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Los derechos de autor serán donados por el autor a la Fundación Natali Dafne Flexer, de ayuda a niños con cancer. En mis cuentos, poemas y poesías, intento impregnar con sentimientos a las letras, y la muy difícil tarea de transformar en letras a los sentimientos. Y a esos sentimientos y vivencias, que atrapé en un papel, los encontré de la vida diaria, en muchos casos, dentro del ámbito familiar, en el club, en los talleres literarios, pero mayormente del laboral. Mis relatos pretenden acercar lo literario a lo laboral, describir la personalidad de algunos compañeros de trabajo y valorar su labor en un escenario donde la amistad, el compromiso, el compañerismo, la gratitud, las búsquedas, las alegrías y tristezas, la satisfacción del deber cumplido, el sacrificio, las reacciones y conflictos propios del ser humano, el esfuerzo, el dolor de tener que estar lejos del hogar, las despedidas, las pérdidas, las esperanzas, la solidaridad, están presentes. Titulé el capítulo de mis aforismos, donde a algunos de los cuales les incorporé una cuota de ironía, de juego de palabras: "Leverage". Leverage económico se le llama al efecto palanca positivo que se produce en las utilidades netas, al utilizar más productivamente un costo fijo. Las utilidades crecen más que proporcionalmente al incremento en el volumen de producción y venta. Y eso es lo que intento. Me tomo el atrevimiento de invitarte a pensar, a ser mi crítico, a estar de acuerdo o a disentir, puesto que no defino a los aforismos como verdades, sino como un intento de aproximarse a la verdad por parte de quien los escribe, un resumen de sus vivencias. Y así, quizás, éste, sirva de punto de apoyo para que tú crees tus propios aforismos, y estos crezcan en diversidad, más que proporcionalmente a mi esfuerzo.
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Seitenzahl: 278
Veröffentlichungsjahr: 2022
MARCELO NICOLÁS UBICI
Ubici, Marcelo NicolásEN LA ZONA 303(MUN2) / Marcelo Nicolás Ubici. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2380-8
1. Narrativa. 2.Cuento corto. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
DEDICATORIAS
A mi padre, quien guió con el ejemplo.
A mi hija, por su delicadeza, su gracia.
A mi madre, por su responsabilidad, su esfuerzo.
A la Fundación Natalí Dafne Flexer, de ayuda a niños y jóvenes con cáncer, por su muy valiosa tarea, y por permitirme aportar mi granito de arena donando la totalidad de la ganancia por las regalías que me correspondan como autor por la venta de este libro.
A Betina, por el camino transitado.
A mi amigo y compañero Hernán Chale, por su interesante amistad, por el regalo de su permanente estímulo, por ser el impulsor de tantas inspiraciones.
A mi hermano y su familia, por su nobleza.
A mi amigo Ignacio, su esposa Guillermina, y los restantes integrantes de su familia, por tantas vivencias compartidas.
A mi tía Elda, por su permanente afecto, y por su ejemplo de fortaleza.
A Ana Laura Orsini, por su templanza.
A mi prima Marcela Villanueva, y a mi primo Alejandro Campanella, quienes fueron compañeros indispensables de mi niñez, porque desde el cielo me iluminan, acompañan, protegen.
A mi prima Victoria, por el regalo de su belleza y fineza, propios de una verdadera dama.
A mi primo Carlos Horacio, por su interés en nuestros orígenes y antepasados familiares, lo que ha permitido que todos los integrantes nos hayamos virtualmente conocido, y permanezcamos comunicados.
A Mercedes Bonifasín, por el mutuo aprecio y el regalo de su habitual fino y cordial trato.
A mi vecino, el Sr. Gustavo Piccirillo, recientemente fallecido, por el permanente recuerdo que ha dejado su tan valiosa persona, y por haber sido mutuo el afecto y consideración.
A Gabriel Beaín, por su diario esfuerzo en la difícil tarea de tratar de lograr el bienestar común.
A Sonia Barreneche, porque la mutua amistad, el afecto, la cercanía, permanecen intactos a lo largo del tiempo sin que sean necesarios los frecuentes encuentros.
A Gustavo Luján, por el sincero y mutuo aprecio, y por su valiosa ayuda, compañía, e interesantes anécdotas.
A Diana Sueldo, por su calidez, y por estar siempre atenta y valorando mis escritos.
A Martín Etchandi, por su andar apacible repartiendo siempre buena onda y bondades.
