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Jonah y Raff se despiertan un lunes cualquiera, pero su madre Lucy ya no está en casa. Aunque tiene solo 9 años, Jonah sabe lo suficiente de la vida para mantener su ausencia en secreto. Si alguien se entera que los ha dejado solos: ¿quién sabe lo que les puede pasar a su hermano pequeño y a él? Mientras los días pasan, irá encajando las diferentes pistas que dejó detrás: ¿quién envió flores a Lucy? ¿Por qué está su teléfono en una maceta? ¿Por qué todos sus zapatos siguen en el armario? ¿y quién en el vecindario puede saber más de Lucy que él mismo? "Tamsin Grey conoce la calle, y conoce el corazón, especialmente el de los niños. Toma el pulso al Londres multiracial con deleite y energía dickensianos. Tiene el extraño don de combinar en su prosa lo lírico con lo preciso. Ella no está es una novela maravillosa, artística y adictiva". Ian McEwan "Brillante y emocionante (y muy divertida)". Kit de Waal "Un extraordinario debut envuelto en la atmosfera especial del sur de Londres… tiene Matar a un ruiseñor escrito por todos lados… brillante". Daily Mail "Hipnóticamente buena". Lisa Jewell "Tamsin Grey es una joven narradora que recrea un Sur de Londres diverso, inclusivo y muy real. Ella no está es una historia hermosa, triste y fuerte contada de forma segura y seductora. Un gran debut". Stella Duffy "Hay ternura imbatible en el triste y dulce debut de Tamsin Grey". Psychologies "He adorado la sabia visión de los niños intentando dar sentido al comportamiento de los adultos, tantas veces mucho más irracional que el de los niños".
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Seitenzahl: 553
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Título español: Ella no está
Título original: She’s Not There
© 2018, Tamsin Grey
© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© Traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé
Extracto de James and the Giant Peach de Roald Dahl utilizado con permiso de Penguin Books. © Roald Dahl 1961.
Extracto de The Courtship of the Yonghy-Bonghy-Bò de Edward Lear.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Micaela Alcaino
ISBN: 978-84-9139-385-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Julio 2018
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Julio 2013. Lunes
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Martes
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Miércoles
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Jueves
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Viernes
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Sábado
Capítulo 75
Julio 2018
Capítulo 76
Agradecimientos
En memoria del artista Michael Kidner RA 1917-2009
La invitación de Dora Martin le provocó a Jonah un vuelco en la tripa, como una criatura que se despierta en lo profundo de un pozo.
—¿Es obligatorio ir? —preguntó, sabiendo que sí era obligatorio.
El viaje a Londres para ver a los Martin se había convertido en una tradición del mes de julio. Apartó su tazón de cereales al recordar la reunión del año anterior: los abrazos y las exclamaciones de bienvenida; la discusión, larga y pesada, sobre política; y, después, la vigilia en el jardín de atrás, con el espantapájaros, los móviles de viento y los conejos.
Al llegar el día, un viernes sofocante, resultó que todo el mundo iba a casa de Frank para nadar después del colegio. Jonah esperó hasta después del ensayo con la banda para decirle a su amigo que no podría ir.
—Qué mal —respondió Frank con el ceño fruncido mientras guardaba la guitarra en su funda. En la sala de ensayos hacía fresco, las cortinas estaban echadas para protegerse del sol. Como Jonah tenía la mano mal, utilizaba un arnés para ayudarse a sostener su trompeta. Frank le vio quitárselo—. ¡Viene Lola!
La sonrisa astuta de su amigo le hizo sonrojarse. Se dio la vuelta y vio al señor Melvin cruzar la habitación, abrir la puerta y salir hacia la luz cegadora.
—Además, ¿quiénes son los Martin? —preguntó Frank.
—Los conocimos cuando vivíamos en Londres. Dora y mi madre eran muy amigas. —Las cortinas se agitaron con una súbita ráfaga de viento y Jonah recordó las sábanas agitándose en la cuerda de tender de los Martin, el ruido creciente de los móviles de viento y a Dora, espatarrada en su tumbona, con los pies metidos en un cubo de agua.
—Vamos, chicos. —Los demás miembros de la banda habían desaparecido y el señor Melvin estaba esperando para cerrar la puerta con llave. Jonah guardó su instrumento en la funda.
—Escaquéate. Di que estás enfermo. —Frank cerró la cremallera de la funda de su guitarra y frunció de nuevo el ceño.
—Es que no puedo, en serio. —Jonah puso cara de arrepentimiento, pero su amigo ya no le miraba—. Es una especie de… aniversario. Preparan pollo asado.
—¿Pollo asado? Qué mal. Pero si hace como treinta grados. —Frank se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Era nuestra comida favorita. Bueno, más bien la de mi hermano —explicó, pero más para sí mismo, porque Frank se agachó por debajo del brazo del señor Melvin para salir—. Pollo asado y patatas asadas. —De pronto se acordó de Raff, que tenía seis años, devorando un muslo de pollo.
Habían acordado que Jonah podría ir a casa de los Martin directamente desde el colegio en vez de tener que volver andando hasta su casa para ir con los demás en el coche. La idea del viaje le emocionaba. Nunca había viajado él solo a Londres. En el tren, colocó la mochila y la funda de la trompeta en el compartimento de equipajes, se quitó la cazadora y se despatarró ocupando dos asientos, para disfrutar de su independencia a lo grande. Habían estado tocando una mezcla de Summertime y Motherless child en el ensayo de la banda, y las melodías entrelazadas sonaban en su cabeza mientras contemplaba las nubes lentas a través del cristal veloz. Cumulus humilis. Se había obsesionado con las nubes aquel verano, se había aprendido todos sus nombres. Vio las sábanas blancas alzándose de nuevo, las enormes gafas de sol de Dora, su vestido amarillo, el vello desgreñado de sus axilas.
Dora Martin. Una artista bastante famosa últimamente. Había escrito la invitación, con su elegante letra cursiva, sobre una postal en la que aparecía uno de sus cuadros: Ya ha llegado el momento otra vez y estoy deseando que lo pasemos juntos. Advirtió que la criatura —una especie de densidad emocional cautiva— se despertaba de nuevo, así que cambió de postura y apoyó la cabeza en su brazo doblado. Estaría bien ver a Emerald, que había sido compañera suya de clase y le pondría al día sobre Harold y el resto de los chicos de Haredale. Sometimes I feel like I’m almost gone. Cerró los ojos y dejó que aquella melodía somnolienta y triste se mezclara con el ritmo del tren.
Soñó que volaba muy por encima de Londres, entre las nubes frías y silenciosas, contemplando la ciudad resplandeciente. You were our home. Sintió un vuelco de esperanza y se dejó caer, buscando alguna señal de bienvenida, pero las grúas se levantaron y se agitaron, como catapultas, el río brillaba como una tira de papel de aluminio y, hacia el oeste, una columna de humo se elevaba desde una franja ennegrecida. Se lanzó como Superman, rodeando sus antiguos lugares habituales: el Cheese Grater, el Shard, el Knuckleduster. Más hacia abajo, entre las chimeneas, a través de la mugre de los siglos, y después hacia el este, por arterias y venas. Ahora la calle principal, su calle principal: La Casa del Pollo, Uñas de Hollywood, Compramos Oro. Subiendo a la izquierda por Wanless Road, por debajo del puente, el taller mecánico, y ese olor del almacén. Al caer al suelo, volvió a ser un niño de nueve años: pies descalzos sobre la acera caliente, unos dedos que se arrastran por la valla. Enfrente, las cuatro tiendas, dormidas, con el cierre echado. Y en la equina, allí estaba, su casa, tan familiar, pero ya olvidada. Había alguien mirando a través de la ventana de la sala de estar, alguien esperándolo. ¿Mayo?
