En la piel del cordero - Marcelo Mendionde - E-Book

En la piel del cordero E-Book

Marcelo Mendionde

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Beschreibung

Un hombre ha sido asesinado por una mujer en un departamento cerrado por dentro y la evidencia contra la acusada es más que concluyente. La policía constata que en el departamento no había nadie más que ellos dos y que ninguna de las aberturas había sido forzada o se encontraba abierta. El arma homicida, un cuchillo de cocina, tiene las huellas de la mujer que, al encontrarse en un estado de catatonia severa después del asesinato, no responde a ningún estímulo. Así se plantea el primer caso que le asignan a Laura Kapolitis, una joven detective de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires que se acaba de recibir. Si bien el caso está casi resuelto, como le dice su jefe, Laura Kapolitis detecta una anomalía en la investigación que la deja perpleja, y deberá estar dispuesta a que lo inverosímil forme parte de la investigación si quiere desentrañar la madeja de complicaciones que recubren el caso. Porque podría haber otros…

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Seitenzahl: 429

Veröffentlichungsjahr: 2024

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MARCELO MENDIONDE

En la piel del cordero

Mendionde, Marcelo En la piel del cordero / Marcelo Mendionde. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4859-7

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Nota del autor

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

“Los problemas más grandes e importantes de la vida no se pueden resolver; solo se pueden superar”.

Carl Jung

Nota del autor

Agradezco a Gustavo Di Pace por su invalorable ayuda en la corrección del manuscrito y su enorme aporte para enriquecer no solo los diálogos, sino el lenguaje y las formas.

Agradezco también a Juan Mikalef y Victorio Carpintieri por la atenta lectura del primer manuscrito, la dedicación en cada uno de sus comentarios y el aporte de ideas que lo enriquecieron.

Agradezco a Pedro Azcueta, Erwin Schurjin y Pablo Fondevila, por sus cálidas palabras después de leerlo.

Y agradezco a Gabriela Bonelli porque, sin su ayuda y soporte, este libro hubiera sido imposible.

Los personajes, los escalafones de la fuerza policial y los procedimientos mencionados, son todos productos de mi imaginación y no pretenden responder a la realidad. Cualquier coincidencia con esta es pura casualidad.

Prólogo

El hombre desnudo, de largos cabellos negros y cuyo cuerpo de esbelto y atlético no tenía nada, abrió al máximo el agua fría de la regadera circular que colgaba del jacuzzi de mármol rosado. El rito exigía un baño con agua fría para que los poros exudaran el suficiente calor y así entrar en el trance perfecto.

Se metió de golpe. Los músculos se tensaron como resortes. Apoyó las manos sobre la pared con la cabeza gacha y, cerrando los ojos, levantó el rostro moreno en forma lenta hacia las gotas que vertía la regadera, sintiendo una helada sensación, como pequeñas agujas que se le clavaban en la piel. La abultada cabellera se fue empapando mientras abría la boca y giraba hacia los costados la cabeza, una y otra vez en forma rítmica y suave, como si aquello fuera parte del ritual. Sabía que el agua fría sería considerada por su cuerpo como una amenaza y que eso activaría una respuesta primaria al estrés. Comenzó a hiperventilar, su ritmo cardíaco se aceleró y sintió como la adrenalina le afloraba por cada uno de los poros del cuerpo mientras algunos se dilataban y otros se contraían en una sinfonía de respuestas difícil de explicar. Aquella aguda percepción, pensó, pertenecía solo a los elegidos. Sonrió. Bajó la cabeza, cerró los ojos y se quedó varios minutos con ambas manos apoyadas sobre la pared. Cuando estimó que el tiempo necesario había pasado, estiró la mano, cerró la canilla y con ambas palmas se peinó hacia atrás la abultada cabellera negra. Giró el cuerpo, abrió la puerta corrediza de vidrio esmerilado y salió del jacuzzi. Se paró sobre un toallón blanco y se secó la planta de los pies con movimientos cortos hacia los costados. Dio un par de pasos hacia adelante, estiró la mano y con un suave movimiento deslizó la puerta de uno de los armarios que recubrían la pared del baño. Agarró el primero de una serie de toallones blancos aromatizados que se apilaban sobre uno de los estantes. Había pilas de diferentes colores. Blancos, celestes, azules, verdes y rojos. Todos ordenados con milimétrica precisión en una escala cromática que destilaba obsesión. Se secó con cuidado y con un dejo de desprecio lo arrojó dentro de un canasto de mimbre. Salió del baño. Un aire de superioridad lo embargaba por completo.

La habitación era un enorme espacio adornado con esculturas y pinturas donadas por discípulos de diferentes partes del mundo. Las paredes y el techo estaban pintadas de un blanco reluciente. Una araña traída de Italia colgaba esbelta del techo e iluminaba el dormitorio aquella cálida noche de verano. Un jarrón persa de más de medio metro de altura, de colores blancos y celestes, se erguía sobre un mueble de madera tallada situado al lado de otro mueble, este de caoba negra, sobre el cual había, ordenados con esmero, seis vasos y dos jarras de cristal de Baccarat encima de una bandeja de plata. Sobre una de las paredes colgaba, solitario y orgulloso, un Monet original. Sobre la pared contigua se recostaba una enorme y robusta cama de madera negra, cubierta de sábanas de seda blanca, un cubrecama fino y varios almohadones, encima de la cual había un enorme crucifijo de metal que no tenía ningún Jesús. Sobre la pared de enfrente, un televisor curvo de 65 pulgadas brindaba un toque diferente, acaso incorrecto.

Miró la hora en el Rolex de oro que había dejado sobre la mesa de luz y se dijo que tenía unos minutos. Sentía algo de miedo. No podía negarlo. La medianoche se acercaba y sentía en el pecho que el ritmo del corazón se le aceleraba. Intentó calmarlo respirando profundo un par de veces y caminando por la habitación, pero fue en vano.

Hay ciertas cosas que no se pueden controlar, pensó.

Se dirigió al vestidor y descolgó la única túnica de seda negra que tenía, (la seda había sido extraída de las granjas de gusanos de Barata, Brasil, perteneciente a una empresa fundada más de ochenta años atrás por unos japoneses exquisitos en el arte de la seda).

Al sostener la túnica con las manos, recordó las palabras de Alessandro Baricco en su libro Seda.

—Es como tener entre los dedos la nada –susurró apenas moviendo los labios.

Con un movimiento estudiado la revoleó hacia atrás y se la calzó entre los brazos mientras sentía que la nada le caía sobre el cuerpo, buscando el todo.