A Gabriela Gimenez Vega, porque me cuida y protege desde que era su aprendiz.
A los señores despachantes, sus dependientes y empleados que me han brindado un cordial y respetuoso trato.
A todos los que me ofrecen nada menos que su amistad y consideración, a los que me estimulan a seguir escribiendo, y a aquellos que quizás, en algunos casos, hasta sin ellos saberlo, con su personalidad o comportamiento, me han dado inspiraciones. Hago mención de sólo algunos: Cintia P.; Daniel G. y flia., y su reciente fallecida esposa Ana María G.; Miguel B.; Lidia R.; Fernando A.; Sergio M.; Matías F.; Reimond R.; Esteban T.; Carolina R.; Eduardo M.; Sandra; Gustavo M.; Cristina H.; Eduardo F.; Georgina F.; Eduardo J.; Juan y su esposa Gloria; Sergio S.; Fernando C.; Facundo B.; Mariano C.; Natalia R.; Víctor M.; Hernán G.N; Julián C.; Fabiana L.; Gustavo C.U.; Maricarmen B.; Omar O.; Miguel C.; Raul T.; Nadia R.E.; Ricardo O.; Martín P.; Gustavo S.; Paula R.M.R.; Omar M.; César C.; Daniel M.; Majo; Eduardo M.; Florencia B.; Gonzalo C.; Juan Pablo A.; Marcelo P.; Pablo Z.; Eduardo Fl.; Facundo C.; José A. E.; Juan P. M.; Gustavo V.; Laureano L.; Lucila M.D.; Luis D.V; María A.; Mariana y Martina; Martín A.; Nahuel A.; Pablo L; Ricardo B.; Rodolfo S.; Silvia C.; Yanina I.; Claudia; María L. R; Leonardo B.; Fabricio O.; Diego V.; Darío R.
CONTAR Y VALORAR
Cuentos y relatos
Alicia
Acta de constatación
Vida
El desterrado
Volver a nacer
El delegado
La historia cuenta (los datos históricos de este cuento son reales)
Enry
Diluyente
La pregunta
De gala
Uniendo
Mate
Volver a sentir
Late
Equilibrio
La temporada del calamar
Constructores
Felicidades
No es cuento
Escáner
Juan Domingo
El último blandengue
Flanders
El despegue
Memorias
Memorias en tercera
En la oscuridad
Quiénes son ellos
Fuga
Nadador
Palomas mensajeras
Malvada
Pura
Charlito el medidor
Maldito desagradecido
Señales
Distintas vidas felices
No eras para mí
Ganaron la partida
No son nada
Argumento del cuento número cien
Lanzamiento de tres
Blíster
Tres menús
Distanciamientos
Mañana. Hogar de madre
Tarde. Hogar de niña
Noche. Hogar de abuelo
Es mejor regresar
Tigre
Dar
“Tofi” y “¡Un aplauso para el asador!”
Set
Itinerario
Despacito
Hereje
Dueño de la lente
PERCIBIR
Poesías y poemas
Madera dura
La he visto vivir
Barrenando a pecho
Mi sombra
Difícil
Palabras que no vencen
Hay que jugar
El niño le escribe al mar
Penumbras
Péndulo
Hoy te sentencio a que me ames
Rieles
Cuánto
No es necesario que hables
Ganaron
Respuestas en silencio
LEVERAGE
Aforismos
Características opuestas
Descortés o caballero
De avanzada o de retirada
Idealista y capitalista
Calificativos
Indeciso y holgazán
Cuerdo
Inmaduro
Líder
Ganador
Soñador
Conformista, determinado, terco
Conocimiento
Definiciones
Dios
Incentivos
Juventud y vejez
Muerte
Refranes modificados
Sentimientos
Amistad
Amor
Desamparo
Deseo
Dolor
Depresión
Enojo
Envidia
Felicidad
Frustración
Odio
Soledad
Vacío
Optimismo
Sufrimiento
Culpa
Guerra
Tiempo
Valores
Bondad
Caridad
Compañerismo
Ejemplo
Grandeza
Humildad
Paciencia
Perdón
Cautela
Respeto
Sinceridad
Solidaridad
Resignación
Honestidad
Antivalores
Maldad
Mentira
Materialismo
Falsedad
Ambición
Injusticia
Arrogancia
Desprecio
Superficialidad
Traición
Oportunismo
Egoísmo
Ostentación
Con forma de consejos
Vida
Table of Contents
Hay dos motivos por los cuales hablo de «la zona». Uno de ellos es porque fue justamente allí, en la zona, en un entorno cercano, donde encontré mis inspiraciones, en lo simple, en lo cotidiano, en la belleza de lo humilde, y en aquellas personas que poseen un interior con la riqueza de ser nuevos mundos para mí. Cada persona es un planeta que posee interesantes relieves donde hurgar, analizar, valorar y extraer enseñanzas.