El tren entró en un cañón urbano, las ondas sonoras rebotaban entre el hormigón y el cristal. Se incorporó, se secó la baba de la barbilla y apoyó la frente en la ventanilla. Los edificios altos habían quedado lejos y las nubes estaban altísimas. Cumulonimbos. De pronto se acordó del póster de las nubes, pegado con masilla a la pared del dormitorio que compartía con Raff, y el sueño le vino otra vez a la mente: el vapor frío, el silencio inquietante, la caída mareante por el cielo; y su antigua casa, ahí mismo, tan descuidada, hasta el más mínimo detalle. No la había visto desde que se fueron, nunca pasaban por allí con el coche; pero ahora se daba cuenta de que podría ir a echarle un vistazo en su camino desde la parada del autobús hasta casa de los Martin. Daría un pequeño rodeo para poder retroceder cinco años en el tiempo. Otra vez ese movimiento; la criatura, sin palabras y sin aliento, como una cría de foca ciega, mientras oía la voz de su hermano Raff, alta y clara, a través de los años. «Necesitamos una máquina del tiempo». Los dos juntos, en aquella cocina desordenada, tratando de decidir qué tenían que hacer. Con las manos en la tripa, advirtió su propio reflejo en el cristal, sus dos ojos fundidos en uno solo. Entonces el tren pasó por encima del puente y se quedó sin respiración. El río de un millón de años, marrón y brillante, lleno de barcos, y las torres, como androides gigantes, oteando el futuro con su mirada vidriosa.
El taller mecánico estaba en silencio, con el candado echado en la verja, pero seguía existiendo ese mismo olorcillo a cebolla que salía del almacén. El mismo clima, por supuesto, y la criatura empezó a moverse de nuevo. Era curioso; cuando estaba dormida —casi siempre lo estaba últimamente—, se olvidaba de que estaba allí, de que alguna vez hubiera existido. Se detuvo en la curva de Wanless Road, dejó en el suelo la funda de la trompeta y se secó las palmas de las manos en los pantalones. Su casa seguía oculta a la vista, pero vio, al otro lado de la calle, las cuatro tiendas. Los ultramarinos, la casa de apuestas, el picadero y el sitio de los kebabs. El sitio de los kebabs y la casa de apuestas tenían las persianas bajadas, y los ultramarinos estaban tapiados con tablones, pero el picadero, en apariencia una peluquería, parecía estar abierto.
«¿Por qué se llama picadero, Mayo?».
«Por todos los clientes que van a ver a Leonie».
«Pero ellos no llevan caballo, Mayo. Así que debería llamarse de otra forma».
Ella se había reído y le había dado un beso, y él se había llenado de orgullo. Le encantaba hacerla reír. Allí de pie, contemplando la tienda de Leonie, se daba cuenta de que aquel recuerdo le había provocado la misma sonrisa en su cara de chaval de catorce años. Recordó que acostumbraba a hablar con ella en su cabeza cuando no estaban juntos; le contaba chistes y veía su cara al reírse. Recogió la funda de la trompeta y siguió caminando.
Después de cinco años, había allí muchas cosas en las que fijarse. Para empezar, había un nuevo edificio donde antes estaba la Casa Rota. Estaba rodeado de andamios y no tenía ventanas, solo los huecos vacíos para que después las instalasen. Frente a él, una nueva verja, más alta y sólida que la anterior, con carteles de No pasar. Un pequeño hueco y, después, la casa de la esquina entre Wanless Road y Southway Street, al final de la hilera de casas de Southway Street; era una casa curiosa en forma de cuña, que antes había sido una tienda y había sufrido muchas transformaciones. Su casa.
Salvo que ya no era su casa. Se quedó mirándola con los ojos vidriosos. La misma forma y el mismo tamaño, pero la habían limpiado y embellecido, con paredes azul claro y jardineras llenas de lavanda.
«Eres un idiota, un estúpido», pensó mientras se frotaba los ojos con la manga. La casa se había vendido muy deprisa, mientras él seguía en el hospital. Hacía cinco años que era la casa de otra persona. Dobló la esquina hacia Southway Street y contempló la puerta de la entrada, nueva y reluciente; le dieron ganas de arrodillarse y asomarse por la rendija del correo. En su lugar, se dio la vuelta y miró hacia Wanless Road, hacia los pisos donde antes vivía su amigo Harold y donde Raff y él habían tenido el encontronazo con aquellos chicos mayores. Después volvió a mirar en dirección a donde había venido. Las pasionarias habían sobrevivido, con sus caras mustias y estridentes colgando por encima de la verja.
«Se parecen a la Yaya Mala». Era la voz de Raff con seis años. Dio un paso hacia delante y examinó una de las flores con atención. La pasiflora, una planta de América del Sur llamada así por la pasión de Jesucristo. Tocó la corona de espinas, pero con mucha suavidad.
—¿Jonah? —Una voz de verdad, estridente y familiar, sonó en su cabeza. Otra vez Raff: «¡Corramos!». Se preparó y se dio la vuelta. La mujer tenía la cabeza asomada a la puerta. La saludó y ella salió a la calle como un pavo real en horas bajas.
—¡Hola, Leonie!
—¡Jonah! ¡Sabía que eras tú! ¡Pat, mira quién ha venido! —Volvió a asomarse al interior de su local y después se giró y le hizo un gesto para que se acercara. Él cruzó la calle y se detuvo dejando cierta distancia entre ellos, pero Leonie se acercó, lo agarró por los codos y sus ojos saltones se quedaron mirándolo con la franqueza de un niño. Jonah trató de contener el viejo impulso de levantar su mano buena para ocultar la cicatriz e intentó devolverle la mirada. «Mujerona», solía llamarla Raff, porque tenía un cuerpo enorme de levantador de pesas y resultaba imponente. Ahora, en cambio, solo le llegaba por la barbilla. Sin embargo, seguía igual de musculosa; y con los mismos pechos, que intentaban escapar de su corpiño de satén azul. Se apresuró a volver a mirarla a la cara.
—Hola, Leonie —repitió, consciente de la incomodidad de su sonrisa.
—Se te ha curado bien. —El olor fuerte de su aliento. El mismo peinado, con cuentas en las trenzas, aunque con menos trenzas ahora, entrelazadas con hilos plateados. Las mismas uñas de plástico con lentejuelas; le pasó una de ellas por la cicatriz—. Te da personalidad. Y mira lo bien que has crecido. ¿Cuánto tiempo hace? Debe de hacer por lo menos cuatro o cinco años.
—Cinco.
Ella asintió.
—Eso me parecía. —Se quedó mirando su antigua casa—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Es la primera vez que vienes desde entonces?
—Sí. Quiero decir que he venido más veces, a visitar a amigos, pero no aquí… —Nunca habían pasado por allí con el coche; siempre se quedaban en la carretera principal y giraban a la altura del parque.
—¡Pat! —Volvió a gritar Leonie en dirección a la tienda, con la mano apoyada en la puerta—. No me oye. ¿Has venido solo? ¿Y tu familia?