Se acomodó la túnica con extremo cuidado, se ató el cinturón de seda, también negro, y después de hacer un par de respiraciones profundas se dirigió hasta uno de los muebles de la habitación, extrajo entonces un perfume que le habían regalado de una región que desconocía de Francia y lo desparramó por la habitación, caminando en forma suave y elegante mientras el aroma se desplegaba como una cortina de agua fina que caía en cámara lenta sobre el piso, dejando a su paso una sutil fragancia a ocre flotando en el aire. Un par de profundas aspiraciones le hicieron percibir el aroma de la victoria. Dejó el perfume, caminó hasta los pies de la cama de caoba negra y sábanas blancas y se sentó en posición de loto sobre la espesa alfombra persa azul oscuro que cubría el piso.

Apoyó los brazos sobre las rodillas, respiró varias veces en forma pausada, cerró en forma lenta los ojos y comenzó a recitar las sílabas que había aprendido de aquel Libro Rojo y que le permitirían, por última vez por lo menos por cincuenta años, entrar en aquel estado de concentración absoluta que lo aislaba del mundo para transportarlo a otra realidad. Una de las tantas que pueblan este, nuestro mundo.

Una tenue figura traslúcida comenzó a elevarse en forma lenta de su cuerpo.

El último ritual había comenzado.

Capítulo 1

Laura Kapolitis, una joven investigadora de la policía de la Ciudad de Buenos Aires, de veinticinco años y con un cercano parecido a Lara Croft, ingresó a la central aquella calurosa mañana de enero con ojeras y algo demacrada. Subió al ascensor sin saludar y se bajó en el quinto piso sin decir una palabra. Caminó hasta el escritorio con la cabeza baja y mirando el suelo, apoyó con desgano el bolso negro sobre el escritorio y se arrojó sobre la silla largando un suspiro.

Mónica Álvarez, algunos años mayor y con varios años en la institución, la miró de reojo desde el escritorio contiguo, arrugando las cejas y con evidente cara de desconcierto.

—¿Estás bien? –le preguntó.

—No.

—¿Qué pasó?

—Anoche me peleé con Ignacio y lo eché del departamento.

Mónica Álvarez, de baja estatura, pelo colorado y muchos rulos, se paró y se acercó al escritorio de Laura Kapolitis. Cruzó los brazos y se apoyó en el borde.

—¿Qué pasó? –preguntó arrugando el rostro.

—Te lo acabo de decir, Mónica...

—Bueno, perdón.

Laura Kapolitis cerró los ojos y tomó aire.

—Disculpame –respondió–, no dormí casi nada y lloré toda la noche como una loca, pero lo nuestro no iba a ningún lado... –dijo apretando los labios y negando con la cabeza mientras miraba el piso.

Mónica también apretó los labios, estiró la mano y la apoyó en el hombro de Laura, dándole un par de palmadas suaves.

—Ánimo...

—Gracias... –dijo Laura Kapolitis mientras se ponía de pie con desgano, como si le costara–. Voy a practicar tiro así descargo un poco las tensiones, ¿me acompañas?

—Claro –dijo Mónica–, vamos.

Comenzaron a caminar hacia el ascensor que las llevaría al segundo subsuelo del edificio, dónde estaba el polígono de tiro.

—¿Te molesta hablar del tema? –preguntó Mónica.

—No, para nada –dijo Laura, aunque algo le molestaba.

—¿Venían mal?, porque no me contaste nada las últimas semanas.

—Estábamos mal desde hacía un par de meses. Discutíamos siempre y no nos poníamos de acuerdo en casi nada –hizo una pausa mientras entraban al ascensor cargado de gente–. Bueno, no importa, ya está... –dijo Laura haciendo un gesto con la mano para dejar la charla en el quinto piso.

Mónica pareció entenderla porque se quedó callada hasta que el ascensor llegó a planta baja y se bajaron todos excepto ellas.

—Ya me estoy acostumbrando a las peleas –dijo Laura Kapolitis, en un tono cargado de ironía apenas se cerraron las puertas del ascensor–. Es el quinto novio en tres años y con intervalos de soledad bastantes largos...

—Tomalo con calma. A veces es preferible estar sola que mal acompañada.

Laura Kapolitis asintió con la cabeza y prefirió guardarse la respuesta. Las frases trilladas no le gustaban, pero tampoco quería pelearse con Mónica.

Se bajaron en el segundo subsuelo y se dirigieron en silencio hasta la ventanilla de acceso. Se anotaron en el registro, firmaron la planilla de ingreso y agarraron los protectores para los oídos y los ojos. Caminaron hasta una pesada puerta enrejada de metal. Laura Kapolitis apoyó la mano sobre uno de los fríos y gruesos barrotes de hierro y espero la chicharra. Tiró con fuerza y dejó pasar primero a Mónica. Dieron un par de pasos y encararon la puerta corrediza de doble vidrio, la cual se abrió en forma automática sin que tuvieran que detenerse. Fueron hasta la línea de tiro y, como si se tratara de un movimiento reflejo, casi un ritual, se colgaron los protectores de los oídos en el cuello y los oculares sobre la frente.

Laura Kapolitis giró el cuerpo y se paró frente al blanco. Mónica Álvarez permaneció detrás. Laura dejó caer los brazos a los costados, agitó las manos y movió el cuello con movimientos circulares. Primero hacia la derecha y después hacia la izquierda. Respiró un par de veces en forma profunda y volvió a agitar las manos, cerrando y abriendo los puños un par de veces. Deslizó la mano en forma suave sobre la cintura y extrajo de la funda la Bersa Thunder 9 semiautomática. Retiró el cargador con cuidado, verificó que todo estuviera en orden y lo volvió a colocar con un golpe seco y cargado de bronca. Colocó la pistola en la funda y se dio vuelta para mirar a Mónica Álvarez.

—¿Lista? –preguntó.

Mónica asintió con la cabeza mientras se colocaba los protectores.

Laura Kapolitis giró el cuerpo para dejarlo frente al blanco, se colocó los protectores, separó un poco las piernas, extrajo el arma, retiró el seguro y levantó las manos apuntando hacia el objetivo. Hizo una inhalación profunda que le infló el pecho, tensó en forma leve los brazos, largó un poco de aire, pero no todo, y descargó las nueve balas seguidas. Al bajar el arma exhaló despacio el aire que le quedaba. Guardó la pistola en la funda, se sacó los protectores y apretó el botón para acercar el blanco.

—No puedo creer la puntería que tenés... –dijo Mónica Álvarez cuando sobre la silueta humana de trazos negros que se acercaba se podían ver los nueve agujeros en la cabeza.