El segundo motivo es porque debo reconocer que, para alcanzar estas inspiraciones, fue necesario ejercitarme, al igual que lo hace un deportista o un pianista, desarrollar cierta habilidad, abstracción, lograr una elevada concentración donde la sensación de control y conciencia misma de la acción desaparece. Tuve que aislarme mentalmente para estar inmerso en esta actividad que me propuse ejercitar, enfocar la energía, confiar en el subconsciente, entrenar el cerebro a dejarlo sentir, en mi caso, la música literaria y dejarlo bailar. Sin buscarlo, así, logré entrar «en la zona», también conocida en psicología con el nombre de «Flujo», un estado mental operativo donde uno simplemente fluye en la actividad, donde se alcanza un razonamiento instintivo, que se diferencia del razonamiento habitual lógico-matemático, ése que me era más familiar por mi formación de Contador Público, dándole espacio a mi mente, y a mí, a la creatividad.
Así es como di vida a mi segunda pasión, después de mi profesión y la matemática, por ello es que conservé, como con cierto resabio, en parte del título, la forma de una fórmula. Fue un barajar y dar de nuevo. Alterné entonces el orden de las iniciales de mi nombre y apellido, quedando ahora al azar MUN. Y a esas iniciales les incorporé el número dos, por el nacimiento de mi segundo y nuevo interés. Como resultado se forma la palabra destino de este singular viaje que decidí comenzar, sin deber abandonar «la zona» para llegar a nuevos «mundos».
La corrección de estos escritos, donde cada corrección fue como ir cincelando el bloque de mármol para intentar encontrar «La Piedad» o a «David», la he finalizado en una fecha particularmente capicúa: El 22/2/22. Incluí en este trabajo cincuenta y cinco cuentos cortos y relatos, y doscientos treinta y dos aforismos. Números capicúa ambos, y al incorporar dieciséis poesías y poemas, la suma total de como resultado otro número capicúa: trescientos tres.
Es este resultado, el de la suma antes enunciada, el motivo de su mención en el título, donde cada sumando me ha significado trabajo de exploración y conquista. Y todo ello está incluido, a su vez, en trescientas tres páginas e-book, vistas en el dispositivo de una computadora, siempre en función de que el lector elija el mismo tamaño de tipografía con el que yo he elegido visualizarlas.
Todos números capicúa que, como tales, pueden leerse desde cualquiera de sus extremos, al igual que este libro, donde se puede iniciar también su lectura desde el extremo o el título que más se desee, o que mayor curiosidad despierte.
Aseguran que los números capicúa traen suerte, y eso es lo que deseo. Que este libro sea del agrado del lector y que se puedan vender numerosos ejemplares. No es que este deseo se sustenta en querer perseguir mi propio beneficio. Mi compromiso, y el móvil para la conclusión de este e-book, ha sido, y es, que la totalidad de la ganancia por todas las regalías que me correspondan como autor por su venta, sea donada a la Fundación Natalí Dafne Flexer, de ayuda a niños y jóvenes con cáncer, y así quiero dejarlo públicamente plasmado en este prólogo. Es por ello que me he puesto en comunicación, para ultimar detalles de esta colaboración, con la Sra. Leticia García, que es la directora ejecutiva de la antes mencionada fundación. Fundación que se encarga, para los que no la conocen, de la valiosa tarea de brindar ayuda, al momento de la presente redacción, a más de mil doscientos chicos con cáncer y a sus familias.
* * *
En mis cuentos, poemas y poesías, intento impregnar con sentimientos a las letras, y la muy difícil tarea de transformar en letras a los sentimientos. Y a esos sentimientos y vivencias, que atrapé en un papel, los encontré de la vida diaria, en algunos casos dentro del ámbito familiar, en el club, en los talleres literarios, pero mayormente dentro del espacio de tareas.
Mis relatos pretenden acercar lo literario a lo laboral, describir la personalidad de algunos compañeros de trabajo y valorar su labor, en un escenario donde la amistad, el compromiso, el compañerismo, la gratitud, las búsquedas, las alegrías y tristezas, la satisfacción del deber cumplido, el sacrificio, las reacciones y conflictos propios del ser humano, el esfuerzo, el dolor de tener que estar lejos del hogar, las despedidas, las pérdidas, las esperanzas, la solidaridad, están presentes.