—Me reuniré con ellos en casa de nuestros amigos. He venido en tren y ellos vienen en coche.
—¡Pat! Dónde narices se habrá metido esa idiota. —Abrió la puerta del todo con el hombro—. Será mejor que entres.
Él miró el reloj y volvió a oír la voz de Raff a través del tiempo. «¡Ni hablar! ¡Es la MUJERONA y sus caramelos están RANCIOS!».
—Solo cinco minutos. Tómate algo fresquito. Si no llega a verte, me llevaré un gran disgusto. —Le hizo pasar y allí estaba, la misma sala alargada llena de espejos y el zumbido de los ventiladores eléctricos. Como si fuera su propio fantasma, la siguió y vio las tres sillas de peluquería y la vieja secadora de pelo; y el escritorio, con el teléfono y la caja de pañuelos. La cortina de cuentas en el umbral de la puerta, el sofá blanco y mullido, los caramelos en un cuenco y —una excitación vergonzosa, el codo de Raff en sus costillas— las revistas.
—Cómete un caramelo.
«¡RANCIOS!».
—No me apetece, gracias.
Leonie volvió a dejar el cuenco y se quitó los zapatos.
—¡Pat! —Caminó hasta la cortina de cuentas y sus pies grandes y planos dejaron marcas de humedad sobre las baldosas—. Se está quedando sorda. No paro de decírselo, pero no me hace caso. Será mejor que te sientes.
Los ventiladores zumbaban y zumbaban. Las huellas del suelo se evaporaron y las cuentas de la cortina de la puerta se quedaron quietas. Encima de la puerta, a través de un pequeño monitor, se veía el patio lleno de basura donde los clientes de Leonie esperaban para entrar. Se la imaginó de pronto desnudándose, dejando caer al suelo su vestido de satén azul. Se estremeció y trató de pensar en otra cosa. Se sentó en el sofá, que estaba tan mullido y blando como siempre, pero ahora ya era lo suficientemente alto como para llegar a tocar el suelo con los pies. «Las revistas. Oh, no». Se inclinó hacia delante al recordar el entusiasmo y la sorpresa de Raff. La de arriba del todo parecía bastante decente —una de esas guías de televisión—, pero la que había debajo… Se quedó mirándola un momento y después volvió a poner encima la guía de la tele. De pronto se sintió muy incómodo y miró hacia la puerta. Sería muy grosero por su parte salir por piernas. Se recostó en el sofá, cerró los ojos y se dejó acariciar por aquella brisa eléctrica.
—El pequeño era el que miraba. Este siempre fue un poco retraído. —Pat, la pequeña y delgada Pat, con su pelo rizado y su cara de zorro; llevaba una jarra y unos vasos de plástico—. Con el mundo sobre sus hombros. —Dejó el refresco y los vasos y se sentó junto a él en el sofá—. Parece que la vida le trata mejor ahora. —Le agarró la solapa de la cazadora y contempló el escudo de armas que llevaba en el bolsillo de la pechera—. Muy bien, puntadas de verdad… nada de pegatinas de esas.
—Colegio privado. —Leonie se sentó en la silla que había junto al escritorio y entrelazó las manos sobre su tripa—. A tu familia entonces le va bien.
Jonah abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Explicar lo de la beca sería como alardear.
—¿Un refresco? —Pat alcanzó la jarra.
—No me apetece, gracias.
Pat miró a Leonie.
—Debe de tener sed en un día como este.
Leonie se encogió de hombros.
—Quizá no le guste el refresco. Quizá sea demasiado dulce para él.
—¿Y su mano?
Leonie se encogió de hombros otra vez.
—¿Por qué me preguntas a mí?
Jonah se sacó la mano mala del bolsillo y se la mostró.
—Es la derecha, ¿verdad? —Pat se la agarró y Leonie se acercó a mirar—. ¿Eres diestro?
—Sí, pero no importa. Puedo hacer casi de todo. —Agitó el pulgar y el otro dedo que le quedaba.
—Espero que no se metan contigo. —Pat le dejó la mano sobre el regazo—. ¿Saben tus amigos del colegio lo valiente que fuiste al intentar salvar a tu hermano pequeño?
—No quiere hablar de eso —intervino Leonie, y Pat se llevó la mano a la boca, avergonzada.
—No importa —dijo Jonah, y señaló la funda con la cabeza—. El caso es que toco la trompeta.
—¡La trompeta! —Pat alcanzó la funda y se la colocó en el regazo. La abrió y la trompeta apareció reluciente en su cama de piel azul oscuro—. ¡Toca para nosotras!
Jonah vaciló.
—No sé si…
—¡Solo una canción rapidita! ¿O necesitas beber algo antes? ¿Le traigo un vaso de agua? —Pat volvió a mirar a Leonie.
—Es que me esperan en casa de los Martin.
—Los Martin. Me acuerdo de ellos. —Leonie asintió con la cabeza—. Con la niña pequeña. Tenía tu misma edad. Coletas rubias a cada lado. ¿Así que aún viven por aquí? Nunca pasan por esta zona. Y, si pasan, yo nunca los veo.
—Su madre estaba enferma —respondió Pat—. Debe de haber muerto ya.
—No. Está mejor —aclaró Jonah.
—¿Mejor? Oí que había muerto. —Leonie parecía confusa.
—Dora está bien. Vamos… vamos a cenar pollo asado.
—Hace un poco de calor para comer pollo asado —comentó Pat—. En un día como este, mejor con una ensalada.
—Pero qué bien que hayáis seguido siendo amigos —dijo Leonie.
—¿Y el padre? ¿Te acuerdas, Leonie? Con las cajas de verduras. ¿Sigue con el negocio?
Jonah negó con la cabeza.
—Ahora vive en el campo. En una ecoaldea.
—¿Una ecoaldea? —preguntó Pat.
—Viven de la tierra —explicó Leonie—. Sin electricidad ni nada. Hacen sus cosas en el bosque.
Pat negó con la cabeza.
—Así que abandonó a su esposa enferma.
—No. Ella ya estaba mejor —insistió Jonah—. Y de todos modos siguen casados. Dora y Em van a verle con mucha frecuencia y se quedan allí.
—En la ecoaldea —murmuró Leonie, pensativa, como si estuviese planteándose marcharse allí de viaje—. ¿Y él viene a Londres? ¿Estará ahí ahora? ¿Para veros?
—Eso imagino. —Intentó recordar si Dora lo mencionaba en su e-mail. Después se levantó, lo cual fue un esfuerzo, dado lo mucho que se había hundido en el sofá, y se puso la mochila.
—Tienes que irte —comentó Leonie con un suspiro, incorporándose ella también.
—O el pollo asado se le enfriará —añadió Pat mientras le ofrecía la funda de la trompeta.
—Sí. —De pronto se sintió muy masculino junto a aquellas mujeres de mediana edad; se sintió alto, fuerte y joven. Agarró la funda y se volvió hacia la puerta con la intención de despedirse de manera apropiada, pero de pronto le envolvió Leonie. Su olor metálico, sus pechos, sus axilas húmedas… Tuvo que pegar los pies bien al suelo para no perder el equilibrio con el abrazo. Leonie parecía estar llorando. Sin soltar el asa de la funda de la trompeta, le rodeó la cintura con el brazo que tenía libre.
—Leonie aún se siente mal —comentó Pat, que de pronto se había quedado apagada.
—¿Mal? ¿Por qué?