—Cuando estás con bronca estás con suerte. –Remató Laura Kapolitis guiñando un ojo.

—Estás con bronca siempre...

Laura Kapolitis se rio por primera vez en el día.

Examinó por unos segundos el blanco y lo comenzó a alejar de nuevo. Giró la cabeza por sobre el hombro y miró a Mónica Álvarez.

—Para lo que no tengo puntería es para los novios...

Mónica levantó los hombros y las cejas en silencio mientras apretaba los labios.

Laura Kapolitis la vio de reojo mientras giraba la cabeza hacia el frente y agradeció que no hubiera hecho un comentario inoportuno.

Cambió el cargador, le preguntó a Mónica Álvarez si estaba lista y comenzó a disparar. Acercó la silueta. Todas las balas habían pegado cerca del corazón.

—Te juro que no lo puedo creer... –dijo Mónica golpeando con ambas manos los costados de las piernas.

—Lo que yo no puedo creer es que después de siete meses todavía no me hayan dado un caso –dijo Laura.

—Paciencia...

—La paciencia es lo que se me está agotando... ¿cuánto tardaron para darte el primer caso? –Levantó la mano derecha mientras clavaba la vista en el blanco que se alejaba– No me contestes... ¿un mes?

—Kapo, no me preguntes lo que ya sabes. Además, mi caso fue atípico.

—Fue tan atípico como el mío, salvo que a vos te lo dieron rápido y a mí me lo deben... estamos en los dos extremos –dijo Laura mientras separaba las manos en forma exagerada.

—¿Oficial Kapolitis? –dijo un oficial ayudante que se acercaba a paso acelerado.

—Sí, soy yo –dijo Laura.

—El inspector Garrido solicita su presencia.

—¡Tu primer caso! –dijo Mónica en tono fuerte.

El oficial ayudante se sobresaltó y dio un pequeño respingo.

Laura se quedó muda. El corazón se le comenzó a agitar tanto como la respiración.

Ojalá..., pensó cerrando los puños sin darse cuenta.

—Tranquila, Moni, pueden ser cientos de motivos –dijo Laura tratando de disimular el enorme nerviosismo que comenzaba a envolverle cada célula del cuerpo.

—No seas pesimista.

Laura Kapolitis sonrió nerviosa y agradeció al oficial ayudante, quien se alejó esbozando una pequeña sonrisa, como si estuviera contento de haber dado una buena noticia.

Laura se sacó los protectores, los agarró con la mano izquierda, temblorosa, y buscó la salida.

—Me quedo practicando –dijo Mónica Álvarez.

Laura levantó el dedo pulgar de la mano derecha sin siquiera darse vuelta.

—Avisame... –dijo Mónica en voz alta.

Laura volvió a levantar el pulgar derecho.

Capítulo 2

Laura Kapolitis apuró el paso hacia el ascensor en un intento para disimular las ganas que tenía de llegar a la oficina del inspector Carlos Garrido, su jefe. Los pocos segundos que tardó el elevador en llegar hasta el segundo subsuelo le parecieron minutos. Sus manos transpiradas reflejaban la mezcla de entusiasmo y nerviosismo que la envolvía. Tenía la boca seca y le costaba tragar. Subió al ascensor vacío y apretó el botón que la llevaría al quinto piso. Se miró en el espejo, se ajustó el pelo y se arregló la camisa. Cuando el ascensor se detuvo, largó un suspiro seco y encaró a paso firme la distancia que la separaba de la oficina de Garrido.

La puerta estaba cerrada. Se paró delante, se acomodó nuevamente el pelo, se secó las manos en el pantalón y golpeó con los nudillos la sólida puerta de madera.

—Adelante –dijo Carlos Garrido con voz firme y fuerte.

Laura Kapolitis apoyó la mano transpirada sobre el redondo pomo de metal, apretó con fuerza para que no se le resbalara y lo giró con firmeza. Entornó la puerta y metió la cabeza.

—Inspector Garrido...

—Adelante, oficial Kapolitis –dijo Carlos Garrido, sosteniendo el auricular del teléfono con la mano izquierda y tapando el micrófono con la derecha–. Tome asiento y aguarde un segundo.

El Comisario inspector Carlos Garrido, inspector para sus dependientes, era toda una institución en el departamento de detectives. Si no había ascendido más en la jerarquía después de más de veinticinco años en la fuerza era porque la política no era lo que mejor le sentaba. Lo suyo era la investigación y la supervisión. En esto era de los mejores. Era alto, de compostura robusta, cara redonda, pelo negro bien corto y prolijo, y fumaba como si estuviera en la década del ochenta.

Laura Kapolitis asintió, cerró la puerta con delicadeza y se sentó en uno de los sillones que estaba frente al escritorio. Un escritorio siempre cargado de papeles y con un cenicero lleno de cigarrillos apagados y cenizas en derredor. Una tenue nube blanquecina apenas perceptible flotaba en el ambiente, mientras un fuerte olor a cigarrillo lo impregnaba todo.

Carlos Garrido colgó.

—Qué lindo momento, oficial Kapolitis –dijo sonriendo mientras estiraba la mano y agarraba una carpeta de color marrón que estaba sobre el escritorio, se ponía de pie y se la extendía–. La felicito. Su primer caso.

Laura sintió que el corazón le galopaba desbocado sobre el pecho mientras la respiración se le aceleraba. Titubeó y, juntando fuerzas, se puso de pie y extendió la mano temblorosa.

—Gracias.

—Es un caso para que lo resuelva rápido y se luzca –agregó Carlos Garrido.

Ambos se sentaron.

Laura Kapolitis, en silencio, colocó la carpeta sobre su regazo y apoyó las manos húmedas sobre la misma.

Carlos Garrido sonrió mientras encendía un cigarrillo y le daba una fuerte pitada.

—¿No va a mirar el caso? –preguntó Garrido, señalando la carpeta con un movimiento de la cabeza, esbozando una sonrisa.

—Sí... claro –dijo Laura, titubeando de nuevo.

Abrió la carpeta y al recorrer las primeras líneas comenzó a sentir una sensación de desconcierto difícil de explicar. Si no estaba leyendo mal, el caso que le habían asignado era la burla del departamento. Un caso tan sencillo que podía resolverlo hasta un chico del secundario. Por un instante intentó controlarse, pero el impulso fue más fuerte.

—Disculpe, inspector Garrido, pero aun siendo mi primer caso... –Laura hizo un silencio, tratando de elegir en forma cuidadosa las palabras– esperaba algo más... desafiante...