Titulé el capítulo de mis aforismos «Leverage». A algunos de los aforismos les incorporé una cuota de ironía o de juego de palabras. Leverage económico se le llama al efecto palanca positivo que se produce en las utilidades netas, al utilizar más productivamente un costo fijo. Las utilidades crecen más que proporcionalmente al incremento en el volumen de producción y venta. Y eso es lo que intento. Me tomo el atrevimiento de invitarte a pensar, a ser mi crítico, a estar de acuerdo o a disentir, puesto que no defino a los aforismos como verdades, sino como un intento de aproximarse a la verdad por parte de quien los escribe, un resumen de sus vivencias, o la síntesis de alguna reflexión. Y así, quizás, éste, sirva de punto de apoyo para que tú crees tus propios aforismos, y estos crezcan en diversidad, más que proporcionalmente a mi esfuerzo.
Allí viene Alicia. Caminando lento como todas las mañanas la cuadra que dista desde la parada donde la deja el colectivo hasta la puerta de ingreso a la Aduana.
Trae como de costumbre, la cartera y una carpeta con papeles de trabajo en una mano, y en la otra, un bolso lleno de galletitas, servilletas de papel, manzana, pera, saquitos de té y mate cocido. Es que tiene un largo día de trabajo por delante y es bueno tener provisiones.
Haciendo equilibrio acaricia con el pie a su amiga Úrsula, la gata que la espera en la puerta.
Tiene planeado hacer todo lo que ha hecho siempre. Tampoco quiere llamar la atención con una vestimenta distinta a la habitual.
Entra sonriente saludando con un «¿qué hacés nene?».
Su cabello, algo rebelde, lo luce como anticipando su personalidad. Sin nada especial para la ocasión.
Trae blusa blanca impecable, pulóver azul, y su característica pollera gris calzada en su cintura a distinta altura del lado derecho que del izquierdo, con su cierre corrido a un lado. Al fin de cuentas piensa que nadie se va a fijar tanto en ella como para notar que no está centrado.
Ingresa a su oficina y arregla las flores que tiene en su escritorio. Les cambia el agua y agrega alguna que a la pasada ha arrancado con cariño y picardía del jardín, con el espacio de la mano que entre tantos bultos deja siempre libre para ese propósito. Una vez que han quedado a su gusto, las acerca para oler su perfume con notorios gestos de placer.
Luego ordena los sellos por orden de su tamaño en el porta sellos. Todos quedan mirando para el mismo lado. Los utiliza muchas veces al día y así los encuentra fácil, ya casi sin mirarlos, al igual que ejecuta un pianista.
Un papelito en el bolsillo de su blusa que dice «broches», le recuerda que debe guardarlos en su cartera para llevarlos a su hogar. Son broches de madera liviana, desarmados, ya que les ha quitado el resorte central. Los trajo hace mucho tiempo para utilizarlos si es necesario como inofensiva arma voladora. Pero los deja un tiempo más. Presume que pronto pueden llegar a ser útiles. Efectivamente eso ocurre. Alguien graciosamente pasa y la llama «¡turca!».
Así se desata una nueva batalla.
«¡No entres a la oficina administrativa que Alicia te tira con los broches!», esas son las voces de advertencia.
Desde su escritorio, con un ojo cerrado para mejorar su puntería, y detrás de unos biblioratos que hacen de escudo para resguardarse de una posible contraofensiva, sonríe ante cada uno de los ocasionales blancos.
Por encima de su improvisado escudo, aparecen algunas canas de su abultada cabellera que apuntan al cielo haciendo la suerte de antenas sensibles al peligro. También asoman, por momentos, la mitad de sus ojos, para enterarse de los últimos movimientos en el teatro de operaciones.
Está convencida que con cada golpe hace justicia, venga a sus antepasados armenios, y también nos hace escapar a todos un rato de la rutina diaria.
La tristeza que la historia inyectó en su alma no le impide tener humor.
A pesar que la batalla es desigual en número, ya que abrió varios frentes de ataque, la armenia mantiene una ofensiva encarnizada, sostenida, y amenaza con utilizar munición pesada comenzando a deslizar su mano hacia los sellos. Arma que no utiliza aún para no hacer dispendio de los recursos estatales.
