaba un cargo técnico en un organismo del Estado que no tiene sentido, acá por lo menos, discutir o mencionar siquiera.

Entre todas las posibilidades que se presentaban, otra entrada era la mejor respuesta a la “debacle” y el departamento era lo que yo tenía más a mano.

Me acosté esa noche sin hallar el llavero en cuestión y me prometí a mí mismo levantarme bien temprano para aprovechar el día y subsanar el problema irresuelto. Estaba convencido de que los problemas que llevamos a la almohada suelen ser los que más rápidamente resolvemos. Esto se debe, en parte, a que el cerebro trabaja tiempo extra. Sin embargo, no parecía ser ese el caso, ya que hasta un par de horas luego de levantarme, no encontré el lugar donde estaban. Fue, tal vez, fruto del más puro azar que recordé, al abrir la heladera para prepararme el desayuno, que estas estaban en una caja de madera blanca que me regaló un amigo antes de partir en su viaje final. Pero permítanme mantener reserva al respecto, ya que no quisiera regresar a las instancias de tan triste partida.

Volviendo a mi mentora, recibí la noticia de su muerte la tarde del 30 de setiembre de 2010 cuando regresaba del supermercado con un par de bolsas en las manos, caminando con descuido y disfrutando de las horas de ese cálido jueves, cuando el tiempo coqueteaba con el frío en retirada del invierno y la brisa templada de la primavera recién estrenada. Hacía unos días me había tomado la costumbre de caminar hasta el supermercado más lejano para obligarme a realizar algo de ejercicio. Fue Sandra, mi vecina, quien aguardó mi regreso en la puerta de entrada al edificio, a fin de prepararme para la noticia. Me extrañó verla pasearse en su saquito de hilo negro, falda larga con arabescos dorados, y grandes aros de madera con incrustaciones de pedrería, fumando un cigarrillo mientras miraba, nerviosa, en mi dirección. Dejémoslo ahí, por el momento, ya que la historia de encuentros y desencuentros con mi vecina abonaría un volumen más grueso que la Biblia impresa en papel ilustración. Mientras me acercaba, me puse a pensar que nuestra historia de seguro empañaría las vertidas enLas mil y una noches.

–Sandra, ¿tomando aire? -pregunté inocente.

De inmediato reparé en su mirada. El mentón temblaba muy levemente y, de no conocerla, me hubiera pasado desapercibido.

–¿Pasa algo? -pregunté, mientras la miraba con extrañeza, ya que se inclinó rápidamente y me sacó las bolsas de las manos, como si tuviera miedode que las dejara caer.

– Es tu mamá -dijo sencillamente, pero con una nube delante de los ojos–, llamó el encargado.

– ¡Te llamó! -repetí-, pero ¿pasó algo? -La miré aún más extrañado, porque no respondió, y a cambio pude ver un brillo vidrioso que empañaba su mirada-. ¡No me jodas! -dije simplemente, y me abrazó llorando con las bolsas aún entre sus dedos largos y finos.

A todo esto, estoy seguro de que se preguntará qué hacía el encargado del edificio de mi vieja con el teléfono de Sandra. No es el tema, de momento, pero basta con que se sepa que cuando se lo di a Francisco, que así se llamaba el encargado del edificio, yo vivía más tiempo en casa de mi vecina que en la mía. Por lo demás, ¿qué vida no está complicada con más desaciertos que pegadas en este tramo de la existencia y en el plano sentimental? Acá sentado, narrando lo ocurrido y repasando las vicisitudes pienso que, a veces, vemos poco más allá de la vida que nos circunda y la única forma que tenemos de expandir nuestro panorama, no mucho, es a través del ejercicio de la relación en pareja. Esa fue una noche terrible. La pasé entre papeleo y forenses que se llevaron el cuerpo para hacer el examen de rutina.

Cuando lo recibí y dispusimos del cuerpo, avisé a sus compañeras y amigas y me senté a esperar las condolencias de rigor. Lo extraño es que, al siguiente día de su deceso, permanecí en su casa descansando del trajín, arreglando algunas cosas y disponiendo otras, pero sin tocar aquellas cosas que había utilizado en los últimos instantes.Es así como la mesa quedó intacta. Casi como si aún se moviera por el lugar. Aquella mañana, Sandra me acompañó a su entierro y cuando volvimos, ella continuó hasta casa y yo volví a descansar a su casa. No volví a ingresar al departamento de mi madre hasta el momento cercano a su entrega.