—Se pasaba aquí todo el día, mirando por la ventana, y nunca vio que pasara nada raro. —Le dio a Leonie una palmadita en el hombro—. Ya basta, señorita. El joven tiene que irse a comer pollo asado. Y el de las seis y media llegará enseguida. Hay que arreglarse.
—El de las seis y media siempre llega tarde. —Pero, aun así, Leonie lo soltó y alcanzó un pañuelo de papel de la caja que había en el escritorio. Se secó los ojos, parecía vieja, y Jonah sintió mucha ternura hacia ella.
—No te sientas mal. Te portaste muy bien con nosotros. Fuiste muy amable. —Era tan distinta, tan ajena a él y a los suyos… y aun así tan familiar. Le dio una palmadita en el otro hombro.
—Me alegra… —Le temblaba la voz, llena de lágrimas—. Me alegra que te vaya tan bien.
—Será mejor que se marche. —Pat le dio un pequeño empujón, pero él vaciló.
—¿Sabéis una cosa? —Miró hacia la calle soleada y después comprobó la hora en el reloj. Ambas mujeres se quedaron mirándolo—. Tal vez sí que me dé tiempo a tocar algo rápido. Si… si es lo que queréis.
—¡Sí! —Avergonzada por su propio entusiasmo, Pat volvió a llevarse la mano a la boca.
El lunes por la mañana, Jonah se despertó intentando decir algo. Estaba haciendo pequeños ruidos con la boca, tratando de pronunciar las palabras, con la sábana enredada en las piernas. La habitación estaba inundada de rayos de sol, debido a la cortina caída, y fuera los pájaros piaban como locos.
Se incorporó mientras terminaba de retirar la sábana con los pies y miró el reloj: las 4.37. El sol debía de haber salido en ese mismo minuto o, mejor dicho, la tierra se había inclinado lo suficiente hacia él. Estaba desnudo. Había pasado tanto calor durante la noche que se había quitado la camiseta y el pantalón del pijama. Su sueño era como una palabra en la punta de la lengua. Los pájaros se habían calmado, pero había un perro ladrando, y ahora había un hombre hablando, abajo, en la calle, justo debajo de la ventana abierta.
Se recostó y trató de recordar qué era lo que quería decir, pero la extraña voz que siseaba fuera no paraba de decirle a alguien que cerrara la boca. Nadie más respondía, así que el hombre estaría hablando solo o por teléfono. Se tocó con la lengua el diente que tenía suelto y lo movió un poco. «Este diente se te mueve», le había dicho Lucy, su madre, la noche anterior a la hora de acostarse, con su voz de médico zambiano, mientras se lo tocaba suavemente con el dedo. «El miércoles se te caerá».
Se dio la vuelta en la cama y miró el libro que les había estado leyendo la noche anterior, tirado en el suelo, abierto, rodeado de ropa. Era un libro de poesía escrito por un hombre llamado Edward Lear. Su madre les había leído El cortejo del Yonghy-Bonghy-Bò, una historia muy triste sobre un hombre muy pequeño con una cabeza enorme. Era su favorito. Raff y él preferían El pato y el canguro. Al contemplar el dibujo de la señorita Jingly Jones, rodeada de sus gallinas, diciéndole al Yonghy-Bonghy-Bò que se fuera de allí, recordó que, mientras les leía, él sintió que su madre era una extraña, perdida en un mundo desconocido. Una sensación muy rara, difícil de explicar.
Se tiró del diente. Había apostado con ella una libra a que se le caía antes del miércoles, y estaba seguro de que ganaría. Desvió la mirada hacia su póster de nubes. Las nubes estaban agrupadas en familias y especies. Su favorita era Stratocumulus castellanus. Junto al póster de nubes estaban los tres pósteres de atletas de Raff: Usain Bolt, Mo Farah y Oscar Pistorius. Raff era un buen corredor. Lo que le recordó que… «Lo que me recuerda, Mayo». No, Mayo no, había empezado a llamarla Lucy para ser más adulto. «Lo que me recuerda, Lucy». ¿Qué era lo que quería decirle? Se fijó en que la esquina superior izquierda del póster de Oscar Pistorius estaba doblada, separada del puntito de masilla azul. Ah, sí, el Día del Deporte. Era eso. El Día del Deporte había sido cancelado la semana anterior debido a la lluvia, pero todos se quedaron tan decepcionados que el señor Mann había decidido organizar una versión reducida ese mismo jueves. Habían enviado una carta para informar a los padres. Lo más probable era que siguiera en su mochila.
Se incorporó de nuevo para mirar el reloj. Las 4.40, número capicúa. Bajó por la escalera de la litera, porque Raff dormía en la de abajo, se puso los calzoncillos y salió sin hacer ruido de la habitación. Había solo tres pasos y medio por el rellano hasta el dormitorio de Lucy. Sus cortinas estaban echadas, la habitación estaba a oscuras y el aire olía a su cuerpo de adulta. Había ropa tirada por el suelo. Pisó una percha y soltó un «Ay», pero en voz baja. Llegó hasta su cama, se subió, agarró la sábana y se tapó con ella. El olor de su madre era allí más fuerte, más secreto, y se giró en la cama para acurrucarse a su lado. Pero no estaba allí.
Rodó hasta el otro extremo de la cama y contempló el montón de cosas que Lucy tenía en la mesilla de noche. Su despertador de campanas tibetanas, una copa de vino con una mancha de pintalabios, las tazas en las que él le había llevado el té los días que se había quedado en la cama. La tarjeta con la X estaba apoyada contra una de las tazas, de modo que la alcanzó. La gente normalmente ponía varias X, pequeñitas, debajo de la firma para indicar besos. Pero esta única X ocupaba la tarjeta entera. Un beso largo, entonces. Se imaginó la cara de Roland, su padre, con labios esperanzados. La tarjeta había llegado con las flores, ¿eso fue el jueves o el viernes? Era una combinación de rosas y lirios; las rosas eran rojas y gordas como repollos, y los lirios de color crema con motitas doradas. Se las había llevado a la cama y ella se había quedado con la tarjeta y le había pedido que metiera las flores en un jarrón. Cosa que había hecho, pero sin agua, así que se habían muerto. Volvió a dejar la tarjeta y se tocó el diente. Volvió a ver la cara de Roland; su ceño fruncido y ansioso, sus orejas puntiagudas. Llevaban siglos sin ir a visitarlo. Tal vez pidiera permiso para llamarlo por teléfono. Primero le contaría lo de la apuesta del diente. Después comprobaría lo de las flores.
Volvió a rodar sobre la cama, hasta el otro extremo, se incorporó y puso los pies en el suelo. Junto al rodapié se hallaba el tubo de aceite de coco de su madre, sin la tapa puesta. El aceite era espeso y blanco, como la cera, y tenía tres marcas donde ella solía poner los dedos para apretar. Salía a borbotones blancos, pero después, cuando se lo extendía sobre la piel, se fundía en un líquido transparente. Se agachó y colocó tres de sus dedos en las marcas del tubo. Estaban húmedas y pringosas; la cera estaba derritiéndose por el calor. Se limpió los dedos en la sábana y fue a ver si su madre estaba en el cuarto de baño.