El Comisario inspector se puso serio. De forma lenta y pausada apoyó el cigarrillo en el borde del cenicero, colocó las manos sobre el escritorio y se paró.

—Por favor, oficial Kapolitis, deme la carpeta, le voy a cambiar el caso. –Remató.

Laura Kapolitis tuvo un pequeño destello de alegría.

—Gracias –dijo firme y seria, disimulando su victoria.

Ambas cosas le iban a durar poco.

Garrido agarró la carpeta con fuerza y la estrelló contra el escritorio. Algunos papeles sueltos volaron por los aires y montones de cenizas saltaron del cenicero. Laura Kapolitis se sobresaltó. Un par de hojas sueltas cayeron al piso unos segundos antes que las cenizas. Carlos Garrido ni se inmutó. Abrió uno de los cajones del escritorio, sacó una carpeta y la sostuvo con la mano derecha mientras la agitaba con fuerza.

—Este caso es más sencillo que el anterior, oficial Kapolitis. Casi resuelto, le diría. Para que lo resuelva aún más rápido que el anterior y se pueda lucir antes –dijo en forma sarcástica mientras le extendía la carpeta.

Laura extendió la mano y agarró la carpeta, pero Carlos Garrido no la soltó. La tenía atenazada entre los dedos como si fueran una prensa. Laura tironeó con algo de miedo y sus dedos resbalaron por la carpeta. Se fue un poco hacia atrás tambaleando en forma leve.

—¿De verdad quiere un caso, oficial Kapolitis? Es su última oportunidad.

Laura sintió que el mundo se le daba vuelta. Intentó recobrar la calma y pensar con claridad. No podía entender como aquella situación, su primer caso, se estaba transformando en algo tan disparatado. Apretó los labios y largó un suspiro.

—Sí –dijo, estirando la mano y agarrando con fuerza la carpeta.

Garrido la soltó, se sentó despacio, agarró el cigarrillo y le pegó una pitada cargada de bronca.

—Por favor, mire el caso. –Ordenó Garrido.

Laura Kapolitis abrió la carpeta y mientras leía el caso sintió que un fuerte calor se iba apoderando de su cuerpo. Estuvo a punto de cometer una imprudencia, cuando la mano de Garrido golpeó el escritorio con fuerza.

Laura Kapolitis dio un respingo.

Garrido se paró de un salto.

—Ahí tiene su caso, oficial Kapolitis. Bien sencillo. Ahora retírese, por favor –dijo señalando la puerta con la mano que sostenía el cigarrillo.

Laura había pasado de la alegría a la frustración, de la frustración a la esperanza y de la esperanza a la bronca en pocos segundos. Cerró la carpeta y se paró. Comenzó a caminar hacia la puerta cuando la voz de Garrido la asustó.

—Madure, oficial Kapolitis –dijo Garrido con voz firme y fuerte, como si quisiera que lo escuche todo el piso. Laura se detuvo y giró el cuerpo para mirarlo. Garrido se colocó el cigarrillo entre los labios–. Usted tiene dos trabajos. Uno –levantó el pulgar de la mano derecha–, resolver el caso que tiene entre sus manos y dos –levantó el índice–, y por favor que esto no se le olvide nunca, acatar las órdenes de sus superiores.

Silencio sepulcral.

A Laura Kapolitis le temblaban las piernas.

—¿Le queda claro?

Laura Kapolitis asintió con un gesto tímido sin poder emitir palabra.

—¿Entendió, oficial Kapolitis, o le repito? Porque no la escuché...

Laura Kapolitis se aclaró la garganta.

—Sí, inspector Garrido –dijo con voz firme y asintiendo con la cabeza–. Entendí.

—Entonces retírese. Tengo cosas más importantes que hacer.

Laura Kapolitis apretó la carpeta contra el pecho, bajó la cabeza, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Suplicó para que no hubiera nadie en el pasillo. Estaba vacío.

Caminó hacia el escritorio en silencio, impregnada de una mezcla de bronca y frustración difícil de explicar.

Capítulo 3

Laura Kapolitis caminó despacio y con la cabeza gacha hasta el escritorio, dejó caer la carpeta sobre el teclado de la computadora, se arrojó sobre la silla y metió la cabeza entre las manos. Tenía ganas de llorar.

La cara de asombro e intriga de Mónica Álvarez, a unos metros de distancia, era para una foto. Estaba petrificada. Tenía los ojos grandes, las cejas levantadas y la boca abierta. Pestañeó.

—¿Y ahora qué pasó?

Laura levantó la cabeza y se tiró hacia atrás el cabello.

—Me asignó el caso de la hija que degolló al padre. El que entró la semana pasada. ¿Podés creerlo?

Mónica se tiró hacia atrás en silencio, cruzó los brazos y apretó los labios.

Laura negó con la cabeza un par de veces antes de mirar en derredor. No quería ser la burla de la oficina. Por suerte, el piso estaba casi vacío, solo dos detectives más, sin contar a Mónica. Uno, a lo lejos, miraba el monitor de la computadora en silencio, el otro hablaba por teléfono mientras ojeaba unos papeles. Se tranquilizó al entender que ninguno parecía haberla escuchado. Aunque la tranquilidad la abandonó rápido al darse cuenta que la noticia correría como reguero de pólvora.

Mónica Álvarez se acercó al escritorio de Laura.

—Seamos positivos. Sea el caso que sea, tenés uno. Tenés tu primer caso, Kapo. Eso es bueno. Cuando tiraste la carpeta sobre el escritorio y pusiste la cabeza entre las manos pensé que te habían echado.

—Estuvo cerca...

—Pero ¿qué pasó? ¿Te peleaste con Garrido?

Laura Kapolitis le resumió la situación.

—Y bueno, Kapo, me parece que tenés que empezar a ser un poco más tolerante con algunas cosas, sobre todo con las decisiones del jefe. Esto no es una democracia –dijo, levantando las manos y mirando en derredor, como si quisiera mostrarle el lugar.

Laura se quedó en silencio mirando el piso.

—Vamos a buscar un café y después empecemos con el caso. Yo te ayudo. Sabemos que no es difícil, pero tenés que empezar el papeleo y terminarlo cuanto antes así te asignan otro. Agarrá la carpeta y vamos.

—Dale –dijo Laura, agarrando la carpeta del escritorio y caminando al lado de Mónica hasta la máquina de café.

Se sirvió un cortado y le puso edulcorante.

Mónica lo tomaba amargo.