Quiso la casualidad, convengamos que las casualidades no existen, por lo tanto (permítanme el juego de palabras) no se trata de casualidad, sino más bien de causalidad, aunque esto último es discutible, ya que la casualidad de un momento puede ser, al final, causalidad en sí misma.

Quiso la casualidad, digo, que me sentara a la mesa y, a la vistade las cosas que dejó sobre esta, intentaba decidir si el momento era o no para un café.. Mientras permanecía apesadumbrado, mi mirada se distrajo sobre los papeles diseminados próximos al plato y la taza, y que no hubiera dudado en descartar en el cesto de basura en otras circunstancias. La mesa mostraba aún varias fotocopias; un trabajo de historia americana de un autor desconocido para mí, y el ajado cuadernito bajo la taza de café aún con restos. En el otro extremo de la misma, aparecían desplegados una copia de un mapamundi, un lápiz y un libro rojo abierto. Tomé el cuaderno celeste, con la idea que era lo último que había estado haciendo la noche de su fallecimiento y lo hojeé distraído. Entre otras cosas, leí sus notas, desplegadas con apuro, donde mencionaba algo acerca de una clase de “cultura americana” o algo parecido; que se llevaría a cabo la semana entrante en la sede de Bartolomé Mitre. Había, también, textos citados entre comillas; notas al pie y un apellido circulado: Sobremonte. Con curiosidad leí algunos párrafos más y pronto me sumí en la lectura de sus notas donde, en una de sus páginas, hallé el nombre de un ejercicio o un trabajo:

Tesina:

Consideraciones preliminares: Análisis de texto y conclusiones. Consecuencias históricas de un evento.

Tema: Abandono de la Ciudad Santa María de los Buenos Ayres, por el virrey de Sobremonte el 26 de junio de 1806 – Primera Invasión Inglesa.

En los datos siguientes salió a flote una alusión a una tal Alicia y recordé auna amiga de mi madre de apellido Elizalde; compañera de estudios durante su paso por los claustros universitarios que me había comentado, como si se tratara de una colegiala, conversaciones y planes con esta persona. Recuerdo, en más de una ocasión haberme maravillado con la juventud y frescura que parecía desplegar como si de repente hablara con la niña que ansiaba seguir siendo.

Alicia era llamativa en más de un aspecto: De entrada, me impresionó cuando la conocí. Me asombró lo bien que encajaban ambas en la relación, dado que Alicia era, aproximadamente, treinta años menor. En segundo lugar, no se trataba de una persona físicamente corriente. Era portadora de un extraño rostro, de esos que se llevan puesto más de una mirada y uno se detiene frustrado al mirarla porque no entiende bien de qué va la cosa, si ni siquiera es atractiva. Pero entonces, cuando uno se da la media vuelta y se aleja, convencido de que Alicia es, seguramente, un marciano disfrazado se da cuenta de que la chica en cuestión (en realidad no es ninguna chica) tiene una ligera asimetría en el rostro, como si la mitad izquierda hubiera crecido unas décimas de segundo más lento que la otra mitad, evidenciado apenas por la forma leve, algo caída, del ojo respectivo. Tan leve es ese rasgo que cuesta verlo, pero al tiempo se torna evidente.Decía entonces para retomar el hilo, ya que no me cuesta irme por las ramas, que vi la anotación de este trabajo práctico o “TP”, en la jerga estudiantil que mencionaba el tema sobre Sobremonte y la mencionaba como coautora del trabajo a Alicia.

Una nueva mención a Alicia, y veo su rostro otra vez como si ahí delante de mí se fuera derritiendo una parte de él. Reconozco que el caso me afectó. La compañera de mi madre citó, aparentemente, a un conocido que habló o trajo un manuscrito, o ambas cosas, o ninguna, ya que no entendí mucho ni estaba explicitada.