Ante ese comportamiento hostil y malicioso, planeamos un ataque envolvente en forma de tenaza, mientras que otro combatiente sorprende a la insurrecta por la ventana, e inicia la ofensiva carapintada por la retaguardia con su rostro tiznado con tinta de carbónicos.
Aún nos reservamos la posibilidad de usar un grupo de mercenarios, chicos sucios que no conocen el jabón o el enjuague bucal, con quienes confiamos sofocar al foco rebelde en la lucha cuerpo a cuerpo, pero las armas químicas de olor, por decoro, quedan para ser utilizadas sólo como último y desesperado recurso.
Llama el teléfono y se inicia una tregua. Es un compañero de trabajo notificando su ausencia. «Cuídate mucho de tu enfermedad y espero que pronto te sientas bien», se escucha que le dice.
Observa a otro compañero que se dirige hacia la calle y le grita: «¡Abrigate nene!, ¡llevá campera que es temprano y afuera hace frío!». Sus sentimientos de madre protectora no puede dejarlos en su casa y los trae siempre junto a sus petates.
Mas tarde acomoda unos papeles. Es que hoy quiere dejar todo prolijo. Va a llevar a su casa todas esas carpetas con apuntes de las materias que estudió, siendo ya mayor, para tener el secundario completo. Entre tantas cosas encuentra una foto del momento en que le entregaron el diploma y otra de cuando logró el ascenso.
Llega la hora de su mate cocido con galletitas. Se la ve tranquila. Sabe que su deber está cumplido. Es un cumplido conforme utilizando términos aduaneros.
Mira el reloj. Sus ojos la traicionan. Se le escapa una lágrima. Falta media hora y aunque quiera negarlo son sus últimos minutos de trabajo. Ha llegado el momento de jubilarse.
Todos nos reunimos para darle un beso. La abrazamos. Alguien tímidamente inicia un aplauso. Lo acompañamos. Nos sumamos.
Alicia mira hacia afuera buscando a Úrsula y la ve en la ventana. Ella también está y también la mira. Ambas se despiden a través del vidrio tan sólo con la mirada.
Ahora sí. Es tiempo de ir a casa.
Se pone su campera, pero duda. Se la quita y la deja acomodada, acariciándola, en el respaldo de su silla. Hoy no es necesario que lleve su campera de abrigo con el logo de la Administración Federal de Ingresos Públicos. Afuera también está bueno.
«En la ciudad de Mar del Plata, a los 5 días del mes de Junio de 2012, el agente de Aduana Juan Palomino Guzmán, de tez morocha, nacido el cuatro de Enero de 1976, a la hora cuatro, hijo de Doña Josefa Ezcurra, de profesión ella carnicera, profesión que heredara de mi abuelo, e hijo de Don Alejandro Palomino Guzmán, vendedor de perfumes durante el día y casinero durante la noche, con asistencia perfecta a esa sala de juegos, según consta en los tickets de entrada que celosamente mi padre conservara en una carpeta al efecto, con anotaciones al dorso de cada uno que le servían para llevar estadísticas persiguiendo la suerte, haciendo caso a lo que en matemática se denomina la “ley de los grandes números”, que dice que cada número tiene igual probabilidad de salir, por lo que los menos sorteados serán los próximos favorecidos, proviniendo de aquí mi sobrenombre de “Colorado”, ya que en el día y a la hora de mi nacimiento salió felizmente favorecido apostando al colorado el cuatro; me constituyo en la planta perteneciente a la firma “Carga China Arriba y Abajo Concomitantemente SRL”, sita en la calle Calabozo 66 de esta ciudad, a fin de constatar el correcto funcionamiento del acceso a la red de AFIP, equipamiento de PC y del Sistema de CCTV, su visualización y grabación. En esta oportunidad siendo recibido, sin café ni cortado, por el Sr CHIN SISTEMA en su carácter de encargado».
Lo leo una vez más para convencerme de que haya quedado bien redactado y con todo lo absolutamente necesario. Mañana en el lugar redactaré el resto con las novedades.
Es mejor que ahora me vaya a descansar, ya que esta nueva tarea de control, como todo lo nuevo, me preocupa y estresa.
Seis de la mañana, suena el despertador, ese invento que habrá diseñado un traidor, un amigo del apocalipsis.
Intento levantarme, pero siento el cuerpo pesado. Con mucho sacrificio lo logro. Encorvado inicio así otro día más, probablemente calcado al de ayer, igual al de mañana.