—¿Este caso no era el que le iban a dar a Hernández? –dijo Laura mientras sacudía la carpeta con ganas de tirarla al tacho de basura.

—Eso escuché hoy temprano.

—Pero no, en vez de dárselo a Hernández me lo dieron a mí. El caso más fácil del mundo me lo dieron a mí.

—Kapo, te iban a dar otro...

—Tenés razón –dijo Laura Kapolitis, apretando los labios y ladeando la cabeza.

—Además, los últimos serán los primeros.

Laura frunció el ceño. Mónica tomó un sorbo de café.

—¿Qué querés decir?

—Nada, lo primero que se me ocurrió –dijo, levantando los hombros y esbozando una sonrisa.

—Me haces acordar a la tía Bertha con esas frases –dijo Laura Kapolitis. Mónica sonrió–. Igual, no tengo nada para festejar.

—Kapo, tenés un caso. Resolvelo y dejate de protestar. Vamos a buscar una sala así me lo lees y te ayudo con la burocracia. Es el primero, así que sacátelo de encima y seguí adelante. ¿Sabés los casos que te esperan?

—Tenés razón. El café de esta máquina es una porquería.

Mónica sonrió.

Las dos caminaron hasta el sector de salas. La mayoría estaba vacía. Era verano y había poca gente. Entraron a la Sala Belgrano, una de las más pequeñas del piso. Mónica prendió las luces. Se sentaron frente a frente. Laura apoyó la carpeta sobre la mesa.

—Kapo –dijo Mónica Álvarez–, esa carpeta que apoyaste sobre la mesa –señaló con el índice– tiene un caso de asesinato –hizo una pausa–, ¿correcto?

Laura asintió en silencio.

—Bien –prosiguió Mónica–, entonces, lo que yo sugiero –dijo poniéndose la mano sobre el pecho– es que lo tomes con la mayor seriedad del mundo. Puede ser el caso más fácil que exista, como andan diciendo por ahí, pero hay una persona que murió y vos podés acercar un poco de justicia a este mundo de locos.

Mónica apoyó las manos entrelazadas sobre la mesa.

—¿Empezamos?

Laura asintió. Tomó el último sorbo de café, hizo una mueca con la cara y dejó el vaso vacío sobre la mesa. Agarró la carpeta, la acomodó en frente suyo y la abrió.

Primera hoja. Empezó a leer.

—Una mujer blanca, de nombre Ana, fue hallada sentada en el piso de la cocina del departamento que compartía con su padre. La policía fue alertada cerca de la medianoche del viernes por una vecina que llamó al 911 después de escuchar gritos y llantos. Los policías llegaron al departamento, pero nadie les abrió. Tras insistir varias veces y después de escuchar unos sonidos lejanos que parecían quejidos, derribaron la puerta. Dentro del departamento hacía mucho frío. Los policías no encontraron nada en la entrada del departamento que daba al comedor, pero al llegar a la cocina se encontraron con una mujer sentada en el piso. Tenía las manos y la cara ensangrentadas. A pocos centímetros, sobre un charco de sangre, yacía inmóvil un hombre, el padre, con el cuello seccionado por un cuchillo que estaba a medio camino de los dos y tenía las huellas de Ana. La sangre había salpicado las paredes y el techo. La mujer se balanceaba una y otra vez emitiendo unos quejidos constantes. Los policías intentaron que reaccionara, pero no pudieron. La trasladaron a la oficina de policía y la revisó un médico, quien, al no poder definir el estado en el que se encontraba, la derivó a un psiquiatra, quien determinó que se encontraba en un estado catatónico... –Laura levantó la vista–, ¿sabés que significa?

—No mucho, pero entiendo que es un estado parecido al vegetativo, o algo así.

—Uf –dijo Laura Kapolitis mientras se paraba de un salto y abría la puerta para que corriera algo de aire–. Algún día tienen que poner aire acondicionado en estas salas –se sentó y continuó leyendo. –El departamento estaba cerrado por dentro. Ninguna de las aberturas había sido forzada. Los policías recorrieron el resto del inmueble y constataron que estaba vacío. La acusada fue derivada al hospital psiquiátrico de Ezeiza. No emite sonidos coherentes ni responde a estímulos externos. Permanece a la espera de un interrogatorio policial. El padre fue trasladado a la morgue judicial.

Laura se recostó sobre la silla.

—Perfecto –dijo Mónica–, ahora ¿qué sigue?

—Sigue que voy a ser el hazmerreír de toda la policía, Mónica.

—Kapo, y te lo digo por última vez, no estás pensando como una profesional. Esto –dijo estirando la mano y apoyándola sobre la carpeta– no es un juego. Hay un muerto. ¿Me explico?

Laura sintió un nudo en el estómago.

—Sí, tenés razón...

—Somos profesionales, Laura, y si alguien se ríe de este caso no es porque el caso sea sencillo o sea un chiste, sino porque no tiene lo que hay que tener para respetar la vida y plantarse con seriedad ante la muerte.

Laura asintió mientras apretaba los labios.

—Tenés razón. Voy a resolver el caso de la mejor manera posible y lo más rápido que pueda.

—Esa es la actitud –dijo Mónica mientras apoyaba las manos sobre la mesa y se ponía de pie con un empujón.

—Gracias –dijo Laura Kapolitis.

—No hay de qué –dijo Mónica mientras le guiñaba un ojo–. Vamos hasta el piso de las evidencias y después te ayudo con la burocracia inicial, lo más lindo de nuestro trabajo –dijo haciendo una mueca.

Capítulo 4

Paula Kapolitis, profesora de castellano y hermana melliza de Laura, se puso de pie apenas el colectivo se detuvo en la puerta principal de la comunidad. La visitaba por primera vez junto a Esteban Furrié, su novio desde hacía más de dos años y con quien planeaba casarse en algunos meses.

Paula Kapolitis sintió la oleada de calor en la cara apenas bajó del colectivo. Eran las once y diez de la mañana de un enero que parecía asomar cargado de altas temperaturas. El sol brillaba a pleno en el medio de un cielo azulado y sin nubes. Un fuerte olor a pasto seco y quemado impregnaba el ambiente de una sensación campestre.

Siguiendo las precisas indicaciones de uno de los tres hombres de camisa, chaqueta y pantalón blanco que oficiaba de guía, los pasajeros se fueron colocando en forma ordenada al lado del colectivo a medida que descendían. Los pulcros zapatos negros del guía contrastaban con la reluciente blancura del resto de la vestimenta. Paula Kapolitis agarró con fuerza la mano de Esteban Furrié al mirar hacia las dos enormes puertas de madera y metal que custodiaban la entrada. Sobre cada uno de los pilotes de madera que las sostenían, yacían erguidas dos gárgolas aladas que parecían oficiar de custodios. Paula Kapolitis no sabía si aquellos dragones con alas cuidaban la entrada o la salida. Tragó saliva y atribuyó los pensamientos al nerviosismo. Esteban la miró con una sonrisa y le dio un beso.