Forzosamente tengo que nombrar a Alicia nuevamente y me vuelve a rondar el tema desu rostro. ¿Será que la mitad izquierda creció más lento que la derecha?, ¿o la derecha creció más rápido? Bueno, el caso es que no es lo mismo, analicémoslo un instante, deme el gusto. Cualquiera sabe que si un motor anda por debajo de... Mejor volvamos a lo nuestro; sea como fuere con Alicia y su rostro, lo cierto es que es un claro caso médico de alguna extraña patología. Sí, ya sé, mejor me dejo de jorobar con Alicia. La verdad, tiene que ver con el vaso de agua. No, no se vaya, deme dos minutos más, lo sintetizo, y si no le queda claro todo esto, podemos retomar el relato sin pasar por Alicia, ¿le parece?

Sí, me parece más bien que lo embarré con eso del vaso de agua, pero estoy queriendo ordenar todo esto y cada vez empeora más. Lo que ocurre es que, si yo le muestro el vaso de agua por la mitad, usted puede pensar que está medio lleno o medio vacío, según su estado de ánimo. Con el rostro de Alicia pasa otro tanto. Mire, en verdad no le importa a nadie cuál es el lado que jodió al otro, lo único que importa es que solo cuento con la mitad del vaso de agua. ¿A qué venía todo esto?

¡Ah!, sí, Alicia y su rostro. Pero no puedo negar que, aunque sutil, ambas partes del cráneo son diferentes, y en lo que a ella concierne, hay un retraso de una respecto de la otra, y punto. Ahora, volviendo al TP de Sobremonte: parece ser, por las notas garrapateadas que alcancé a leer, que tanto mi vieja como Alicia, dejemos de lado su rostro por esta vez, cuestionaban el conocimiento vertido por generaciones acerca de que el mencionado personaje huyera con las arcas reales de Buenos Aires y, pese a haber sido interceptado por fuerzas imperiales en Lujan haciéndose con las arcas del tesoro, pese a eso, decía, alcanzó a esconder una cierta cantidad de este en cofres que distribuyó o escondió por algún lado. Esto sucedió al promediar el año de 1806, durante la Primera Invasión Inglesa. El escueto trabajo, las cortas líneas que alcancé a leer en ese momento cuestionaban lo sabido y analizaban la otra historia, la que hubiera surgido de haber sido las cosas diferentes. Esto es: si Sobremonte no hubiera huido acobardado y si los ingleses, después de todo, no alcanzaran a llevarse realmente una buena cantidad de oro de las arcas del rey. Mencionaban, entonces, comoprueba a un manifiesto hallado junto a un manuscrito; que como era de esperar y tras revolver sus cosas, no hallé ni lo uno ni lo otro. Tuve la impresión, en ese instante, de que las cosas no serían tan fáciles ni tan lineales como las pensé en un primer momento. En un alto que realicé, buscando las notas, comprendí que mi dolor había cedido paso a la curiosidad y me encontré haciendo una evaluación sistemática del trabajo por realizar. Necesitaba hallar el manuscrito ese y se me ocurrió que, para hacerlo, debería volver su apartamento patas arriba.

El departamento era nuevo. La zona era un poco particular: casonas altas y viejas con altísimos ventanales de hierro con balcones que, de tanto en tanto, perdían pedazos de mampostería, dejando el esqueleto oxidado a la vista.Las puertas angostas eran de hierro y vidrio o madera comida por la carcoma y cuyos dueños pretendían ocultar el deterioro con ingentes manos de pintura esmaltada, grosera y abundante.

Los restaurantes de las proximidades eran oscuros y grasientos. Los hoteles, viejos asentamientos de paso, fagocitaban viajeros venidos de lugares remotos con escasos recursos, más dudosos aún que los mismos restaurantes.

Innumerables las casonas, los burdeles, restaurantes y tintorerías. Medraban, asimismo, depósitos que se abrían en profundos pasillos como gargantas negras a zonas aún más cuestionables.

Sin embargo, el edificio era una flor en un hato descuidado de malezas y yuyos:una entrada sobria, ventanal amplio al vestíbulo, mesada de mármol rojo, altos floreros estilizados con calas de mentira, y un macetero con cañas peladas, plantadas como a la espera de un milagro entre piedras y bochones de madera petrificada. Tenía detalles de buen gusto que, de no estar arracimados en un pequeño espacio, hubieran quedado bien por sí mismos, pero todos juntos hacían una suerte de pandemonio y mezcla de estilos.

Al verlo, me surgía preguntarme, ¿en qué estaba pensando el tipo que diseñó la entrada?; bueno, en realidad, ¿en qué estaba pensando el constructor cuando evaluó el negocio?

