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Un romance tan icónico como la mismísima Nueva York. Un amigo de los hermanos gemelos Marshall relata la historia del amor tripartita entre los dos jóvenes y la joven Carolina. Gracias a que esta historia de amor ocurre en Nueva York, hay un sin de elementos y sopresas que cambiarán el destino de estos jovenes y sus romances, ya que el inminente peligro siempre acecha y pone en riesgo a los hermanos Marshall. Cuando los hermanos Marshall y el narrador se ven obligados a participar en la Gran Guerra, sus vidas cambiarán para siempre y ninguno vuelve indemne, por lo que al regresar a Manhattan los tres jóvenes junto con Carolina vivirán un insospechado desenlace. Al mismo tiempo de esta magnífica historia de amor, asistiremos el crecimiento de la principal isla de Nueva York, Manhattan, con la incorporación de su historia en la narración. Desde la construcción de los íconos de la ciudad como sus primeros rascacielos, sus puentes, el metro y tranvías, hasta la exploración de la vida cotidiana, y élites sociales en esta periferia. Esta historia incorpora un elemento histórico característico de Preckler, que ilustra la historia de la isla de una manera rica y entretenida.
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Ana María Preckler
Saga
En las aguas del viejo Manhattan
Copyright ©2015, 2023 Ana María Preckler and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728392447
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Dedico este libro a cada uno de mis hijos y
nietos, como hago siempre, pues ellos
son lo más importante de mi vida,
mi amor más grande,
y quiero que no lo olviden nunca.
También se lo dedico a mis amigos del
Alma, aquellos que sin su compañía,
Su estar, su ayuda y cariño
No hubiera podido escribir nunca
como lo he hecho.
Para todos ellos mi agradecimiento y
Y afecto total.
“Aimer c’est soufrir”…
“N’être pas aimé, cést encore pire,
aimer et être aimé
c’est le plus doux de souvenir”.
“¿De qué le sirve al hombre ganar el
mundo entero si arruina su vida?”
Marcos 8,34-9,1
“Vida es, a la vez, fatalidad y
libertad, es ser libre dentro de una
fatalidad dada. Esa fatalidad nos
ofrece una serie de repertorio de
posibilidades determinado inexorable,
es decir nos ofrece diferentes destinos.
Nosotros aceptamos la fatalidad y
en ella nos decidimos por un destino.
Vida es destino.”
¿Qué es filosofía?
Ortega y Gasset
Aunque esta novela está escrita en primera persona, el lector ha de tomarla como si estuviera escrita en tercera persona. Yo he vivido la historia que voy a narrar muy de cerca, pero soy un mero espectador de la misma, de ahí que la escriba solo como un personaje que ve lo que sucedió a distancia, aunque en algunas ocasiones intervenga en de ella porque el argumento lo demandaba. Tengo que decir que esa distancia en muchas ocasiones fue muy próxima, por eso conozco la historia tan bien, pero prefiero alejarme al contarla para ser lo más objetivo posible y no tener un papel destacado mas que el de narrador o testigo, si bien ya digo en ciertas partes cuente mi propia vida por ser tal vez lo más bello de esta historia, en contraste con las vidas que voy a contar. En realidad fui amigo de los principales personajes de esta historia que fueron tres. Los conocí muy temprano y fueron relevantes en mi propia existencia. Pero es la de ellos la que quiero contar por anómala y extraña. La mía es la de ser el responsable de explicar quiénes fueron estas tres personas, qué existencia tuvieron, y por qué es digna de contarse, tal vez la principal razón de narrar su vivir es la de servir de ejemplo, que en este caso sería un ejemplo a no imitar. Bien es verdad que a pesar de todo fueron vidas felices y trágicas, como es la vida de la mayoría de las personas.