Sus pupilas, dilatadas por la oscuridad, tuvieron que encogerse de nuevo a toda velocidad, porque la luz entraba a raudales por la ventana abierta, rebotando entre los espejos, los grifos y el agua del baño. El agua de la bañera estaba verde y reluciente, con algunos pelos negros y garrapatosos que flotaban en la superficie. Metió la mano y la luz del techo dibujó pequeñas ondas. El agua estaba tibia y muy grasienta, y cuando sacó la mano tenía uno de los pelos enredado entre los dedos. Agarró un poco de papel higiénico y se la limpió; después tiró el papel al váter. Había pis en la taza del váter, muy oscuro, con un olor fuerte, y tiró de la cisterna antes de salir del baño e ir hacia las escaleras. Miró hacia abajo y el corazón se le aceleró, porque la puerta de la entrada estaba abierta.
Descendió los peldaños y salió a la calle. Bajo los pies, sintió la acera aún fría, aunque la luz era cegadora. Su casa hacía esquina. La puerta de entrada daba a Southway Street, pero la ventana del cuarto de estar y la de su dormitorio daban al otro lado de la casa. Miró hacia allí primero, hacia Wanless Road, que seguía aún en sombra. Al otro extremo de la calle, los cierres metálicos de las cuatro tiendas seguían echados, y en uno de ellos habían pintado con espray la palabra «Coño». Un cubo de la basura con la tapa abierta hacía equilibrios en el bordillo. Entonces Jonah giró la cabeza y se protegió los ojos con la mano para contemplar Southway Street, inundada de sol. Las bonitas casas parecían seguir con los ojos cerrados. Solo la luz se movía, reflejándose en los coches aparcados y en el enrejado metálico que rodeaba los árboles blancos y larguiruchos.
Se dio la vuelta y dobló la esquina para entrar en Wanless Road. Era más ancha que Southway Street, sin árboles, y los cubos de basura estaban colocados a intervalos regulares a lo largo de la acera, como si fueran Daleks. La Casa Rota estaba junto a su casa, pero entre medias había un hueco. La Casa Rota era más vieja que el resto de casas de la calle, más grande y elegante, aislada en mitad de su jardín. Desde la ventana del dormitorio de Lucy podían verla, pero desde aquí estaba oculta por unos altos tablones pegados, que en algunos lugares estaban cubiertos de pasiflora y carteles de No pasar. Aunque, de hecho, resultaba bastante fácil entrar. Uno de los tablones estaba suelto y podías empujarlo como si fuera una puerta y entrar.
Jonah recorrió la calle silenciosa como si fuera el único ser viviente que quedara sobre la tierra, arrastrando los dedos por los tablones astillados. El tablón suelto estaba medio abierto, así que se asomó. Las ortigas le llegaban ya a la altura del pecho. La Casa Rota lo miraba desde lejos, como un caballo viejo y triste. Hacía mucho tiempo que no entraba allí. Al darse la vuelta, se sobresaltó al ver a Violet.
La zorra estaba de pie, quieta como una estatua, sobre el capó de una camioneta blanca y mugrienta. Sus miradas se cruzaron y, aunque la conocía bien, actuó con recelo, casi asustado.
—Hola, Violet —le dijo, tratando de sonar normal, pero se le quebró la voz y, de pronto, ella saltó a la acera y huyó por entre la maleza del jardín de la Casa Rota. Los animales sienten tu miedo, recordó que decía su madre, lo huelen, y eso les asusta. Se quedó mirando unos segundos el lugar por donde había desaparecido la zorra y después se fijó en las marcas blancas que sus patas habían dejado sobre la mugre grisácea de la camioneta. Era una forma de V y dos garabatos alargados, como una firma. Se dio la vuelta para regresar a casa y fue entonces cuando vio al Hombre Andrajoso.
Estaba de pie apoyado en la pared de la casa de los okupas; al igual que Violet, tan quieto que no lo había visto. Tenía los pies hacia dentro y los brazos le colgaban como mangas de abrigo. «Recuerda que él también fue un niño como tú», oyó decir a Lucy, pero aceleró el paso y cruzó los brazos sobre su pecho desnudo. El Hombre Andrajoso era alto, negro y nudoso como un árbol; llevaba un chándal rosa, mugriento y andrajoso que le quedaba muy pequeño. Nunca decía nada, jamás, ni una palabra. «Un niño como tú», repetía Jonah una y otra vez en su cabeza mientras recorría la acera con los pies descalzos y los pasos acelerados. Dobló la esquina en Southway Street y, por el rabillo del ojo, vio que el Hombre Andrajoso se metía la mano en el bolsillo del pantalón del chándal y sacaba algo. Entonces extendió el brazo y abrió la mano… ¿Estaba ofreciéndole algo? Vaciló al llegar a su puerta. El Hombre Andrajoso tenía en la mano un objeto brillante. ¿Una moneda? Se atrevió a mirar su cara de oso un momento. Aquellos ojos grandes y enfadados le devolvieron la mirada. Miró entonces hacia otro lado, entró en casa y cerró la puerta.
Solo había estado fuera unos segundos, pero tenía la sensación de haber vuelto de otro mundo. De pie en medio del desorden del recibidor, olió la humedad de sus bañadores, que seguían en la bolsa. Habían ido al Lido el día anterior, domingo, en sus bicis, muy temprano, para evitar las colas. A Lucy le encantaba nadar, pero se había quedado sentada en el borde, con el pelo revuelto protegido bajo un enorme sombrero de paja, con el relicario dorado colgado al cuello y el cuerpo envuelto en su pareo de color rojo. Mientras él se deslizaba como una manta raya por el fondo mugriento de la piscina, levantó la mirada y vio sus pies marrones y fuertes colgando en el agua. «¿Por qué no vienes?», le había preguntado en silencio. Ella llevaba anillos en los dedos de los pies —dorados, como el relicario— y las uñas del mismo color que el pareo.
Su paraguas rojo estaba apoyado en una pared. Raff y él lo habían llevado al colegio el día que llovió. Junto al paraguas estaba la escalera de mano, que Lucy debía de haber sacado del armario que había debajo de las escaleras, como recordatorio para volver a colgar la cortina de su dormitorio. Bajo la escalera vio la lata de gasolina que, semanas y semanas atrás, habían ido a buscar hasta la gasolinera de la carretera principal. Se habían subido con ella al autobús y habían recorrido el sur de Londres hasta el lugar en el que habían tenido que abandonar el coche la tarde anterior. Sin embargo, habían llegado demasiado tarde; el coche se lo había llevado la grúa, de modo que se llevaron la gasolina a casa. Recuperar el coche costaba mucho dinero, que ellos no tenían. De todas formas, tampoco necesitaban un coche. Junto a la gasolina había un montón de zapatos, entre los que se alegró de ver los zuecos de Lucy. Debía de estar allí entonces. Se dio la vuelta y abrió la puerta de la sala de estar.
Pero Lucy no estaba allí. Se fijó en su colchoneta para hacer yoga, tendida como un lago verde en mitad de un batiburrillo de piezas de Lego, mandos de videoconsola y restos de tostadas de queso. Parte del puzle de Ben 10 de Raff había invadido la colchoneta, como si fuera un embarcadero. Levantó la mirada. A través de la ventana de la sala de estar vio el cubo de basura con la tapa abierta que hacía equilibrios sobre el bordillo.