Mis piernas dirigen mi cuerpo automáticamente hacia la ducha, sorteando el caos de juguetes tirados en el piso. Luego mis manos preparan unos mates acompañados por esas tortas compradas llamadas «Caseritas». Hace años que no como torta casera, reflexiona mi cerebro que recién ahora despierta.
Pongo en marcha el auto, y sin que nadie me despida ni note mi ausencia, me dirijo hacia la empresa donde se realizará la carga de exportación. Llevo la novedad, mi acta de constatación confeccionada a medias.
Para llegar a destino debo atravesar barrios humildes. Veo a los padres llevando a sus hijos al colegio en el improvisado asiento trasero de sus bicicletas. Me llama la atención la sonrisa de ambos, la felicidad de esos padres con la que empujan cada pedal hacia algo mejor.
Y yo, mientras tanto, en este auto cero kilómetro, con doble airbag, asiento regulable en altura, volante regulable en altura y profundidad, y faros antiniebla que nunca logro disipar, avanzo buscando con desesperación en la radio algo que me entretenga o me haga reír.
Aprovecho el semáforo para enviarle un mensajito a mi hijo mayor, para que lo lea cuando despierte. «Hijo, el sábado vamos a andar en bicicleta para volver a disfrutar como hace tanto no hacemos».
Llego a la planta y tomo los datos del camionero. En medio de una rápida conversación, donde le transmito mis miedos por lo que veo, me dice: «El peor enemigo de uno es uno mismo, mi amigo».
Mi temor es el color de la carga. Están cargando un pescado de carne muy oscura.
Pasa un chino filetero con cuchilla en mano. Mal presagio pienso. Me recuerda a la cuchilla con la que me perseguía mi madre carnicera cuando yo le rompía con la pelota una maseta del patio. El chino me ve serio, preocupado. Habiendo escuchado el motivo de mi preocupación dice sonriente, con una sonrisa que presenta a sus dos grandes dientes incisivos propios de los castores, «que de la “blanca” viene después». Su contestación confieso que no me tranquiliza en absoluto.
Exponiendo mi acta, me acompañan unos orientales a un lugar oscuro y húmedo, en un rincón dentro de la cámara de frío donde se encuentra el gabinete que dice «para uso exclusivo del personal de Aduana». Allí me abandonan.
Trato de entrar y no puedo. Forcejeo el picaporte y es imposible abrir. Prendo la linterna de mi celular, y detrás del vidrio empañando, constato con asombro la presencia de un masculino con su campera de aduana puesta, sentado en su silla, y recostado sobre la mesa. En el extremo de su puño, algo amarillo parece ser un precinto botella con el que nunca nada alcanzó a cerrar.
Intento en vano una vez más abrir el gabinete. Le grito y no responde. Parece un cuerpo helado, frío. Me intriga saber de quién se trata, qué compañero es para llamarlo por su nombre. En el vidrio parece que intentó dejar un desesperado y macabro mensaje que no puedo revelar. Pienso cuántos serán los sueños truncos e inconclusos de este compañero ahora caído en el cumplimiento de su deber. Me pregunto: «¿Que habrá visto para ser encerrado aquí? ¿Será quizás alguien que yo quería? ¿Me habré permitido decírselo?»
Puede que sea el negro Hernán, el compañero, el querido por todos, quien hace pocos días almorzando en un bar me preguntaba a los gritos, y en presencia de otros compañeros, si lo quería o no. «¡Sí o no!, decime, ¡sí o no!», fueron sus súplicas. Y mi machismo, mi dura educación, impidió responderle. Ahora comprendo esos gritos desesperados, propios de alguien que seguramente se sentía amenazado.
«¡Si negro!, ¡te quiero!», le grito detrás del vidrio gélido de mis sentimientos, como tratando de lavar mi conciencia, intentando engañarla sabiendo que ahora era tarde.
Presiento, por todo lo que veo y constato, que estoy transitando mis últimas horas. Que se acerca inexorablemente mi fin. Le envío un mensaje rápido a mi esposa con mi celular a modo de despedida. Tiemblan mis manos cuando escribo palabras que hace mucho no decía: «te amo».
Ahora sí. Se acercan. Son tres chinos. Vienen por mí. Es el fin. Mi fin. De eso estoy seguro. El negro Guzmán, apodado el Colorado al nacer, morirá irónicamente en manos amarillas.
«¡Entre allí!, ¡entre allí!», me dicen con un amenazante español poco claro, señalando el gabinete que será mi segura y desafortunada morada final.