Sucedió a principios del siglo XX, en Nueva York, o mejor dicho en Manhattan, en los comienzos pujantes y felices en los que aquella isla bañada por los ríos East y Hudson comenzaba su crecimiento vital imparable. Por ello el nombre de esta historia se denomina Old Manhattan y comienza en esa isla fascinante en la que fueron creciendo los rascacielos que dominaron vertiginosamente, con su estructura acristalada, todas las alturas. Una historia pues cobijada por esta vieja ciudad nacida en el siglo XVII, cuando se conformó la colonia de Nueva Ámsterdam holandesa, que luego pasaría a ser inglesa para definitivamente ser americana después de la independencia. En los inicios del siglo XX, que es el período que nos ocupa, la ciudad tenía ya cuatro millones de habitantes. La época sería la correspondiente a la belle époque, y después a los felices, frívolos y atolondrados años del vintage, en su versión norteamericana, épocas sucesivas que precedieron a las dos grandes contiendas bélicas mundiales de la primera mitad del siglo XX. Por ello contaré asimismo algunos hechos de la Gran Guerra que involucró al mundo y a todos nosotros y en la que participamos de forma activa.
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OLD MANHATTAN
Carolina Brett había nacido acunada entre las turbulentas aguas de los ríos East y Hudson, al sur de Manhattan, justo unos años antes de que se iniciara el siglo XX. Ella, como los ríos que la habían visto nacer, tuvo una vida agitada y turbulenta, pero Carolina no lo supo hasta bien entrados los años veinte, los vintage, también agitados y falsamente felices, como sería la propia Carolina. Tal vez la causa de ello fue la belleza imperecedera que la joven poseía desde niña que la hizo sobresalir como una delicada flor, única y hermosísima, en la sociedad belle èpoque neoyorkina, que precedió a la Primera Guerra Mundial, hasta llegar a los dorados años veinte de la Entreguerra, en los que Carolina conoció el cataclismo que arrastraría su existencia hacia el abismo y pereciera en él. Hasta entonces había tenido una vida feliz y privilegiada en todos los órdenes.
Carolina procedía de una rica familia oriunda de Chicago que se había trasladado a Manhattan en los años exultantes de la arquitectura neoyorkina que comenzó a principios de siglo. Su padre William C. Brett era un prestigioso arquitecto formado en la Escuela de Chicago con Louis H. Sullivan, el famoso creador de “la forma sigue a la función”, o sea que la funcionalidad del edificio primaba sobre la forma que debía ser austera y desornamentada, fue con la que inició la arquitectura racionalista, y la que fue raíz y pilar de los rascacielos posteriores. Brett había sido un fiel discípulo de Sullivan en Chicago, pero en los años 1987-1890 ambos se trasladaron a Nueva York para construir el Condict Bulding, quedándose William al finalizar la obra a residir en Manhattan. La ciudad le había fascinado y aunque sintió separarse de Sullivan, vio claro que su porvenir estaba en la isla de las máximas alturas. Allí William comenzó a construir sus primeras arquitecturas siguiendo las normas de su maestro Sullivan, para continuar con su propio estilo, si bien siempre dentro del racionalismo de la Escuela de Chicago. En Manhattan buscó el lugar más prestigioso de la ciudad para vivir, el Upper East Side, construyendo su propia mansión en la Quinta Avenida, todavía con un estilo convencional y una altura discreta, de tres plantas y una buhardilla amansardada de pizarra negra, como un palacete de estilo francés, frente al Central Park. En 1895 conocería a la que sería su esposa, la rica heredera Carolina Samsung, hija única de un potente banquero neoyorkino. Enseguida tuvieron dos hijos, Bill y Carolina, siendo esta el más preciado tesoro de su padre, lo que no sucedía con su hijo Bill, que fue como él arquitecto y el continuador de su profesión, pero a quien exigía y dominaba más de lo que el hijo podía soportar por lo que este, aunque trabajase en el estudio de su padre, en su interior le temiese y desease su emancipación.
Los comienzos del siglo en Manhattan fueron fascinantes. Yo pude ser espectador, aunque todavía con pocos años, del proceso evolutivo de este borough de Nueva York, el más importante de los cinco que constituían la capital (Staten Island, Brooklyn, Queens, Bronx y Manhattan). La isla de Manhattan, al no poder crecer en extensión, lo hizo en altura, y poco a poco se fueron levantando edificios con numerosas plantas, hasta sobrepasar todo lo creado hasta el momento y llegar hasta los grandes rascacielos, con sus innumerables plantas y vertiginosas alturas, en cuya construcción fue de gran relevancia la invención del ascensor.