Lucy había estado quemando incienso en la cocina, pero el olor del cubo era más fuerte que nunca. Llevaban días sin vaciarlo; tal vez semanas. Llevaba enferma algún tiempo, con recaídas. Los platos sucios estaban apilados por todas partes y la ropa sucia que habían juntado para meter en la lavadora estaba amontonada por el suelo. Se abrió paso a patadas entre la ropa y entró en la pequeña terraza interior (si acaso podía dársele ese nombre), en la que había el espacio justo para la mesa, las tres sillas normales y la vieja trona Tripp Trapp de Raff. A las flores muertas se les habían caído más pétalos, justo encima de los dibujos que habían hecho de ellas al regresar del Lido. Lucy había dicho que no le importaba que estuviesen muertas. «Las prefiero cuando se ponen así. Son mucho más interesantes». Tal vez solo quisiera que él se sintiera mejor por ello, pero siguió hablando con su voz tranquila, como en una ensoñación. «Sus cascarones retorcidos, como esqueletos, mientras se convierten en polvo». Jonah recorrió con el dedo la línea que ella había dibujado, el rizo delicado de un pétalo de lirio seco. Su libro también estaba sobre la mesa, el que llevaba semanas leyendo, aunque fuese muy fino. En la portada aparecía la imagen de una máscara, una máscara de aspecto africano, con plumas y las cuencas vacías de los ojos. Había hormigas paseándose por encima del libro y los dibujos, y por la jarra de cristal en la que Lucy había preparado el zumo de naranja. Había una capa negra sobre el centímetro de zumo que quedaba en la jarra: un manto negro de hormigas ahogadas. Las hormigas muertas le hicieron pensar en las vacaciones en la casa de la piscina, y en Lucy, que se pasaba el día rescatando insectos de la piscina, utilizando el recogehojas. La casa estaba en Francia. Los Martin les habían invitado a ir con ellos, como regalo, después del Sábado del Enfado y de que metieran a Roland en la cárcel.
Había dos cosas nuevas en la mesa: una botella verde de vino, vacía; y un mango amarillo, gordo y maduro. La botella era verde y la etiqueta, blanca, muy blanca, con un dibujo gris en el que aparecían unas montañas que asomaban por encima de un mar de nubes como si fueran aletas de tiburón. Las nubes eran estratos, que no resultan muy interesantes de mirar desde abajo, pero desde arriba era todo niebla y ondulaciones. Agarró el mango. Apretó la piel con los dedos.
—Un chaunsa —murmuró. El rey de los mangos. El hombre de los ultramarinos les había presentado los chaunsas, que crecen en Pakistán, pero solo en el mes de julio. El año anterior, les había regalado tres.
Junto al borde de la mesa había tres montoncitos. Al mirarlos de cerca, vio que estaban compuestos por una mezcla de virutas de lápices de colorear, migas de pan y los recortes de uñas de su hermano y de él. Lucy les había cortado las uñas después de hacer los dibujos, y menos mal; las tenían largas, partidas y sucias, como si fueran uñas de bruja. Los montoncitos eran como pequeñas pirámides. Tocó con cuidado uno de ellos, imaginándosela allí, sentada a la mesa, después de haberlos acostado, ella sola, con los labios pintados, recogiendo con los dedos las virutas de los lápices de colorear, las migas de pan y las uñas. Entonces tal vez le hubiera sonado el teléfono y habría sido Dora Martin la que llamaba. Y entonces tal vez Dora Martin se habría pasado por allí con una botella de vino.
Sería agradable que Dora se hubiera pasado por allí. Hacía siglos que no iba y ellos también llevaban mucho tiempo sin ir a casa de los Martin. «Pero siguen siendo nuestros amigos, ¿verdad?». Se dio cuenta de lo mucho que hablaba con ella en su cabeza, en vez de ceñirse a sus propios pensamientos. ¿Sería frecuente que los niños hicieran eso con sus madres, o quizá con sus padres?
No había copas sobre la mesa. Se fijó en la pila de cosas que había en el escurridor y entonces recordó la copa de vino que había junto a la mesilla de Lucy, con la mancha de pintalabios. Si había solo una copa de vino, entonces tal vez su madre hubiera decidido pasarse por los ultramarinos y comprar una botella entera para bebérsela ella sola. Se habría llevado la última copa a la cama. Volvió a mirar la etiqueta. Era un dibujo precioso, y las palabras «Cloudy Bay» estaban escritas con letras finas y delicadas, con mucho espacio entre ellas. No parecía el tipo de vino que pudiera comprarse en los ultramarinos. Entonces vio que una hilera de hormigas se dirigía hacia el interior de la jarra, pese al manto de cadáveres. Pensó en intentar alejarlas de su muerte, aunque lo único que se le ocurrió fue vaciar la jarra y lavarla, pero el fregadero estaba demasiado lleno de platos y cacerolas.
Miró el calendario. Posturas de Yoga 2013. La postura del mes de julio era Ustrasana, o Camello, y aparecía la imagen de una mujer, de rodillas, arqueada hacia atrás. Las páginas de los meses anteriores siempre se llenaban de los garabatos de Lucy, pero esa página se había quedado muy vacía y limpia. Se acercó, contempló las cuatro filas y media de cuadrículas y pensó en que cada cuadrícula era una vuelta completa del planeta sobre su eje. Las primeras dos semanas estaban vacías. Luego, en mitad de la tercera fila, el miércoles 17, había escrito dos letras, D y D. «Un acrónimo». En referencia al Día del Deporte cancelado por la lluvia. Había una palabra garrapateada que empezaba por C en el día 18, y luego, en la cuarta fila, había rodeado el 26 y había escrito tres letras, S, L y C, con rotulador marrón. SLC. Mientras intentaba pensar qué podría significar, extendió el brazo para descolgar el calendario del clavo y lo dejó sobre la mesa. Utilizó un lápiz de colorear azul oscuro para tachar el DD cancelado y escribió uno nuevo el jueves 25. Lo pensó unos instantes. Se dio cuenta de que Lucy no había escrito «Concurso de talentos de Haredale» en el calendario, pese a que Raff llevaba semanas sin parar de hablar de eso. Así que escribió CTH justo debajo de DD. Un día ajetreado. Se detuvo y volvió a repasar las letras, porque el lápiz azul no se veía muy bien sobre el papel brillante del calendario.
Dejó el lápiz, bostezó y miró el reloj de la cocina. Las 5.25. ¿Dónde habría ido su madre tan temprano? Se giró y probó a abrir la puerta de atrás. No estaba cerrada con llave. Roland solía regañarla por no cerrar la puerta de atrás. El patio trasero tenía el suelo de hormigón, con paredes de ladrillo en los tres lados. La Casa Rota se alzaba imponente detrás de la pared del fondo. En mitad del suelo de hormigón estaba el cojín marrón de pana en el que la había visto sentada el día anterior. Había hierbajos con florecillas amarillas que se colaban entre las grietas del hormigón y entre los ladrillos. A las macetas de Lucy también estaban saliéndoles malas hierbas, además de las cosas que había plantado en ellas. Su pala de jardinería cubierta de tierra estaba apoyada contra la pared. Su bicicleta, que era antigua y pesaba mucho, pero estaba pintada de color dorado, resplandecía apoyada en la pared del fondo. Ambos neumáticos estaban deshinchados y las malas hierbas crecían entre los radios de las ruedas. Estaba todo precioso. Vio la regadera y se preguntó si Lucy habría regado las macetas antes de irse.
Un movimiento le hizo dar un respingo y levantar la mirada. La zorra había aparecido en lo alto del muro del fondo. De nuevo, sus miradas se encontraron y, de nuevo, tuvo miedo.
Con el corazón acelerado, se aclaró la garganta y preguntó:
—Violet, ¿me estás siguiendo esta mañana?