El departamento era una unidad de holgadas dimensiones, con un living de tamaño moderado, sin ser chico. Vestía piso entarugado de cedro laqueado o plastificado, nunca entendí la diferencia. Las paredes estaban cuidadosamente terminadas y pintadas. Los detalles de terminación eran buenos, sin ser exigentes. Mi madre tenía colgados algunos tapices, máscaras venecianas y platos de sus correrías por el mundo. Entre los puntos reconocibles del planeta, recordé los telares que trajo de Arequipa, los platos de Salvador de Bahía, las tallas de Cartagena, las máscaras de Venecia, las fuentes y pocillos de Atenas, las cerámicas de Creta y los jarrones de Egipto. Tenía dos dormitorios: uno, el que habitualmente usaba para su descanso con un pequeño equipo de música, un televisor y una mesita de luz. La cama lucía desarmada, allí la había encontrado Francisco, acurrucada. Una almohada en el piso, las pantuflas en la posición que las deja uno cuando se las saca ayudándose con los pies, como si de repente la vida le hubiera caído encima y no tuviera fuerzas para levantar las piernas o agacharse. A un lado de la cama, sobre la mesita, una pila de libros dormía el sueño eterno. Ahora que ella no estaba, me tomé el trabajo de prestarle atención a su lectura favorita; los ejemplares eran variadosy disímiles comoPrincipios de filosofía, no recuerdo el autor;Magallanesde Stefan Zweig,Rembrandtde un escritor difícil de pronunciar, yLa bahía del silenciode Eduardo Mallea, sin olvidarLas venas abiertas de América Latinade Eduardo Galeano yBahíade Jorge Amado.

Recuerdo, ahora, cada vez que entraba a su habitación, prometerme a mí mismo preguntarle en qué orden leía esos libros, pero uno conoce interiormente la respuesta si presta atención a su progenitor. La pila establecía el orden por sí mismo y seguramente los que estaban más abajo, en algún momento, fueron tope de la fila paraluego ceder espacio a los más tentadores y finalmente son estos los que predominan en la punta de esa heterogénea columna tan particular.

En cuanto a la otra habitación: vestía un escritorio y dos bibliotecas de piso a techo, armadas en módulos. De cualquier manera, los libros colapsaban el espacio ordenado y yacían en calculado desorden desbordando sillas, escritorio, y formando pilones apretados a un lado. A un costado de esta profusión literaria, una computadora moderna y un monitor amplio completaban el espacio de su estudio.

Durante largo tiempo dejé, a propósito, y sobre la mesa del living, las cosas tal cual las utilizó esa última tarde. Como mencioné: la taza de café y el platito con el par de galletitas de agua, un vaso, el ejemplar abierto boca abajo en la página 89 de La guerra de las Galias de Julio César en una rara edición de tapa dura, color rojo, entelada y el plástico de un chocolatín libre de azúcar, dado que, como ya mencioné, ella era diabética. Un poco más allá de la taza y el libro, un mapa de la zona y un lápiz. Me sonreí. Recordé que solía afirmar que viajaba con los libros. En cuanto al lápiz,a ella le gustaba utilizarlo cuando se trataba de marcar libros, ya que sostenía que “los libros no hay que escribirlos”. Obviamente, cambió de parecer en algún momento porque hallé varios de los suyos subrayados por cualquier medio, y un cuaderno de notas. Observé mucho esa mesa el día que la hallamos fría y sin vida; aún guardo la imagen en la retina y más de una vez me lleva a esbozar una sonrisa cómplice. “Hay tanto por hacer”, solía decirme cada vez que nos veíamos, “tanto por leer que me desespero”.

Más de una vez aquella noche, me senté en su compañía silenciosa, como si su alma rondara aún en el recinto evaluando su pasado; solía sentarse junto al ventanal en un sofá de algarrobo con cuerina color tierra.

Estaba convencido de que había llevado una buena vida, pese a los duros momentos transcurridos.Con muchas penurias y no pocas alegrías, como cualquiera de los simples mortales que nos desplazamos por el mundo buscando la respuesta a las eternas preguntas que todos, alguna vez, nos formulamos. Estaba tranquilo, nada quedó pendiente entre nosotros. Solía verla íntegra, acuciada por lo que consideraba sus apremios: la lectura, los museos, los viajes y sus encuentros con amigas, profesores y conferencias culturales, presentaciones literarias, exposiciones, talleres de arte y clases. Me tomé el tiempo que pensé que debía darle, no sé si era el mismo que ella consideraba, pero no veía queja alguna y aceptaba silenciosa y humilde esos momentos compartidos. Siempre me quedó la impresión de que le jugaba una carrera a la vida para ver si, en un descuido, le ganaba tiempo.