Nueva York crecía a un ritmo imparable y Manhattan aún más que los otros borough; por las calles se podía contemplar el pálpito de la urbe a través de las continuas y ruidosas obras que se realizaban, lo que hacía que en su constante bullir ciudadano se encontraran como protagonistas las grúas, las hormigoneras, las vallas, las taladradoras, los andamiajes y demás componentes de la construcción, que a pesar de todo no afeaban demasiado las calles, porque aquello demostraba que la riqueza y la pujanza estaban latentes en cada edificio en construcción y aquello era en verdad prometedor.
La ciudad estaba llena de vitalidad y vigor, a ella se trasladaban no sólo los norteamericanos que querían prosperar en sus distintas profesiones, sino que también venían emigrantes de todas partes del mundo, en especial de Italia, Irlanda, Francia e Inglaterra y de países eslavos como Polonia, muchos de ellos huyendo de Europa y de la Gran Guerra del 14, cuando todavía era posible trasladarse a residir en Estados Unidos sin tener la nacionalidad americana que podrían obtener al cabo de un tiempo y determinadas fórmulas legales estrictas. Eran pobres gentes que se hacinaba en los barcos que iban a la capital con el deseo de instalarse en Estados Unidos, en busca del “sueño americano” que todos ellos perseguían aunque algunos con poco éxito pues si no reunían las condiciones requeridas se les repatriaban a sus países de origen.
Los emigrantes eran instalados en la isla de Ellis, un pequeño islote situado en el puerto de Nueva York donde se les hacía un severo estudio médico y administrativo que solo algunos lograban pasar. Aún con esos exámenes, los inmigrantes que lograban quedarse en el país resultaban considerables, muchos de ellos residirían en la ciudad de Nueva York, y más concreto en Manhattan, donde se ofrecían las máximas posibilidades. En la ciudad pululaban numerosas gentes de distintos países, orígenes y razas, que habían venido, huyendo de la pobreza o de la guerra, persiguiendo el ansiado paraíso americano donde todo parecía que podía conquistarse y hacerse y como en algunos casos se hizo realidad, logrando una calidad de vida impensable. La ascensión económica no resultaba fácil teniendo los emigrantes que trabajar en fábricas con pésimas condiciones de trabajo por lo que el descontento era grande y provocaba huelgas de trabajadores. Así se fueron formando barrios donde vivían pobremente, como el Lower East Side, en el que los emigrantes se hacinaban en casas inmundas sin las mínimas condiciones de habitabilidad; otros barrios de trabajadores humildes eran el Soho, y Chinatown, dominado por chinos y sus mafias cerradas; y en el norte de la isla, Harlem, un barrio en el que predominaba la raza negra de los inmigrantes afroamericanos. Esta llegada de millares de personas de distintas razas y países así como los autóctonos hizo que Manhattan, a principios del siglo XX, fuera una de las ciudades más populosas del mundo con una población de unos cuatro millones de habitantes, lo cual fue descrito por el autor O. Henry que escribió un libro de cuentos breves titulado Los Cuatro Millones, pues según él la población neoyorkina se componía de cuatro millones de historias que narrar.
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Tanta población emigrante, unida a la autóctona americana, necesitaba casas donde vivir, oficinas y fábricas donde trabajar, de ahí el impulso que tuvo la construcción en la primera mitad del siglo. Entre los edificios más altos levantados en los primeros años del XX, se encontraría, entre otros, la torre Times, de 1904, el edificio de la American Surety Company, de 1897, construido con veintidós plantas por el arquitecto Bruce Price, el Comercial Cable Building, terminado en 1897, de veinte pisos, el famoso Flatiron, levantado entre los años 1901-1903 por el arquitecto D.H. Burham, que también procedía de la Escuela de Chicago, con veinticuatro plantas, cuyo nombre hacía alusión a una plancha doméstica por la forma triangular que lo caracterizaba, lo que hizo de este edificio uno de los más singulares y destacados de aquellos años de inicio del siglo; el Trinity Building, 1904-1907, del arquitecto F. H. Kimball, realizado en estilo neogótico, modelo que tuvo mucho auge en la época, en conjunción con la cercana Trinity Church, estructurado en dos impresionantes volúmenes cuadrangulares unidos en uno de sus extremos laterales, de gran elegancia y severidad de formas; el Liberty Tower, 1909-1910, de H.I. Cobb, también de estilo neogótico y antecedente del Woolworth Building, 1910-1913, esbelto y estrecho de volumen en comparación a los edificios adyacentes, revestido de terracota blanca, del afamado arquitecto Cass Gilbert, igualmente neogótico, con clásica estructura escalonada coronada en pináculo piramidal, que fue uno de los más altos y simbólicos de la ciudad.