Había intentado hablar con tranquilidad, pero la voz le sonó temblorosa y tonta en mitad del silencio. «El miedo es como un imán», oyó decir a Lucy. «Puede hacer que sucedan cosas malas». Se preguntó si el Hombre Andrajoso seguiría ahí fuera, esperando para darle la moneda. Le dio la espalda a la zorra, tratando de lograr que su corazón se calmara, y se quedó mirando la forma que había dejado el trasero de Lucy sobre el cojín de pana. Recordaba los círculos, las líneas y las manchas; tinta azul oscuro sobre una hoja en blanco.
Hoy todo brilla más.
Eso era lo que había escrito, sentada en el cojín de pana. Él se había sentado sobre su regazo, había sentido sus pechos apretados contra su espalda y se había quedado mirando la forma de las palabras. Entonces la brisa había agitado las páginas, que empezaron a aletear y a golpearse unas con otras, todas cubiertas con la caligrafía irregular de su madre. En ese momento, ella alargó la mano seca y marrón y cerró el libro.
Revisó las macetas. Lucy no las había regado, pero, bajo la superficie, el sustrato seguía bastante húmedo por la lluvia de la semana anterior. En la maceta más grande de todas, en la que crecía madreselva y también delfinio, advirtió algo rojo y brillante medio enterrado en la tierra. Un rojo muy particular. Desde luego era un objeto que ya había visto antes. ¿Un juguete? ¿Uno de los viejos cochecitos de su hermano y de él? Lo agarró con los dedos. No era un coche. Ni siquiera un juguete. Lo sacó de la tierra y sintió un nudo en la garganta, porque se trataba de un teléfono móvil, igual que el Nokia con tapa de Lucy. Probablemente fuera el suyo. Pero ¿por qué iba a enterrar su teléfono en una maceta? Con el corazón acelerado de nuevo, limpió el teléfono con el pijama, pero quedó una mancha de tierra, de modo que sacudió el aparato para terminar de limpiarlo y entonces se le desmontó. La parte de atrás de la carcasa y la batería cayeron de nuevo a la tierra. Las recogió y llevó las tres partes del teléfono a casa. Las dejó sobre la mesa, agarró un trapo de cocina y las limpió correctamente antes de volver a montarlas.
Tenía que ser su teléfono. Estaba seguro. Ya nadie usaba esos Nokia. Pulsó el botón de encendido. Se oyó un pitido y la pantalla se iluminó. Mostraba que la batería estaba muy baja, pero parecía que funcionaba bien. Transcurridos unos segundos, se oyó otro pitido y apareció una llamada perdida en la pantalla. DORA. Así que ella la había llamado, y era posible que se hubiera pasado por casa con el vino. La última vez que estuvieron en casa de los Martin debió de ser la tarde en que llevaron a Dylan para que se aparease con Elsie. Hacía semanas de eso. El teléfono pitó de nuevo y se apagó. Lo calibró en la mano, preguntándose dónde podría estar el cargador, y entonces recordó aquella tarde fría en el jardín de los Martin, mirando a los conejos.
El cargador no estaba en ninguno de los enchufes de la cocina, ni tampoco en el enchufe de la entrada. Allí, volvió a fijarse en los zuecos de Lucy. Eran zuecos de madera, muy viejos, desgastados, pero muy cómodos, según contaba ella. Eran los únicos zapatos que se había puesto durante semanas. Metió los pies en ellos y recordó ver las uñas rojas de sus pies a través del agua. Sus pies no tardarían en ser tan grandes como los de ella. DORA. La palabra daba vueltas en su cabeza. Quizá fueran a casa de los Martin después del colegio. Estaría bien ver a los conejos. Y a Saviour. Vio los ojos marrones y cálidos de Saviour, oyó su voz amable, con ese acento cockney. «¿Te importa echarme una mano con la comida?».
Se quitó los zuecos y subió las escaleras. El cargador no estaba tampoco en el enchufe del rellano. De vuelta en la habitación de Lucy, vio que todavía estaba a oscuras y, en vez de continuar con su búsqueda, regresó a su cama, casi con la esperanza de encontrarla allí. Pero no estaba. «¿Dónde te has metido, estúpida Mayo?». No, estúpida Lucy. Cerró los ojos y vio a Dora, tumbada junto a la piscina en la casa de Francia aquellas vacaciones, mientras Lucy, solo con la parte de abajo del bikini, caminaba de un lado a otro con su red. «¡Qué agradable es poder alejarse de todo!». La voz risueña de Dora, sus gafas de sol, su cuerpo largo y esbelto, protegido del sol. «¡Qué agradable es poder alejarse de todo!». No paró de repetir aquello durante todas las vacaciones, como si… ¿Como si qué? Se giró sobre la cama y volvió a ver la red de Lucy llena de insectos mojados, sus pechos y su cara de concentración mientras los dejaba caer sobre las baldosas de piedra; y volvió a tener de nuevo esa extraña sensación, la que tuvo mientras les leía el poema del Yonghy-Bonghy-Bò. Que era distinta a él, que estaba diferente, que era una desconocida; y no era solo porque fuese adulta, o mujer, o africana; eso último iba y venía según su estado de ánimo. Se imaginó las tres pequeñas pirámides de la mesa de la cocina; y después el disco brillante que tenía el Hombre Andrajoso en la palma de la mano; la escalera del recibidor, el paraguas rojo, las marcas que habían dejado las patas de Violet sobre la mugre de la camioneta blanca. Y entonces debió de quedarse dormido, porque lo siguiente que sucedió fue que sonaron las campanas tibetanas.
Las campanas sonaban de maravilla. Jonah las escuchó con los ojos cerrados, imaginándose a los monjes en su monasterio, en mitad de las montañas nubladas. Entonces Raff entró corriendo como un torbellino.
—¡Hay un hombre diciendo tacos en la calle! ¡Tienes que oírlo, tío!
Jonah abrió los ojos y vio a su hermano pequeño corriendo alrededor de la cama mientras se sujetaba el pantalón del pijama, cuyo elástico se había dado de sí. Se dio cuenta de que todavía llevaba en la mano el teléfono rojo y lo dejó junto a la copa de vino manchada de pintalabios.
—¿Qué es eso? ¿Dónde está Mayo? ¿Qué haces con su teléfono? —Una de las trenzas africanas de Raff había empezado a deshacerse—. Bueno, da igual, tienes que venir corriendo. ¡En serio, tienes que oírlo!
Jonah apagó el despertador de las campanas y siguió a su hermano hasta su dormitorio, donde lo encontró ya con medio cuerpo fuera de la ventana.
—¡Ten cuidado, Raff! —Se colocó junto a él y le rodeó la cintura con un brazo. Tenía la piel muy caliente y seca.
—¡Oh, Dios! ¡Es el maldito Hombre Andrajoso! —Se inclinó más hacia fuera y Jonah tuvo que sujetarlo con más fuerza—. ¡Pero si nunca habla! —exclamó su hermano—. ¿Por qué dice esas cosas?
Jonah miró hacia abajo y vio que el Hombre Andrajoso se había alejado de la casa de los okupas y ahora estaba justo bajo su ventana.
—No lo sé.
—¡Tiene problemas, tío! ¿Con quién habla? ¡Eh! ¿Estás hablando con nosotros? —Jonah intentó taparle la boca a Raff, pero este se zafó. Empezó a pavonearse y a hacer gestos con los dedos—. ¡No me llames serpiente, jodida rata, jodido vampiro loco! —siseó, intentando poner cara de malo.