Ahora estaba con todo ese universo por delante. Debía seleccionar qué me llevaba, qué dejaba, qué donaba y qué se iba en forma definitiva. En resumida síntesis, cuál sería su legado.

Con la idea y excusa de hallar el mencionado manuscrito, comencé la exhaustiva revisión de sus papeles y muy pronto me encontré sumergido en la lectura de sus apuntes, libros, fotocopias y notas. Separé todo esto en grandes montañas de papeles que muy pronto amenazaron con desplomarse y mezclarse una vez más, así que armé tres o cuatro pilas y me centré en la que amontonaba los textos de historia americana y antigua.Me fui de su casa alrededor de las diez de la noche, cuando aún no había revisado ni la mitad de lo acumulado y alarmado por el tamaño de los textos y notas que retrepaban el mencionado montón, caminé hasta Plaza Once y me subí a un colectivo que me dejaría a media cuadra de casa, cansado por las emociones y el encierro. Sentado al tiempo en mi escritorio analizaba los espacios necesarios para traer semejante cantidad de textos y me descorazoné al reconocer que no tenía ni idea de dónde los amontonaría. Me relajé un poco tirado en la cama a oscuras y me levanté sin sueño a eso de las doce y media de la noche. No había ruidos en el edificio; algún colectivo frenaba en la esquina de Superí y avenida Congreso y una maldición de un peatón asustado retrepó los muros del edificio y se metió en el silencio nocturno de los pasillos. A medias despierto, caminé hasta la heladeray me cociné un par de salchichas con un poco de ensalada. Terminé la cena con el regusto de quien hace las cosas por costumbre, no por necesidad, y me senté con un café de cara al ventanal como, pensaba, solía hacerlo mi madre. Observando las luces del semáforo, reflejadas en el follaje oscuro. Dejé flotar la mente en recuerdos de mi niñez donde siempre estaba ella.

Los árboles se pintaban de rojo y verde alternativamente.Los reflejos pintaban la noche oscura y solo las sombras se alcanzaban a ver alternando contra la tenue luminosidad de los faroles cercanos. Me dormí así, recostado y relajado, sin terminar el pocillo que me había preparado y con la misiva que Sandra deslizara por debajo de la puerta, aún sin abrir, un papel delicado, de buena textura y perfumado con esa fragancia búlgara que tanto me gustaba. No la abrí. Quería pasar esas horas solo, despidiendo mis recuerdos de infancia y tratando de acallar las ideas que podrían surgir en soledad.

Un sonido de algo estrellándose contra el suelo me despertó de golpe. Me dolían el cuello y la cintura; en el suelo la mancha del café se extendía espesa y negra, aún en movimiento entre los restos de la taza de la noche anterior fragmentada, dispersos los restos en torno al sofá. Olía a chivo viejo, me sentía horrible y tenía un hambre del demonio. La mañana pintaba calurosa y el sol entraba a raudales entre las cortinas. Un rectángulo de luz crecía en el suelo y me encandilaba. Me levanté con esfuerzo tratando de evadir los restos de la porcelana china de lo que fue una de las cuatro tazas que me habían quedado de situaciones similares y entré al baño a ducharme. Descarté la ropa sucia; elegí una remera livianauna bermuda y un par de alpargatas completó mi atuendo. Puse agua a calentar para tomar un ligero desayuno. Todavía me sentía fatal, como si hubiera emergido del seno de una avalancha. No me sentí con fuerzas para iniciar una nueva jornada de trabajo similar a la anterior. De cualquier manera, regresé a la casa de mi mentora, dispuesto a revisar otro tanto del montón seleccionado.

Ese día inspeccionécajones, estantes y placares con la misma inquietud; esto es, esperando hallar el bendito manuscrito a que hacía referencia el cuadernito de notas, en lo referido al mencionado TP.