Junto a estos primeros rascacielos del siglo, se fueron levantando en los años veinte y treinta, el Barclay-Vesey Buiding, 1923-1927, el Chaning Building, 1927-1929, el Chrysler Building, 1928-1930, el General Electric Building, 1929-1931, el Daily News Building, 1929-1930, y el más prestigioso de todos cuya fama rebasaría todo el siglo XX, el Empire State Building, 1929-1932, que fue el rascacielos más alto del mundo durante mucho tiempo, cuyo diseño art decó se remata con elegante fachada clásica, obra de los arquitectos Shreve, Lamb & Harmon, con ochenta y seis plantas coronadas por una torre de amarre para zeppelines y un agudo pináculo. Fueron muy famosas las fotografías sacadas desde lo alto de estos rascacielos en construcción, dejando en ellas una gran riqueza gráfica, con los obreros sentados en las vigas haciendo auténticos malabarismos en las alturas, comiendo, trabajando e incluso haciendo hasta un portentoso swing de golf; destacarían las fotografías de Lewis Hine quien documentó gráficamente los riesgos del trabajo de aquellos obreros neoyorkinos de la construcción en los años treinta, realizando auténticas obras de arte con su cámara de fotos sometiéndose también él a los peligros de las alturas para hacerlas.
De esta forma, fueron surgiendo y elevándose los rascacielos como cajas cerradas racionalistas, la mayoría de cristal, sobre todo a partir de 1930, aunque algunos de ellos conservaran reminiscencias clásicas o art decó, en especial los anteriores a dicho año. Hacia mediados del siglo XX ya se habían construido algunos de los más famosos rascacielos de Manhattan, los históricos. A partir de entonces se fueron fabricando los rascacielos acristalados que daban también una personalidad peculiar a la ciudad. Aquel acristalamiento de los nuevos edificios en altura producía un efecto redundante de espejo pues se reflejaban los unos en los otros consiguiendo un efecto irreal de mayor número de edificios que hacía que pareciera había más rascacielos todavía. Por la noche el efecto de las luces de las torres daba una impresión de fragilidad y belleza. Era una ciudad de cristal que en su anhelo de altura rompía la negritud de la noche con su débil parpadeo lumínico idealista.
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Me he entretenido en describir los primeros rascacielos de Manhattan y sus características porque considero que aquellas construcciones pioneras dieron forma y personalidad únicas a la ciudad que crecía en vertical. Y hablar de Manhattan de principios del siglo XX y no describir el inicio de sus rascacielos sería en mi opinión imperdonable. Desde entonces Nueva York resalta con sus torres elevadas al cielo como nunca lo había hecho ninguna urbe del mundo, y como seguiría haciéndolo durante el resto del siglo. Esa construcción vitalista y soberbia, con sus altibajos formalistas, sus nichos de múltiples ventanas que por la noche se encendían como retículas iluminadas, cual titilantes acristalamientos multiplicados al infinito, sus luces y sombras producidas por sus distintas elevaciones, irían creando algo tan especial que podría decirse que sus habitantes no fueron ajenos a esa vitalidad poderosa, sin poderse precisar si eran las personas las que poseían aquella fuerza de creatividad imparable en altura o eran los edificios con su elevación los que daban vitalidad y empuje a sus habitantes.