A cada lado de los portones y, perdiéndose en el paisaje, se extendían dos enormes paredes de ladrillos de igual altura que las puertas. Por encima de estas, gruesos alambres de púas se enrollaban como última y agresiva defensa. A intervalos regulares se podían observar, si se miraba en forma atenta y precisa, una serie de cámaras de alta definición colocadas en forma estratégica y disimulada. Entre las gárgolas, y colgado de sendas cadenas de metal del cuello de cada una de las bestias inmóviles, oscilaba lento un cartel con el nombre de la comunidad: “EL ENCUENTRO”.

Cuando el último de los pasajeros descendió, uno de los guías uniformados subió al colectivo y verificó que nadie hubiera sido olvidado; al bajar dio unas suaves palmadas en el costado de la puerta y el colectivo se retiró despacio, no sin antes levantar algo de tierra y polvo. Un par de personas tosieron. Otras agitaron las manos delante de sus caras, entre ellas Paula, que desbordaba una mezcla de entusiasmo, alegría y ansiedad. Juntos, parecían haber encontrado, después de meses y meses de búsqueda, al líder espiritual con el que tanto habían soñado. Las lecturas del “Maestro Esbelto”, como le decían al líder de la comunidad y que les había alcanzado un amigo de Esteban, los había cautivado por completo.

—No puedo creer que estemos acá –dijo Paula Kapolitis moviendo las piernas en forma ansiosa mientras apretaba la mano de Esteban Furrié.

—¡Sí! –dijo Esteban mientras le daba un beso en la mejilla y le acariciaba el brazo.

La voz gruesa y potente de uno de los hombres, vestido de blanco con zapatos negros, acaso algo impostada, resonó fuerte en el apacible y silencioso lugar.

—Señoras y señores –dijo parado ante la hilera de personas que se abanicaba con cualquier cosa que tuvieran a mano, mientras los dos guías restantes se habían parado detrás del que hablaba, inmóviles y con las manos cruzadas en las espaldas como si fueran militares en posición de descanso–, les pido que nos mantengamos todos juntos en la visita. Les pido tranquilidad y, por sobre todas las cosas, silencio y respeto. Primero, les vamos a mostrar los lugares de la comunidad que están abiertos al público; y después, como un regalo que no se da todos los días, quizás podamos escuchar el sermón del Maestro Esbelto. Como ustedes sabrán, las visitas de los miércoles no son para cualquiera. Hay lista de espera de más de seis meses para poder asistir al sermón, así que considérense privilegiados.

Un tenue murmullo nació del tumulto, pero fue aplacado al instante.

—¡Señoras y señores, silencio! Escuchen las indicaciones que tengo que darles para que la visita sea acorde a las normas de conducta de una comunidad basada en el respeto y el amor al prójimo. Primero, se colocan en filas de a dos personas, ordenándose desde este lugar hacia atrás –hizo señas con las manos. Todos obedecieron y formaron dos largas columnas–. Caminaremos tratando de respetar el silencio de la comunidad. Yo les hablaré en voz baja y les pido que si hablan entre ustedes lo hagan lo más bajo posible, a fines de no molestar a los habitantes, ya sean estos humanos o animales. También les pedimos que no se aparten de sus columnas ni de los senderos por los que iremos caminando –hizo un breve silencio y recorrió las columnas con la vista–, ¿han comprendido?

Un tímido “sí” y varios movimientos de cabeza fueron la respuesta.

—¿Alguna pregunta?

Hubo un tenso silencio mientras el guía recorría las columnas con el ceño apretado.

—Perfecto. Les voy a pedir que apaguen los celulares, no están permitidos en la comunidad. Esto no quiere decir que puedan estar en vibrador. Por favor, respetemos las normas de la comunidad.

Todos sacaron los aparatos y los apagaron.

—Perfecto, ahora sí, avanzamos.

Hizo una seña con la mano por encima de la cabeza y las dos personas restantes, de camisa, chaqueta y pantalón blanco, caminaron hasta situarse al final de cada una de las columnas. Se dio vuelta ciento ochenta grados, caminó tres pasos, se detuvo y dio tres palmadas fuertes ante las puertas, las cuales comenzaron a abrirse hacia afuera de forma lenta y emitiendo un ligero crujido. El cartel que colgaba de los cuellos de las gárgolas se mecía con más ímpetu.

El guía comenzó a caminar hacia el interior de la comunidad. Ambas columnas lo siguieron en forma ordenada y silenciosa. Las puertas comenzaron a cerrarse cuando los últimos guías ingresaron, custodiando las columnas y dando la impresión de que no dejarían escapar a ninguna oveja del rebaño.

“El Encuentro” era una comunidad que había nacido varios años atrás con donaciones particulares de los seguidores del “Maestro Esbelto”. No contaba con ayuda estatal. El “Maestro Esbelto” las había rechazado una y otra vez diciendo que el Estado se debía ocupar de cosas más prioritarias que una comunidad espiritual. Siempre se jactaba de que si todos vivieran como se vivía dentro de la comunidad, el país y el mundo serían mejores.

El guía y las columnas caminaron por un sendero de tierra rodeado de pasto y flores y flanqueado por altos árboles. El follaje de estos se mecía a las voluntades de una brisa apacible cuya sombra era un bálsamo fresco que invitaba a quedarse. Cada cien metros había, a los costados del camino, unos bancos de madera y unos bebederos.

Caminaron por el espacio unos quince o veinte minutos a ritmo lento, ascendiendo por una leve pendiente hasta llegar a una explanada sobre la cima. Desde allí se podía observar, hacia abajo, la mayor parte de la comunidad, como si fuera un punto panorámico ubicado de manera estratégica. Suaves murmullos nacieron al ver el paisaje que se abría ante los ojos de los visitantes. El guía permitió que las columnas se desarmaran para que todos pudieran arrimarse a una especie de baranda curva que permitía observar casi la totalidad de la comunidad.

—¡Qué belleza! –dijo Paula Kapolitis.

—Maravilloso... –dijo Esteban Furrié.

El Sol brillaba a pleno, pero en aquel lugar las altas copas de los árboles ofrecían sombra y algo de reparo ante tanto calor.