Me trato de consolar pensando que finalmente tendré compañía, y mi egoísta deseo es que ella sea Hernán.
Un oriental forcejea uno de ellos el picaporte y la puerta finalmente se abre. Entregado a mi destino entro. No opongo resistencia. Constato aliviado, y con manos sudadas vuelco en al acta, que lo que se veía desde afuera era una campera azul olvidada por un compañero en el respaldo de una silla, con sus mangas sobre el escritorio, que lo amarillo era un caramelo masticable, y que en el vidrio puedo leer, ahora al derecho, un desagradable texto que tiene mucho de macabro: «Boca campeón».
Cuando llega el verificador de la mercadería, me aclara que la carga se había iniciado con aleta de Raya, y que luego continuarían con la blanca carne del filete de Merluza.
Al fin de la jornada laboral, y habiendo cumplido mi tarea, regreso por fin a mi casa, recordando las sabias palabras del camionero. Sabiduría que seguramente le diera la larga ruta de la vida.
Al abrir la puerta, mi señora me recibe sonriente como hace mucho no lo hacía, y con un beso me dice que ella también me ama, y se retira veloz como quien esconde algo.
Veo al mayor de mis hijos limpiando contento su bicicleta. Hace mucho que no lo veía tan feliz. Me saluda con sus pulgares en alto.
Allí es cuando recibo un pelotazo del chiquito, celoso, en medio de mi estómago. Caigo en la silla y me recuesto sobre la mesa haciéndome el muerto, quizás imitando al compañero helado, frío, solitario, que creí ver esta tarde encerrado en aquel gabinete.
Con mi cara oculta entre mis brazos pienso y me pregunto si ese no sería el «yo» que hoy quiero abandonar.
Se acercan asustados mis hijos, y cuando se dan cuenta de que me río, ellos también ríen. Y así, riendo los tres, me pongo de pie, y sacando pecho, propio de los que están orgullosos, los alzo y los llevo feliz uno en cada brazo hacia la cocina, atraído por un rico olor que sale del horno e invade nuevamente el hogar. Olor a torta casera.
Indicadores señalaban que ese podía ser el escenario del génesis, el momento del origen.
El medio era hostil, distinto, aparentemente sin oxígeno de la manera conocida, con regulares volcanes que en el pasado sólo habían dejado tristeza y desolación. Hacía pocos días se había manifestado uno, y era nuestro deseo que esa fuera la última erupción por un largo período.
La calma era aparente. Quedaban algunos ríos de lava roja que amenazaban todo intento de vida. Los pronósticos traían malos presagios.
Allí a lo lejos, muy profundo, en medio de tanta adversidad, en medio de tanta soledad, se divisaba algo que abrigaba esperanzas a nuestra búsqueda: un lago de agua tibia.
Era un lago muy pequeño, pero su hallazgo nos llenó de gozo. Sabíamos que allí se podía albergar vida, o por lo menos eso decían los expertos. Aún debíamos ser cautelosos.
Los fuertes y arremolinados ríos, últimos guerreros del reinado del volcán, amenazantes, celosos custodios de un territorio que sólo concebían arrasado, prometían avanzar sin piedad. Y cumplieron. Lo encontraron. Lo invadieron. Lo desplazaron de su lugar. El lago, cuna de agua, se tiñó de rojo. Ya no parecía cuna. Ya no era agua.
Un milagro y sólo eso permitiría allí encontrar vida. Teníamos fe. Nos habíamos aferrado a ella. Le rezamos a la Virgen de Luján de quien siempre fuimos fervientes devotos. No era casualidad para nosotros que el posible hallazgo del génesis, haya coincidido con el día anual de la Virgen: Un ocho de mayo.
Tanto mi compañera de esta misión de búsqueda, como yo, no nos dimos por vencidos, y volvimos días más tarde a analizar el lugar, siempre con la ayuda de un experto, sobrevolándolo una vez más con cámaras especiales, con tecnología robada a los delfines, a los murciélagos.
«¡Milagro!», fue el grito antecesor de abrazos y besos. El agua del lago estaba otra vez limpia, tanto como el agua de nuestras lágrimas.
Las condiciones para encontrar vida ahora estaban dadas. Buscamos y buscamos en su interior, en sus profundidades. Revisamos todo. No había nada. Era un lago y solamente eso. La decepción trajo más lágrimas, tantas que parecieron ampliar el tamaño del lago.