Según lo dicho, los primeros rascacielos se construían con estilos todavía historicistas como los modelos neogótico y art decó con sus techos terminados en agudos pináculos como el del Empire State Building, hasta que se introdujo el estilo racionalista en el país a través de los arquitectos alemanes Gropius y Mies Van der Rohe, y los rascacielos fueron evolucionando en sus construcciones historicistas para establecerse la caja cerrada racionalista, recta, desornamentada y acristalada. Pero esto fue después de 1930, cuando con motivo de las persecuciones del nacionalsocialismo alemán, estos arquitectos emigraron a América y desarrollaron sus pioneras construcciones racionalistas ideadas en la Bauhaus alemana de la República de Weimar. Si Nueva York llegó a ser una de las ciudades más hermosas del mundo, una ciudad que parecía una inmensa escultura constructivista, se debió en gran parte a la influencia de Gropius y Van der Rohe. En la construcción de los rascacielos y de los puentes tuvo mucha incidencia el uso mucho más seguro y barato que se conseguía utilizando el acero y el hierro.
En aquellos tiempos del XX, además de los constantes edificios, se construían puentes alados y robustos, con osados y bellos diseños que cruzaban los ríos East y Hudson hacia los restantes borough neoyorkinos, por lo que su construcción se hizo desde muy temprano forzados por la necesidad de comunicar la isla de Manhattan con los otros borough. Algunos de estos famosos puentes fueron el Puente de Brooklyn, el Puente de Manhattan, El Puente de Williamsburg o el Puente de George Washington. Eran puentes colgantes enormes, fabricados en hierro y acero con sólidos pilares en los puntos de apoyo a cada lado del río; sin embargo poseían una belleza y levedad singulares con sus arcos y finas líneas verticales en arpa; algunos de ellos tuvieron dos pisos para los automóviles y un paso de peatones, casi siempre atiborrado de gentes que caminaban de un lado a otro de los borough. La mayoría comenzó su construcción a finales del siglo XIX concluyendo en los inicios del XX. Si los rascacielos fueron la característica fundamental de Manhattan, los puentes les siguieron en importancia proporcionando esa personalidad inconfundible y preciosa de la isla, y si los rascacielos se elevaban en altura, los puentes se establecían en horizontal, como si fuera un cuadro de líneas cartesianas, verticales y horizontales cruzadas, como aquellos que Mondrian gustaba pintar en su estancia americana.
Las construcciones constituían la fuerza y la vitalidad de Manhattan, aunque sin duda las grúas y hormigoneras pusieran un punto de fealdad en las calles con su maremágnum constructivo, pero se veía una ciudad con un futuro creciente imparable e incesante. El suelo de las calles estaba en su mayor parte adoquinado aunque en la periferia se mantuviera todavía de tierra aplanada. Otra obra iniciada en esos años fue la del tranvía que con sus raíles en vías de instalación hacían aún más complicado el tránsito de peatones, carros y coches. Los carros tirados por caballos o mulas, más o menos grandes según la función que tuvieran, se entremezclaban con los innovadores automóviles de motor de gasolina, haciendo muy variopinto el tráfico de la urbe. El metro suburbano fue asimismo una construcción de la época lo que facilitaba el traslado de los habitantes de la isla a sus lugares de trabajo. El metro, el tranvía y el tren fueron de suma importancia en el inicio constructivo de Manhattan y su trazado se prolongaría hasta Long Island.
Los primeros rascacielos se fueron edificando en el punto sur de Manhattan, que destacaba en sus vistas aéreas con sus altibajos formalistas. La ciudad ya empezaba a configurarse en lo que sería una de las más hermosas del mundo, precisamente por esa grandiosidad constructiva que conformarían los rascacielos, no me cansaré de decirlo. La urbanización de la ciudad se establecía en planta por medio de una forma reticular u ortogonal, muy simétrica. Las avenidas eran líneas paralelas cortadas por los largos ejes perpendiculares de las calles, con la única diagonal de la calle Broadway, todas ellas numéricamente designadas. Esta disposición aumentaba el geometrismo cartesiano de Manhattan, tanto en el plano como en el alzado de la planta volumétrica. Las avenidas eran doce, establecidas de norte a sur, y las calles, mucho más numerosas, superaban las cien y cruzaban de este a oeste. Quedó así conformado el entramado reticular y rectangular de Manhatttan, sólo quebrado por la inclinación de la calle Broadway así como por el rectángulo ajardinado del Central Park, por otro lado tan hermoso.