Revisé los lugares accesibles a sabiendas de que no lo hallaría. Era de esperar que debiera tenerlo a mano para su consulta; más si se tiene en cuenta que el TP no estaba terminado y que este debiera ser entregado pocos días después del que fuera su deceso. Al cabo de un par de horas, me senté otra vez desconcertado. Frente a mí se apilaban los libros como torres que amenazaban con desplomarse de un momento a otro. Había leído los títulos, autores y ediciones de cada uno de ellos y no vi nada que pudiera relacionarse con el mencionado manuscrito. Sí hallé su agenda y el número de Alicia; pero cuando la llamé me dijo una compañera, que compartía el cuarto, que había dejado la ciudad apenada por la muerte de mi madre y no sabía cuándo regresaría. Se me ocurrió entonces separar una columna de libros que pudieran contener anotaciones de ella al respecto del tema, como tal. Los volúmenes de historia americana y argentina fueron especialmente seleccionados a fin de realizar una minuciosa inspección de su contenido. La tarea parecía abrumadora y estéril, pero no lo sabría de no hacerla. La nueva pila se erguía a igual altura que las restantes y me sentí un poco más frustrado, si se quiere. Ahora eran cuatro torres de libros que se inclinaban, amenazando con desplomarse.

Creo que fue en ese momentocuando percibí cómo el veneno de la obsesión comenzaba a embargarme y a surtir efecto. Empezaba a asolarme una suerte de impaciencia que se extendía como una picazón en todo el cuerpo, conforme no obtenía resultados y -pensé– ya no habría vuelta atrás. La idea original era llevarme una pila a casa, revisarla y proceder igualmente con las restantes, pero comencé a entrever que no podría separarme fácilmente del resto, con lo que, en resumidas cuentas, me decidí a transportar la totalidad de ellas en un único viaje. No obstante, utilicé el resto del día en transportar los libros a casa y ver con impaciencia cómo crecía el mismo pandemonio de su casa, en la mía; parecía la sombra del monstruo de Cthulhu, que se cernía ahora en el capitel de un templo a punto de desmoronarse, oscuro, sobre mi cabeza. Tras la empresa acometida, me senté frente a los libros en el living e, impaciente como me sentía, tomé un ejemplar de una de las pilas, al azar, solo para vislumbrar la naturaleza del trabajo que me aguardaba. Era tarde, luego de horas de hojear libros, me percaté de la magnitud de ese emprendimiento y arrojé uno con impaciencia a un rincón; había tantos temas, tanto texto subrayado, tanta cosa escrita, garabateada, resaltada, que no terminaría en una semana de doce horas diarias de leerlo todo y, aun así, no estaba seguro de conseguir algo de lo que me había propuesto. Entonces me surgió una atropellada sucesión de preguntas surgidas de mi más absoluto desconcierto: ¿Y si la idea era una ficción? ¿Si había surgido de una charla de café? ¿Y si hasta la consideración misma del manuscrito era una ficción? ¿Cómo haría, entonces, para hallarlo? ¿Cómo retomaría su idea entonces? La pila inestable de libros acerca de la historia argentina y americana acumulaba la friolera de 57 volúmenes de todo tipo. Reconozco que soy algo lento para dar paso a ideas nuevas, y muy solitario como para compartirmis obsesiones, así que estaba claro que invertiría en la búsqueda un tiempo relativamente prolongado. Considero que uno se obsesiona cuando una idea matriz toma el control de nuestra vida y nuestra mente, como si fuera el chofer de nuestra voluntad. Es un motor que se pone en funcionamiento y no se detiene a no ser que una voluntad más fuerte la frene. Con el tal Sobremonte había surgido el germen de una historia que escribir, buscar el lado humano de sus emociones, justificar de alguna manera lo injustificable. ¿Por qué?, simplemente porque entreví que el tema había obsesionado de alguna forma a mi madre y quería terminar aquello que consideraba inconcluso, pese a no haber encontrado nada que indicara que lo había, siquiera, comenzado. Posiblemente todo aquello no eran más que frases tiradas al azar en una tormenta de ideas con compañeras de clase como para pescar algo original y refrescante; como si la consigna solo fuera darles la vuelta a temas ya cocinados y re–cocinados de la historia. En ese caso, consideré, existía la posibilidad de estar embarcado en un viaje sin sentido hacia ningún lado. Tal vez todo aquello se trataba de un ejercicio de escritura, donde lo que se intentaba era matar el tiempo escribiendo, como si su simple acto le permitiera, a fin de cuentas, centrarse en una realidad distinta y de la cual todos, al menos una vez en la vida, queremos evadirnos.