El guía se colocó a uno de los costados mientras los visitantes se distribuían a lo largo de la baranda y los otros dos guías se paraban por detrás, alejados un par de metros.

—Lo que ven sobre la izquierda –dijo el guía señalando con una mano–, es la zona de las casas donde viven la mayoría de los habitantes de la comunidad. Sobre la derecha está el anfiteatro, el templo del maestro y la iglesia principal. Detrás del templo está la casa del maestro y al lado la de los principales discípulos. Lo que ven en el medio –agregó– es el lago de la comunidad. Provee agua fresca y una zona de descanso. Detrás –continuó–, se encuentra la zona de agricultura, y aquellos corrales que ven al fondo son para las vacas, las gallinas y los demás animales de la granja. En la comunidad somos todos vegetarianos. No hay jerarquías ni cargo: somos todos iguales. Lo que reina aquí –dijo abriendo los brazos– es la hermandad y la fraternidad –hizo una pausa–. Los que quieran tomar agua pueden hacerlo en los bebederos de atrás, porque en el camino de bajada hasta la comunidad no los hay. –Miró el reloj–. En quince minutos salimos. Si quieren descansar un rato pueden hacerlo.

Los visitantes comenzaron a caminar en derredor, beber agua y sentarse, mientras hablaban en voz baja.

Paula y Esteban se refrescaron la cara después de tomar agua y se sentaron en uno de los bancos de madera que estaba vacío. Paula Kapolitis se acomodó el largo pelo lacio y negro, apenas más corto que el de Laura, y se abanicó un par de veces con la mano. Dos mujeres de unos cincuenta años se acercaron de manera respetuosa y les preguntaron si podían compartir el banco. Paula y Esteban asintieron y se acurrucaron. Conversaron unos pocos minutos sobre cómo habían conocido al maestro hasta que la voz del guía los interrumpió.

—¿Listos? –preguntó el guía con voz potente– ¡Vamos! –dijo haciendo un gesto con la mano y comenzando a caminar.

Descendieron de manera lenta por un largo camino de tierra serpenteante, algo más empinado que el de subida. Nadie tuvo problemas. Llegaron hasta la base y se dirigieron a una pequeña zona de descanso con unas mesas y sillas empotradas en el suelo y que estaban a la sombra. Algunos tomaron agua en bebederos y se mojaron la cara y el cuello. Continuaron la marcha pasando por entre las casas. El silencio era abrumador y solo se rompía con algún que otro “hola” amistoso y sonriente que intercambiaban con los pocos habitantes con los que se cruzaban.

Se sentaron unos minutos en otra de las zonas de descanso y se refrescaron de nuevo antes de bordear el lago y arribar al sector en dónde comenzaban los sembrados y los corrales. Al terminar de cruzar esta zona, dieron un pequeño giro hacia la derecha y caminaron un largo trecho hasta llegar a una especie de pasillo armado con una estructura tubular y cubierto de toldos blancos. A intervalos regulares, y desde la parte superior de la estructura, unos pequeños chorros de agua pulverizada refrescaban a los visitantes. Algunos se detuvieron unos segundos con los ojos cerrados y la cara hacia arriba mientras se pasaban las manos por el rostro. Al finalizar el pasillo accedieron al anfiteatro, un lugar semicircular con una abertura que le confería la forma de una herradura. Tenía capacidad para unas doscientas personas sentadas. Una estructura de tela blanca que acompañaba la inclinación del anfiteatro se sostenía sobre la misma estructura tubular que tenía el pasillo de acceso. Esta daba sombra y resguardo a todo el espacio. A intervalos regulares, y desde la parte superior, los pequeños chorros de agua pulverizada refrescaban en forma continua a los asistentes.

—Por favor –dijo el guía en voz baja, como tratando de no molestar a los que ya se habían instalado en algunas gradas–, vayan sentándose por aquí. En unos minutos va a salir el maestro. –Hizo una pausa– El que tiene la verdad.

A cada uno que ingresaba le daban una botella de agua mineral fría y una barra de cereal.

De a uno y en silencio, los visitantes se fueron acomodando a la espera de la presencia del Maestro, sentándose en silencio en la parte superior del anfiteatro.

Según les había explicado el guía antes de llegar, los lugares más cercanos eran para los discípulos de más alto rango, algo que le hizo ruido a Paula, con aquello de que “eran todos iguales”, aunque dejó pasar el pensamiento ante tanta muestra de paz y tranquilidad.

—Esto es vida –dijo Paula Kapolitis mientras cerraba los ojos y agitaba la cara debajo de las gotas pulverizadas que surgían danzantes por debajo del largo caño de metal. El techo de lona apenas se movía bajo la leve brisa de aquel caluroso día de verano.

La ansiedad de Paula se iba transformando, en forma lenta y paulatina, en una especie de tranquilidad difícil de explicar a medida que la presencia del “Maestro Esbelto” se acercaba.

Capítulo 5

Paula Kapolitis y Esteban Furrié se subieron al colectivo que los llevaría de vuelta a Buenos Aires. Fueron los primeros en ingresar y se sentaron en los mismos asientos que habían usado en el viaje de ida. La tarde seguía calurosa, pero un leve tinte nublado, que ocultaba los feroces rayos del sol del verano, la hacía más apacible y llevadera. Fue el aire acondicionado del vehículo, sin embargo, el que le proporcionó a Paula Kapolitis una verdadera caricia al cuerpo. En un silencio espectral, cerrado y cargado de misterio, los demás visitantes, casi como si fuera una procesión, se fueron subiendo al transporte que los depositaría de nuevo en la urbe agitada y paranoica. Uno detrás del otro, en completo silencio y como si fueran conscriptos que estuvieran haciendo el servicio militar, se sentaron en completo silencio en cada uno de los asientos. El hombre de camisa, chaqueta y pantalón blanco con pulcros zapatos negros ni siquiera tuvo que repetir las órdenes. Una sola vez bastó para que todos obedecieran.

Paula Kapolitis estaba extasiada y, al recorrer con la vista la cara de los demás asistentes, se imaginó que todos tenían la misma emoción. Esta, de alguna manera mágica, los había embargado por completo al escuchar las palabras del “Maestro Esbelto”. Lo habían escuchado en forma atenta por más de cincuenta minutos, como se escuchan las cosas que realmente interesan.

Al salir del anfiteatro, y ya dirigiéndose hacia el colectivo, uno de los hombres de camisa, chaqueta y pantalón blanco, le confesó a Paula y Esteban, mientras pasaban a su lado, que estaba asombrado por el tiempo que les había dedicado el Maestro.