Las tiendas de lujo de aquellos años se abrieron en la calle Broadway entre la Unión Square y la Madison Square. Aquel era entonces el lugar preferido del mundo femenino. En el downtown o sur de la ciudad, se fue forjando el masculino, y poco a poco se estableció la poderosa clase financiera, en lo que se denominaba Wall Street, por la calle que lleva su nombre, lo cual dio mucho auge a los negocios, al comercio y la industria de la capital. Wall Street poseía numerosos bancos donde se gestaban las grandes fortunas como el J.P. Morgan y otros de igual importancia. La Bolsa o New York Stock Exchange, se fundo en 1917, con un edificio ecléctico de líneas clásicas. Wall Street se veía reforzado por la cercanía del puerto marítimo, también en el sur, en el que se abrían los muelles, que prolongaban sus numerosos diques hacia las aguas de los ríos East y Hudson, multiplicando sus brazos abiertos en estrella en las inciertas aguas fluviales, haciendo muy especial y curiosa su visión en altura. En dichos muelles o diques había un gran movimiento y tráfico de barcos que era entonces el sistema más rápido para viajar en cruceros transoceánicos o para transportar mercancías.
El puerto de Manhattan, era uno de los que tenía más tráfico mundial en la época al poseer la ciudad una industria muy desarrollada. El ferrocarril tuvo asimismo una gran fuerza en el transporte de personas y mercancías, muestra de ello fue el inmenso edificio de la Grand Central Terminal, con interior abovedado, inmensas escaleras y lunetos superiores que dejaban traspasar la luz cenital como si fuera una catedral. Los ferrocarriles llegaban incluso a atravesar la ciudad y sus calles, como ocurriría en la Park Avenue. Los aviones, con su vuelo estelar inverosímil, aún tardaron algunos años en suplir a los buques, trasatlánticos y a los ferrocarriles, aunque sí había zeppelines desde los que se podía contemplar la belleza arquitectónica de aquella ciudad abstracta.
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La sociedad neoyorkina de principios de siglo era tan subyugante como la propia ciudad. Existían dos clases claramente delimitadas. La alta sociedad, rica y prepotente, que establecía sus residencias en las zonas más nobles de Manhattan, con palacetes lujosos cuyas fachadas imitaban los estilos ingleses neoclásico y georgiano, y también los edificios franceses con sus negras mansardas y buhardillas. La sociedad neoyorkina, que vivía en la riqueza y el lujo, residía en la zona más elegante de la isla, el Upper East Side, donde se ubicaban la Quinta y la Madison Avenue, levantando allí sus elegantes e inmensos palacetes, muchos de ellos situados frente al Central Park y el Museo Metropolitano, como el comentado de la familia Brett. Eran edificios de tres o cuatro plantas pertenecientes cada uno a una sola familia de clara solera económica o familiar, con apellidos muy conocidos cuyo solo pronunciamiento producía un silencio respetuoso.
Muy cerca se situaba la catedral de Saint Patrick, de estilo neogótico, con agudos pináculos, de culto católico, levantada a finales del XIX. Y más al norte, en el Uppertown se encontraba un núcleo intelectual de gran prestigio, el de la Universidad de Columbia, fundada en 1754, famosa también por los prestigiosos premios literarios pulitzer a partir de 1918. Estos premios, que se otorgan anualmente, fueron creados en memoria de Joseph Pulitzer en dicho año, cumpliendo su voluntad de instituirlo, siendo por lo demás el fundador en 1903 de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Así pues, la Universidad de Columbia brillaba con luz propia en el ámbito intelectual no solo el americano sino en el internacional siendo sus títulos universitarios y sus premios muy apreciados mundialmente.
La sociedad neoyorkina era sin duda muy cerrada y privilegiada, tal y como describiera fielmente la novelista Edith Wharton en las crónicas de sus novelas ubicadas en Nueva York, como en La Edad de la Inocencia. U