Estaba así, mirando la torre de libros que me había obligado a leer, o al menos a hojear, cuando se me ocurrió una posible alternativa más dinámica que simplificaría notoriamente el esfuerzo y la inversión de recursos a fin de hallar algo coherente relacionado con elmarqués: trasladaría los datos del libro y buscaría en los archivos PDF, o los que hubiera en la red referida a ellos, y que me permitieran acelerar el proceso. Acababa de simplificarme la vida de un plumazo, así que procedí a la primera etapa del trabajo y contento, como si hubiera ganado la lotería, inicié una nueva jornada. Permanecí sentado hasta altas horas de la tarde cuando me di por satisfecho y dejé los ladrillos de aquella torre para tomar un poco de aire en el balcón. No tenía ganas de comer solo, aquella noche parecía ser un momento ideal para dejar descansar el cerebro y dedicarlo a cultivar una buena compañía. No estaba seguro de si después de no haberle respondido la misiva anterior estaría de humor para salir conmigo, pero de cualquier forma le mandé un mensaje a Sandra y la invité a cenar afuera, algo que aceptó de inmediato. Nos encontramos en Belgrano, ella ya estaba afuera con amigas, y buscamos un lugar tranquilo donde conversar, cenar y poder intercambiar caricias; pero cuando le comenté la tarea que me impuse por delante, no comprendió el sentido de mi obsesión y pensó que estaba tras la chica de la cara rara. Terminamos molestos, ella en su casa, yo en la mía. Todavía no entendía bien qué había pasado y, mientras me repetía las palabras dichas y los silencios como una película, mentalmente, intentaba hallar el error en las ideas vertidas durante la cena. Me encogí de hombros mientras tomaba un café sentado frente a la ventana y otra vez me quedé dormido. Alguien golpeó a la puerta un rato más tarde.Era Sandra. Se había quedado molesta y me dijo un par de cosas que se le habían cruzado en la mollera, revoleó la falda y se volvió a su casa.

El sueño, como resultado del monólogo intempestivo de mi vecina, se había esfumado como por encanto. Me duché, me puse el pijama y me senté frente a la compu a continuar mi búsqueda. Eran las tres y cuarto de la madrugada cuando me rendí al sueño, tras haber descartado diecisiete libros correspondientes a los ejemplares de la última pila seleccionada. Pude hallar los archivos completos de ocho de esos libros, del resto encontré solo fragmentos y me acosté con la convicción de que, finalmente, me movía en la dirección correcta.Desde la oscuridad de mi habitación, lamenté el incidente con Sandra y me dormí acariciado por el recuerdo de sus manos en mi piel.