—Los sermones no duran más de quince o veinte minutos –les había dicho en voz baja y tapándose la boca con el dorso de la mano. Después giró en forma leve la cara hacia un costado mientras levantaba las cejas–. Más de cuarenta y cinco minutos roza el milagro.

Paula y Esteban se miraron y sonrieron.

Ya en el colectivo, Paula Kapolitis se acomodó en el asiento mientras recordaba la anécdota. Estiró la mano derecha y en forma suave entrelazó los dedos de la mano izquierda de Esteban, quien estiró el cuello y le dio un beso.

—Te amo –le dijo mirándola a los ojos.

—Yo también te amo –le dijo Paula.

Esteban sonrió, apoyó la cabeza sobre el respaldo del asiento, lo inclinó un poco y cerró los ojos.

Paula Kapolitis estaba cansada. La cubría un halo de felicidad que le era imposible describir con palabras. La emoción de haber escuchado al “Maestro Esbelto” en persona le rebosaba por los poros del alma como la transpiración lo había hecho por los poros del cuerpo. Felicidad y plenitud. De esas que dan ganas de inflar el pecho y agrandarse hasta cubrir el infinito, hasta fundirse con el todo.

—Estoy tan feliz... –dijo Paula Kapolitis mientras reclinaba el asiento.

Esteban Furrié abrió los ojos largando un hondo suspiro mientras asentía un par de veces con la cabeza de manera lenta y pausada, apretando los labios.

—Nunca pensé que las palabras del Maestro me iban a llegar tan hondo, tan profundo al corazón –dijo Paula–, nunca me había pasado algo así, ¿a vos?

—Jamás –dijo Esteban–, jamás...

—Es un ser de luz como nunca pensé que podía existir –dijo Paula Kapolitis con la voz entrecortada y al borde del llanto–. Por un momento pensé que me iba a desmayar.

—Fuerte, muy fuerte –dijo Esteban.

—A mí me pasó lo mismo –dijo en voz baja la señora que estaba sentada detrás de Paula, colocando la mano en el respaldo de Esteban y tirándose hacia adelante.

Paula y Esteban giraron la cabeza para mirarla.

—Ha sido maravilloso –continuó la señora. Una lágrima le recorría la mejilla–. Fue realmente un privilegio escucharlo. Nunca pensé que unas simples palabras pudieran causarme tanta emoción –dijo soltando el asiento y secándose la lágrima con el dorso de la mano mientras miraba a la mujer que tenía al lado, que estaba como hipnotizada mientras asentía con la cabeza.

—Es increíble –dijo Paula Kapolitis–, increíble...

El colectivo arrancó con murmullos leves que se fueron acallando con el correr de los minutos hasta transformarse en un silencio hondo y penetrante, de aquellos que surgen cuando alguien se entrega a la meditación profunda de los hechos o las circunstancias, desplegando un espacio sacro, de respeto y veneración.

Así por lo menos lo sintió Paula Kapolitis, quien durante el viaje intentó reproducir en la mente las palabras del Maestro, que se le escapaban como arena entre los dedos. Le quedaba, sin embargo, la emoción a flor de piel de haber vivido uno de los momentos más sagrados de su vida. Tal era la sensación que le recorría el cuerpo y el espíritu. En aquel completo silencio, solo invadido por el ruido del motor y del aire acondicionado, Paula Kapolitis recordó que uno de los hombres de camisa, chaleco y pantalón blanco le había dicho que ciertas veces el Maestro caminaba entre los fieles y que a los elegidos les colocaba la mano en la cabeza para darles la bendición. Paula Kapolitis agradeció al cielo que, en aquella calurosa tarde que se estaba yendo, aquello no le había sucedido, porque se hubiera desmayado al instante.

Después, se durmió con la paz en el corazón y las palabras del Maestro resonando por el cuerpo.

Capítulo 6

Laura Kapolitis frenó delante del portón de rejas negras que impedía el ingreso al penal de Ezeiza, bajó la ventanilla del auto y estiró la mano para acercarle al guardia la credencial de detective. Un aire caliente le acarició la cara. Un olor a humedad impregnaba el exterior de aquel día soleado y caluroso al extremo. Hacían casi treinta y cinco grados.

—Buenos días –dijo Laura Kapolitis.

—Buenos días –respondió el guardia, apenas sacando la cabeza por la rendija de la ventana corrediza para mirar la credencial. Cerró la ventana y la abrió segundos después–. Detective Kapolitis, está habilitado su ingreso. ¿Sabe cómo llegar al pabellón psiquiátrico?

—Ni idea.

El guardia cerró la ventanilla y salió de la casilla de seguridad. Se paró al lado de la puerta del auto y se inclinó con un mapa en la mano.

—Es fácil –le dijo indicando con un lápiz sobre un pequeño mapa–. Estamos aquí, debe seguir derecho hasta la segunda calle que cruza la principal y doblar a la derecha. Es el tercer edificio sobre la izquierda. Va a ver un cartel que dice: “Pabellón Psiquiátrico”. Hay un estacionamiento pasando la puerta. Puede estacionar ahí. ¿Quiere el mapa con las indicaciones?

Laura asintió, agarró el mapa y lo dejó en el asiento del acompañante.

—Buenos días –dijo Laura Kapolitis, mientras embragaba y ponía primera.

—A sus órdenes –dijo el guardia haciendo la venia.

Laura subió el vidrio de la ventanilla, esperó que la puerta de rejas se abriera e ingresó. Era la primera vez que entraba al penal de Ezeiza. Al pensar en la cantidad de gente que había en aquel lugar, un escalofrío le recorrió la espalda. Transitó despacio y arribó sin problemas al pabellón indicado. Estacionó, agarró la cartera y la carpeta con el expediente y se bajó del auto. Una fuerte ola de calor le impactó en el cuerpo. El piso parecía arder y las suelas de los zapatos derretirse mientras caminaba hacia la puerta del edificio.

Ingresó al pabellón psiquiátrico después de atravesar dos puertas. Una enrejada que le abrieron desde adentro después de anunciarse por un pequeño portero eléctrico y otra de vidrio que abrió empujando en forma suave. La recepción del pabellón estaba vacía. Unas hileras de asientos de plástico negro contrastaban con el blanco de las paredes, el piso y el techo. Un fuerte olor a algo parecido al alcohol invadía el ambiente. Un par de tubos fluorescentes titilaban. El calor no era abrasador, pero se sentía. Se dirigió hasta la cabina de recepción, donde un oficial la atendió mediante un conmutador y detrás de un vidrio grueso que parecía blindado.