Días después, la sensible cámara ahora detectó movimientos en el escenario, detectó leves cambios. Cada novedad era motivo de festejos, de divinos agradecimientos.
Fue más adelante en el tiempo cuando sobrevino un hallazgo. Un gran hallazgo. Se constataron latidos. Eran latidos positivos dijeron los avezados en este tipo de búsquedas. Un pequeño punto titilaba al igual que titilan las estrellas. La misión vida se convertía ahora en todo un éxito.
Nos llevó varios días poder ver formas. Estas parecían al principio sólo cercanas a las humanas. El feliz hallazgo tenía una cabeza desproporcionada con respecto al cuerpo, y ampliando la imagen, su rostro presentaba grandes cavidades oculares propias de los extraterrestres.
Pasaron días y meses de más estudios y comenzaron a constatarse formas iguales a las humanas.
Hallamos un ser divino. La delicadeza en sus movimientos, su gracia angelical, nos hicieron suponer que hasta podía tener sexo, y nuestra convicción, nuestro sentimiento, aseguraba que este era femenino. La denominamos entonces Angelina.
Con cada observación yo sentía que se acrecentaba mi enamoramiento. Me sentía como un adolescente. No hacía otra cosa más que pensar en ella. Hasta mis palabras hacia Angelina eran las de un enamoradizo. Mi compañera, en cambio, utilizaba palabras maternales. Ella le decía, antes de cada observación, que era lo que debía hacer. Como jugando se creaba un diálogo que parecía existir: «¡Saludá mami, saludá!», le decía. Entonces, con débil energía, la criatura extendía sus brazos, y permitiendo vérsele cinco dedos desplegados, respondía dócilmente a lo solicitado. Así, saludando, le sacamos fotos que guardamos como el más preciado de nuestros tesoros.
Un día estaba muy pícara Angelina y quiso hacerme rabiar, jugar con mis deseos de querer verla, y en todo momento me dio la espalda. Se la persiguió desde varios ángulos y ella no dejó ver su delicado rostro. Simulaba jugar a las escondidas. La imaginé reírse de mí.
También la vimos nadar. La vimos sumergirse y darse vuelta con gracia sobre su eje. Bailaba en el agua como una atleta olímpica haciendo piruetas de nado sincronizado.
En otra oportunidad estaba muy coqueta, parecía tocarse la cabeza para arreglar su cabello. Yo supuse que seguramente lo hacía por mí. Para verse linda ante mis ojos. Intuí que quería cautivarme, seducirme. Confieso que lo lograba.
Yo quería, casi desesperado, traerla ya mismo a mi lado. Conocí la ansiedad. Mi corazón se aceleraba cada vez que la veía, y hasta me autoengañaba pensando que el suyo hacía lo mismo al verme. No quería atender la razón que me decía que no era el momento. Me dominaban los sentimientos. Fui esclavo de ellos y de ella.
Finalmente comprendí que Angelina estaba aún aprendiendo, que estaba creciendo y que yo también debía hacerlo a su lado. No sería en vano el paso del tiempo. Debía prepararme para el encuentro.
Me aliviaba el saber que finalmente caería rendida en mis brazos. Que dormiríamos juntos. Que amanecería viéndola recostada sobre mi pecho. Que le gustarían mis caricias y que hasta dejaría que le dé un beso y que le diga que la amaba.
Por ahora sólo restaba esperarla, como hay que saber esperar a una dama. Había que aguardar que ella, sintiéndose más segura, elija el día para abandonar su cuna de agua que dulcemente la cobijaba.
Sabía que llegaría el día que iba a querer abandonar el vientre de su madre, de mi querida esposa, mi compañera en este viaje de búsqueda, para venir a mis brazos, a nuestros brazos.
Mientras tanto yo ensayaba mi presentación para ese momento. Solía vérseme por entonces vagar feliz hablándole al viento, repitiendo una y otra vez: «Soy papá. Aquí estoy amada Angelina. Hija».
Dibujos de la hija del autor, a la edad de tres años, luego de que le leyeran el cuento titulado Vida.
Dibujo de escenario en grafito realizado por el autor.
Leopoldo Lugones, en un trabajo sobre las misiones jesuíticas, que culmina con la obra «El imperio jesuítico», es acompañado a San Ignacio, en Misiones, por Horacio Quiroga como fotógrafo.
La tierra, a este último escritor, lo atraparía para siempre. Las ruinas históricas serían para él, el portal mágico que lo hacen quedar a vivir en la selva considerándola presente.