Promedió la mañana del siguiente día, creo que fue sábado, cuando el sol me encontró sentado frente a la pantalla en una frenética búsqueda. Hallé citas con el apellido del sujeto; mofas, burlas y chanzas. Ninguna de las citas aportó mucho. Todo era ambiguo y confuso. Aquel día descarté otra decena de ejemplares y sentí que la carga disminuía considerablemente. No obstante, el tiempo pasaba y perdería la posibilidad de hallar algo contundente, dado el apremio de la inmobiliaria por entregar la casa. Me restaban cinco, quizás seis días, pero no más. Al siguiente día, me decidí a dejar los libros a un lado por un tiempo y me dediqué a embalar, empacar y desmontar con las últimas horas del domingo. Mi vida era un poco loca y no lograba enfrascarme en nada hasta terminarlo, así es que me prometí no reiniciar la búsqueda hasta terminar de desarmar y entregar el departamento. Pagué un flete y me llevé el resto de las cosas a casa. Vendí muchas de sus cosas en una feria de garaje. Con los escasos pesos obtenidos, pude sufragar algunos gastos. La casa se me inundó de libros y apuntes hastael punto de no tener, casi, espacio donde acostarme. Sandra me entendió y tan pronto como pedí su ayuda se puso manos a la obra. Me ayudó a llevar las cosas de la mejor manera, pero manteniendo un gesto adusto y un ceño fruncido que no se le fue el resto de la tarde. En el transcurso del tiempo que nos tomó subir todo: dos bibliotecas, la compu, cinco cajas de libros y otras cosas, no me dirigió la palabra. No sabía qué decirle como para no empeorar las cosas entre nosotros; para colmo de males, me causaba gracia su gesto adusto y su silencio y de buena gana me hubiera reído de no saber que me costaría muy caro, así es que cuando se puso a trabajar con una bonita pollera negra y una camisa a rayas que le marcaba las curvas generosamente, le agradecí y lasaludé con un frío beso en la mejilla. Ella me dio vuelta la cara y sin dejar que le hiciera ninguna recomendación, tomó un bulto y entró. El fletero, Carlos, nos miraba muerto de risa y con un gesto burlón en la cara que de buena gana le hubiera quitado de un puñetazo, pero adopté la sabia decisión de hacer como si nada ocurriera. No dejé de lamentar el incidente con mi vecina. Estaba muy atractiva con la falda corta, los zapatos de taco y las medias de vestir, creo que lo sabía y lo que hacía era mostrarse. Al terminar, la invité con una copa de vino, pero me dijo que estaba cansada y se fue sin decir más. El beso de despedida me pareció algo más cálido, pero no entendí la señal y me perdí esa noche junto a ella. Sentado en el sofá, eché una ojeada a las cajas de libros, las de fotocopias y apuntes y me di cuenta deque aquella sería una tarea ciclópea, “... por lo menos –me dije– cambié de geografía”. No pude moverme para desplazarme hasta la cama; sentía los músculos agarrotados y solo pensaba en dormir, pero de cualquier forma estaba contento de haber terminado una etapa del trabajo. Vuelta a dormirme solo de cara a la ventana. La luz de la ventana de Sandra brillaba contra el follaje; pensé en hacerle una visita, pero supongo que tardé en decidirme porque me dormí.

Otro día de trabajo completo y pude avizorar cómo el pandemonio disminuía considerablemente a fuerza de cuatro cafés, dos empanadas, de almuerzo, claro, y un par de manzanas.

Comenzaba a acumular información sobre el personaje, pero aún no sabía para qué me serviría.

En el transcurso de la semana terminé con la vivienda, cerré con llave y me despedí de ella, ya que no volvería. En realidad, eso creía yo al menos y le informé a la inmobiliaria sin dar, aún, el OK para la entrega o la posesión. No quería precipitarme ni dejar nada librado al azar. Se me ocurrió dejar una semana en blanco por si se me ocurría dar un último vistazo. Haría una inspección no bien descansara un par de días del trabajo realizado. Me informaron que la gente de la inmobiliaria haría otro tanto para evaluar las cosas y me avisarían por si había quedado algo pendiente. La secretaria de la inmobiliaria llamó para avisar que el depósito estaba hecho y debía entregar llave a la firma de la escritura, en pocos días. Revisé la cuenta y, efectivamente, el adelanto, ya estaba depositado. El dinero recibido serviría para los emprendimientos que comenzaría en breve y otra parte lo pondría en una cuenta en dólares en Uruguay. En la Argentina, los continuos vaivenes económicos lo fuerzan a uno a mantener su patrimonio de forma más complicada, supongo yo, que en el resto del planeta.

Estos menesteres me obligaron a relegar el motivo por el que escribo.Esto es: la búsqueda del manuscrito y las notas pertinentes que mi madre habría utilizado en la elaboración de su TP. Debo decir que, hasta ese momento, me quejaba del trabajo iniciado con este fin, somos quejumbrosos e insoportables por naturaleza. Cuando caemos en una rutina, nos sentimos molestos; pero si nos sacan de ella, el resultado es el mismo. Quiero decir: la estabilidad y la monotonía se adueñan del ajetreo diario, pero cuando uno se aparta un tiempo, se extraña. Lo mejor es dejar asentar el polvo que levantamos con el movimiento, dejar que pase el mar de fondo y que la calma vuelva. Este período de “impasse” es característico de la rutina. Pasaron algunos días y de la inmobiliaria, ni noticia. Se acercó diciembre y se acercó Sandra, poco a poco. Bueno, yo hice lo mío, claro.

Sandra.Cada vez que la evoco, siento la necesidad de explayarme un poco más acerca de ella y nuestra relación; una relación que tenía un exquisito sabor de fondo. Durante la semana todo eran planes y actividades, obviamente cada cual por su lado. Las cenas solitarias frente al televisor