—¡Raff, no digas «jodido»!
—¿Por qué? ¡Él lo ha dicho! —Raff se tiró del pantalón del pijama—. ¡Y tú acabas de decirlo, jodido cuello de jirafa!
—Da igual. Es hora de vestirse. —Sus uniformes del colegio estarían abajo, entre la ropa sucia del suelo de la cocina. En la calle, se abrió la puerta de los ultramarinos y el Hombre Andrajoso se quedó callado. El tío de los ultramarinos salió con el gancho que utilizaba para subir el cierre metálico. Raff le apuntó con un tirachinas imaginario, echando hacia atrás la piedra entre los dedos, después la soltó y estiró los dedos al tiempo que, con los labios, hacia un sonido parecido a una pedorreta.
—¡Pffff! ¡En toda la cabeza! —Se le cayó el pantalón del pijama hasta los tobillos y se agachó para volver a ponérselo—. ¿Esta semana es el Concurso de talentos de Haredale?
—Sí. El jueves.
—¡Tomaaaa! —Raff empezó a dar saltos otra vez—. ¿Mayo está escribiendo su diario en el jardín, igual que ayer?
—No.
—¡Oh, Dios! ¡El Día del Deporte también es el jueves!
—Sí. —El señor Mann había dicho que sería un poco de jaleo, pero no quería privar a los atletas de su momento de gloria; y los padres que planeaban asistir al concurso de talentos podrían acudir temprano y matar dos pájaros de un tiro.
—¿Sigue mejor, o está otra vez enferma? —Raff había dejado de bailar.
—Está mejor. —«Todo brilla más». Las palabras garabateadas en la hoja de papel.
—¿Y dónde está? —De pronto su hermano se había quedado muy quieto, mirándolo fijamente con sus ojos de carey.
—No estoy seguro. Lo más probable es que haya ido al parque.
El hombre de los ultramarinos empujó con el gancho y el estruendo del cierre metálico inundó el aire.
La botella de leche que había en la puerta ya se había calentado. Debajo tenía una nota del lechero, probablemente la factura. Jonah llevó la leche y la nota a la cocina. El mango y la botella de vino seguían allí, y las hormigas seguían colándose en la jarra de zumo, directas a su muerte. Raff se sentó y Jonah sacó las galletas de cereales del armario. Los únicos tazones limpios que encontró fueron una ensaladera de madera y un cuenco blanco para mezclar. Su hermano miró los cuencos y resopló.
—O también podríamos fregar un poco —le dijo Jonah.
Raff enarcó una ceja.
—¡Ni de coña voy a fregar, Piquito!
—Raff, sabes que no puedes llamarme así.
—¿A quién se lo dices, Piquito asqueroso? —Su hermano se levantó de la silla de un brinco y pegó su cara a la de él.
Jonah se apartó, ignorándolo, que era la mejor política en esos casos, según Lucy, y se ocupó en servir tres galletas en cada cuenco.
—¡Venga, Piquito! —Raff se mostraba desafiante, le enseñaba los dientecillos blancos. Levantó los brazos y le apuntó con su tirachinas imaginario—. ¡Piquito contra el Tirachinas! ¡Pfff!
—¡Cállate, Raff! —Se tapó las orejas con las manos, pero aún seguía oyendo a Raff, que hacía sus estúpidos ruidos de pedorretas.
—Piquito. Jodido Piquito.
—¡No digas tacos! —En un arrebato de ira, empujó a Raff al suelo.
Su hermano volvió a levantarse y se lanzó contra él, ambos trastabillaron por la cocina hasta llegar a la entrada, donde Jonah logró quitárselo de encima. Raff cayó de espaldas contra las escaleras, agarrando a su paso la escalera de mano, que le cayó encima, y empezó a llorar a todo pulmón.
Asustado, Jonah le quitó de encima la escalera de mano y se arrodilló a su lado.
—Lo siento, lo siento —le dijo—. ¿Estás bien, Raff? ¿Dónde te duele?
Raff se limitó a gritar más fuerte, como cuando era un bebé.
—¡Mayo! —gritaba una y otra vez, y Jonah volvió a taparse las orejas con las manos.
—¡PARA!
Raff paró. Se miraron el uno al otro durante unos segundos, entonces su hermano se deslizó por las escaleras hasta el suelo, abrió los brazos, Jonah se arrodilló y lo abrazó. Rodaron hacia un lado y se quedaron allí tumbados, entre los zapatos.
—¿Qué hace en el parque? —preguntó Raff.
—Yoga.
—Pero su colchoneta de yoga está en la sala.
—Sí, pero tu puzle de Ben 10 está encima de la colchoneta. Seguro que no quería romperlo. —Por el rabillo del ojo, vio la palabra amarilla sobre el rojo oxidado de la lata que habían llenado en la gasolinera. GASOLINA. Más cerca de él, junto a la sien, vio el tacón mordisqueado de uno de los zuecos de su madre. «¿Por qué no te has llevado los zapatos?», le preguntó en silencio.
—Jonah —susurró Raff.
—¿Qué?
—¿Va a venir la Yaya Mala?
Jonah se imaginó la cara brillante y colorida de la Yaya Mala y un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
—No seas estúpido —le dijo. Su hermano había hablado como un niño realmente pequeño, y eso es lo que era, claro. Le pasó un brazo por debajo de los hombros.
—De acuerdo, mi viejo Piquito —dijo Raff, pero con una entonación cockney, no con esa horrible voz de gánster. Jonah se rio.
—¡Es un placer conoceros, lord Piquenton! —le dijo con la voz de Su Majestad, y Raff dio vueltas por el suelo, desternillado de la risa. Jonah se carcajeó. Solía ser Raff quien le hacía reír a él. Entre las risas llegó un sonido, que apenas oyó, pero de pronto su hermano se incorporó y miró hacia la puerta con los ojos muy abiertos.
—¿Mayo? —susurró.
Él también se incorporó. Raff se había quedado muy rígido. Se produjo un momento de silencio.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jonah.
—Alguien. Alguien estaba mirando a través de la rendija del correo. —Se levantó, pero Jonah lo agarró del tobillo.
—¡No abras!
—¿Por qué?
—Podría ser el Hombre Andrajoso.
—¿El Hombre Andrajoso? —Raff volvió a agacharse y Jonah le dio la mano. Se quedaron mirando la rendija del correo, escuchando con atención. Oyeron un coche que subía por Wanless Road y doblaba la esquina.
—¿Por qué crees que era el Hombre Andrajoso? —susurró Raff.
—No lo sé. Porque antes estaba junto a nuestra casa.
—¿Y quiere entrar?
—No lo sé. ¿Estás seguro de que has visto a alguien?
Raff asintió. Levantó los brazos y apuntó con su tirachinas hacia la rendija del correo.
—Pfff. —Hizo el sonido en voz baja. Después se puso en pie, se estiró y se agarró el pantalón del pijama—. Me pido el cuenco de madera —añadió con voz normal.
Tener que desayunar en esos cuencos tan grandes les hizo reír de nuevo, porque tenían que alargar el brazo para alcanzar las galletas con la cuchara.
—¿Quién las envió? —preguntó entonces Raff.
Jonah contempló las flores marchitas y esqueléticas. «Mientras se convierten en polvo».
—Roland —respondió.